Nominada al Oscar a Mejor Documental, ganadora del Independent Spirt Award y premiada en el Festival de Cannes, entre muchas otras distinciones, la más reciente película de Varda (codirigida con el multifacético artista JR) es otra joya de esta incansable recolectora de historias. A punto de cumplir dentro de dos meses 90 años y pese a algunos problemas en la vista que se hacen explícitos durante la película, ese mito viviente del cine francés que es la directora de Cléo de 5 a 7, Sin techo ni ley, Les glaneurs et la glaneuse y Las playas de Agnès concibió este documental / ensayo codirigido con JR, un artista callejero y fotógrafo de culto en Francia. Pese a la notoria diferencia de edad (JR, típico hipster, recién tiene 35) y de estilos, ambos se admiran mutuamente y decidieron hacer un trabajo conjunto. Así, Agnès Varda y JR viajan por todo el país en camioneta descubriendo historias de vida de gente común, fotografiándolos y pegando luego gigantografías en blanco y negro de esas imágenes en lugares de fuertes implicancias emocionales. Tierna, sensible e hilarante a la vez, profundamente humana en la charla -por ejemplo- con las esposas de unos trabajadores portuarios en crisis (también dialogan con mineros de carbón, agricultores, trabajadores de fábricas, productores de quesos, camioneros y un largo etcétera), Visages, villages es un viaje anárquico en el mejor sentido del término (sin cálculo ni rumbo fijo) que apuesta a descubrir la grandeza que reside incluso en esos seres “comunes” o anónimos y cierra con una visita a la casa de un viejo amigo y alguna vez compañero de rutas de Varda como Jean-Luc Godard. No conviene adelantar nada sobre el resultado, pero es un momento de una intensidad tragicómica desgarradora.
No sé si ocurrirá en todas las funciones, pero en la que organizó Disney para la prensa aparece Ava DuVernay antes de la película indicando a cámara qué quizo hacer, a quién está dirigida la historia (“niños de 8 a 12 años”) y cómo debería entenderse el film desde la perspectiva de los adultos. “Las excusas no se filman”, dice una vieja máxima del negocio cinematográfico. Las película no se explican antes de empezar, podríamos agregar. Si ese preámbulo ya generaba ciertas dudas, Un viaje en el tiempo se encarga rápidamente de amplificarlas... al infinito y más allá. Contra el cinismo de muchos críticos he defendido innumerables películas de Disney, no solo desde su factura sino incluso desde su visión del mundo. En el caso de esta película no hay forma de salvarla: pocas veces el estudio más poderoso del planeta ha dado una película tan pretenciosa en sus intenciones y tan fallida en su realización. La transposición de la venerada novela de Madeleine L’Engle resulta por momentos irritante, ridícula y -el peor pecado viniendo de la factoría que es dueña de la más rica tradición del entretenimiento, de Pixar, de Marvel y de Lucasfilm- aburrida. El film fue celebrado en la industria por tener a protagonistas negros: desde Storm Reid (como la pequeña Meg Murry que viaja en busca de su padre desaparecido) hasta la célebre Oprah Winfrey (aquí no solo aleccionadora sino también gigantesca), pasando por Gugu Mbatha-Raw o André Holland. Pero ni ellos ni otros actores reconocidos como Reese Witherspoon, Michael Peña, Zach Galifianakis o Chris Pine pueden hacer nada ante la inconsistencia de un cuento de hadas new age, una moraleja didáctica con una directora (DuVernay) que parece una pastora evangélica subida al púlpito en plan profético antes que ubicada en el set con espíritu de narradora. Es cierto que hay algunas imágenes deslumbrantes (seguramente los diseñadores y expertos en efectos visuales deben ser de lo más encumbrado en la industria), pero ese despliegue está puesto al servicio de la bajada de línea y no del espectáculo cinematográfico. A Disney, al menos esta vez, se le olvidó lo que siempre ha sido su mandato principal: fascinar, seducir, empatizar. Este viaje intergaláctico y supuestamente mágico terminó, así, en un descenso a los subsuelos del cine popular. Lo último: que muchos críticos prestigiosos de los Estados Unidos hayan elogiado esta película solo tiene una explicación posible: la “dictadura” de la corrección política que impera en el Hollywood actual y a la que muchos, por convicción o por miedo, se someten con absoluta docilidad.
Hace cinco años Guillermo del Toro estrenó Titanes del Pacífico, sólido exponente del género fantástico y de ciencia ficción. El éxito comercial de aquel proyecto derivó en la inevitable secuela, ya sin el reciente ganador del premio Oscar en el guion ni la dirección. Si la ausencia del realizador mexicano podía generar algún resquemor o suspicacia, tras apreciar el resultado de esta segunda entrega de la saga la sensación es directamente de decepción y hasta de irritación. Película sin mayores ideas, sin sorpresas y construido a partir de un guion elemental, Titanes del Pacífico: La insurrección parece confiar exclusivamente en el incesante despliegue de efectos (y estímulos) visuales para narrar los enfrentamientos entre gigantes (monstruos destructores y máquinas piloteadas por humanos) que parecen salidos de la saga de Transformers. Es cierto que el cine catástrofe siempre tiene sus atractivos (y aquí vemos cómo se destruyen ciudades como Sydney y Tokio), pero el director Steven S. DeKnight no se corre un centímetro del camino prefijado desde el manual más elemental. Pese a los esfuerzos y la simpatía del protagonista John Boyega ( Star Wars) y a las múltiples referencias a la tradición asiáticas del género (Godzilla incluido), en La insurrección no hay espesor dramático en ninguno de los personajes ni posibilidad de empatizar con ellos y los supuestos momentos de "humor" son cualquier cosa menos graciosos.
Se estrena en el Gaumont este documental autobiográfico de Álvaro de la Barra, hijo de dos líderes del grupo guerrillero Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) asesinados a la vuelta del jardín de infantes al que asistía. Lo que hace el director es reconstruir su historia personal, la de sus padres, la del Chile de Salvador Allende y la posterior dictadura de Augusto Pinochet. Su exilio en Francia y Venezuela, su vida con distintos familiares, los secretos y mentiras acumulados durante años, los reencuentros con viejos compañeros de lucha del MIR y el rescate de las pocas fotografías íntimas de sus progenitores son parte del intenso relato. Un viaje al pasado en busca de la identidad perdida en un documental riguroso y bien construido.
Sofía (Kasia Smutniak) y Andrea (Pierfrancesco Favino) son un matrimonio que lleva diez años juntos y ya no se soportan. Padres de dos pequeños hijos, su convivencia se ha convertido en un calvario de acusaciones cruzadas y reproches mutuos. En la primera escena, casi como esfuerzo final para salvar la relación del naufragio, concurren a una sesión de terapia de pareja y la psicóloga les dice: “Tienen que ponerse en el lugar del otro”. Pocos minutos después -fruto de un experimento casero que hace Andrea- se producirá el milagro: él pasará a estar en el cuerpo de ella y viceversa. Así, el neurocirujano comenzará a tener todo tipo de reacciones femeninas en el hospital y la columnista televisiva tendrá comportamientos y gestos bien masculinos a cámara en el estudio durante el programa en vivo. Si esta descripción (a-la-Ella en mi cuerpo y él en el mío) puede sonar demasiado obvia, subrayada y ridícula es porque Mujer y marido es exactamente eso: una película sin mayores hallazgos cómicos, con una moraleja torpe, psicología barata y una realización de vuelo demasiado rasante. Lo que podía funcionar bien en las hojas de un guión (comedia romántica con toques fantásticos) en imágenes es una sumatoria de lugares comunes, conflictos elementales, actuaciones mediocres y resoluciones tiradas de los pelos. Escasamente provocadora (lo poco que podía haber de audacia se derrumba con un desenlace tranquilizador y sentimental), la ópera prima de Simone Godano se ubica por debajo del nivel en general no demasiado alto de la comedia comercial italiana contemporánea. Efímera e intrascendente.
No es la primera vez que el cine se acerca a las angustias, ansiedades, fobias, temores, paranoias, contradicciones y miserias de una actriz en las semanas previas al lanzamiento de una obra de teatro. De hecho, Santiago Giralt ya había registrado ese proceso interno y externo en la notable Antes del estreno (2010), con Erica Rivas. En este caso la protagonista es Robertina ("Rober" para algunos, "Tina" para otros), una reconocida intérprete que está cerca del estreno de un unipersonal en el Liceo. Si bien hay algunas escenas ligadas a los ensayos, a la puesta y a la presentación de la obra (con un pico de humor absurdo cuando hace llevar un enorme cerezo que han cortado del jardín de su casa hasta el teatro), la película de Bertuccelli y Tiscornia se concentra sobre todo en los trastornos e inestabilidades de esta "reina del miedo". Es que nuestra antiheroína se ha divorciado luego de un efímero matrimonio con un hombre mayor que ella (Darío Grandinetti) y su simpática pero patética empleada doméstica (Sary López) le trae más problemas que soluciones. Cualquier ruido, cualquier mínimo contratiempo son capaces de derrumbar su precario equilibrio. Ni que hablar de un corte de luz, que en la primera escena de la película la hace llamar de inmediato a la empresa de seguridad (un "chivo" bastante torpe a Prosegur, compañía que es coproductora de la película). La paranoia, sus TOC y su creciente neurosis (pasa de la euforia hiperactiva a la depresión) van acaparando su vida hasta que un llamado del exterior le advierte que uno de sus mejores amigos, Lisandro (Diego Velázquez) está atravesando un muy delicado estado de salud. El detalle no tan menor es que este hombre gay vive en... Copenhague. Y hacia Dinamarca partirá la impulsiva Robertina sin importarle las consecuencias en un canto a la amistad, sí, pero también como una forma de escapar del caos cotidiano y las presiones artísticas. No conviene adelantar más de lo que ocurre durante ese viaje y con el destino de la obra, pero en esta tragicomedia lúdica por momentos, amarga en otros, ligera de a ratos e inesperadamente negra en ciertos pasajes (o incluso dentro de una misma escena, como cuando la protagonista va a la depiladora y esta le cuenta cómo perdió su bebé) percibimos toda la ductilidad, la multiplicidad de matices de una actriz como Bertuccelli que es capaz de (hacernos) reir y llorar casi al unísono. Como guionista y codirectora, si bien no todos los personajes, conflictos y resoluciones tienen la misma intensidad y eficacia (para mi gusto, por ejemplo, todo el desenlace peca de una musicalización ampulosa), La reina del miedo surge como una más que valiosa carta de presentación.
Estrenada en la sección Forum del Festival de Berlín y ganadora de la competencia Vanguardia y Género del último Bafici, esta ópera prima del director colombiano -formado y radicado en la Argentina- Vladimir Durán propone una mirada tragicómica a las desventuras de una familia disfuncional. Los elementos visuales y narrativos que hacen de Adiós entusiasmo una experiencia poco convencional son múltiples: desde una pantalla inusualmente ancha con encuadres en los que ningún rostro en primer plano aparece completo hasta un personaje central al que se escucha, pero nunca se lo ve. La trama del film (concentrada en una bella y decadente casona del barrio de Montserrat durante el lapso de diez horas) gira en torno de Margarita (la voz de Rosario Bléfari), madre de cuatro hermanos que vive encerrada en una habitación. Sus hijos Alex (Camilo Castiglione), Antonia (Mariel Fernández), Alicia (Laila Maltz) y Alejandra (Martina Juncadella) se comunican con ella a través de "la ventanita" que da al baño. Por la casa aparecerán también pretendientes (uno de ellos interpretado por el propio Durán), familiares y amigos, habrá un festejo anticipado de cumpleaños y hasta una suerte de sesión de psicodrama. Lúdica y angustiante a la vez, en Adiós entusiasmo hay lugar para el canto y las rencillas, para la ingenuidad y el patetismo. Heredero del cine de John Cassavetes y Wes Anderson y, en el ámbito local, de Leopoldo Torre Nilsson y Lucrecia Martel, Durán construye un film excéntrico y experimental y, al mismo tiempo, íntimo y reconocible. Una auténtica (y bienvenida) rareza.
Tras codirigir Las mantenidas sin sueño y filmar El día trajo la oscuridad (y antes del estreno también este año del muy buen thriller político Unidad XV), Martín Desalvo presenta esta (tragi)comedia de enredos sentimentales que, bajo su superficie lúdica, su fluidez y su desparpajo, esconde una mirada descarnada y visceral a las angustias (las presiones, los mandatos sociales) de las mujeres cuando los cuarenta se acercan. Eva (Mora Recalde) cumple 38 años, se acaba de separar de una pareja con la que compartió demasiado tiempo (Javier Drolas) y su hermana menor (Paula Carruega) se casa y está embarazada. Sus padres (Horacio Fontova y Mirella Pascual) están felices con ser abuelos y metidos en sus propias miserias, por lo que no le prestan demasiada atención. Los que sí tienen interés en ella son su ginecólogo (Julián Lucero), un padre divorciado (Ezequiel Rodríguez) y su joven alumno en las clases de bajo que ella da (Santiago Magariños). Como amiga y confidente aparece el personaje que interpreta Romina Richi, la típica amiga guarra que la anima a aventurarse en diversas búsquedas (como simpático dato de color Richi aparece en la ficción como madre de Margarita Páez, su hija también en la vida real). El padre de mis hijos describe el patético y al mismo tiempo encantador caos de la vida cotidiana, los aspectos menos glamorosos de la intimidad femenina, las desventuras sexuales, las contradicciones permanentes. Es una comedia absurda hasta lo deforme, incómoda por momentos, pero que intenta ser lo más honesta posible. Tiene pasajes intensos y provocadores (por momentos se adivina cierto espíritu almodovariano) e incluso en los que no resultan tan logrados también se asumen riesgos constantes. Quienes busquen una comedia clásica y del todo convincente puede que se sientan un poco frustrados y hasta irritados con El padre de mis hijos, una película contemporánea en el mejor sentido del término, revulsiva y audaz en muchos de sus 85 minutos y que sintoniza con cierto espíritu de época, ese en el que la mujer se está replanteando su lugar en el mundo, los dogmas que las generaciones anteriores le fueron marcando. Ya parece ser tiempo de, como le ocurre a Eva, buscar nuevos caminos, probar, equivocarse, volver a probar y descubrir con la menor cantidad posible de condicionamientos externos qué es lo que realmente se desea.
Tomb Raider (2001) y Tomb Raider: La cuna de la vida (2003) no fueron buenas películas, pero al menos tenían algo de vértigo, de lucha cuerpo a cuerpo y la presencia magnética de Angelina Jolie como la heroína surgida de los videojuegos. Quince años después, con cambio de productora y de protagonista (la nueva Lara Croft es la sueca Alicia Vikander), los problemas no solo persisten sino que incluso se acrecientan. Es que en este reboot de la saga estamos ante un guion endeble por donde se lo mire (no resiste ni siquiera un análisis superficial), las escenas de acción son pocas y no demasiado espectaculares, y la idea de hacer una Indiana Jones en versión femenina resulta burda y torpe. Vikander aporta algo de simpatía, su sonrisa compradora y poco más para interpretar a Lara, la heredera de un imperio que se niega a administrar hasta determinar el paradero de su padre Richard Croft (Dominic West), desaparecido hace años en una expedición a una isla remota y de muy difícil acceso. Hasta allí irá la protagonista y se encontrará con el ejército esclavista del cruel Mathias Vogel (Walton Goggins) y elementos fantásticos ligados con una antigua tradición japonesa. Si la descripción parece ridícula es porque la película lo es. Nada tiene demasiada justificación y el director noruego Roar Uthaug ( Escalofrío, La última ola) parece filmar a reglamento. Un regreso sin gloria para un personaje que sigue sin tener suerte en el cine y cuyo futuro (todo luce preparado para una larga franquicia) está en riesgo.
El hilo fantasma es el último de los nueve títulos nominados al Oscar en la categoría de Mejor Película en estrenarse en la Argentina. Y es para quien esto escribe el mejor de todos. Más allá de las cuestiones "deportivas" (perdió contra La forma del agua, de Guillermo del Toro), la nueva obra maestra de Paul Thomas Anderson es un film a contracorriente, de esos que -por temática, por ambientación, por ritmo, por tono, por profundidad, por sutileza, por elegancia, por matices y por sensibilidad- ya casi no se hacen. El guionista y director de Vivir del azar, Boogie Nights: Juegos de placer, Magnolia, Embriagado de amor, Petróleo sangriento, The Master y Vicio propio nos transporta a la Londres de la década del cincuenta y, más precisamente, a la casona y taller de Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), un obsesivo, riguroso y bastante autoritario diseñador de modas que supervisa la confección de vestidos para ricas y famosas. Más allá del ejército de costureras y bordadoras que trabajan para él, Reynolds tiene como inseparable, metódica y cínica ladera a su hermana Cyril (Lesley Manville), quien administra cada detalle del emprendimiento. Cuando termina en medio del desgano y el desprecio la relación con una joven, el protagonista emprende un breve viaje durante el cual conoce en una cantina a una joven y torpe camarera llamada Alma (Vicky Krieps), quien se convertirá en su amante y su musa. Las fobias y las actitudes crueles de Reynolds no tardarán en aparecer, pero Alma no será tan sumisa y dócil como las anteriores parejas. Es cierto que cada toma parece una pintura barroca, cada vestido luce como una obra de arte, pero Paul Thomas Anderson no se queda en el preciosismo o el regodeo visual porque la intensidad de las relaciones, la ductilidad de las actuaciones, los elementos propios del thriller hitchcockiano que aparecen en la segunda mitad y el uso de la hermosa música de Jonny Greenwood (integrante de la banda Radiohead) distancian por completo a este drama de época de los lugares comunes del cine de qualité. Provocativa, perturbadora, exigente y al mismo tiempo fascinante como pocas películas de los últimos tiempos, El hilo fantasma es una exploración llena de inteligencia, de ideas y de sorpresas sobre el proceso creativo, la manipulación psicológica (surgen los deseos, los celos, la locura) y los inesperados vericuetos del amor.