Las lindas despliega una búsqueda autobiográfica in extremis: Melisa Liebenthal se pregunta por su cuerpo, por el peso que tiene para ella la mirada masculina, pero también por su infancia y por sus amigas. La directora reconstruye la efervescencia de la primera juventud a través de fotos y videos: allí indaga el devenir siempre caprichoso de la amistad, el éxito social de las chicas populares de la escuela (“Las Estrellitas”), su relación incierta con los chicos. Las amigas prestan testimonio y la cámara encuentra personajes encantadores y delicados a los que aprendemos a querer en pocos planos. Los vínculos secretos del grupo y las anécdotas trazan un fugaz relato de formación. La amiga más fiel de la directora se niega a ser filmada y no aprueba que se muestren sus videos, como si algo del pasado debiera ser preservado de los ojos de los otros. El tono íntimo de la voz de Liebenthal transforma la película en una suerte de confesionario donde se dan cita la nostalgia, inseguridades y amores, además de la creencia silenciosa en el poder curativo del cine.
Fuego de noche El mainstream y los géneros fuertes son una cantera inagotable de grandes películas. Lo ve cualquiera, salvo la crítica perezosa que revolea el rótulo de “cine pochoclero” para no tener que pensar de más. A su vez, la firma de Paul W. S. Anderson es garantía de calidad: sus películas, incluso las menos logradas, dedican un cuidado infrecuente a la elaboración de la imagen. Pero el grueso de la crítica no lo ve, se lo pierde porque sigue embelesada con los diseños de interiores de Wes y la megalomanía ampulosa de Paul Thomas. Hace poco volví a ver la primera Resident Evil, firmada por Paul W.S. (¿el Anderson bueno?) que, en su momento, como hicieron tantos otros, denosté por su falta total de respeto hacia la historia del videojuego. Pero Paul tenía razón, resulta que los equivocados éramos nosotros: la película tenía vuelo propio y tomaba una gran distancia del universo de referencia; los seguidores del juego no le perdonamos esa libertad, le reclamábamos”fidelidad”, otro nombre para designar la reacción autoritatia de querer escuchar siempre la misma historia, ver a los mismos personajes, sin aceptar cambios de ningún tipo. Resident Evil sugería en sus planos iniciales la sofisticación de la que era capaz el director: no importa que la trama y el universo pertenecieran a los bajos mundos del terror clase B, Anderson entregaba una película exiquisita, con imágenes nítidas y potentes y un relato que aprovechaba la truculencia y las propiedades del entorno de manera ingeniosa, transformando cada escena en una sorpresa cinematográfica (la más memorable de todas, claro, es la del cuarto con rayos láser que rebana en pedazos a la mitad de los personajes en apenas unos minutos). Las películas tuvieron vida propia desde el comienzo, no necesitaron apoyarse en los juegos. Hoy pueden verse dos trayectorias bien distintas: mientras los juegos se inclinaron por la repetición de fórmulas y por una falta total de innovación (la última entrega, lanzada hace unos días, abandona la historia original para realizar casi un facsímil de La masacre de Texas), las películas multiplicaron su tamaño varias veces por sí mismo haciendo de cada iteración un nuevo desafío audiovisual que debía superar a su antecesora en excesos, ambición y cantidad de ideas por segundo. La serie siempre dejó entrever un gusto por la experimentación, por la puesta a prueba de las herramientas del cine de acción con sus balaceras, acrobacias, grandes enfrentamientos, one liners y abuso del ralenti. Resident Evil: Capítulo final retoma ese camino. El mayor problema que exhibían las últimas películas eran algunas escenas extensas donde se hablaba mucho con pretensiones filosóficas. Tal vez tomando nota de ese escollo, la última entrega empieza sin diálogos, con un monstruo gigante que ataca a la protagonista desprevenida a pocos segundos de empezada la película. Instantes después, Alice se bate a duelo arriba de un jeep con una criatura alada a la que hace estallar con una mina claymore. La velocidad y la potencia de los ataques, los golpes y la fuerza sonora hacen acordar a Mad Max: Furia en el camino, otra película de acción que desdeña los mandatos narrativos para dedicarse a explorar las posibilidades de la imagen y el sonido. El relato de la nueva Resident Evil es tan confuso como el de las anteriores, tanto que importa poco poder reconstruirlo o no, alcanza con seguir las aventuras de Alice y del grupo de desdichados que le toca comandar en esta ocasión. Una vez más, Anderson entiende que la mezcla de cine de acción, terror, y ciencia ficción distópica resulta demasiado prometedora como entregarse sin más a la reiteración de convenciones; hay que aprovechar sus paisajes destruidos, los rudimentos de la supervivencia, la libertad para crear villanos bigger than life y para trazar una fantasía paranoica autoconsciente de su desborde y que transgreda cualquier verosímil sin temor al ridículo (en resumen: una corporación maligna, con ánimos bíblicos, libera un virus para erradicar a la humanidad y volver a empezar desde cero. La salvadora de la especie es un clon con súper poderes infectado con el mismo virus que trata de detener). El tradicional combate final, en el que las fuerzas del bien y del mal se miden en un último enfrentamiento, en Resident Evil ocurre antes de llegar a la mitad de la película: unos vehículos blindados atacan una torre en la que resisten unos mercenarios. Una premisa vulgar, del montón, pero con esos materiales Anderson despliega en pantalla un mar viviente de zombies enloquecidos y una defensa desesperada (a lo Salvando al soldado Ryan). En el medio de ese frenesí, el director regala una imagen bellísima: desde la torre vierten litros de combustible y los encienden al caer; en plena guerra nocturna, y para seguir con el tono bíblico, literalmente, llueve fuego. Después de esa primera parte, empieza en verdad una segunda película que se pliega más a los códigos del terror. El grupo llega a “el panal”, la base de Umbrella donde estaría el antídoto al virus, y entran en el lugar como un grupo de jóvenes en una mansión embrujada. A través de una serie de cuartos con trampas mortales, la casa (la base) los elimina uno por uno, recreando el placer del género por las muertes sangrientas. La segunda parte resulta algo más contenida y rutinaria que la primera, menos impresionante; el peso de los diálogos y de la resolución de los conflictos obliga al director a mostrarse más discreto con sus chiches visuales. En pocas palabras, Anderson está atado de manos y ya casi no tiene espacio para jugar. En los quince años que separan la primera película de la última, en Hollywood hubo demasiados cambios. Algunos pueden verse en RE: Capítulo final: la animación digital, en sus mejores momentos, es casi indistinguible de lo filmado (muy distinto de lo que pasaba en 2002); el cine de acción, al menos el bueno, fue volviéndose hiperbólico y estableciendo niveles cada vez más altos de espectáculo visual que obligan a cada nueva película a redoblar la apuesta y a tratar de inventar algo (esto puede verse en la serie RE bajo la forma de un incremento progresivo del gasto audiovisual en las escenas de acción); los modelos de producción resultan cada vez más inestables e inciertos, obligando a las películas con vocación de espectáculo a buscar financiación en el mismo formato de coproducción que antes era casi exclusividad del cine indie (la última RE tiene fondos de cuatro países, y ninguno de ellos es Estados Unidos); también, el mainstream fue abandonando paulatinamente los colores y optando por una paleta apagada, que oscila entre azules y grises oscuros, sin importar los escenarios o si el relato transcurre de día. Esto, que ya es un verdadera marca de época difícil de quebrar, fue restringiendo la elegancia visual de las primeras RE, donde el azul era brillante, alternaba con los blancos luminosos del cuartel general de Umbrella y su tecnología de punta, y donde la oscuridad no volvía incomprensible el desarrollo de los hechos. En la última película, la fotografía iguala todo bajo las sombras y hace más complicado el seguimiento de la acción, además de desaprovechar la oportunidad de explotar el abanico de colores que podrían dar un mundo devastado, horrores diseñados genéticamente o la guarida hipermoderna de una corporación malévola. Así y todo, la película es un artefacto orgulloso de sus capacidades que celebra el cine de género por la vía del exceso, sin renunciar por eso al trabajo fino con la imagen y sus posibilidades plásticas. Algún día, cuando la crítica vuelva mirar, seguramente se encuentre con un director que cimentó su carrera haciendo relecturas sofisticadas de géneros bastardeados hasta llevarlos a estándares muy altos, y que encontró en una franquicia de poca monta nacida de un videojuego un laboratorio para la experimentación y puesta a punto de una estética personal.
Loco un poco Hasta el último hombre empieza en medio de una batalla. En cámara lenta, los planos muestran explosiones que se abren en varias direcciones y arrasan la tierra; los soldados son partidos en dos, desmembrados y eyectados por el impacto. Esas imágenes tienen una potencia inédita: la violencia de las explosiones no se parecen demasiado a nada que haya hecho el cine bélico antes, es algo nuevo que, junto a la coreografía de cuerpos voladores y de guerreros confundidos en el frenesí del combate, conforma un prólogo casi experimental, donde el cine se impone al tema de la guerra y lo informa libremente. Ese principio anuncia el tono de la película entera: Mel Gibson no es un narrador especialmente dotado, sino un director que sabe cómo imprimirle fuerza y vértigo a lo que filma, que piensa en términos cinematográficos y se preocupa poco por la consistencia del relato. Como casi todas las historias filmadas por Mel Gibson, la de Hasta el último hombre trata sobre un fanático dispuesto a cualquier cosa con tal de preservar un ideario. La gesta del soldado Doss, que se une al ejército en plena Segunda Guerra Mundial negándose a tocar un arma, tiene ribetes ridículos y hasta un poco demenciales que le suman a la película el toque de locura típico del director. Unos flashbacks explican poco y mal un trauma que vendría a justificar la cruzada absurda del protagonista, como si a Gibson no le interesara eso de las justificaciones psicológicas y solo cumpliera de mala gana con una exigencia narrativa. Cuesta sentirse cercano a ese creyente ciego y la película no hace demasiado esfuerzo por resolver la cuestión, más bien parece que esa fuera su apuesta: contar la historia de un fiel enloquecido con el que es imposible identificarse. La primera parte tiene los aires de un panfleto antimilitar: el ejército es presentado como una institución represiva que maltrata sin necesidad a sus miembros. Sin embargo, un soplo de comedia delirante oxigena la trama e instala un tono ambiguo que oscila entre el drama y el humor. El detonante frecuente de esa comedia algo retorcida es Vince Vaughn, que hace una parodia del jefe irascible que degrada a sus reclutas. Su primera aparición se resume en gritarle en la cara a varios miembros del escuadrón y ponerles apodos. Esa ambivalencia se nota también en el desarrollo de los personajes, que el relato presenta como despreciables solo para volverlos queribles después, como ocurre con el personaje del padre, a cargo de Hugo Weaving (cada día más parecido a Sam Neill). Del borracho depresivo y golpeador del principio, se transforma sin escalas en un padre destrozado por el enrolamiento de sus hijos. La escena de la cena, cuando el hermano de Doss se despide de la familia, es de una crudeza extraordinaria: el padre cuenta entre lágrimas y con la boca llena de comida los detalles de la muerte de unos de sus amigos más queridos en la guerra, advirtiéndole al hijo el destino que seguramente le espera. El momento es visceral y toma distancia de las tradicionales despedidas en las que los soldados van al frente con el afecto y el respeto de la familia. Ya en Okinawa, y tras haber obviado mucha información (nunca se cuenta cómo Doss recibe su entrenamiento de médico, o el viaje hacia la isla), la película se entrega plenamente a las convenciones del cine bélico contemporáneo: no hay heroísmos ni grandes diálogos, solo disparos, explosiones y bayonetas atravesando al enemigo, cada centímetro de terreno se mide en soldados reventados, el montaje y la banda de sonido son veloces y abruman. Después del avance japonés y la retirada estadounidense, se revela al fin la naturaleza del protagonista: un campesino sureño sin mucha educación consumido por su fe que cree que Dios le comunica la misión de salvar a la mayor cantidad posible de heridos. La película presenta al personaje casi como un Cristo que carga con la responsabilidad de salvar a los desdichados. La idea de llevar el peso de los otros es explícita y el director no duda en subrayarla: Doss baja a los heridos a través de una cuerda que sostiene con su propio cuerpo. El protagonista le pide una vez y otra vez a Dios que le permita salvar a alguien más como si estuviera en un trance: esa frase no es un leitmotiv que da cuenta de la fortaleza de la fe, sino el gesto obsesivo de un loco. Cuando cura a un japonés un túnel, el relato no sugiere un acto de humanismo, sino como una acción que se repite instintivamente, sin pensar, casi un reflejo muscular. Hasta el último hombre es una película sobre el fanatismo y Doss está lejos de ser el único que sigue un credo a cualquier precio: se ve en los japoneses que simulan rendirse solo para tratar de matar a algunos enemigos con granadas escondidas, y en un alto mando empeñado en obtener una muerte honorable mediante el ritual del seppuku mientras los restos de su tropa son diezmados por los americanos. En algún punto de la trama, la película deja manifiesta su escaso interés en elaborar con cuidado el relato: lo de Mel Gibson no es la narración clásica, sino el retrato de escenas, es ahí donde la película brilla, lejos del arte de contar historias. Si el comienzo hace pensar en el lenguaje del cine clásico, con sus conflictos protípicos y sus formas de modelar el mundo (las costumbres, los códigos, pero también la luz, los espacios), lo que sigue despeja cualquier duda: Hasta el último se inscribe a sí misma en un linaje distinto, que tiene más en común con la desmesura de Apocalypto, La pasión y Corazón valiente, que con la contención de El hombre sin rostro, donde, a pesar de las diferencias, se contaba la historia de un nene algo desequilibrado que se obsesiona con la figura de un ermitaño convencido plenamente de sus ideas. El cine del Mel Gibson sigue los pasos de esos personajes excesivos, un poco delirantes, que desbordan los límites de los relatos clásicos.
El comienzo de Kékszakállú puede llevar a pensar a un espectador apresurado que se está ante otra película de diseño, de esas que se arman pensando en el circuito internacional de premios y de festivales, pero a medida que pasan las escenas, el mundo de la ficción se vuelve cada vez más tangible y robusto, como si cobrara espesor con cada nueva escena retratada. El director filma momentos de la vida cotidiana de adolescentes y padres que veranean en Punta del Este para regresar después a Buenos Aires y recorrer casas, fábricas familiares y la Facultad de Arquitectura de la UBA. Gastón Solnicki consigue algo impensado: se abstiene de comentar el universo de su relato, algo infrecuente si se tiene en cuenta que se trata de personajes de clase alta a los que el cine suele caracterizar casi siempre con rasgos negativos. Al contrario, el director pareciera librarse de prejuicios respecto de su tema para interesarse por la trama material de los espacios que habitan sus criaturas, ya sea una lujosa casa de vacaciones o el depósito de una fábrica, hasta dar con un tono particular capaz de espiar en la intimidad y la evanescencia de las acciones. Los planos fijos y con luz natural, a cargo de Fernando Lockett y Diego Poleri, sumados a la estructura narrativa dispersa, con un relato que entra a situaciones ya comenzadas y sale de ellas antes de concluirlas y que privilegia el detalle por sobre cualquier cuadro de conjunto, producen un efecto singular: por un lado, la película observa y reconstruye la experiencia vital de una clase social que el cine suele abordar con la pereza del estereotipo y el resultado es fascinante, unas imágenes verdaderamente nuevas; por otro, esa experiencia aparece vuelta sobre sí misma, enrarecida, al punto de permitirle al director llevar la película por un camino que no es el de la intriga, sino uno más bien contemplativo; una forma de desplazarse por los espacios para mirar libremente, sin ceñirse a las exigencias de un relato, lo que aleja a Kékszakállú de cualquier posible lectura sociológica (algún conocedor de ópera sabrá cuánto se distancia la película de El castillo de Barbazul, de Béla Bartók, en la que se inspira libremente y de la que toma pasajes musicales). Con la distancia gélida que ya tenían los documentales Süden y Papirosen, Solnicki acompaña a sus nuevos personajes en sus intercambios cotidianos sugiriendo una trama, una historia en común, pero de la que en verdad no hay más que fragmentos desarreglados, esquirlas apenas de un todo que la película se niega a completar. No se trata, por otra parte, de invitar al espectador a jugar a la reconstrucción de lo que falta: el proyecto estético se va todo en esa serie de trozos desconectados que valen por sí mismos, más allá de la coherencia que pudiera proveerles una narración fuerte, como si la película fuera un rompecabezas que se arma quitando piezas, una máquina escópica que funciona de manera extractiva.
Hay directores que no confían demasiado en los mundos que crean y entonces diseñan los relatos con el fin de balancear la debilidad de la ficción. El caso más obvio es el de Christopher Nolan, especialista en filmar películas que funcionan en verdad como juguetes narrativos. A Denis Villeneuve le pasa algo similar. La llegada es un caso singular: la película presenta un universo robusto, con buenos personajes y un conflicto cautivante que el relato se encarga de anular para poner de relieve un giro narrativo, una simple vuelta de tuerca. Un prólogo de aires malickianos deja lugar a la historia de Louise e Ian, una lingüista y un físico que deben hacer contacto con los habitantes de una nave espacial y encontrar una manera de comunicarse con ellos. Es de temer que los dos funcionen como alegorías epistemológicas, ciencias humanísticas versus ciencias duras, pero el guion los provee con el suficiente espesor como para existir más allá de ese contraste. La primera mitad confirma que Denis Villeneuve puede llegar a filmar con gran belleza y lo descubre como un observador atento a la materialidad de la historia: la película dedica un enorme cuidado a mostrar cada momento de la empresa, tanto los largos preparativos previos, la primera entrada en la nave y la investigación posterior. El director representa de manera inédita a los alienígenas y su tecnología: nada de superficies brillosas o de pasillos putrefactos y pegajosos, la nave ovalada es más bien rústica, sin detalles destacables, minimalista, de un gris homogéneo y regular que suma algo de verosimilitud al artefacto. La película se demora en presentar a los visitantes extraterrestres y el primer contacto resulta impresionante, produce una mezcla de repulsión y terror con curiosidad. Todo parece marchar bien, hasta que el desciframiento del lenguaje alienígena conduce a explicaciones rimbombantes acerca del lenguaje y sus efectos sobre el pensamiento, las diferencias entre secuencialidad y simultaneidad, etc. En rigor, Louise no había dicho nada muy brillante sobre el tema hasta el momento, pero lo que sigue a partir de ahí se vuelve un rejunte de lugares comunes pretendidamente complejos sobre de las palabras y la cognición. Ya en el 69, en Matadero cinco, Kurt Vonnegut juega con la posibilidad de entender el tiempo como un todo continuo que puede recorrerse a voluntad (también hay extraterrestres), y lo hace con gracia e ironía, sin tomarse demasiado en serio a sí mismo. Con ese montón de afirmaciones pomposas, La llegada presenta como disruptiva una idea de hace casi cincuenta años, y ya se anuncia torpemente lo que cerca del final será el golpe de efecto, la información que le dé un nuevo sentido a todo lo visto hasta el momento. Es curioso que la película se construya toda sobre este mecanismo: parece que al director no le alcanzara la historia, la relación de los protagonistas, el misterio extraterrestre, las tensiones internacionales o Amy Adams (incluso el sistema de notación extraterrestre que inventa la película es interesante), y necesitara transformar ese mundo en poco más que un insumo para la pirueta narrativa final. La llegada es de esas películas que invita a su público a salir de la sala comentando temas importantes, serios (oh, el lenguaje y la percepción) o elogiando minucias de la ingeniería narrativa. Villeneuve desecha la película que había construido laboriosamente durante casi una hora solo para poder explotar un recurso narrativo y sorprender al espectador. Destino menor para una película que prometía leer desde un lugar nuevo y con inteligencia el viejo tema del encuentro entre el hombre y otras formas de vida.
Hace tiempo que Werner Herzog oficia de antropólogo. Sus documentales parecen recorrer temas muy distintos, desde la experiencia de un condenado a la inyección letal hasta la vida cotidiana de científicos en la Antártida, pero las preguntas giran siempre en torno de lo mismo: el misterio de la muerte, las formas de supervivencia; el hombre, en suma. Es por eso que Lo and Behold no se parece en nada a las películas que indagan en las llamadas nuevas tecnologías, ya sean documentales de carácter expositivo para televisión o panfletos de denuncia conspirativa que añoran un pasado comunitario idílico. La película trata acerca de internet y de sus efectos en la especie, por eso la mirada es necesariamente multidisciplinar y cancela enseguida cualquier posible simplismo: Herzog entrevista a matemáticos, filósofos, astrónomos, emprendedores, hackers, ingenieros y neurólogos, entre otros (la mayoría radicados en Carnegie Mellon). El abanico de testimonios y de enfoques adopta la forma de un caleidoscopio. Y si bien la película presenta la cuestión de internet como su centro, el relato salta rápidamente a otros temas como la robótica, la inteligencia artificial o la sustentabilidad de la vida en Marte. Como buen antropólogo, Herzog se entusiasma con sus hallazgos y deja que los nativos y sus rituales lo guíen por el terreno. Cada testimonio resulta fascinante y confirma el extraordinario talento del alemán para registrar el mundo y a sus habitantes: no importan los temas, importa la mirada, la manera en la que se formulan las preguntas, o sea, el cine. Hay una mirada herzoguiana capaz de descubrir lo maravilloso allí donde otros documentales encontraron solo mera novedad o sensacionalismo. Las películas del director conectan cualquier material con inquietudes profundas, antiguas, que se remontan hasta los orígenes del Sapiens: el miedo, el hambre, la alegría, la muerte. Un científico muestra los avances de su equipo de investigación: pequeños robots capaces de procesar información de sus alrededores juegan al fútbol con una precisión extraordinaria. Pero el director no pone el acento en ese prodigio técnico, sino en el orgullo y la emoción con la que el investigador presenta su trabajo, en especial cuando habla de su robot preferido. Otro científico cuenta su proyecto: el desarrollo de un prototipo que podría cumplir funciones humanas en situaciones límites. Sin embargo, ante una pregunta de Herzog, el técnico termina respondiendo acerca de la percepción de las máquinas y de los sueños de un robot: como es que, mediante flujos de información compartidos, un robot puede “soñar” con lugares en los que nunca estuvo. Cada documental de Herzog adopta una suerte de escala antropológica: en el fondo, todo es una cuestión de adaptación al entorno, de diálogo con la naturaleza, de viaje a lo desconocido. La escena final muestra a un montón de personas reunidas en torno al fuego, un leitmotiv por excelencia de la humanidad. Pero lo de Herzog es una antropología más bien lúdica, que se despoja a sí misma de los rigores académicos para jugar con las ideas y pensar así más libremente: ante la imagen silenciosa de una Chicago vacía, la voz en off de Herzog se divierte imaginando una expedición a Marte que habría dejado abandonada la ciudad, salvo por algunos pocos rezagados, unos monjes con celulares que llenan de a poco el plano y que, dice el director, habrían dejado la meditación y el rezo para tuitear. El momento es hilarante y confirma que esa comedia alucinada puede ser también un extraña vía de acceso al saber.
Después de la crudeza de La marea y de la experimentación de La cantante de tangos, Diego Martínez Vignatti, de nuevo junto a la actriz Eugenia Ramírez Mori, prueba suerte esta vez con un cine de corte narrativo. La tierra roja cuenta una historia de pueblo chico, infierno grande cuyo centro es la contaminación ambiental. Un estudio médico confirma que la papelera local produce los agrotóxicos responsables de los males que aquejan a los habitantes de un pueblito misionero; las protestas y las represalias escalan hasta que el conflicto hace estallar el relato. El director cincela su mundo con una singular atención puesta en lo físico: la vitalidad corporal del equipo juvenil de rugby es la contracara exacta de las enfermedades y malformaciones que padecen los lugareños. El médico encargado de curar los cuerpos carcomidos oficia de voz moral del film; el sexo es una necesidad fisiológica antes que afectiva. El protagonista, Geert Van Rampelberg, un Gerard Butler belga taciturno y macizo, dirige el equipo de rugby y es al mismo tiempo capataz de la papelera. Sobre él recaen el peso visual de la puesta en escena y de la narración: su transformación silenciosa, emotiva, casi orgánica, articulada en un castellano tosco, será la que desvíe el curso de la película entera.
La historia del cine es algo más que una colección de nombres destacados (como quiere el autorismo). También hay una historia de las formas que surgen y se desarrollan en el tiempo más allá de la voluntad de directores, guionistas y productores. La película de superhéroes es una de esas formas. La madurez de un género puede medirse observando una relación inversamente proporcional entre el nivel general de sus productos y la presencia de directores famosos. Los últimos trabajos de Marvel están a cargo casi siempre de directores poco o nada conocidos por fuera de la industria que modelan con paciencia el mundo de sus ficciones sin preocuparse por dejar una marca autoral, y el resultado es un montón de películas notables. Distinto es el modelo de DC, que consiste en traer nombres importantes (como Nolan o Snyder) que aplastan a los personajes bajo el peso del propio estilo y la grandilocuencia. Doctor Strange supone un nuevo capítulo en esa feliz serie cinematográfica que viene alumbrando Marvel. Stephen Strange es un neurocirujano canchero y ególatra que parece controlar a la perfección su vida y a quienes lo rodean. Pero en los relatos se suele castigar la arrogancia, así que la desgracia no tarda en visitar al protagonista: un accidente automovilístico le cuesta la movilidad en sus manos, que ahora son solo una masa temblorosa incapaz de realizar las proezas quirúrgicas del pasado. El personaje conserva en buen estado el resto del cuerpo, pero la pérdida del dominio táctil lo enloquece y conduce a la desesperación; la cámara hace incontables planos de esas manos inservibles; se ven manos que se niegan a obedecer a su dueño, que dejan caer cosas, que no pueden manipular una máquina de afeitar. Un drama bressoniano. Después vienen la conciencia del error propio, el cambio interno, el arribo a un lugar secreto resguardado del mundanal ruido y el esperado renacer como héroe improvisado que debe enfrentar a las fuerzas del mal, que traen consigo nada menos que una dimensión monstruosa que viene a la Tierra a devorarla y a sumarla a su reino tenebroso. Scott Derrickson no parece haber dirigido otra cosa que terror, sin embargo, Doctor Strange se mueve con precisión a través de la magia, el exotismo y las peleas del cine de aventuras. Versatilidad del artesano que puede desplazarse a gusto por distintos géneros. La película es capaz de balancear el misticismo de la trama con el timing de la comedia sin que uno anule el otro: los diálogos sobre los planos astrales y el tono de sabiduría oriental que colma el santuario es un insumo que la película trabaja con cuidado sin llegar a la caricatura ni a vender un orientalismo new age. Por su parte, los gags funcionan a la perfección, aunque en forma bastante más discreta que en Ant Man, Deadpool o las Iron Man (las otras comedias de Marvel). La película encuentra ese tono anfibio de aliento típicamente clásico y puede sostenerlo durante casi dos horas; se trata de un virtuosismo cada vez menos frecuente que opera borrando sus propias huellas; la máquina del cine se oculta para dejar en el centro de la escena las peripecias del relato. Sin embargo, hay algunos momentos donde la película se permite exhibir su propia factura, por ejemplo, cuando Strange es sometido a un tour intempestivo por los planos de la existencia, y sobre todo durante los combates, cuando los personajes manipulan el espacio y lo transforman en toda clase de trampas y obstáculos para sus rivales. Lo primero recuerda claramente a 2001: Odisea del espacio, aunque sin la seriedad ni el ascetismo exagerado de Kubrik, y las imágenes de los edificios colapsando unos contra otros, como si fueran un maravilloso mecanismo de piezas móviles, hace acordar a algunas imágenes de El origen, solo que allí los protagonistas gastaban más tiempo en explicar esos prodigios desde los diálogos que en utilizarlos de manera cinematográfica, mientras que en Doctor Strange se aprovecha el recurso y se lo transforma en un habitual campo de batalla en el que se miden los bandos de héroes y de villanos con poderes mágicos y técnicas de lucha sobrenaturales que ejecutan sobre escenarios mutantes e inestables. La generosidad visual de la película y el pudor del director a dejar ver su huella se perciben también en las performances de los actores, que saben mantenerse dentro de los límites de sus papeles: Rachel McAdams acepta componer a una enfermera algo gris y asustadiza, renunciando al brillo habitual de sus personajes; Benedict Cumberbatch respeta uno por uno los tics del héroe arrogante pero de buen corazón a lo Indiana Jones (o cualquier otro aventurero estereotípico); Mads Mikkelsen continúa investigando la manera de darle vida a malos despiadados reduciendo la gestualidad a niveles pocas veces vistos, en un minimalismo que remeda, aunque sea lejanamente, los “modelos” de Bresson; Tilda Swinton hace a una líder espiritual sin caer en la solemnidad y hasta se permite ser simpática, ofrece una buena cantidad de sonrisas y regala sus gestos andróginos de siempre. Todos ocupan el lugar que les corresponde sin correrse ni un milímetro, anteponiendo el funcionamiento general del relato por sobre cualquier lucimiento personal. Si no fuera por algunos efectos que delatan la técnica digital, uno podría pensar que está viendo una película clásica, de esas que rebozaban confianza en sus historias y que nunca se permitían dudar de la buena fe de los relatos.
Podría pensarse que la película de Francisco Máquez y Andrea Testa trata de la dictadura, pero no, eso representa apenas un fondo, un material disponible. Su tema es otro, el de un hombre arrastrado a una situación límite sobre el que todo parece cerrarse hasta aplastarlo, ya sea la amenaza de un secuestro, la ajustada cocina que lo comprime junto con su esposa y sus dos hijos, o la noche que se interpone entre él y sus pesquisas. Todas las menciones al retrato de la época y las referencias sociopolíticas que reponen muchas críticas parecen más un efecto de lectura algo previsible que se desvía de la propuesta de la película. Acá, al igual que en buena parte de la filmografía de Hitchcock, el relato es guiado por el motivo de un hombre común es introducido a la fuerza en una situación extraordinaria que lo desborda: en su desarrollo, La larga noche… remite menos a la historia reciente del país que a la del cine. Los directores diseñan un dispositivo fílmico de un rigor poco frecuente: salvo tal vez por un único plano, la película mira obsesivamente a Francisco y lo acompaña siempre de cerca durante su excursión nocturna por una Buenos Aires derruida. El clima de peligro se siente en todo momento; los rostros parecen máscaras deformadas por el miedo y la mentira. El terror colectivo surge de un fuera de campo construido laboriosamente sobre el que el relato proyecta los conflictos de una moral individual.
Unos tacos caminan por entre medio del barrio. Su dueña, una modelo, se mueve suavemente evitando salpicarse. La sesión de fotos va a ser en una cancha de fútbol donde todavía hay gente jugando. Empieza a llover así que las chicas posan con paraguas. Cuando se trasladan a un mercadito, la gente pasa por delante de la cámara y estropea algunas tomas. Ese constante negociar con la adversidad podría resumir la filosofía de Guido Fuentes, pequeño empresario de la moda boliviano que opera en la Villa 31, donde tiene su taller y su escuela de modelaje. El documental muestra su vida cotidiana y lo acompaña en su regreso triunfal a Bolivia para presentar unos diseños suyos en un desfile.Un poco a la manera de Estrellas, las imágenes de Guido Models hacen convivir elementos que parecían irreconciliables como la moda y la marginalidad. La historia de Guido ya es conocida por los medios de comunicación en muchos países, pero la película de Julieta Sans cuenta con el mérito de seguirlo allí donde las cámaras y los micrófonos no llegan: su casa, la de su familia en Bolivia o en los ensayos y pruebas junto a sus chicas. La directora toma sus materiales de la realidad y encuentra una épica, como si la sola historia de Guido ofreciera por sí misma una variante latinoamericana del camino del héroe.