Debería llamarnos la atención la facilidad con que, en muchas críticas de cine (pero no solo en la crítica de cine), se usan palabras como “burgués” o “feminista” de manera automática, sin preguntarse nunca por el significado, la pertinencia o la validez misma de los términos. Sobre Elles, muchos críticos dijeron que cuenta la historia de una burguesa y que lo hace desde una postura feminista, pero casi ninguna de esas notas explica realmente cómo se plasma eso en la película. Lo que hay más bien es el pegarse a la seguridad de los temas sin involucrarse realmente con el cine, ni con la forma (parece que es demasiado pedirle a una crítica de diario que hable de planos) ni con el tratamiento específico del asunto. Lo cierto es que en ningún momento de Elles se pronuncia la palabra “burgués”, sin embargo muchas críticas, al menos en este sentido, leen correctamente algo que está en la superficie de la película: la directora Malgoska Szumowska señala a Anne, casi de manera despectiva, como burguesa, aunque nunca se la nombre de esa manera. Lo hace subrayando cada momento ingrato de su rutina: el desinterés de su esposo, su rol de cocinera y anfitriona de una cena de la que no desea participar, el desapego impostado del su hijo que habla de emancipación (tiene un póster del Che en la pieza que la cámara encuadra con mucho cuidado: no sea cosa que se nos escape el rol que cumple el personaje), la presión a la que la someten sus editores en la revista, la manera en que los artefactos de la cocina se le rebelan, los secretos que su marido esconde de ella, su insatisfacción sexual. En la descripción que Szumowska hace de la vida de Anne hay un tufillo que huele a condena fácil de su carácter de “burguesa”, como si le dijera: “mirá, estas putas jóvenes, con todas sus frustraciones y el maltrato que padecen, viven mejor que vos, burguesa”. Las putas en cuestión son dos chicas que, por motivos diversos, dejan los estudios y se dedican a la prostitución. El acercamiento de orden casi periodístico (Anne las conoce cuando las entrevista) escamotea la verdadera tesis de la película: esas chicas, aunque parezcan conformes con su vida, aunque no se muestren insatisfechas, son miserables. Si dicen y se exhiben como medianamente felices, la película habrá de develar insistentemente su verdadero rostro de mujeres sometidas a los caprichos sexuales y a las humillaciones de sus clientes mediante flashbacks. Entonces, esa pretendida neutralidad que la película exhibe al principio acerca del tema, recubre una posición tomada y firme desde el comienzo. Si la directora quería decir lo que dice de esas adolescentes que se prostituyen, debería haberlo hecho sin apelar a una estética cercana a lo documental o al relato de una periodista que, como nosotros, entra en un mundo desconocido no para descubrir algo (la investigación de Anne le sirve a la película para impartir algo parecido a una lección ética y social). En este sentido al menos, Elles es poco honesta, porque se disfraza de exploración de un territorio para transmitir después una opinión clara sobre el tema que hasta contradice el discurso de las propias entrevistadas (“no importa que digas que sos feliz, este flashback donde se ve a un tipo que te mete una botella va a demostrar que mentís, que estás mal, que lo que te pasa es una calamidad”). La directora no respeta el discurso de sus protagonistas, más bien lo cuestiona y trastoca a su gusto para poder utilizarlas como casos de su tesis, como ejemplos que vienen a sostener una opinión sobre un tema importante: a Szumowska esas chicas no le importan más que como argumentos que puede maniobrar a su gusto. En Elles importa mucho el sexo. Hay varias escenas de sexo, y en algunas se muestran prácticas totalmente atípicas para una película más o menos mainstream. Las escenas están construidas de determinada manera según se trate de un testimonio de las entrevistadas o de una fantasía de Anne: a las primeras les corresponden planos únicos, casi fijos, que miran desde la distancia y nos colocan en el lugar de voyeur; a las segundas, imágenes lustradas y cercanas cuya prolijidad y cálculo remiten a un horrible lenguaje publicitario. Hasta en eso, Szumowska señala la pobreza de Anne y hace hincapié en sus carencias de burguesa: su imaginación no le permite fantasear más que en los términos visuales de algo que se parece a una propaganda de perfume; nada de sexo salvaje o un poco más libre como el de las dos chicas. De todas formas, la supuesta postura feminista de la película se cae a pedazos cuando aparece el sexo: resulta que la directora, en vez de cuestionar las transacciones físicas que hacen sus protagonistas, las replica y amplifica cuando acude a un sistema estético que se remonta hasta los comienzos mismos del cine: como mirones, la cámara nos introduce sigilosamente en la intimidad de una pareja, observamos casi siempre de lejos, desde la seguridad de la distancia y muchas veces con objetos puestos delante, como si estuviéramos escondidos. Elles, que opina sobre lo mal que están las mujeres en sus relaciones con los hombres y el sexo, sean burguesas o prostitutas, cae en la trampa de usar el sexo como objeto de atracción; la directora quiere atrapar el ojo del público, lo encandila y le regala las imágenes de un intercambio que la propia película califica de espurio. Brevemente: hace un espectáculo de eso que condena. Lo que se juega acá es una cuestión moral: si voy a condenar la vida y el sexo que tienen mis protagonistas y las condiciones en las que se dan esos contactos, no puedo utilizar esas mismas relaciones sexuales para cautivar al público y tratar de atraparlo. Elles se contradice: quiere ser feminista pero tiene una mirada increíblemente machista cuando sus propias mujeres no pueden ser más que esposas y madres o putas. Su pose feminista también se desarma cuando explota aquello que condena: el sexo de las chicas que se prostituyen es tanto objeto de crítica como de deseo, Szumowska quiere hacer “pensar” a su público mientras que trata de excitarlo, de colocarlo en ese lugar tan caro al machismo como es del voyeur. Una película con ínfulas de feminismo debería comenzar por aprender a escuchar lo que tienen para decir sus protagonistas (las dos entrevistadas) y no reducirlas a meros argumentos a favor de una postura, tratar de entenderlas antes de criticarlas y demostrar que mienten, que en realidad no son felices ni están satisfechas. Esas chicas aplastadas, cosificadas, que por momentos no funcionan más que como herramientas de un debate, ponen al descubierto de la peor manera el supuesto feminismo de Szumowska y su pretendida intención por tratar de comprender el problema de la prostitución de mujeres jóvenes. No hay nada para comprender en Elles, solo una condena que no se corre demasiado del lugar común y que se disfraza de exploración desprejuiciada.
Cool World A diferencia de lo que pasa en otros géneros, el mal terror no es el que se filma a las apuradas, con poco presupuesto, guiones desprolijos y toscos, efectos especiales pobres o un despliegue visual rústico (muchas quizás digan que las mejores películas se hicieron en esas condiciones). Posesión satánica es un buen ejemplo: la pulcritud de su imagen, una puesta en escena bastante planificada, los efectos generados por computadora, la claridad de su relato; nada de eso le sirve para construir buen terror. Es por lo menos curioso que una película que cuenta la historia de unos personajes encerrados, que le tienen miedo a los gérmenes de la comida y de la suciedad, sea a su vez tan condenadamente aséptica en su tono general: no hay sangre, todos los momentos de impacto se resuelven con imágenes digitales (desde un cuerpo que se parte en dos hasta una maldita polilla), incluso la posesión del final, en su fase más avanzada, resulta artificial, plástica, nunca termina de sentirse como un verdadero peligro para los protagonistas. Como la madre un poco tilinga que compone una deslucida Kyra Sedgwick, el director danés Ole Bornedal tampoco deja que ningún elemento impensado contamine el orden general de su película: todo lo que entra pasa por el tamiz de la imagen lustrada, gris, del horror de diseño, bien pulido. El trasfondo de un demonio y una maldición judíos que se remontan en el tiempo nunca es aprovechado del todo por el guión: de esa línea narrativa solo se extrae un personaje, el del joven Tzadok (interpretado por Matisyahu, el cantante de reggae hebreo) que se viste como ortodoxo pero es pintado como canchero porque escucha música con auriculares en la calle. A su vez, a los rabinos que se niegan a ayudar a Clyde (Jeffrey Dean Morgan) se les destina apenas un par de planos lejanos en una sinagoga que no nos dicen prácticamente nada de la religión y su mitología: la escena, como el personaje de Tzadok, aparece filtrada por una estética cool, modernosa, que no entiende más que de producir imágenes cómodas, seguras, sin arriesgarse nunca a ir un poco más allá (¿qué saben realmente de la maldición esos rabinos? ¿Cómo se comportarían si tuvieran frente a ellos la caja? ¿Cómo serán sus caras vistas un poco más de cerca?). Por eso que, cuando trata de sumar un poco de energía, la película fracasa inmediatamente, como en los momentos en que Clyde suplica por ayuda o cuando le dice al demonio, a los gritos y golpéandose el pecho: “¡tómame a mí!”. Si el exceso resulta casi paródico, eso se debe no solo a la actuación burda de Jeffrey Dean Morgan (cada vez se parece más a Antonio Banderas), sino también a rompe con los límites interpretativos de la película, que podrían definirse como los de un drama familiar intimista. Al final, esa tibieza general se termina plasmando hasta en la resolución del conflicto familiar que, por si todavía quedaban dudas, es presentado como el verdadero eje de la película. Lo que importa es la familia y sus peripecias, sus formas de contacto y sus desencuentros; el terror solo está ahí para fundar la distancia o, peor, para explicarla desde una perspectiva que raya en el psicologismo (será la nena traumada por el divorcio de sus padres la que se vea atraída por el demonio y lo libere). El título de estreno prometía un poco de terror religioso con alguna pizca de sensacionalismo (“basada en una historia real”, reza el afiche), pero Posesión satánica es, lisa y llanamente, un título mentiroso: la posesión propiamente dicha ocupa casi nada del metraje, y de Satán o algún diablo afín no hay ni noticias, aunque ese engaño directamente ya no es responsabilidad de la película sino que corre por cuenta de algún desvergonzado titulador local.
Los perseguidores Las diferencias entre esta película y la trilogía anterior de Bourne son muchísimas, pero hay una que merece señalarse por sobre las demás: en las primeras tres, Jason Bourne lucha para conocer su pasado, quiere saber quién es y cómo llegó allí, mientras que en la última Aaron Cross pelea salvajemente para continuar siendo él mismo, para no cambiar. La cosa es así: a los miembros del programa de espionaje al que pertenece el protagonista les administran, además de un entrenamiento rigurosísimo, unas cápsulas para mejorar sus capacidades físicas y mentales. Esas cápsulas son las que les confieren habilidades fuera de lo común, pero su efecto es inestable y, una vez acostumbrado, el cuerpo y el cerebro se deterioran de manera inevitable si no se las consume. Cross descubre que la inyección de un virus puede lograr que esas habilidades queden fijadas en el organismo en forma permanente, y su objetivo será viajar a Manila con Martha, una científica a la que la agencia trata de eliminar. El legado de Bourne es una película sobre el miedo. Más allá de la trama, el suspenso y la acción, el conflicto central de la película y de los protagonistas puede resumirse en pocas palabras: cómo hacer para seguir siendo uno mismo en un mundo vigilado. Las cápsulas que toma Cross y un experimento para alterar el ADN son una pequeña parte del eje de la historia: Cross y Martha escapan del brazo interminable de una corporación que posee recursos ilimitados para perseguirlos hasta el último rincón del planeta. Por momentos, la película se convierte en una especie de muestrario de dispositivos de rastreo y cruce de información: el director Tony Gilroy se demora en el trabajo de los perseguidores: cómo son capaces, desde una oficina iluminada a medias, de seguir las marcas, identificar y aniquilar un blanco en cualquier punto del globo. A su vez, el entramado de lealtades y la corrupción que parece carcomer el sistema dirigen el accionar de las agencias de inteligencia y el Estado norteamericano, siempre en pos del cubrir las propias huellas y no dejar cabos sueltos, por lo que cualquier empleado o alto funcionario puede convertirse de un momento a otro en el daño colateral de una limpieza corporativa. El tema es el miedo y la respuesta, entonces, es la paranoia. Cualquiera puede ser un espía, un asesino, cualquier aparato puede transmitir el paradero o robar información, a cualquier persona se la puede inducir contra su voluntad a matar a otros. No es casual que la saga de Bourne haya ido decantándose en esta línea a medida que las películas mostraban mayores problemas: de la primera, que narraba sobre todo el drama de un personaje, se llega a la última, donde las peripecias de los protagonistas están en pie de igualdad con el costado tecnológico y el trasfondo corporativo. Como si el debilitamiento del personaje y su historia necesitara de un apuntalamiento por otro lado; así, la pata de la corrupción y el espionaje a escala internacional fue ganando espacio a lo largo de la trilogía hasta ocupar prácticamente el mismo lugar que el relato acerca del héroe y su búsqueda. Hay que preguntarse por los motivos detrás de esta atención cada vez mayor puesta en la cuestión tecnológica y la trama conspirativa, en especial cuando se ve lo mal que filma la acción Gilroy (más veloz todavía que Paul Greengrass –el responsable de la segunda y la tercera– pero sin el nervio de aquél), la poca o directamente nula química que logra construir entre Cross y Martha (por eso es que el acercamiento de los dos, sobre el final, resulta tan inverosímil y forzado), o la debilidad con que aparece construido el protagonista y su pasado, que no interesan demasiado más allá de lo que le pueda ocurrir en este plano o el que sigue (Jeremy Renner cumple con su papel y pone todo para componer a Aaron Cross, pero su personaje no produce la empatía ni la intriga del Jason Bourne de Matt Damon). Se nota demasiado lo endeble del tronco narrativo principal, la propia película lo admite abiertamente cuando, ni bien empezada, alterna el relato central con el de las investigaciones internas de la agencia. Lo mismo se percibe cuando se le dedica tanto tiempo y explicaciones a las estrategias y las modalidades de la persecución. Es casi como si la película, en tanto narración, artificio y género, necesitara la apoyatura de ese gran tema de la actualidad: la vigilancia planetaria, la supuesta imposibilidad de escapar a los ojos de un poder que está en todos lados y nos observa constantemente. Cuando no está siguiendo a Cross en su misión, El legado de Bourne se dedica de lleno a recordarnos el peligro del espionaje organizado del que no se salvan ni siquiera los habitantes más pobres de una ciudad como Manila, y contra el cual no hay defensa que valga, como queda bien claro después de ver el fracaso estrepitoso de la policía filipina o el asesinato impune y casi instantáneo de un periodista que investiga a una agencia. Mucho miedo y mucha paranoia, de eso nos habla (o quiere hacerlo) El legado de Bourne, la cuarta e innecesaria entrega de una serie que es incapaz de elaborar unos personajes y un mundo consistentes, robustos, con una pizca de espesor narrativo que los vuelva interesantes, que los presente con con algún que otro doblez; Gilroy sabe que no puede hacerlo, entonces opta por tocar insistentemente las fibras sensibles de una época apelando a un tema gastadísimo que representa un lugar común hasta para el menos imaginativo de los suplementos culturales.
Si hay una secuela innecesaria, tosca, aburrida, que nada entiende del universo y los personajes creados en la película anterior, esa es Los indestructibles 2. El director Simon West se olvida absolutamente de todo lo bueno que supo hacer Stallone en la primera: filma mal la acción (escenas fugaces hechas de planos velocísimos) y los tiroteos parecen hechos en automático y a las apuradas (no se aprovecha el sonido ni se despliega el gore salvaje de la primera); los onliners cargados de autoconciencia que antes eran dichos con respeto por el género y su historia se convierten en meros guiños fáciles al público; el drama más intimo de los protagonistas ahora está subrayado y reducido a apenas uno o dos conflictos (cuando en la otra las líneas de tensión eran múltiples y surgían de las relaciones internas del grupo); las apariciones de los personajes son forzadas e inverosímiles (como la del mercenario joven e impoluto), y casi nunca se integran armoniosamente con el relato. El momento que mejor resume la desidia general de la película es la irrupción de Chuck Norris: el tipo sale de la nada, mata a todos los enemigos en un instante y no hace más que reírse de sí mismo, es decir, del actor más que del personaje. A Booker/Norris le preguntan por el rumor de que había sido mordido por una cobra rey, y él responde que después de unos días de tremenda agonía, la cobra murió. El chiste (que está bastante bien) funciona solo si se tiene más o menos presente el status de ídolo del cine de acción ochentoso al que Chuck Norris accedió hace algún tiempo; de ahí sale el chiste de la cobra, de las frases difundidas por internet que se tomaban en sorna su carácter de héroe todopoderoso. La escena no es más que eso, la actualización en cine del humor con que se recubre habitualmente al protagonista de Walker Texas Ranger. Debajo de los diálogos rústicos, la acción desenfrenada y poco justificada narrativamente y una cierta desprolijidad general, la primera parte de Los indestructibles se internaba de lleno en un mundo en descomposición, al que miraba con cierta melancolía pero siempre de manera vital, enérgica. Era eso: a pesar de transcurrir en una suerte de momento terminal del cine de acción más convencional y de animarse a exhibir sus consecuencias físicas y mentales (el costado más oscuro y no exento de política que esgrimía la película dirigida por Stallone), Los indestructibles quería ser una fiesta que se celebraba ahora, en el presente, más allá de los homenajes-guiños-referencias al pasado de un cine y sus estrellas más sobresalientes. En cambio, la segunda parte no tiene nada para decir o hacer que no sea observar cómodamente esa historia y esperar absorber de ella, casi mágicamente, sus aciertos. Jason Statham y Stallone son dos duros irreprochables, de esa rara estirpe de actores capaces de sostener cualquier película, de ponerle el cuerpo hasta al peor guión y salir airosos. No por nada son el núcleo de la historia y, al igual que en la primera, uno oficia prácticamente de padre y otro de hijo, como si lo que se estuviera pasando ahí mismo en la imagen de ellos dos fuera una posta. Las escenas de acción de Statham son de lo mejor de la película, momentos en los que el montaje le da un poco de respiro a la imagen y el director confía en lo que pueden dar sus intérpretes. También hay algún cuadro de color nada despreciable cuando el grupo descansa y se toma un descanso, Van Damme hace a un muy buen villano, y es una decisión interesante el ampliar el personaje de Gunnar convirtiéndolo en un oxidado ingeniero químico (el propio Dolph Lundgren tiene un máster de ingeniería obtenido en Suecia). Algún crítico medio despistado podría suponer que se trata de una película hecha exclusivamente para fanáticos, pero sería asumir que a esos seguidores les gusta el mal cine, además de que se estaría olvidando del pasado de un género que tuvo (y tiene, todavía, por suerte) unas cuantas grandes películas.
Los límites del control El cine, se sabe, es tanto lo que se ve en la pantalla como lo que, ya sea real o imaginario, se ubica por fuera. Es una de las tantas cosas que lo distancia de la pintura y la fotografía, en las que la mirada es reenviada hacia el interior del encuadre, mientras que en el cine lo que existe dentro del plano solo puede hacerlo a condición de suponer un espacio más grande por fuera de los límites del cuadro. El cine empuja los objetos y la mirada del público constantemente hacia fuera, hacia el off que el encuadre se ve obligado a escamotear, y ese mundo exterior siempre completa y da carnadura a lo que se observa en la pantalla, una película siempre es una relación entre esos dos espacios. ¡Atraco! es cine que se lleva mal con el fuera de campo, la relación se desenvuelve mal o directamente no funciona. El mayor problema lo constituye la debilidad de todo lo que habita el off pero que es mencionado constantemente por los protagonistas hasta conferirle un peso fundamental: Perón, Eva, el peronismo, Franco y también la Madrid de mediados de los 50. Todos esos nombres, que corresponden a personas y a una ciudad que nunca se ven, son invocados una y otra vez para fijar un cierto sentido en la imagen: por ejemplo, está la adoración entre fanática y pasional que Merello (Francella) profesa por Eva y que aflora sobre todo cuando él cuenta algún episodio de su vida o una anécdota sobre ella, o la lealtad hacia el peronismo de la que hace gala en más de una ocasión Miguel (Cabré). No es casualidad que los dos personajes sean endebles narrativamente, con apenas uno o dos rasgos que los definen siempre de manera chata y reiterativa: esa gigantesca galaxia de referencias, objetos y actos que viene a convocar el peronismo, en ¡Atraco! no es más que la sumatoria de unas cuantas referencias inertes, los puntos cardinales de una memoria emotiva que son nombrados con aires de solemnidad y nada más. Perón, del que tanto se habla, nunca deja de ser una presencia vaporosa de la historia con mayúsculas que aparece construida con los trazos de un realismo tímido e inofensivo, y nunca alcanza a convertirse en una figura con la densidad suficiente para operar alguna clase de empuje narrativo sobre los protagonistas. Eva, una de las personalidades más carismáticas del país, capaz de despertar tantas pasiones contradictorias hasta el día de hoy, en la película dirigida por Eduard Cortés no constituye más que el objeto de fe y adoración de uno de sus protagonistas: ella nunca llega a rozar la superficie del relato, ni siquiera como fantasma que venga a inyectarle un poco de amor o de odio, de vitalidad al clima más bien apático de ¡Atraco! Lo mismo va para Madrid: la esquina de la joyería es la única parte de la ciudad que se muestra. Algunos autos viejos y el vestuario son todos los elementos visuales con los que la película sostiene o quiere sostener la época de la historia, pero no es suficiente. La esquina se revela como un escenario suntuoso, reconstruido laboriosamente y en detalle, al que la cámara vuelve una y otra vez, y la sensación es la de estar en el teatro, donde la escenografía supone un exterior ficticio que requiere de la colaboración activa del público para existir como tal. No hay Madrid en ¡Atraco!, solo una esquina y unos transeúntes ajustados a la iconografía de los 50; no hay recursos que le permitan a la ciudad materializarse con mayor fuerza en el off, instalarse en el fuera de campo de manera sólida para brindar un contexto un poco más sólido a los personajes. Por eso es que se notan tanto las fallas. Si Merello y Miguel resultan una dupla de buddy movie que cada tanto aspira a convertirse sin éxito en un dúo dramático y a pulsar las cuerdas de la tragedia (como en el final), eso se debe, además de a los diálogos pobres y a la unidimensionalidad de los personajes, al vacío que rodea y acecha la imagen. No hay nada fuera del encuadre, está claro que en ¡Atraco! ni Perón, Eva o Madrid son reales o poseen mayor densidad que la de una palabra que se pronuncia y desaparece en un diálogo signado por la rutina; los planos cerrados sobre los actores y los objetos, que encarcelan la mirada y la confinan a una porción muy reducida de imagen, son menos el gesto de una película obsesionada por controlar y dirigir el ojo que el síntoma de un malestar que no se puede disimular.
Una sombra ya pronto serás Terror en Chernobyl tiene un gran comienzo. Un grupo de chicos que están de vacaciones por Europa entra ilegalmente a Prípiat, una ciudad ucraniana que queda muy cerca de la planta nuclear de Chenobyl. Los visitantes recorren la ciudad abandonada (desde el accidente de 1986) como si se encontraran en un lugar turístico cualquiera: hacen chistes, se sacan fotos, piden al guía que les cuenta historias sobre el hecho. Este principio, a pesar de la pobreza general y los trazos simplones con que aparecen delineados los personajes (las actuaciones tampoco ayudan), es por lejos lo mejor de la película; los realizadores entran en un pueblo fantasma y consiguen imprimirle una dosis increíbles de tragedia y melancolía. La ciudad en ruinas es sobrecogedora y alarmante a la vez, incluso de día de resulta un espacio notablemente cinematográfico. Los relatos de Uri, el ex agente de fuerzas especiales que dirige el grupo, le suman una carga importante de dramatismo al ya de por sí desolado paisaje. Se tiene la sensación de que la película podría haber transcurrido así durante todo el metraje, como si fuera una especie de Stalker en versión adolescente y americana. Pero Terror en Chernobyl quiere ser cine de terror, y los realizadores entienden el género de manera un poco torpe. Hay una fórmula que se repite infinitamente hasta que parece que el guión no hace otra cosa: uno o varios personajes recorren alguno de los recovecos de Prípiat, se crea un momento de tensión, un golpe de sonido y alguna imagen impactante rematan la escena buscando el susto fácil. Claro, se está hablando de un recurso típico del género, pero Terror en Chernobyl lo usa constantemente, sin respiro; al final, termina cansando y pierde su efectividad. Por otra parte, las amenazas funcionan solo a medias. Durante el día, el mayor peligro son unos perros que no inspiran nada de miedo, y en la oscuridad, la falta de luz y el movimiento confuso y atolondrado de la cámara escamotea a la vista los monstruos que persiguen a los protagonistas. Este es uno de los mayores problemas, porque Terror en Chernobyl no es La mujer pantera ni una película con fantasmas; justamente, una de los atractivos de la premisa era el hacer horror con criaturas que no son seres de ultratumba, zombies ni infectados por un virus a lo Resident Evil, sino personas alcanzadas y destruidas por la radiación: deformes, locos, mutantes; una nueva especie de monstruo cinematográfico que, para cumplir su papel dentro de la historia, pedía ser mostrado, había que exhibir las lesiones en su piel o lo contrahecho de sus cuerpos. Al menos en este caso, la vieja máxima que reza que hay que ocultar al monstruo antes que mostrarlo juega claramente en contra. Pero hay un problema más grande y es que, a medida que cae la noche y los personajes se aventuran en los edificios, la oscuridad se adueña de todo y el lugar pierde su encanto particular. La ciudad se convierte en un montón de pasillos en tinieblas a ser atravesados mediante la formulita descripta antes, y el clima inquietante y triste que habían logrado establecer los directores se desvanece por culpa de las exigencias del género más formateado y atolondrado: los personajes corren de un lugar a otro escapando de criaturas que nunca son observadas en detalle y se los encuadra en molestos planos temblorosos que no duran más de medio segundo. La oscuridad lo iguala todo y ya no queda nada del aire pestilente de Prípiat que tan bien se supo aprovechar al comienzo. La chatura de los personajes hace que nunca terminemos de sentirnos cerca de ellos, y el guión muestra sus puntos más flacos en algunos momentos arbitrarios o forzados, como en la escena con la nena siniestra que aparece de la nada, con vestido y todo (como si esto fuera El resplandor o alguna otra película de terror que gusta mostrar a niños espectrales) o los avisos automáticos del contador Geiger que, sin que ningún personaje lo active, suena solo cada vez que se adentran en una zona con mayores niveles de radiación. A su vez, en medio de esas sombras que se apoderan de la imagen, el contador viene a recordar que no se está en cualquier lugar, que se está muy cerca de Chernobyl, donde la radiación representa un peligro casi tan terriblr como los perseguidores misteriosos. Ese recordatorio es el signo más evidente de que la película es consciente de sus falencias: la ciudad y su aura se desvanecen en un laberinto de pasillos apenas iluminados, y se supone que un ruido que indica la presencia de radiación debe volver a decir, por las dudas, en dónde se está parado. En el final se esboza una explicación a las apuradas que intenta despejar un poco el misterio pero sin que se esclarezcan detalles de la trama, todo resulta un híbrido inverosímil que no se decide entre dar la información que brindaría cualquier otra película y el hermetismo explicativo del cine de Romero.
La risa Batman está en la terraza de un edifico hablando con Gatúbela, se da vuelta y cuando gira de nuevo, ella no está, y él dice algo así como: “bueno, entonces así es como se siente”. Ese es el único momento de Batman: El caballero de la noche asciende en que Batman se ríe de sí mismo, y la película lo hace a la par suyo, no solo del personaje y de su costumbre de desaparecer misteriosamente en medio de una conversación, sino de ella misma y de las anteriores, en las que el protagonista hace eso más de una vez. O sea, la película se señala a sí misma como tal y nos invita a reírnos a la par suyo en un gesto de complicidad y ligereza que no habrán de repetirse. El resto del tiempo, esta última Batman es pura pesadez; la solemnidad de los diálogos pesa, también los primerísimos primeros planos (algunas caras como las de Morgan Freeman y Michael Caine parece rocosas, duras), las sobreexplicaciones del guión (Nolan hizo una secuela de Batman que depende tanto o más de las explicaciones que El origen, su bodoque anterior), hasta el protagonista y el villano Bane aparecen como dos criaturas clavadas al piso que, cuando pelean, lo hacen de manera lenta y sin demasiadas sutilezas coreográficas (revoleo de piñas y patadas, básicamente). Se dirá que esa lentitud y brutalidad en el combate es parte de la búsqueda de realismo de la película, y que por eso algunas peleas están mostradas sin música extradiegética; sí, y en un principio pudo haber sido una buena decisión formal, pero las peleas cuerpo a cuerpo entre Batman y Bane están punteadas por unos molestos parlamentos que interrumpen la acción en pos de ilustrar lo que sucede: uno supera al otro, el otro tiene miedo, se sabe derrotado de antemano, etc. Si había algo de realismo y de tensión en esas peleas, Nolan lo arruina cuando opta por privilegiar el tono trágico del relato antes que la dinámica interna de la escena, los personajes detienen el combate para tirarse con líneas pomposas que son de lo más anticlimáticas. Además, el realismo tan elogiado de la película anterior (que sí, estaba bastante bien), en esta aparece minado no solo desde los diálogos sobrecargados y la proliferación de metáforas irritantes que refieren al espíritu, la vida y al muerte o el sacrificio, sino también por licencias que Nolan se toma y que son de lo peor que se puede ver y escuchar. Si algunas escenas de acción parecen querer instalarse en el terreno del realismo por su reticencia evidente a usar música (el silencio se escucha muchísimo, como para que no se nos escape que lo que hay allí es algo crudo, áspero), son automáticamente neutralizadas por todos los subrayados musicales que vienen a indicar la gravedad de la situación de los personajes y de Ciudad Gótica. El momento más bochornoso es el del estadio, cuando se escucha el himno estadounidense cantado por un nene y se muestra paralelamente la toma del lugar que llevan adelante Bane y sus secuaces: el contraste es de una grosería como no se vio en mucho tiempo, la imagen y la banda sonora piden a gritos que se entienda el sentido de la escena que, uno supone, viene a ser reforzado todavía más por las banderitas de Estados Unidos (no serán las únicas que se vean, de todas formas). No recuerdo si había banderas norteamericanas en Batman: El caballero de la noche, pero sí que aquella Ciudad Gótica no pedía ser leída en clave de reemplazo como en la última, donde la urbe es un símbolo que resume y quiere significar a Estados Unidos y en el que el paisaje se parece demasiado al de New York. Ese parecido es algo a tener en cuenta, porque si las películas anteriores, incluso las de Burton, se ubicaban en una geografía imaginaria que mantenía lazos débiles y lejanos con el mundo real, esta última viene a conectar fuertemente con un lugar (New York en particular y Estados Unidos en general) y con un sentir de época: probablemente en un escenario con reminiscencias neoyorquinas se desplieguen mejor los miedos del presente planetario y occidental que Nolan quiere explotar, siempre de la manera más miserable y obvia posible. Después de todo, Batman: El caballero de la noche asciende es cine sobre temas y sobre temas importantes, graves, que se declaman a viva voz y con líneas pomposas, rebuscadas, así que es por lo menos esperable que el director busque el modo más efectivo de transmitirlos, es decir, que incapaz de poder contar una historia con buenos recursos, con un pulso visual firme e imprimiendo el interés a través de la imagen y no solo mediante diálogos aburridos y primeros planos reiterativos, es por lo menos comprensible que Nolan trate de inyectarle algo de vitalidad a su relato realizando ese enroque que consiste en trocar Ciudad Gótica por "mundo actual". Al menos le quedaba la posibilidad de producir un poco de emoción pulsando las cuerdas de una cierta sensibilidad colectiva del presente, pero ni eso: el guión aprovecha torpemente las referencias a la actualidad y el resultado es un mamotreto que apela a los subrayados y la grandilocuencia. Debajo de eso solo hay una película que no tiene prácticamente nada para decir pero que decide hacerlo a los gritos y con aspiraciones de trascendencia, poniendo cara de seria y sin reírse, como si con eso pudiera disfrazar su propia insignificancia.
De pelos La segunda vez que vi Valiente dejó de parecerme uno de los mejores estrenos del año para pasar a ser una buena película (para la alicaída cartelera local y el panorama de las vacaciones de invierno, no es poco). Será que la primera vuelta me quedé como atontado con, entre otras cosas, los pelos de Mérida: digo los pelos, en plural, porque por esta vez una película de animación no ofrece una melena sino un montón de pelos individuales, increíblemente detallados y elaborados que juntos, sí, conforman esa bola de fuego enrulada que sigue y rodea la cara de la protagonista. Hay que ver los planos en los que la película se embelesa retratando los pelos, porque allí se habla de la historia de la animación: primero, como nunca antes la técnica animada permite dirigir la atención a algo con tanto detalle y minucia para utilizarlo dramáticamente; segundo, la cabeza de Mérida, con su infinidad de pelos que se mueven, retuercen, levantan o solamente cuelgan, funciona casi como un manifiesto que podría rezar así: “de ahora en adelante, nada será imposible para una película animada”. Algo similar se nota en el trabajo con otros personajes: los tres hermanitos, el padre, los peludos de Lord Macintosh y su hijo, hasta el caballo de Mérida; sus cabelleras frondosas y cuidadas, incipientes, gastadas son tan importantes como cualquier otro atributo que los define. Seguramente haya sido el pelo de Mérida y del resto el que me escondió algunas zonas débiles de la película. Nada demasiado grave, igual; por lo menos, ningún pecado que otras películas de animación no hayan cometido antes. Se trata, sobre todo, del conflicto madre e hija, que en Valiente, a pesar de ubicarse en la Escocia del siglo 10, aparece pintado con unos trazos de actualidad que atentan contra la coherencia de ese universo. Una princesa se rebela contra el mandato familiar y desobedece los deseos de sus padres; este cuento lo conocemos todos, no hay nada nuevo allí. Pero el guión (escrito a ocho manos) hace que esos personajes, sus conflictos y argumentos sean anacrónicos: Mérida desafía en público la tradición y su peor castigo es un reto de su madre; el padre es apenas un personaje bonachón y torpe, y uno se pregunta cómo habrá hecho para unificar y comandar al resto de las tribus; Elinor, la madre, discute con su hija como si se tratara de una igual, una hermana, y la pelea que tiene lugar en la habitación de Mérida bien podría pertenecer a un drama adolescente. Lo mismo va para el cambio de opinión de Elinor sobre el matrimonio y los caprichos de Mérida; esa historia y la manera en que se desenvuelve termina por incrustar en un paisaje extraño (una campiña escocesa de hace más de mil años) los signos con los que entendemos (o creemos entender) el mundo hoy. Es decir, la película opta por no preguntarse nunca por ese lugar y esos personajes; en vez de eso, va a contar una historia con una serie de respuestas arrancadas del presente que nos informan de una notoria falta de imaginación (sí, junto con Cars 2, Valiente es la otra película de Pixar con serios problemas para imaginar un mundo autosuficiente). Eso, sumado a la moralina que surge al principio y en el final (especialmente a través de una voz en off un poco molesta), la ligereza con que se introduce y se quita del medio el personaje de la bruja, y algunas canciones bien a lo Disney que se escuchan de fondo, le arrebatan a Valiente la posibilidad de erigirse como uno de los mejores estrenos del año. Porque, además de los pelos, hay otra cosa que hace la película dirigida por Brenda Chapman; algo que nadie pensó o supo cómo llevar a cabo antes. Elinor se convierte en osa y, a diferencia de lo que podría hacer Dreamworks, por ejemplo, ese oso se comporta y se mueve como un oso. Después de ver tantos bichos que son humanizados hasta ser transformados en caracteres con apenas uno o dos rasgos animales visibles, Elinor se convierte en osa y así permanece, fatalmente (rara coincidencia, el animal menos humanizado de todos los que pueblan Madagascar 3 también era una osa). Mejor todavía: Elinor ahora es una osa y debe aprender a actuar como tal, a aprovechar las ventajas y sortear las dificultades que implica tener un cuerpo así. El drama surge de manera terrible cuando se constata lo peor: la nueva faceta osuna de Elinor empieza a consumirla, a ganarle la batalla a la mujer que todavía intenta continuar con sus rituales cotidianos (incluso con las normas de cortesía). En la animación reciente hubo pocos momentos tan desesperantes como esos en los que se muestran las pupilas de la reina madre desvanecerse en los ojos de un oso, perdiendo cualquier brillo de inteligencia y humanidad. Claro, si este conflicto funciona, si nos lo creemos, eso es solo debido al respeto por la fisicidad de un oso que demuestran los animadores de Pixar que, en cierta forma, recorren el camino inverso a lo hecho por el resto de los estudios: en lugar de tomar el cuerpo de un animal e imprimirle una movilidad humana, en Valiente una mujer cobra la forma de un oso y, aunque trata, fracasa cuando quiere recuperar sus gestos y hábitos femeninos. Por lo mismo puede explicarse que las escenas con Elinor dentro del castillo resulten tan cómicas. Es como si Valiente pusiera en práctica una especie de premisa surrealista: vamos a soltar un oso en un castillo escocés del siglo X, a ver qué pasa. La imagen de Elinor tapándose apenas medio cuerpo con su bata, tratando de mantener el equilibrio y el porte distinguido a la vez, y la manera en que rebota por los pasillos y tira cuanta cosa encuentra; esos momentos son antológicos y merecen estar en cualquier historia de la animación. Ese respeto al tiempo que aprovechamiento de las posibilidades del cuerpo de un oso, está en la escena en que Mérida habla con los pretendientes y sus soldados y los convence de dejar de pelear y de cambiar la tradición; Elinor osa le hace gestos a su hija para que sepa qué decir a su público, y la escena se convierte en una suerte de dígalo con mímica en clave surrealista que, a su vez, es capaz de producir emoción de manera genuina (hasta esa parte, el momento de mayor conexión entre madre e hija es ese, o sea, que están verdaderamente juntas cuando intercambian gestos a la distancia y entre medio de la gente). Un combate forzado y resuelto a las apuradas es el mejor síntoma del desequilibrio que acusa la película. Valiente demuestra ser dueña de una inteligencia específica, que se concentra en cosas particulares como el trabajo con el pelo o lo que se hace con Elinor osa, pero que falla a la hora de crear un universo consistente que no se ofrezca como mero espejo camuflado del presente. Será por eso, entonces, que el final emociona más allá de los problemas narrativos: el abrazo de Mérida y Elinor, que se encuadra en unos pocos planos bastante cerrados, expulsa esa Escocia con sus brujas, tribus guerreras, canciones lavadas y anacronismos varios. Solo quedan ellas dos y lo que Valiente mejor supo crear a lo largo de su hora y media de duración: la osuna Elinor y los pelos de Mérida, que cuelgan casi como en señal de la tristeza y la culpa infinitas que ahogan al personaje.
No tan distintos Unos pocos planos con Andrew Garfield alcanzan para entender que este nuevo Peter Parker no se parece en nada al de Tobey McGuire. No ocurre lo mismo con Spiderman, que es bastante similar al anterior. O sea: con el traje puesto, los dos actores (y sus dobles, especialmente digitales) hacen más o menos lo mismo. Esto es algo importante, porque quiere decir que, si bien el héroe permanece sin cambios, Peter cambia y mucho. Además, hay que tener en cuenta que se está frente a eso que muchos llaman “reset”: el recomienzo de una historia que ignora lo hecho en las películas anteriores. Entonces, se vuelve a contar el nacimiento de Spiderman porque hay algo allí que gusta, que seduce, incluso si el personaje en su faceta de héroe continúa casi igual que antes. Peter Parker es un nerd marginado, pertenece a una familia quebrada (sus padres desaparecieron) y es bueno para la ciencia; allí hay algo para contar de nuevo, una vez más. Se nota que Marc Webb y sus guionistas, más allá de las convenciones que debe respetar una película que narre los inicios de un superhéroe, están bastante más interesados en la historia de Peter antes de convertirse en Spiderman; y cuando finalmente se calza el traje azul y rojo, el director no le dedica tanto tiempo al personaje en su papel de justiciero tanto como a su costado de chico cualquiera que tiene que lidiar con problemas comunes como hablarle a la chica que le gusta, ir a comer a su casa o ser un buen hijo (porque, a pesar de vivir con sus tíos, ellos son como sus padres). Esa atracción por observar las dificultades para integrarse socialmente, por desmenuzar los conflictos familiares, son caras a la constelación de criaturas creadas por Marvel; en este sentido, Tobey McGuire y su rareza habitual atentaban contra la construcción fiel de Spiderman porque el actor recargaba las tintas sobre el lado más extraño y distinto de Peter; era, a todas luces, un freak excesivo, exagerado. En cambio, Andrew Garfield compone a un nerd, a alguien amanerado pero parecido a sus semejantes. El Peter de McGuire estaba condenado a ser un completo extranjero en la secundaria, pero el de Garfield, una vez superados sus problemas con el bully de turno (de manera bastante más rápida y económica que en la primera película de la serie) y vestido un poco más a la moda, se funde perfectamente con el paisaje cinematográfico de una high school de cine norteamericana. Por eso, porque el nuevo Peter se parece más a nosotros que el anterior, y porque la película insiste con que las diferencias del protagonista no lo son tanto, es que el proyecto del doctor Curt Connors (y del padre de Peter) está condenado. Connors viene trabajando desde hace décadas en una solución médica para las malformaciones y enfermedades, en buena medida motivado por la falta de su propio brazo derecho. En su laboratorio, guarda una máquina (prohibida por el gobierno) que es capaz de liberar gases en el área de toda una ciudad, con la que piensa que, de tener éxito en su investigación, podría hacer cosas como “curar la polio en una tarde”. Cuando el proyecto fracasa y Connors se convierte en un reptil monstruoso, su plan de igualar a toda la gente de acuerdo a un modelo biológico ideal no cambia: aunque sea como lagartos, Connors intentará esparcir la nueva fórmula y transformar a la población en reptiles como él. Decía que ese proyecto está condenado, justamente porque la película plantea algo así como que las diferencias, incluso si son grandes, no resultan del todo insuperables. Para probarlo está Peter, un nerd torpe, tímido y burlado por todos que, después de pelearse con el matón de la escuela y derrotarlo, puede mezclarse sin problemas con la masa de adolescentes de secundaria. También está la relación entre Spiderman y la policía y la relativa facilidad con la que un civil puede servir a la justicia a la par de las fuerzas de la ley sin contar con armas, gadgets o un entrenamiento especial (como sí tiene, por ejemplo, Batman). Así, con la voluntad de hacer el bien y proteger a los inocentes alcanza, parece susurrar por lo bajo Webb, negando las distancias múltiples e irreconciliables entre el superhéroe y los poderes represivos que otras películas del género sí abordan. Entonces, si todo es más o menos lo mismo, si todos somos semejantes más allá de algunas diferencias superficiales (fácilmente corregibles), no es necesario ningún intento como el de Connors para uniformar a las personas en su fortaleza biológica porque, lo sepan o no, tomen conciencia o lo ignoren, ya son todos iguales. Además de coquetear con la biogenética y de hacer bastante más foco en la relación de Peter con sus tíos, la película pega un vuelco radical en su afirmación velada (pero presente) de la semejanza. El personaje que hacía Tobey McGuire era un eterno raro incapaz de integrarse completamente en la sociedad; podía tener novia, trabajo y ser un genio de la ciencia, pero el resentimiento que le producía su propia extrañeza primigenia no desaparecía nunca, ni siquiera en la tercera película cuando, poseído por el mismo alienígena que después da vida a Venom, Peter sacaba a relucir sus salvajes y oscuras fantasías; allí no había Spiderman ni imperativo moral capaz de seguir reprimiendo sus deseos más secretos. El Peter de McGuire era una criatura doble, con pliegues ocultos que dejaban imaginar una personalidad conflictuada, inquietante; una extrañeza irreductible, y por eso mismo incómoda, que nunca terminaría por ser parte plena de la sociedad. Esa incomodidad es la que desecha El sorprendente Hombre Araña cuando postula la igualdad fundamental que compartirían todos; más allá de lo aburrido del planteo, la consecuencia directa de esto es que, sin importar la excelente interpretación de Garfield, su personaje no es capaz de producir la tridimensionalidad ni el misterio del Peter de McGuire. Si se tiene en cuenta que esta última película dedica más tiempo a observar al personaje inmerso en los problemas de su vida cotidiana antes que en su labor de justiciero (hasta el final, cuando Spiderman –como corresponde– finalmente se adueña el relato), por momentos parece que se está viendo una película sobre adolescentes y no una de superhéroes. Al menos en este sentido, la presencia lumionsa de Emma Stone tampoco ayuda: su gracia, sus morisquetas y su simpatía absolutas inclinan la película hacia el lado de una high-school movie (territorio que la gran Emma ya supo incursionar en Se dice de mí), bien lejos de la solemnidad de una buena porción del cine de superhéroes.
Lo que impresiona no es tanto el relajo estético que parece estar atravesando Woody Allen sino la manera en que lo perpetra. Por si todavía quedaban dudas después de Vicky Cristina Barcelona o Medianoche en París, A Roma con amor viene a confirmar unas sospechas un poco inquietantes: que el neoyorquino está grande pero no se equivoca; que las películas no se le van de las manos y que mantiene un control pleno sobre ellas; que todo lo que se ve y escucha son objetivos fijados por el director y nunca errores cometidos durante la filmación o en la sala de edición. La primera escena de la película se encarga de dejar esto bien en claro: dos personajes se conocen por casualidad, se gustan y, en apenas tres planos fugacísimos, se muestra cómo se ponen a salir, son pareja y deciden presentarse a sus respectivos padres. Hayley es una estudiante estadounidense de vacaciones que anda buscando la Fontana di Trevi (homenaje a Fellini, se dirá, pero también lugar de paso obligado de cualquier recorrido turístico romano); Michelangelo un habitante de Roma. Las diferencias no representan un obstáculo para el encuentro porque él, debido a sus constantes viajes a New York, habla un inglés fluido (después nos enteramos que trabaja de abogado de personas que no pueden costearse una defensa legal y que adhiere a un izquierdismo cerrado al diálogo, y uno se pregunta cómo es que el personaje llegó a ser tan cosmopolita). Pero nada de eso importa, parece decirnos el director cuando relata la unión de esos dos perfectos extraños en tres planos que duran un par de segundos cada uno. El que avisa no traiciona, y no debería sorprendernos que en las sucesivas historias haya personajes que realizan una especie de viaje en el tiempo (pero conservando el presente como paisaje), vean cambiada su vida drásticamente de manera misteriosa y casi mágica, o se descubran envueltos en una serie de enredos grotescos propios de la comedia disparatada más grasa. A esta altura es casi una obviedad señalarlo, pero el cine de Woody Allen, que durante mucho tiempo fue una exploración de un universo y unas criaturas particularísimas, ahora ensaya una especie de amalgama a nivel casi planetario, que licúa las diferencias regionales y de época en pos de quién sabe qué búsqueda autoral (una búsqueda humanista, seguramente, porque a ninguna otra cosa puede servir el borramiento de tantas realidades heterogéneas). El tradicional interés del director por la pareja y la constelación de temas circundantes (matrimonio, infidelidad, convivencia, amor) está presente en A Roma con amor, sí, pero la forma en que esos temas se integran en la trama lo despojan automáticamente de cualquier interés. En este sentido, la película se revela como liviana en un sentido bien abarcativo, casi como manera de entender la vida y el cine. Los nuevos personajes de Allen pueden relacionarse, cambiar de profesión, sufrir modificaciones fundamentales en sus vidas o visitar su propio pasado, siempre sin ningún tipo de barrera, limitación o sufrimiento; también el espacio se recorre sin un costo físico o de tiempo (el único viaje que se muestra es el de los padres de Hayley, y la escena en el avión –brevísima– cumple la función de presentarlos y no aspira a narrar el traslado de un continente a otro). Si alguna vez Woody Allen fue un explorador de lugares y gentes particulares (New York, clase media educada), hoy se erige como un narrador que no piensa en términos geográficos ni temporales, interesado solo en contar historias despojadas de cualquier especificidad. El resultado es que los personajes se convierten en estereotipos sin demasiada carnadura narrativa; son chatos, con unos pocos atributos que vienen a construirlos desde una única faceta. Así, en buena medida quedan librados a la suerte de sus intérpretes: el cuarteto compuesto por John, Jack, Monica y Sally (Alec Baldwin, Jesse Eisenberg, Ellen Paige y Greta Gerwig) representan lo mejor de la película; ellos resultan los más interesantes y los más creíbles, y su historia es la que mejor aprovecha las relaciones entre los personajes, incluso la imposible que se da entre John y Monica (ubicados, suponemos, en planos temporales distintos). Uno intuye que la fuerza de ese relato está no solo en la calidad de los actores sino también en el hecho de ser el único que recupera algo de las viejas historias del director: un grupo de gente joven, tentaciones, manipulaciones románticas y una infidelidad, todo contado con gracia, atención a los detalles cotidianos y sin intento atisbo de moralina; al menos esa historia recuerda a lo mejor del cine de Wood Allen. El resto es apenas un recorrido cómodo y pintoresco por una Roma de postal, e incluso los chistes buenos (como el de la ducha) son utilizados y exprimidos hasta que aburren y pierden toda su frescura.