¿Qué ves? No se me ocurre otro lugar mejor por el que entrarle a Skyline que la mirada. Película de invasión extraterrestre de sensibilidad posmo, Skyline cuenta la historia de un grupo de personajes que no puede reaccionar frente a la llegada de unos conquistadores espaciales implacables. Los protagonistas se pasan todo el tiempo encerrados en la habitación de un hotel de lujo (en donde los sorprende la invasión) y nunca se ponen de acuerdo sobre el destino a seguir: quedarse allí, escapar en un bote o irse de la ciudad en auto. Y cuando deciden algo, los bichos no los dejan ni siquiera empezar el viaje, obligándolos a quedarse atrapados de nuevo en el hotel. No es que fracasen o que tomen decisiones equivocadas como Ray, el padre que hacía Tom Cruise en La guerra de los mundos, sino que, entre las trabas que les pone la película y la propia falta de decisión del grupo, los personajes eligen (porque a fin de cuentas se trata de una elección) quedarse refugiados en la habitación y esperar. A qué, no se sabe. Esperar algo, pero, eso sí, mientras tanto mirar. ¿Que qué se puede ver en plena invasión extraterrestre con abducción humana a nivel planetario incluida? ¡Eso, justamente! La ventana y el balcón del hotel se vuelven una pantalla de cine privilegiada, el marco a través del cual se puede observar y maravillarse con un espectáculo gigantesco de destrucción y exterminio. Y la televisión se convierte en una especie de satélite de ese show que muestra escenas que ocurren en otros lugares, o hechos que escapan al alcance del ojo y que las cámaras captan y reproducen con un pulso netamente cinematográfico (como el combate aéreo entre aviones militares y las naves invasoras). Pero el grupo protagónico no es el único dominado por esta pulsión escópica irrefrenable, porque los extraterrestres consuman sus abducciones en masa a través de una luz azul que, al ser vista, encandila mortalmente a sus víctimas y las arrastra hacia ella, hasta que al final un artefacto chupa a la gente como si nada. Skyline tiene algunos puntos fuertes como los efectos digitales con que están construidos los extraterrestres y sus máquinas, la manera en que el guión maneja algunas tensiones entre personajes y la forma en que se piensa la invasión alienígena como un espectáculo. Pero me molesta ese subrayar constantemente en la incapacidad de los personajes de actuar y su fanatismo por ver esas escenas que se parecen bastante a un fin del mundo, y también cómo el guión hace hincapié en la desconexión que reina entre ellos y en su imposibilidad para comunicarse con otros (uno de los pilares de las películas de invasiones del espacio exterior es justamente ese, el potencial de los cruces impensados entre personajes desconocidos). Como si todo el tiempo los directores nos estuvieran diciendo a los gritos, desplegando un dispositivo metafórico más grande que las naves espaciales extraterrestres: “Miren, esto es lo que pasa hoy, la gente no puede accionar, no se involucra, cada uno está en la suya y en la posmodernidad lo más parecido a un gesto político es quedarse en la casa viendo desde la ventana lo que pasa afuera”. Visión chata y fácil de la actualidad a un lado, hay que decir que la idea que se hacen los Strause de lo que son las ganas de mirar es una sesgada por la época y acomodada a varios de sus peores lugares comunes, entre ellos, la asociación frecuente entre el consumo de imágenes y la falta de compromiso con la realidad. Esa idea no se compara, por ejemplo, con la militancia activa de la mirada que hace el cine de De Palma, donde la visión es la herramienta principal a través del cual los personajes participan y se involucran, incluso cuando pareciera que su deseo último es la consumación de ese acto de vouyerismo (acto siempre difícil de alcanzar y con consecuencias que no se pueden esquivar, la mirada en De Palma es una cuestión de responsabilidad). Los mismos Strause tienen otra película como Alien vs. Depredador 2 en la que una invasión de otro planeta, más que aplastar a los personajes, los obliga a ponerse en camino, a involucrarse activamente y relacionarse unos con otros. Algo de esa participación firme, aunque no sea más que un movimiento desesperado y frenético por la propia supervivencia, aparece de golpe sobre el final quebrando el clima de abulia general de la película. Las escenas en las que los personajes pasan a ser motores del relato y se corren del papel cómodo de espectadores de un show que les es ajeno son los momentos de mayor impacto, cuando felizmente logran sacudirse la fiaca y la falta de decisión que los marcó durante casi toda la historia. Lástima que todo eso pase recién al final, y que incluso la última escena, con todo su salvajismo y su imaginería terrorífica que pone los pelos de punta, no alcance a revertir el recuerdo bastante escuálido que deja Skyline.
Nosotros no sabemos qué nos han hecho tus ojos. Película despareja si las hay, La cantante de tango mezcla escenas de una belleza sobrecogedora con otras de un lirismo impostado y pretencioso generando un contraste poco común. Con La marea, la segunda película de Vignatti exhibida en un Bafici hace varios años, La cantante de tango entabla una suerte de diálogo a dos lenguas, como si cada película perteneciera a universos fílmicos y humanos diferentes. De la aspereza y rigurosidad casi ascética de la primera a la enorme batería de recursos cinematográficos de la segunda, lo único que parece haber quedado en el camino, conectando como un hilo fino la obra de Vignatti, es el mar y una mujer eternamente en agonía. Eugenia Ramírez Mori, la protagonista de las dos películas, se ve sometida a un sinfín de golpes que la ponen a prueba con una fiereza pocas veces antes aplicada sobre una protagonista mujer, como si Mori fuera una especie de personaje de una película de venganza femenina pero sin llegar nunca a obtener la paz de espíritu que sigue al desquite en ese género. Helena canta y tiene una vida tanguera: es pegada al padre, en la casa de la familia el tango es una institución, le gusta la noche y el alcohol (el vino, pero sobre todo el whisky) y no para de sufrir cuando es dejada por su novio Corrado (que habla como si estuviera recitando una mala poesía con ínfulas de arrabal). La angustia del personaje alcanza algunos picos de tensión muy altos, y en esos momentos (por ejemplo, cuando llama por teléfono muchas veces seguidas a Corrado) la película se vuelve una experiencia dolorosa que nos empuja a ponernos a la par de Helena, a compartir su dolor y su ansiedad. Con una técnica visual de a ratos impecable, Vignatti nos coloca del lado de su personaje con elegancia y sofisticación, como cuando salimos junto con ella al escenario y sentimos el calor del público y el vértigo de los aplausos. Pero La cantante de tango lentamente va cediendo espacio a algunos clichés del peor cine artie, como se puede ver durante los paseos por la costa belga, en las apariciones de la pareja de viejitos, en la escena del médico y el anciano que miran por la ventana (una de las escenas más feas imaginables), o en algún que otro salto de tiempo que parece querer confundir e imprimirle algo de complejidad inútil al relato. Si dentro de su esquema de rigurosidad insobornable La marea ya dejaba ver las costuras de un cine desbalanceado, en la Cantante de tango esta irregularidad se agudiza y deviene el gran problema de la película: por más escenas inteligentes y excelentemente filmadas que tenga (como la de Helena siguiendo a Corrado durante varias cuadras hasta un bar, donde él se encuentra con una mujer), los momentos en los que parece instalarse con más fuerza ese clima de cine pretencioso y con aires de intelectualidad terminan derribando todo lo bueno que Vignatti supo levantar. De todas formas, a La cantante de tango siempre le queda como refugio último la cara de Eugenia Ramírez Mori: con una luz propia que irradia un fulgor imposible de describir con palabras, el rostro de Helena es una de las imágenes más felices y atrapantes del cine argentino en mucho tiempo. Vignatti lo sabe, y por eso le dedica una gran cantidad de primeros planos largos, sobre todo cuando Helena canta con público en los bares, aunque por la forma en que están construidas las escenas, pareciera que cantara solamente para nosotros. Mirándonos gigantesca desde la pantalla, Mori nos habla en tango mientras su cuerpo y su voz se estremecen y, como tocada por una especie de magia, los ojos le brillan.
Si en otras épocas las víctimas de las películas de terror eran sobre todo adolescentes, en la actualidad el género se cuela en otros ambientes. El cambio se puede ver en algunas películas como Cloverfield o las dos Actividad paranormal, donde los protagonistas integran familias y pertenecen a una clase media en ascenso. En Actividad paranormal esas familias de clase media son descritas principalmente a partir del lugar que habitan: el hogar. Las dos películas se sostienen en la observación de espacios y rutinas cotidianas mucho más que en el terror, como si se estuviera ante una especie de Gran Hermano fílmico que aspira a registrar la vida de sus personajes mediante cámaras de mano y de seguridad. Bien lejos de los objetivos comunes del género, el interés de Actividad paranormal 2 parece ser el de asistir a la desintegración de los vínculos de una familia merced a la irrupción de algo que, en una película puramente escópica, no se ve. Enfrentados a una amenaza invisible, los personajes barajan posibilidades: “fantasma”, “demonio”, pero la imagen nunca acaba por confirmar sus sospechas porque, sea lo que sea que se mete en la casa de la familia protagonista, es solamente visible al ojo cuando toma el cuerpo de alguien. Entonces, lo que hay es una película de terror que habla de las maneras actuales de mirar el mundo pero que elije (por decisión o por incapacidad) no mostrar a su criatura, a la fuente de su horror. ¿Qué recursos le quedan al director Tod Williams para hacer género? Básicamente dos: dejar ver las consecuencias materiales de la aparición (puertas que se abren, un bebé que se eleva solo) y aprovechar lo más que se pueda el sonido. Y ahí es donde se percibe con más fuerza que la propuesta de Actividad paranormal se agota rápidamente en esta secuela, porque la banda sonora, mucho más integrada a la trama en la primera, en la segunda se reduce a unos cuantos golpes de sonido que pretenden suplir (sin lograrlo nunca) la falta de impacto de las escenas de terror. El hecho de que se reponga la información que faltaba en el final de Actividad paranormal y que la trama de ésta se una con la de la segunda es otra muestra de debilidad: los nuevos personajes, a pesar de ser más que los protagonistas de la anterior (cinco contra tres), no alcanzan a soportar todo el peso de la historia por sí mismos, y por eso el guión se ve obligado a mezclar las dos historias. Sin la presencia de Micah y Katie y la promesa de esclarecer qué fue de ella en la primera, Actividad paranormal 2 no podría mantener a su público en el asiento del cine ni media hora. Como si la fragilidad de la propuesta supuestamente novedosa de la primera película se notara con mucha más evidencia en la segunda, Actividad paranormal 2 tiene que multiplicar sus esfuerzos y desplegar un número de efectos mucho mayor que su antecesora para conseguir apenas una película mediocre e incapaz de maniobrar el género. Una industria especialista en sobreexplotar y arruinar productos como la norteamericana dificulta mucho los cálculos, pero después de ver Actividad paranormal 2 e incluso teniendo en cuenta los cabos de la trama que se dejan sueltos, es lógico suponer que no vaya a haber una tercera.
Lo que nunca me gustó de la saga de El juego del miedo es el trasfondo moralista que los guiones le imprimían a las películas, como si la historia de un asesino sádico y con aires de superioridad ética como Jigsaw y la de sus víctimas sometidas a pruebas físicas imposibles no alcanzara para hacer buen cine de terror. Así, la mayoría de las entregas eran, al menos en potencia, ese buen cine de terror (aunque pacato y reiterativo) que caía bajo el peso de sus planteos interminables sobre el castigo y la redención. Por eso es que esta séptima parte es lo mejor que haya dado la serie en mucho tiempo. La película dirigida por Kevin Greutert atiende a los personajes y a la acción mucho más que a los discursos sobre la justicia, y muchas escenas con muertes salvajes se muestran libres y hasta casi gratuitas, como si la franquicia estuviera aprendiendo que un relato de ribetes morales no lo es todo, que el terror también puede ser la sola visión de cuerpos destrozados y que el gore no siempre necesita de tanta justificación narrativa. Algunas de las mejores escenas de El juego del miedo 3D, como la del inicio a la luz del día (ahí ya hay un síntoma de cambio, se sale a la superficie) o la del grupo de amigos acusados de racistas, se encuentran encajadas en la trama por fuera de la historia principal y sus víctimas no guardan ninguna relación con los protagonistas. También hay un sueño que desde el primer instante se percibe como tal sin que eso le quite fuerza a la escena, que en cierta medida señala el pico de madurez de una serie que se permite regodearse en la sangre y la violencia con más libertad que nunca. Otro punto a favor es el de haber apostado definitivamente a la construcción de un nuevo villano: el detective Mark Hoffman, un duro que parece sacado de una película de acción, se revela como un digno sucesor de Jigsaw sin toda la parafernalia misteriosa y grave de aquel. A Jigsaw casi ni se lo ve, y ese es otro signo de aprendizaje: mientras que las películas anteriores dependían constantemente de los flashbacks para explicar y recordar los hechos de una trama demasiado enrevesada y tirada de los pelos (trama que seguía explotando a un villano que ya había muerto hacía bastante tiempo), El juego del miedo 3D se dedica mucho más a contar una historia propia que no entabla con las demás partes más que la conexión mínima necesaria para encolumnarse como otra entrega de la serie. En cuanto al 3D, la función en dos dimensiones permite adivinar algo de la propuesta del director: lo que hay apenas son vísceras que salen de la pantalla y objetos que se le revolean por la cabeza al espectador, o sea, búsqueda de impacto fácil y poco trabajo alrededor de las posibilidades del 3D. Sin embargo, esta última entrega es por lejos lo más interesante que haya ofrecido la serie desde sus inicios hace seis años. El juego del miedo 3D, si bien con algunos problemas, es un exponente más o menos prometedor que habla de las posibilidades que ofrecen el terror y el gore como productos mainstream cuando los realizadores confían en sus personajes y en los materiales con los que cuentan.
I. Uno de los temas que más atraviesa el cine estadounidense de hoy es la adolescencia y la manera en que los adolescentes se relacionan con el mundo. A diferencia de otras épocas, los jóvenes de las películas actuales no son gente común y corriente, sino que siempre necesitan de un plus, de un extra. Por ejemplo, en una película ochentosa como Los goonies, los chicos se lanzaban a la aventura sin más armas que las ganas y la curiosidad por lo nuevo. En cambio, ahora los adolescentes aparecen siempre construidos con algún atributo artificial: son magos, vampiros, hombres lobo, guerreros, elegidos o genios de la informática. No es que en el cine de antes no hubiera adolescentes así, pero al menos no constituían la mayor parte de la oferta cinematográfica mainstream orientada a un público joven (en otros tiempos, esos adolescentes pertenecían más bien a los territorios inciertos de la clase B y el cine explotation). Desde hace algunos años, la cuestión de fondo parece ser siempre la misma: hacer que los jóvenes sean poderosos, fuertes, pero que, sin embargo, se enfrenten a los problemas cotidianos como lo haría cualquier espectador. No por nada el personaje que constituyó la columna vertebral del boom de películas de superhéroes fue Spiderman. Importa poco que un joven pueda conjurar terribles hechizos o ser un superhéroe valiente en sus ratos libres; la timidez, la rutina, los exámenes, el trabajo, el pertenecer a un grupo, formar una pareja, esos son siempre los tópicos que ponen en crisis a los protagonistas más allá de cualquier atributo o habilidad especial que tengan de su lado. Salvar el mundo y crecer al mismo tiempo, esos son los dos grandes conflictos de esos caracteres. En cierta medida, Red social se inscribe en esa línea de películas: Fincher cuenta la historia de un freak que fracasa sistemáticamente a la hora de integrarse a la sociedad, pero que, para paliar ese desajuste, cuenta con una mente privilegiada para la computación. Sin embargo, su película rompe con la línea del cine adolescente en varios puntos. II. No es cierto que Jesse Eisenberg haga siempre el mismo papel. Sí lo es que el actor encontró un modelo dentro del cual moverse a gusto. Pero su Mark Zuckerberg difiere en varios aspectos importantes de sus personajes de Adventureland o Zombieland: además de tímido, inseguro y neurótico, Mark es agresivo, resentido, no tiene códigos y parece entablar una guerra personal con la sociedad en su totalidad. Lo valioso de la apuesta de Fincher y su guionista Aaron Sorkin es la manera en que construyen a Mark: lejos de la amabilidad de otras películas con adolescentes, el protagonista de Red social es un mal bicho hecho y derecho, un tipo deleznable al que sus problemas de relación no alcanzan a salvar del juicio de la película y del público. Porque Red social es una película de juicios. Además de los varios a los que asiste Mark, también están los que el guión dispara contra los hermanos Winklevoss, los empresarios jóvenes y sin escrúpulos como Sean Parker (el creador de Napster venido a menos que vampiriza a Zuckerberg) y hasta el propio protagonista. Sin embargo, la densidad de Mark, sus facetas contradictorias y sus arranques que lo vuelven casi imprevisible, lo convierten en una criatura de una robustez narrativa notable que le permite aguantar el examen de la película. O sea, que a Mark se lo condena, pero Fincher siempre abre algún camino para que nos conectemos con su protagonista, como si alguna clase de rasgo misterioso, de cara desconocida, hiciera de Mark un enigma, un personaje todavía opaco y sospechosamente encantador que nunca termina de agotarse. III. Por eso es feo el final, porque el personaje aparece reducido y supuestamente explicado a través de un trauma del pasado, porque se construye una idea boba y simplona de circularidad, de vuelta a las raíces, como si todo su recorrido (un viaje de años, peleas, disputas legales y amigos perdidos) lo condujera al mismo lugar del comienzo. La película, que hasta el momento se había cuidado de no hacer de su relato una serie de guiños fáciles a Facebook y sus prácticas, cede a la tentación en esa última escena, donde se dan cita la referencia previsible y pretendidamente cómplice y la psicología más chata. Cuando Mark se desploma, la película también lo hace. Red social es como una especie de artefacto narrativo que gravita pura y exclusivamente alrededor de Mark y sus obsesiones. Una muestra de eso es el esfuerzo que la película pone en llenar las escenas en las que se habla de otros personajes: los hermanos Winklevoss son unos payasos afectados e imposibles que funcionan prácticamente como comic relief en cada aparición; en las pocas escenas en las que Eduardo Saverin está separado de Mark, el tipo se vuelve una víctima cómica de los brotes psicóticos de su novia; cuando se quiere describir un cierto estado de cosas del mundo informático, legal o social, la película echa mano a cuanto flashback y diálogo puede, siempre bombardeando con información al espectador. Es decir, que cuando Mark no está en escena, a Fincher lo vemos casi haciendo la parabólica humana para que la película no se le venga abajo. El final es el momento del derrumbe y, coincidentemente, también es la escena en la que la película se muestra más gentil con su personaje, cuando, en lo que termina siendo una decisión pésima, quiere observarlo a partir de un lugar diferente desde el que lo estaba mirando hasta el momento. IV. Mark venía resistiendo estoicamente la amenaza de convertirse en otro estereotipo adolescente correcto metido a la fuerza en una situación extraordinaria. Lejos de la gran mayoría de los jóvenes del cine actual, el interpretado por Eisenberg era frío, interesado, desalmado, irritante, provocador, un verdadero hijo de puta sin miras de redención, sin aspiración de cambiar, de volverse bueno, de “crecer” en los términos mojigatos y aburridos que les imponen las películas de hoy a los adolescentes. Sobre el final, Red social viene a acatar abrupta e inesperadamente ese estado de cosas y esa moral: no se puede ser una mala persona y no pagar un precio, aunque más no sea el que a uno lo dejen solo sin más compañía que el recuerdo de un romance de años atrás. Y de golpe y porrazo, el darnos cuenta de que estamos solos nos vuelve buenos, tenemos culpa, queremos enmendar nuestro pasado. No importa que no seamos adolescentes como el Mark que inventa Facebook (de todas formas, el Mark de los juicios ya es casi un adulto), porque hay algo en él, una mezcla rara de maldad, bronca y sueños que nos llevan a identificarnos y querer ser como él; convertirnos, aunque sea solamente por un rato, en unos cráneos de la computación cínicos, podridos en plata, seguros de nuestras metas y dueños de una lengua rápida y filosa siempre lista a descerrajar líneas de diálogo hirientes. En cambio, el último Mark, el de la escena final, tiene mucho de pusilánime, de solitario depresivo y angustiado que no sabe qué quiere de la vida. A pesar de su edad, parece un joven acomplejado y lleno de dudas como los que se encuentran en las peores películas juveniles de la actualidad. Ese Mark no me gusta, se me hace otro intento del cine norteamericano de retratar a la juventud desde el estereotipo del adolescente frustrado al que parece hacerle falta un libro de autoayuda para encontrar su lugar en el mundo.
La saga de Resident Evil (videojuegos y películas) siempre se distanció de los zombies de George Romero en varios puntos, pero fundamentalmente lo hizo en uno: las catástrofes que ponen en crisis a la humanidad y sus cimientos son obra de una gran corporación sin escrúpulos que cuenta con poderes inagotables. Si la metáfora zombie en el cine de Romero se jugaba en el terreno de la ambigüedad (porque no se sabía cómo se había originado la pandemia) en Resident Evil la operación se asemeja más a una denuncia con nombre y apellido: la empresa Umbrella es el mal encarnado en el mundo y las víctimas del virus pergeñado en sus laboratorios ya no funcionan como sátira política sino que aparecen como el daño de un capitalismo exacerbado. En esa diferencia se juega la ética de cada propuesta: los personajes de Romero no tienen a quién culpar por sus miserias por lo que, para hacerle frente a la catástrofe, tienen que aprender a convivir desde cero y probar que el género humano puede salvarse. Mientras que los personajes de Resident Evil (las películas) están liberados del peso de esa responsabilidad porque luchan contra el villano sin cara más representativo del siglo XX y del nuevo milenio: una corporación. Así, el terreno de Romero termina siendo el de la crítica política, y el de Resident Evil el del cine con sus géneros y convenciones. Al revés de Romero, que arranca a su público de la sala para llevarlo al campo de la actualidad mundial, Resident Evil se reconcentra cada vez más en el cine. La cuarta entrega de la saga logra algo notable: que una película cuya historia habla de la deshumanización del mundo consiga trasladar ese tema a la puesta en escena. La cámara lenta, el bullet time, las acrobacias imposibles, los recorridos por el espacio de la acción, todo da cuenta de una manipulación y un cálculo que acaban por despojar la imagen de cualquier vitalidad posible. Las escenas con tiroteos son totalmente anticlimáticas, y el regodeo en los efectos especiales y el ralenti se vuelven el signo más evidente de la falta de una búsqueda de impacto, al menos en términos de acción. Y es que, si hay un verdadero impacto en Resident Evil 4: la resurrección, es el de encontrarse frente a frente con una película espejo que pone de relieve un cierto estado de cosas del cine (la referencia ineludible es Matrix, película bisagra que habría de cambiar la forma de hacer y de ver películas, aunque también hay algunas citas en calidad de homenaje al cine de John Carpenter). Pero esta vez los recursos no están para construir vértigo y asombro, todo lo contrario, cada escena con bullet time (el invento inaugurado por Matrix) es excesivamente larga, compleja y enrevesada, por lo que se hace muy difícil no pensar en otra cosa que no sea el cine mismo y sus posibilidades y hasta qué punto las películas de ahora pueden forzar y tensar la relación que entablan con el mundo. También los lugares y la fotografía están en función de construir esa deshumanización. No por nada los personajes recorren ciudades en ruinas, paisajes congelados (Alaska) y espacios caracterizados por un blanco frío y aséptico, muchas veces realizados en digital y con un aire de artificialidad muy marcado. Paul W. S. Anderson nunca fue un director exquisito, pero sí un gran creador de climas: en sus mejores momentos, Resident Evil 4 toma la forma de una pesadilla cercana e inquietante, que incluso con todo su arsenal de recursos cinematográficos y ficcionales habla de un escenario mundial verosímil, de una debacle inminente. Esos momentos muchas veces aparecen en las escenas más simples, como cuando Alice habla a su cámara portátil (el registro de la imagen en un mundo destruido es un tema que ya había abordado Romero en El diario de los muertos) o en algún plano de la cárcel devenida fortaleza que habitan los protagonistas sobrevivientes. Como las películas de Romero, Resident Evil 4 tiene el mérito y el encanto de estar atravesada por su época. Solamente que, más allá de las debilidades que muestra el guión, de personajes unidimensionales o de hazañas forzadas y exageradas, en la película de Anderson constantemente se respira el tiempo, nuestro tiempo, sin necesidad de interpretar grandes metáforas o alegorías políticas. Prácticamente todo está en la superficie, o mejor dicho, en las superficies frías, artificiales y vacías de un mundo en descomposición que ni siquiera les permite a sus personajes dudar acerca de su futuro: Alice y sus compañeros saben que van a ser perseguidos sin tregua por un villano invencible, la corporación Umbrella. No importa en qué lugar del planeta se encuentre Alice, porque Umbrella, como un Google Earth perseguidor, la rastrea en cualquier parte, siempre. Ese es el mundo de Resident Evil 4, el de los individuos vigilados y acosados por los poderes económicos, donde el peligro último no es la muerte sino la pérdida de la humanidad: el virus-T creado por Umbrella deforma los cuerpos y las mentes, hace monstruos horribles de las personas. En el cine de Romero, los personajes al menos pueden darse el lujo de no saber qué los amenaza, de escapar sin conocer del todo la magnitud del peligro del que huyen. Pero Romero es un cineasta curtido en los 60, cuando todavía, aunque incierto, había un horizonte de esperanza posible. Resident Evil, en cambio, pertenece a los 90, y las películas (que respetan poco y nada la historia del videojuego) tienen el desencanto triste de la posmodernidad, la amargura del final de la Historia y de las ideologías. Ese quizás sea el punto en que más se distancian las películas de zombies del director de La noche de los muertos vivos de las Resident Evil: el de Romero, incluso en sus momentos más finos, es un cine con una fuerte carga ideológica; en cambio, en Resident Evil no hay lugar para los sistemas de pensamiento ni para las creencias políticas. La ideología romeriana es un faro que, aunque débil, se convierte en la brújula moral de los personajes que se encuentran perdidos en un mundo devastado. Esa brújula, esa guía última, no existe en el universo de Resident Evil. Después de todo, si una corporación puede engañar a los ciudadanos para realizar experimentos con ellos y sus cuerpos (y hacer de las personas criaturas terribles, sin conciencia) estamos ubicados en un mundo donde la política y las ideologías ya fracasaron. El gran mérito (sí, gran mérito) poco visto en una época donde las películas con discursos grandilocuentes se llevan con facilidad el aplauso complaciente del público y la crítica, es que Anderson habla de todo esto sin proponer interpretaciones complicadas ni disparar mensajes aleccionadores. A pesar de toda su torpeza narrativa y su falta de trazo fino argumentativo, Resident Evil es cine que habla del presente (y del cine del presente) de manera lúcida, entablando con su público un diálogo de igual a igual, sin discurseos, sin metáforas servidas en bandeja. El respeto por la inteligencia de los espectadores y la apuesta por un relato que mantenga su atención siempre en la superficie de la historia son cosas que también pueden estar dando cuenta de un cine político, de una película que habla una lengua apocalíptica pero lo hace de manera traslúcida, accesible, renunciando a la solemnidad.
Las chicas están bien Cine indie norteamericano del mejor, directo al mercado hogareño. Con un elenco notable (Rebecca Hall y Catherine Keener, incluidas) y con varios pergaminos detrás, lo último de la directora de Amigos con dinero, Nicole Holofcener, es una película tan desencantada como bella. Nicole Holofcener hace un cine de riesgo: el menor paso en falso alcanzaría para convertir sus películas en un comentario aleccionador sobre las miserias cotidianas de una clase media conflictuada. Pero con su último film la directora viene a demostrar una vez más que lo suyo es otra cosa. Saber darindaga en la intimidad de los personajes sin llegar nunca a juzgarlos o explicarlos: sus criaturas son fascinantes justamente por esa dosis de opacidad con la que cargan, siempre impermeables al desglose de la psicología. Kate compra y vende muebles, por lo general a familiares de personas mayores recién fallecidas, y sufre un repentino ataque de culpa cuando toma conciencia de que se está aprovechando de sus clientes. Es que, en pocas palabras, compra muy barato y vende carísimo. Al mismo tiempo, tiene la rara costumbre de darle plata a la gente pobre que ve por la calle, y también busca trabajos voluntarios en lugares como geriátricos con pacientes terminales. La ecuación típica sería: trabajo cuestionable más culpa, igual deseo de redimirse. Pero la depresión honda de Kate y su búsqueda infructuosa son siempre un misterio: podemos tratar de adivinar la causa de su tristeza o los motivos de su singular generosidad, pero eso sería despojarla del secreto de su encanto. En Saber dar vuelve el universo urbano típico de la directora, donde el trabajo define a los personajes y el dinero es un tema recurrente que ocupa las mentes y las charlas. Lo cotidiano no aparece plasmado en rutinas aburridas y repetitivas sino en rituales como comprarse ropa, invitar a los vecinos a comer o hacerse un tratamiento facial para el acné. Sin embargo, si algo distingue a Saber dar de la obra anterior de Holofcener es su insistente y despiadado humor negro. No es raro que la película suya que más dialoga con la muerte (en Saber dar se habla de muertes naturales, suicidios, enfermedades, operaciones) sea también la que más se permite hacer chistes sobre el tema, como si para los personajes la única forma de medirse con el fin de la vida fuera esgrimiendo una sonrisa cínica y esperanzada a la vez. Además de urbano, el mundo de Saber dar es netamente femenino. Rebecca hace mamografías, su hermana Mary trabaja en un spa y Andra, la abuela de las dos, se la pasa sentada en su casa esperando la muerte. Kate tiene una hija adolescente, Abby, y las dos viven al lado de Andra, esperando ellas también que la vieja se muera para poder ampliar el departamento. Rebecca está sola pero una de sus pacientes mayores le gestiona una cita con su nieto. La gran figura masculina de la película es Alex, el marido y socio de Kate. Pero Alex es un tipo más bien pasivo: en la mueblería no hace mucho, su affaire con Mary casi lo inicia y termina ella, y hace feliz a su hija comprándole cosas. La maravilla de ese universo femenino (pero nunca feminista) en constante movimiento que se lleva puesto a los pocos hombres que lo habitan reside en que la directora lo retrata sin ánimos de aleccionar o explicar: solo así Mary puede ser tan cruel, Alex engañar a su esposa de manera impune, o Rebecca ser tan hermosa y simpática pero no tener novio. Saber dar se desliza a un ritmo apacible y lánguido, sin sobresaltos, escapándole a la tragedia y a la enseñanza de vida por igual, haciendo del cine un lugar de calma y seguridad desde el cual observar la ciudad y sus personajes y, en el camino, capturar algo de su belleza.
El experimento. Como si se tratara de un negativo de la comedia clásica norteamericana, donde muchas veces los protagonistas tenían resuelta su vida económica y familiar para poder dedicarse de lleno a las aventuras románticas, Bajo el mismo techo no les permite a sus personajes sentirse plenos en el interior de una pareja pero igual les revolea por la cabeza todas las responsabilidades que conlleva formar una familia: mantener una casa, criar hijos, pagar las cuentas. Una especie de El cubo en tono de comedia, la película de Greg Berlanti arranca de manera violenta a sus dos personajes de su apacible vida cotidiana y los introduce brutalmente y sin mucha justificación en una rutina familiar que les es hostil y para la que no están preparados. El hecho que desata el conflicto principal es arbitrario, inesperado y traicionero. Peter, Alison y su hijita Sophie vienen a ser una especie de familia perfecta, sobre todo en comparación con sus amigos Holly (una solterona linda, obsesiva y un poco hinchapelotas) y Eric (un eterno picaflor que rechaza sistemáticamente cualquier tipo de compromiso). El matrimonio feliz sufre un accidente fatal del que solamente se salva Sophie. Holly y Eric, que desde que padecieron una pésima cita arreglada por Peter y Alison no se soportan, deciden cuidar por unos días de Sophie, hasta que el abogado de la familia les informa que el testamento de sus amigos estipula que, en caso de pasarles algo, su última voluntad es que ellos dos se hagan cargo permanentemente de Sophie. La solemnidad con que está tratada la muerte de la pareja y las escenas que siguen son el signo más evidente de la debilidad de la premisa: a Holly y Eric se los está sometiendo, ni más ni menos, a la tarea de ser padres contra su voluntad, y el clima forzadamente grave viene a ser un intento burdo de legitimar ese sometimiento. Aunque del brete Holly no sale tan mal parada, porque ella parecía aspirar desde el principio a formar una familia. Sin novio y teniéndoselo que bancar al pesado de Eric y sus conquistas ocasionales, su nueva vida familiar no es la soñada, pero es mejor que nada. El que de verdad sufre la imposición del relato es él, que ahora tiene que hacerse cargo de una familia y una casa enorme con un sueldo que no les alcanza. Justo al revés de lo que pasaba en muchas comedias clásicas, en Bajo el mismo techo los números y las cuentas terminan siendo uno de los grandes temas de la película, como si un cierto sentir de época se filtrara en la historia y hablara del cine y la pareja de hoy: el signo de los tiempos (de los nuestros) parece cifrarse en una existencia trágica y achacosa sujeta para siempre al sueldo, al trabajo, a los aumentos, a la plata (¿alguna vez se vio a algún personaje de Cary Grant preocupado por llegar a fin de mes?). Después, la película se va a ir toda en los desajustes y balanceos de la relación de Eric y Holly: que a uno le empieza a gustar el otro, que el otro no se interesa, que cambian los roles y el deseado es el que desea, etc. Y, obvio, esto tenía que ocurrir, si los tipos se encuentran de golpe y porrazo con una familia a cuestas y conviviendo como si fueran marido y mujer; o se enamoran, o se terminan matando en cualquier momento. Víctimas los dos de un experimento cruel y gratuito pero que en realidad se pretende un fresco fidedigno de la actualidad (el título original es algo así como “La vida como la conocemos”), a Holly y a Eric no les queda otra que el romance, pero, eso sí, se trata de un romance forzado, a punta de pistola, que no contempla la libertad y la elección de los personajes. Después de todo, al principio de la historia, luego de su primera (y última) cita, los dos ya habían elegido no estar juntos nunca más. Pero la película no respeta esa decisión, sino que se deleita mostrando cómo los dos chocan y se sacan chispas en el escenario de un living o una cocina familiar. Dejando de lado la gracia y la simpatía de Katherine Heigl (probablemente la primera mujer que se perfila como figura de peso dentro de la llamada Nueva Comedia Americana), Bajo el mismo techo se parece a un experimento de laboratorio: “hagamos que dos personajes diametralmente opuestos se odien mutuamente, y después, de un momento a otro, cuando menos se lo esperen ¡obliguémoslos a formar una familia! ¡A ver qué pasa!”. Así puede resumirse la premisa de esta película que se divierte a costa de sus personajes, que torna miserables a sus criaturas para después señalarlas con el dedo y burlarse, y que para colmo muestra aspiraciones de comentario profundo sobre los sinsabores y recompensas de la vida en familia.
Diez años no es nada. Como Tinta roja, la película de la productora Cine Ojo que se maravillaba con las prácticas cotidianas de la sección policiales del diario Crónica, Orquesta roja de Nicolás Herzog también habla del periodismo. Solamente que, a diferencia de lo que hacían Carmen Guarini y Marcelo Céspedes, Herzog no analiza la rutina mediática sino que hace foco en un acontecimiento extraordinario: la presentación televisiva y radial del grupo Comando Sabino Navarro, en abril de 2000. Detrás de las máscaras y uniformes que salieron al aire por las cámaras de Crónica estaban Juan María Lima, Carlos Sánchez y Patricia Rivero, tres militantes cuyas vidas habrían de cambiar radicalmente a partir de ese reportaje clandestino inflamado de retórica revolucionaria. Después se supo que esa entrevista no fue más que un encuentro pautado entre Crónica y tres líderes piqueteros que, tratando de mantener el interés de los medios masivos por los cortes de ruta en Concordia, se jugaban al todo o nada inventando de la noche a la mañana un comando con aires de guerrilla que defendía la lucha armada. Casi sabiendo que una investigación netamente periodística del hecho no sería un abordaje adecuado para un acontecimiento de esas proporciones, a la representación de Crónica y de los integrantes del comando, Herzog opone otra representación, esta vez cinematográfica, que se nutre de lo popular y hasta del aliento mítico que desde hace diez años rodea el nombre de Sabino Navarro. Los protagonistas de Orquesta roja recuerdan, se detienen gozosos en las memorias de esos días como si se tratase de un tiempo heroico en el que todavía se podía pelear por un mundo mejor. La película les brinda el marco ideal para sus nostalgias recortándolos contra las llanuras de Concordia, o devolviéndoles las imágenes de atardeceres rojizos en los que el horizonte entrerriano parece hacerse eco de las estampas fordianas de Monument Valley. Herzog magnifica con la lupa poderosa del cine los efímeros pasos por la historia argentina de los tres protagonistas y hace de su acción política una gesta épica, toda una lucha mediática (porque de armada efectivamente no tuvo nada) por la justicia social. La clave que arrojan los testimonios de los entrevistados, ya sean piqueteros, periodistas o gente del pueblo, es que la estrategia empleada por los miembros del Comando es la que los llevó al fracaso: los mismos medios que los dan a conocer a todo el país son los que después los juzgan y condenan, primero reprobando sus consignas y después burlándose de ellos. A pesar de eso, Carlos y Juan guardan una enorme cantidad de recortes de diario con las noticias que rodean al Comando y a ellos; esos recortes vienen a ser una especie de huella impresa sobre la historia argentina que los protagonistas conservan incluso sabiendo la responsabilidad que tuvieron los medios en la caída del movimiento. Uno de los últimos planos, que muestra desde lejos a Carlos y a Juan caminando mientras hacen un balance de estos diez años y parecen planificar futuras luchas, los termina de pintar como eternos Quijotes dispuestos a continuar la batalla, aunque en su discurso no quede para nada claro por qué militan, si por mejoras sociales, contra el poder político de turno o por un cambio de conciencia de la sociedad. Sus objetivos y argumentos en la actualidad son tan poco precisos y prácticos como los que enumeraba Carlos en abril de 2000 a las cámaras de Crónica. Esa suerte de coherencia es el núcleo duro de la ópera prima de Nicolás Herzog y también el corazón alrededor del cual el director construye un documental preocupado más por la poesía y el mito que por la rigurosidad investigativa y la información de corte periodístico. Como si una ficción enderezara la otra, el final, con Carlos uniformado (haciendo nuevamente de Subcomandante Carlos) parado entre gomas prendidas fuego en el medio de la ruta, intenta ser un ajuste de cuentas tardío pero fundamental con esa representación fallida y malograda llevada a cabo frente a las cámaras de Crónica hace casi una década.
Lógica animal. Ga’hoole: la leyenda de los guardianes logra algo increíble: frases comunes como “dejar el nido” o “aprender a volar” tienen un valor literal y no metafórico. Es que la poética de la película se relaciona con lo literal, con un cierto respeto por la materia de la historia: los búhos de Zack Znyder, aunque imbuidos de personalidad, conflictos y ambiciones, nunca dejan de ser del todo búhos para convertirse en alegorías aburridas. ¿Cómo hacer para que una película de animación con protagonistas animales no se vuelva una metáfora simplona de la vida humana? Znyder tuvo que haber visto Happy Feet, otra película donde el cuidado puesto en los cuerpos de los animales operaba como una declaración de principios: “esta es una película estrictamente sobre pingüinos bailarines”, podría haber comentado el director George Miller. Así, Ga’hoole (que, como Happy Feet, también está animada digitalmente por Animal Logic) parece estar diciendo: “esta es una película estrictamente sobre búhos guerreros”, y cualquier reemplazo de sentido aplicado por el espectador corre por cuenta exclusivamente suya. Sí, en la película hay “puros” que esclavizan a otras especies, quieren conquistar el mundo y hasta les colocan números a sus prisioneros. Pero hacer una sutitución del tipo búhos guerreros por crítica al nazismo implica una violencia argumental que también es una violencia aplicada sobre los cuerpos de la película: ver una denuncia nazi en Ga’hoole porque hay algunos elementos que parecieran referir al tema es no ver todo lo demás. Mejor: hacer ese reemplazo es, literal y definitivamente, no ver nada: los movimientos precisos de los animales, las texturas infinitamente ricas de sus pieles, las gotas de lluvia golpeando sus caras, sus plumas sacudiéndose en el aire. Solamente a fuerza de no ver ese espectáculo increíble, de cerrar los ojos a lo que pasa en la pantalla (una pantalla, de eso se trata el cine) es que se puede llevar a cabo el trueque de búhos por nazismo, historia por Historia, relato de género por moraleja de corte escolar. Más allá de varios problemas (personajes con poco espesor narrativo, autoconciencia nada feliz, banda de sonido floja o comic-reliefs forzados) Znyder demuestra una vez más que es uno de los directores de la industria hollywoodense más atentos a las relaciones que se pueden entablar entre el cine y los cuerpos de la actualidad. Ya lo había hecho con 300, película que la crítica desechó rápidamente por tratarse de una supuesta celebración de la política belicista de Estados Unidos (cuando en realidad, como señaló Slavoj Zizek, lo que ocurre en 300 es justamente lo contrario). Ga’hoole probablemente sea una de las películas de animación que exhibe más respeto por el cuerpo de los animales; eso se percibe a poco de empezada, cuando frente a nuestros ojos (y oídos) pasa algo increíble: se escuchan cosas como “dejar el nido” y “aprender a volar”, y esas frases no están refiriendo a algo que no sea lo dicho, que no esté ubicado en la superficie misma del sentido, de las palabras. Es que Ga’hoole es una película de superficies, de plumajes, texturas y movimientos, y leer algún significado metafórico en una frase como “aprender a volar” es equivalente a buscar el nazismo (y creer encontrarlo) entre un montón de búhos con armaduras y garras de metal