Florence, la mejor peor de todas es una película de equilibrista: Stephen Frears cuenta la historia de los manejos y las mentiras que permiten que una mujer que canta horrible sea escuchada por mucha gente, y lo hace sin reírse nunca de su protagonista y sin transformarla sumariamente en una víctima triste (aunque la biografía de la Florence real sea un catálogo interminable de tristezas). El director recorre un terreno incierto y consigue mantener desde el comienzo una inestabilidad dramática poco frecuente: el guion y la puesta en escena hacen malabares para dar cuenta del ridículo al que se somete Florence, pero con el cuidado de no incurrir nunca en el miserabilismo, aunque haya que mostrar, por ejemplo, las burlas de las que es objeto por una buena parte de su público, o sea necesario señalar con claridad los momentos más brutales de sus performances. La apuesta de la película parece arriesgada: es común que el cine torne fascinante a un villano, pero mucho menos habitual es que se trate de imbuir de interés a un personaje como el que tiene a su cargo Meryl Streep, una mujer mayor pero añiñada, un poco tonta, encerrada en sus fantasías, ajena a lo que ocurre en su entorno e incapaz de percibir su falta absoluta de talento. Por eso es que el centro de la película lo constituyen tanto Florence como St. Clair, el esposo abnegado capaz de fabricar el más elaborado de los engaños con tal de cumplir los caprichosos de su esposa. Hugh Grant, además de uno de los mejores actores del mundo, es un especialista de las máscaras: en una escena inicial, St. Clair acuesta a Florence, comentan su desempeño en un tableaux vivant, él le recita hasta que ella se duerme. Ni bien termina ese ritual encantador, se pasa a otro más realista: St. Clair controla el pulso de Florence, y junto con la sirvienta le sacan la peluca y le colocan un pañuelo. Ese momento breve funciona como clave de lectura de toda la película: el esposo, a veces cándido, otras tirano, oficia de director de una gran puesta en escena que le posibilita a Florence seguir interpretando el papel de una cantante querida y respetada, a pesar del deterioro causado por la sifilis a lo largo de casi cincuenta años. Una buena parte del relato se va en seguir la conspiración organizada de manera obsesiva por St. Clair, y la tensión surge mayormente de las contingencias no contempladas en su plan, como la presencia inesperada de un crítico que, a diferencia de sus colegas, no acepta vender su opinión. La película desvía sutilmente su foco de Florence hacia St. Clair y pasa a narrar las dificultades que supone blindar a la mujer de la realidad durante un concierto a beneficio de veteranos de guerra en el Carnegie Hall. El guion nos ubica tan cerca de la pareja, y en especial del marido, que tememos por él y por el éxito de sus engaños, a pesar de que el hombre se comporta como un dictador que no vacila en manipular voluntades y corromper a cualquiera. Frears y el propio Grant le imprimen a St. Clair un encanto inigualable que lo hace merecedor de la simpatía del espectador a pesar de todo, incluso de su relación extramatrimonial. Ya es hora de hablar en extenso de la sonrisa de Hugh Grant, tal vez uno de los inventos actorales más sofisticados del cine actual que el inglés es capaz de utilizar con fines múltiples, incluso para deformar el rostro en un instante de conmoción y llanto contenido. Sonrisas que dejan ver lágrimas, cantantes que no dan bien una sola nota pero igual que reciben ovaciones y una comedia de aliento clásico que no esconde su tristeza profunda: Florence… es una película inestable que sabe jugar con la ambigüedad y transformarla en una forma de mirar.
Una cena entre amigos que deja paso a peleas, rencores y la revelación de secretos. La mayoría grita o sobreactúa el estereotipo que le tocó en suerte, ya sea el del intelectual en pose que exagera su compromiso político, o el del yuppie exitoso que ostenta su nuevo escalafón social. Por turnos, de manera sincronizada y previsible, el guion pone a cada uno en el lugar incómodo de tener que justificarse, dar explicaciones o aceptar críticas a su forma de ver el mundo. La película prueba suerte con un grotesco discreto que no llega a escandalizar, salvo tal vez en el caso de Simona, la escritora recientemente famosa y corta de ideas que asume sin demasiados complejos su propias limitaciones artísticas y cognitivas en general: no hay ninguna calidez para con ella, ninguna amabilidad. El relato parece armado como un reloj, no porque exhiba alguna especie de precisión, sino por la organización mecánica que deja ver el conjunto, sobre todo en la manera en la que se gestionan las relaciones entre uno y otro (alianzas, traiciones, reconciliaciones) tosca y rutinariamente. La inclusión de los flashbacks familiares son un misterio: no aportan nada y solo parecen cumplir el rol de separadores. Los temas de la cena no son otra cosa que un compendio de lugares comunes bienpensantes y cuestiones de actualidad, como el peso de Musollini y el fascismo en el presente de Italia o la pretendida decadencia de la cultura del país (que valora y premia un libro como el de Simona). En el medio, no faltan menciones políticamente correctas a la homosexualidad o al papel de la mujer en la sociedad contemporánea que la película trata de hacer pasar por polémicas sin demasiada suerte. Todo es pulcro y nítido y se presenta de manera ordenada (no sea cosa que el público no entienda bien a qué tipo social remite cada personaje), pero la directora igual exagera las puteadas, las cargadas y las referencias al sexo, como si con eso pudiera imprimirle algo de carnadura, de vida a sus personajes, hacer que respiren (por contraste, Un dios salvaje, la transposición de la obra de Yasmine Reza a cargo de Polanski, se revela ahora, incluso a pesar de su intrascendencia y grisura, un retrato verdaderamente negro de la clase media). La única del grupo que parece realmente viva es Betta, aunque no se sepa con seguridad si el logro es de la película o de Valeria Golino, que compone con mucha humanidad a una ama de casa que se desvive por atender a su familia relegando su carrera y hasta el ejercicio físico, al que reduce a breves microrutinas que realiza en sus trayectos entre la cocina y el living. Se produce el nacimiento esperado y tanto la familia como el grupo de amigos se muestran unidos y dejando atrás sus diferencias. La película es tan tibia que ni siquiera se atreve a prolongar hasta el final la sátira del comienzo. Lo más parecido a un comentario explícito sobre la miseria de los personajes se nota en los momentos en los que el helicóptero de uno de los hijos de Betta, equipado con una cámara, observa desde el aire y en blanco y negro a los comensales: esos planos construyen una mirada ajena a los pequeños dramas que surgen durante la cena y develan una voluntad de entomólogo algo cruel. No es que haya demasiada sofisticación ahí, pero al menos se trata de momentos fugaces donde la directora se hace cargo de la escena y manifiesta una voz propia; el resto del tiempo, el asunto es menos interesante todavía.
Existe la memoria ordenada y más o menos sistemática de los documentales expositivos, y también está la memoria caótica, hecha de a retazos, dispersa de películas como Crespo (la continuidad de la memoria). El director registra el duelo por el padre fallecido a través de objetos, imágenes, seres queridos y, sobre todo, de sus propios recuerdos. La cámara y la voz en off de Crespo buscan por todos los medios recomponer la figura del padre, fijar con nitidez sus contornos para salvarla del olvido. La película se entrega a la observación de las cosas y a la deriva: una araña que teje laboriosamente una tela o un hombre que documenta lápidas hacen su entrada para complicar la pesquisa y proponer un tiempo nuevo, menos histórico que poético, con reglas propias, una duración del cine. El fluir de la película la lleva a abrirse a distintas clases de materiales como filmaciones o fotografías, tomando todo aquello que pueda servir de testimonio del paso por el mundo del hombre. El director consigue apropiárselos y hacerlos trabajar para él, como cuando una serie de imágenes de personas saltando a un lago es interrumpida justo en el instante de la zambullida: ese momento ilustra perfectamente el carácter fragmentado, elusivo y circular de la memoria desplegada por la película, pero también su voluntad de juego, de producir algo como una poesía del recuerdo.
Los materiales iniciales de 45 años parecen discretos, escasos, casi pobres: los Mercer viven un plácido retiro en una casa en el campo hasta que una carta dirigida a Geoff trae noticias de un romance del pasado que trastoca la relación de los dos. Desconcierto, sospechas. La antigua amada anuncia su regreso, después de medio siglo de ausencia, desde un bloque de hielo en los Alpes que, parece, habría garantizado la conservación del cuerpo y hasta de su ropa. A partir de esa consigna, el director Andrew Haigh consigue que el universo de sus protagonistas, hecho de pequeñas cotidianeidades de provincia, cobre un espesor cada vez más evidente: los gestos imperceptibles, los movimientos erráticos del cuerpo maltrecho de Geoff, las pequeñas anotaciones que hace el relato sobre la rutina, todo acaba por establecer un vínculo entre Kate y Geoff en el que ella resulta ser una presencia demasiado fuerte, protectora pero algo sofocante, que dirige en parte la vida del esposo al que le cuesta un poco escapar del gobierno de su mujer. Haigh trabaja el drama sin caer en marcaciones psicológicas: prácticamente todo surge de la interpretación de los actores, de sus acciones, de los gestos leves con los que llenan el día a día. Adoptando el punto de vista de Kate, el guion apuesta al misterio (¿a dónde va él? ¿Tiene pensado viajar a Suiza para reconocer el cadáver?) tanto como al desempeño notable de Tom Courtenay. Su Geoff, hombre mayor enfermo, que todavía padece las secuelas de un ACV y que alguna vez supo ser de izquierda y coquetear con la militancia marxista, resulta en la actualidad un ser gris y apagado que se mueve con dificultad por la casa, que no sabe bien cómo llenar las horas libres (agarra libros que no lee, se propone arreglar utensilios domésticos rotos que no arregla). Hay incluso alguna clase de morbo en el interés de la película por relevar hasta el más pequeño e insignificante de los tics del personaje, su permanente desorientación, la dificultad con la que emprende hasta la tarea hogareña más minúscula. La vuelta de ese amor desconocido para Kate acaba por hacer de Geoff alguien misterioso, errático, que pareciera esconder más de lo pensado detrás de su incapacidad física, como si la enfermedad y sus efectos no fueran más que una máscara con la que la película da forma ya no a un hombre sino a un enigma. De paso, pone en jaque la voluntad de control de ella: la relación con la otra mujer le demuestra que no sabe todo de Geoff, que no administra completamente la existencia y los sentimientos del marido. Al tomar el punto de vista de Kate, se vuelve el vehículo afectivo del relato: al revés de lo que ocurre con el esposo, sabemos todo del sufrimiento de ella, de sus dudas, de sus celos, sobre todo ante un descubrimiento relativo a la maternidad. La película manipula el suspenso de manera ostensible siempre en torno de breves escenas cotidianas en las que uno y otro suelen compartir el espacio del encuadre y dejan ver en la pantalla una familiaridad y una complicidad que refuerzan la credibilidad de la ficción de Haigh. Pero el director, más o menos invisibilizado detrás de su propia maquinaria narrativa, decide salir a la superficie y dejar ver su mano, hacer patente su presencia, en dos planos groseros: en uno, cuando ella toma conciencia de estar perdiendo a Geoff y, por obra de una corriente de aire poco verosímil, una puerta se cierra muy, muy despacio detrás de ella; en otro, durante la escena inmediatamente posterior, la protagonista camina por una calle llena de gente y aparece rodeada milimétricamente de ¡una madre con un carrito de bebé! de cada lado. Uno se pregunta a qué obedecen estos subrayados, qué hace que el director olvide el rigor inicial, su habilidad para registrar con cierto pudor los intercambios entre los personajes y la casa, y se entregue a estos golpes de efecto inncesarios. El resto del tiempo, Haigh parece conservar su singular habilidad para los planos distantes legibles y que favorecen el surgimiento de tensiones, demostrado de paso que la economía visual en muchos casos puede servir para contar más. La película no asume demasiados riesgos, es cierto, más bien transita cómodamente por el camino un poco borroso del drama gerontológico con algunas dosis suplementarias de misterio, y el desenlace sugiere en parte una falta de compromiso, cuando el director juega a dejar todo abierto porque tampoco parece tener demasiada idea de cómo cerrarlo.
La austríaca Goodnight Mommy tarda en mostrar sus cartas y, cuando lo hace, sorprende con una mano inesperada. El tono austero con el que Fiala y Franza narran la historia hace acordar a Haneke, en especial a Funny Games: los planos, prolijos y cuidados, serenos, no sugieren la crueldad que habrá de estallar cerca de la mitad del metraje. Incluso esa crueldad muestra una evidente marca hanekiana: la violencia a veces es gratuita, los personajes infligen dolor sin demasiado esfuerzo, el cuerpo se destroza de a poco y en las zonas menos esperadas. El relato comienza contando la vida más o menos bucólica que dos pequeños hermanos gemelos llevan junto a su madre en una casa de campo. La arquitectura, moderna y gélida, en completo desfase con el paisaje, informa del carácter extraordinario del lugar y sus habitantes. Los chicos se divierten solos y la madre regresa no se sabe de dónde, distante y con la cara vendada. Los hijos comienzan a rondarla en silencio por los pasillos de la casa a la caza de alguna explicación, pero lo único que obtienen son retos y gritos. La madre, cada vez más una extranjera, se transforma en una amenaza: Luke y Elias la acechan, hacen planes de escape, construyen armas para defenderse de la eventual impostora. Pero es allí, justo cuando el conflicto se presenta diáfano y la maquinaria del horror está a punto de echarse a andar, que la película modifica las reglas de juego: ahora el relato ya no estará centrado en los chicos sino en el calvario de la mujer, de la que poco a poco se irá conociendo el pasado. Del terror psicológico del comienzo se pasa sin escalas a una película de tortura: Fiala y Franza mantienen la fotografía brillante de la primera parte y los planos siguen igual de cuidados que al principio. Es como si los directores tomaran parte en un desafío: generar un miedo profundo a través de una luz cegadora y de una singular armonía visual, sin nada parecido a los sobresaltos, el abuso de la oscuridad o las persecuciones que abundan en las versiones menos pulidas del género. El guion parece tan seguro de sí mismo que uno de los momentos de mayor tensión (cuando llegan a la casa dos enviados de la Cruz Roja a pedir una donación) se resuelve apelando a un humor discreto, casi simpático. El final depara una vuelta de tuerca bastante menos interesante que el giro que se da sobre la mitad, y el cierre se hace a las apuradas, como si la película fuera consciente de su propio desgaste y tratara de terminar las cosas rápido, para no darse la oportunidad de arruinar el clima logrado hasta esa parte.
Al encierro, el cansancio, la abulia y el blanco y negro de Los ilusos, Los exiliados románticos le opone el movimiento del viaje, el aire libre y unos colores brillantes que expresan magistralmente la vitalidad de la historia. Tres amigos parten hacia Francia en una camioneta. Los distintos destinos y motivos detrás de la empresa se van conociendo sobre la marcha; todos involucran el reencuentro con una mujer. Como en los relatos de viaje (que no son necesariamente lo mismo que la road movie), los personajes van conociendo gente nueva y, al mismo tiempo, conociéndose a ellos mismos. Trueba planifica sus escenas casi siempre en torno a unos diálogos fracturados en dos o más lenguas: los protagonistas hablan, se entienden y discuten en español, francés e italiano y hasta un poco en alemán. Ese concierto de acentos y sonoridades es el terreno en el que despliegan sus escaramuzas amorosas el trío protagónico: decirle al otro que se lo ama, o que no se sabe bien lo que se quiere, incluso alertarlo sobre lo complicado de la propia personalidad; las diferencias idiomáticas y lo dificultoso de la traducción pone en escena mejor que ningún otro recurso los conflictos entre las tres parejas. Se trata, en el fondo, de un asunto de distancias: de las que comportan las palabras, claro, pero también de las que se abren entre las ciudades de España y de Francia, y del abismo entre las situaciones personales de cada uno. Pero Los exiliados románticos no es una película sobre el desamor o el sufrimiento, por eso el director zanja más o menos rápido esos desfases para que los amantes puedan reunirse y estar juntos (salvo por un caso, en el que Trueba filma el fracaso en un riguroso y elegante estilo rohmeriano). “Creo que no termino la tesis para no tener que empezar a tomar decisiones”, le dice uno de los personajes a su compañera, como para demostrar que todos están perfectamente informados de sus propias manías y, de paso, derribar cualquier posible realismo psicológico. Como en todas las grandes películas, lo que se ensaya acá es una suerte de estética de la felicidad: además de la ligereza con la que se degustan cada uno de los reencuentros, el director alterna la búsqueda de los varones con las apariciones de la cantante Mirren Iza y sus letras huidizas, su voz siempre a punto de quebrarse y los rasgueos suaves de su guitarra. La frágil y evanescente de Tulsa parece gustarle tanto a Trueba que al final, sin ninguna justificación narrativa, hace que los personajes canten todos juntos una canción más, casi como Almodóvar en Átame. Nada resulta tan grave como para renunciar a la alegría, incluso el rechazo amoroso puede significar paz y desahogo. Excepto por unos breves estallidos del final, Trueba abandona la pose autoconsciente de Los ilusos y se lanza de lleno a las rutas europeas a para hablar del amor, la comida y los paseos.
Una fuerza militar instalada en un país desconocido. Salidas al territorio, resistencia local, escaramuzas. Los soldados añoran el hogar. A sus familias no les va mucho mejor en su tierra. Operación en pueblo carenciado, ataque sorpresa de rebeldes, contrataque de los militares asustados. Posible violación de las leyes de la guerra, cita de la justicia nacional, comandante a juicio. La danesa A War: La otra guerra suscribe a todos y cada uno de los lugares comunes que Hollywood popularizó con esa especie de mezcla de cine bélico y las películas sobre procesos legales. En todo el mundo, A War parece ser recibida como novedad, como un artefacto cinematográfico extraño y distintivo, pero exceptuando el origen y cierto despojamiento formal a la hora de filmar la acción, el modelo del director y guionista Tobias Lindholm es el cine narrativo norteamericano. El trabajo de imitación funciona sobre todo en la primera parte, cuando los soldados que tratan de ganarse la simpatía de los pobladores de una pequeña aldea de Afganistán con el fin de aislar y debilitar a las fuerzas talibanes. El uso del fuera de campo, la construcción del espacio y la utilización del sonido (sobre todo durante el ataque) son el principal insumo de la película para la elaboración del suspenso y el aprovechamiento del entorno. En cambio, las miserias cotidianas de la esposa y los tres hijos del protagonista en Dinamarca no son muy distintas de las que podrían verse en cualquier drama del montón. Pero el gran problema llega con el juicio: el director no tiene idea de cómo hacer de la sala un lugar atractivo o mínimamente legible. Los planos alternados de la defensa, por un lado, y de la fiscalía, por el otro, sugieren que la película no sabe cómo filmar su tema y, de paso, se comprende de golpe la complicada ingeniería visual que ponen en funcionamiento las películas de juicio, con su tendencia a la maximización de la información y a la división clara de jueces, jurados y público, que rodean y realzan a acusados y acusadores, verdaderas estrellas del conjunto. En su intento de copia, A War enfatiza sobre todo el dilema moral que proponen películas como El motín del Caine o Código de honor, pero al final una vuelta de tuerca rompe con las expectativas y la película naufraga entre el efectismo y un discurso militarista grueso. Semejante giro en una película estadounidense la habría hecho merecedora de los gastados motes de “imperialista”, “pro yanqui” y otros epítetos similares, pero tratándose de cine danés, los críticos no parecen haber reparado mucho en eso.
Unas pinceladas veloces le alcanzan a la película para presentar su mundo: una España en crisis con bancos usureros y ejecutivos sin alma conforman a las apuradas otro retrato sobre los males del capitalismo. Empieza el robo y el guion apela al tradicional motivo del ladrón noble: Jorge Guerricaechevarría no demuestra grandes dotes para la construcción de personajes, pero la figura se revela igualmente eficaz. Los malvivientes son en su mayoría argentinos (hay un uruguayo y un español, además) y los intérpretes deben sobreactuar su origen: putean, gritan, mienten, explotan la tan mentada viveza criolla. La aparición del grupo casi funciona como un comentario metafórico de calibre grueso: la debacle europea se ve certificada por la irrupción de estos marginales del tercer mundo que toman por la fuerza lo que una economía desigual no les da. El director tiene entre manos una película encantadora que no requiere de mucho esfuerzo de su parte: la fórmula del caper film trae consigo el cine y parece estar blindada contra las malas decisiones de realización; por decirlo de alguna forma: la película se cuenta sola (aunque, en rigor, los caper film cuentan la preparación de un robo y su posterior ejecución, mientras que acá lo que debe prepararse es, justamente, la fuga). Carpalsoro lo sabe y por eso se dedica a trabajar lo mejor que puede desde las sombras dejando que el género brille por sí mismo, sin intentar ninguna clase de pirueta o truco cinematográfico demasiado complicado. Extrañamente, el director filma los diálogos (que son muchos) casi siempre apelando al rutinario plano contraplano, pero es capaz de aprovechar con inteligencia el espacio del banco, por el que puede verse yendo y viniendo incansablemente a los protagonistas, en especial a Rodrigo de la Serna, que debe realizar algunas corridas formidables de un lugar a otro. Los personajes no están todos elaborados con la misma atención al detalle, y mientras el guion se concentra en el suyo y en el de Luis Tosar (y en el ajuste de cuentas que pesa entre los dos), descuida a otros como los de Luciano Cáceres y, sobre todo, el de Joaquín Furriel, que hace de un exagerado argentino medio bruto y casi de comedia costumbrista que rompe el verosímil del caper. El relato avanza y la demagogia crece hasta niveles difíciles de tolerar: además de los clientes del banco estafados y los atracadores de buen corazón, ahora la película se despacha con una pintoresca galería de políticos corruptos y sin escrúpulos. Sin embargo, el género acolchona cualquier referencia al presente de España y reencauza la película hacia la ficción: ese retrato algo edulcorado con héroes y villanos, después de todo, no deja de evidenciar los signos de la narración clásica, es decir, del cine y su artificio. Los contratiempos que suma el guion no siempre funcionan bien, pero los actores (en especial los ladrones), sostienen la película con dignidad: el contrapunto de De la Serna y Tosar, por ejemplo, resulta ser bastante más sólido de lo que se podía pensar en un principio. Uno crece frente al otro y la dupla llega a apropiarse de la película toda, eclipsando a los demás. El trabajo de De La Serna es el más magnético, tal vez porque en una película muy hablada (el primer tiroteo tarda muchísimo en ocurrir), la suya es una actuación física, que emplea todo el cuerpo y le imprime alguna cuota de dinamismo a las imágenes por momentos televisivas. Tosar, en cambio, confía en su rostro (particular, por cierto), al que puede someter a modulaciones sutiles y casi imperceptibles con una habilidad poco frecuente. Tosar es milimétrico, en cambio, De la Serna apuesta al exceso como ya hiciera antes en Okupas o Revolución: El cruce de los Andes: lo suyo es la explosión, el derroche de energía. Las escenas de acción por momentos escasean y Calparsoro tampoco es Jean-Pierre Melville como para jugar al despojamiento y la contemplación, pero la película igualmente fluye y exhibe un placer evidente por recorrer todos y cada uno de los lugares comunes del caper film.
No se sabe con certeza hacia dónde se dirige El movimiento: el comienzo, con sus planos largos y estilizados, y con un gusto evidente por filmar la crueldad y la humillación, hace pensar que Benjamín Naishtat traslada sus intereses de Historia del miedo a un relato de época. Pero no: enseguida, después de un desenlace brutal y algo efectista, la película abandona para siempre a ese grupo de personajes y se fija en otro compuesto por tres hombres que llegan a la casa de un estanciero caído en desgracia. La ausencia de certezas suele ser la condición de posibilidad de muchas grandes películas, pero aquí no se trata de eso, sino de la falta de un destino más o menos claro. Es que, si hay algo que la película no se permite, justamente, es dudar: las elipsis cortantes, los planos móviles y algo desprolijos, la artificialidad de los espacios, la evidente impostación de las actuaciones; todo en El movimiento denota seguridad, firmeza en las intenciones, como si al director no hubiera pasado por alto ningún detalle. Todo parece ocupar su lugar justo, incluso el aparente desorden (visual, auditivo) es otro recurso elaborado cuidadosamente por una dirección obsesiva. En su opera prima, Naishtat ya había demostrado un cálculo inusual en la puesta en escena, pero allí ese orden formal estaba claramente al servicio de la construcción de un mundo en descomposición: la rigidez casi académica de los planos era el contrapunto estético de unos personajes cuya psiquis se degradaba sin remedio. En cambio, El movimiento, si bien habla de una especie de locura, no sabe cómo construirla; todo el exceso visual, sonoro y actoral no hace más que señalarse a sí mismo, como si la película fuera un registro de su propio intento por convertirse en algo distinto de sí misma, en otra cosa más sofisticada. Cada recurso denuncia la presencia de la dirección, y la historia de unos hombres que alucinan sobre un movimiento que habría de salvar a la patria queda supeditada al petardismo de la construcción fílmica: los cortes bruscos, el abuso de la oscuridad y de los espacios notoriamente escénicos, las elipsis, todo se interpone entre nosotros y ese mundo desolado que trajinan unos locos que no cejan en su empresa desquiciada. Algunos momentos parecen evocar sin demasiado éxito a Herzog, a Rocha, incluso a Tarantino (las largas conversaciones que un psicópata mantiene con sus eventuales víctimas). La película se sostiene en buena medida gracias a la presencia de Pablo Cedrón, que sabe cómo ponerle voz a algunos diálogos imposibles y logra una actuación puramente cinematográfica casi desde cualquier ángulo, como si su cara estuviera hecha de infinitos pliegues visuales; el director lo aprovecha y transforma al actor en el principal insumo de su película.
Con una fotografía en blanco y negro que presenta un Amazonas en clave preciosista como telón de fondo, se comprende rápido que el director transita voluntariamente una zona incierta, ambigua, y que toma distancia de cualquier lugar extremo: el relato, con sus reconocibles momentos de aventura y de locura, está lejos de la eficacia narrativa de las películas estadounidenses por un lado, tanto como de la búsqueda de monumentalidad del cine de Herzog por el otro. Sin embargo, Ciro Guerra suscribe evidentemente a un cine que cuenta historias, como puede verse enseguida en el periplo de los protagonistas y en la evocación de viejas convenciones del cine de aventuras, como la mención a la sabiduría superior de los pueblos aborígenes, los horrores del colonialismo europeo (y del extractivismo latinoamericano, también), o en la apelación al eterno motivo del choque de culturas. El problema es que ese choque, que se anuncia al comienzo como un verdadero salir al cruce de “el otro”, se narra finalmente con los recursos más gastados imaginables, e incluye golpes bajos como la escena en la que se ve a un cura azotar a un joven discípulo. Entre otras ocasiones, es cuando el explorador estadounidense llega a la misión años después que su antecesor y ve una sociedad enloquecida y gobernada por un supuesto mesías que la película exhibe sus propias limitaciones: Guerra quiere filmar la locura colectiva, apropiársela a la manera de Coppola, o de Herzog, o de Saer en El entenado, pero solo alcanza a dar con un tono entre torpe e involuntariamente cómico y nos recuerda, sin quererlo, que la oscuridad es algo a lo que muy pocos directores pudieron realmente asomarse. El abrazo de la serpiente, entonces, es más o menos un dispositivo que se pretende sofisticado, pero que no aspira más que a actualizar viejos lugares comunes del cine y de la literatura. Si bien al principio el director trata de deslumbrar con el delicado trabajo aplicado a la imagen (con un blanco cegador que colma los planos y que, hay que decirlo, sumado al encuadre ancho, resulta muy bello), a medida que avanza el metraje el guion se revela como el verdadero soporte de la película, el mecanismo que produce sus destellos más visibles: una buena parte del interés y de la apuesta de Guerra dependen del juego con dos tiempos distintos que el relato mezcla y de los que se sirve para construir ese efecto tan particular que surge de observar el pasado y el presente de Karamakate, y de cómo en ese ir y venir se dispone la cuestión de la memoria y del aprendizaje. Entonces, si El abrazo de la serpiente conmueve, lo hace sobre todo a partir de esa ingeniería de guion, que pertenece más plenamente al terreno bien cartografiado de las películas narrativas, que a las tierras más bien inhóspitas, siempre por explorar, del cine contemporáneo.