El mundo privado Mario Sabato muestra el lado íntimo del escritor. A un año de cumplirse el centenario de su vida (nació en 1911), Ernesto Sabato es protagonista y también receptor de este especial homenaje cinematográfico, una suerte de recorrido por momentos íntimos y familiares suyos capturados, en la mayoría de los casos, por su hijo, el realizador Mario Sabato. El documental del realizador de India Pravile es el compendio de materiales que Mario fue filmando con su padre a lo largo de varias décadas, con entrevistas y paseos, recorridos por lugares familiares, anécdotas íntimas y un poco de historia contada (con la voz en off y también presente en cámara) por el propio realizador. Sin intentar hacer ningún análisis de Ernesto como figura literaria, el filme encuentra a Sabato mostrando la casa de su infancia en Rojas y contando su niñez (con diez hermanos y un padre muy severo), para pasar luego a sus años en la Universidad de La Plata (la que también recorre) en donde estudió y enseñó Física. El resumen de su vida personal hará centro, claro, en su larga estancia en Santos Lugares, su relación de toda la vida con su mujer Matilde y, brevemente, en su obra literaria, para lo cual su hijo lo hará recorrer lugares mencionados en novelas suyas como Sobre héroes y tumbas, además de mostrar escenas de El poder de las tinieblas, su adaptación de Informe sobre ciegos, de 1979, entre otras imágenes de archivo. Cierto aire lúgubre y fantasmal, muy típico de la obra de Sabato, recorre estos tramos del filme. Testimonios de figuras célebres (China Zorrilla, Raúl Alfonsín y Mercedes Sosa; el documental está terminado en 2007) se mezclan con los de sus nietos y los del propio realizador hasta llegar a la etapa de Sabato como presidente de la CONADEP. El filme luego hablará de la muerte de su mujer (y la profunda depresión en la que se sumió Ernesto) y algunas imágenes posteriores del escritor en 2006 y 2007 (las entrevistas tienen más de una década). Si bien cinematográficamente el filme es limitado, es entendible ya que se trata más de un registro personal que algo hecho con destino de salas. Ernesto Sabato: mi padre sirve como archivo y homenaje en vida y es un filme que debería tener un amplio recorrido televisivo y como material de consulta para los interesados en la figura del escritor.
Una segunda oportunidad Catherine Zeta-Jones encuentra un novio sin buscarlo. La fórmula de Amante accidental no puede ser más antigua y, en manos de Bart Freundlich -un cineasta que parecía tener un futuro promisorio pero que, además de ser el marido de Julianne Moore, no ha hecho gran cosa con su carrera desde aquella inicial El mito de las huellas digitales, de 1997- tampoco es transformada en nada demasiado nuevo, sustancioso u original. Pero acaso gracias al carisma de sus protagonistas, una comedia como Amante... puede resultar en un amable pasatiempo de fin de semana. Pero no más que eso. La siempre bella Catherine Zeta-Jones (que está necesitando alguna película que la empuje a retomar la buena senda de su adormecida carrera) encarna a Sandy, una aparentemente feliz mujer casada y con dos niños que un día descubre casualmente -en el fondo de un video casero- a su marido siéndole infiel con una mujer. Al segundo, Sandy y sus niños están yéndose hacia Nueva York con la idea de iniciar una nueva vida allí. En plan de conectar con "el hombre indicado", Sandy tiene varias citas con una serie de tipos impresentables mientras deja a sus chicos al cuidado de Aram (Justin Bartha, el novio que desaparece en la despedida de solteros de ¿Qué pasó ayer?), el veinteañero que atiende el café de abajo de su casa y que tiene un aspecto más bien tímido e inofensivo. Tan inofensivo es, que se presta a ser punching bag de una curiosa terapia de descarga para mujeres divorciadas a la que, caramba, también va la enojada Sandy. Es claro que, pese a la diferencia de edad y de universos, la bella y madura Sandy pronto empezará a mirar a Aram de otra manera, especialmente a partir de la relación que él tiene con sus hijos. Y él, lo mismo. Pero no será demasiado sencillo conciliar ambos mundos, por lo que el filme de Freundlich deparará algunas sorpresitas para su segunda mitad. Es claro que a Freundlich (que también hizo Parejas y dirigió varios capítulos de la serie Californication) no le sobra talento para la comedia romántica. Digamos que apenas cumple con su trabajo de llevar el guión a destino y entrega el comando del asunto a sus actores, quienes son los que sacan a flote el filme, no debido necesariamente a su talento sino a su carisma. Catherine Zeta-Jones, encarnando una variante de la mujer madura que intenta conciliar trabajo e hijos. Y Justin Bartha como el eterno adolescente judío, con padres bastante metidos (su papá es Art Garfunkel... el de Simon & Garfunkel) y un casi masoquista gusto por la permanente humillación cotidiana. Amante accidental funciona de a ratos (algunos pequeños momentos entre ambos protagonistas y la simpatía de los chicos de Sandy son más interesantes que las supuestas situaciones cómicas) y, finalmente, no es otra cosa que la prueba de que una estrella de cine como lo es Zeta-Jones (Bartha no lo era al hacer esta película, rodada antes de ¿Qué pasó ayer? y al día de hoy todavía no estrenada en los Estados Unidos) puede darle cierto impulso a un filme que, de otra manera, no lo tendría. Lo suyo es pura presencia.
Liviana y accesible La película por la que Sandra Bullock ganó el Oscar es, en líneas generales, mediocre. La historia del cine está repleta de flojas películas con grandes actuaciones. Si bien lo que hace Sandra Bullock en Un sueño posible tampoco puede llegar a considerarse una gran actuación, sí es cierto que está bastante por arriba del nivel general de la película, que es más bien mediocre. En otras circunstancias -sin el Oscar o los 250 millones de dólares que la película de John Lee Hancock recaudó en los Estados Unidos-, un filme como éste iría en la Argentina directo al DVD. Una historia sobre fútbol americano, basada en un caso real (el de Michael Oher), que se puede describir como una "película para TV" (o una versión liviana, amable y accesible de Preciosa), Un sueño... carga encima con todos los clichés del cine de inesperados triunfos deportivos, de jóvenes que superan sus difíciles circunstancias y del famosos género "hecho real". Pero, sin embargo, el filme tiene algunas particularidades que le dan cierta gracia. En principio, porque el personaje de Bullock es en sí bastante especial: una mujer republicana, ultra religiosa, fanática del fútbol americano y que se ocupa de ese tema en su blanquísimo y puritano colegio del medio oeste pro-Bush del país. "¿Quién iba a decir -comenta con su marido cuando conoce a una profesora que le da clases a Oher-, que en tan poco tiempo íbamos a conocer a un negro y a un demócrata?" Ella es una mujer activa, decidida, literalmente de armas tomar. Y cuando este chico aparece rondando por la escuela y es evidente que por su peso y tamaño tiene todo para ser un gran defensor de fútbol americano, la mujer se lo lleva a su casa y termina haciéndolo parte de su familia, para la sorpresa de sus amigas y el escándalo social. Todo lo que sucederá de aquí en adelante, en este filme "de unidad nacional" (no todos los negros se matan entre sí, no todos los blancos republicanos son racistas... ese tipo de pavadas) es lo que uno imagina que puede suceder. Chispazos de Bullock, algunas gracias de su hijo (un pequeño bastante pícaro) y, por suerte, la discreción para evitar las gruesas y literales descripciones de un filme como Preciosa hacen que uno pueda tolerarlo. Pero no hay mucho más que eso. Lo que sí hay son películas mucho mejores que salen directo a DVD (sin ir más lejos, lo nuevo de Wes Anderson, El fantástico Sr. Zorro) que deberían estrenarse antes que Un sueño posible.
Una para llorar El filme con Robert De Niro es una trama familiar que presiona puntos sensibles del espectador. Hay bastantes similitudes entre dos de los estrenos "grandes" de esta semana: Un sueño posible y Todos están bien. Ambas son películas dispuestas para el lucimiento de sus protagonistas (Sandra Bullock en aquella; Robert De Niro en esta); ambas tienen una estética tradicional y ambas, digamos, huelen a rancio, a convencional. Las diferencias básicas entre ambas son dos: esta está basada en una película previamente realizada (la homónima de Giuseppe Tornatore) y el elenco está compuesto por importantes figuras: Drew Barrymore, Kate Beckinsale, Sam Rockwell y, claro, De Niro, personificando el rol que Marcello Mastroianni tenía en aquella película. Pero las adaptaciones no son particularmente sencillas. Aquí no sólo se trata de convencernos que un norteamericano va a recorrer todo el país en trenes y micros, sino básicamente una cuestión de diferencias de relaciones entre familias italianas y norteamericanas. Pocos meses después de la muerte de su mujer, Frank (De Niro) quiere reunir en su casa a sus cuatro hijos, pero todos le cancelan a último momento. Por su salud algo delicada, decide viajar por Tierra e ir sorprendiendo a sus hijos, con los que no tiene demasiada comunicación. Su viaje no será fácil, ya que ninguno de sus cuatro hijos vive de la forma que él supone, y su inesperada llegada los hará inventarse realidades (u ocultarlas) para dejarlo ir tranquilo en la ignorancia de que "están todos bien" cuando tal vez no sea tan así. El drama sigue, en líneas generales, la trama del original italiano, con Frank visitando a sus hijos y todos ellos tratando de sacárselo de encima lo más rápido posible. Amy es una ejecutiva publicitaria que trata de mantener las apariencias cuando se nota que hay algo que no funciona del todo bien; Robert (Sam Rockwell) le ha dicho siempre que era un conductor de orquesta cuando en realidad es otra cosa; Rosie (Drew Barrymore) trabaja en Las Vegas, pero no de la manera en la que su padre cree. Y David. bueno, David no aparece por ningún lado. El problema de un filme como Están todos bien no está tanto en las genuinas emociones que quiere expresar -todas ligadas a las difíciles relaciones entre padres e hijos, especialmente cuando no se ven a menudo-, si no en la forma en la que están expresadas, con escenas desprovistas de imaginación. Algo en el filme que recuerda a Las confesiones del Sr. Schmidt, con otro actor mítico recorriendo el país, su familia y su pasado. Pero aquel filme con Jack Nicholson tenía un gran ingenio para crear situaciones y personajes. Aquí, De Niro parece tener menos espacio para maniobrar, cuando su actuación podría funcionar casi como una suerte de "arrepentimiento" o "pedido de disculpas" cinematográfico por tantos personajes agresivos y duros que supo componer. Pero eso no está ahí: la película no hace eco en la carrera de De Niro. Es sólo su rostro, un par de sus muecas, contenidas esta vez. Es inevitable no pensar en esta película y recordar cierta publicidad que se ve actualmente por TV en la que una espectadora llora mientras se escucha la voz de un crítico usando términos similares a los de este texto para una película que ella está viendo. Están todos bien hará llorar a cualquier padre con difíciles relaciones con sus hijos (y viceversa) y sobre el final será imposible no sacar pañuelos y pensar en la propia situación familiar de cada espectador. Lo cual no quiere decir que sea una buena película: es una que presiona los puntos sensibles del espectador hasta conseguir lo que quiere. Y las lágrimas conseguidas casi nunca se sienten merecidas.
Homenaje a un gran científico Valioso documental de Ana Fraile. La historia personal y la fundamental tarea científica del Premio Nobel argentino César Milstein son el centro del documental Un fueguito: la historia de César Milstein, de Ana Fraile. El filme combina material del archivo personal, entrevistas al propio Milstein (que falleció en 2002), a su mujer, a familiares y a muchas de las personas que colaboraron con él durante sus estudios y estadía en la Universidad de Cambridge, en Gran Bretaña. Milstein ganó el Nobel de Medicina y Farmacología por su trabajo sobre el sistema inmunológico y por haber descubierto una técnica para producir anticuerpos monoclonales. Y eso, que puede sonar terriblemente académico o difícil de explicar en la pantalla, es uno de los elementos más interesantes del filme. Es que Fraile no teme atreverse a explicar en concreto (con dibujos, animación, etc.) lo que Milstein logró y los beneficios que eso generó, convirtiéndose en uno de los pocos documentales que logra atrapar con un tipo de material que habitualmente pertenece más a círculos universitarios. Pero todos los involucrados facilitan el entendimiento de su obra. Si el filme tiene un defecto, tal vez tiene que ver con su factura más bien televisiva, de entrevistas tras entrevistas, con una voz en off algo impostada de parte de Juan Leyrado, y con poco espacio o interés en generar climas o usar el registro documental de una manera que no sea sólo informativa. También, claro, al ser una suerte de "biografía oficial", no se llega a conocer demasiado las contradicciones del personaje. Pero el propio tono irónico de Milstein permite que él mismo de a conocer algunos de sus lados flacos, en especial -dice- en el terreno de lo emocional y de las relaciones familiares. Pero teniendo en cuenta el personaje y su obra, los huecos o fallas de la película son un problema menor. Un fueguito es el tipo de filme que bien puede servir para mostrar en escuelas secundarias y universidades (su duración de apenas poco más de una hora es la clásica para ese tipo de proyección), especialmente las dedicadas a temas médicos y bioquímicos. La figura de Milstein, acaso no tan conocida como debería, se merecía una película.
Si uno se topa con ¿...Y dónde están los Morgan? en un micro de larga distancia o en un avión, le parecerá un buen programa. La voz de Hugh Grant dejando un patético mensaje telefónico en la casa de su mujer, de la que se acaba de separar, refiere a tantas comedias románticas que el inglés ha hecho y que han perdurado en el tiempo. Y cuando vemos que ella es Sarah Jessica Parker, una famosa vendedora de mansiones que no le perdona una infidelidad, estamos preparados para las idas y vueltas, peleas y reconciliaciones, terceros en discordia y así. Pero a los diez minutos, la película pega un vuelco y el interés no sólo se le agota a los espectadores sino, parece, a los actores también. ¿Que sucede? Una de esas ideas que raramente funcionan: ambos están caminando por Nueva York y son testigos de un asesinato mafioso. El criminal los ve y a ellos les aconsejan meterse en el Programa de Protección de Testigos, pese a su negativa a dejar la ciudad. Juntos, a la fuerza, van a parar a Ray, Wyoming, un pueblito tan exagerado que, salvo los supermercados, nada parece haber cambiado desde los '50. Todos usan armas, los osos andan sueltos, los hombres trabajan y las mujeres cocinan, los Demócratas son como alienígenas (lo mismo que los vegetarianos) y allí las cosas no se resuelven... de otra manera. Ambos mundos chocan y tras los previsibles fastidios y errores, los Morgan verán que, tal vez, tienen una nueva posibilidad. Este nuevo subgénero neoconservador, de moda en los últimos años (La propuesta, Nueva en la ciudad y Hannah Montana, entre otras) puede tener mejor o peor factura, más o menos gracia, más allá de su previsibilidad. Esta no tiene ninguna. A Grant se lo nota incómodo y no sólo porque el personaje debe estarlo: cuando dice algo supuestamente gracioso parece mirar a cámara como diciendo "¿qué quieren? No fue idea mía". Y a Parker tampoco parece agradarle mucho la situación, ni se siente química alguna con Grant. Se los nota como fastidiados: con el guión, con el otro, con el director. Y como la película arranca con ellos separados, tampoco es fácil imaginarlos como pareja. Viniendo de un director que hizo con Grant una muy simpática comedia llamada Letra y música, Los Morgan es una decepción absoluta. Recuerden, si uno se la topa en un micro o en un avión, tal vez termine apagando o agarrando un libro a la media hora.
Una muchacha y una guitarra Jeff Bridges se luce como un cantante country en decadencia. Loco corazón es una película que se presenta ante el espectador desde una extrema simpleza. Es directa, va al grano, no tiene inesperadas vueltas de tuerca ni esconde ningún sorpresivo as bajo la manga. En uno de esos encuentros de forma y fondo que pocas veces se dan en el cine, la película se organiza como el mundo que trata: es una canción de música country, pura y dura, de la vieja escuela. Simple, directa y de contenida emoción. Sin extravagancias ni adornos. El músico alcohólico que busca una nueva chance, sus problemas, sus enfrentamientos con los demás y consigo mismo, la posibilidad de una nueva vida a partir de una mujer que conoce, la redención como objetivo. Eso, más los bares, las chicas de la noche, el alcohol y las rutas hacen de Loco corazón una película honesta y simple, como un tema de Hank Williams, Waylon Jennings o Johnny Cash. No hay villanos en Loco corazón; o el propio Bridges, llegado el caso, lo es. Hay una serie de personajes que se cruzan en sus respectivos caminos, con cada uno tratando -a su manera- de salir del pozo, de la crisis, del alcoholismo, del sinsentido que hay en sus vidas. Hay eso y hay canciones. Directas, contundentes, de manual. Guitarra, bajo y batería, acaso un steel guitar, como mucho algún teclado. Y punto. Loco corazón conoce su mundo bien y lo transmite al espectador. Uno podría decir que el filme es similar, en su arco narrativo, a El luchador, otra historia de un veterano "performer" que supo ser famoso y que hoy trata de sobrevivir de lo que le queda de su antigua gloria. Aquel era un filme más duro y su personaje presentaba aristas más prototípicas (traumas del pasado, heridas físicas, etc.), pero es innegable la similitud. Además de ser la historia de una ex figura de la música que hoy toca para comprar whisky, seguir manejando y vomitando, conseguir una fan por pueblo que quiere el recuerdo de haberse acostado con una leyenda, también es la exposición cruda del talento actoral de un tipo que se lleva la película a cuestas. Allí era Mickey Rourke. Aquí, el enorme Jeff Bridges. Y el actor de El gran Lebowski y Tucker es ideal para el rol de "Bad" Blake. Se mete dentro del papel y jamás lo juzga, lo sobredimensiona, lo convierte en ejemplo o metáfora de nada. Jeff vive en Blake, lo lleva puesto en sus encuentros con la periodista que se interesa tal vez más de lo indicado en su vida (Maggie Gyllenhaal), en el reencuentro con su protegido (Colin Farrell), hoy convertido en super estrella del género, en sus idas y venidas con el alcohol. El director debutante Scott Cooper no explota el potencial dramatismo angustiante al que la situación podría llevar. Lo sobrevuela y lo deja ahí, para que el espectador complete la melodía. Un poco como Clint Eastwood, Cooper hace un filme de seres humanos reales, con conflictos potencialmente densos, pero que saben que su vida es una sola y que tiene que salir adelante de la mejor manera posible. Con una guitarra y una muchacha, sí, pero también con algo para poder cantar.
La metamorfosis de Genghis Khan El filme de Sergei Bodrov estuvo nominado al Oscar hace dos años. Una de las cosas de los argentinos que más llama la atención a los extranjeros cuando viajamos al exterior es cuánto tiempo nos pasamos hablando de la Argentina: de cómo somos, cómo no somos, de nuestras costumbres y nuestros hábitos, sea para celebrarlos o criticarlos. Viendo Mongol, el épico filme sobre la vida y ascenso al poder del mítico Genghis Khan era inevitable no recordar esas anécdotas. Gran parte del tiempo que no se va en elegantes, sangrientas y súper producidas batallas entre distintos clanes en un país que luego Khan uniría con mano dura, el director Serge Bodrov se ocupa en que nos enteremos (ellos se lo dicen unos a otros) cómo son los mongoles, qué hacen y qué no, sus ritos, códigos y costumbres. Veamos: "Los mongoles no matan niños". O bien: "Los mongoles no van a la guerra por una mujer". O: "Los mongoles roban y matan". O una más específica y difícil de probar: "Los mongoles mueren en jaulas". Se ve que, además de mostrar las duras circunstancias de la vida de Temudjin (el futuro Khan, encarnado por el japonés Tadanobu Asano), se plantea como la saga fundacional de un pueblo. Superproducción de bella factura visual e increíbles escenarios, armada pensando en un espectador internacional, con la esperable escena de sexo a contraluz y la sangre mezclándose con hielo en cámara lenta, Mongol relata la serie de peripecias que atraviesa Temudjin, que por casarse con la mujer de un clan que no correspondía, debe atravesar un infortunio tras otro: le matan a su padre, le secuestran a su mujer, lo encarcelan y torturan, y siempre logra liberarse, para volverse a meter en problemas. Apenas vemos una escena pacífica ya sabemos que un minuto después un ejército de guerreros vendrán a arruinarle la vida. "Los mongoles necesitan leyes: se los haré entender aunque tenga que matar a la mitad de ellos", dirá. Cerca del final, en un lírico descanso con su fiel mujer, el futuro Genghis le habla de sus planes a futuro. "Algún día todos entenderán mongol", le dice. A juzgar por este visualmente espectacular pero pedestre filme (primero de una planeada trilogía) tal vez no logremos entender el Ser Mongol, pero sí lo que un mongol hace cuando quiere una nominación al Oscar.
Nadie sale vivo de aquí Leonardo DiCaprio debe resolver un extraño caso en este impactante thriller de Scorsese. Si muchos escenarios de películas parecen reflejar más un estado de la mente que un lugar concreto, en La isla siniestra, el neuropsiquiátrico que alberga a criminales con problemas mentales, con sus peñascos y bosques, sus tormentas y sus barracas semidesiertas, es casi mapa de la confusión por la que atraviesa Teddy Daniels, el perturbado agente federal que llega hasta allí a resolver un caso misterioso: una mujer ha desaparecido y no la encuentran. ¿Adónde se fue? ¿Dónde se esconde? ¿Qué le pasó? Salir de la isla de Scorsese es imposible. No sólo por las obvias dificultades físicas que acarrea (digamos que Alcatraz es un juego de niños, a la hora de comparar) sino porque, como diría Jim Morrison -usando una figura verbal que bien puede repetirse en buena parte de la filmografía del director de Taxi Driver y Cabo de miedo- "nadie sale vivo de aquí". La isla siniestra es muchas cosas y por eso es que resulta complejo abordarla. Tiene el formato de una película de suspenso, clase B, de los años '50, con motivos del cine negro y de terror. Uno puede pensar en Hitchcock y también en Jacques Tourneur, en ciertos filmes de Fritz Lang y también de Nicholas Ray, especialmente por lo exaltado de las emociones aquí expuestas y hasta por el estilo actoral, que recuerda tanto a su Delirio de grandeza como a Shock Corridor, de Sam Füller. A primera vista, La isla... es pulp fiction, literatura popular, con sus figuras modélicas y un viaje de descubrimiento como eje. Daniels -y un colega (Mark Ruffalo)- llega allí y en su búsqueda se topa con sus propios traumas. Una vez que empiezan a revelarse sus obsesiones, uno nota que son otros los motivos que lo llevaron al lugar. Es entonces que La isla... se transforma en lo que finalmente es: un drama psicológico, la historia de un hombre que carga con una historia demasiado dura como para meterse en la boca del lobo y que esos traumas no afloren. Sea en forma de pesadillas o, simplemente, transformando al mundo que ve alrededor en una isla como la de Lost: enrevesada y confundida, como sus personajes. Si bien no parece al principio, Teddy (gran actuación de Leonardo DiCaprio, similar en más de un sentido a su Howard Hughes en El aviador) es un hombre violento. No sólo porque lo comentan los demás, sino porque lo vemos perder "la línea" cada vez más. Entre el Jack Torrance de El resplandor (una película que también combina literatura popular y cine de autor) y criaturas como Travis Bickle o Jake La Motta -de anteriores películas de Scorsese como Taxi Driver o Toro salvaje-, Teddy es un hombre de impulsos violentos que trata de controlarse para así comprender la lógica de un lugar manejado por un extraño psiquiatra (Ben Kingsley) que dice creer en la terapia como cura, pero cuyo aire enigmático lo transforma en un potencial sospechoso. Scorsese juega con las expectativas del género, las subvierte una y otra vez (primero para desarrollar personajes, luego para hacer ¡tres! finales sorpresa consecutivos que dejan al espectador pensando y repensando lo que vio) y crea una fuerte experiencia cinematográfica: es una película de un cinéfilo obsesivo, sí, pero de uno que entiende que la historia del cine es un material maleable, accesible para entrometerse en las complejidades del alma humana. Un exceso de subtramas y algunas escenas desagradables (si bien justificables por motivos que no conviene revelar) impiden que La isla... sea la gran película, que podría haber sido. Scorsese siempre favoreció la intensidad y las pasiones en primer plano, y aquí encontró un modelo perfecto para canalizar esos temas que lo persiguen a lo largo de su carrera, aún "pasándose de rosca" aquí y allá. Con música contemporánea como banda sonora (temas de Ligeti, Cage, Feldman o Penderecki, creando climas lúgubres y disonantes, como también lo hizo Kubrick con éste último), y gracias a un elenco que entiende a la perfección lo que la situación pide de ellos, Scorsese hizo una película que, a primera vista, es un atrapante e intensa experiencia de cine de género. Pero, si uno elige reverla, se convierte en un angustiante drama sobre las batallas internas que se juegan en la cabeza de un hombre, en el eterno resplandor de una mente sin recuerdos.
Cosas imposibles Tim Burton y una adaptación visualmente asombrosa, pero falta de misterio. La combinación suena ideal en los papeles: Tim Burton, uno de los directores de más excéntrica imaginación, haciéndose cargo de llevar al cine uno de los libros más extravagantes de la literatura, y no sólo la infantil: Alicia en el País de las Maravillas. Y sí, los papeles eran los correctos. Burton es el indicado y lo que logra en ésta, su primera superproducción en 3D, es precisamente eso: ser el indicado y el correcto. Ahora, ¿es eso lo que uno busca cuando se mete en el universo de Lewis Carroll? ¿Y en el del creador de El jóven manos de tijera? Con la ayuda de la frondosa imaginación expuesta por el autor británico en sus dos libros -el filme cruza personajes y situaciones de Alicia en el País de las Maravilas y de A través del espejo, más un marco inventado por la guionista Linda Woolverton-, Burton da rienda suelta a su propio universo de maravillas para convertirse en una suerte de ilustrador de lujo de la historia de Alicia, una chica de ahora 19 años que, escápandose de un matrimonio arreglado y de la pacatería de la sociedad victoriana, se mete en "la madriguera del conejo" para introducirnos en Underland, ese fantástico universo en el que las proporciones desaparecen, los animales hablan, las caras se desentienden de los cuerpos y el lenguaje pasa a ser algo así como un gran efecto especial. Con el aporte de Mia Wasikowska en el rol de Alicia -una gran actriz, aquí algo atada por un guión que la pone siempre a observar lo que sucede con una mirada siglo XXI cargada de psicologismos feministas básicos- y el habitual despliegue de excentricidades de su amigo Johnny Depp (como El Sombrerero Loco) y su esposa Helena Bonham-Carter (haciendo a la Reina Roja con un impecable timing cómico y robándole la película a Depp), Burton pone a Alicia regresando a ese lugar de sus sueños/pesadillas y debiendo ser la encargada de liberarlo de los dominios de esa malvada Reina para devolverlo al de la supuestamente más sensata Reina Blanca (Anne Hathaway). Para eso, claro, debe perder sus miedos y derrotar al malvado dragón Jabberwocky. Usando y reacomodando las piezas de Carroll (están Tweedle-Dee y Tweedle-Dum, pero no Humpty Dumpty; las cartas desaparecieron y el ajedrez sólo aparece si uno se fija en los detalles), Burton entrega el esperable festín visual, otra ensalada alucinógena que, tras el frondoso mundo de Pandora que vimos en Avatar, nos invita a pensar que, definitivamente, la psicodelia de los '70 está de vuelta. Pero a la película parece, a la vez, faltarle y sobrarle algo. ¿Qué le falta? Pese a lo que Burton dice que trató de hacer, no parece haber demasiada palpitación vital ni real misterio en la historia: las oscuras emociones que el director solía soltar hasta en franquicias como Batman han sido domesticadas al exceso. Parece que, en la vieja disputa Burton/Disney, la empresa ganó la partida incorporando sus antes intensas imágenes en formas aceptadas y convencionales para sus grandes filmes. De hecho, una versión Pixar de Alicia podía haber sido, por la vía del sinsentido verbal especialmente, más original. ¿Y qué le sobra? Trama. Alicia era la excusa perfecta para que Burton dé rienda suelta a lo que algunos consideran uno de sus defectos: su predilección por lo episódico, arbitrario y hasta lo confuso. Pero no. Las manos de Woolverton (La Bella y la Bestia, Mulan) conducen todo hacia el territorio de lo obvio (la batalla entre el Bien y el Mal, la recuperación de Alicia de su "muchness"), más cerca de Las crónicas de Narnia que de las zonas más misteriosas que uno espera del realizador. Pese a lo apuntado, y tomando en cuenta que a los preadolescentes y niños a quienes está dirigida la película el apellido Burton no significa nada, Alicia... es un gran espectáculo visual, con muchos momentos para el placer y el asombro, superior en ese sentido a la mayoría de los relatos fantásticos que circulan por la cartelera. Pero para los que esperamos muchness de parte de Tim Burton, la película perfecta sobre el tema ya se hizo hace poco y lo involucra. Se llama Coraline y la puerta secreta. Esta Alicia..., pese a tirarse todo el colorido placard encima, no puede opacarla.