¿Por qué será que muchas películas argentinas que hablan de la Historia eligen un tono grave y tan poco verosímil? No aspiro a creer sin más en lo que está pasando en la pantalla: soy consciente del carácter de construcción y artificio del cine. Pero frente a películas como Ni dios, ni patrón, ni marido, me parece estar viendo una obra de teatro filmada (o de mal teatro, en todo caso): los actores declaman y abusan de los gestos grandilocuentes; muchas escenas, con su esquematismo y aire pintoresco, hacen acordar a las calcomanías que traía Billiken para pegar en el cuaderno de la primaria; todo el tiempo parece que los personajes se están jugando el destino de la patria, como si su vida no fuera más que una sucesión de cuadros dramáticos donde no hay lugar para lo cotidiano; los temas (las películas históricas suelen ser películas “de temas”) son puestos en discusión mediante diálogos groseros que no dejan resquicio a la ambigüedad, como si los guionistas tuvieran miedo de que algún espectador se quede afuera del debate. Sin embargo, Ni dios, ni patrón, ni marido tiene algunos puntos fuertes. Uno es la presencia de Eugenia Tobal, figura televisiva a la que todavía no se la nota del todo cómoda frente a la cámara de cine (algo similar le pasaba en Soy sola). Tobal, además de una de las mujeres más lindas de la Argentina, es dueña de una presencia imponente que solamente alcanzan a opacar los diálogos torpes impuestos desde el guión (en esos casos, Eugenia parece un monstruo –bellísimo– de dos cabezas: una actriz de cine que habla como una intérprete de teleteatro). Otro acierto de la película tiene que ver con la precisión que se demuestra a la hora de elaborar un discurso político: las mujeres anarquistas de la película de la catalana Laura Mañá luchan por la emancipación del género sin ceder a las presiones de otros movimientos de izquierda que pugnan por una revolución social de carácter más extenso (claro, esa extensión implica mantener a la mujer en una posición siempre marginal). Pudiendo decantarse por algún tipo de conciliación tranquilizadora, la película se mantiene inquebrantable en su postura: la liberación de la mujer (muchas de las cuales dependen del éxito del diario anarquista La voz de la mujer) y el programa de los partidos y movimientos revolucionarios de fines de siglo XIX no son compatibles, y quizás el triunfo de esos movimientos hasta necesite del fracaso de los reclamos del periódico. En eso, las protagonistas no ceden ni un ápice: con la militancia y prédica anarquista como principales herramientas, niegan cualquier posible acuerdo con las estrategias políticas del socialismo. A pesar de esos logros, hay momentos concretos en los que la película de Mañá revela su fracaso irredimible. Se trata de las escenas de ópera, en las que la exageración y el dramatismo alcanzan picos impensados en el resto de la trama. Ese exceso musical, físico y sentimental, es justamente lo que le falta a Ni dios, ni patrón, ni marido: Mañá está contando una historia que transcurre en pleno Romanticismo, acaso la última época donde el exceso y la profusión en el arte estuvieron bien vistos (en este sentido, cineastas como Favio o Coppola son artistas netamente románticos), pero la directora opta por la figurita escolar, por los diálogos didácticos y por maniqueísmos que hacen poco y nada creíble el relato. Entonces, el resultado final no es ni un retrato fidedigno y contenido de la Historia, ni un exceso feliz y despreocupado de las emociones. Entre los muchos méritos de la italiana Vincere está el ser una película histórica que se le anima a los excesos y a lo pasional, algo que el género comúnmente desdeña (quizás porque se entiende que la Historia es cosa seria, grave, solemne). En cambio, en Ni dios, ni patrón, ni marido la directora apuesta a los subrayados y a la declamación de los temas pero siempre en función de una solemnidad frígida, impostada, que nunca alcanza un vuelo verdaderamente cinematográfico como lo hace la película de Marco Bellochio. Así las cosas, todo se resume en una cuestión de credibilidad: le creo más a Vincere con todos sus excesos, estallidos pasionales y licencias históricas que a Ni dios, ni patrón, ni marido con sus intentos de pintar una época a la manera de una clase escolar.
Empecemos enumerando lo que las películas de Enrique Piñeyro no son ni serán: grises, tibias, correctas. Ahora, digamos todo lo que sí son: personales, rabiosamente políticas, frontales, críticas. Para aquellos que en su momento defenestraron a Fuerza Aérea Sociedad Anónima por el supuesto carácter ególatra del director (recriminación más psicológica que cinematográfica), El Rati Horror Show puede generarles el mismo rechazo. Si bien en su cuarto largometraje Piñeyro aprendió de los ataques que sufrió a propósito del tono didáctico y de a ratos levemente aleccionador de su segundo film (y por eso agregó un personaje secundario que reemplaza al público como interlocutor), eso no impide que el realizador de Whisky Romeo Zulu se despache con una caracterización expansiva que colma hasta los espacios más recónditos de la película. Estrictamente, Piñeyro hace el papel de siempre, el de investigador comprometido, atento a los detalles, carismático, que por momentos parece incluso traslucir alguna aspiración detectivesca. Y el desafío que tiene por delante no es sencillo: hacer de la investigación un género cinematográfico, que combine la potencia y el rigor del mejor cine con la información y la presencia de un periodista-conductor propios de un formato televisivo (la televisión es el soporte audiovisual más utilizado cuando se habla de investigación). Como Fuerza Aérea, El Rati… convence no sólo por la precisión en el despliegue de las hipótesis y las posibles respuestas, sino también por su exposición amena, clara y explicativa, para lo que el director echa mano a todo tipo de recursos: escuchas telefónicas, material televisivo, maquetas (las hay animadas), experimentos (como el del disparo), interpelaciones a muñecos caricaturizados de los personajes involucrados (como jueces y abogados), etc. Podría pensarse que El Rati… trata pura y exclusivamente sobre el caso de Fernando Carrera, que atropelló a tres personas cuando escapaba de un coche ocupado con policías vestidos de civil, pero lo que subyace al tema central de la encarcelación injusta de Carrera es el papel de los medios de comunicación, cuya inoperancia, búsqueda irresponsable de impacto y falta de curiosidad de todo tipo terminan siendo factores fundamentales a la hora de seguir el progreso del caso. El comienzo de El Rati..., que muestra una enorme cantidad de material televisivo, está ejerciendo (aunque no lo haga de forma explícita) una suerte de enjuiciamiento a los noticieros y programas de investigación que fueron un eslabón ineludible en la condena de Carrera. La crítica a los medios disparada por Piñeyro hace que la película amplíe notablemente su horizonte de denuncia y le imprime a su cine un carácter rebelde como pocos otros cineastas argentinos (con excepción de Pino Solanas) supieron sostener en el tiempo.
Cuando terminó la función el público aplaudió. O mejor dicho, el público se aplaudió. Más allá de lo difícil que es encontrarle un sentido unívoco al aplauso en el cine cuando no están presentes los realizadores, en la función de Awka Liwen del sábado a la tarde en el Gaumont se hizo más patente que nunca la increíble fuerza que todavía conservan algunos lugares comunes de la cultura. Brevemente, lo que dice Awka Liwen es más o menos esto: primero los conquistadores españoles y después los políticos, caudillos y militares argentinos de turno, todos usurparon sistemáticamente el territorio de los pueblos originarios locales que, en muchos casos, fueron marginados y esclavizados cuando no directamente masacrados. Pero eso ya lo sabíamos de antes por medio de la escuela, el cine, el periodismo, la Historia o la televisión. O sea, la película de Aiello y Hille no dice nada nuevo. Si se va a hablar de algo que no es nuevo y que, para colmo, goza de un acuerdo social altísimo (no creo que haya mucha gente que ponga en duda los atropellos y las atrocidades que sufrieron los pueblos aborígenes), entonces los realizadores tienen que asumir la responsabilidad que ese decir implica, tomar los recaudos necesarios para no caer en la complacencia o en la mera repetición de consignas. Salvo por unos pocos datos e imágenes de archivo pocas veces exhibidos, lo que hace constantemente Awka Liwen es repetir hasta el hartazgo hechos ya conocidos por todos. Se podría pensar que el relato más bien precario y repetitivo se justifica desde el carácter didáctico de la película, un proyecto pensado para ser difundido en escuelas. Pero el didactismo no debería implicar pobreza de ideas (sino vean las películas de Enrique Piñeyro): Awka Liwen entiende al cine como simple vehículo para un mensaje, y eso se nota en la falta de cuidado puesto en la imagen. Concedido, muchas películas “con mensaje” tropiezan con la misma piedra. Porotos de soja es un caso reciente, pero allí había un trabajo de argumentación elaboradísimo que balanceaba desde el discurso político la precariedad visual de la película. En Awka Liwen eso no pasa, porque el guión se refiere a períodos extensísimos de tiempo sin hacer diferencias o, cosa todavía más grave, se confunden momentos históricos que no tienen absolutamente nada en común, como ocurre con el paralelismo forzadísimo que se traza entre el exterminio llevado adelante por la Conquista del Desierto y el terrorismo de estado del Proceso. También se toman como evidencias históricas hechos que se narran en Martín Fierro, ¿nadie le contó a los entrevistados (entre ellos, Felipe Pigna) que la visión del gaucho de José Hernández es una construcción romántica y edulcorada que prefiere la poesía por sobre la Historia? En un momento hasta se habla del conflicto entre el campo y el gobierno y se explica el estado de cosas de la distribución de la tierra: cómo unos pocos propietarios concentran una enorme parte del suelo. De nuevo, estoy de acuerdo con lo que se dice, ¡pero eso no guarda ninguna relación con el tema de los pueblos originarios! De todos los testimonios (la mayoría, incluido el de Pigna, resultan poco o nada interesantes) el más sólido y mejor articulado es el del periodista Maximiliano Montenegro cuando se refiere al conflicto del campo, pero frente a esa entrevista experimenté algo así como un déjà vu: por un momento creí que estaba en una función de Porotos de soja, donde ese testimonio sí habría sido pertinente. Gran parte del prestigio y la fuerza argumentativa de Awka Liwen parece jugarse en la presencia de Osvaldo Bayer, voz moral de la película que puntúa el relato y que se encarga de reflexionar sobre el tema. El problema es que a Bayer (al menos en esta aparición cinematográfica) le falta agudizar un poco su discurso, ajustarlo con datos más precisos y dejar de sostenerlo con frases hechas y solemnes. La gravedad y la indignación pueden ser recursos muy válidos para matizar un discurso pero nunca verdaderos argumentos , por eso es que, la mayoría de las veces, la denuncia de Bayer no pasa de ser una mera queja achacosa, sin ideas, que aspira a erigirse en verdad moral solamente echando mano a la seriedad en el gesto y las palabras (con los primeros planos los directores pretenden hacer de la cara rígida de Bayer un argumento en sí mismo). Entonces Awka Liwen no dice nada nuevo y lo hace de manera solemne, como si lo que se buscara fuera una simple confirmación de un tema y su correspondiente valoración social: los aborígenes fueron y son marginados y explotados, y eso es algo repudiable. Sí, una vez más, coincidimos. ¿Será eso lo que aplaudió la gente al final de la función? ¿El establecimiento de un acuerdo entre la opinión de los que estábamos en la sala y el discurso de la película? ¿La comprobación de que uno es una persona sensible y con grandes preocupaciones si su pensamiento coincide (difícil que esto no ocurra, ya lo dije) con la tesis de la película? ¿Alcanza con que una película lance esa caricia al ego de cierto público para ganarse el aplauso? De nuevo, el aplauso en el cine es un tema bastante más oscuro de lo que parece y no tengo más que preguntas al respecto. Pero algo sé con seguridad: que en la función del sábado la gente no aplaudió una película pobre, desprolija y con pocas ideas como Awka Liwen. Lo que se aplaudió fue otra cosa: la causa aborigen, la sensibilidad del público, o la confirmación de un discurso ya masticado y deglutido de manera comprensible como para ser entendido por cualquier alumno de primaria.
El documental sobre el pintor Carlos Gorriarena dirigido por Carmen Guarini es otro fiel exponente de la concepción del cine que desplegó la productora Cine Ojo desde sus comienzos: el montaje es seco y nunca efectista, la exploración del mundo se realiza no sólo en los puntos fuertes de la historia sino también en los márgenes (quizás bajo la creencia de que un detalle mínimo como un adorno, una frase al pasar o un objeto personal pueden ayudar a construir a un personaje tanto como un testimonio suyo) y se advierte una postura política firme, que no por decidida cierra el espacio a otras voces o interpretaciones. En Gorri el campo de batalla es el arte (ya abordado por la productora en películas como Pulqui o Espejo para cuando me pruebe el smoking) y más que la reivindicación póstuma de la obra de Gorriarena, los intereses de la directora parecen ser otros. Uno, de fuerte matriz documental, es el registro de la organización y disposición del material para la exposición sobre el pintor (fallecido en el 2007). El otro eje que empuja al film es el rescate de Gorriarena como una figura alejada de la etiqueta de la pintura social y política (rescate que se realiza sobre todo a través del increíblemente articulado testimonio de sus discípulos). En este punto la película concentra sus mayores esfuerzos: primero, porque admitir que existe esa categoría sería negarle la posibilidad de ser social y política al resto de la pintura; segundo, porque el propio Gorriarena siempre trató de apartarse de las corrientes artísticas compactas y estancas, generando una obra que (como él mismo dice en varias de las filmaciones suyas que ofrece la película) se define como opaca y gris en sus intenciones. Ese manifiesto sobre la pintura y el arte gana en densidad en las escenas con el propio Gorriarena, cuando el pintor se revela como un personaje carismático y querible por donde se lo mire (y escuche).
El cuerpo recobrado. Los indestructibles es cine de acción más tiempo. Uno de los géneros que más habló del cuerpo y de sus posibilidades es también el que más obturó el desgaste corporal, negando el paso del tiempo que los años imprimían en sus protagonistas. Hacerse cargo de ese transcurso es una cuestión política porque implica un riesgo: desmantelar el género poniendo en evidencia la falacia de su tesis primordial, que las estrellas no envejecen y, si lo hacen, al menos conservan intactas sus habilidades físicas. En Los indestructibles está Gunner, una bestia gigante y triste que tiene que drogarse para soportar el ritmo de vida de un mercenario. Gunner va perdiendo la razón, se vuelve un asesino sádico y violento y traiciona a sus amigos. De todos los personajes, el que hace Dolph Lundgren es el que más parece estar poniendo en tela de juicio la moral del cine de acción: los relatos del género no serían más que un fugaz e idealizado momento de esplendor en la vida de criaturas amargas y peligrosas con un destino oscuro asegurado. Barney, interpretado por Stallone, es el otro extremo: de edad avanzada (como el propio Stallone, que ya cuenta sesenta y cuatro años) conserva el físico de un atleta treintañero. Pero hay algo inhumano en él, porque el personaje está siempre de punta en blanco, parece que no duerme (como lo señalan otros personajes), no toma alcohol, no desea a ninguna mujer (a la que salva y conquista la deja sin darle siquiera un beso) y su cuerpo no acusa el paso del tiempo. Hay algo trágico en Barney, como si el personaje estuviera congelado, condenado eternamente a habitar una película de acción y a vivir según sus reglas, siempre guerreando contra los villanos de turno. El monstruo de Gunner, con todos sus defectos, al menos es un ser de carne y hueso: siente, desea, sufre los estragos de los años (sobre todo en su cara, mapa en el que se cruzan arrugas y cicatrices de manera inquietante). Barney, en cambio, parece un cuerpo impoluto atrapado para siempre en la historia del cine. Una sola cosa sabemos que nos habla de su condición de hombre: que hace mucho fue herido de gravedad en la mano izquierda. Esa herida es una referencia al cuerpo de las tantas que articula la película. Toll Road, que tiene oreja de luchador o de “coliflor”, cuenta cómo la lucha libre, por sus caídas y golpes, suele producir esa deformación (la herida es real, del propio peleador devenido actor Randy Couture que interpreta a Road). Yang explica lo difícil que es para él sostener el ritmo de sus compañeros siendo más chiquito (“las heridas son más grandes, tardo más en viajar de un lugar a otro”). Trench Mouse, apenas lo ve a Barney, le dice que perdió peso, y Church les pregunta si no van a empezar a chuparse la pija uno al otro. La mala decisión de Lacy, que cambia a Lee por otro, se materializa en el atroz moretón de su cara. En un fusilamiento que se lleva a cabo al principio, el general Garza le dice a su víctima que no le cree porque no puede ver dentro de él; Munroe mata al prisionero y le dice a Garza que ahora sí puede hacerlo. Lacy descubre sorprendida la profesión de Lee cuando lo ve moliendo a patadas a su novio golpeador y a los amigos de él. Ya sabíamos que el lenguaje que utilizan los personajes del cine de acción es uno armado a base de golpes y tiros (y que la supervivencia depende de la articulación precisa del discurso), pero es algo nuevo que los conflictos de los personajes, el humor y los giros de la trama también puedan ser marcas que se inscriben en el cuerpo. Como ocurre con la revuelta de los soldados del general Garza: cuando se revelan contra Munroe, Garza los manda a pintarse la cara de negro y amarillo, como si fueran guerreros, y Munroe se desayuna el levantamiento viendo las caras de los soldados mucho antes de que el general le explique lo que sucede. Como buena película consagrada al cuerpo, Los indestructibles no entiende de psicología o de sentimentalismos. Cuando Lacy lo deja a Lee, éste se la pasa quejándose con Barney más por gruñón que por despechado, y cuando Lee ajusticia al novio de Lacy frente a ella, el conflicto entre la pareja se resuelve de la manera más limpia y económica posible: Lee le dice “no soy perfecto, pero tendrías que haberme esperado. Porque yo lo valgo”. La escena, justa a más no poder, termina unos segundos después. El único personaje que escapa al esquema de la película es también el único que está retirado, el del cuerpo rendido e inactivo. Tool tiene un parlamento largo y aburrido sobre un hecho traumático del pasado y se pone a filosofar diciendo que en su mente hay oscuridad y otras cursilerías por el estilo; acaso para Los indestructibles el quiebre de Tool sea el síntoma más terrible de la decadencia física, la queja con aires de solemnidad pródiga en palabras rebuscadas que espeta el que ya no puede ponerle el cuerpo a la vida y por eso se refugia en los diálogos grandilocuentes. Ni hay que decir que Tool vive encerrado en su taller y que su aspiración es morir al lado de una mujer y no por una; si existiese algo así como un héroe de acción burgués y acomodado, Tool sería ese. Por otra parte, el complicado Toll Road dice que hace terapia y que le va muy bien, pero el suyo es un comentario a manera de chiste, porque el personaje termina la película como la empieza, sin cambios, bien lineal, impermeable a las vueltas de tuerca psicologistas. La posición crítica que la película toma respecto al género se trasluce con toda claridad al final, cuando uno de los personajes que había muerto (por la herida recibida, la muerte era inminente e inevitable) aparece vivo junto a sus compañeros, festejando a la par de ellos. Esa reunión de carácter casi hawksiano, impensable en una película de acción (donde los amigos mueren para motorizar la venganza del protagonista), es uno de los momentos más felices y luminosos del año cinematográfico: las peleas quedan en el pasado, las traiciones y las afrentas se olvidan, los amigos pueden reunirse una vez más para perdonarse y emborracharse juntos jugando al tiro al blanco con cuchillos. Ningún bache de guión, diálogo mal escrito (que no son pocos), pintoresquismo o conflicto acartonado y mal construido alcanza a opacar ni un ápice el brillo y la calidez enormes de ese encuentro final.
Bajo la simpatía y el buen humor que recubren El ambulante palpita una gesta épica, la del cine más independiente ajeno a los plazos e imposiciones de las producciones tradicionales, fundado sobre una matriz fuertemente comunitaria y con una voluntad de observarlo todo: la ficción, los géneros, la vida íntima de un pueblo, la realidad. Daniel Burmeister, que viaja por el interior recalando en diferentes pueblos, por lo general marginales y casi desconocidos, pide comida y alojamiento a cambio de hacer una película, siempre sobre, con y para el pueblo. El carácter de atracción móvil, casi de feriante, de Burmeister y su cine ambulante, hace pensar en una vuelta a los primeros años de existencia del cinematógrafo, cuando éste era un divertimento viajero cuya circulación social no se diferenciaba de la de un circo. Pero esa vuelta es, al menos en términos cinematográficos, imposible, porque Burmeister es un espectador evidentemente avezado en los códigos narrativos de los géneros y el cine en general. Por más frescas e improvisadas que parezcan, si hay algo que sus películas no son es, justamente, inocentes. Tampoco el trabajo de Burmeister es tan poco profesional como parece, ya que a medida que la filmación en el pueblo de Gould se acerca a su fin, el documental del trío Marcheggiano, de la Serna y Yurcovich lo va mostrando cada vez más como un realizador con una visión cinematográfica de largo alcance (esto se cristaliza sobre todo en la escena de la edición, donde los comentarios de Burmeister podrían confundirse tranquilamente con los de cualquier director o montajista “profesional”). Más allá de la línea humorística que propone la película, que arranca tímida para luego volverse cada vez más explosiva, o del interesantísimo contacto que se genera entre Burmeister y la gente y las instituciones de Gould, el punto fuerte de El ambulante, su verdadero centro, es el cambio operado en el personaje, la nueva luz con la que se lo exhibe a la par que avanza el relato, a medida que el personaje pasa de ser bastante tarambana a convertirse en un director con una visión del mundo sólida y coherente, como los más grandes.
No están muy claros los motivos del éxito que tuvo el cine de terror oriental en la Argentina hace algunos años. Algo le vimos (o creímos ver) que nos hizo enfrentarlo con el género en su vertiente más tradicional, choque del que las películas orientales parecían salir ganando siempre: éstas no eran explicativas, le rehuían a la psicología, abusaban menos de los sustos, sabían construir mejor los climas (era un cine de climas, evidentemente) y se nos hablaba de nuevos espacios posibles para el terror (la ciudad era el más frecuentado). Pero a medida que las películas llegaban (las bajábamos o comprábamos piratas, muy pocas veces se estrenaban) empezó a traslucirse cada vez más el hecho de que el terror oriental era una especie de género en sí mismo altamente convencionalizado y con una rigidez que dejaba poco lugar a las innovaciones. Fantasmas de pelo largo y vestidos mojados (el “síndrome Sadako”, casi una peste) o chicos con caras de pocos amigos, todos estaban malditos por algún acontecimiento del pasado y pedían ser escuchados para liberarse de su condición de espectros. Así puede resumirse el argumento de la gran mayoría de las películas de terror japonés. No por nada muchas de esas películas, como Dark Water, Ju-On (las dos), la trilogía de Ringu, Kairo o The Last Call, tuvieron remakes estadounidenses: algo de su previsibilidad y esquematismo le interesó a la industria norteamericana, lastres que nosotros no terminamos de percibir hasta un tiempo después. Claro que Japón no era el único país que integraba esa categoría tan poco precisa del terror asiático (más bien tendría que hablarse de “j-horror”, o sea, de terror japonés). Hansel y Gretel es la primera película de terror coreana que veo, y lo primero que se me ocurre es que seguro no vaya a ser objeto de remake, sobre todo por el regodeo en el clima y la poca atención que el director le dirige a la tensión. Una casa encantada en medio del bosque habitada por tres chicos recibe a visitantes que se alejan de la ruta. Los chicos quieren que los adultos se queden con ellos y sean sus padres, y los que tratan de escapar, o bien se pierden en la espesura del bosque y vuelven a la casa, o les va mucho peor. Mientras mantiene algo de misterio en la trama, la película entretiene incluso a pesar del abuso que la puesta en escena hace de la imagen de la casa y los chicos, siempre pretendidamente siniestros, siempre queriendo esconder algo terrible (hay planos medio ampulosos que parecen sacados de una película de Torre Nilsson). Pero cuando el conflicto empieza a revelarse, el relato se va todo en averiguar el pasado de los chicos, incluso recurriendo a largos flashbacks que hacen las veces de parches narrativos aburridos que sobreexplican hasta el hartazgo a los personajes. Para colmo, como remate final de tanta medianía e impostación, el director confía poco en su público y por eso, a cada revelación o dato nuevo, interrumpe la acción insertando imágenes que nos recuerdan de qué se está hablando, no sea cosa que se nos escape alguna vuelta de tuerca.
La película de Scott Hicks está llena de contrastes que, en vez de aportar matices que la enriquezcan, parecen dar cuenta de un cine perdido, que no sabe bien lo que busca ni cómo encontrarlo. Más que una puesta en crisis de ciertos relatos intimistas, De vuelta a la vida permite ver contradicciones, caracteres de una escritura desprolija y desarticulada que afean a la película, que la vuelven torpe, aburrida, carente de un centro. El director juega a la sofisticación cuando deja fuera de cuadro los sufrimientos de una enferma terminal de cáncer (hay una escena de baño y con un tubo de oxígeno que está sutilmente vedada) pero se atreve a exhibir sin cortes la muerte de ese personaje por asfixia; intenta mostrarnos algunas escenas inflamadas a más no poder de vida y felicidad, pero esas escenas resultan apáticas y acartonadas porque están filmadas como una propaganda de gaseosa (por ejemplo, el recorrido espantoso por la playa con el que abre la película); el protagonista es intimado varias veces por otros personajes para que cambie su forma de vida pero él nunca cede, como si el guión se resistiera a someter a su personaje a un verdadero aprendizaje; la puesta en escena se presenta como realista y cotidiana, pero en varios momentos un de los personajes habla largo y tendido con un fantasma; la voz en off, didáctica y solemne, está claramente desfasada con la reticencia del trío protagonista a seguir los consejos de los otros (resulta imposible conciliar la voz de Joe que escuchamos desde el off con el mismo tipo cabeza dura que se aferra a su credo hasta las últimas consecuencias). ¿De qué nos habla De vuelta a la vida? O mejor, ¿tiene algo para decirnos? Fuera de los pocos momentos donde Hicks se anima a poner en una posición difícil a su protagonista (por ejemplo, cuando se lo muestra como un histérico sin límites o un borracho rápido para las galanterías pero lento cuando tiene que defenderse de un golpe) en los que surge una especie de mirada crítica sobre la historia, De vuelta a la vida se muestra apenas como una puesta en marcha de otro relato simplón y edulcorado que aspira a celebrar el estar vivo más allá de las dificultades de la vida. Pero si algo le falta a las imágenes ahogadas de mala estética publicitaria de Hicks es, justamente, vitalidad.
Como perros y gatos 2 cumple los objetivos que se propone: divierte sirviéndose de las gracias de los animales y hace humor parodiando al cine de espías. Pero el resultado termina siendo pobre porque la película se conforma con poco: la mayor parte de los gags con animales están retocados o realizados completamente en digital, y la deconstrucción del género siempre apunta a la burla fácil de sus convenciones. A esta altura ya se sabe que la parodia muchas veces constituye el lugar común en el que se apoyan las películas que no tienen nada para decir, pero todavía molesta (o al menos debería) el desprecio para con lo real que demuestran muchas películas con animales. Echarle la culpa a la animación digital sería apresurado y, además, reaccionario: no se puede juzgar un recurso técnico en el aire, hay que hablar de casos concretos, de ese recurso puesto en funcionamiento por una película específica. El mundo (bellísimo) de Avatar estaba realizado de manera artificial casi en su totalidad, pero la decisión de Cameron se justificaba porque al no poder filmar Pandora, tenía que crearlo. En cambio, en películas como Una chihuahua de Beverly Hills o Como perros y gatos 2, lo digital atenta contra lo que está en la pantalla: no se crea algo nuevo sino que se deforma lo que ya está frente a la cámara casi siempre de manera injustificada. Los animales son retocados de manera grosera para sumar gracia (como si un animal real golpeándose no fuera ya de por sí algo muy gracioso) y todo el tiempo se ven las costuras de esa unión apurada e irresponsable: lo digital convive con lo real pero sin conformar una propuesta estética coherente, como si uno fuera apenas el agregado del otro, el parche que viene a disimular la falta de pericia cinematográfica de los realizadores. Sin embargo, de la flaca propuesta de Como perros y gatos 2 puede atisbarse algo así como el intento de generar una moral. En la película hay una diferencia que salta a la vista enseguida: la mayoría de los animales están mucho menos alcanzados por la animación digital que los gatos. El contraste se nota mucho en las escenas en que la mala Kitty Galore juguetea con un ratón como lo haría el supervillano de alguna película de espionaje: mientras la gata es pura torsión y gestos exagerados (o sea, que en rigor tiene poco y nada de felino), el ratón no deja nunca de comportarse como tal y su cuerpo no realiza movimientos que no le sean propios. Algo similar pasa con los perros: si bien están modificados digitalmente bastante más que el ratón, la mayor parte del tiempo son y se mueven como perros. ¿Cuál será la concepción de los animales que tiene la película para que exista semejante desfasaje estético (y ético) en la forma de construir a los personajes? ¿Para los realizadores los gatos serán menos expresivos que los perros y por eso necesitan del soporte constante de la animación? ¿Habrá alguna suerte de respeto tácito por la figura del perro que impide que se lo transforme demasiado mediante la tecnología digital y, entonces, también existirá algo parecido a un desprecio por los gatos que habilita a que se los deforme y falsifique todo el tiempo? Es difícil saberlo con seguridad porque esta diferencia nunca está llevada a cabo con una precisión mínima que permita elaborar un discurso más o menos consistente, pero los créditos finales, en los que se pasan varios videos caseros de gatos y perros, ponen en evidencia a toda la película. La inclusión final de esos videos parece decir algo así como “estos sí son perros y gatos de verdad, y se pelean y se golpean y se caen y juegan y ¡son graciosos!; yo –la película- quise hacer algo parecido pero con efectos digitales, aunque ahora que lo pienso mejor, estos videos son mucho más chistosos que lo que hice yo; lo voy a tener en cuenta para la próxima”. En este sentido, el final de Como perros y gatos 2 funciona como anticuerpo contra esa clase de películas: terminada la función entran ganas de zambullirse en Youtube y darse una panzada de videos caseros con perros y gatos reales.
Como si se tratara de una reafirmación de las ya conocidas y aburridas preocupaciones de su director, El último maestro del aire exhibe altos niveles de aleccionamiento y solemnidad que son inversamente proporcionales al cuidado puestos en la construcción de un universo: lo que cuenta para la última película de Shyamalan no es el cuento sino la moraleja, uno se vuelve el mero soporte del otro. La historia se reduce a un montón de personajes y conflictos que están siempre en función de grandes temas, como el Amor, la Religión o la Libertad (en el cine de Shyamalan todo se escribe con mayúsculas). Solamente que esta vez, excepto por dos o tres escenas de acción que se rescatan por la pericia técnica y la planificación visual, ni siquiera se encuentra la pretendida sofisticación que los seguidores del director le adjudican a sus películas, como si el indio finalmente se hubiese despojado de la careta de cineasta serio y lector lúcido de la historia del cine para dedicarse de lleno a los que fueron sus intereses desde Wide Awake: la bajada de línea, la enseñanza pedante y la elaboración de un mundo polarizado que invita a la sanción moral fácil. Los personajes, siempre planos y nunca esféricos, son caracterizados apenas por un rasgo exclusivo e insistente que los determina a lo largo de todo el relato: Sokka es el valiente, Katara la pacífica, Zuko anhela la gloria para consagrarse ante su padre y su reino, Yue representa la pureza. No se le puede pedir otra cosa a las criaturas de Shyamalan: como robots creados para reproducir ciegamente una única función, sus personajes repiten hasta el infinito las mismas frases, gestos y acciones. Lo más parecido a un aprendizaje lo realiza Aang, el joven protagonista, pero se trata de un crecimiento automático que forma parte de los requerimientos del relato, el camino obligado que tiene que recorrer el héroe (y lo cierto es que Aang ya tiene las cosas bastante claras desde el principio, así que ese crecimiento tampoco lo es tanto). Es probable que esa chatura narrativa esté en relación con la posición que toma El último maestro del aire: aleccionadora, grave, segura a más no poder de sus convicciones y su moral. Sería inútil esperar alguna clase de aprendizaje por parte de los personajes de una película que no aspira más que a la enseñanza, que cree saberlo todo.