Víctimas y victimarios intercambiables En su segundo largometraje, Tobias Lindholm hace circular bien a la vista heridas de guerra y “daños colaterales” y encuentra su mayor virtud en no dejarse tentar por una mirada admonitoria sobre los personajes o recubrir la historia de un antibelicismo de manual. Las heridas de la guerra, las evidentes y las invisibles. Sus víctimas y victimarios, tantas veces intercambiables. Los “daños colaterales” y otros eufemismos. Esos son algunos de los temas, complejos y duros, que el realizador Tobias Lindholm hace circular bien a la vista en su segundo largometraje en solitario, luego de A Hijacking y su debut junto al también danés Michael Noer, R. No es casual que el film haya estado nominado al Oscar: su temática resulta ideal para el compromiso biempensante de muchos votantes. A pesar de ello, en A War: La otra guerra no abundan los subrayados ideológicos o la denuncia campanuda. Por el contrario, la película intenta y logra en parte poner al espectador en un lugar incómodo luego de que los primeros cuarenta o cuarenta y cinco minutos establecen la idea de que su protagonista, el comandante Claus Pedersen, es un excelente soldado y, esencialmente, un buen tipo.Realizando tareas de patrullaje militar en Afganistán y ante la muerte de uno de los soldados, Pedersen abandona el escritorio y el aparato de radio para acompañar a su batallón in situ, sobre el peligroso terreno. Aunque ello implique pasar por alto el protocolo castrense. Mientras tanto, en la lejana Dinamarca, su esposa lleva adelante la misión de sostener el precario equilibrio familiar junto a sus tres pequeños hijos. Tarea tanto o más ardua que la de desactivar minas al costado de los pedregosos caminos afganos, por cierto. El guión de Lindholm alterna escenas en uno y otro escenario, unidas algunas veces por los breves y tecnológicamente precarios contactos telefónicos. En esa alternancia, las muy diferentes condiciones de vida para una familia tipo en ambos mundos son puestas de relieve, de manera indirecta pero consistente.Una vez que el film instala a los personajes y el conflicto de la separación (y el miedo a que ese alejamiento sea definitivo, ante la posibilidad cierta de la muerte), A War registra la situación que cambiará definidamente la vida de los personajes y las texturas de la película en sí misma. Una decisión bajo fuego enemigo obligará a Pedersen a volver de inmediato a su país, acusado de la matanza de una decena de civiles indefensos. De allí en más, la película abandona los campos de batalla para centrarse en otras contiendas. Una de ellas, más civilizada: la judicial. La otra, más íntima y peliaguda: la pesada carga de la culpa y el temor a la pérdida de la familia, del mundo tal y como se lo conoce.A War se acomoda en un registro que cruza el relato de tensiones judiciales y el drama psicológico (toda una institución en el cine nórdico). Irónicamente, el film va perdiendo interés y potencia a medida que el proceso avanza, hasta que algún peón realiza un movimiento inesperado y reencauza el relato hacia un final agridulce, para nada condescendiente. Quizá la mayor virtud de esta película modestamente inquietante sea el no dejarse tentar por una mirada admonitoria sobre los personajes o recubrir la historia de un anti belicismo de manual. Las guerras existen y parecen inevitables, y sus víctimas –más allá de los diversos grados de responsabilidad de aquellos que ejercen la violencia– se cuentan en todas las filas, parece decir el último, silencioso plano.
Otra clase de “película de juicio” Aunque está poblado de abogados y fiscales, jueces y testigos, pruebas y descargos, este film indio –indudablemente político, en un sentido profundo y humanista– se centra en los vericuetos legales, las dilaciones y la burocracia legalista. Llegada desde los márgenes de la industria cinematográfica de Mumbai –y por ello mismo, alejadísima de los brillos y colores de Bollywood–, ganadora de dos premios en la sección Orizzonti del Festival de Venecia (Mejor Película y Mejor Opera Prima) y de otros dos en el más cercano Bafici (Mejor Película y Actor), la ópera prima de Chaitanya Tamhane es una rama aislada en el árbol genealógico del “film de juicio”, con sus abogados y fiscales, jueces y testigos, pruebas y descargos. Pero La acusación –la primera película india que disfruta de un estreno comercial en la Argentina en muchos, demasiados años– no está en absoluto interesada en el discurso brillante de la defensa o en los reveses de la causa luego de la aparición de un testigo inesperado, aunque sí lo está (y mucho) en los vericuetos legales, las dilaciones, la burocracia legalista. A tal punto que, a pesar de tratarse de una ficción en todo derecho, por momentos el espectador puede fantasear con que Court (su escueto y elegante título original) es un documental al estilo de los de Frederick Wiseman, el gran cronista de las instituciones norteamericanas y su funcionamiento íntimo. El protagonista, aunque ausente en gran parte del metraje, es un docente y poeta popular de edad avanzada (poeta como sólo puede entendérselo en la tradición india) que es detenido bajo la extraña acusación de incitación al suicidio.¿Puede una canción llevar a alguien a tomar la decisión de quitarse la vida? Eso es lo que parece pensar el Sistema, que inmediatamente se pone en movimiento para llevar a la cárcel al veterano cantautor, cuyas letras críticas hacia el estado de las cosas ya lo habían enfrentado con la ley en ocasiones anteriores, según se desprende de algunas declaraciones de la fiscalía. El defensor, la abogada querellante y el juez a cargo de dictar sentencia son los actores centrales de un drama que se desarrolla sin estridencias, con el escaso encanto de la jerga legal y el oprobioso esfuerzo de las instituciones puesto al servicio del ahogo de la disidencia ideológica. Al menos la mitad del metraje del film de Tamhane –mediante una serie de elipsis que marcan el paso del tiempo y de los lapsos procesales, siempre extensos– transcurre durante las diversas etapas del juicio, desde un híper poblado salón de tribunal de primera instancia hasta la algo más coqueta nave utilizada durante las apelaciones. El film abandona por momentos las salas judiciales y acompaña a los personajes en alguna de sus actividades cotidianas, iluminando cuestiones culturales, filosóficas y de clase, siempre de manera indirecta, inferida.En ese sentido, y a pesar de poseer una temática absolutamente universal, La acusación no parece un film pensado para un público homogeneizado (v.g.: festivalero). Por el contrario, el film requiere del espectador una cierta dosis de curiosidad, si es que desea comprender algunos de los detalles secundarios de la trama. Si bien la cuestión de las castas no surge en ningún momento durante las discusiones judiciales, la estratificada sociedad de Mumbai (y, por extensión, de la India) aparece reflejada en los personajes a partir de sus actividades recreativas, y el uso del lenguaje y de los idiomas. Y sobre todo en la forma de vestir: tanto el abogado defensor como el juez forman parte de una clase media acomodada y, en el caso del primero, culturalmente cosmopolita; la fiscal, de un más tradicional escalón medio; el acusado, de un universo popular, representativo de un alto porcentaje de los habitantes de ese país; algunos de los testigos, finalmente, de una franja empobrecida y migrante.El film registra al defensor disfrutando de un tiempo de ocio en un bar donde puede escucharse en vivo música brasileña, mientras que la fiscal asiste con su familia a una obra de teatro humorística con una importante base de racismo. Durante los últimos minutos –el único pasaje donde el film parece caer en cierto facilismo en la descripción de ambientes y personajes–, el férreo juez irradia una impronta de irracionalidad supersticiosa.Que La acusación es una película política resulta indudable. Y lo es en un sentido tan profundo como esencialmente humanista. Las elecciones narrativas de Tamhane –los planos estáticos, las mencionadas elipsis, su preciso naturalismo– son casi siempre acertadas y el resultado es un film fascinante, complejo y solapadamente provocador, que desnuda las contradicciones de una república democrática que no ha abandonado conceptos y tradiciones ancestrales con las que entra en colisión directa y frontal.
No hay nada mejor que la familia unida La familia es aquí un reflejo a escala de la sociedad, con sus prejuicios, miedos y zonas erróneas a flor de piel. A esa capa de sentido, el director y guionista chileno le inyecta la temática LGBT como un elemento esencialmente disruptivo. “Mamá, soy yo”, le grita Elena a su madre, antes de entrar por la puerta de servicio en esa casa de varias plantas y aún más dependencias. Coya, la mujer que parece haber trabajado en ese lugar “cama adentro” desde el inicio de los tiempos, la deja pasar con una mirada no demasiado alegre, casi con desaprobación. La visita tiene una excusa ineludible: la muerte del esposo de Coya y padre de Elena. De a poco, otros personajes comienzan a poblar ese microcosmos que la ópera prima de Mauricio López Fernández define de entrada y sin ambages como una típica familia chilena burguesa, conservadora y tradicionalista a pesar de los cambios sociales recientes. Una mirada atenta al rostro de Elena hará que el espectador note cierta dureza, una androginia que aparece y desaparece dependiendo de la luz ambiente, el encuadre y la gestualidad. El film comenzará rápidamente a dar pistas de algo que la sinopsis oficial anticipa en la primera línea: Elena (interpretada por la actriz transexual Daniela Vega) dejó esa misma casa hace muchos años como Felipe. El regreso es, entonces, doloroso para algunos, molesto para otros. Para todos, en el mejor de los casos, algo incómodo.La visita enclaustra a sus personajes en una mansión un poco a la manera del cine de Carlos Saura.Basada en un cortometraje del mismo título y similar temática, La visita (no confundir con el reciente film de M. Night Shyamalan) enclaustra a los personajes en esa pequeña mansión chilena como Lucrecia Martel lo hizo con los suyos en La ciénaga o como, décadas antes, el español Carlos Saura lo había hecho en un par de sus films más recordados. La familia es aquí un reflejo a escala de la sociedad, con sus prejuicios, miedos y zonas erróneas a flor de piel. No es casual que el film comience con un plano del pater familias (personaje casi invisible en la trama, dominada por la arquitectura de un gineceo) enseñando a disparar un rifle a su hijo menor. En ese sentido, La visita tal vez sea un film de ese “género” indefinido al cual se le ha inyectado la temática LGBT. Elemento, por cierto, disruptivo.Más allá de las excelentes intenciones de Mauricio López Fernández y de un reparto que hace lo suyo con altura (obligaciones de la coproducción mediante, el cast incluye a la argentina Claudia Cantero, luchando con un acento chileno que nunca termina de sonar certero), La visita es devorada en parte por su insistencia, por una necesidad de hacer evidentes los rasgos de unos y otros personajes al punto de –por momentos– terminar deslizándose sobre algo cercano al estereotipo. Coya es callada y soporta los embates con algo cercano al estoicismo; la dueña de casa transpira insatisfacción, que el film develará literalmente como sexual en uno de sus momentos más redundantes; la joven ayudante de Coya declama con su mirada desprecio y rencor; lejos de la candidez, los chicos (en particular el más pequeño) demuestran algo de miedo y, al mismo tiempo, fascinación por la monstruosidad; en el cuarto de arriba, aislada y postrada, la tía abuela loca, corona metafórica de la organización social del lugar.Haciéndose eco de una preferencia por esas estridencias narrativas –más allá de un tono aparentemente reposado– la música de Alekos Vuskovic refuerza innecesariamente, en algunos pasajes, el carácter ominoso de las imágenes. Pero si “algo más” puede llegar a ocurrir, es un accidente posible pero improbable el que deja abiertas las puertas para un primer paso hacia la reconciliación entre madre e hija, mientras los tres días del tradicional velorio intramuros continúan desarrollándose. Afortunadamente, el personaje más complejo y misterioso es la propia Elena, quien transita esa visita obligada con una mezcla de resignación y tristeza (y, tal vez, algo de vergüenza residual). Su mundo ya no es ese, parece decirnos el film, aunque poderosos reflejos se cuelen por las rendijas de esa casa con cimientos sólidos. Un poco más de sutileza en la construcción de ese universo hubiera puesto aún más de relieve el frágil pero resistente (¿heroico?) rol de Elena.
Fórmulas “light” para combatir la vejez El director de Il divo y La grande bellezza convocó a un gran elenco para tratar temas trascendentes: el paso del tiempo, la creación artística, los recuerdos, amores y rencores. Pero su tratamiento nunca deja de ser superficial e incluso publicitario. El séptimo largometraje del director napolitano Paolo Sorrentino luego de la multigalardonada La grande bellezza puede parecer, a priori, un proyecto más introspectivo. Intimista, incluso. Nada más alejado de la realidad. A pesar de transcurrir, casi en su totalidad, en un exclusivo spa enclavado entre las montañas y los valles del cantón suizo de Berna –hotel con algo de geriátrico, más allá de la presencia de algunos huéspedes jóvenes–, Juventud resulta tan expansiva en su tono, estilo y ramificaciones como los anteriores esfuerzos del realizador. Más aún: como ocurría en aquel film o en Il divo –su particular aproximación a la figura de un político de alcurnia–, podría afirmarse que una parte sustancial del film está empapada por la mirada del protagonista, un encumbrado compositor y director de orquesta retirado, interpretado con flema y algo de ironía por esa institución de la actuación británica llamada Michael Caine.El tal Fred Ballinger anda descansando de su retiro junto a su hija (Rachel Weisz) y un amigo, el director de cine norteamericano encarnado por Harvey Keitel, parte de un reparto envidiable que se completa con Paul Dano y la presencia sorpresiva –casi a último momento– de Jane Fonda. De esa manera Youth se transforma, por lógica narrativa y necesidades comerciales, en la segunda película de Sorrentino rodada en idioma inglés luego de This Must Be the Place. Que la historia gira alrededor de grandes temas como el paso del tiempo, la vejez, la creación artística, los recuerdos, amores y rencores de toda una vida y las ansias más vitales que pueda imaginar el ser humano es algo que Sorrentino deja en claro casi desde las primeras escenas, luego de que Ballinger saque a las patadas (no literalmente, claro: con la más afilada verba posible) a un emisario de la reina británica. Por ahí cerca, en el mismo albergue, anda el mismísimo Maradona en su versión más rolliza posible, interpretado con gracia mimética –y un tubo de oxígeno a cuestas– por el argentino Roly Serrano, otro recordatorio de las glorias pasadas y los presentes no tan idílicos, cuestiones sobre las cuales Juventud volverá una y otra vez.Cada tanto, como en La grande bellezza, el relato intercala breves interludios musicales y/o descriptivos, deudores muchos de ellos, hasta el hartazgo, del Fellini post La dolce vita. Marcados por esa sobrecarga grotesca que sin dudas ya estaba presente en el cine del director de Amarcord, lo de Sorrentino sólo puede definirse como imitación y homenaje superficial. “Nos dejamos llevar, al menos una vez, por un poco de ligereza”, le dice la estrella de Hollywood encarnada por Dano a Ballinger en una de sus pláticas nocturnas. Precisamente hay algo leve, en el mal sentido de la palabra, algo banal y “publicitario”, no sólo en la manera en la cual el film encuadra, fotografía y mueve a los personajes sino en el tratamiento dispensado a sus conflictos y pesares más trascendentes. Como si Sorrentino no confiara en el desarrollo del relato y necesitara remarcar y remachar cada línea de diálogo con tres o cuatro golpes de martillo.Nada nuevo bajo el sol: el cine del director en general difícilmente pueda ser definido como sutil. Pero esa bravura técnica y estilística que podía aportarles brío a varios pasajes de sus films anteriores parece aquí fuera de lugar, autoimpuesta, un aspaviento que poco tiene para ofrecer y que se esfuma una vez que el movimiento desaparece. Y que, como un oropel o una baratija bien pulida, aporta dosis regulares de vulgaridad estética a una historia que acompaña cada presunción de profundidad filosófica (ahí están las citas cultas: Stravinski, Novalis) con un golpe de obviedad emocional. Como si en lugar de crear una película Sorrentino estuviera pergeñando una publicad para venderla.
Relato atípico para el típico pueblo Apoyándose en las buenas actuaciones de Agustín Rittano y Valeria Blanc, el realizador construye un film arriesgado y frágil, que evita tanto el registro hiperrealista de tanto cine independiente contemporáneo como la tentación de la alegoría. El segundo largometraje de Nicolás Grosso (La carrera del animal), presentado hace dos años en Competencia Oficial en el Festival de Mar del Plata, puede definirse tanto por los detalles específicos de su relato como por todo aquello que esconde, por lo que no aclara o deja transcurrir a través de un filtro opaco. Esa narración elíptica, llena de pequeños o grandes huecos (que parece, por momentos, deudora de algunos recursos de la gran cineasta francesa Claire Denis), hacen de Camino de campaña un film aparentemente misterioso, marcado por una necesidad de construir las idas y vueltas de los personajes no a partir de sus avatares sino por un universo que los contiene y moldea. Pero si en los primeros minutos esa sensación persiste y se potencia, la misma película se encarga de desmentirla: no hay tal misterio, apenas un registro mentirosamente frontal que elimina algunos de los placeres instantáneos del clasicismo narrativo y los reemplaza por puntos suspensivos que hacen de los personajes seres definidos por sus acciones, nunca por una psicología construida férreamente desde el guión. El perro que es matado a tiros en una de las primeras escenas instala el tono de una violencia usualmente fuera de campo –insinuada, intuida– que atravesará los casi noventa minutos de metraje.La historia es la de dos retornos paralelos y simultáneos a un pueblo del interior (aparentemente bonaerense): el de Agustín (Agustín Rittano), quien regresa luego de mucho tiempo al terruño para definir judicialmente una causa de aparente gravedad, y el de Leila (Valeria Blanc), una joven silenciosa y enigmática que esconde un pasado en ese sitio y un presente en algún otro lugar indefinido. El cruce y choque entre ambos –alejadísimo de cualquier idea de romance en ciernes, al menos en el sentido tradicional del término– tardará en llegar, empujado por el conocimiento mutuo de terceros, una galería de personajes que especifica aquello de “pueblo chico, infierno grande” no a partir de la caricatura o el costumbrismo, sino más bien por una sensación de agobio endogámico, de relaciones inconclusas, de rencores y heridas abiertas. Y de una ligera animalidad que puede sospecharse por la urgencia con la cual los cuerpos se enfrentan al goce o a la agresión. Familias disgregadas, hijos e hijas biológicos y putativos, relaciones laborales que se confunden con otras más personales, amistades que se definen no tanto por el conocimiento profundo y la confianza como por un fatalismo apenas cariñoso.La decisión de Grosso de acompañar esa opacidad narrativa con encuadres no siempre previsibles parece la más acertada: la cámara puede iniciar un prolijo y elegante travelling para terminar en una postal desequilibrada, de cuerpos amputados por los límites del cuadro. Algo similar ocurre con el uso del sonido (que en una escena climática se apaga hasta casi desaparecer) y los diálogos, que en varias ocasiones describen aquello que el espectador nunca llegará a conocer. Las constantes elipsis en tiempo presente eliminan de cuajo la posibilidad de la causa-consecuencia directa. Aunque no en todos los casos: cerca del final, el film provee la posibilidad de una clausura a algunos de los conflictos centrales, aunque abiertos a toda clase de posibilidades. La reconstrucción del hecho por el cual se encuentra imputado el protagonista masculino no ilumina hechos; por el contrario, esa ficción dentro de la ficción replica los elementos de luz y oscuridad, de verdad y mendacidad, que delinean y delimitan a los personajes.Durante el recorrido circular de Agustín y Leila por el pueblo –que el diseño de arte prefiere poblar de caminos de tierra, trenes abandonados y baldíos invadidos por la maleza– el tono de algunos de los actores secundarios parece estar en un problemático fuera de registro, introduciendo un elemento de falsedad que, por momentos, amenaza con romper el hechizo que el realizador intenta construir con denuedo. A pesar de ello, Camino de campaña es un mucho más que promisorio segundo esfuerzo, un film arriesgado y frágil que evita tanto el registro hiperrealista de tanto cine independiente contemporáneo como la tentación siempre presente de la alegoría.
Perdida en su propio laberinto Ochentaisiete intenta esforzadamente, por todos los medios, tocar ciertas fibras ligadas a las emociones, a los recuerdos de la adolescencia y a la deriva típica de esa edad en la que se está dejando atrás la juventud para ingresar de lleno en la adultez. El segundo largometraje de los ecuatorianos Daniel Andrade y Anahí Hoeneisen luego de diez años de ausencia (Esas no son penas fue estrenada en el Festival de San Sebastián en 2005), narra en dos tiempos la relación entre tres muchachos y una chica, siempre en la ciudad de Quito. En un presente que no se especifica –pero que por simple cálculo matemático debe necesariamente transcurrir en el año 2002–, Pablo (Michel Noer) regresa a Ecuador luego de vivir quince años en la Argentina. Allí lo espera Andrés, uno de esos amigos inseparables de la adolescencia, ahora casado y con diversas obligaciones, pero dispuesto a abrirle de par en par las puertas de su departamento. Al unísono, Ochentaisiete da inicio a un extenso flashback que, de manera intermitente, irá hilvanando e iluminando ese pasado en común, épocas de Atari, de escapadas con el auto de papá y de los primeros escarceos amorosos.Además de Pablo y de Andrés, en ese 1987 del título están Juan y Carolina. Juan acaba de escaparse de su casa por desavenencias con su padre y Carolina se aparece un buen día en un caserón abandonada que es su nuevo y clandestino hogar. El film pone de relieve esa casi perfecta relación entre muchachos desequilibrada súbitamente por la presencia de la joven, imprevisible pero inevitable bisagra que marcará sus vidas. En el presente, mientras tanto, los abrazos y alegrías del reencuentro dan paso a algunas confesiones y al recuerdo de un hecho aparentemente trágico que el film, de allí en más, dará el tratamiento de un enigma a resolver. Es a partir de ese momento que Ochentaisiete comienza a perder parte de su frescura para encerrarse en un desfiladero donde cada pieza narrativa está diseñada para presionar botones emocionales en el espectador.Los comentarios políticos que la película había diseminado por aquí y por allá (el padre de Pablo es argentino y se habla de “volver” allí, entre otras referencias más obvias) son eliminados de plano para cederles el lugar central a ese hecho que marcó a los personajes y al reencuentro de Pablo con Carolina, jugado a un tono seudo romántico y que incluye, además, una vuelta de tuerca por demás melodramática. La película se pierde en su propio laberinto, del cual nunca termina de salir. Su estructura de capas que van descubriendo verdades veladas al espectador y una problemática relación con el punto de vista –muchas veces arbitrario–, hacen que Ochentaisiete pierda una parte considerable de su peso específico y se pierda en la ilustración de dos o tres ideas vertebrales que son, seguramente, las que dieron origen al guión con las mejores intenciones.
La transexualidad en modo pasteurizado En su retrato del pintor Einar Wegener –primer transexual registrado por la medicina–, el director de El discurso del rey intenta un relato potable para todos los paladares. El resultado es insípido, con una puesta en escena preciosista y aniñada. “La gente casada se escandaliza fácilmente”, comenta por lo bajo una amiga del matrimonio de artistas Wegener, ante la presencia de dos hombres incuestionablemente gay en una reunión social. La chica danesa parece diseñada, precisamente, para no escandalizar a ningún matrimonio presente en la sala de cine (entendida esa institución como reservorio de preceptos y virtudes morales, si es que tal concepto aún existe para alguien). A tal punto que el nuevo largometraje del realizador británico Tom Hooper (El discurso del rey, Los miserables) podría encasillarse en una posible categoría genérica que, a falta de un término superador, podría definirse como queer arty. La chica danesa toma algunos datos históricos, no muy conocidos, de Einar Wegener –pintor paisajista danés de cierto prestigio a comienzos del siglo XX, que pasó a ser aún más famoso/a luego de su transformación pública en Lili Elbe–, y toma esa crisis de identidad sexual, en una era poco abierta a las diferencias, para construir alrededor de ella un relato potable para todos los paladares. Y, por ello mismo, esencialmente insípido. Ergo, cuatro nominaciones a los Oscar, incluyendo mejor actor.Eddie Redmayne es el encargado de darle vida a Einar/Lili, aunque por momentos parezca atrapado en su papel de Stephen Hawking, repitiendo gestos y tics de la oscarizada biopic del año pasado; el rol de su mujer, la también artista plástica Gerda Wegener, recayó en la actriz sueca Alicia Wikander, quien demuestra cierto brío para un rol nada secundario, a pesar de las apariencias. Ambos están atrapados en un guión que destaca giros, novedades y mutaciones en su relación como en una sesión de terapia amateur y de una puesta en escena preciosista y aniñada, que haría enrojecer a un Fassbinder. De hecho, las posibilidades melodramáticas de la historia han sido minimizadas, optando en cambio por una mezcla de realismo psicológico superficial y reconstrucción de época pour la galerie. Los encuadres obturados por elementos de la escenografía que Hooper aplica a las primeras transformaciones de Einar en Lili pueden imaginarse como reflejo de sus propias dudas. Pero también podría tratarse de pudor, de cierto grado de vergüenza por lo que se está mostrando, posible paradoja de un film que pretende darle visibilidad a la historia del primer transexual de la historia, según consta en los anales de la medicina.Lili será golpeada salvajemente por dos hombres en un parque parisino bellamente fotografiado y habrá un reencuentro con cierto amigo de la infancia, detonante de un primer chispazo de iluminación sobre la identidad sexual y los sentimientos del cuerpo. Antes de eso, el diagnóstico de un médico convencido de que su conducta es aberrante y perversa; un poco después, otro especialista que le ofrecerá la posibilidad de ser, finalmente, literal y simbólicamente libre de su “parte masculina”.De fondo, la pintura, relegada ante las urgencias de la identidad. La idea de un Arte con mayúsculas anda revoloteando por allí, el cine un simple servidor de esas alturas, didáctico e ilustrador. Todo es tan pulcro y correcto, elegante y tierno, que termina siendo casi aséptico. Ideal para limpiar conciencias y pensar, durante un par de horas, que a diferencia de ese pasado oscurantista, hoy en día el de los travestis y transexuales es seguramente el mejor de los mundos.
Casta de lunáticos Casos y cosas de la lógica de mercado: de producción ciento por ciento española, Una familia espacial (Atrapa la bandera es su menos ganchera gracia original) fue pensada con ánimos “internacionalistas”. Su historia transcurre en los Estados Unidos y una mirada atenta a los labios digitales de los personajes permite confirmar que “hablan” en idioma inglés. Se puede ir más lejos y afirmar que el segundo largometraje de Enrique Gato –de manera similar a su anterior Las aventuras de Tadeo Jones– ha sido creado, muy a conciencia, a la sombra del estilo de animación mainstream que domina los mercados de todo el mundo y, en particular, del tipo de relato que ha hecho de los estudios Pixar uno de los más exitosos de las últimas dos décadas. Tres generaciones de hombres de una misma familia y las ansias de viajar a la Luna: el abuelo, astronauta retirado; el padre, cosmonauta activo sin misión; el hijo soñador, cuya meta en la vida parece ser la de restablecer el vínculo entre los mayores de su familia, quebrado por alguna rencilla del pasado remoto que sólo se revelará en detalle sobre el final.Conflictos familiares, escenas de acción, la idea de aventura imposible como meta y medio. Una familia espacial cumple a rajatabla con esa promesa desde la primera escena, en la cual Mike y sus dos amiguitos kitesurfistas pierden al juego de atrapar una bandera sorteando las olas, hasta la persecución final sobre la superficie lunar, donde otro estandarte –el mismísimo que Armstrong, Aldrin y Collins dejaron plantado en 1969– debe ser recuperado para demostrarle al mundo que ese viaje no fue una invención de Kubrick (quien, sí, aparece caricaturizado en un par de planos, clásico gag para adultos cinéfilos). Pero lo hace como quien ocupa casilleros o tilda ítem en una lista. El guión escrito a seis manos y la dirección de Gato se esmeran tanto en no defraudar o aburrir, en cumplir las teóricas expectativas de su potencial público, que el film se siente como una repetición apenas correcta y profesional de un patrón o modelo preexistente.Hay un villano, claro está, un capitalista salvaje dispuesto a todo con tal de llegar al satélite terrestre antes que la NASA (de extraño parecido físico a Buzz Lightyear), un comic relief encarnado por un gordito nerd con amplia experiencia en tecnología analógica y una chica que se revelará como eventual interés protoamoroso del pequeño protagonista. Y referencias no tan veladas tanto a la Apolo 13, de Ron Howard, como a los Jinetes del espacio de Clint Eastwood. Nada nuevo bajo el sol, narrado con algo de pericia y cierta pereza, animado con profesionalismo y marcado por el pánico a no seguir las reglas al pie de la letra. El final atolondrado demuestra que lo único importante era llegar al destino sin llamar demasiado la atención, aunque... ¿quién colocó convenientemente varios trajes espaciales tamaño infantil en la cápsula? Una familia espacial es una modesta muestra de rutina cinematográfica: no molesta ni empalaga, no emociona ni forja recuerdos.
En la lucha, que es cruel y es mucha Premiada como el mejor documental LGBT en la Berlinale 2015, la nueva película del director de El casamiento cuenta la vida de Stephania, una travesti uruguaya que durante su infancia en Nicaragua fue Roberto, un niño alfabetizador para la Revolución Sandinista. Más allá de su idiosincrasia y características únicas, el nuevo documental del uruguayo Aldo Garay parece conformar un díptico junto a su anterior El casamiento (2011), que seguía a la pareja integrada por Ignacio y Julia, un hombre y un transexual de casi setenta años, a lo largo de varios meses previos a su unión matrimonial. El hombre nuevo tiene como protagonista a una travesti (o mariquita, como ella misma se define en un momento del film). Ambas películas retoman un proceso de investigación que Garay había iniciado hace varios años y que había tenido su correlato en pantalla en el mediometraje Yo, la más tremendo (1995) y el largo Mi gringa, retrato inconcluso (2001), fragmentos de los cuales fueron utilizados como material de archivo en estos dos últimos esfuerzos. Puede verse a una joven Stephania Mirza Curbelo en algunos pasajes de El hombre nuevo, pero su presente es el del año 2013, mientras sobrevive trabajando de “trapito” en las calles de Montevideo, se entrevista con una asistente social antes de una posible intervención quirúrgica para cambiar de sexo o prepara un viaje a su país de origen luego de casi treinta años de ausencia.Stephania nació con el nombre de Roberto a muchos kilómetros de Uruguay, en Nicaragua, y su historia pasada es tan particular como su presente. Aldo Garay realiza una operación similar a la de El casamiento, permitiendo que el espectador conozca a un personaje (y a una persona, tratándose de un documental) más allá de su fachada, de su rostro y rasgos físicos. Desde muy joven, Roberto formó parte de un grupo educativo revolucionario como docente (a una edad en la que usualmente se es alumno), durante los años de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional. Luego de conocer a una pareja de tupamaros de “visita” en Nicaragua, Roberto decidió abandonar un hogar numeroso donde el alcoholismo y la violencia eran moneda corriente e iniciar una nueva etapa en el sur, cerca de las costas rioplatenses. Esa vida nueva dio otro vuelco, años más tarde, cuando decidió dejar atrás su imagen masculina, génesis de una dura separación de sus padres adoptivos. Esas y otras historias –que incluyen un período de prostitución y marginalidad– son narradas por la propia Stephania sin falsas grandilocuencias y con un sentido del humor a prueba de balas, poco antes de ir al reencuentro de su madre, padre y hermanos en Managua.Que Stephania es un personaje fuera de lo común –y no precisamente por su travestismo– es algo que va quedando nítidamente en claro a medida que El hombre nuevo comienza a entrecruzar pasados y presentes a través de diversos encuentros y entrevistas. En ese sentido, el film no es tanto un documental de observación –como sí lo era El casamiento– como un registro de realidades recortado por la propia protagonista y los suyos, aquellos que alguna vez fueron cercanos y ahora, tal vez, vuelvan a serlo. Que la familia nicaragüense de Stephania, convertida durante su ausencia al evangelismo, pretenda “enderezarla” y transformarla de nuevo en varón es una de las ironías de ese reencuentro que el film pone de relieve como una de las consecuencias agridulces del viaje.Tal vez el mayor logro de El hombre nuevo –estrenada a comienzos del año pasado en la Berlinale, donde obtuvo el premio Teddy al mejor documental LGBT– sea el de darle visibilidad a un colectivo minoritario a través de la singularidad de uno de sus integrantes y no a partir de la generalización o la pintura de ambientes. La historia de Roberto y la de Stephania (la misma historia, al fin y al cabo) merecía ser contada y el realizador lo ha permitido destacando, por sobre todas las cosas, la humanidad de la protagonista. Incluso con bastante admiración por un ser humano que ha luchado durante toda su vida por muchas y muy diferentes causas. La historia de un hombre nuevo que –fracaso revolucionario mediante– nunca fue. Y la de una mujer nueva que lo es en todo derecho.
En un laberinto opresivo y asfixiante Un exitoso orador emprende un viaje con su bestseller empresarial bajo el brazo, pero habita un mundo incomprensivo que tampoco logra comprender. En el film no hay enseñanza ni moraleja, apenas un existencialismo atroz atravesado por un sentido del humor tristón. Para su segundo largometraje como realizador, el guionista maravilla Charlie Kaufman (autor de los libretos de ¿Quieres ser John Malkovich? y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, entre otras) abandonó a los actores de carne y hueso y se pasó a las filas de la animación, sumando como codirector al especialista en esas lides Duke Johnson. El resultado, un film con marionetas que utiliza la tradicional técnica de la animación cuadro a cuadro, rindió sus frutos. En principio –gran logro a nivel industria de Hollywood– consiguió transformarse en el primer largometraje de animación exclusivamente para adultos en recibir una nominación a los premios Oscar, en una categoría usualmente reservada a films infanto-familiares. A cruzar los dedos, en ese sentido, para que Anomalisa no pase a la historia precisamente como una anomalía. Los films protagonizados por criaturas sin sangre en las venas –dibujadas o creadas en base a los más diversos elementos físicos– merecen todo el respeto del mundo, entre otras razones porque permiten crear universos corridos ligera o ampliamente de la imposición de realismo que la imagen fotoquímica o digital de los actores implanta en el espectador desde el minuto uno.A diferencia de un imaginario film alternativo rodado en sets verdaderos y con actores y actrices reales, el mundo de Anomalisa –paradójicamente– es y no es la Tierra. Los primeros veinte minutos de relato describen una situación harto conocida para todo aquel que suele viajar a congresos, eventos o festivales en ciudades ajenas: el largo vuelo, la llegada al aeropuerto, el paseo en taxi, el check-in en el hotel y el reconocimiento de ese terreno que será hogar y refugio durante un lapso suspendido en el tiempo, la habitación. Si bien el estilo elegido por Kaufman y Johnson para los decorados (todos ellos, no casualmente, lugares de tránsito o no-lugares) es realista hasta en los detalles más ínfimos, el movimiento de los personajes y su fisonomía no dejan lugar a dudas: no se trata de imitar la realidad sino de recrearla por otros medios. El espectador atento notará casi al instante que tanto el protagonista, un tal Michael Stone –exitoso orador británico cuyo bestseller empresarial sobre cómo mejorar la atención al cliente lo lleva precisamente a emprender ese viaje–, como el resto de los seres con los que se cruza, llevan en sus rostros la evidencia de su cualidad artificial. Más aún: excepto Stone, todos hablan con la misma, exacta voz. Pilotos y azafatas, taxistas y botones, hombres y mujeres.El mundo de Anomalisa es kaufmaniano por definición. Y también, por extensión, algo kafkiano. Stone está atrapado en un laberinto opresivo y asfixiante. Luego de ordenar algo de comida desde su cuarto y de hacer el contacto telefónico de rigor con su mujer e hijo, tomará la decisión de realizar un segundo llamado a esa mujer a la que abandonó hace una década, sin demasiadas explicaciones, en esa misma ciudad que ahora visita por segunda vez. El reencuentro será desastroso y disparará nuevas decepciones y angustias, hasta que una voz distinta a todas las demás llama su atención: la de Lisa, una mujer sencilla, incluso algo simplona, no demasiado bonita (según sus propias palabras) y fan de Cindy Lauper, que está parando en el mismo hotel. Por primera vez en la filmografía de Kaufman, como realizador y guionista, no hay aquí metatextos o universos contenidos en otros; tampoco elementos de índole fantástica. Apenas una metafísica pesadillesca que no se diferencia demasiado de un mal sueño real y concreto, de esos que asoman sus dientes afilados en la profundidad de la noche.Podrá pensarse que la mirada de Kaufman (autor, a su vez, de la “obra de teatro sonora” que dio origen a la película, en la cual un grupo de actores lee los diálogos sin interpretarlos gestual o motrizmente) parte de una impostación apesadumbrada que roza el nihilismo. Para Stone no hay posibilidad de trascendencia a partir de la idea de familia o los logros profesionales, ni siquiera siguiendo el camino del hedonismo o el placer egoísta. Apenas algunos efímeros vislumbres de felicidad a los cuales trata desesperadamente de asirse. De haber encarado Kaufman un relato tradicional, Anomalisa hubiera decantado, casi con seguridad, en una película obvia y pretenciosa. Es su propia forma la que termina transformándola en un objeto distinto, delicado, donde la mímesis alegórica se transforma en un fin en sí mismo. Tal vez con alguna influencia de ciertas escuelas de animación de los países de Europa del Este, Stone es un héroe particular que intenta sobrevivir, al borde del agotamiento, en un mundo incomprensivo que, a su vez, no logra comprender. No hay enseñanza ni moraleja, apenas un existencialismo atroz atravesado por un sentido del humor tristón. Y esa belleza fugaz, usualmente intangible, algunas veces corpórea. Como esa antigua muñeca erótica japonesa que irrumpe en el hogar como un recuerdo de otro mundo. ¿El mundo que nos rodea? No exactamente. Aunque existan varias zonas de rozamiento entre uno y otro.