El sacrificio de Nehuén Puyelli, el nuevo film de José Celestino Campusano (Vil Romance, Fango, Fantasmas en la Ruta, El Perro Molina), no sucederá esta vez en el conurbano –escenario habitual y fundante de su cinematografía-, sino en los suburbios de Bariloche. Campusano se ocupará de seguir el rastro de aquellos personajes que suele convocar con frecuencia su cine: los desclasados. Personajes que se encuentran por su origen social sin chance, siquiera mínima, de supervivencia. El protagonista será Nehuén Puyelli, un joven de origen mapuche que ayuda, mediante prácticas curativas que provienen de su cosmovisión ancestral, los males que aquejan a los pobres de su comunidad. En una precisa secuencia inicial –precisión que Campusano conservará durante todo el film-, la cámara exhibirá un rancherío, y en su interior a una mujer fatalmente enferma, que Nehuen consolará con pocas palabras y un profundo afecto. Será después acusado de homicidio y encarcelado. El verdadero motivo será, no obstante, otro: una relación con el hijo de una mujer con plata e influencias. La mujer pedirá ayuda a sus amigos de la corte judicial del municipio, buscará venganza. La venganza será en esta película uno de los asuntos centrales. Nehuén deberá pasar un largo tiempo tras las rejas, en una cárcel situada justo al lado de una enorme villa miseria. Una panorámica, perspectiva de guardia en plan de vigila en las alturas, alcanzará para registrar con claridad la disposición social que rige el territorio. En la cárcel prevalecerá cierta tensa tranquilidad, férreamente custodiada, a cambio de favores, por uno de los "capangas" del presidio. Nehuén ni bien llegue se acercará a él, establecerán un acuerdo de mutua colaboración. Ingresarán después otros personajes al penal, bravucones que buscarán complicar la convivencia. El film de Campusano se detendrá en la dinámica interna de la cárcel. En cómo se despliega la violencia sobre el cuerpo, en cómo se juega entre los presos la sexualidad. Pero también, paralelamente, apuntará lo que sucede a su alrededor. Rencillas de pequeñas pandillas del suburbio barilochense, resueltas a cuchilladas y tiros. A su vez, el conflicto entre trabajadores rurales de procedencia indígena apaleados por matones. El estado de cosas se conservará a partir del ejercicio de la violencia entre pobres. La traición se convertirá en la contraseña de una historia situada en el pasado genocida. El sacrificio de Nehuén Puyelli evidenciará una vez más y por sobre todas las cosas la capacidad narrativa de Campusano. Mediante el despliegue de aquellos rasgos que caracterizan su particular estilo -el uso de actores no profesionales, la estilización de sus parlamentos, etc.- presentará un relato casi sin fisuras sobre ciertos hombres perdidos, sin escapatoria, pero que en algún momento osarán reflexionar acerca de lo que sucede a su alrededor, en busca de algún tipo de comprensión que los redima.
El orden familiar La familia es un tipo de organización social esencialmente conservador. Por las características propias de su constitución íntima, es además un territorio reacio a su interrogación crítica. La familia es territorio sagrado. El orden familiar ejerce sobre sus integrantes un poder insondable y busca, como cualquier ejercicio de poder, perdurar a través del tiempo, lo que implica la inmediata impugnación de cualquier posibilidad de cambio que amenace con su influencia. Será precisamente la manera en que actúa en una familia su inclinación conservadora el fundamento dramático de Capitán Fantástico, el segundo largometraje de Matt Ross. Ahora bien, no será cualquier familia. Será, paradójicamente, una cuya forma elegida para vivir rechaza de forma extrema y contundente aquella impuesta por el orden capitalista. Ben Cash (Viggo Mortensen) y su mujer han establecido en un bosque un campamento perfecto, un paraíso terrenal sujeto a sus propios ideales políticos. Esto es: lo suficientemente alejados de la civilización. Un territorio autónomo y autosuficiente. Pero eso sí: administrado si bien con amor bajo una férrea organización, regulada a partir de una secuencia invariable de rígidas normas de comportamiento. Ben les enseñará a sus hijos a sobrevivir en la naturaleza mediante un intenso entrenamiento físico. También les enseñará a desarrollar su propio pensamiento, a fortalecer su espíritu crítico. Durante las noches, rodeados de estrellas, alrededor de un fogón, cada uno de los integrantes de la familia, desde el mayor al más pequeño, leerá y debatirá –críticamente- sus lecturas. La película exacerbará el funcionamiento alternativo de la familia -no festejarán la navidad, celebrarán el cumpleaños de Noam Chomsky, considerado como el más grande defensor de los derechos humanos-, para señalar por contraste un proceder común al tipo de vinculación familiar que a fin de cuentas rechaza. Una triste noticia provocará, sin embargo, una alternación inesperada en la familia. Un doloroso acontecimiento que terminará por evidenciar el carácter conservador del funcionamiento familiar. Ben lo expresará con absoluta convicción ni bien comunique a sus hijos la mala nueva: “Nada cambiará. Vamos a seguir viviendo de la misma manera. Somos una familia”. La pertenencia a una familia supone fundamentalmente la pertenencia a una forma de vida inalterable. No obstante, a partir de la crisis suscitada por la tragedia comenzarán a emerger en el seno de la familia ciertas grietas hasta el momento silenciadas. La voz del desacuerdo. Si bien el film de Ross por momentos fuerza tal vez demasiado la cuerda del estereotipo, casi hasta convertir a sus personajes en caricaturas –en ese sentido, Las maravillas, la notable última película de Alice Rohrwacher, trabajará el mismo tema con mayor rigor y audacia-, la película logrará sostener su propuesta y terminará por contar una historia sensible y emocionante. Capitán fantástico consigue en definitiva revelarnos la lógica interna que determina el orden de una familia. Cómo un padre, sin renunciar a su forma de ver el mundo –o mejor dicho, por intentar consustanciarse con ella- enfrentará la disyuntiva de revisar ese orden o preservarlo a cualquier costo.
Conciencia en acto Amanece. La luz del día se asienta lentamente sobre el cemento de un viejo edificio enorme, repleto de un sinfín de ventanas, e ilumina lo que es de inmediato reconocible como una vivienda popular. La larga noche de Francisco Sanctis (2015), ópera prima de Andrea Testa y Francisco Márquez, que compite en la sección oficial internacional del 18° BAFICI, presentará, mediante un plano general, la caracterización social de su protagonista y proyectará, a su vez, la situación excepcional que deberá atravesar. Francisco es un hombre común, un hombre, como suele decirse, del montón. Un típico empleado de oficina dedicado con sacrificio a un trabajo mediocre, confiado en un supuesto ascenso que nunca se concreta. La siguiente escena terminará por confirmarlo: en un departamento pequeño Francisco desayunará junto a su familia. La sencillez del ambiente, su reducido tamaño, subrayará la sensación de amontonamiento señalada al comienzo. La puesta anunciará un pasado todavía impreciso. Sin embargo, en el transcurso de ese día, a partir de otras referencias, siempre mínimas, más bien pequeños detalles, mediante un simple diálogo, será posible identificar con mayor pertinencia el momento histórico de la historia: los oscuros años de la dictadura militar. Oscuridad que el film establecerá como fundamento de su estilo y que le permitirá, oportunamente, desligarse de cualquier representación convencional.Los militares en esta película permanecerán, como una sombra amenazante y peligrosa, fuera de campo. El film de Andrea Testa y Francisco Márquez trabajará con la alusión, con la inferencia, con el retaceo de información. La violencia conservará durante el conjunto del relato su condición de inminencia. El centro de la escena lo ocupará Francisco,quien se encontrará envuelto en una situación absolutamente inesperada. En el trabajo recibirá un llamado de una antigua compañera de la facultad que quiere verlo con urgencia. Supuestamente busca su autorización para publicar un poema olvidado que él mismo escribió hace tiempo. Pero cuando se junten la mujer le contará la verdadera razón del encuentro, le revelará un dato inquietante:esa misma noche los militares secuestrarán a dos personas.Él debe ir hasta a su casa y avisarles para que puedan anticiparse al secuestro y escapar. “¿Qué carajo tengo que ver yo con esta historia?”, exclamará Francisco, estupefacto, ostensiblemente preocupado, acaso porque a partir de ese momento ya se sabe involucrado, acaso porque ya, aunque se resista, no puede evadirse. La película se detendrá, como anuncia el título, en esa noche.Una noche que será efectivamente larga.La cámara seguirá el desplazamiento indeciso de Francisco a través de calles solitarias y oscuras, tan solo iluminadas por pequeños faroles. Un laberinto de calles que suscitarán persecuciones confusas, encuentros enigmáticos. Francisco buscará ayuda, intentará apoyarse en alguien. Pero será en vano. Esa noche se encontrará sólo, forcejeando exclusivamente consigo mismo. La larga noche de Francisco Sanctis -basada en la novela homónima de Humberto Costantini- representará con audacia el derrotero confuso de una conciencia en acto. Las idas y vueltas, los encuentros y desencuentros, las dudas y contradicciones que pueden llegar a determinarla decisión de levantarse y comprometerse ante una realidad temible.Proyectará, en definitiva, la trayectoria sinuosa de una toma de posición.
La percepción Si hay algo que logra producir El limonero real (2015), la última película de Gustavo Fontán basada en la novela homónima de Juan José Saer, es una inmediata e irresistible atracción. Acaso lo mismo que logra producir en cada nueva lectura la prosa inconfundible del gran escritor santafecino. El film de Fontán exhibirá una evidencia decisiva: la experiencia de haber estado durante un breve lapso de tiempo literalmente capturado por lo que se ha visto, fascinado por cada una de las imágenes que el director ha concebido a partir de los trazos singulares de su propia escritura cinematográfica. Fontán pareciera filmar con la firme convicción de que el cine es antes que cualquier otra cosa una experiencia sensible. Una experiencia que encierra como promesa la posibilidad de percibir múltiples texturas de una realidad siempre inalcanzable. Fontán filmará un viaje de la percepción que se apoyará fuertemente en la mirada, pero que se expandirá mediante su envolvente influjo sobre la totalidad de los sentidos. Fontán pareciera haber encontrado en las islas del río Paraná un espacio simbólico perfecto, casi revelador. Una zona lo suficientemente enigmática y sugerente como para que pueda desarrollar su proyecto cinematográfico –allí mismo realizó películas previas como La orilla que se abisma (2008) y El rostro (2014)-. Proyecto que no podía sino desembocar en Saer. Si alguien podía aproximarse desde el cine a la literatura de Saer, ese era Fontán. Fontán ostenta la suficiente audacia como para relacionarse -una relación, por supuesto, conflictiva- con un texto como El limonero real. La audacia necesaria como para intentar hacer centellear en la pantalla una de las obras más singulares de la literatura argentina y latinoamericana del siglo veinte. Una historia que tendrá como protagonista a Wenceslao, un hombre que vive con su mujer en un rancho humilde sobre las orillas del río, y que se dispone desde el comienzo del día a organizar junto a otros familiares de la zona los preparativos para el festejo de fin de año. Su mujer, sin embargo, se negará a acompañarlo, no asistirá a la fiesta, no se moverá en ningún momento de su casa. En ella todavía persistirá la necesidad de continuar un duelo que sobrelleva hace años por su hijo muerto. Una muerte que perseguirá, mediante su poderosa influencia, como un rumor secreto y persistente, a Wenceslao durante su recorrido por las islas. Secuencias extraordinarias puntuarán el recorrido a través de un río en apariencia sereno, a través de la frondosa vegetación de las islas, a través de su ejército de árboles, arbustos y pasto. Un recorrido que será interrumpido por breves ensoñaciones. Figuraciones extrañas, casi espejismos, del pasado. “Amanece y ya está con los ojos abiertos”. Fontán se apropiará, desde el comienzo, de la inolvidable frase inaugural de la novela de Saer, a fin de organizar expresivamente una perspectiva mediante la cual proyectar su relato. Una perspectiva por momentos ensimismada, que configurará un espacio insólito, infrecuente, que convertirá un lugar familiar, cotidiano, en un territorio amenazador. Será precisamente en esos momentos excepcionales cuando el sonido ambiente de pronto se suspenda y comiencen a aparecer otros sonidos, otros ruidos. Fontán prestará debida atención a la escucha mediante un despliegue muy particular de ilusiones y contrastes sonoros. Las conversaciones entre los personajes de pronto se escucharán diferidas, como en eco. En una escena, Wenceslao se tirará al río para refrescarse y por un instante descubrirá en todo su esplendor la emergencia controversial de una muerte cercana. El limonero real es una obra maestra. Fundamentalmente porque introduce en cada plano, en cada una de sus secuencias, la posibilidad de una profunda expansión perceptiva. Como aquella que puede provocar la quietud de un último plano. Cuando un hombre, después de un extenso último día de fin de año, por fin se siente y contemple un punto del vacío, tratando de escuchar, buscando al menos percibir, lo inescrutable.
Tiempo escindido En una fiesta, Luisa (Erica Rivas), la protagonista de Una luz incidente (2015), la última película de Ariel Rotter, contempla con ostensible incomodidad cómo el resto de los invitados se divierten. A prudente distancia observa cómo los demás conversan, cómo bailan y ríen. Ella está sola, vestida de negro. Se mueve entre la multitud festiva. Como un fantasma recorre el espacio, camina por el salón, atraviesa con cautela el jardín con pileta. Es posible escuchar, a lo lejos, la melodía inquieta de una banda de jazz, los aplausos que le siguen a continuación. La cámara registra el caminar incierto de Luisa. Su expresión triste. En un momento de su recorrido cruzará miradas con un hombre. El hombre se acercará a ella y le comentará algo gracioso. Luisa, casi sin querer o casi sin darse cuenta, por primera vez, sonreirá. Sin embargo, volverá de inmediato a retraerse y su sonrisa se convertirá en una mueca apesadumbrada. La escena seduce por su proceder discreto, por lo que sugiere. Por la reserva en los gestos y movimientos. La escena, y la película en su conjunto, seducen por una disposición particular del tiempo. Un tiempo escindido. La historia, filmada en riguroso blanco y negro, sucede a fines de la década del cincuenta. En Buenos Aires. Luisa perdió recientemente a su marido en un accidente. Y sobrelleva, por un lado, la necesidad de cerrar esa muerte y, por otro, la necesidad de rehacer su vida. Tiene dos hijas pequeñas que mantener. Pertenece a una clase media acomodada, pero debe hacerse cargo de los gastos, pues su marido no ha dejado dinero. Luisa deberá convivir con dos fuerzas íntimas en pugna. El tiempo escindido entonces. El tiempo del duelo, un tiempo dedicado al dolor, a la angustia y al insomnio. Un tiempo muerto. Luisa permanecerá durante el día recostada sin hacer demasiado, tan sólo se ocupará del cuidado de sus hijas, acompañada por una mucama. A la noche, sin poder dormir, planchará camisas que aún no desechó para que la humedad y el desuso no las arruinen. Viajará tras las últimas huellas de su marido. Visitará su oficina, inspeccionará sus cajones. Mientras tanto, paralelamente, el tiempo de la reconstrucción. El tiempo de las preocupaciones -y prescripciones- sociales. La emergencia tímida del deseo. Su madre buscará acelerar ese tiempo. Insistirá con la necesidad de restablecer su vida, con la urgencia de conocer a alguien que le ofrezca una estructura a partir de la cual sostenerse. “Las nenas la necesitan”, repetirá una y otra vez, incansable, la madre. Luisa conocerá a Ernesto (Marcelo Subiotto) en una fiesta. Ernesto es un contador de buen pasar que le pedirá con vehemencia casamiento, formar una familia. Persistirá con regalos y planes, con la seguridad de un apellido. Una escena condesará dramáticamente la película. Ernesto le mostrará a Luisa, con la gentileza y galantería propias de un conquistador, su departamento, el paisaje halagador de su futuro hogar juntos. El recorrido, cuyo destino resultará previsible, será interrumpido por el relato de Luisa acerca de la muerte de su marido. Una narración sucinta del accidente que alteró su vida de golpe. Cierto tono triste y melancólico irá apoderándose de a poco del film de Rotter, sin nunca llegar a ensombrecerlo totalmente. A partir de pocos diálogos y largos silencios. Sobre todo a partir de pequeños gestos. Gestos de resignación o desconsuelo concentrados en la mirada de Luisa, en sus reiterados suspiros y besos forzados. En algún momento, la cámara se alejará con cautela, sigilosamente. Acaso como se ha movido durante toda la historia. Y así insinuará, en secreto, como dejándose por fin llevar, una ausencia y una despedida.
El cine como acontecimiento Seguramente no sea lo mejor insistir –a riesgo de subrayar- la importancia de una oportunidad única. La oportunidad por definición efímera de ser testigo de una experiencia que no suele presentarse con frecuencia: cuando el cine se convierte en un acontecimiento revelador. Cuando una película permite el encuentro del espectador con una realidad absolutamente desconocida. Una experiencia que puede llegar a amenazar, al menos por un instante -pero un instante radical por su obstinada persistencia en el tiempo-, con promover una transformación inesperada. O, lo que es igual, una alteración fugaz –como la fugacidad de un último plano brutal- de nuestro punto de vista. Acaso sea eso a lo que deba aspirar una película. Acaso no sea otra la motivación por la cual meternos en una sala. La experiencia que ofrecería el cine sería en definitiva la posibilidad de percibir el mundo de otra manera. El cine como acontecimiento: se estrena en Buenos Aires Homeland: Iraq Year Zero , el descomunal trabajo documental realizado por el director iraquí Abbas Fahdel. Desde febrero de 2002, Fahdel registró con precisión y con una fortaleza inaudita la terrible realidad de su país. Mediante una simple cámara –simpleza que no condicionará su puesta, sino que al contrario, la fundamentará- filmó el cotidiano devenir de familiares, amigos y vecinos de Bagdad durante diecisiete meses. La película está dividida en dos partes. La primera, Before the Fall, exhibirá el estado de situación social previo a la caída de Sadam Hussein y la inminente invasión norteamericana. Una televisión invariablemente encendida reflejará la omnipresencia de Hussein. Sus reiteradas apariciones públicas ofrecerán la posibilidad de dar cuenta de un poder que pronto se acabará. A su vez, podremos observar los preparativos de los habitantes de una ciudad a punto de ser invadida. Cómo disponer sus casas –atravesados por el recuerdo de invasiones y conflictos anteriores-, cómo hacerse de provisiones y conseguir recursos elementales para sobrevivir el ataque. La segunda parte, After the Battle, se concentrará en las terribles consecuencias de la invasión del ejército estadounidense. Escenas cotidianas de la destrucción. La locura generalizada. La evidencia de un presente desolador. Fahdel recorrerá con su cámara los despojos. Registrará viviendas destruidas por los bombazos, la disputa interna por el territorio, la presencia de los marines patrullando en las calles.El constante y ensordecedor ruido de balas anónimas. La desesperación de la pobreza. Fahdel estará acompañado desde el comienzo por Haidar, su sobrino de doce años. Junto a él, a partir de diversos testimonios, pondrá en escena la complejidad de un contexto sombrío. Una pregunta atravesará el conjunto del documental: cómo filmar la violencia de un país literalmente destruido. Un país arrasado en todo nivel. Fahdel en ningún momento exhibirá escenas que activen en el espectador truculencia y morbosidad. De entrada frustrará ese horizonte de expectativa condicionado por el discurso occidental. La duración del film –cada parte dura tres horas- obedecerá precisamente a esa determinación del director: mostrar la cotidianeidad más adusta y elemental. Y evidenciar, desde la perspectiva de las propias víctimas, una realidad que estremece. Justo aquello que el orden de representación dominante esconde: el terror de un ejército visto de cerca. Homeland: Iraq Year Zero es un documental sin precedentes. Posee en sí mismo un valor histórico difícil de precisar. Al menos por ahora. No alcanzan –no pueden siquiera aproximarse- las palabras para describir el trabajo que realizó Abbas Fahdel con tanto sufrimiento pero también con una convicción asombrosa. Como nadie, el director iraquí se propuso filmar la barbarie que provocó y sigue provocando, en su afán civilizador, el imperialismo. Y entonces tal vez sí, tal vez lo mejor sea insistir. No dejar de insistir. El domingo se estrena en Buenos Aires Homeland: Iraq Year Zero . Un verdadero acontecimiento cinematográfico.
El cuerpo del delito Arrodillada en el centro de un salón en penumbras, una mujer es sometida a una nueva prueba para determinar de una buena vez aquello que todos esperan y no termina de suceder: la confesión de un delito. Bajo la atenta mirada de un cura que oficia de juez, escoltado a su vez por otros que desde una tribuna la observan con circunspección y acaso también con disimulado desprecio, esa mujer debe para demostrar su inocencia llorar. En tanto no derrame lágrima alguna, podrán confirmar la imputación que pesa sobre ella. En un momento de vacilación, los hombres se acercarán a la mujer arrodillada y examinarán con vehemencia su rostro, a fin de reconocer en sus ojos la evidencia definitiva de su proceder culpable. La escena pertenece a Sangre de mi sangre, la notable última película de Marco Bellocchio. Una escena extraordinaria por la profunda perspectiva de sentido que promueve. En un convento en Bobbio, un pequeño pueblo al norte de Italia, durante el siglo XVII, un sacerdote se ha quitado la vida luego de mantener en secreto un romance con Benedetta, una de las jóvenes novicias del convento. El soldado Federico Mai, hermano del sacerdote, viajará hasta allí para intentar garantizarle, a pedido de su propia madre, una sepultura digna de su posición espiritual. Para conseguirlo, sin embargo, deberá lograr que Benedetta reconozca una alianza con el demonio que justifique el acto infame del suicidio y absuelva de esa manera al suicida. La llegada de Federico –secuencia inaugural del film- establecerá de forma precisa el espacio en donde transcurrirá mayormente esta primera parte de la película de Bellocchio. El soldado recorrerá sigilosamente el convento y descubrirá su funcionamiento autoritario y severo. La férrea proscripción de cualquier manifestación de deseo. Tormentos crueles tendrá que resistir entonces la mujer procesada, cuyo cuerpo –el cuerpo del delito- será castigado con saña por una confesión que no llega, ante el temeroso silencio de un hombre atormentado por un dilema que no puede resolver: salvaguardar la honorabilidad de su hermano o liberar a una mujer inocente de un escarmiento feroz. La segunda parte de la película comenzará también en el convento, pero en la actualidad. Un inspector del Estado irrumpirá en la propiedad, en apariencia abandonada, junto a un posible comprador de origen ruso. No obstante, escondido en uno de los claustros –justo aquel destinado en el pasado a encarcelar a las jóvenes desobedientes- vive un anciano que se ha dado por muerto hace varios años y que únicamente sale, como un vampiro, durante la noche. Un patriarca que ejerce desde las sombras, junto a otros pocos hombres, el poder. Hegemonía que no se verá amenazada por el presunto inspector, sino más bien cuando, en uno de sus recorridos nocturnos, el anciano se sienta cautivado intensamente por una joven muchacha fuera de su alcance. A diferencia de la primera parte, esta segunda historia exhibirá una modulación más ligera, sobre todo a partir de escenas de una comicidad exquisita y genial. Un profundo dolor de muelas será, por ejemplo, el motivo por el cual el patriarca deberá salir de su escondite para buscar un odontólogo que lo alivie de un dolor que lo atormenta. Escenas que dejarán traslucir cierto patetismo de un poder en franca decadencia. Tal vez pueda encontrarse allí un posible punto de confluencia entre dos historias que Bellocchio cuenta con una destreza descomunal mediante la elaboración de imágenes que encierran en sí mismas una formidable capacidad de sugerencia poética: la percepción de un poder -especialmente patriarcal- que percibirá su lento e irremediable derrumbe en el instante preciso en que tenga ante sí la fuerza inconmensurable de un cuerpo que resiste.
Tránsito perpetuo Sin perder el tiempo, casi como urgido por el tren de una historia que no se quisiera perder nadie –pero que de hecho, de acuerdo a su pronto repliegue de la cartelera, se la están perdiendo todos-, Tangerine (2015), la notable película de Sean Baker, anunciará desde la primera escena el impulso que desencadenará el conjunto de acontecimientos de un relato que avanzará a puro vértigo. Dos amigas travestis en un bar conversan animadas, festivas, contentas de volver a verse. Es Navidad y Sin-Dee (Kitana Kiki Rodríguez) regresa a la ciudad después de pasar veintiocho días en prisión. Pero la alegría del reencuentro durará, como cada escena, poco. Porque Alexandra (Mya Taylor), casi al pasar, a partir de un comentario entre inocente y burlón, le revelará que su novio, un chulo llamado Chester, la ha estado engañando con una mujer, una de las prostitutas que trabajan para él. La noticia escandalizará de inmediato a Sin-Dee. No solo por la infidelidad, sino más bien por haber sido engañada con una mujer, lo que convierte a la traición en una ofensa digna de venganza. Sin-Dee saldrá a la calle en busca de los culpables. La acompañará su amiga Alexandra. Será ella quien intente calmarla y convencerla de que los hombres no valen la pena. Casi a los gritos le solicitará, como prerrequisito para ayudarla, que no haga del conflicto un drama. Condición sine qua non que Baker afortunadamente sostendrá como principio narrativo. En ningún momento, bajo ningún punto de vista, la película sucumbirá en la tentación ideologizante de una representación plañidera y quejosa de almas perdidas. No se entregará al sórdido barro de la conmoción sensacionalista. Asumirá una perspectiva diferente, absolutamente audaz, determinada por la vitalidad y desparpajo de sus personajes y sostenida por un ritmo galopante provocado por la utilización versátil de recursos –para empezar, la película fue filmada íntegramente con un Iphone 5-. La infidelidad que sufre Sin-Dee será el puntapié inicial no para el despliegue lento de un drama insufrible, sino para el inicio de una cruzada irreverente por la ciudad. Una road movie urbana. Un trip febril por Los Ángeles, pero ligeramente desviado de sus reconocidas vidrieras de glamour hollywoodense. “Los Ángeles es una mentira con un envoltorio bonito”, rezongará en algún momento uno de los personajes. El film de Baker trazará un recorrido diverso. Identificará aquellas otras estrellas que rondan por los callejones deslucidos de la ciudad. Un itinerario cuyo espacio central de referencia serán las esquinas. Por allí pasará Sin-Dee una y otra vez, saludándose y puteándose con sus camaradas. La cámara la seguirá por una geografía iluminada por postes de alumbrado público y carteles de luz brillante. Su travesía abarcará moteles, lavanderías, paredones, playas de estacionamiento, baños públicos, colectivos, subterráneos, locales de comida rápida. Lugares definidos por la condición que acaso determina su propio trabajo y su propia identidad: la transitoriedad permanente. La cámara seguirá también la trayectoria de Alexandra, quien además de ejercer su profesión a diario, intentará desarrollar su talento como cantante. Repartirá invitaciones a los amigos y clientes preferidos para uno de sus shows. Con otros tendrá problemas. Los clientes serán representados como tipos que aguantan, que se quejan de sus familias. Hombres que necesitan acabar con desesperación. Otro itinerario estará marcado por un taxista armenio, quien llevará y traerá a distintas personas y conflictos. El armenio es padre y sostén de su familia, pero además consumidor habitual de travestis. Buscará consuelo en ellas, como una oportunidad para realizar un cierto tipo de liberación sexual siempre postergada. La película desnudará la doble moral pequeñoburguesa, pero sin enfatizarla ni juzgarla. Las calles exhibirán la ausencia de pudor. La subjetividad encontrará allí la inestimable posibilidad de su expansión. La historia transcurrirá casi en su totalidad en exteriores. Será precisamente en la ostentación de su exterioridad donde el film alcance a lucir la condición excéntrica del travesti. Bajo el pulso de su ritmo alocado, Tangerine evidenciará, como sus personajes, la imposibilidad de una determinación categórica. Baker superpondrá y alternará procedimientos. Finalmente terminará por consolidar una película múltiple: sobre la aventura travesti en la ciudad, sobre la soledad que implica sobrellevar un deseo, sobre el valor de la amistad. No es poco. Y sin embargo, tal vez ya no sea posible verla en cines. Las buenas oportunidades suelen durar lamentablemente muy poco.
La voz del otro El abrazo de la serpiente (2015), la última película del talentoso director colombiano Ciro Guerra -premiada en el Festival de Cine de Mar del Plata y candidata a la mejor película extranjera en los premios de la Academia- comienza con las siguientes palabras escritas por el etnólogo alemán Theodor von Martius en su diario de viaje, a principios del siglo xx: “No me es posible saber si ya la infinita selva ha iniciado en mí el proceso que ha llevado a tantos otros a la locura total e irremediable. Si es el caso, solo me queda disculparme y pedir tu comprensión, ya que el despliegue que presencié durante esas encantadas horas fue tal que me parece imposible describirlo en un lenguaje que haga entender a otros su belleza y esplendor; solo sé que cuando regresé, ya me había convertido en otro hombre”. El epígrafe establecerá desde el principio, acaso como advertencia de lo que sucederá luego, la señal de una imposibilidad. Imposibilidad que será sobre todo narrativa: no es posible contar –por la incompetencia del lenguaje; pero en este caso preciso, por la impericia del lenguaje occidental- una experiencia transformadora. Recién después del epígrafe asomará la primera imagen del film: un indio en cuclillas observa ensimismado, como si esperase la evidencia de una amarga revelación, el lento fluir del río. Pero la contemplación de Karamakate, un poderoso chamán del Amazonas, será interrumpida de inmediato por la llegada de una canoa. Hacia él se acercará otro indio que traerá consigo, en grave estado de salud, al propio Von Martius. El indio solicitará la ayuda del chamán, le suplicará que salve la vida del etnólogo. Pero no será fácil convencerlo: el resentimiento de Karamakate hacia los blancos es considerable, los culpa de haber arrasado con la comunidad de los Cohiuanos, su propia tribu. Y sin embargo, luego de discutir un poco y meditarlo otro tanto, aceptará, y juntos los tres, sobre una endeble canoa, se desplazarán por el temible “infierno verde” en busca de la Yakruna, una misteriosa planta oculta capaz de curar almas enfermas. Exactamente la misma situación sucederá unos cuantos años después, cuando Karamakate, avejentado y atravesando ya sus últimos días, reciba la visita de otro blanco, la de un etnólogo norteamericano, quien preguntará, también él, por la misma planta, pero para resolver una dificultad de otra índole: la incapacidad de soñar. La película de Guerra se ocupará del recorrido de ambos viajes, alternando casi fantasmagóricamente los acontecimientos de cada expedición. Como un clásico relato de aventuras –el film se asienta en esa referencia genérica -, las dos canoas cruzarán el río, transitarán por distintos territorios y se encontrarán con una misma y triste realidad: la violencia sufrida por la comunidad indígena, la paulatina pérdida de su cultura. Serán testigos silenciosos de una guerra por el predominio del caucho, uno de los principales recursos del territorio amazónico. Los enfrentamientos permanecerán fuera de campo. Durante un feroz desalojo, simplemente escucharemos a los nativos escapar desesperados al grito de “¡Ahí vienen los colombianos!”. El trasfondo político del film será entonces recomponer qué sucedió en el Amazonas a principios del siglo pasado. Porque tal vez sea allí, en la disputa por la tierra de los indígenas, donde se encuentre el origen de la violencia en Colombia. El abrazo de la serpiente es, como la anterior película de Guerra –Los viajes del viento, 2008- la historia de un viaje. Un viaje que, también como en aquella oportunidad, reflejará una exploración formal. El film está filmado en blanco y negro. Decisión audaz y circunscrita, en primer lugar, al período representado, al verosímil del género sugerido: el blanco y negro de las pretéritas fotografías de expediciones. Por otra parte, su utilización buscará provocar una suerte de expansión perceptiva. La apreciación sensible del Tiempo. Reconstrucción de una travesía hacia un pasado determinado, narrado a partir de un punto de vista que suele ser elidido y que diferenciará la narración de otra de sus referencias insoslayables: Herzog. El que observa aquí es el indio. Su voz será puesta en primer plano. Incluso desde la exposición de su propio idioma, lo que suscitará en el espectador una impresión de extrañamiento, como el rumor leve de un secreto inaudito. En este último aspecto, el film colombiano presentará una dificultad sustancial: hasta qué punto será posible percibir en él la cosmogonía indígena, más allá de su respeto por la naturaleza, de aquello que la naturaleza sería capaz de ofrecer si se la respetara. Hasta qué punto será posible recuperar la complejidad de su perspectiva. En definitiva, en qué medida El abrazo de la serpiente podrá salvarse de la tentación por una exposición redentora de su exotismo, de una representación tranquilizadora -y por eso mismo inofensiva- de ese Otro con frecuencia silenciado. La transmisión del conocimiento ancestral que la película reclama por su evidente peligro de extinción terminará por resultar trivial. Acaso lo que apuntábamos al principio, lo que la película anunciaba veladamente al comienzo: la imposibilidad. Imposibilidad que no deslegitima los méritos de una buena película, pero que sí reduce su enorme potencialidad cinematográfica.
El espectáculo de la muerte En una cabaña, mientras esperan que una tormenta de nieve afloje, un hombre le cuenta a otro una breve historia. Una historia de venganza. Una historia, por eso mismo, de muerte. La indudable pericia del narrador produce en su interlocutor –y en varios otros que tambiénesperan- una atracción inmediata. Desde el principio cautiva su atención y provoca en él miedo. Cada una de las palabras que escucha lo hace temblar, removerse incómodo en su cálido sillón. La historia que escucha es, sin lugar a dudas, terrible. Contiene tortura, sadismo, perversión. Y sin embargo, acaso por un afán provocador irresistible, el hombre que cuenta pareciera truncar de pronto su relato mediante la disposición de una conclusión banal, canchera y sin gracia que precipitará una reacción violenta, un arrebato de furia. La pérdida del hasta ese momento conservado autocontrol. La escena pertenece a Los ocho más odiados (The Hateful Eight, 2015), la última película de Quentin Tarantino. Una escena fundamental, pero no por su repercusión dramática, sino principalmente por lo que revela, por lo que logra evidenciar una vez acabado el film: la notable capacidad narrativa del director norteamericano, tantas veces subrayada, tantas veces apreciada con justicia por su público fiel, se encuentra en la actualidad agotada. Si una de sus característicasfue siempre la astucia –la astucia de su escritura cinematográfica-, cualidad indispensable que le permitió narrar la violencia comoprincipio de placer fundante en su país, esta última película demostrará lo contrario: su desesperanzadora ausencia. Como si al director de Perros de la Calle o Jackie Brown tan solo le importara configurar un escenario ideal que le permita desplegar la exhibición de una violencia que es antes que nada –y antes que todo- gratuita. La octava película de Tarantino es un western. La historia transcurre casi en su totalidad en un único espacio cerrado, pocos años después de la Guerra de Secesión. El conflicto racial, como en Django sin cadenas, será uno de los ejes centrales de la trama. En la “Mercería de Minnie”, un sencillo hospedaje entre las nevadas montañas de Wyoming, un grupo de hombres, con diversos prontuarios y destinos, deberá refugiarse hasta que amaine el temporal. Así entonces se encontrarán compartiendo forzosamente la velada John Ruth, un violento caza recompensas que lleva consigo a su prisionera Daisy Domergue; Marquis Warren (el siempre dispuesto Samuel L. Jackson), un excomandante negro que luego de ser expulsado del ejército se ha convertido también él en un cazador de fortunas; Chris Mannix, un torpe hombrecillo que se presenta como el nuevo sheriff del pueblo; Bob, un mexicano sospechosamente a cargo de la cabaña -Mannie, su dueña, debió partir por asuntos familiares-; Oswaldo Mobray, el verdugo del condado -un breve parlamento de su autoría, sobre la justicia fronteriza y la civilizada, ofrecerá la posibilidad de confirmar el agotamiento de otro de los rasgos de estilo de QT: monólogos queahogados en su condición fetichizada ya no sorprenden-.En la posada también espera Gage, un silencioso vaquero dedicado a escribir su propia vida. Y por último, el General confederado Sanford Smithers (un siempre impecable Bruce Dern), viejo racista ya retirado que busca el paradero de su hijo muerto. La tormenta es feroz y empeora. Ya es de noche.En la cabaña reina la sospecha. Un secreto se esconde. No será necesario mucho más para que todo se pudra. Desde luego queabundarán rostros desfigurados, balas que destruirán cabezas, sesos que volarán por los aires. Pero la balacera y los charcos de sangre terminarán por opacar una narración que se descubrirá finalmente pobre. El estilo de Tarantino, alguna vez definido por el poder de la palabra y por la producción simbólica de la violencia, sustentado en especialpor su lucidez narrativa, se revelará en Los ocho más odiados desinflado, pueril. Casi como una broma de su propia poética, casi como una falsificación grosera de su gran obra. A fin de cuentas, su última película no es más que la contemplación gozosa de la muerte. La celebración alucinada y estéril de su espectáculo. *****