El director de En julio, Solino, Contra la pared, Al otro lado, Cocina del alma y The Cut estrenó en Cannes 2017 este manipulador film que le valió a Diane Kruger el premio a Mejor Actriz en ese festival y ganó el Globo de Oro. El más reciente trabajo del realizador alemán arranca con una situación casi imposible de soportar: Katia (la estrella germana Diane Kruger) sufre la muerte de su marido y de su pequeño hijo cuando una bomba estalla frente al negocio de su esposo en el barrio turco de Hamburgo. Los supuestos autores (pertenecientes a un grupo neonazi en la línea del NSU) son absueltos en el juicio y ella deberá no sólo hacer el duelo sino también debatir internamente cómo sobrellevar semejante tragedia e injusticia. El film no tiene la más mínima sutileza: todo está (sobre)explicado, subrayado, puesto en primerísimo plano, como subestimando a un espectador que parecería no ser capaz de entender si los personajes no lloran, no dicen, no ven todo de manera obvia. Dividida en tres grande partes (presentación y tragedia, batalla legal y desenlace por demás impactante), ninguna de ellas funciona y los golpes bajos abundan. Perturbadora y procativa, sí, pero a partir de recursos con en varios momentos resultan muy poco honestos, En pedazos resultó el ejemplo más acabado de una programación de Cannes 2017 dominada por películas recargadas, solemnes y pretenciosas sobre las peores miserias humanas expuestas de la manera más obvia y brutal que pueda imaginarse. Si quieren enfrentarse a semejantes excesos, allá ustedes.
Clara (Elisa Carricajo) y Alejandro (Rafael Spregelburd) se mudan y la flamante casa, claro, queda llena de canastos sin abrir. Sin embargo, él debe viajar al toque para participar en un congreso en Bologna y ella queda sola en medio de absoluto desorden. Ese caos va invadiendo también su vida: comienza a faltar a las clases que da en la universidad y a las reuniones de cátedra, le miente a su marido en las charlas por celular y Skype cuando, por ejemplo, le dice que no ha recibido respuesta sobre una beca que estaba esperando (que encima es positiva) y empieza a aceptar diversas propuestas de salidas: de una vecina (Carla Crespo) para encontrarse con unos amigos extranjeros; de una profesora de yoga para embarcarse en un retiro espiritual con mucho de new-age, y así... Comedia asordinada que en distintos momentos remite al cine de Ana Katz y Martín Rejtman, Cetáceos es una película sobre la incomodidad, el hartazgo existencial (o al menos contra cierto status quo) y la necesidad de probar, fluir, dejarse llevas sin saber muy bien por qué, para qué ni con quién. Elisa Carricajo es la intérprete ideal para transmitir esa sensación de vacío, deriva y perplejidad, bien acompañada por Spregelburd (en otro de sus papeles de insufrible) y un sólido elenco de secundarios que incluye a Crespo, Susana Pampín, Esteban Bigliardi y varios más. Percia trabaja el humor con sobriedad (no es una película de gags sino de situaciones y observaciones absurdas) y en medio de ese viaje (interno y externo) de Clara afloran sensaciones íntimas que lo convierten también en una mirada desencantada sobre estos tiempos tan desconcertantes y poco amigables.
Ganadora del premio a mejor dirección en el último Bafici, la ópera prima de Toia Bonino se suma a la reciente Pibe chorro, de Andrea Testa, en la búsqueda de darle dimensión humana a casos policiales que forman parte de manera efímera de la cobertura periodística. Cuando promedia el film, Bonino (licenciada en artes visuales y psicóloga) incluye imágenes de los canales de noticias en las que se habla de "dos delincuentes muertos y tres policías heridos tras un tiroteo". Uno de los fallecidos en Orione es Ale y la directora bucea en su historia (en el momento del fallecimiento su novia estaba embarazada), en las relaciones familiares (es conmovedor el testimonio de su madre) y en el duro contexto social. Lo que hace de Orione una película valiosa es que no busca la salida fácil de pararse sobre ninguno de los extremos de esa "grieta" generada entre el garantismo y la mano dura, porque que no pretende reivindicar al protagonista, pero al mismo tiempo evita la estigmatización. De hecho, en el complejo rompecabezas que construye hay desde home-movies (precarios videos grabados en situaciones familiares, celebraciones y bailes en los que participó Ale) hasta imágenes de los operativos tomadas por la propia policía de esa zona del partido de Almirante Brown. Cruda, visceral, honesta y sin bajadas de línea, Orione da visibilidad, ilumina zonas oscuras e incómodas que la sociedad -en medio de los ásperos debates sobre la problemática de la inseguridad- prefiere no ver. El cine documental en toda su dimensión.
A menos de dos años del estreno de Perfectos desconocidos, tragicomedia italiana sobre los enredos, equívocos, secretos y mentiras de siete amigos que se van descubriendo durante una de sus habituales cenas, el guionista y director vasco Álex de la Iglesia presentó una versión que repite aquella fórmula con mínimos cambios. El film original fue un éxito de taquilla y la versión española también tuvo una recepción masiva, pero -aunque ingenioso en su cuestionamiento a la dependencia y los riesgos de los celulares y eficaz en algunos planteos y situaciones- se trata de un producto esquemático, obvio en sus resoluciones y subrayado en su moraleja sobre la hipocresía y la doble moral de la clase media. Tres parejas y un séptimo personaje que llega sin su nueva novia pasarán una larga noche de eclipse (elemento que pretende darle una dimensión fantástica al vodevil) que podría haber sido tan previsible y aburrida como tantas otras anteriores. Pero cuando proponen que todos escuchen las llamadas y lean los mensajes que van llegando a sus teléfonos móviles empiezan a surgir revelaciones, contradicciones y tensiones inesperadas. Más allá de su innegable profesionalismo (y el del elenco), el otrora revulsivo De la Iglesia -quien supo revolucionar el cine de género español- se convierte con este trabajo (con mucho de teatro filmado) en un director por encargo al que solo se le pide que recicle un material predigerido. Un autor anónimo. Perfecto desconocido.
Nominada a tres premios Oscar y ganadora de uno (el de Mejor Actriz de Reparto para Janney), esta biopic sobre la tristemente célebre patinadora Tonya Harding resulta una tragicomedia potente y casi siempre fascinante, aunque también con algunos excesos morbosos y manipuladores. Esta película fue filmada por el australiano Craig Gillespie (Enemigo en casa, Lars y la chica real, Noche de miedo, Un golpe de talento, Horas contadas), pero parece dirigida por Joel y Ethan Coen. La mirada cínica, despiadada y el humor negro que por momentos se regodea en el patetismo remiten en varios aspectos a los creadores de Fargo. La película arranca como un falso documental en el estilo de Christopher Guest con los protagonistas siendo entrevistados dos décadas despúes de los hechos y la narración pendulará varias veces entre esos testimonios y la realidad (de la ficción, claro). Lo que (re)construye Yo soy Tonya es la historia de Tonya Harding (Margot Robbie), una patinadora profesional que llegó a ser campeona en su país y competidora olímpica, pero cuya "celebridad" pública se debió especialmente a su vinculación con un atentado que sufrió su rival Nancy Kerrigan. El por qué, el quiénes, el cuándo y el cómo son interrogantes que la película irá respondiendo durante sus apasionantes dos horas. El film cuenta la historia de su niñez en el seno de una familia (disfuncional) con una madre (Allison Janney) controladora y manipuladora hasta el sadismo, su matrimonio (también disfuncional como todo en su vida) con un tipo perdedor y abusivo (Sebastian Stan) y sus vaivenes deportivos que la llevaron varias veces del esplendor y la fama al escarnio público, y viceversa. Margot Robbie -que ya había deslumbrado en El lobo de Wall Street- está muy convincente en el papel de Tonya, una mujer impulsiva que en un determinado instante parece estar en control de todo y al siguiente se desata por completo: víctima y victimaria, ángel y demonio, es un personaje lleno de seducción y violencia, de atractivos y contradicciones, que la actriz -también australiana- sabe cómo exprimir y explotar al máximo. Los peores pasajes de Yo soy Tonya tienen que ver, como quedó dicho, con algunos caprichos y cierto regodeo subrayado con los aspectos más detestables de los personajes. Está claro que los hechos son por sí mismos fascinantes debido en parte a sus elementos morbosos, pero algunas decisiones artisticas le quitan sutileza, espesor y matices. De todas formas, en la mayoría de las escenas Gillespie y sus intérpretes logran atrapar al espectador y sumergirlo en los terrenos más oscuros, absurdos y demenciales del comportamiento humano.
Tras su multipremiada ópera prima Las Acacias -que ganó la Cámara de Oro en el Festival de Cannes 2011-, Giorgelli se tomó 7 años para concebir su segundo largometraje, que se sumerge con sensibilidad, rigor y nobleza en una cuestión que justo está en el centro del debate público como el embarazo adolescente y la legalización del aborto. Lejos de ser apenas una película militante u oportunista, narra con recursos puramente cinematográficos un drama íntimo que da luego para un análisis más amplio y de implicancias sociales. Ely (Mora Arenillas) tiene 17 años y transita la etapa final del colegio secundario. Además, trabaja como empleada de una veterinaria, ya que su madre sufre una depresión crónica y se ha quedado sin empleo. Vive en esa particular zona de monoblocks que es Catalinas Sur y mantiene relaciones casuales con hombres bastante mayores que ella. Producto de uno de esos encuentros queda embarazada y la situación de soledad y descontención que ya tenía se potencia y se amplifica aún más. Este es el punto de partida de Invisible, segundo largometraje de Pablo Giorgelli que mantiene la austeridad, el pudor, la sensibilidad y el encanto de Las Acacias, aunque también un excesivo control sobre los materiales. Una contención y prolijidad que por momentos le juega a favor y en otros pasajes no tanto. Giorgelli es un director elegante, minucioso, preciso y, sobre todo, honesto. No juzga, no manipula, intenta que su cine sea lo más natural y cristalino posible. Eso no quiere decir que Invisible carezca de riesgo, de potencia y de capacidad de denuncia (nunca explícita). El derrotero de Ely por centros de salud, farmacias, clínicas clandestinas y proveedores de medicamentos exponen la crueldad e injusticias que deben sufrir a diario miles de mujeres con embarazos no deseados. Pero Invisible -que parece haberse anticipado al debate que hoy se refleja en buena parte de la sociedad respecto del aborto- visibiliza con recursos puramente cinematográficos una problemática muy actual. En ese sentido, está lejos de ser apenas una película militante porque su foco está puesto en el drama íntimo de esta adolescente de clase media y, para ello, Giorgelli es consecuente y fiel en el punto de vista de ella. Nos enfrentamos al mundo (su mundo) a través de su prisma y debemos entender cada una de sus decisiones (cuestionables o no) desde la perspectiva y las sensaciones de una chica de 17 años que atraviesa una experiencia límite y que Mora Arenillas logra transmitir en sus distintos matices en verdadero un tour-de-force interpretativo. La película es dura sin caer en la sordidez, es conmovedora sin apelar al golpe bajo, y el convulsionado universo adolescente de hoy (lleno de riesgos, tentaciones, estímulos y angustias) está descripto con un tono justo, ni horrorizado ni paternalista. Un sólido segundo paso de Giorgelli tras un debut como Las Acacias, que le generó tantas alegrías como presiones respecto de la continuidad de su carrera.
Como a Angelina Jolie ( Lara Croft: Tomb Raider), Scarlett Johansson ( Lucy), Charlize Theron ( Atómica) y muchas otras estrellas de Hollywood, a Jennifer Lawrence le llegó la oportunidad de ser una espía implacable, una mujer de armas tomar, una heroína de acción. Y lo hace de la mano de otro Lawrence (Francis), quien ya la había dirigido en las tres últimas entregas de la saga Los juegos del hambre. Lawrence (Jennifer) es Dominika Egorova, una primera bailarina del Bolshoi que sufre una grave lesión. Con su madre (Joely Richardson) postrada y ante la perspectiva de quedarse sin el departamento que le otorga el Estado, acepta la propuesta de su tío (Matthias Schoenaerts) de convertirse en una agente entrenada para seducir, manipular y engañar a eventuales enemigos. El film -narrado con pulso seguro por el realizador de Soy leyenda- remite por sus innumerables vueltas de tuerca a las trasposiciones de novelas de John le Carré, pero -claro- en este caso potenciado con buenas dosis de erotismo y provocación. En este juego de gato y ratón nada es lo que parece y, si bien los múltiples giros argumentales que nos pasean por Moscú, Budapest, Londres y Viena pueden marear un poco al espectador, la solvencia del director y la categoría de un elenco plagado de grandes intérpretes (Joel Edgerton, Charlotte Rampling, Mary-Louise Parker, Ciarán Hinds, Jeremy Irons) terminan convirtiéndolo en un digno exponente de género.
El cine estadounidense nos ha regalado decenas de películas sobre los tramos finales del colegio secundario, el baile de graduación, la iniciación sexual, la amistad adolescente, la conflictiva relación con los padres y las dificultades para el ingreso a la universidad (que allí implica en muchos casos un enorme esfuerzo económico y el viaje a otra ciudad, que deriva en el ingreso definitivo en la vida adulta). Lady Bird aborda todos esos tópicos (y algunos más), pero se desmarca de los lugares comunes de este auténtico subgénero a fuerza de sensibilidad, de múltiples matices que le permiten pendular entre la comedia pura y el drama íntimo, y de una capacidad para el detalle que le otorga una intensidad emocional y una credibilidad infrecuentes en el cine contemporáneo, sobre todo en el caso de una ópera prima en solitario como esta de Greta Gerwig (solo había codirigido con Joe Swanberg Nights and Weekends en 2008). Nominada a cinco premios Oscar (mejor película, dirección, actriz, actriz de reparto y guión original), Lady Bird reconstruye las experiencias juveniles de la propia Gerwig en la ciudad de Sacramento en pleno 2002 a través de un álter ego como Christine McPherson (una notable Saoirse Ronan), que se hace llamar Lady Bird. La situación económica de su familia es más que precaria, ya que su padre (Tracy Letts) está sin empleo y lucha contra la depresión y su estricta madre (Laurie Metcalf) trabaja a toda hora como enfermera. La protagonista está por terminar la secundaria en una escuela católica y su destino parece ser el de una universidad pública, aunque su deseo es dedicarse al arte y formarse en Nueva York. Más allá de este contexto, lo que hace de Lady Bird una película especial dentro del universo de historias de rituales adolescentes (conocidas como coming-of-age) es la fluidez, la elegancia y la precisión en la observación de las relaciones con su mejor amiga (Beanie Feldstein), sus eventuales novios (Lucas Hedges y Timothée Chalamet), la directora del colegio (Lois Smith), los distintos maestros y dos padres decididamente opuestos entre sí. Brillante y prolífica actriz del cine independiente norteamericano, Gerwig se consagra con este film como una guionista y directora dueña de un mundo propio, capaz de burlarse y al mismo tiempo de regalarle a "su" Sacramento -el reverso menos glamoroso de otras ciudades californianas como Los Ángeles y San Francisco- una carta de amor fílmica. Despiadada y bella, descarnada y emotiva. Como la vida misma.
Una ópera prima que apuesta a la tragicomedia con espíritu de crowd-pleaser. Tomás (Angelo Mutti Spinetta) es un chico de 14 años que vive con una madre sobreprotectora (Leticia Bredice) y un padre bastante ausente (Germán Palacios). Su hermana mayor ya está en plena experimentación sexual, pero para él todo son dudas y temores. Nuestro antihéroe, que tiene su grupo de amigos, pero es la víctima perfecta para el bullying (usa anteojos y es bastante pacífico), vive medicado por su psiquiatra (Luis Machín) como forma de combatir diversos traumas infantiles, tiene varios exámenes acumulados y se obsesiona con la astronomía. Un día, mientras mira por el telescopio, descubre en un edificio vecino a una atractiva chica mayor que él (él está en segundo año y ella, en quinto). El queda fascinado con Iris (Angela Torres), que se convierte en algo idealizado, en un objeto del deseo. Lo que en principio es un típico exponente del subgénero coming of age con los ritos de iniciación de Tomás se va convirtiendo en la segunda mitad en algo más ligado a lo fantástico, a lo onírico. Y, si bien en este segmento hay un muy buen uso de los efectos visuales (el viaje a la Luna del título), el film pierde algo de su solidez y encanto. También abruma por momentos la voz en off (un poco recargada para un chico de 14 años) del protagonista. De todas maneras, Cambre -de larga experiencia en la dirección de videoclip- sabe cómo construir un crowd-pleaser, una película que reivindica con sensibilidad cierta torpeza e inocencia de la preadolescencia, en vísperas del ingreso al mucho más sórdido mundo adulto. El uso de la música incidental y de temas como Otra era, de Javiera Mena, los enredos cómicos, la sensibilidad, la ligereza y la picardía con que se observa la dinámica adolescente hacen de Un viaje a la Luna un film disfrutable con vistosos planos secuencia y una estilización y tonos que van remitiendo en distintos momentos a Amélie, a Trainspotting o al cine de Michel Gondry. Si las alegoría sobre cómo salir del encierro, cómo liberarse de las ataduras, de la incomunicación en el seno de una familia disfuncional pueden resultar a veces un poco obvias, Cambre las compensa con elementos (fiestas, eclipses, sueños) que resultan atractivos. Una película decididamente naïve y lúdica... A mucha honra.
Adictos al juego protagonizan desventuras que no saben si son parte de un plan diseñado por otros o de una peligrosa realidad. Una película lúdica en todos los sentidos del término. Guionistas de films como Quiero matar a mi jefe y Spider-Man: De regreso a casa y directores de Vacaciones, John Francis Daley y Jonathan Goldstein combinan en Noche de juegos comedia de enredos, romance y elementos propios del thriller de acción con resultados bastante dignos. La película va mutando de tono, de ritmo y de estilo, pero sin perder jamás de vista el humor negro. Los protagonistas son Max (Jason Bateman) y Annie (Rachel McAdams), dos "enfermos" de los juegos (así se conocieron y se terminaron casando) cuya principal pasión es competir contra otros matrimonios en el Pictionary, el T.E.G., el Dígalo con mímica o cualquier otro entretenimiento que les permita demostrar sus habilidades. No sabemos muy bien de qué viven y el único trauma que el guión de Mark Perez desarrolla es el de Max con su hermano mayor Brooks (Kyle Chandler), que siempre es más rico, exitoso, hábil y ganador que él. Cuando Brooks regresa todos los fantasmas y las tensiones de Max se potencian y amplifican. El film tiene un arranque eficaz en el que nos sumergimos en ese submundo de los jugadores compulsivos, pero sobre todo en su segunda mitad el relato opta por una espiral de acción con las tres parejas protagónicas, Brooks y un vecino y agente de policía llamado Gary (Jesse Plemons) involucrados en hechos (secuestros, robos, persecuciones) que no sabremos si son parte de un juego de roles, de una trampa creada por alguien o de una peligrosa realidad en la quedan inmersos sin proponérselo. Quizás ese primer tramo (el de los ludópatas) sea más interesante que la comedia de acción (y del dilema de un matrimonio respecto de tener hijos), pero incluso en sus zonas más elementales Noche de juegos (una película con ciertos aires de Después de hora y referencias explícitas a El club de la pelea y Tiempos violentos/Pulp Fiction) resulta bastante divertida y llevadera. Y, si las risas escasean para el espectador, siempre estará la sonrisa de Rachel McAdams a modo de compensación.