Cuando una secuela es menos de lo mismo La secuela de la película más taquillera en la historia del cine español es menos de lo mismo. O, en otras palabras, se trata de una versión degradada de un film que, definitivamente, no está entre lo mejor del cine ibérico contemporáneo. Pero si en 8 apellidos vascos la celebración satírica de las diferencias entre euskaras y sevillanos mantenía más o menos a flote su endeble estructura de comedia romántica, en 8 apellidos catalanes, que suma a la ecuación a los secesionistas más empedernidos de España (al menos, en los papeles), la repetición de la fórmula no hace más que agotar conceptos, gags y retruécanos desde el minuto uno. Nuevamente dirigida por el veterano Emilio Martínez Lázaro, la secuela tiene como punto de partida la frustrada ligazón matrimonial de Rafa y Amaia (Dani Rovira y Clara Lago), y encuentra al caballero de vuelta en Andalucía, seduciendo extranjeras y connacionales sin demasiado éxito, y a la señorita a punto de casarse con Koldo (Karra Elejalde), un catalán que hace pasar vergüenza ajena al concepto mismo de hipsterismo. Así las cosas, basta que el padre de la novia se le aparezca al ex futuro yerno, para que juntos emprendan un viaje al pueblito de Cataluña donde está a punto de consumarse el casorio, con la clara misión de abortarlo. Lo que sigue es un refrito de tópicos de la picaresca y la comedia de enredos shakespeariana: gentes que salen y entran por puertas, confusiones de identidades y orígenes, amantes que no son tales colgados de balcones, amores no confesados y otros nunca olvidados. Rosa María Sardá interpreta a la matriarca de la mansión y del pueblo todo, convencida de que la comunidad autónoma ha logrado la independencia absoluta gracias al engaño diseñado por su hijo, allegado y lugareños (si bien el guión no lleva al extremo las similitudes, la idea es, desde luego, sospechosamente similar a la del film alemán Good Bye Lenin!). Previsible hasta el empalagamiento, incluso en detalles ínfimos, lo único verdaderamente llevadero y simpático de 8 apellidos catalanes es la velocidad de algunos de los diálogos y la súbita mezcla de idiomas, que sólo surge en escasos momentos: al fin y al cabo, no deja de ser una película castellano-céntrica. Salvo esas raras instancias, las puteadas bien dichas y algún desnudo al pasar, la película bien podría haber sido producida durante los años de gloria del Generalísimo, a mayor bienaventuranza de España. El resto es un trapo viejo y ajado al que ni la lozanía de los protagonistas ni los colores de las banderas que se despliegan en pantalla logran devolverle algo de vida.
Con un vuelo emocional genuino y sincero La crisis de una pareja: difícilmente haya un tema menos original en la historia del cine, en particular desde los albores de la modernidad cinematográfica. Y si hablamos de Italia, es casi indiscutible la responsabilidad de Roberto Rossellini a la hora de abrir de par en par esas puertas: la del cine moderno y la de la sacrosanta institución del matrimonio estacionada al borde de toda clase de abismos. Lo de Nessuno si salva da solo (extraña costumbre la de los distribuidores locales: no traducir el título de ciertas películas italianas) es interesante por varias razones, más allá del film en sí mismo. En principio, se trata de la tercera colaboración estrecha entre el realizador y actor Sergio Castellitto y su esposa, la actriz, escritora y guionista Margaret Mazzantini, luego de Venuto al mondo y Un loco amor, ambas basadas en novelas de su autoría. Por otro lado, la dupla protagónica, integrada por la súper estrella Riccardo Scamarcio y Jasmine Trinca, ha compartido cartel en más de media docena de oportunidades, incluidas la famosa miniserie La mejor juventud y el Romanzo criminale de Michele Placido. Cosas de pareja, tanto en la vida real como en la pantalla. El universo de Castellitto en Nessuno si salva... es el de un naturalismo amargo con toques de dulzor, en particular durante los primeros flashbacks, aquellos que resumen no tan velozmente los primeros encuentros de Gaetano y Delia, cuando todo era futuro, deseos y esperanza. El guión retrata la evolución de esa relación a partir del encuentro en un restaurante. Ambos, ya separados, intentan congeniar la división en tramos de las vacaciones de sus dos hijos: una parte con uno, la otra con la otra. Es a partir de esos recuerdos, disparados no tanto por el diálogo (por momentos ponzoñoso) de la dupla como por la narración misma, que el hilo del ovillo va desenredándose, de la pasión inicial al anhelo de formar una familia. Y de allí hacia los primeros roces, rencillas y diferencias que, eventualmente, culminarán en reproches, gritos, empujones e, incluso, algo parecido a un momentáneo desprecio mutuo. Nada que ninguna pareja (salvo notables excepciones) no haya atravesado a lo largo de los años, elemento que Castellitto y Mazzantini explotan en beneficio de los mejores pasajes del film. Que no son pocos: a pesar de un estilo narrativo por momentos demasiado convencional (algunos diálogos explicitan excesivamente lo que podría haberse inferido), Nessuno si salva da solo da en varias teclas en el momento justo y adquiere un vuelo emocional genuino y sincero. En ese sentido, Scamarcio aporta un tono adecuado a una criatura esencialmente frágil, a pesar de sus aires de autosuficiencia y presencia física. El problema fundamental aquí parece ser Delia, no necesariamente por la performance de Trinca sino por la construcción de su personaje, extremadamente duro y arisco en el presente narrativo, responsable de un desequilibrio que puede confundirse con una ligera misoginia. En los últimos minutos (luego de la aparición de Angela Molina y el cantante Roberto Vecchioni como una pareja con décadas de relación a cuestas), el film se desvía hacia un carril esperanzador, casi de comedia romántica, que de ninguna manera puede leerse como irónico. Seguramente se trata de una claudicación ante los así llamados gustos populares, apoyada por el “nadie se salva solo” del título. Aunque, claro está, también en la vida real, a veces, se dan finales felices.
La experimentación como forma narrativa Kimby, el personaje interpretado/recreado por Alma Catira Sánchez, es descripto sucintamente a lo largo de poco más de sesenta minutos: una mujer trans que sobrevive vendiendo mercadería en las inmediaciones de las estaciones ferroviarias de Retiro (o bien sobre las formaciones de la línea Belgrano), pero también una poeta y cantautora amateur. En la banda de sonido, sus canciones acompañan algunas de las imágenes y varias rimas interrumpen su flujo bajo la forma de intertítulos. Cuánto de realidad, de registro documental, y cuánto de ficción habita en el universo de Las decisiones formales –ópera prima de Melisa Aller que tuvo su paso por el Festival de Mar del Plata– es algo que nunca se transparenta, aunque puede suponerse un componente (en mayor o en menor medida) autobiográfico, incluso en las escenas más claramente “armadas” para la cámara. Una placa sobre el final aclara que la película fue filmada utilizando el formato súper 8 y editada estrictamente en cámara (aunque es posible adivinar el uso de procesos de posproducción en algunos pasajes), utilizando veinte rollos en blanco y negro. La película misma evidencia el fin de un cartucho de material fílmico y el inicio de otro, como si fueran pausas en el flujo visual que no necesariamente se corresponden con el final o el comienzo de una escena. En ese sentido, y sumados a ello los saltos de montaje, aceleraciones, ralentis y otros recursos formales, Aller registra conscientemente su creación en la tradición del cine experimental. Pero Las decisiones formales (título que cita una de las canciones de Sánchez, pero refiere asimismo a las determinaciones tomadas por la realizadora) es además un film narrativo, en el sentido de que pretende contar una historia o partes de ella. Y es también, finalmente, un vehículo de concientización social, de “visibilización” (como suele decirse actualmente) de un colectivo todavía marginado, a pesar de los cambios legales recientes. Aunque la belleza de las imágenes en Super8 es incontestable y algunos momentos del deambular de Kimby logran transmitir el pulso de una porción de Buenos Aires y cierta tristeza inherente a la ciudad y sus habitantes, la película se resiente en su ambición por dar en múltiples blancos al mismo tiempo. Varios diálogos entre la protagonista y su mejor amiga, más que promover una distancia en el sentido brechtiano de la palabra, llegan al espectador con el sabor de la impostación; las palabras más intencionadamente políticas, lastrados por cierta obviedad. Como si las decisiones formales no hubieran podido, finalmente, ganar la partida, sometidas a ciertas imposiciones narrativas y temáticas.
A Dios rogando y con el mazo dando. Hace seis años, en Chile, una serie de denuncias de feligreses y ex sacerdotes puso al párroco Fernando Karadima en la mira de la opinión pública. Las acusaciones, previsiblemente, giraron alrededor de los términos pedofilia y abuso sexual. “Es fundamental que estos abusos se materialicen cinematográficamente, que la sociedad no olvide, se sensibilice y ojalá que se empodere. El cine es más que entretención”, afirma el realizador chileno Matías Lira, según reproduce la gacetilla de prensa de su segundo largometraje. Consecuentemente, El bosque de Karadima es un film de denuncia, al menos como muchos lo entendían hace varias décadas: un relato cinematográficamente transparente y directo, su énfasis aplicado al tema que tiene entre manos y sus derivaciones humanas y sociales, y cuya intención última es concientizar sobre una problemática. Basado en hechos y personas reales, el caso puntual podrá no ser muy conocido de este lado de la Cordillera, pero sus alcances son absolutamente universales y urgentes. Hace seis años, una serie de denuncias de feligreses y, fundamentalmente, ex sacerdotes o aspirantes a seguir la carrera eclesiástica, puso a Fernando Karadima –sacerdote católico que, entre 1980 y 2006, dirigió con enorme poder de convocatoria la parroquia El Bosque, en Santiago de Chile– en la mira de la opinión pública. Las acusaciones, previsiblemente, giraron alrededor de los términos pedofilia y abuso sexual. Inspirado en el médico chileno James Hamilton, el personaje de Thomas Leyton –interpretado por Benjamín Vicuña y por Pedro Campos en sus años de juventud– es el motor de la narración y el que aporta el punto de vista durante gran parte del metraje (excepto en esos momentos en los que la película decide, arbitraria y algo engañosamente, prescindir de esa mirada). Narrada en una serie de flashbacks, a partir de la denuncia original del protagonista ante una autoridad de la Iglesia, el film recorre la relación entre Leyton y Karadima (Luis Gnecco): el encuentro seminal en la Iglesia, en el cual el párroco claramente lo elige como su próximo asistente y objeto de deseo; los primeros contactos sexuales; la indecisión entre seguir el camino religioso o la carrera universitaria; el casamiento con una joven y la conformación de una familia. El perfil de Leyton es claro desde un primer momento: el guión lo presenta como un muchacho conflictuado, de familia de clase media alta y profunda crianza religiosa, enfrentado sordamente a su madre –cuyas andanzas amatorias tuvieron como consecuencia indirecta la violenta separación de su padre–, la masturbación como válvula de escape y vehículo de la culpa. Existiendo casos de pedofilia probados en relación con Fernando Karadima, la elección de un caso de abuso tan problemático, en el cual las situaciones sexuales se dieron cuando la víctima ya era mayor de edad, generan un problema ulterior de representación y puesta en escena, que El bosque de Karadima no logra resolver. Por momentos, y más allá del lugar de poder del párroco, lo que puede verse en pantalla, en mayor o menor medida, es un vínculo sexual consensuado entre adultos. Más aún cuando el personaje de Vicuña avanza hacia una adultez de tres y luego cuatro décadas. Por ese camino, el film transmite una ligera (y con seguridad no intencional) homofobia, y termina difundiendo una ideología inconscientemente conservadora. Similar a la que suele permitir que los casos de pedofilia en claustros e iglesias sigan ocurriendo en todo el mundo. Quizás la versión para televisión de tres horas de duración, que pudo verse en la TV chilena a comienzos de este año, ahonde un poco más en el conflicto personal del protagonista.
Relato solvente y bastante televisivo. Desde que Akira Kurosawa dirigiera, hace ya más de sesenta años, su indispensable Vivir, la “película-de-enfermedad-terminal” –con su decena de variantes posibles y, tantas veces, imposibles– se ha convertido en un género cinematográfico por derecho propio. El de De ahora y para siempre (extraño, gramáticamente sospechoso título local para Freeheld) resulta un caso interesante no sólo por estar basado en hechos reales recientes sino, fundamentalmente, por los intentos del guionista Ron Nyswaner y el realizador Peter Sollett (el mismo de la más que recomendable Educando a Víctor Vargas) por reconvertir el film en un drama de denuncia social y político, un poco a la manera de Filadelfia. La historia es la de Laurel Hester, una mujer policía de Nueva Jersey con cargo de teniente y un gran historial sobre sus espaldas que, ante la aparición de un cáncer de pulmón y posterior metástasis, decidió exigir una pensión para su pareja, otra mujer. Terrible manera de salir del closet e inicio de una batalla legal que desnudó prejuicios e hipocresías de propios y ajenos (la letra escrita pre matrimonio igualitario negaba el traspaso de una pensión entre parejas de hecho del mismo sexo). Las presencias centrales de Julianne Moore y Ellen Page aseguraban de entrada un piso de nivel actoral muy alto y, si bien la película incluye –en particular durante sus últimos tramos– varias de esas escenas que parecen diseñadas especialmente para su lucimiento en pantalla (léase: lágrimas y más lágrimas), lo cierto es que ambas aportan a sus respectivos personajes una potencia que basada más en los detalles y las sutilezas que en los desbordes, en particular durante algunas escenas domésticas. De ahora y para siempre completa su reparto con Michael Shannon, en la piel del compañero de patrullero de Laurel, y Steve Carrell como un militante lgbt judío jugado al “alivio cómico”. A tal punto cómico que algunas de sus escenas parecen literalmente tomadas de otro universo, aunque ello no implique de por sí algo malo. Si el film también surfea la ola del melodrama realista (oxímoron de comprobable existencia), en particular luego del avance de la enfermedad, Sollett logra reunir todos esos elementos en un relato solvente y relativamente eficaz. Y bastante televisivo. La limitación fundamental de películas como Freeheld es la escasa capacidad (aunque, tal vez, se trate sencillamente de falta de interés) para ir un poco más allá de su cualidad de ilustración de hechos, de empaque audiovisual para la transmisión de ideas biempensantes, envueltas en un formato políticamente correcto que no ofenda a ningún potencial espectador, salvedad hecha del más radicalmente conservador. Se trata de una fórmula probada por el cine norteamericano y mundial desde hace mucho tiempo y su capacidad de fuego suele confirmarse en premiaciones y galardones de todo tipo. Queda así poco lugar para las complejidades o la ambigüedad, y el film termina transformándose en una consigna o estandarte prolijo en sus formas e ideológicamente blindado. La genialidad de aquel film de Kurosawa era su costado enigmático, las aristas nunca iluminadas del viejo interpretado por el gran Takashi Shimura; De ahora y para siempre deja todo en claro y lo afirma con implacable vehemencia.
Clásico exponente del cine dedicado al mensaje Una de las posibles bondades complementarias de una película (o de una serie o, por supuesto, un libro), más allá de sus virtudes connaturales, puede ser la de abrirle una ventana al espectador a una temática o hecho que desconocía por completo. El caso de Mandarinas resulta paradigmático: entre tantos conflictos bélicos de escala endogámica y, usualmente, trasfondo étnico, religioso y/o territorial que la caída del comunismo europeo dejó como un tendal de muertos, el caso de la guerra civil georgiana a pocos meses del fin de la URSS es muy poco conocido. Menos aún que en medio del conflicto entre georgianos e independentistas abjasianos quedaran expuestos miles y miles de estonios y sus descendientes que, en su mayoría, optaron por regresar al país de origen ancestral. El film de Zaza Urushadze baja esos horrores a escala humana e ilumina algunas de las consignas –genuinas y espurias– que arrasaron con cualquier atisbo de humanidad en ambos bandos en contienda (Nota: más allá de la escisión de Abjasia en una república autónoma, reconocida como tal sólo por un puñado de países, los conflictos en la zona y en la cercana Osetia del Sur continúan hasta el día de hoy de manera latente). En cuanto a las virtudes cinematográficas de Mandarinas, que tuvo su nominación a los Oscars “extranjeros” hace un par de años, como candidata por Estonia (a pesar de contar con director georgiano y una porción importante de la producción de ese país), se reducen a la precisa reconstrucción de tipos y un tratamiento realista de situaciones de tensión, enfrentamiento, discusión y, finalmente, de una posible reconciliación. Atravesado por un humanismo desguazado, reducido a su esencia más voluntarista, el film se desarrolla –a pesar de la exuberante naturaleza que rodea a los personajes– como un drama de interiores, al punto de que por momentos no resulta difícil imaginarla como una pequeña tragedia ideal para las tablas. La llegada de un grupo de soldados georgianos y, casi al mismo tiempo, de dos mercenarios chechenos a las órdenes de los separatistas, inicia un derrotero de violencia que culmina con dos hombres de origen estonio (uno de ellos, Ivo, un carpintero bastante mayor; el otro, un campesino dedicado al cultivo de mandarinas) dando asilo a dos representantes de las fuerzas en pugna. Una parte importante de los noventa minutos de proyección está dedicado a los esfuerzos de Ivo por evitar que los dos soldados, ambos heridos, terminen matándose bajo su techo. Un poco como ocurría en El último día, del bosnio Danis Tanovic, aunque sin su vertiente absurda y sarcástica, las irreconciliables diferencias del comienzo comenzarán lentamente a dejarle un resquicio a la posibilidad del diálogo, todo ello apoyado por las cabales actuaciones del cuarteto central. Pero la guerra... siempre la guerra. Con su prolijidad expositiva, una fotografía puntillosa y cierta gravedad académica, Mandarinas es el clásico exponente del film entregado en cuerpo y alma al mensaje, donde la corrección formal y las mejores buenas intenciones son, al mismo tiempo, el punto de partida y el destino último.
Las heridas abiertas de la Shoá No es tanto hacer leña del árbol caído como señalar una evidencia: lejos parece haber quedado el Atom Egoyan de Ararat, Exotica y El dulce porvenir, ese cineasta que solía hacer de la transparencia narrativa el punto de partida de complejas pinturas humanas, sociales y políticas. El director canadiense (nacido en Egipto) intenta en Recuerdos íntimos –a partir de un guión original de Benjamin August– rastrear las heridas todavía abiertas y sangrantes de la Shoá, a más de sesenta años del fin del reinado del nazismo. Planteado, estructurado y ejecutado como un thriller, el film parte de una premisa sencilla que no se asemeja tanto a un laberinto como a una línea recta con pequeños desvíos, jugando con las expectativas del espectador en cuanto el manejo del suspenso y las vueltas de tuerca. Nada, absolutamente nada de malo hay en ello, excepto que el inverosímil punto de partida, lo fabuloso de algunas de sus paradas y el absurdo de la estación terminal parecen darse de bruces contra los constantes intentos por crear un universo nítidamente realista y con graves aires de importancia. Ejemplo de película sostenida en gran medida por la actuación de su protagonista, es Christopher Plummer quien lleva sobre sus hombros la cruz de hacer creíble la fábula y, en ese sentido, resulta el contrapeso ideal de un objeto que cree demasiado en su aparente ingenio. El veterano actor nacido en Toronto moldea un ser frágil pero decidido en Zev Guttman, un anciano con creciente demencia y tendencia a los olvidos. Luego de la muerte de su esposa y apoyado por otro sobreviviente de los campos de exterminio (Martin Landau, otra leyenda viva), Guttman decide abandonar el geriátrico donde reside e ir a la caza del blockführer que, en Auschwitz, acabó con la vida del resto de su familia, aparentemente radicado en América del Norte (Estados Unidos y Canadá), bajo pseudónimo, desde el fin de la Segunda Guerra. Que existan cuatro ciudadanos con ese nombre falso permite que el guión cruce al impensado vengador con un cuarteto de variopintos personajes, habilitadores de diversas situaciones que mezclan el suspenso, el golpe bajo y/o la sorpresa novelesca. Más allá de ese “suspenso” que apenas si aplica las instrucciones del manual, una estratagema narrativa que brilla por su falta de sofisticación (el arma escondida, el riesgo de ser detenido por las autoridades, la posible pérdida de una carta que explica el pasado y ordena los pasos a seguir en el futuro inmediato, como en un día de la marmota dictado por el alzheimer), Remember muestra una de sus hilachas más groseras en el tercero de esos encuentros, con el hijo neonazi de uno de los sospechosos. El remate de esa extensa secuencia jugada al horror, manipuladora hasta el hartazgo, diseñada para la identificación maniquea del espectador, prepara el terreno para las sorpresas de la confrontación final, donde esa improbabilidad sostenida precariamente por la tozudez narrativa termina cayendo en el vacío del ridículo liso y llano. Cine contra fáctico: en otras manos menos reprimidas, no tan temerosas de cometer algún exceso formal o de resbalar, siquiera momentáneamente, en la parodia o la farsa, las campanas de Recuerdos secretos podrían haber doblado, paradójicamente, con mayor sinceridad.
Un relato de amores contrariados Ambiciosa en su temática y desarrollo formal, la nueva película de la directora de Polisse es plenamente consciente de su ascendencia dentro de una extensa y rica tradición cinematográfica, la del melodrama, pero despojado de viejas convenciones. Cierto instinto periodístico/ cholulo declara indispensable puntualizar que la realizadora y actriz Maïwenn (nombre completo: Maïwenn Le Besco), directora y coguionista de Mon roi, inició una relación sentimental con el productor y director Luc Besson a la edad de 15 años, desposándolo pocos meses después y dando a luz a un hijo de ambos a los 17. Y que esa polémica (en su momento) relación entre un hombre maduro y una adolescente dio origen –según narran los propios protagonistas– a los personajes de Mathilda y Leon en El perfecto asesino. Datos quizá poco conocidos por estos lares, pero muy presentes en la prensa francesa. Maïwenn tiene hoy 39 años y hace rato que dejó de ser “la chica de Besson”, literal y simbólicamente, y su C.V. como realizadora incluye cuatro largometrajes, entre ellos Polisse, Premio del Jurado en Cannes 2001.“Mi rey”, traducción no vertida en el lanzamiento local, cuenta con un reparto envidiable de talentos en pantalla: Vincent Cassel como protagonista masculino; la no tan famosa Emmanuelle Bercot como contraparte femenina (Mejor actriz ex aequo en Cannes por este papel), Louis Garrel en un rol secundario pero esencial. Además de un guión ambicioso en su temática y desarrollo formal, plenamente consciente de su ascendencia dentro de una extensa y rica tradición cinematográfica: la del melodrama. Porque, aunque por momentos no lo parezca, Mon roi despliega su relato de amores contrariados con la potencia de la hipérbole, aunque la cancha esté siempre marcada por dosis de realismo inyectados para equilibrar la balanza (el público no tolera ciertas convenciones narrativas como en el pasado, parece decir sotto voce la película).No por nada la primera escena introduce a Tony (Bercot) esquiando de manera absolutamente impropia, casi suicida, reventándose una rodilla en un accidente. A partir de allí, la lenta cura en un centro de recuperación permitirá el ida y vuelta en el tiempo, los flash- backs que no necesariamente están pautados por recuerdos puntuales, aunque el punto de vista sea, casi siempre, el de Tony. Corte al encuentro con Georgio (Cassel), el dueño de un restaurante que parece tener toda la onda y que, rápidamente –a primera vista, como suele decirse–, encandila a Tony tanto como ella encandila a Georgio. El primer encuentro sexual, rodado como gran parte del film con una cámara frenéticamente móvil, permite advertir una de las virtudes de Mon roi: la franqueza casi hiperrealista con la cual algunas de sus secuencias tienen lugar dentro del rectángulo de la pantalla.El relato sigue la progresión y transición de esa relación entre un hombre y una mujer adultos, desde el enamoramiento al asentamiento sentimental, de la soltería a la cohabitación, del nido de a dos a la maternidad/paternidad. En sus mejores momentos, el film parece inspirarse en aquellos dramas “matrimoniales” de John Cassavetes, donde un pase de facturas verbalmente violento puede desembocar en besos y abrazos, el amor y el odio embrollados, conjugando un nuevo vocablo. En otros, Mon roi se pierde en un jugueteo actoral casi histérico e imita formalmente esa relación de pareja –que, por momentos, podría definirse como patológica– a partir de cortes de montaje no siempre pertinentes, precoces por exceso de estilo, artificialmente abruptos. De a ratos, incluso, da toda la impresión de que la película ya no tiene mucho más para contar, hilvanando escenas un tanto humillantes para los personajes por el simple hecho de que puede y quiere hacerlo. El resultado final, como la relación entre Georgio y Tony, parece reunir lo mejor y lo peor de dos mundos, en una película que crea un universo y desea compartirlo –y, en parte, lo logra–, aunque en el camino deje de escucharse a sí mismo, tapado por su propio griterío.
A la manera de la saga “Contacto en Francia” Como Contacto en Francia y su secuela, los recordados films de William Friedkin y John Frankenheimer, Conexión Marsella está basada más o menos libremente en la famosa estratagema mafiosa que introdujo toneladas de heroína en los Estados Unidos desde los puertos de la ciudad francesa. Un poco menos libremente, ya que aquí no hay un Popeye Doyle o un Alain Charnier, personajes que hagan las veces de representantes ficcionales del entramado real. El film de Cédric Jimenez nombra a los partícipes de uno y otro lado del mostrador con nombre y apellido, fundamentalmente a su protagonista, el juez de instrucción Pierre Michel –asesinado en 1981 por la misma mafia que intentaba combatir– y su némesis, Tany Zampa, el capomafia marsellés con ascendencia en Córcega que terminaría suicidándose tres años más tarde en su celda. No se trata, sin embargo, de una investigación minuciosa del caso y aledaños: La French intenta acaparar de entrada los placeres de la reconstrucción de época, el relato de ascensos y caídas gangsteriles y el retrato heroico del protagonista, con referencias cinematográficas indirectas que van de El Padrino de Coppola al Tony Montana de De Palma, pasando por varios capítulos del cine de Scorsese e incluso algunos del de Michael Mann.A pesar de una secuencia de inicio que anticipa vértigo y acción, Conexión Marsella no transita por los senderos de la testosterona y los tiros, concentrándose, en cambio, en las idas y vueltas de la investigación encarada por Michel –cuya relación con la superioridad será siempre tirante, entre otras razones por las evidentes corruptelas internas– y las traiciones y reorganizaciones del clan criminal. La película remite claramente a cierto tipo de policial duro y crudo de fines de los 60 y comienzos de los 70, tanto en su vertiente original estadounidense como en sus derivaciones europeas, en particular, el poliziotteschi italiano. Pero también a la tradición polar francesa (no por nada el film arranca con el logo de la compañía Gaumont en su versión setentosa), aggiornado con un montaje por momentos frenético y una fotografía resplandeciente que hace olvidar la imagen granulosa de las calles de Nueva York del film de Friedkin. Jean Dujardin (El artista) hace suyo el papel del juge Michel, acompañado por un reparto de previsible profesionalismo (Gilles Lellouche es el encargado de darle vida al criminal Zampa).Y profesionalismo es la palabra ideal para describir Conexión Marsella: un relato que sólo se estanca en algunos pasajes intermedios, cierta tensión de baja intensidad, aunque sostenida en el tiempo, el goce de un diseño de producción atento a los detalles, una banda de sonido que va del cover de la francesa Sheila de “Bang Bang” al hit de Blondie “Call Me”. Y allí se agotan las virtudes, casi todas ellas derivadas de otros y mejores títulos. A diferencia de una película como Carlos, de su compatriota Olivier Assayas –que también ofrece, y con creces, ese mismo catálogo de deleites–, su mirada retro sobre el submundo criminal y aquellos a cargo de combatirlo no ofrece una lectura que vaya más allá de la superficie, de conflictos evidentes y complejidades simplificadas para la ocasión. Por caso, la relación de Michel con su familia, diseñada para “conectar” con el público y que, en todo momento, se siente como una relación de diseño del guión.
Momento de entrenar para el apocalipsis Film atípico desde los propios datos de producción (coproducción entre la Argentina, Austria y Uruguay, dirigida por un realizador austríaco formado cinematográficamente aquí), Parabellum se presentó en el Festival de Rotterdam a comienzos del año pasado, recibió un premio en el de Jeonju, Corea, y a fines de año lo hizo en el de Mar del Plata. La atipicidad continúa en el formato: se trata de una fábula distópica realizada con recursos mínimos y estética de cine indie. Lo cual no es raro, ya que el director y coguionista, Lukas Valenta Rinner, estudió en la Universidad del Cine, motor del cine independiente argentino contemporáneo. Grabada en un digital de colores deliberadamente lavados, en una localización que da toda la impresión de ser el delta del Tigre, Parabellum presenta a los miembros de un grupo de supervivencia, entrenándose para un apocalipsis que según presumen sobrevendrá.Típico caso de película de ciencia ficción hecha con dos pesos, a partir de puras elipsis y algún ingenio –en la línea de Alphaville o La jetée–, la ópera prima de Valenta Rinner sigue los pasos de Hernán (Pablo Seijo), un oficinista que luego de escuchar por la radio noticias de saqueos en la ciudad de Córdoba (una de las escasas referencias concretas de la película) dispone de sus cosas en la ciudad y parte a un retiro en un rincón boscoso y fluvial. Allí se unirá a un puñado de otros iniciados, que bajo la guía de un par de instructores practicarán desde ejercicios físicos hasta técnicas de defensa personal y lecciones de tiro. Tras un pequeño movimiento sísmico, cuatro de ellos quedarán librados a su suerte y cometerán un hecho de violencia, antes de tomar posesión de un solitario navío.Parabellum está narrada deliberadamente a distancia, de modo casi entomológico –cuestión de acentuar tanto el maquinismo de esa comunidad como el extrañamiento del observador– y con un par de hallazgos ciertos (uno cómico, cuando un instructor camuflado emerge como si fuera una planta viva de un pozo de agua; el otro visual, cuando la ciudad deja ver, a la distancia, humos de una catástrofe). Pero el film parece acertar más en el planteo que en su realización. Hay una falta de tono, de tensión narrativa, que conspira con la posibilidad de que el espectador se involucre con lo que se narra. Que no es poca cosa, por cierto. Por mucho que quiera desdramatizárselo, podría tratarse ni más ni menos (y ése es el fantasma que el film parece querer evocar) que del fin del mundo