¿Sexo sin compromiso? Natalie Portman y Ashton Kutcher, en una comedia romántica de Ivan Reitman. ¿Lo habrá calculado así Natalie Portman? ¿Que en medio de su pico máximo de fama gracias al éxito y el posible Oscar por El cisne negro se estrenara una comedia romántica simple y sencilla que, además de darle otro éxito de taquilla, demostrara su versatilidad como actriz? Difícil. Primero, porque nadie podía suponer lo que iba a suceder con El cisne... Y, segundo, porque los riesgos eran muy grandes: nadie en Hollywood olvida cuando Eddie Murphy era gran candidato por Dreamgirls y poco antes del Oscar estrenó la terrible Norbit y terminó perdiendo. Con estas cosas no se juega. Es cierto que los riesgos de Portman eran menores. Amigos con derechos es una comedia romántica amable, que puede gustar más o menos, pero que no arruinará la reputación de nadie. Al contrario, le permite a la actriz mostrar un lado sexy como no muchas veces la vemos en la pantalla grande, casi siempre seria e intensa. Amigos... se centra en la relación entre Emma (Portman) y Adam (Ashton Kutcher), dos viejos compañeros de la universidad que se reencuentran un par de veces a lo largo de los años y finalmente terminan enganchándose en una relación particular... la que le da el título a la película. Es Emma, especialmente, la que no quiere saber nada con un noviazgo. Está haciendo una residencia en un hospital y tiene poco tiempo “para esas cosas”. El es un asistente de TV que trabaja en un programa tipo High School Musical , pero que sueña con crecer en la industria. En realidad, su principal problema es que su novia lo abandonó y se acaba de enterar que ahora sale con su padre (Kevin Kline), una estrella de Hollywood en decadencia. Y es a partir de esa crisis que acepta salir con Emma... en sus términos. Obviamente que la situación virará para otros lados, con las idas y vueltas del caso, pero lo mejor del filme de Ivan Reitman ( Los cazafantasmas, Dave ) es que, al menos hasta los últimos 15 minutos, el hombre maneja los giros de la relación de una manera ligera, humana y relativamente realista, sin tantos evidentes “trucos de guión”. Es la historia de dos jóvenes que la pasan bien juntos pero que le temen, especialmente ella, a las “consecuencias” de una relación romántica verdadera. Si bien el filme no es tan sexy como promete el trailer, a Portman se la ve suelta y cómoda en un rol de esos que podrían antes haber hecho Cameron Diaz o Julia Roberts. Y Kutcher ya parece manejarse como un pez en el agua en este género, con un papel tal vez más tierno, si se quiere, que los que habitualmente hace. Amigos con derechos tiene un elenco secundario que le suma puntos, aunque no estén del todo aprovechados (Greta Gerwig, Ludacris, Olivia Thirlby, Ophelia Lovibond y Lake Bell, entre otros), pero la película pasa esencialmente por esta pareja que, por más extraña que parezca en los papeles, funciona con bastante química en la pantalla. No como para encenderlas a fuego de manera memorable (la de Portman con Mila Kunis, compañera de Kutcher en That 70’s Show es mucho más sexy en El cisne negro ), pero sí al menos para mantener la llamita encendida. En piloto, que le dicen...
¿Y será justicia...? Un filme de una belleza esperable de los Coen. A lo largo de su ya extensa carrera (15 largos en 27 años), los hermanos Coen han hecho repasos y relecturas de géneros. El policial, el film noir y la comedia clásica pasaron bajo el severo filtro de Joel y Ethan, que imprimen su huella a cada cosa que tocan, para bien o para mal. Temple de acero , más que una aproximación a un género, es directamente una remake. El filme de Henry Hathaway, de 1969, lo protagonizó John Wayne, quien ganó un Oscar a mejor actor por el rol que ahora encarna Jeff Bridges. Pero los hermanos dirán que es otra adaptación de la celebrada novela de Charles Portis. Más allá del origen de la trama (o quizás a partir de combinar sensibilidades con las del autor), los Coen han hecho la que quizás sea su película más clásica, humana y conmovedora. Temple de acero , con su tono cambiante y sus dos partes bien diferenciadas, parece arrancar desde la típica mirada burlona de los Coen, pero de a poco el asunto se va tornando serio, sin perder el humor pero sin caer en la parodia. La histo ria es sencilla y clásica. Un hombre es asesinado y el criminal se escapa. Mattie llega al pueblo con el deseo de atrapar al asesino de su padre y, de ser necesario, hacer justicia por mano propia. El caso tiene dos particularidades: la instigadora de la búsqueda es una niña de 14 años (la sorprendente Hailee Steinfeld, de 13 años cuando se filmó) con una personalidad fuerte. Y el veterano sheriff al que contrata es Rooster Cogburn (Bridges), borracho perdedor, violento, que se caracteriza por disparar primero y preguntar después. En la primera parte que tiene lugar en el pueblo, los Coen describen las idas y vueltas de la niña para conseguir dinero y contratar al contrariado Rooster. Allí, aprovechando el enrevesado lenguaje de la época y de la novela original, dan rienda suelta a otra estilizada aproximación al género, a mitad de camino entre cita y parodia, que se acrecienta cuando aparece en escena LaBoeuf, un pintoresco oficial texano que busca al asesino por otra causa, y que Matt Damon encarna al borde de la caricatura. La segunda parte se inicia cuando Mattie decide ir con ellos a la caza del criminal, del otro lado del río y en medio de territorio indígena, donde los peligros y las sorpresas acechan. Desde allí el filme se centrará en la búsqueda, en la relación entre estos tres personajes y en los encuentros que tendrán en su recorrido, que, en casos, terminarán en violentos enfrentamientos. Para los Coen, este ejercicio de retomar un género les permitió aflojar un poco las riendas de su habitual control maestro y dejar que el filme fluya con naturalidad, dándole a los personajes inesperadas dosis de humanidad y otorgando pequeños momentos de humor paródico. Esta puede ser una historia de justicia por mano propia (y un enorme éxito en los Estados Unidos que algunos leyeron como una evidencia del retorno de un pensamiento reaccionario en ese país), pero excede esa lectura desde la misma construcción del trío, un grupo dispar y con una pésima relación al empezar su aventura, y que terminarán uniéndose cuando la situación se ponga difícil. Temple de acero es de una belleza cinematográfica esperable ya en el cine de los Coen y apenas podría criticársele una confusa edición en las escenas de acción. Bridges vuelve a lucirse en un rol con similitudes al de Loco corazón por el que ganó el Oscar, y Damon sabe hasta dónde llevar la extrañeza de su personaje, evitando el chiste fácil. Pero el real descubrimiento, y el verdadero temple de acero, es el de la intensa Steinfeld, una niña de la que seguramente volveremos a oír hablar. Lo que torna a Temple de acero en una de las mejores películas de los Coen es la capacidad de empatía que parecen demostrar con las criaturas (solidarias, falibles, llenas de grises) que retratan. Sobre el final, en una noche estrellada y desesperada, surge algo parecido a la emoción. Para Joel y Ethan –la dupla más canchera de la clase-, es casi un hecho histórico.
El amor, detrás de las paredes El filme de Laura Linares se centra en la relación de una chica con un preso en la zona de Bariloche. La película de Laura Linares funciona en una zona gris, extraña. Si uno no sabe cómo y cuáles fueron las circunstancias de su rodaje, no logrará darse cuenta si se trata o no de un documental, o si es una ficción que parece documental. El filme sigue a sus personajes tan íntimamente y los toma de manera tal, que da la impresión de que estamos allí, con ellos, atravesando sus circunstancias. Lo más probable es que el filme funcione como una reconstrucción: los mismos protagonistas de la historia reviviendo para la cámara algo que les sucedió en la realidad. De cualquier manera, es lo de menos: la impresión se logra y cala hasta los huesos. Dulce espera tiene como punto de partida una situación rara, bastante original. Valeria es una chica que le dedica temas por la radio y se cartea con un preso al que no conocía anteriormente. Así inician una relación bastante particular: puro romanticismo y galantería a distancia, la posibilidad de encuentros ocasionales y ninguna chance de otro tipo de conflictos, personales o con “la ley”. La cárcel es una metáfora bastante paradójica para una relación de pareja. Pero la relación con Lucas depara un hijo, que Valeria cuida con ayuda de amigas y de la madre de Lucas. El, en tanto, parece haber aprendido “la lección” y saldría de la cárcel en cualquier momento. Salir de allí, claro, llevará las cosas a un lugar inesperado. Esa relación armada en base a frases dichas a una radio, a cartas escritas a mano y a encuentros breves en la prisión no será igual cuando los dos deban convivir, con un hijo de por medio, y con la dificultad extra que implica ser un ex presidiario. El de Linares es un filme de observación. De las rutinas de Valeria, de su relación con sus amigas, de su “relación virtual” con Lucas. Y de Lucas, en la cárcel, tratando de entender que el camino del delito no es el más adecuado para su vida. Y también está su madre, Ana, que pone más que nada su fe religiosa en el futuro de su hijo. Como buen filme de observación, que lo es, Dulce espera crece en momentos específicos, cuando la cámara capta pequeños detalles que hacen única a la historia: el deseo de Valeria de “verse linda” para Lucas; los primeros días en la vida del hijo de ambos; el conflicto interno de Lucas a la hora de pensar en su futuro. En una Bariloche muy distinta a la de las postales turísticas, donde la nieve es más densa e incómoda que pintoresca, las historias de Valeria, Lucas y Ana quedan en la memoria.
El cielo y el infierno La historia de un travesti en un sorprendente filme portugués. La historia de un travesti en decadencia. Un melodrama familiar. Una película sobre los conflictos de una pareja. Un filme bélico. Un musical. Todo eso puede ser Morir como un hombre , la extraordinaria película del portugués Joao Pedro Rodrigues. Ambiciosa e íntima a la vez, abrumadora y emotiva, la película se centra en Tonia (Fernando Santos), un travesti que ve que se acercan sus últimos días como estrella de shows. Por la edad y las enfermedades, ya no puede competir con las figuras más jóvenes que le van quitando espacio. Y un implante de siliconas que se hizo se le complicó y ha desarrollado un cáncer con malas perspectivas. Los problemas de Tonia no acaban ahí: su hijo no lo acepta, mientras que su pareja más joven (y adicta a las drogas) insiste en que se haga una operación para cambiar de sexo, lo cual deriva también en problemas entre ambos. La situación no es fácil para la torturada Tonia, pero Rodrigues crea un universo alrededor suyo a mitad de camino entre la magia y la pesadilla, mezcla de Almodóvar con Ripstein: una atmósfera recargada y oscura rodeada de momentos luminosos ligados en buena parte a algunos números musicales (un tema de Baby Dee, escuchado íntegramente por los protagonistas en un plano secuencia, y un fado sobre el final se destacan especialmente) y a una puesta en escena que enorgullecería al Fassbinder más desbordado. Rodrigues lleva a sus personajes a confrontaciones personales (entre padre e hijo, en la pareja, en el trabajo), los muestra en su intimidad, nos lleva con ellos a un viaje casi onírico y nos sumerge en ese submundo de triste belleza de manera casi impresionista, saltando de escenas con una lógica narrativa alejada de todo realismo. Morir... es una fábula acerca de un personaje único en una película que no se parece a ninguna otra que haya pasado por los cines locales recientemente. Una drag queen que intenta conservar su dignidad, recuperar las piezas de un rompecabezas desarmado antes de lo que parece una partida segura, y a la vez entregarse a los placeres sensuales que todavía el mundo le puede ofrecer. Acaso el único “pecado” de Rodrigues es terminar convirtiendo a Tonia casi en una santa, suerte de martir religiosa que lleva en su cuerpo cada vez más frágil, todos los dolores del mundo. Pero nunca cae del todo en la conmiseración. Hay algo de pureza, de inocencia, en su existencia, en su forma de ver al mundo, que la torna menos una figura icónica que una persona reconocible, dañada. Morir como un hombre , finalmente, es una elegía: a una época, a un tipo de figuras, a una generación. Es como una balada al piano, con momentos oscuros y tenebrosos, pero teñida de luz, de pasión y de enorme cariño.
En construcción Un hombre engaña a los habitantes de Un pueblo y los hace construir una ruta en este drama francés. Muy distinta -al menos en lo aparente- a su anterior película, El cantante , la nueva producción del francés Xavier Giannoli trae a la mente los primeros filmes de Laurent Cantet. Pero el hombre no se atreve a ir tan lejos y lo que arranca, de manera brillante, como la historia de un estafador que se encuentra con una oportunidad inesperada de hacer mucho dinero, derivará de manera bastante simplista hacia el viaje de un cínico que descubre la posibilidad de una redención. Francois Cluzet (ya, oficialmente, un clon del Dustin Hoffman de décadas atrás) es Paul, un estafador que, falsificando papeles y haciéndose pasar por quién no es, comete engaños en la ruta, vendiendo sus “beneficios” a mafiosos encabezados por Gérard Depardieu. Siempre en su auto, Paul para en un pueblito y se hace pasar por representante de una compañía constructora de rutas. Allí descubrirá que todos están felices al recibirlo porque suponen que viene a retomar el trabajo en una autopista abandonada y enseguida le ofrecen coimas para que contrate a tal o cual empresa local. El verá una montaña de dinero encima y, a la vez, será testigo de cómo el pueblo cobra vida, cómo le agradecen su llegada y hasta se descubrirá interesado en la alcalde de la ciudad (Emmanuelle Devos). Con el correr de los días, empiezan los problemas: los pagos se demoran, las sospechas crecen y Paul (que se hace llamar Philippe) deberá pensar entre escapar con el dinero conseguido o hacer algo para solucionar el embrollo. La mentira parece combinar las temáticas de Recursos humanos y El empleo del tiempo , dos filmes sobre el trabajo o la falta de él. La desocupación, la relación patrón/empleado y la pintura de una Francia profunda en crisis son los temas centrales de un filme cuya mejor parte (especialmente en lo visual) está dedicada a mostrar el trabajo en sí: la construcción, las grúas, los problemas meteorológicos, la aventura de construir una autopista en el medio de la nada mostrada como si fuera un sueño. Y, de hecho, lo es. Y ahí es donde la película vuelve a la realidad. El problema es que al durar 130 minutos y al tornarse previsible la ruta narrativa general, el viaje se hace algo largo y reiterativo. La relación entre Paul y la viuda no tiene mucha fuerza (de hecho, es más interesante el triángulo tenso que él mantiene con su secretaria y el novio de ésta, un traficante/ladrón que se da cuenta que algo raro pasa) y la pintura de los habitantes del pueblo -si bien Giannoli deja en claro los bolsones de corrupción- es algo condescendiente. Pese a sus momentos desiguales, La mentira es una buena combinación de thriller y película social. Un grado de incorrección y virulencia mayores podrían haberla convertido en una gran película.
Píldora romántica Comedia dramática con impensados efectos secundarios. Película curiosa la de Edward Zwick. Más cercana a su etapa como creador de la serie treintaypico que a la de sus dramas políticos o históricos ( El último samurai, Diamante de sangre ), De amor y otras adicciones deja en claro su origen literario: es tan fluctuante en tonos y temas y direcciones narrativas que sólo pueden tener sentido y organicidad en una novela. Sin embargo, quienes la han leído aseguran que la película se toma muchísimas libertades respecto al original. Uno de los ejes del libro y de la película es la evolución del personaje de Jamie Randall (Jake Gyllenhaal, cada vez con más gimnasio encima), un vendedor que empieza a trabajar en la compañía farmacéutica Pfizer, vendiendo el antidepresivo Zoloft en un pequeño pueblo de los Estados Unidos. Allí, como todo visitador médico, debe conseguir que los doctores lo atiendan y recomienden su producto. Pero es complicado, ya que todos parecen preferir el popular Prozac, y él tendrá que usar métodos raros para hacerlos cambiar. En la clínica conoce a Maggie (Anne Hathaway), una artista que sufre de Mal de Parkinson, pero lo tiene muy controlado. Sabiendo de su enfermedad, no quiere establecer una relación muy seria con Jamie. Pero se gustan, se enganchan, y pronto tienen sexo a diario, cosa que Zwick muestra en escenas llamativamente francas para una comedia romántica (aunque siempre... hasta ahí). La película tiene un primer giro cuando Jamie empieza a vender un nuevo producto de su compañía: algo llamado... Viagra. Y allí su popularidad crece y todo el mundo quiere su producto. Paralelamente, la enfermedad de Maggie va empeorando, lo que lleva la película a otro tono, y a una segunda hora en la que los logros de la primera parecen ir perdiéndose. Como ácida descripción del detrás de la escena de una gran compañía, el filme intenta acercarse al estilo de Jerry Maguire o filmes de Jason Reitman ( Gracias por fumar, Amor sin escalas ) y, si bien plantea algunas escenas divertidas, le falta garra. Lo mejor, sin dudas, es la primera hora, y la relación entre Jamie y Maggie: sexy, ácida, plagada de buenos diálogos en la mejor tradición de la comedia romántica entre iguales, con una mujer fuerte e independiente, capaz de “dar vuelta” a su pretendiente. Pero luego recrudecerá la enfermedad y allí la película entrará en otro viaje, en el que casi no se evitan los lugares comunes que se venían esquivando. De amor y otras adicciones (“otras drogas”, es el más apropiado título original, en su acepción medicinal) es como las pildoras sobre las que el filme habla: depende el efecto que cada una tiene en el espectador, la sensación cambiará. Y la última, es un poco difícil de digerir: tiene efectos secundarios impensados.
Un viaje psicodélico En el filme de Homero Cirelli, tres amigos suben al cerro cordobés en busca de una fiesta y se pierden. Uno podría resumir la trama de Uritorco y, si bien sería fiel a lo que sucede en la película, no serviría demasiado para explicar la experiencia. De hecho, hasta hace suponer una película que Uritorco no es. Un poco como sucedía en Porno , que Homero Cirelli dirigió en 2006, el título y la trama es una excusa para que el realizador tome la cámara y explore cinematográficamente esos espacios y esas situaciones. Uritorco arranca contando la subida al cerro que una chica argentina y dos venezolanos hacen buscando una fiesta de música electrónica que, les han asegurado amigos vía celular, sucederá esa noche en la cima. Pero el trío se pierde -o la fiesta no existe- y el celular deja de tener señal, por lo que terminan acampando con otras personas (un vendedor de artesanías, una mujer mayor y un personaje extraño y sospechoso). Al otro día, uno de los venezolanos se pierden y la búsqueda cambiará de eje. Más allá de la descripción, lo que Cirelli intenta aquí es poner al espectador en una suerte de trance psicodélico, representando más el estado químicamente alterado de los viajantes que algo parecido a la aventura. Como en sus otros filmes, la cámara de Cirelli se detiene y avanza a través de la naturaleza, montando escenas directamente en relación a la música electrónico-industrial que se impone sobre el espectador. Así, el filme va pasando de la calma, la contemplación y la charla banal a las luces saturadas y los sueños/pesadillas/delirios de los protagonistas, derivados de la experiencia ácido/mística de la subida a ese cerro, que es famoso por su extraña energía y en el que, se supone, se pueden avistar extraterrestres. O, quien dice, encontrarse con uno cuando la noche cae, rojiza y más psicodélica que nunca.
La magia nunca se termina El animador Sylvain Chomet toma un guión inédito de Tati y entrega un filme bello y melancólico. La historia de un mago itinerante que a finales de los años ‘50 viaja de Francia a Escocia en busca de nuevos horizontes para encontrarse allí con una sorpresa algo inesperada fue un guión que Jacques Tati dejó sin filmar. Aseguran que el comediante francés lo consideraba demasiado serio y melancólico -y sin el suficiente humor- como para que sea una de las aventuras de su alter ego cinematográfico, Monsieur Hulot, a quien conocimos a través de clásicos como Las vacaciones de Mr. Hulot y Mi tío , entre otros filmes. Y algo de eso hay. El ilusionista , retomado medio siglo después de haber sido escrito por el animador Sylvain Chomet (director de la excepcional y muy curiosa Las trillizas de Belleville ), no es una historia demasiado graciosa y apenas unas pocas situaciones llevan a la risa. Pero Chomet no tuvo miedo de entrar en este terreno: el filme es la historia de un artista en decadencia, de un viaje a un lugar de encanto y decepción, de un encuentro fortuito y de un mundo en vías de extinción. Hay una combinación de dos artes que desaparecen que le agrega peso y densidad a la película de Chomet. Por un lado, la magia clásica y el antiguo vaudeville, que van perdiendo terreno en esa época frente a otros espectáculos de más impacto (como el rock: el filme transcurre en 1959). Y, por otro, la propia animación en 2D, para adultos, de dibujos simples y elegantes, de fondos tradicionales a los que Chomet agrega (en una mala decisión) algún que otro toque ostensiblemente digital. El ilusionista sigue las peripecias de Tatischeff (el apellido real de Tati), un mago de esos que sacan conejos de galeras, hacen trucos con flores y fuego y no se caracterizan por la espectacularidad. Al hombre le va mal en Francia y termina llegando a un pueblito perdido de Escocia. Allí encuentra que su arte no sólo es más apreciado, sino que se topa con una niña que cree que su magia es real y que termina fugándose del pueblo cuando él concluye su paso por el lugar. La chica y el mago viajan a la bellísima Edimburgo, que el filme animado captura en toda su espectacularidad (Chomet hizo la película viviendo durante años allí) y en donde el hombre consigue un nuevo trabajo. Allí termina convirtiéndose en una especie de padre de esta preadolescente que -fascinada por la gran ciudad- se va volviendo más caprichosa y exigente con el tiempo, haciéndolo trabajar de más con algunas graciosas consecuencias. La película narra la historia de esta relación de forma mesurada, tranquila, con muy pocos espacios para gags. Aunque el conejo que el mago arrastra tiene sus momentos, Chomet abandona la pretensión de crear un filme animado cómico para toda la familia y prefiere apuntar a la extrañeza de esa relación padre-hija (se especula que el guión tiene elementos autobiográficos sobre una hija que Tati tuvo en Escocia y abandonó), a la melancolía que genera un mundo algo romántico en decadencia (el de la magia, pero también el de todo el concepto de music hall ) y a transmitir una sensación de tristeza, casi de desolación. Para los fans de Tati habrá varios guiños, dos de los cuales son muy evidentes. Por un lado, la forma en la que la película es semi-muda, con diálogos casi ininteligibles (ellos hablan en distintos idiomas, de hecho). Y, por otro, cuando el Tati animado se encuentra, en la pantalla, con el real, en una escena de Mi tío . Y allí el círculo se termina de cerrar.
El futuro ya llegó... La secuela del clásico filme es una expansión de su universo original. A más de 28 años de su estreno, la original y entonces revolucionaria Tron puede parecernos hoy como los primeros palotes en la era de los efectos especiales. Sin embargo, también esa distancia permite verla como una película adelantada a su tiempo, casi una pionera de los efectos digitales y de todos los cruces entre universos “reales” y “ciberespacios” que no sólo formarían parte del cine de Matrix en adelante, sino de la vida cotidiana del siglo XXI. Esa Tron –fría, dura, seca, casi mecánica en su rutina lumínica/geométrica- tiene poco que ver con su secuela, Tron: el legado , que parte de las infinitas posibilidades que hoy existen en ese campo y las usa a gusto y placer, generando un universo mucho más complejo y rico en detalles, pero a la vez -cuestión de costumbres, más que de la película en sí- ya no tan sorprendentes. El legado es una película más cercana a Avatar en su universo completamente digitalizado (al menos cuando todos están dentro del mundo virtual), pero también su narrativa ya no parte de líneas y puntos básicos, sino que es una suerte de gran rejunte de citas tanto a motivos clásicos del géneros de ciencia ficción/aventuras como a películas como Star Wars, Blade Runner, 300 , la citada Matrix y hasta chistes “para entendidos” con El gran Lebowski , por la presencia de Jeff Bridges, o la música de los robóticos Daft Punk. Pese a ser un “producto engordado” por la ambición, el presupuesto y el target, El legado resulta un filme entretenido, con una segunda hora especialmente inventiva y veloz, en la que los prototípicos conflictos dramáticos que la conforman encuentran un equivalente visual y narrativo apropiado. El filme se centra en las peripecias de Sam Flynn (el poco expresivo Garrett Hedlund), hijo de Kevin Flynn (Bridges), protagonista de la original. Kevin, tras entrar y salir de ese mundo de bits que es Tron , en la primera película, creó un imperio informático, pero nunca pudo abandonar la adicción que le generaba ese mundo y sus posibilidades. Así fue que, en un momento de la infancia de Sam, el hombre desapareció y no se supo si lo hizo para alejarse de todo o para hundirse en ese universo paralelo. Sam, que poco quiere saber con el gran grupo informático del cual es principal accionista, recibe un mensaje que parece provenir desde las entrañas de Tron y allí parte en busca de su padre. Encontrará que, ahí, el propio Kevin aparece desdoblado en Cluj, su alter ego digital, que luce como Bridges en los ’80, y el propio Flynn, avejentado y alejado de las violentas competencias y ejércitos guerreros que el propio Cluj ha creado en su ambición de poder. A lo Indiana Jones , padre e hijo (y una criatura muy especial llamada Quorra e interpretada por la bella Olivia Wilde) deben reencontrarse y no sólo ayudarse para batir a Cluj y a su ejército cibernético, sino también para lograr salir con vida. Con evidentes paralelos entre el mundo digital (en 3D) y el real (en su mayoría en 2D), Tron intenta bajar una línea de crítica a las corporaciones y el uso y abuso de los productos digitales, lo cual no deja de resultar irónico siendo éste un producto de Disney, con todo lo que eso implica. La belleza y creatividad de algunas escenas, la dosis de humor puestas aquí y allá, la presencia de Bridges, Wilde y, en una aparición especial, Michael Sheen (el Tony Blair de La Reina ), El legado no es una película adelantada a su tiempo, como la original, pero sí es una consecuencia muy digna del universo que Tron ayudó a crear. Profecía autocumplida, que le dicen...
Enredados en un hotel Francis Veber dirige una tercera versión de la misma trama. Uno de los últimos sobrevivientes de una vieja guardia de la comedia (no por edad, sino por estilo), Francis Veber tiene una carrera de éxitos en cine y en teatro, en Francia y en el resto del mundo, gracias a sus farsas y películas de enredos, de las cuales las más famosas últimamente han sido La cena de los tontos y El placard , pero no habría que olvidar otros títulos como Los compadres , de los ‘80. Pero, más allá de su no tan prolífica carrera como realizador (doce títulos en 33 años), Veber es un reconocido guionista y autor, siendo acaso La jaula de las locas su película más conocida en este sentido. Hay que ir más atrás para reconocer los orígenes de Mi querido asesino , su más reciente filme como director ya que, si la trama le resulta familiar es porque, bueno, ya se llevó al cine dos veces. El filme de Veber acerca de los conflictos y enredos entre un asesino a sueldo y un periodista suicida que habitan cuartos de hotel adjuntos mientras esperan la llegada a la Corte de un testigo contra la mafia, proviene de una pieza teatral de Veber que fue llevada al cine por Edouard Molinaro en 1973 y protagonizada nada menos que por Lino Ventura y Jacques Brel, en los roles del criminal Frank Milán y de su tontuelo vecino, ese ya reiterado personaje de la carrera de Veber que es Francois Pignon. Esa película tuvo luego una remake en Hollywood: Buddy Buddy , última película del gran Billy Wilder, protagonizada por Walter Matthau y Jack Lemmon. Ni hace falta decir quién hacía cada personaje. Veber retoma, como si el tiempo no hubiera pasado y la comedia de enredos fuera un formato inamovible, la trama aquella para darle su particular toque, que no se diferencia mucho de los anteriores. Aquí el asesino es Richard Berry, quien está preocupado en cumplir su misión mientras que Pignon es encarnado por Patrick Timsit, quien lo complica, metiéndolo en sus problemas personales e impidiéndole realizar su tarea. Así, mientras se abren y cierran puertas y la cosa pasa de un cuarto a otro, Mi querido... va repitiendo la mecánica de enredos de aquellos filmes: una ventana que no abre, un sedante aplicado a la persona equivocada, un botones que aparece siempre en el momento menos indicado y así... El asunto ya no divierte como en algún momento (la de Wilder tampoco era una gran película) y no hay aportes que la actualicen, ni temática ni visualmente. Ah, sí, se menciona una foto que será subida a Facebook. Toda una diferencia...