¿Qué queda de Iñárritu si se lo saca de la zona de comfort que para él representan los relatos corales, la miseria urbana y el comentario social? No mucho, o por lo menos eso parece exhibir El renacido, su primera película de época, localizada enteramente en un escenario natural y que sigue una única línea narrativa. Sin una galería de personajes estereotipados ni un relato que conecte impensadamente a unos y otros, a Iñárritu no le queda otra que centrarse en un puñado de protagonistas, pero el director demuestra que lo suyo nunca fue la construcción narrativa: tanto los rasgos de los personajes como los vínculos que entablan resultan gruesos y toscos, como si la película necesitara gritar, por ejemplo, que Fitzgerald será el villano, anunciándolo con casi una docena de líneas de diálogos suyas. En este sentido, al menos, la elección de los actores no es desacertada: Di Caprio, que hace tiempo muestra una predilección por papeles difíciles, complejos, bigger than life, entrega ahora una actuación sufriente, esforzada, oscarizable, de esas que siempre quedan bien. Tom Hardy, por su parte, después de la última Batman y de Mad Max, continúa en la senda de personajes enloquecidos aunque sin poder dar con una locura verdaderamente cinematográfica: el acento sureño, la voz quebrada y los ojos desorbitados son los recursos con los que intenta imprimirle, sin demasiado éxito, exceso a su actuación. Pero el director le falla el pulso también a la hora de descerrajar alguno de los largos planos secuencia que componen la película. El ataque indio del comienzo deja en claro que el mexicano no sabe cómo aprovechar los grandes espacios ni imprimirle vértigo a las imágenes: cuando empiezan a silbar las flechas, la cámara traza movimientos previsibles y recorta el plano cerrando el campo visual, desaprovechando la vastedad del escenario. Para sumar alguna variación y que la escena no resulte tan monótona, el director opta por seguir ya no a un personaje sino a una serie de fechazos, disparos y peleas que conforman una breve secuencia casi experimental. La cosa no estaría mal sino fuera porque, en el medio, la película pierde de vista a sus protagonistas, de los que nada se sabe. El gran problema llega al final de la secuencia: cuando los cazadores se retiran a la costa para huir en bote, aún en medio del tiroteo y la gritería, la música (a cargo del gran Ryuichi Sakamoto) irrumpe callando los disparos y el sonido ambiente; la acción está todavía en su punto culminante, pero el director no puede evitar la tentación de hacer presente su mano aún en un momento semejante; el trabajo del fotógrafo Emmanuel Lubezki es opacado por la veleidad del director. A fin de cuentas, ahora que se encuentra fuera de su hábitat natural, Ilñarritu deja ver que nunca fue más que apenas un director veleidoso, canchero, que necesita estampar visiblemente su huella a cualquier costo. De la marcha terrible de los protagonista el guion no extraer nada que no sean conflictos chatos y perfiles unidimensionales; no hay sorpresas o matices narrativos de ninguna especie, incluso hasta se llega a poner en boca de un jefe indio un diálogo tan políticamente correcto acerca de las invasiones europeas que prácticamente destruye la versomilitud del conjunto. Fuera de algunos destellos técnicos, como el combate con el oso, la película no es muy distinta de cualquier relato de época violento. Sin embargo, sobre la mitad, cuando el relato gire más claramente hacia la historia de venganza, algo cambia. La película parece adoptar un tono vital que no había sido capaz de elaborar hasta el momento: la fotografía gris y apagada vira hacia el color y regala algunas de las mejores imágenes de la película (Lubezki imita lo hecho por él mismo en películas de Terrence Malick); los elementos, hasta el momento mayormente ausentes, hacen sentir su fuerza en la imagen: el agua de un río se vuelve increíblemente real, y el fuego, aunque austero, afecta físicamente al protagonista y su entorno (las fogatas, y la oscuridad que las circunda, se vuelven un motivo recurrente); el derrotero de Glass (Di Caprio) se libra de a ratos del mandato narrativo y su historia respira: ahora el relato cuenta una otra aventura, la de un hombre que debe aprender de nuevo a moverse, a medirse con una naturaleza desbocada que se manifiesta a través de signos inescrutables como la caída de un cometa o una estampida de búfalos. Ante ese desborde de luz, color y vida, la película privilegia la contemplación y el contacto con la materia, casi como si el paisaje mismo, con su inmensidad y sus pliegues, impusiera su propio ritmo por sobre el del director. Hay planos y escenas en los que Iñárritu pareciera querer imitar a otros autores, pero la empresa se revela enseguida como un mero amaneramiento: El renacido, demasiado ocupada en hacer funcionar los mecanismos de un guion rudimentario, está muy lejos de la poesía malickiana, la naturaleza salvaje e incomprensible de Herzog o de cierto lirismo a lo Reygadas. Para Iñárritu, en cambio, la poesía se traduce en un flashback insistente que cumple con la función de remarcar una burda metáfora sobre el tronco de los árboles y la resistencia ante la adversidad que apuntala el sistema moral de la película. Sin poder contar ya con los dispositivos narrativos que le calibraba su antiguo guionista Guillermo Arriaga, ni con la ciudad como fuente de miserabilidad y espacio sobre el que declamar sobre los males de la humanidad, Iñárritu se muestra más débil que nunca, con una película a la que nunca puede controlar del todo y de la que pierde las riendas rápidamente, aunque eso tal vez sea lo más interesante que tenga para ofrecer El renacido: cuando la tierra brutal y el recorrido sin rumbo del protagonista se imponen por sobre orden narrativo y a las exhibiciones técnicas de su director, la película gana en espesor y belleza visuales.
Woman's picture El grotesco reciente de David O. Russell puede dar dos películas desparejas y más bien pobres como El luchador y Escándalo americano, o dos buenas como El lado luminoso de la vida y Joy: El nombre del éxito. La diferencia entre unas y otras es simple: en las primeras, el director fabrica mundos recargados y convierte a sus personajes en objeto de burla; en las segundas, los acompaña y construye la comicidad en torno a ellos. En Joy, Russell exhibe un pulso sin precedentes en el manejo del montaje: el comienzo, donde se describe velozmente la vida cotidiana de la protagonista y de los que la rodean, tiene una fluidez casi musical, como si cada personaje que aparece en escena fuera un instrumento que el director toca en el momento justo.La sobreabundancia habitual de su cine encuentra un eco perfecto en el motivo de la telenovela, de la que la película parece tomar cierta licencia para el exceso y, también, la figura de la mujer fuerte que pelea sola en un mundo de hombres. El relato avanza sin deberle nada a ninguna clase de verosímil. Diálogos imposibles y una estilización evidente en el tratamiento arrojan por tierra cualquier posible orden genérico: esto no es un melodrama, una comedia, ni siquiera una película de ascenso, sino la historia más o menos libre de una ama de casa con espíritu de emprendedora. El de Jennifer Lawrence tal vez sea su mejor papel hasta la fecha: eficiente, indómita, impulsiva, su madre-soltera-inventora es dueña de una fortaleza como pocas, sin nada que envidiarle a las heroínas del melodrama clásico. Russell sabe que tiene un prodigio en sus manos: el director la sigue con su cámara como embelesado con la gracia de sus movimientos ágiles y económicos, propios de alguien que mantiene a flote la casa y hasta la familia sin perder nada de su sensualidad. Al igual que Russell Crowe, Lawrence también aprovecha sus cachetes: hay que verla seria, concentrada, o también contenta, las pocas veces que se ríe; los ojos casi achinados, la boca y sus gestos parecen apoyar y asegurar su funcionamiento en los cachete que organizan sus facciones. Su performance, al igual que la de sus compañeros, depende de un arte muy delicado consistente en exagerar el tono pero sin llegar a la parodia (salvo tal vez por el ejecutivo de Bradley Cooper, que se presta más al ridículo), como si todo fuera una especie de recreación camp del registro descarnado del melodrama. Lo extraño es que, con esos materiales tan particulares, y desdeñando cualquier clase de realismo psicológico, el director consigue que nos importe el destino de sus personajes, que nos involucremos en su empresa, como si cada éxito y caída suyos fueran los nuestros. Hay en ese tono incierto algo de resbaladizo, del orden de lo sinuoso que a esta altura seguramente sea la zona más interesante de las películas de David O. Russell.
El cine consigue raros prodigios, como lograr que con el mundo de los negocios de la informática pueda moderlarse un relato ágil, móvil, con diálogos veloces y personajes igualmente dinámicos. Como en los thrillers políticos o en las historias sobre el periodismo (Aaron Sorkin escribió guiones de los dos), Steve Jobs adopta para sí el ritmo frenético de la palabra: los personajes se miden incansablemente en duelos verbales; cada argumento busca desestabilizar al oponente, ya sea superándolo en inteligencia, demostrando su ignorancia o reprochándole acciones del pasado. El conjunto acabaría resultando bastante teatral si no fuera porque Danny Boyle le imprime un pulso singular a las imágenes: los planos son rápidos, los puntos de vista cambian permanentemente, y de a ratos el director se revela como un maestro en la utilización dramática de espacios pequeños y poco iluminados. La premisa de la película es un alarde técnico: contar la vida de Steve Jobs en tres momentos precisos, siempre durante la previa a la presentación pública de un nuevo producto. El guion realiza unos malabares complicadísimos (pero divertidos) para reponer en cada zona de la trama la red de personajes y conflictos que rodean al protagonista. Eso termina obligando a la película a hacerse cargo de su propio dispositivo narrativo: una discusión privada entre padre e hija se produce frente a decenas de empleados de Apple, y Jobs intrrumpe su alocución para preguntarles, sin dejo de ironía, qué piensan de todo el asunto; la autoconciencia se cuela allí y exhibe el propio funcionamiento de la película. El sinceramiento se vuelve más explícito cuando Jobs mismo dice que pareciera ser que todas las personas que lo rodean se emborracharan y después fueran a visitarlo antes de cada presentación. Esa autorreferencia ayuda también a constatar que lo de Boyle y Sorkin es un biopic distinto que desecha por completo cualquier rasgo de cotidianeidad para enfocarse en el carácter más bien extraordinario de la vida de Jobs, sin rendirle cuentas al verosímil o a la veracidad de lo datos. Esa buena conciencia que la película ejerce le permite exagerar su objeto, jugar el juego de la ficción sin tener que atarse al formato de la biografía: nadie habla ni piensa con la velocidad, el doble sentido y la inteligencia con la que lo hacen los personajes de Steve Jobs, la manera en la que hablan lleva la la factura de un artificio que no teme mostrarse por lo que es. En este sentido, tal vez se trate de la película más civilizada de Danny Boyle: todos resuelven sus conflictos a través del diálogo, la palabra media siempre en cualquier disputa y los cuerpos rara vez se tocan; el detrás de escenas de la guerra entre empresas muestra las pequeñas miserias del negocio, las rivalidades y los complejos de multimillonarios inestables, pero al mismo tiempo resulta ser una guerra civilizada donde la racionalidad rige los enfrentamientos (hasta la decisión más desacertada de Jobs encierra, como se sabrá después, un plan de acción preciso). Con esos materiales, la película se permite cada vez más excesos, como el intercambio final entre Jobs y Wozniak por una vieja deuda pendiente que se dirime con uno ubicado arriba del escenario y el otro entre los asientos, a los gritos, rodeados por técnicos y empleados cuya mirada atónita le suma un aliento casi operístico a la discusión. En esa apuesta general por el desborde y la exhibición de su propia maquinaria narrativa, la película pierde siempre que intenta explicar a su protagonista desde el pasado: la psicología trata de encapsular sin éxito al Steve Jobs fascinante que construye Fassbender, un genio que se despoja voluntariamente de sentimientos y que renuncia a entrar en comunión con los otros; un visionario déspota hábil en el manejo de las palabras y dueño de una capacidad para el daño y los actos hirientes que lo vuelven un personaje magnético que atrae hacia sí toda la atención. Cada vez que surge el tema de la adopción y del rechazo, la película pareciera ir en contra de su propia búsqueda, como si algo de los biopic más tradicionales ganara de pronto la partida y Boyle y Sorkin retrocedieran algunos casilleros hacia la grisura de las biografías más correctas y predecibles.
¿Qué busca Una segunda oportunidad? Al principio amaga con convertirse en un drama social crudo que no escatima en imágenes shockeantes con tal de conseguir impacto (el bebé cubierto de pis y caca que se encuentra dentro de un armario). Pero poco después, ese ambiente es desplazado por el de la casa familiar, donde todo se presenta exageradamente pulcro, iluminado, armónico. La película alterna los dos espacios, el del hogar de Andreas y Anne, y el departamento sucio de la pareja que maltrata al bebé, como para que se comprenda bien las distancias que median entre los afortunados y los más desfavorecidos. Una vez establecido el contraste, el guion juega un juego cruel: como era de preveerse, la vida apacible y bienaventurada que llevan los protagonistas (y que sostienen solo con el sueldo de policía de él) resulta ser en verdad un elaborado mecanismo de castigo que consiste en mostrar el derrumbe cada vez más estrepitoso de Andreas, cómo es que de tenerlo todo pasa a quedarse sin nada, mientras que los otros, los drogones abandonados a la buena de Dios, comienzan lentamente a transformarse en víctimas y pierden parte de los rasgos negativos con los que habían sido presentados. El planteo bienpensante de la película se resume en una fórmula del tipo: “un policía exitoso y su mujer cuasi perfecta pueden caer más bajo que estos marginales que sobreviven en los bordes de la sociedad”. Ese ánimo concesivo se traslada también a la puesta en escena: incluso en los momentos más duros de Andreas y Anne, la imagen es límpida y brillante, agrada a la vista, no ofrece superficies molestas y evita irritar el ojo, todo eso mientras el guion no ahorra en revelaciones que atentan sin piedad contra la poca cordura que le queda a Andreas (buena actuación de Nikolaj Coster-Waldau, que demuestra ser de esos actores capaces de dar un buen plano desde cualquier ángulo, como si supiera instintivamente dónde está la cámara a cada segundo). Salvo por los momentos en los que salen un bebé manchado con sus propias heces y otro en el que la cámara enfoca con insistencia un bebé muerto (pero se trata de imágenes que están dispuestas calculadamente buscando un impacto discreto y nada más), el resto del tiempo la película revela una tibieza fenomenal, pura corrección política puesta al servicio de ese sencillo ejercicio moral que se le propone al espectador, y que consiste básicamente en invitarlo a formar un juicio sobre los personajes y sus acciones que, más tarde, el relato habrá de corregir, señalándole su mala conciencia e invitándolo a asistir a la debacle de esa pareja y de su vida reluciente. Una segunda oportunidad es apenas un drama de baja intensidad, demagógico, una experiencia diseñada para producir agrado y autocomplacencia.
Se suele decir que “el cine es movimiento”; la frase que queda bien y que no necesita de demasiadas explicaciones. Pero para Jafar Panahi el cine no puede ser otra cosa: después de haber sufrido la persecución del régimen autocrático iraní, sus películas están obligadas a moverse para sobrevivir. Si This is Not a Film transcurría en el más hermético de los encierros, Taxi se hace sobre la marcha, en pleno viaje: un cine de resistencia como el de Panahi parece estar condenado a mutar permanentemente, a cambiar de forma para no ser alcanzado por los brazos de la censura. El director maneja un taxi al que suben distintas personas: todos hablan entre sí, discuten, se enojan, acuerdan; el auto se transforma en un improbable espacio de encuentro en el que lo documental y la ficción se confunden. El reducido dispositivo fílmico pergeñado por Panahi puede captarlo todo: el odio, la polémica, la muerte, la alegría, la amistad, incluso la constante sensación de saberse en peligro.
Al igual que Hacerme feriante, en Cuerpo de letra Julián D’Angiolillo retrata de manera cautivante un aceitado universo de transacciones espurias. En el submundo de las pintadas políticas, solo visible a través de las marcas que deja en forma de coloridos nombres de candidatos y de las firmas de sus autores, el director encuentra a unos personajes que habrán de atravesar distintos registros, desde el claramente ficcional del comienzo hasta el más documental de la última parte. La elección del lugar, el momento de pintar, la forma en que sobreviven los chicos, cómo es que se reparten las distintas zonas como si fueran territorios; la película descubre una realidad inédita con un complejo entramado de órdenes y jerarquías. Los grupos que pintan para candidatos enfrentados guerrean entre ellos por la conquista de los espacios, pero permanecen totalmente ajenos a la cosa política que publicitan sus aerosoles y pinceles. Durante los días previos a las últimas elecciones legislativas, esa tensión estalla y el mundo descubierto por Cuerpo de letra entra en una notable ebullición: la cena previa a las pintadas, la preparación de los colores, el viaje al sitio, el apuro por pintar antes que el otro, la amenaza constante que suponen los rivales; todo es velocidad y nervio, cine verdaderamente urgente que con su vitalidad pone en evidencia todo el cálculo y la falsedad de las películas que se proclaman a sí mismas como “sociales”.
El mundo tiene muchas puertas por abrir para aquellas películas que saben encontrarlas. Si estoy perdido, no es tan grave, lo último de Santiago Loza (ganador del Bafici con La Paz), es uno de esos raros artefactos capaces de interrogar a las personas y las cosas desde lugares múltiples e inesperados. La anécdota es más bien simple: un grupo de actores europeos que nunca estuvieron frente a una cámara se prestan para que un equipo extranjero los filme componiendo distintas historias. El director toma esa premisa como punto de partida y hace una película que pareciera querer contenerlo todo, aunque sea de a pedacitos: qué significa vivir en Europa, estar en pareja, ir a un casting, habitar un país extraño, cantar una canción por unas monedas, conocer a alguien mientras se espera el tren. Los actores, que podría decirse que bautiza cinematográficamente la cámara de Loza, encarnan personajes en una ciudad europea cualquiera surcada por ríos y canales donde todo parece comunicarse y mezclarse. Un primer plano en blanco y negro presenta a cada uno mientras el equipo trata de adivinar su pasado o su personalidad solo mirándoles la cara; el juego divierte tanto al intérprete filmado como a los realizadores, y la película es lo suficientemente generosa como para compartir ese juego con el espectador, que puede, si así lo desea, dedicarse a buscar esos rasgos posibles durante las escenas. Una voz en off explica el proyecto de la película e instala un clima que es el de una poesía urbana y móvil, gentil y contemplativa, hecha a la medida de sus criaturas encantadoras.
El comienzo de Te sigue deja rápidamente en claro que la película lee el terror desde un lugar singular: un distante plano secuencia muestra a una chica asustada que escapa de algo que no alcanzamos a ver. Devorada por el miedo, su papá y una vecina le preguntan qué le pasa; al igual que nosotros, ellos tampoco tienen idea de qué es lo que ocurre. La chica aparece muerta unos planos después sin que el guion revele nada sobre la naturaleza del monstruo; el asesinato incluso es relegado al off y reemplazado por una imagen impresionante del cuerpo destrozado tirado al lado de la playa. La apuesta del director David Robert Mitchell es evidente: invocar las convenciones del género para desmontarlas visiblemente frente al público; la muerte violenta de la víctima sacrificial (una tradicional rubia de ocasión) acá es contada a través de planos largos que juegan a no mostrar el peligro ni el desenlace del encuentro. De a ratos, hablar de cine de terror incluso puede ser un exceso de interpretación: más bien parece que el género se presenta como un eco, como un murmullo que viene desde muy lejos y que resulta apenas audible. No es que no haya escenas con un suspenso marcado, pero se trata de un suspenso distinto, que no descansa sobre el susto, la música estridente o el montaje acelerado. En última instancia, lo que la película sugiere todo el tiempo podría resumirse así: “conozco el terror, y lo conozco tan bien que puedo darme el lujo de desobedecer sus mandatos”. El efecto de novedad, además de en esa primera muerte fuera de campo, surge ya en las primeras escenas, cuando el relato presenta a los jóvenes protagonistas y el grupo no se asemeja en nada al rejunte de estereotipos más comunes del género: no hay nada parecido al nerd, el deportista engreído, la mojigata o la reventada, solo chicos y chicas que pasan el tiempo juntos. Casi todos parecen marcados por una languidez algo triste, como si fueran luces que se extinguen plácidamente en un pueblito del interior. Jay tiene una cita que no la entusiasma mucho, y el resto, falto de cualquier plan propio, espera noticias jugando un juego de mesa a la noche en el porche de una casa. Ese estado de espera, justamente, es para ellos tanto una manera de habitar el mundo como una forma de convivir con la amenaza: la criatura que persigue a Jay se desplaza caminando, por lo que, para escapar, basta con subirse a un auto y manejar en dirección opuesta, y esperar. La entidad no se detendrá, pero al menos se puede ganar tiempo. Del tiempo, de cómo ganarlo y hacerlo durar, también habla la película. Los momentos de conflicto son infinitamente menores y más breves que las pausas y las detenciones; los personajes corren y se defienden bastante menos de lo que se esconden, investigan o traman ideas. Cuando finalmente se les ocurre alguna idea para combatir al monstruo, tienen que sentarse a esperarlo hasta que llegue caminando despacio hacia la víctima, entonces lo aguardan tranquilamente, a veces durante varios días, por ejemplo, en sillas de mimbre en una playa mientras juegan a las cartas, nadan o simplemente descansan. La espera y los tiempos muertos se vuelven recurrentes señalando todo lo que separa a la película de la media del género y su ritmo. Que el director no parece muy interesado tampoco en imitar la topografía genérica más común se hace obvio también en lo despojado y absurdo de la premisa: una suerte de entidad maléfica persigue hasta la muerte a una persona; la única forma de librarse de la amenaza es tener sexo con alguien y “pasársela”. El guion juega con el moralismo del slasher film y del terror adolescente en general, donde al sexo le suele seguir la muerte, y propone esta especie de nuevo espanto slow, capaz de acechar a sus víctimas en cualquier parte y de sembrar el miedo únicamente caminando en línea recta. Descontando el gesto más o menos simple que supone correrse de las prescripciones del género (y que le valió, además de una lluvia de elogios de la crítica, el raro privilegio de ser estrenada en Cannes), el éxito de la película es desparejo: de a ratos, la lentitud exagerada y la calma general, que vienen a ser una suerte de vuelta de tuerca un poco canchera respecto del terror cinematográfico y de su paisaje narrativo bastante más accidentado, acaban por mostrar que los desvíos que realiza el director no siempre lo llevan a buen puerto. Si bien los chicos no presentan los signos rudimentarios de la estereotipia antes mencionada, tampoco poseen el carisma o la fuerza como para adueñarse de la película: se nota que el relato les pesa demasiado, y que ellos, con su abulia y cansancio, no están para cargar sobre sus hombros la historia entera. Sin embargo, esos momentos a veces fallidos le permiten al director dar con algunos destellos de belleza difíciles de hallar en cualquier otra película parecida, como la escena en la que las chicas se refugian en una habitación, bloquean la puerta y duermen todas juntas bañadas apenas por los rayos de luz que entran por la ventana, o cuando el grupo, armado hasta los dientes, espera a la entidad en la pileta: ahí pareciera que el director aprovecha mejor que nunca uno de los escenarios más desaprovechados del terror (la pileta, desde La mujer pantera hasta Let the Right One In, es un espacio terrorífico por excelencia). Habrá que ver si este nuevo horror low key, que ya cuenta con una buena cantidad de fanáticos y un hálito de prestigio poco frecuente, no se vuelve una moda.
Es raro que una caricatura burlesca aspire a convertirse en una lección cívica. Paolo Virzi, al menos, parece creer que se trata de un buen plan: comienza realizando un fresco de la sociedad italiana que expone en detalle las miserias de sus integrantes en clave de grotesco, para después tomar todo eso y producir algo así como un diagnóstico alarmante sobre el estado moral del país. Prácticamente ninguno de los personajes sale indemne: el inmobiliario de clase media demuestra una ambición desmedida y engaña a su jefe y al banco con tal de participar en una inversión dudosa; el financista zalamero resulta ser un businessman frío y manipulador cuando su negocio fracasa; la esposa, un alma sensible que intenta poner en valor un teatro local para expiar culpas de clase, se comporta como una pusilánime cuando su marido se arrepiente y abandona el proyecto; el dramaturgo comprometido con su oficio habla pomposamente de arte pero lleva una existencia precaria y miente descaradamente para poder ocupar el rol de director del teatro; hasta el padre de uno de los jóvenes, que vive con su hijo en un departamentito de un barrio marginal, es presentado rápidamente como un charlatán de feria, mezcla de vago y de loco. En resumen: la de Virzi es una galería de criaturas ruines que no hacen más que envilecerse a medida que avanza la historia. Al menos en eso, hay que concederle al director el mérito de proponer a una regla y respetarla a rajatabla: en la película casi no existen los seres desinteresados capaces de algo parecido a calidez o la solidaridad; incluso los chicos, que de a ratos parecieran representar algo así como una esperanza que redima los pecados de los padres, revelan en algún momento sus propias faltas. En el fondo, El capital humano no es muy distinta a lo ya hecho por otros directores como Paolo Sorrentino en películas como El hombre de más, El amigo de la familia o La gran belleza, solo que en el cine de Sorrentino el grotesco se alía con la inteligencia y el director es lo suficientemente consciente de sus materiales como para no tratar de generar un comentario grave sobre la presunta corrupción que corroe a Italia. La sátira malévola y desbordada de Virzi, en cambio, no se conforma con la risa y amenaza desde el principio con transformarse en una previsible crítica social no exenta de solemnidad y sensacionalismo. El exceso y la deformidad con la que aparecen retratados algunos personajes (como el del inmobiliario, que es un manojo hiperactivo de tics, miedos y pequeñas bajezas) son encauzados de pronto en un gradiente ético que, relato coral mediante, separa nítidamente lo bueno de lo malo y le asigna a cada uno el lugar que le corresponde, no sea cosa que quede algún resto de ambigüedad y que el espectador no pueda comprender la moraleja acerca de la decadencia de la sociedad italiana. Se trata de la vieja fórmula que consiste en interpelar al público ofreciéndole un catálogo de lugares comunes y estereotipos con el objetivo de confirmar saberes precocidos (el rico sin escrúpulos, el burgués arribista, la esposa frustrada); el cine como un pobre instrumento de demagogia y nada más. Un crimen viene a disparar una trama policial que, sorpresivamente, tiene un desenlace más o menos interesante. A contramano de lo hecho en el resto de la película, esa resolución invoca los prejuicios del espectador solo para refutarlos y poner al descubierto su mala conciencia. Ese es el único momento en que Virzi le otorga a su audiencia la capacidad de jugar con la historia y de asombrarse de sus propias conclusiones. El resto del tiempo, El capital humano es otra película del montón que quiere informarnos acerca de lo mal que está el mundo; cine sentencioso incapaz de cualquier clase de sutileza que le habla a los ya convencidos y les proporciona medios para confirmar sus opiniones.
La película empieza y todo parece indicar que se trata de otra apuesta a lo seguro de Polanski: al igual que en Un dios salvaje, acá el director transpone una conocida obra de teatro cuya economía estética no promete mucho más que algunas dosis de sátira y mucha cháchara sobre la vida moderna, el trabajo y la convivencia con los demás; es casi como si el mal teatro, visto a través del lente del cine, hiciera todavía más visibles sus defectos. Como aquella, La piel de Venus también comienza con un tono grotesco que por momentos se torna molesto: Emmanuelle Seigner hace a la mujer que llega tarde a una audición para un papel en una adaptación de La Venus de las pieles, la novela de Leopold von Saher-Masoch, y la compone como una bruta fenomenal que arrasa con el pequeño universo del director de la puesta. Hasta que el duelo de personalidades da inicio y Wanda comienza a remontar la partida, el relato es reiterativo y por momentos un poco irritante. Cuando ella captura la atención de Thomas, la película despierta igualmente nuestro interés, aunque todo el asunto no deje de ser nunca solo una cuestión metatextual: teatro (cine) que habla del teatro, donde los límites entre realidad y ficción empiezan a borrarse, donde los personajes se confunden a su vez con sus papeles. Nada nuevo u original, pero ya se sabe que esta clase de artefactos suelen gustar a espectadores y críticos que se fascinan rápidamente con cualquier puesta en abismo de la representación, y que después hablan de juegos de cajas chinas. Sin embargo, Polanski sabe de cine y comprende rápidamente que no puede confiar su película a ese simple mecanismo autorreflexivo. La inteligencia de La piel de Venus pasa por otro lugar muy distinto: el director hace surgir el cine prácticamente en cualquier momento, como cuando el encuadre expresa el estado de ánimo de los personajes a través de elementos visuales (como un foco o un hogar de utilería), cuando diagrama el espacio y sus recorridos de tal forma que den cuenta de la dominación mutua en la que se engarza el dúo, o cuando, ante la tentación del plano contraplano, Polanski opta por planos medios que permiten seguir a los dos protagonistas al mismo tiempo. Pero la tarea no es nada fácil: una buena parte de la historia transcurre con los protagonistas arriba del escenario y alejados, cada uno atravesando grandes cambios narrativos. En esas largas escenas, el director no tiene otra opción que alternar los planos como lo haría cualquier telenovela: ni teatro ni cine, solo una rutinaria gramática televisiva. El plan de Polanski muestra sus límites: mientras que en el teatro podríamos elegir a cuál de los dos personajes barrer con nuestra mirada, en la película solo accedemos a un pobre y caprichoso resumen de los intercambios entre Wanda y Thomas. El relato avanza de todas formas y, a medida que pasan los minutos, parecen esbozarse los temas de la filmografía del propio Polanski: el encierro, el desvanecimiento de la identidad, el travestismo. Da la impresión de que el director hubiera elegido la obra de David Ives por esa afinidad temática. El relato se acerca a su fin y la discreta elegancia con la que Polanski había logrado reinterpretar por momentos el original cae bajo el peso de las vueltas de tuerca de la obra de Ives: cambio de roles, fusión definitiva entre ficción y realidad, intento de sorprender burdamente al público mediante giros narrativos; Wanda dice “ambivalencia” en vez de “ambigüedad” y Thomas la corrige, pero es que, con esa puesta subrayada y esos diálogos afectados, en la propia película ya no queda lugar para ambigüedad alguna. El parecido de Mathieu Amalric con el propio Polanski hace suponer que, a pesar de todo, el director se divierte con su nuevo alter ego repasando esta obrita que explica hasta el cansancio el libro de Sacher-Masoch, como si hubiera ahí alguna clase de ingenuidad que lo seduce, como en otras ocasiones lo hicieron las películas de vampiros o de piratas. Al final, consciente de que de ese berenjenal ya no se sale, Polanski hace irrumpir una suerte de clima diabólico que coquetea voluntariamente con lo camp; quizás sea que el director trata de desligarse de todo el asunto con ese cierre imposible, como si quisiera decirnos que en el fondo la cosa tampoco le importaba demasiado como para tomársela muy en serio.