En El bebé de Bridget Jones falta todo lo que estaba bien en la primera película: la química del trío amoroso, la gracia de Renée Zellweger, el timing para los chistes, el montaje preciso y justo, Hugh Grant. De eso apenas quedan algunas convenciones obligadas de la comedia romántica que funcionan poco o mal. Bridget, que revive el drama de su soltería a los cuarenta, queda reducida apenas a un personaje torpe, tonto y se convierte en fuente recurrente de gags tipo slapstick con caídas en el barro o en blanco de burlas y maldades en general. Colin Firth, en cambio, mantiene en perfecto estado a su Mr. Darcy y hasta lo mejora. Patrick Dempsey cumple en su papel algo deslucido de norteamericano ventajero. La película en general es anodina y sin sobresaltos, todo parece más o menos automático, como si la directora suscribiera a los lugares comunes mínimos del género sin preocuparse demasiado por el espesor de sus personajes: triángulo amoroso, equívocos, error de la mujer, rivalidad entre los candidatos, idas y vueltas, indecisión de ella, uno de los dos se revela como el hombre correcto. En el medio de todo eso, chistes. La potencia de la fórmula por sobre cualquier otra cosa. Lo curioso es la manera en que la película toca la cuestión de la femeneidad: por un lado, el guion, en un inesperado gesto de incorrección política, se ríe abiertamente de una marcha de mujeres haciendo que Colin Firth cargue a Bridget embarazada, con “Up Where We Belong” sonando de fondo, en dirección opuesta a la que se dirigen las manifestantes exaltadas con sus pancartas. Después, los familiares y amigos que llegan al hospital se refieren despectivamente a la manifestación y sus reclamos (que una película argentina hiciera eso, sobre todo en tiempos de Ni una menos, sería algo intolerable). La incorrección sigue con la campaña política de la madre y sus eslóganes xenófobos. Al par de todo eso, la película no necesita sobreactuar su evidente feminismo: Bridget, una mujer fuerte a pesar de sus despistes, es la que debe decidir con qué hombre se queda, mientras que los dos revolotean alrededor suyo a la espera de un veredicto favorable. Es curioso que algunas críticas señalen una supuesta mirada machista en el hecho de que Bridget quiera conocer cuál de los dos es el padre de su hijo, ya que la película muestra algo bien diferente: una mujer con el poder de elegir al macho que mejor le parezca. Pero, felizmente, el interés de la película corre por el lado del humor y del romance y no por el canal aburrido de la cuestión de género. La comedia romántica, incluso cuando se trata de una película con problemas como El bebé de Bridget Jones, obliga al cine a pensar rápido, a hacer mover a los personajes, las velocidades del amor requieren de una agilidad que se lleva mal con los comentarios serios acerca del “lugar de la mujer en la sociedad”. Basta con ver a la ginécologa: entra y sale de escena en cuestión de segundos, casi sin ser vista, sus líneas son breves y punzantes, llenas de una maldad solo equiparable a la inteligencia actoral de Emma Thompson, cuya médica oficia abiertamente de voz moral de la película.
El tema de Yo no sé qué me han hecho tus ojos era el pasado y su (posible) pervivencia en el presente. La película procedía obsesivamente: una pesquisa de aires noir conducía finalmente hasta el refugio de Ada Falcón, la popular cantante de tango que se retira en la cumbre de su carrera. Viviré con tu recuerdo, quince años después, pone en obra un dispositivo similar. Sergio Wolf encuentra la primera entrevista realizada por su equipo a Falcón, pero falta el sonido. ¿Cómo saber qué se decía en esas imágenes ahora mudas? Una vez más, la figura de Ada propone un enigma tal vez irresoluble. La investigación convoca el cine: Wolf consulta libros (de Pascal Bonitzer, el clásico sobre sonido de Michel Chion); habla con Edgardo Cozarinsky, que lo asesora en asuntos de espiritismo fílmico; le pide ayuda a Ada Frontini, directora de Escuela de sordos. En su afán exhumatorio, la película prueba soluciones como la lectura de labios o el sincronizado con otros audios de Falcón, la cantante despojada de voz por una falla técnica. Ningún método puede descartarse cuando se trata de hacer hablar a los muertos. El cine, que ya era fantasma, ahora se vuelve también médium.
El problema de los estilos definidos y reconocibles como el de Tim Burton es que pueden dar películas de rutina donde no hay otra cosa más que la mera repetición de tics. Miss Peregrine y los niños peculiares exhibe las señas más frecuentes del cine de su director, desde el carácter de marginados y freaks de los protagonistas, hasta el hecho de reunir lo macabro con lo infantil y las tensiones que mantienen dos mundos bien diferenciados (uno regular, cotidiano; el otro, extraordinario). La película, que transpone una novela de Ransom Riggs, presenta un universo con ideas y personajes interesantes, pero todo funciona en forma mecánica, el relato no sabe cómo insuflarle vida a sus criaturas y transformarlas en algo más que en un montón de seres curiosos. Salvo por unos pocos momentos donde lo emotivo adquiere algo de espesor (como en un breve llamado de teléfono), el resto del tiempo las peripecias se suceden automáticamente y sin producir efectos sensibles en los personajes. Esto pasa de ser un problema a volverse casi insoportable sobre el final, cuando Burton apuesta a un enfrentamiento con los villanos gratuito e interminable, donde los chistes y los peligros se alternan unos con otros sin rumbo en medio de largos diálogos que tratan de recapitular los conflictos de los personajes. En ese último tramo se hace patente que lo de Miss Peregrine es solo amaneramiento, simple reiteración de estilo donde incluso la cita a Harryhausen y a la animación clásica (en la secuencia de los esqueletos) luce perezosa, como si la película quisiera dar cuenta de su propia técnica sin esforzarse demasiado y creyera que una cita fácil, cómoda, alcanza para cumplir con esa dosis mínima de autoconciencia. En ese orden de cosas, es increíble cómo se desaprovecha a Samuel Jackson y a Judi Dench: a Jackson se le escriben largas escenas en las que tiene a su cargo líneas imposibles, y a Dench apenas si se la hace hablar (debe ser la actuación más breve de toda su carrera). El único personaje que parece escapar a la medianía general es el de Enoch, el chico de aires y gesto johnnydeppianos cuya habilidad consiste en darle vida a seres inanimados. El talento de Enoch puede ser leído como un comentario un poco romántico sobre el trabajo del animador tradicional que, como Harrayhausen o el propio Burton en sus comienzos, solo con grandes esfuerzos consigue, por períodos muy cortos de tiempo, controlar la magia del movimiento. Pero ese interés por la creación artesanal no se traslada al conjunto de la película, que salta de una cosa a la otra rápidamente y sin detenerse a mirar nada, como si Burton tuviera entre sus manos más un mecanismo que un mundo, una maquina de fabricar prodigios modestos antes que una historia y personajes con corazón.
Una película de espionaje, pero no de espías o, en todo caso, de espías improvisados, de gente ordinaria atrapada en una trama que los excede como en El hombre que sabía demasiado (como Hitchcock en general). Un traidor entre nosotros es la transposición de una novela de John Le Carré de 2010 y cuenta la historia de un matrimonio que se ve envuelto en una guerra de espionaje, mafia e intrigas entre grandes potencias. La película comete errores desde el principio, desde que desaprovecha el malestar de la pareja: poco y nada se sabe de los personajes de Ewan McGregor y Naomi Harris, salvo por unos pocos datos sumarios (profesión, estado civil, situación sentimental). Perry, de vacaciones con su esposa en Marrakesh, es abordado por Dima, un corpulento gángster ruso al que no se le puede decir que no. Dima captura la atención de Perry y lo convence de enviar un mensaje a MI6 a su regreso a Londres. El motivo del hombre común arrojado a un conflicto que lo supera ampliamente es bien conocido, pero Susanna White (tal vez la primera mujer en dirigir una película de espionaje) nunca se toma el trabajo de robustecer el relato dando cuenta, por ejemplo, de qué es lo que de Dima y del submundo de la mafia rusa atrae tanto a Perry como para arrastrar a su esposa a semejante aventura (ya dentro del conflicto, ambos aceptarán participar para cuidar a la familia de Dima, pero se trata de una excusa pobre y aburrida). Al igual que lo que ocurre con los personajes, el guion jamás termina de retratar a fondo el universo de la historia: la película recorre espacios lujosos y exclusivos, observa a gente peligrosa y descubre algún que otro ritual interesante, pero jamás los describe en profundidad. La cámara se comporta parecido: barre las estancias algo decadentes y a sus habitué a las apuradas, casi de compromiso, y enseguida vuelve a su rutinario esquema de primeros planos. La película asemeja un muestrario de texturas, una catálogo de efectos de luces, colores y decoraciones; ningún espacio se muestra realmente vivo, todo exhibe un toque cool que lo vuelve artificial, incluso en las escenas en las que la directora trata de jugar con la oscuridad y, en vez de suspenso, solo obtiene planos confusos. Una fotografía aséptica que juega a la sofisticación. Se creería que el misterio es el corazón de una película de espionaje, pero Un traidor entre nosotros parece tan segura de su plan que se permite prácticamente desechar la maquinaria de la intriga: uno de los momentos de mayor tensión (un tiroteo nocturno en una casa secreta) es resuelto en off y consumiendo pocos segundos, en algo que podría entenderse como un gesto iconoclasta (porque se despoja al género de una de sus principales convenciones), pero que también puede atribuirse a la falta de talento. En este sentido, no es casual que la dimensión física de las películas de espionaje haya sido anulada: tratándose de la variante de los espías improvisados, es de esperar que el cuerpo esté mayormente en reposo, frente al tipo más canónico del espía profesional, que contempla un despliegue de proezas físicas mucho más espectacular. Pero Un traidor entre nosotros neutraliza por completo el movimiento: la película se reduce a diálogos y a algún que otro intercambio de gestos, sin ninguna clase de esfuerzo físico (hasta James Stewart, ya grande, se movía de un lado a otro en El hombre que sabía demasiado). En el contexto de pereza y quietud generales, Stellan Skarsgard se las arregla para imponer su cuerpo en la escena y entrometerlo en las imágenes: su Dima gordo, abundante, pero también gritón y maleducado, profuso en gestos y tatuajes, sobresale de la medianía actoral que lo rodea en buena medida gracias a la fisicidad que le imprime a su personaje. Como contrapartida, el Hector de Damian Lewis, con su rigidez casi mecánica, no se sabe bien a qué juega, si a una parodia explícita de la figura del agente de inteligencia obsesivo, o si solo se está ante una actuación mal dirigida. En cualquier caso, Hector es uno de los principales pivotes del relato y jamás alcanza a acercarse siquiera al nervio casi animal del personaje de Skarsgaard. No por nada, Dima ocupa el lugar de víctima sacrificial: más allá de su función en la trama, Dima ocupa un lugar claro en el sistema de la película en su conjunto, el de un exceso (de imagen, de palabras, de cuerpo) que hay que dosificar y contener, y que pone de manifiesto la materia cinematográfica más bien escasa con la que están formados los demás personajes.
Una obviedad: el cine de catástrofe seguramente sea la forma expresiva más sofisticada que el hombre pudo fabricar para imaginar su propia destrucción, un dispositivo perfeccionado con el paso de los años capaz de producir variaciones espectaculares sobre el viejo tema del fin del mundo. Horizonte profundo se inscribe en lo mejor del género, no sin realizar algunos cambios. Si bien el cine de catástrofe es en general el terreno del hombre común empujado a una situación extrema, Peter Berg redobla la apuesta: su película es sobre hombres todavía más comunes, trabajadores que conforman una comunidad basada en tareas compartidas y en la camaradería laboral. Ante la crisis, esos hombres sin atributos reaccionan como pueden, la mayoría movidos por el pánico, mientras que algunos pocos algo más dueños de sí mismos recuerdan protocolos de emergencia y realizan mecánicamente actos de solidaridad. No hay heroísmos ni grandes sacrificios, solo el profesionalismo y la técnica midiéndose con un peligro que los desborda ampliamente. La primera mitad de la película es extraordinaria. Como todo director atento a la materialidad de su universo, Berg dedica una gran cantidad de tiempo a exponer el funcionamiento de la plataforma petrolera, las tareas que allí se realizan, la cadena de mando que organiza las acciones, la tensión evidente entre los enviados de BP (la empresa que dirige la operación) y el jefe de la instalación y que dibujan rápidamente los contornos del eterno conflicto entre capataces ambiciosos y trabajadores explotados. La película presenta un mundo administrativo y científico fascinante que le habla a un público interesado en los detalles. En ese contexto, Berg economiza relato haciendo que Mike Williams (Mark Walhberg) recorra los distintos espacios de la plataforma y que interactúe con los operarios de cada área: la narración es veloz, se pone en movimiento enseguida igual que el protagonista. Horizonte profundo da muestras de la enorme inteligencia estética y emotiva de la que es capaz el cine de género: ese comienzo, por momentos casi documental, generoso en información, de voluntad casi didáctica, es también el retrato de un mundo laboral con sus esfuerzos, códigos y espacios comunes, la apropiación de una experiencia vital que el cine americano, salvo excepciones (como la de Tony Scott), suele perder de vista. Ese primer momento resulta tan cautivante que el estallido de la crisis se siente todavía más disruptivo: somos expulsados brutalmente de una historia (y un mundo) en el que nos sentíamos a gusto y del que recién empezábamos a comprender su funcionamiento. Una serie de desperfectos y malas decisiones termina sembrando el caos y la plataforma se convierte en poco tiempo en una infernal trampa de metal retorcido. Por las entrañas de ese monstruo se arrastran Williams y sus compañeros buscando sobrevivientes casi a ciegas, menos por heroísmo que por una solidaridad instintiva, casi animal, que la película se cuida de no explicar o poner en diálogos. El pánico y la confusión generales se trasladan a la puesta en escena: la oscuridad de los pasillos reventados y el fuego que llena de a poco las instalaciones sobrecargan la imagen, dejan ver poco y lastiman los ojos llevando a las imágenes la situación desesperada de los personajes. Como buen lector del género, Berg dedica una gran cantidad de planos a la plataforma desde afuera, devorada por el fuego y las explosiones, y logra un espectáculo sobrecogedor. Al final, cuando el grupo consigue llegar hasta un bote de rescate, la película alcanza su mejor momento: después de pasar lista y notar que faltan varios nombres, todos se arrodillan y rezan un padre nuestro; están abatidos, el conjunto de hombres doblados sobre el suelo representa apenas un despojo del grupo humano que fueron alguna vez. En el fondo del plano se ve la gigantesca bestia de hierro, envuelta en llamas y consumiéndose a sí misma que supo ser el espacio en el que vivieron y trabajaron. El escape no provee ninguna clase de calma o felicidad: el protagonista se reencuentra con su hija, pero el padre ahora se arrastra por el piso y llora, está lejos de ser el “domador de dinosaurios” del comienzo. No hay frases grandilocuentes ni discursos aleccionadores en los que encontrar cobijo, solo el registro de algunos momentos del juicio del caso de la explosión de Deepwater Horizon y el posterior derrame de petroleo, pero esa intromisión de lo real tampoco brinda ninguna clase de consuelo, ya que allí se informa que los empleados de BP, principales responsables de la tragedia, apelaron sus condenas y ganaron. Tal vez se trate de un gesto de adultez: la película no atempera su drama apelando a ningún artilugio narrativo, sino que presenta su desenlace al público, podría decirse, en crudo, sin facilitarle el asunto ni predigerirle nada, sin enmarcar los hechos con un sentido único, privilegiando eso que André Bazin llamaba (aunque refiriéndose a otra cosa) la ambigüedad de lo real.
La pesquisa Algo respira, aunque no puede verse bien qué es. Un bulto blanco que se mueve rítmicamente, como si estuviera fundido con el resto del entorno y todo fuera lo mismo: árboles, plantas, tierra, río, animales. La imagen es de una belleza asombrosa y evoca como pocas veces el movimiento saeriano de la descripción: se informa obsesivamente sobre el estado de la materia, pero sin llegar nunca a agotar la cosa sino que, al contrario, se la restituye en su ambigüedad, se la integra en un orden más extenso hasta que todo parece conformar un solo organismo, vivo, complejo que, como el bulto blanco que se confunde con la vegetación, respira a su vez. El cine de Gustavo Fontán siempre tuvo una voluntad descriptiva que lo llevó a detenerse sobre los objetos y las personas para mirarlos en detalle con la seguridad de que el cine puede arrancarles algo único, inédito, nunca visto por otras vías. Esa búsqueda tuvo diferentes momentos y formas, ya sea el ánimo a veces documental de El árbol, el tono contemplativo de La madre o el gusto por lo fantasmático de La casa. No leí El limonero real, pero es fácil adivinar en la película el eco de otros libros de Juan José Saer en la extrañeza con que se observa el paisaje y a sus habitantes, en la manera particular de pararse a mirar un gesto pequeñísimo (y, por eso mismo, frágil y evanescente), en cómo el relato puede trazar las coordenadas mínimas para hacer surgir de ese terreno algo distinto de una narración, en una apuesta estética que solo puede darse en los términos propios de la literatura (o, en este caso, del cine). Una trama elemental reverbera con la fuerza suficiente como para que el director pueda desentenderse de las obligaciones del relato clásico y se dedique plenamente a cartografiar el universo de alguna isla perdida en el río Paraná. Cada acción sugiere los signos de una repetición ancestral, como si en la preparación de un pescado o en el sacrificio de un cordero se hiciera visible fugazmente la historia entera de los hombres. El personaje que interpreta Rosendo Ruiz juega con unos chicos: se revuelcan en la tierra, forcejean, se dominan y atacan, como si una fuerza surgida de alguna parte los empujara misteriosamente a ejecutar ese ritual primitivo al que la cámara asiste maravillada, un poco como el protagonista de El entenado. El orden social precario que regula las transacciones de los habitantes se revela, sin embargo, más complejo y duro de lo que parece: el retiro autoimpuesto de una mujer (después de seis años, mantiene el duelo de su hijo) señala la distancia que separa la sociedad de la naturaleza. Fontán filma a sus actores muy atento a las superficies y a los contornos que parece inscribir la vida en ese lugar: las miradas, los gestos, la manera de masticar o de pararse a hablar con alguien, todo resulta un efecto inconfundible del entorno. Llega la noche, termina el festín y el director debe resolver una cuestión difícil: ¿cómo registrar la pervivencia de lo arcaico a través de un instrumento moderno como el cine? Previsiblemente, el fuego se vuelve enseguida un elemento transfigurador que la fotografía de Diego Poleri aprovecha al máximo, y la segmentación que realiza el director, separando a cada personaje en un plano único, completa la escena: por un momento, todos están separados del resto en la oscuridad, mirando el fuego, la luna o alguna otra cosa más antigua que la cámara no señala, como si se midieran con algo indecible y sobre lo que no tiene sentido hablar. No se trata de un momento de reflexión en el que los personajes toman conciencia de algo más grande que ellos (eso sería casi un lugar común), sino de un abismo que se abre en alguna parte, de un velo que se rasga apenas y que anuncia, desde el off, algo que la película rehúsa explicar, un misterio esencial que los sacude y deja como congelados, solos, suspendidos entre las imágenes y un más allá. Como pocos otros, el cine de Gustavo Fontán trabaja la imagen a partir de un fuera de campo cada vez más denso, más robusto e imposible de imaginar por fuera del campo de acción del cine.
El cine de Santiago Giralt va por ahí fundando familias y desparramándolas en torno al cine y el teatro. Primavera es su película más ambiciosa: el director inventa un caleidoscopio narrativo que incluye un casamiento, un estreno y un nacimiento inminente. Alrededor de esos eventos-guía se arraciman una multitud de personajes en busca de amor y éxito: un dramaturgo que se pasea en pijama, una diva en plan de estrella, una productora dura pero generosa y una madre nuevamente embarazada, entre muchos otros, interpretados por gente tan improbable como Moria Casán, Nahuel Mutti o Luisa Kuliok. Todo podría haber sido una sátira un poco malvada sobre el mundo del espectáculo, pero con esos materiales Giralt consigue una fábula kitch, casi un cuento de hadas en falsete. Los largos y elaborados planos secuencia disimulan su propio virtuosismo y dejan ver un cariño enorme por los personajes. Todos no paran de hablar y de moverse, aunque no siempre sepan qué decir o a dónde ir: ni la cámara ni los actores saben estarse quietos. La teatralidad y el exceso se ostentan hasta neutralizar cualquier posible burla, y así la película adquiere un tono maravillado que replica el de su narrador, un chico de doce años que recita poesía y que asiste encantado a una singular crianza comunitaria.
El título de la última película de Jorge Leandro Colás se toma la libertad de jugar con un equívoco voluntario: “los pibes” no parecen ser el verdadero centro del documental, sino más bien el principal insumo que manejan los entrenadores de Boca Juniors en su búsqueda de jugadores jóvenes, la materia prima que deben buscar y moldear a diario. Los hombres del club se las ven con un material sobreabundante: los chicos que llegan para probarse lo hacen de a multitudes, y solamente el transponer la puerta del club demanda una complicada ingeniería que puede prolongarse durante horas. Ya adentro, la película revela su obsesión por la administración, a la que le dedica una buena parte del metraje: el llenado a mano de datos y la organización de los chicos según la categoría y la posición en la que juegan consumen largos minutos que le permiten al director fijarse en los trabajadores que mantienen funcionando esa singular burocracia deportiva. En este sentido, Los pibes es una película única dentro de una cinematografía como la argentina, donde el fútbol suele ser un tema tanto festejado como vapuleado por sus manejos turbios (El crack, de José Martínez Suárez, conserva hoy una buena dosis de su virulencia original). Pero el proyecto de Colás apunta hacia otro lugar, bien lejos de esas dos zonas de confort en las que el cine local supo encapsular el fútbol. La propuesta deLos pibes podría resumirse así: registrar la selección y preparación de jugadores alterando lo menos posible esa labor, respetando la ambigüedad de los personajes y de su actividad. Esa mirada, que elige y matiza como cualquiera otra, fija su atención en la rutina profesional de los caza talentos de Boca mientras que el fútbol propiamente dicho queda a un costado: las escenas en las que los chicos efectivamente juegan son pocas, y las imágenes muchas veces se entretienen con elementos del partido que no hacen a su desarrollo. De a ratos, la película escucha también a los chicos: sus charlas antes de las pruebas, o después de haber terminado de jugar, se muestran naturales y auténticas, como si el director hubiera podido fabricar exitosamente el dispositivo fílmico justo para capturar esas palabras sin invadir la intimidad de los participantes.
No fue magia El punto de partida de Nada es lo que parece 2 resulta tan bueno que funciona casi en forma automática, independientemente de lo que la película haga o deje de hacer: unos ladrones, maestros en el arte de los trucos y la manipulación, son dirigido por una organización misteriosa con el fin de desenmascarar grandes estafas en público. Todo marcha bien hasta que los protagonistas resultan engañados y obligados por un gángster a robar un chip. Los delincuentes de buen corazón, cooptados por el villano, tienen que efectuar un golpe imposible mientras piensan cómo burlar su control: no importa qué tan gastada parezca, la fórmula mantiene intacto su encanto cinematográfico. El problema es que en Nada es lo que parece 2 la magia no es solo un tema, sino también un procedimiento. La mentira elaborada pasa de los hechos de la ficción a la manera en que la película diseña su relato: la narración misma deviene un engaño encargado de desviar la atención para sorprender al espectador con soluciones inesperadas. Pero magias hay muchas, empezando por la negra y la blanca, y también existe el ilusionismo. Se me ocurre que la diferencia entre uno y otro tiene que ver con los materiales puestos en juego: el mago cuenta con un aparataje reducido, muchas veces limitado solo a su propio vestuario, y con su destreza para mostrar y ocultar, como pasaba en los actos de prestidigitación de René Lavand, que eran impresionantes justamente por la precariedad de los recursos disponibles, por lo general solo un mazo de cartas, una mano y un paño. En cambio, el ilusionismo, que puede hacerse aparecer (o desaparecer) cualquier cosa, por ejemplo, un avión, como hizo alguna vez David Copperfield, es claramente otra cosa: un espectáculo a gran escala. Una proeza semejante es de carácter técnico y ya no depende de la habilidad o el carisma de la persona, sino de un complicado dispositivo que lo excede. Nada es lo que parece 2, al igual que sus personajes, gusta de esta clase de show, y el relato se construye a partir de giros narrativos y cambios repentinos en la trama que tratan de llevar la conmoción propia del ilusionismo a la experiencia de la sala. El efecto es contraproducente: la película pierde tiempo explicando sucesos como si fueran trucos (aunque se sabe que un mago jamás devela sus secretos), y la seguidilla de vueltas de tuerca hace que ese mundo se resienta: si los personajes pueden desvanecerse prácticamente de un lugar, liberarse de cualquier trampa con apenas un movimiento de manos, o anticipar y desmontar ingeniosamente cada uno de los contratiempos que se les presentan, la historia pierde afectividad y los protagonistas, humanidad. La película atenta contra sí misma: el guion acostumbra a su público a esperar siempre el giro, la vuelta de tuerca impensada, y eso genera una expectativa que se trata de satisfacer sobreexigiendo el relato y perdiendo de vista a los ladrones, todos personajes interesantes y bien compuestos que podrían soportar el peso de la película por sí solos. La dupla de Jesse Eisenberg y Woody Harrelson, por ejemplo, puede construir casi cualquier cosa: comedia, drama y todo lo que hay en el medio (pero esto ya se sabía desde Zombieland); Daniel Radcliffe hace a un villano hiperkinético y pasado de rosca; Mark Ruffalo se muestra sobrio y, algo raro, sin sus tics. Nada es lo que parece 2 habla de la magia, pero en verdad le interesa la espectacularidad del show, el golpe de efecto; Jon M. Chu es un ilusionista. Sobre el final, los héroes realizan trucos en distintos lugares de la ciudad, y el de Daniel Atlas (Eisenberg) consiste en controlar el agua de la lluvia a voluntad, como lo haría Dios: aunque después se revele el artificio, la película presenta ese momento deteniendo las gotas y moviéndolas de acuerdo con las órdenes del personaje. La falsedad del truco y el peso de lo digital son evidentes desde el comienzo: el trabajo visual se nota y el truco nunca es creíble (como las cientos de palomas que salen del vestido del personaje de Lizzy Caplan al mismo tiempo en otra parte de la ciudad). No es casual que los mejores momentos de la película sean justamente los que obligan al director a contar en profundidad una única situación y lo liberan de la necesidad de jugar a la sorpresa con la historia, como la escena del robo del chip, donde los personajes burlan la seguridad del lugar prácticamente violando las leyes de la física: allí la película encuentra un ritmo notable y un gran timing para la comedia y el suspenso. Pero, al igual que la primera aparición (frustrada) del grupo, se trata de momentos esporádicos: el resto del tiempo, el guion está demasiado ocupado en producir novedades y chispazos narrativos como para atender a cualquier otra cosa.
Una escena: Mateo, el protagonista, trabaja en una agencia de publicidad. Cuando sube de puesto, Rama, su amigo, le propone una idea; a Mateo le gusta y le asegura que va a tener éxito con el jefe. Más adelante, Mateo le lleva la idea al jefe y le dice que es suya, ante la mirada atónita de su amigo, que lo observa desconsolado a través de una puerta de vidrio. Pero el relato no había sugerido en ningún momento que Mateo fuera capaz de semejante traición, más bien era al revés: se lo presentaba como amigo leal. El guion tampoco da cuenta de un cambio que justifique ese gesto: parece que hubiera que narrar algo a cualquier costo, algo que exhiba la caída moral del protagonista, y que para eso no se reparara en las reglas del mundo construido; la caída impone una decisión narrativa que quiebra con el orden de la ficción. Permitidos trabaja mayormente así: la película está por encima de los personajes, estos no son más que estrellas ocasionales del espectáculo. A pesar del talento para la comedia que demuestra la dupla de Martín Piroyanski y Lali Espósito (lo de él ya se sabía, lo de ella, no tanto), la mayoría de los chistes dependen menos de sus dotes que de la puesta en escena o del montaje, como la transformación de Mateo en la fiesta a la que lo lleva Zoe del Río, cuando pasa de mostrarse rígido a bailar desaforado en pocos segundos por obra de un corte abrupto y del uso de la cámara lenta. El mismo recurso se utiliza cuando Mateo cree que finalmente puede acostarse con Zoe, pero solo se trata de un sueño: el montaje y el ralenti, además de una mirada a cámara, construyen el chiste. El humor ya no surge de la actuación de Piroyanski, el actor es apenas otro de los materiales con los que la película diseña sus gags. Con Lali Espósito pasa algo similar: la escena en la que Camila enloquece frente a un cartel de Zoe tenía todo para ser un momento cómico fuerte, pero los gritos, las puteadas, la exageración y el barroquismo forzado a los que se somete la actriz le restan efectividad al conjunto; ella sabe que actúa, el público también. En cambio, Espósito demuestra un timing enorme cuando se le permite estaren reposo, como cuando Mateo regresa a su casa sin saber que Camila descubrió su encuentro con Zoe: Espósito habla bajo y con frases cortas, la cámara se limita a encuadrar a la pareja y la comicidad surge de esa economía; cada breve insulto que susurra Camila funciona mucho mejor que la catarata de puteadas de la escena del cartel. La película logra un ritmo muy bueno que se mantiene hasta que la trama empieza a complejizarse: la premisa original, simple pero poderosa, se enreda en las idas y vueltas del guion, que ya no se toma el tiempo necesario para construir y aprovechar cada situación. La entrada a la fundación de Joaquín Campos o la falsa convalecencia de Mateo solamente podrían haber ocupado bastante más tiempo, pero el relato, que se mueve a una velocidad vertiginosa, las utiliza para arrancar uno o dos chistes y pasar a otra cosa. El guion prioriza los sobresaltos narrativos y los personajes parecen arrastrados por un torrente de desencuentros del que ya no pueden salir; la trama avanza y Camila y Mateo quedan reducidos a unos pocos rasgos inteligibles, perdiendo el espesor que habían ido esbozando en la primera mitad. En este sentido, una de las fortalezas iniciales se vuelve un problema cerca del final: Piroyanski y Espósito tienen química, reaccionan muy bien entre sí, el estilo de uno dialoga perfectamente con el del otro y esa reunión representa el gran motor cómico de la película. La separación, aunque se trate de un momento central en la comedia romántica, los aleja demasiado tiempo haciendo que el ritmo se resienta, y los amantes ocasionales (los permitidos en cuestión: Liz Solari y Benjamín Vicuña) no exhiben demasiada carnadura como para tomárselos en serio: Zoe es apenas una farandulera que vive de fiesta en fiesta, y Joaquín no pasa de una sátira sobre los actores comprometidos y que defienden causas. Por otra parte, los personajes secundarios, convención sine qua non de cualquier comedia, prácticamente no importan: ni la pareja amiga de Paula y Rama, ni el papá de Camila acompañan a los protagonistas, apenas si los siguen y aparecen de tanto en tanto para justificar giros narrativos; Piroyanski y Espósito tienen que hacer todo ellos y separados la cosa resulta todavía más difícil (para colmo, se desaprovecha a la madre de Mateo, que tiene una aparición breve pero fulgurante, con unas pocas líneas rápidas intercambiadas con la empleada que están entre lo mejor de toda la película). La escena final certifica un cambio de registro: de la comedia del comienzo, romántica, casi de rematrimonio, se pasa a un grotesco que amontona desordenadamente la parodia (al cine, a otras comedias), la sátira (a la farándula, a los medios) y hasta un comentario sobre las la sociedad y las apariencias, como si la película creyera que no le alcanza con la historia que tiene entre manos y necesitara salir de su relato para hablar sobre el mundo, como si necesitara señalar la artificiosidad de la televisión o la impostación del ambiente del arte contemporáneo y sus festejantes, reírse del estereotipo del médico garca y del pibe chorro (una apuesta incorrecta y arriesgada para el cine argentino). Nada de eso está mal, pero Permitidos se abre a tantos intereses que descuida su punto de partida y a la pareja protagónica; la comedia, un complicado arte del tiempo y la oportunidad, se vuelve poco precisa en medio de ese desorden de ideas, de giros narrativos y de referencias a la actualidad.