Gracias a Dios La última película de François Ozon rompe en buena medida con el horizonte de su filmografía: Por gracia de Dios tiene una agenda, es -como se le suele decir- un alegato, un artefacto que busca intervenir en el desarrollo de una causa. Con otras palabras: Por gracia de Dios se da a sí misma objetivos extracinematográficos, y en todo caso el cine se transforma en el medio que permite vehiculizar una denuncia. En general, se sabe, Ozon hace justo lo contrario a eso: sus películas son objetos autorreferenciales que llaman la atención sobre sí mismos y sus mecanismos; menos historias en las que sumergirse que aparatos con los que el espectador debe aprender a jugar. Por gracia de Dios, entonces, es una película de una seriedad infrecuente para el director que, seguramente urgido por la gravedad del tema, trata de borrarse a sí mismo y de dejar el relato en primer plano; un acto de desaparición extraño para él que, contra cualquier pronóstico, le sale bastante bien. La historia es más bien simple, se basa en casos reales y en un litigio todavía en curso: varios scouts son abusados por un cura de Lyon. Tres décadas después, cuando la mayoría ronda los cuarenta años, la denuncia pública de uno de ellos reactiva el asunto, las víctimas empiezan a encontrarse unas con otras y crean una organización destinada a dar a conocer los hechos y buscar justicia. Que los declarantes y los acusados aparezcan con sus nombres y apellidos no hace más que robustecer el tema de la película y, al mismo tiempo, uno imagina, ata de pies y manos a Ozon, que no parece animarse a imprimirle al relato ni un poco de su conocido gusto por los excesos y las piruetas formales (cosa que, en buena medida, se agradece). El director no es un gran narrador, pero siempre se las arregló para disimular esa falta apelando a una buena cantidad de gadgets, ya fueran los códigos del musical, una premisa fantástica o una vuelta de tuerca. Y si bien acá Ozon está, digamos, reducido, se las ingenia para contrabandear algún que otro artilugio narrativo. En la primera mitad, que es la mejor, la más dinámica, la película adquiere un tono decididamente epistolar, un formato que el cine nunca supo aprovechar del todo. El relato empieza con la historia de Alexandre, que se atreve a denunciar a Preynat (el cura) yendo contra los deseos de sus padres. Alexandre intercambia cartas con varias personas. Ozon, que tiene un ojo avezado para estas cosas, descubre allí un recurso que le permite insuflarle velocidad y fuerza a un historia poco espectacular: la primera parte, entonces, transcurre entre las cartas leídas y las imágenes de Alexandre en su vida cotidiana. La relación entre unas y otras no siempre es directa y eso le deja espacio libre al director para experimentar con el desarreglo: las cartas hablan de cosas terribles pero lo hacen de manera formal y protocolar, mientras que el montaje muestra breves secuencias del protagonista junto a su familia, yendo al trabajo o caminando por la calle. Si esta primera parte funciona tan bien eso seguro se debe a Melvil Poupaud. Poupaud trabajó con casi todo el mundo, pero yo me fijé en él recién en las películas de Raúl Ruiz, que lo inició en el cine. Ozon le confía un papel gris: Alexandre es un hombre de familia de clase media acomodada, católico, trabajador, el tipo no tiene nada parecido a una mancha, un vicio ni nada que lo vuelva destacable. Actor de una intensidad infrecuente, Poupaud hace de Alexandre un personaje magnético que lleva el cine en el cuerpo y lo desparrama allí a donde vaya, haga lo que haga, ya sea escribir en una computadora, viajar en tren o caminar con sus hijos por la calle. Una vez que se presenta a fondo a Alexandre, el guion hace entrar de a poco a otros personajes a los que más o menos les delega la historia. Obtenidos los primeros testimonios, ahora hay que ocuparse de formar una organización, llegar a los medios y atender al sinfín de llamados de víctimas del cura. La estructura epistolar, tristemente, desaparece, pero Ozon mantiene sin demasiados problemas el tono intermedio, más bien naturalista, de la película: ajeno a cualquier clase de épica individual, el relato acompaña a los personajes en su marcha por los caminos de la burocracia y los vericuetos legales y lo hace todo velozmente, las escenas son breves y se suceden unas otras con el mismo vértigo con el que los protagonistas libran su guerra personal.
La patota Érase una vez en Hollywood es la película más luminosa de Tarantino. Lo es, claro, en términos de luz: la historia transcurre mayormente en una Los Angeles de casas bajas que absorbe y duplica el brillo del Sol hasta llenar los planos. Pero también lo es en un sentido afectivo: Tarantino está visiblemente fascinado con la ciudad y su tiempo, unas coordenadas que son menos cronológicas que sentimentales, biográficas incluso. Hollywood aparece como una utopía perdida que la película se esfuerza por recuperar. Cuando empieza la historia, lo que se ve es un ecosistema humano que atraviesa transformaciones profundas: el protagonista, Rick Dalton, es una estrella de televisión que fracasó en su salto al cine y ahora sostiene como puede una carrera que languidece. Para Dalton y para Cliff Booth, un doble igualmente caído en desgracia, el cine es una meta inalcanzable o un recuerdo. Su vida y la de los habitantes de la zona gira ahora en torno de la televisión, como se establece en cada uno de los muchos planos que muestran a personajes fijando la atención en televisores con imágenes afantasmadas y sin colores (salvo el de Dalton, todos los otros aparatos son en blanco y negro). La narración de Érase una vez…, entonces, transcurre bien lejos del cine: trabajar en una película es algo que hace un extranjero recién llegado como Polanski; a su vez, el cine que efectivamente se ve se proyecta en una sala de mala muerte, casi vacía, con un Dean Martin viejo y desmejorado. Pero incluso en esa decadencia ligeramente crepuscular, Hollywood resulta todavía una fantasía deseable, conserva a pesar de todo algo de la promesa formulada décadas atrás en su época dorada. Ya no una utopía, pero sí un lugar segur:, una casa o una familia a la que se puede regresar (como lo hace Dalton después de terminar su ciclo de spaghetti westerns en Italia). Tarantino introduce una novedad: el universo de referencias incluye al cine pero también a la televisión, es decir, a los programas y a las series con los que creció su generación. Las remisiones a la cultura popular americana incorporan ahora a la televisión y le insuflan el mismo aire de leyenda nostálgica que en otras películas se le dio al cine. En el fondo, a fin de cuentas, se trata de un asunto de imágenes en movimiento y de las historias que cuentan: a lo sumo cambian las pantallas y los hábitos, pero el placer se mantiene, se desplaza siguiendo los cambios técnicos y estéticos del momento. Hollywood se transforma pero retiene su estatuto mítico de fábrica de sueños. Una escena condensa esta extraña aleación entre televisión y cine: Dalton hace a un villano como actor invitado en una serie western. El papel representa para él un trabajo exiguo pero decisivo que le permitiría dotarse de una nueva imagen de actor reputado. Dalton parece dar la talla del personaje pero no se encuentra en forma y previsiblemente equivoca las líneas. Esto, que en cualquier otra película se hubiera resuelto con una típica escena de cine dentro del cine, en Érase una vez… tiene un tratamiento notable: Tarantino muestra sin cortes el rodaje otorgándole la misma importancia a la ficción tanto como a los cortes y a los errores de Dalton. En apenas unos minutos, el director filma una escena impresionante que nos sumerge de lleno en el relato de la serie y nos hace olvidar todo lo visto hasta ahora: la película nos instala completamente en los códigos ásperos del western, en el intercambio de palabras y gestos rudos, y uno quisiera quedarse allí más tiempo, seguir la historia como un espectador cualquiera frente a un televisor. Una magia que Tarantino madura con discreción de maestro. La trama avanza y los conflictos parecen más bien tenues. De hecho, diríase que solo hay dos: los que hacen a la carrera en declive de Dalton y, en un muy segundo plano, los intentos de Cliff de conseguir trabajo como doble de riesgo. Faltan los villanos: ¿es esto una película de Tarantino? En realidad no faltan, sino que emergen de a poco, su presencia se anuncia varias veces pero sin que se devele del todo el peligro; a diferencia de otros villanos, ya fueran nazis o gángsters, estos conforman un grupo que parece haberse hecho un lugar en Hollywood sin que nadie se percatara de la amenaza. Son hippies, pero la película no se refiere al movimiento sino solo a los que integran la pequeña comunidad dirigida por el clan Manson. Nadie se percata de la amenaza, entonces: como el viejo ciego al que engañan para apropiarse de sus tierras. Están ahí, frente a todos, pidiendo aventones y hurgando en la basura, pero nadie los ve. Predican el amor pero son violentos y se envalentonan en grupo. Cliff se cruza a una de ellos varias veces: esos encuentros reiterados generan una sospecha creciente, hacen pensar en la chica como un emisario del mal que no ceja en su misión de corromper al héroe. La película no les da demasiado tiempo en pantalla, con mostrar sus formas en una o dos escenas ya es suficiente: algunos diálogos escuchados al pasar permiten reconstruir algo parecido a una filosofía antisistema que rechaza con furia todo lo que representa Hollywood. Eso incluye, antes que nada, su bien más preciado: sus ficciones, presuntos responsables de instilar violencia y de educar en la muerte, según reza la teoría delirante de una de las integrantes. La utopía en descomposición de Tarantino acaba de encontrar a los villanos perfectos: una secta que odia las imágenes, unos iconoclastas de pacotilla dispuestos al asesinato en nombre de crímenes incomprobables. Esos brutos entienden que el vínculo entre las imágenes y el mundo es lineal y unidireccional, sin ninguna clase de accidente o de retroalimentación, como si las obras de ficción fueran un rayo que atraviesa las mentes inertes de espectadores desarmados incapaces de elaboración alguna. Un argumento parecido esgrimen los que hace poco llamaron a “cancelar” a Tarantino bajo los cargos de no sé qué misoginia imaginaria. Desde el principio, cuando se ve a Charles Manson hablando con Jay Sebring y saludando de lejos a Sharon Tate, queda establecido que el mal vive en el corazón mismo de Hollywood. De ahí en más, la historia de Sharon estará envenenada: su visita a fiestas y a cines, la calma que la rodea una vez que Polanski la deja con sus amigos, todo sugiere la tragedia inminente. En verdad, las escenas con Sharon son de una plenitud absoluta, como si el personaje fuera un ángel perdido en el mundo imperfecto de los hombres. Fui al cine después de haber leído la crítica extraordinaria de Quintín. Quintín cuenta que sufrió mucho creyendo que Sharon iba a ser asesinada en algún momento, y que el desenlace lo alivió. Vi la película sabiendo que Sharon no moría, pero eso no disipó la angustia que la película genera alrededor del personaje: el aire libre y frágil que le da Margot Robbie, de una inocencia etérea y despreocupada, conmueve por sí solo, incluso si Tarantino se sirve del relato para torcer el destino terrible de la Sharon Tate real. Sharon sale a comer con amigos y la voz en off explica que el calor la sofocaba esa noche. La banda sonora es tal vez la más triste que se haya escuchado en una película de Tarantino: de fondo suena, como un presagio, “Out of Time”, de los Stones. El estribillo repite “baby, baby, you are out of time”, que no sugiere tanto el estar fuera de época como el haberse quedado sin tiempo. Esa ambigüedad semántica funciona como un puente que habilita un desenlace impensado: si el tiempo falta, si ya se terminó, bien puede hacérselo saltar por los aires, colocarse por fuera de él. Una vez más, el cine se vuelve para el director el dispositivo que permite pensar y comentar el mundo. Esta vez se trata de salvar a Sharon de una banda de asesinos despiadados justo cuando el espectador espera que suceda algo horrible. Rescate de último minuto, como en los western que se filman para televisión en los estudios en crisis de Hollywood. Pero rescate ficcional, sobre todo, intento de enmendar la Historia a la manera de Escape a la victoria, cuya nobleza se respira y siente todo el tiempo en Érase una vez… (más allá de las referencias explícitas); insumo narrativo o suplemento que ayuda a imaginar un mundo mejor del que nos toca en suerte. Al final, cuando lo peor ya pasó y la patota fue ajusticiada, Sharon habla desde un portero y es como si se escuchara desde lejos a un ser divino; unas puertas se abren y se invita a Dalton a entrar. La cámara lo sigue y observa el encuentro final con un plano cenital; el ángulo no debe entenderse como un gesto de distancia, un tic de realizador que posa de entomólogo, sino como la mirada de un director que juega a ser un demiurgo bondadoso. La escena transcurre de noche pero parece tocada por el mismo brillo y la misma calidez solar de los momentos diurnos.
Alain se despierta un día temprano y le agarra un ACV. La brutalidad de la escena no se condice para nada con el tono más bien cándido que dominará la película: el protagonista está en la cama, no entiende qué le pasa, se toca el brazo y no lo siente. Se despierta de nuevo, esta vez tirado en el suelo, se levanta arrastrándose, se viste y baja a que le sirvan el desayuno como si nada hubiera sucedido. No se sabe si el hombre no entiende del todo la gravedad de su situación o si sigue bajo los efectos del ataque y no comprende. Sale a la calle, se cae y lo llevan al hospital. Ahí se le explica todo, la película adopta definitivamente los aires de una comedia amable y se olvida de ese comienzo más bien crudo. Se olvida en un sentido fuerte: lo que sigue es el relato de un gruñón algo malvado que debe aprender a convivir con los otros y a disfrutar de la vida. Un Scrooge francés, digamos, esta vez bajo el traje de un empresario de la industria automotriz que tiene que enmendar un pasado de fastidios y malos tratos. El director Hervé Mimran no está del todo convencido con la idea, sin embargo: tal vez crea que la historia de Alain no alcanza y suma una trama secundaria arrancada prácticamente de otro universo. Se trata de la terapista de Alain, una chica árabe adoptada por franceses que busca sin suerte conocer la identidad de su madre. La pareja de protagonistas está servida, entonces: un empresario sin escrúpulos es devastado por una enfermedad imprevista y puesto al cuidado de Jeanne, que trabaja en un hospital público con pacientes afectados por ACV y los ayuda a recuperarse. Eso, el encuentro de los dos, cambia todo: la película ya no promete la caída y posterior ascenso de un hombre despreciable, sino un lento proceso de reaprendizaje. Alain perdió competencias lingüísticas que Jeanne trata de recomponer con ejercicios; reaprendizaje, a fin de cuentas, que es tan neurológico como moral: de lo que evidentemente se trata es enseñar a Alain a ser una buena persona, y la encargada de semejante tarea es Jeanne, un personaje cristalino, incontestable, con ese hálito de santidad que otorgan el servicio y el abandono; un estereotipo confeccionado rigurosamente a la medida de la corrección política. La moraleja de Un hombre en apuros es de una simpleza y una precariedad contundentes: todo, desde el tono general hasta las paredes del hospital es color pastel, una seguidilla interminables de superficies agradables al ojo y de chistes inocuos que evitan cualquier posible agresión visual o narrativa (descontando, claro, el ataque del comienzo, un real accidente en términos cinematográficos). Estamos ante un objeto de una factura profesionalísima, un artefacto cuyo funcionamiento es garantizado por el acople milimétrico de las partes que lo componen: el relato, la fotografía y el montaje trabajan con esmero para borrar sus huellas, el espectador no debe ver ni la más mínima costura, solo a Alain y su larga recuperación. En ese clima, incluso la moralina rancia que destila la película resulta en el fondo inofensiva, un trago que se toma rápido y fácil, como el whisky rebajado con unas gotas de agua que bebe Alain. El mundo que concibe Mimran es así, sin bordes ni asperezas de ninguna especie donde hasta las tragedias más terribles se atraviesan apaciblemente, sin grandes contratiempos, con una suerte de optimismo convencido que tiene su expresión más perfecta en Vincent, el enfermero que para conquistar a Jeanne hace pavadas como hablar con su skate o surfear sobre camillas. Ese tonto fenomenal condensa una ética del entusiasmo y de la superación personal que la película esgrime sin el menor atisbo de mala conciencia. El espectáculo es insípido hasta el cansancio, pero esa visión del mundo y la seguridad con la que se la ofrece parecen restos de un pasado distante en el que el cine todavía podía permitirse el lujo de la inocencia. En el final el director se atreve a filmar bosques, praderas, ciervos, montañas, trenes increíbles y reuniones familiares, todo eso junto en el espacio de unos pocos minutos; un bálsamo edulcorado y un poco soso pero efectivo contra la pose de desencanto permanente que cultiva mucho cine.
a odisea de los giles es una película del pasado, un cine que en la Argentina ya casi no existe: popular, satírico, con un gusto evidente por el juego con los géneros y su potencia narrativa. Una suerte de heredera del cine de Campanella o de Szifrón, tipos que podían reunir en una sola película estrellas, relatos fuertes y éxito masivo con algún grado mínimo, por lo general dispar, de eficacia cinematográfica. Hoy no queda un cine así, ese nicho fue abandonado a la suerte de las coproducciones televisivas y lo más parecido a un director reconocible en esas lides es Ariel Winograd; solo quedan comedias ejecutadas en piloto automático para las que la autoconciencia es una excusa que permite disimular falencias antes que una apuesta estética. Sebastián Borensztein ya había intentado ocupar ese lugar con Un cuento chino (después de La suerte está echada, su opera prima, hoy imposible de ver). Koblic, en cambio, fue un thriller más bien discreto, una película de una oscuridad espesa que no buscaba semejante exposición. La odisea de los giles, por su parte, es un artefacto gigante, de gran porte, que se toma en serio sus materiales. La película no busca el refinamiento sino la eficacia: el conjunto de elementos dispersos, que incluyen el caper film, el grotesco y el fresco de época, se mueve como puede, como le sale, un cóctel donde todo está mezclado a los sacudones. En ese panorama, el director tiene momentos más inspirados que otros: las escenas en las que se prepara el robo, por ejemplo, funcionan mejor que las del Chino Darín infiltrándose en la casa del villano e improvisando engaños ante su secretaria; lo segundo demanda un timing de comedia demasiado ajustado, mientras que lo primero exige menos trabajo, el género aporta lo demás. Pero el gran problema de La odisea de los giles no son esos desniveles, sino que trata por todos los medios de complacer a su público. La historia deja servida en bandeja el viejo motivo del rico que estafa a un montón de personajes humildes y esforzados. El tema supone, previsiblemente, una tradición, aporta una fortaleza propia que pone a trabajar el músculo del relato. Pero la película ancla el conflicto en coordenadas muy precisas: crisis de 2001, corralito, pesificación asimétrica. La aventura universal de los engañados en busca de justicia por mano propia se transforma así en un cuento moral y político: la historia nos pone rápidamente del lado de los estafados en su intento por recuperar sus ahorros. No estamos plenamente ubicados en el terreno del género con sus seguridades, con sus convenciones, sino en un espacio híbrido en el que el caper sirve en verdad para apelar a viejos rencores y emprenderla contra banqueros y empresarios. La película adquiere la forma de una máquina que busca la aprobación veloz, instantánea, del público; todo está diseñado de manera tal que los protagonistas resulten héroes incluso en la peor ruindad, y que el villano resulte lo más desagradable posible y justifique así toda clase de castigos y venganzas. De nuevo, el problema no es la explotación de ese mecanismo por sí solo sino el deslizamiento que Borensztein realiza saltándose el género y yendo hacia una sociología de ocasión, acrobacia que ya no busca el vértigo de la ficción sino las certezas del comentario social, cercano casi a la observación de costumbres. Ese deslizamiento es un problema, entonces, porque la película ya no habla del cine y de sus códigos sino de otra cosa más tangible, más cercana (la demagogia general ya no afecta a un montón de criaturas ficcionales sino a una visión de la realidad), halagando a su auditorio, presentándole un conjunto macizo que no exhibe matices, sin fisuras, explicándole al espectador en qué lugar debe posicionarse. La voz en off del personaje de Darín de alguna manera condensa ese contrato: es inoportuna, machacona, subraya ideas evidentes y cierra cualquier posible apertura del sentido. Algo de ese escenario se quiebra de tanto en tanto con algún que otro detalle malicioso que va a contramano de la corrección política de la época: el retrato de los pueblerinos tontos, ignorantes, incluso entregados voluntariamente a la pobreza, que estafan al Estado para seguir sumergidos en la miseria y en condiciones de vida precarias (ver el personaje que hace Carlos Belloso), eso es algo difícil, si no imposible, de ver hoy. Esa maldad descargada insistentemente contra los habitantes del pueblo en cierta forma rompe la complacencia imperante, la contiene, y le da la película otro aire, otra respiración.
Con la muerte en los talones Santiago, Italia tiene dos partes diferentes que bien podrían pasar por dos películas, cada una con su mundo, con una idea del cine, cada una hablándole a un espectador distinto. La primera parte cuenta el ascenso de Allende al poder en Chile, los primeros años de gobierno, los problemas económicos, el golpe de Estado y la dictadura. Los entrevistados hablan del período alternando lo personal con lo colectivo. A Moretti se lo ve cómodo, sin probar nada, satisfecho con un abordaje de ese proceso hecho hasta el cansancio. En este segmento el director no ofrece nada nuevo: mucho material de archivo visto una y mil veces, mucha información conocida sin demasiado, ningún resquicio para cosas inéditas. Es como si todo fuera un run for cover con Moretti refugiándose en la eficacia probada de una tradición documental. Ante la seguidilla de testimonios se tiene la impresión de que la película se dirige a un público que no sabe nada del asunto o bien que quiere revivir una historia sabida. Los entrevistados hablan de frente a la cámara sin ninguna clase de artificio: la película se despoja de cualquier elemento que pudiera distraer la atención de lo que se cuenta. No hay, sin embargo, nada parecido a la neutralidad, como lo anuncia el inicio, cuando se lo ve a Moretti observando Santiago desde una terraza. El cineasta asume un punto de vista claro y lo hace de manera explícita; el plano de la terraza, de hecho, funciona bastante mejor que otro posterior en el que Moretti, después de darle la palabra a un militar preso, aparece compartiendo el encuadre con el entrevistado y diciéndole: “Yo no soy imparcial”. Un subrayado inútil que machaca una postura que ya era explícita desde el comienzo. Casi no hay una crítica de la película que no se muestre visiblemente fascinada con ese plano, aunque el momento no aporte nada y sea apenas una veleidad inconducente que se permite el director y que espera (exige) de parte del público una simpatía automática, complaciente. El cine de Nanni Moretti fue siempre reconocible por la fluidez con la que se integraba la política con formas de contar que nada tenían que ver con el panfleto o el proselitismo: basta con ver sus primeras películas, donde el desencanto y la apatía general de los protagonistas sirve para efectuar comentarios políticos y críticas, muchas veces lanzadas contra el propio PCI y la izquierda en general. El punto más alto de esta trayectoria llega, claro, con Palombella Rosa. Había ahí una lucidez que permitía imaginar otras formas de la política por fuera de lo que habitualmente se llama cine político: lo político desbordaba el contenido y se volvía un asunto de formas, un vehículo para la inteligencia que se alimentaba del humor y de la agilidad del cuerpo. El plano junto al militar de Santiago, Italia, con su tribunerismo inmediato, solemne, es un gesto inconcebible, ajeno a ese sistema. En la segunda parte, sin abandonar la puesta de la primera mitad, Moretti se reencuentra con su mejor versión. La presentación lineal y sumaria de las atrocidades del régimen militar estalla y deja paso a la extraordinaria historia de la embajada italiana y de su papel en el rescate y asilo de chilenos perseguidos. Seguimos en el escenario de una dictadura atroz, pero la película, liberada de los rigores expositivos previos, cambia de registro: ahora los entrevistados narran el trabajo titánico del embajador y de sus empleados; las peripecias (y las piruetas) necesarias para meterse en la embajada; la vida reensamblada, casi surrealista, de los más de doscientos refugiados en el interior del edificio. En sus mejores momentos, Santiago, Italia se transforma en algo así como una película de espionaje lúdica que no vemos pero que podemos imaginar a partir de lo que escuchamos a los entrevistados. Moretti afina el oído y abre la película a la escucha de algo nuevo que nada tienen que ver con las certezas casi escolares que se dicen en la primera mitad. Cerca del final la película encauza los testimonios hacia la solidaridad italiana y el agradecimiento de los chilenos: Moretti se instala de nuevo nuevamente a las seguridades del documental expositivo y busca un cierre emotivo. Pero el efecto producido por todo el relato anterior no se disipa: queda, como flotando, el nervio físico de los chilenos que ponen a prueba sus destrezas para saltar una pared y caer como puedan en suelo italiano; la extrañeza de la organización al interior de la embajada, que incluye raros sistemas de repartición del trabajo y de la vida en común (uno de los asilados es echado de su agrupación política por negarse a pelar papas como todos; todo esto pasa adentro del lugar); cuando se narra el hallazgo horripilante del cuerpo de una militante famosa en el patio de la embajada, una brutalidad inhumana que lleva la firma reconocible de los militares, el director construye el momento casi como si se tratara de una película de terror (imaginamos a Moretti explicando que el salvajismo del acto no puede alcanzar a pensarse desde los códigos del documental y demanda la sobreabundancia del género de horror y de sus convenciones). Tenemos, una vez más, felizmente, al mejor Moretti, el que puede hacer brotar el cine de cualquier parte sin importar si se trata solamente de una persona hablando a cámara, el director capaz de restituirle a lo político las potencias del cine y transformarlo en un lugar de pensamiento ágil, móvil, que hace crecer las ideas siguiendo el pulso del cine y del cuerpo.
La zona Debe haber pocos directores tan móviles como Campusano. Un poco como Rossellini, cuyo cine tuvo siempre la forma de un itinerario (que incluyó Roma, Alemania, la India, la corte francesa del siglo XVII, etc.), Campusano viaja y allí a donde va recorta un terreno que le es conocido solo a él. Su filmografía dibuja un trayecto que incluye distintas área del conurbano bonaerense pero también Bariloche, Puerto Madero o Acre, en Brasil. Hombres de piel dura es una película rural que encuentra en el campo las señas de un territorio particular: una comunidad rígida, predominantemente masculina, que pone en marcha mecanismos de regulación con el objetivo de reparar una falta. Se trata de la fragilidad de la justicia, viejo tema del western, un género que corre siempre silencioso por el cine del director; en Hombres de piel dura, una vez más, el centro lo ocupa la ejecución de la ley, pero ley en el sentido antropológico de la palabra, norma que nada sabe de regímenes legales modernos. Más bien: regla sostenida brutalmente por hombres que también la padecen. El padre de Ariel es patrón de chacra y no puede lidiar con la sexualidad desatada del hijo: el chico es gay y amanerado, y como si fuera poco se acuesta con peones del lugar. Ariel parece haberse iniciado con Omar, un cura con el que tiene una relación que se interrumpe al comienzo del relato. Ese quiebre amoroso abre las dos principales líneas narrativas: despechado e inexperto, Ariel sale a buscar nuevos compañeros sexuales; Omar entra en una crisis de fe y habla largamente con un cura mayor condenado por abuso. Solo Campusano puede filmar los diálogos entre los dos religiosos con semejante aplomo y serenidad: la película no señala con el dedo, no se pelea con la Iglesia; en cambio, se aproxima con interés a un par de seres rotos que son movidos por pulsiones incontrolables. El cura más viejo cree que lo suyo puede ser una enfermedad y, así como él mismo fue abusado de chico por varias personas, se pregunta finalmente si sus violadores no habrán sufrido el mismo trastorno. El momento, de una fuerza y una incorrección impresionantes, no busca sentar una posición sobre el tema del abuso, sino capturar algo de la potencia cinematográfica que proveen esas criaturas y sus razones insondables. Después de todo, los dos curas actúan dirigidos por los mismos resortes elementales que conducen a Ariel a coger con el primer peón que se le cruza, o al padre a visitar frecuentemente a una mujer pobre que prostituye alegremente a su hija menor de edad (“cómo te gusta la chiquita a vos, eh”, le grita antes de entregársela como si todo fuera un ritual cotidiano). En Hombres de piel dura no faltan los marginales que sobreviven en los bordes y en torno de los cuales se traza una zona de peligro, como sucede con el primo de la chica prostituida, que lleva a Ariel a una casa desvencijada habitada por una banda de lúmpenes. Ese grupo tiene su eco en los gays que se refugian en una casa abandonada y escapan así de las imposiciones del pueblo. Los chicos parecen vivir fuera de la sociedad, una especie de paraíso gobernado por una justicia hecha a medida, aunque igual de violenta que la otra: un obrero borracho hace pis en una pared, y con la pija afuera exige a los gritos que alguien le haga sexo oral; los chicos, guiados por su líder natural, lo atacan entre todos. Los mundos delimitados por Campusano son esencialmente trágicos por la doble condición que los atraviesa: sus historias transcurren en comunidades rígidas que imponen a sus integrantes mandatos duros; los protagonistas quebrantan las reglas del lugar y sellan su destino. La moral vive en conflicto con la ley: el cura viejo pasea por el barrio y se somete de buen grado al escarnio público como si se tratara de alguna forma de expiación. Omar ve en su nuevo amigo y mentor el reflejo de lo que podría llegar a convertirse, pero después, al hablar con un nene que es devuelto por su familia adoptiva, el personaje se lo lleva inmediatamente a una habitación para violarlo. La escena es prodigiosa menos por el tema que por la visceralidad con la que se la filma: el cura no diseña una emboscada, ni siquiera tiene un plan, es más bien como si un impulso irrefrenable se apoderara de él y el hombre ya no fuera dueño de sus actos. Si pocos directores se atrevieron a una filmar un intento de violación infantil, Campusano agrega además un elemento perturbador: la observación de mecanismos atávicos que empujan a los protagonistas a saciar con desesperación los apetitos más terribles.
Uno se acostumbra fácil a la eficacia de películas como las Rápido y furioso, un cine cuyo secreto hay que buscarlo en la notable inteligencia narrativa que permite imprimirle gracia y potencia a personajes, diálogos y situaciones inverosímiles que rozan el absurdo. Un arte de la desaparición, en suma, que requiere que el espectador alcance a olvidarse de la complejidad del objeto y se entregue sin más al placer de las explosiones y los one-liners. Películas como Hobbs & Shaw, de manera involuntaria, llaman la atención sobre la hazaña estética que supone filmar ese cine. Imposible saber dónde empiezan y terminan las responsabilidades, que si la dirección, el guion o la producción, que el presupuesto esto o el estudio aquello: el caso es que en Hobbs & Shaw nada funciona como debería y la película se vuelve un masacote pesado y duro, desprovisto de cualquier forma de gracia. David Leitch hace una mezcolanza improbable de géneros de la que ninguno sale bien parado: ni la buddie movie, ni la película de espionaje, ni el cine de acción (ese, cómo llamarlo, ¿macrogénero? que domina el cine hollywoodense, en general para bien). En los primeros minutos se anuncia la desidia general: la rivalidad entre los protagonistas no arroja casi diálogos bien escritos o apenas cómicos; el villano principal es un negro mejorado tecnológicamente que trabaja para una corporación sin rostro conducida por un personaje anónimo, pero nada de todo eso genera algo de interés (ni siquiera el pobre de Idris Elba, que cumple a conciencia con el papel y las líneas que le tocaron en suerte); la hermana de Shaw, la tercera en discordia, es una criatura gris que no hace nada y de la que uno se olvida toda vez que no está frente a la cámara. Todo este malestar se adivina ya en las primeras escenas de pelea, ejercicios coreográfico con mucho montaje y poco trabajo físico que el director termina de arruinar del todo al saltar de un combate al otro todo el tiempo. El abuso de lo meta, con las miradas a cámara y los personajes hablando de sí mismos, parece querer disimular un poco el desastre, como si la película dijera que no hay que tomarla muy en serio: se trata de un gesto cobarde e inútil, claro, un manotazo de ahogado al que se le puede responder con las películas de la serie de Misión Imposible o de las misma Rápido y furioso, donde la autoconciencia requiere elegancia y diseño y supone una idea del cine, una toma de posición y no un remiendo penoso. El fracaso de David Leitch es estrepitoso incluso teniendo a Jason Statham y a Dwayne Johnson, dos de los actores con más carisma y presencia del cine popular del presente. En el último tramo, el director parece darse cuenta del fiasco que tiene entre manos y opta por un desborde final: los personajes viajan a Samoa y se atrincheran allí para preparar la batalla final. Ahí, recién sobre el final, al director se le ocurren una o dos ideas visuales, como hacer que Dwayne Johnson y su familia se vistan y pelen como antiguos guerreros samoanos, o disponer una persecución entre un helicóptero y un montón de autos que forman un trencito, pero ya es tarde: esas piruetas hechas a las apuradas no redimen dos horas de diálogos escupidos sin pasión, chistes sin gracia y una historia descuidada. Hablando de las Rápido y furioso: las películas anteriores son tragedias que adoptan las formas de un hedonismo ligero y celebratorio; Hobbs & Shaw, en cambio, quiere ser una comedia, que como todo el mundo sabe es el género más difícil de hacer. De la serie quedan apenas el título, algunos personajes y dos o tres escenas con autos, pero solo eso, no hay nada de su tradicional épica esteroidea, de su gusto por la velocidad y el exceso de las imágenes, de su cándida vocación de gran espectáculo, ninguna inocencia salvaje.
Alguna vez Jia Zhang-ke dijo que solo filmaba en China porque era el país que mejor se veía en una pantalla de cine. El hombre exageraba, seguro, pero algo de verdad también había, o por lo menos eso parece si se sigue la trayectoria de su cine. Se sabe, se lo dijo y dice hasta el cansancio: las películas de Jia son intentos de registrar las transformaciones de un país que se abre al mundo sin abandonar costumbres ancestrales, que se inserta en el mercado internacional mientras grandes masas de su población se desplazan en busca de trabajo, que crece y se moderniza mientras sostiene altísimos niveles de pobreza e inseguridad social. China suena a algo inconmensurable, una idea que no se puede pensar, un amasijo de tiempos y culturas que desborda la comprensión. Tal vez sea por eso que el cine de Jia suele fijarse tanto en los paisajes, como si algo del país y de sus cambios no pudiera atisbarse siguiendo a los personajes y fuera necesario cambiar de escala, observar los contrastes entre los pueblitos y las metrópolis, o el movimiento incesante que impone la construcción de un monstruo arquitectónico como la represa de Las tres gargantas. La historia de Esa mujer tiene un tempo espacial: el relato empieza en Datong, un pueblo minero a punto de desaparecer, se traslada después a la ciudad de Yichang y, finalmente, vuelve al lugar de partida, visiblemente transformado. La primera parte supone una breve incursión en el cine de gángsters. Bin y Qiao dirigen una pequeña organización jianghu que incluye un local de comida y juegos además de algunos negocios ilegales. En entrevistas, el director explica que los grupos jianghu, a diferencia de las mafias, son agrupaciones barriales que recurren al crimen únicamente para sostener un programa de actividades vecinales. No sabemos si es así, pero lo cierto es que Jia le imprime a esta primera parte los códigos del gangster film: la pareja protagonista ordena a un grupo de seguidores, traba relaciones que otras organizaciones de mayor peso y lucha por el control territorial con bandas rivales. La película filma con placer el complicado sistema de códigos y reglas del jianghu. La precariedad del barrio que gobierna Bin alterna con el brillo y el lujo de la discoteca donde se discuten negocios entre baile y tragos. Un universo nuevo para Jia que sin embargo no tarda en apropiarse: al comienzo, Bin debe terciar en una pelea entre dos miembros. Uno reclama una deuda que el otro niega. Bin trae un ídolo que oficia de patrón del grupo y le pide al acusado que jure su inocencia ante la figura: la confesión llega en segundos. Una escena breve que condensa las transformaciones culturales con la persistencia de creencias inmemoriales. Después de un ataque contra Bin (momento de una elegancia visual extraordinaria que la película trata como si fuera una especie de danza), él y su novia van presos. Qiao carga con las culpas de Bin y pasa varios años en la cárcel. Cuando sale, elipsis de por medio, la película modifica su sistema de referencias: ya no se está en el terreno del gangster film, sino en uno más bien ambiguo que reúne el melodrama con destellos asordinados de una película de venganza femenina. La transformación del vínculo entre los protagonistas se traslada a su vez a la relación de Qiao con el entorno: un recorrido en lancha por el río Yangtze, un paseo por Yichag y un viaje en tren le muestran una China en constante mutación; el estupor por el desengaño amoroso se convierte en asombro ante un país irreconocible. Las actuaciones de Zhao Tao y Liao Fan son impresionantes y logran amalgamar el registro dramático de los géneros con una discreción propia del cine moderno y de su tono introspectivo. En la tercera parte el relato completa un ciclo: ahora es Bin el que vuelve a un Datong cambiado, rodeado de modernos edificios. El paso de las décadas remodeló el lugar, pero el mundo de rituales barriales del comienzo sigue más o menos igual, como si el tiempo humano tuviera una velocidad propia, diferente a la de la Historia con mayúsculas. Esa mujer es el nuevo intento de Jia Zhang-ke por observar ese desajuste.
Las facultades es un documental de su época. La película está armada como una secuencia de fragmentos que giran en torno de una misma escena, la de la evaluación, con un alumno que trata de responder a los requerimientos de un profesor. Se trata de momentos de gran tensión que condensan tiempo y esfuerzo, de cursada y de estudio: cada pregunta abre un abismo que el evaluado supera como puede, a veces a los tumbos, no siempre de la mejor manera. Los planos son abiertos y capturan las respuestas de los alumnos, pero también sus nervios, los gestos con los que intentan completar algo que no alcanzan a decir, la atención expectante que dedican a cada nueva pregunta. El sistema estético se reitera pero está abierto a un sinfín de variaciones: dependiendo de la facultad y de la carrera cambian el espacio, los materiales, las preguntas o la forma de evaluar (la más potente de todas, la más cinematográfica, seguramente sea la del final de abogacía, en el que dos grupos de alumnos asumen los roles de la fiscalía y de la defensa como si estuvieran en un juicio). Así es que se vuelve evidente un anacronismo muy bello: la manera en la que la película recoge los exámenes, que incluyen el despliegue de conocimientos de alumnos y de maestros, hace pensar en una suerte de galería científica o de inventario de saberes; un dispositivo contemporáneo que recrea una búsqueda enciclopédica de algún siglo anterior. En la película se escucha hablar de filosofía medieval, sociología, botánica, derecho penal, diseño, teoría de cine, anatomía, etc. La seguidilla de los temas hace pensar en un muestrario elemental de las áreas de conocimiento del presente. Cada examen funciona como el umbral que permite asomarse a un universo especializado con sus reglas y sus lugares propios: las paredes frías de la sala con miembros falsos dispuestos sobre mesas metálicas donde se evalúa anatomía no podría ser más diferente de la enorme habitación con muebles de madera en la que se rinde botánica. La sumatoria instaura un efecto lúdico que hace pensar en una especie de gabinete de curiosidades científica y, en un mismo movimiento, cancela cualquier posible solemnidad académica. El dispositivo diseñado por Eloísa Solaas proporciona una gran plasticidad y la película fluye sin perder en ningún momento el interés. Pero en el final la directora introduce un cambio: la última escena transcurre en una clase de economía. Un profesor habla y explica que no existe un verdadero Nobel de Economía, que el premio fue inventado por corporaciones para difundir el pensamiento ortodoxo; que los economistas heterodoxos (como él) carecen de ese poder discursivo; que la ortodoxia logró instalarse como sentido común excluyente que ellos (los alumnos) deben derribar. La situación es distinta a la del examen: ya no asistimos al momento de la prueba, circunscripto al alumno y el profesor; ahora somos incorporados en la escena. La cámara se ubica entre los alumnos y transforma al espectador en un destinatario más de lo que allí se enseña. Cualquiera que se haya sumergido en el fascinante recorrido anterior no puede evitar sentir la brusquedad del cambio: primero espectadores de los mecanismos institucionales de evaluación, la película nos coloca ahora en el lugar de alumnos a los que se les imparte una lección. El momento no ocupa un lugar semejante a los otros, sino que tiene una clave meta. Se entiende que la aparición de la clase y del tema funcionan como un comentario sobre lo ya visto, y cuyo sentido seguramente pueda resumirse así: el trabajo de las instituciones filmadas queda sujeto a la implementación de un modelo económico heterodoxo. La afirmación puede o no ser correcta: no lo sabemos porque la película no desarrolla la idea, no brinda argumentos; el momento llega sobre el final y a las apuradas, como si se nos pidiera que aceptemos una tesis sin ofrecer fundamentos ni explicaciones, sin tratar de convencernos. Pero la irrupción de ese tono pedagógico del final no empaña en nada el trayecto por los juegos del saber por el que Las facultades nos condujo gozosamente hasta hace apenas unos minutos.
Luciana Foglio y Luján Montes exploran la escena de música experimental en Argentina. Cuestión de estrategia: acercarse a ese territorio desconocido a través de las libertades que provee el formato del paisaje y renunciar a las certezas del mapa. Las directoras siguen a músicos que improvisan breves piezas a partir de toda clase de materiales y objetos: sillas, paredes, manos, voz. Los filman a media luz y con planos cerrados, como si fueran brujos que preparan y revuelven extraños brebajes sonoros. Para el no iniciado, la película cumple un rol pedagógico: de a poco, de la masa sonora empieza a distinguirse un mundo impensado de ritmos, alturas, timbres, texturas. Las imágenes generan un trance, se trata de distraer el ojo y de hacerlo bajar la guardia. Ardides de una película que pide ser vista con los oídos bien abiertos.