La casa de los espíritus El coming of age suele contar el drama que supone el tránsito hacia la adultez. Mirai pertenece a otro tipo de drama, que narra un proceso seguramente más terrible: aprender a ser niño. Los colores vivos y contrastados que colman la casa de los protagonistas no alcanzan a disimular las dificultades que minan la familia. La pareja acaba de tener a Mirai, su segunda hija. El cambio altera drásticamente la vida de todos: la madre tiene que volver al trabajo y dejar a la recién nacida; el padre hace malabares entre la crianza, las tareas del hogar y su trabajo de arquitecto freelance; Kun, de cuatro años, siente el abandono de los padres y se consume en celos y enojos. La situación, que debiera ser ocasión de paz y de felicidad, pone a prueba la resistencia de cada miembro de la familia: el dibujo es amable y el tono general ligero, pero el retrato del grupo está lejos de cualquier idealización. Hasta que el director recurre abiertamente a las posibilidades de la animación, y el cansancio y las frustraciones cotidianas son recubiertos con escenas fantásticas que brotan de la imaginación de Kun o de alguna magia no dicha. El protagonista se mueve a través del tiempo y de los lugares y el viaje se transforma en una forma de sanación personal: Kun se encuentra con su mamá de chica y ella lo invita a jugar juntos; la madre, despreocupada y libre, todavía sin haber interiorizado los códigos del mundo adulto, no se parece en nada a la del presente. En otro de sus viajes, el protagonista aparece en el Japón de posguerra y conoce a su bisabuelo, que le enseña a andar a caballo y en moto; el momento desborda aventura y virilidad, todo lo que el padre de Kun, torpe, asustadizo, no puede ofrecerle al hijo. La película procede así, entonces: se desplaza a lo largo del tiempo y de la saga familiar para contar las pequeñas hazañas y miserias que modelaron el mundo que habita Kun. La alternancia entre mundos (el presente y el fantástico) instala un desbalanceo: a veces el salto hacia lo imaginario resulta menos efectivo que el retrato cotidiano, tal vez porque Hosoda trata de imprimirle a lo primero una espectacularidad que desentona demasiado con la armonía y la discreción visual de la casa familiar. Se tiene la impresión de que la película dedica ingentes cantidades de ideas y técnicas animadas y que el éxito es desparejo: algunos momentos funcionan visiblemente mejor que otros; el exceso de formas no garantiza la eficacia narrativa. A su vez, Hosoda parece más decidido que otras veces a explotar la tristeza de la historia, y en muchos casos ese esfuerzo se nota demasiado, como si el director tratara de suplir con una emoción a veces fácil, automática, el interés que algunas escenas no llegan a generar por sus propios medios. A medida que avanza el relato, la película parece tomar carrera y el director se pone ambicioso: el último segmento imaginario exhibe un trabajo visual extraordinario que no tiene un correlato en la ingeniería del relato: la aventura final del protagonista se siente mecánica, como un paso narrativo obligado que el director ejecuta sin demasiada convicción. De todas formas, el dispositivo de los viajes entre épocas provee a la película de una galería casi inagotable de estallidos narrativos: incluso en los momentos menos logrados, el recurso de mezclar los años y las generaciones logra hacer sentir la potencia del tiempo, de su paso y de su desarticulación, algo que pocos directores parecen haber conseguido, con excepción de otros animadores japoneses como Miyazaki y Satoshi Kon.
Algo anda mal. ¿Una película con Mel Gibson en la que el madman del título es otro y a él le toca hacer de un profesor sereno, sabio, cultor de la disciplina y padre de familia amoroso? Pero por favor. Uno piensa enseguida que si Mel Gibson va a interpretar a un profesor, el tipo no puede ser menos que el protagonista de El hombre sin rostro, su opera prima: un hombre desfigurado y consumido por el odio que vive alejado de la sociedad y que espanta a cualquier cristiano que trate de acercársele. Pero hay que saber esperar, nos sugiere la película, como si el espectador debiera ejercitar la misma paciencia que pregona su protagonista: a fin de cuentas, es posible que en Entre la razón y la locura haya más de un loco. La cosa es simple: James Murray, un escocés que habla con un acento muy sonoro, es invitado a hacerse cargo del proyecto del diccionario de Oxford. Los encargados del asunto no están tan de acuerdo con la idea y desde el principio la empresa adquiere un aire improbable. La historia del diccionario por sí sola debería bastar para filmar muchas películas, cada una mejor y más poderosa que la anterior: se trata de un trabajo titánico que atravesó todo tipo de cambios, ajustes y ediciones hasta llegar a la primera versión en fascículos de 1895 tras haberse iniciado casi cuatro décadas antes. Digamos que el tema es de esos que se filman solos: únicamente con poner una cámara y reconstruir levemente la época ya se tiene una buena película en entre manos. La llegada de Murray al proyecto supone un cambio de estrategia: el hombre hace una volanteada invitando masivamente a participar de la confección del diccionario, y un equipo muy reducido de empleados a su cargo trabaja ordenando la información sobre palabras y términos que envía la gente por correo. Un crowdfunding analógico. Nada funciona del todo hasta que una misma persona manda una cantidad impresionante de palabras con sus respectivas trayectorias de sentido a lo largo de siglos y lenguas. El tipo resulta ser William Chester Minor, un cirujano estadounidense internado en un instituto psiquiátrico inglés después de haber cometido un asesinato durante una alucinación. El contrapunto entre Murray y Minor es el corazón de la historia, pero el relato de Minor con sus ataques, su vida en el psiquiátrico y su búsqueda de redención despojan a la historia de Murray y de la creación del diccionario de una buena parte de su interés; el loco y su mundo son como un lastre, una carga muerta que hunde narrativamente a todo el relato. Uno tiene la impresión de estar viendo dos películas: una vital, fascinante, que transforma una hecho verdadero en un material puramente cinematográfico; la otra densa, morosa, lastimera y, para colmo, recargada con la sobreactuación del pesado de Sean Penn (hay un plano en el que el tipo grita mirando al cielo mientras un montón de personas lo agarran y la cámara lo observa desde arriba; parece una cita directa a Río místico, tal vez el único desliz de Eastwood como director). No, resulta claro para cualquiera que la historia de Murray podría haber ocupado la película entera (nota al pie: se sabe que hubo un litigio terrible entre Mel Gibson y la productora de la película: diferencias de criterios, decisiones que debían tomarse en conjunto con Icon y otros desaguisados hicieron que Gibson demandara a Voltage Pictures y que se negara a promocionar la película durante su estreno en Estados Unidos). Además, el personaje de Mel Gibson encarna una locura infinitamente más honda e inquietante que la que Sean Penn trata de hacernos creer con sus tics y con su cara de eterno sufrimiento. Gibson es el profesor, sí, el que trabaja con la palabra, el que maneja una cantidad inverosímil de saberes e idiomas, el family man que provee alimento y cariño en dosis iguales, pero también es un obsesivo que persigue a sus ayudantes para mostrarles que siempre les falta algo: un dato, un siglo, una acepción, y que entonces un trabajo de varias semanas no sirve y deben empezar todo de nuevo. La de Murray es una tragedia narrada con discreción: un obsesivo sin remedio que se hace cargo nada menos que de la confección de un diccionario entero, una tarea visiblemente por encima de sus posibilidades y que amenaza con aplastarlo. El escocés se pasa todo el día sentado en su escritorio leyendo y corrigiendo, siguiendo pistas de términos a lo largo de siglos y geografías solo para perderles el rastro y tener que volver a comenzar la pesquisa. El tipo se queda dormido recién a la mañana, descansa un rato sobre la mesa y cuando se despierta sigue trabajando en el escritorio como si nada, sin siquiera levantarse a desayunar. Hay algo de borde (y de border) en el personaje que lo transforma rápidamente en una criatura hecha a la medida exacta de Mel Gibson: mientras que Penn tiene que gimotear y hablar con temblores para dar la talla de un desequilibrado, Gibson parece ser uno de los actores (y directores) que entiende verdaderamente la locura, que mejor sabe apropiársela y hacerla suya sin excesos ni golpes bajos, sin exagerar nada, como si los dos fueran viejos conocidos que vuelven a encontrarse hasta en las películas más improbables.
“Es una lucha” Con El precio de un hombre, Stéphane Brizé probó suerte con el cine social. La película trataba de diferenciarse de lo que hacían otros directores como los hermanos Dardenne o Ken Loach: Brizé estaba más interesado en observar las reacciones del protagonista a su nueva situación, no quería vociferar una crítica integral al capitalismo a lo Loach ni detenerse en la precariedad material y afectiva de un mundo en descomposición como suelen hacerlo los Dardenne. El precio de un hombre estaba en sintonía con el tono más bien intimista del cine contemporáneo y, al mismo tiempo, en discusión abierta con el exceso y los subrayados del cine social europeo. En La guerra silenciosa, el director mantiene el tema pero cambia el abordaje. El relato sigue el derrotero de un paro de trabajadores que se inicia cuando la empresa decide cerrar una fábrica en Agen después de haberse comprometido dos años atrás a mantener los puestos a cambio de rebajas salariales y de renuncia a bonos. Digo relato, aunque por momentos la película no parece querer narrar sino mostrar, seguir a los huelguistas sobrellevar el cese de actividades, mirarlos con cuidado. Hay un puñado de personajes destacados, empezando por Eric Laurent, el sindicalista que dirige la protesta, algunos compañeros suyos, un par de funcionarios y unos pocos jefes, pero no se sabe casi nada de ellos: de Laurent, por ejemplo, solo se conoce que es padre de una hija embarazada, que vive con su esposa y que debe una hipoteca. La película concibe a esos seres menos como personajes que como vectores que le permiten seguir la trayectoria del grupo. El cine filmó muchas veces conflictos que movilizan a masas de personajes, no hay nada de nuevo en eso, pero es infrecuente el método que exhibe Brizé para reducirlos (aunque sería más correcto decir que los expande) a un montón de gestos nerviosos que expresan distintas maneras de vivir un estado de excepción. La cámara los filma casi siempre de lejos buscando capturar una mirada cómplice entre dos o más empleados, una cierta forma de moverse por entre las máquinas apagadas, o simplemente la postura en la que se espera una novedad mientras se habla con un compañero o se mira hacia cualquier lado. Este sistema arroja sus mejores resultados en las escenas de tensión física, por ejemplo, cuando los huelguistas irrumpen en una fábrica de la misma empresa en Montceau para detener la producción o cuando son echados de un edificio estatal por la policía. Esa estética del gesto se nota también en las escenas de negociación, que son las que condensan la mayor cantidad de diálogos: los razonamientos van y vienen, unos levantan la voz y se agitan, otros dan números y datos, pero la película, aunque toma partido visiblemente por Laurent y su grupo, parece menos interesada en la pelea dialéctica que en lo que la negociación misma produce en sus participantes; cómo es que la palabra compromete el movimiento de las manos y de los ojos, o en el efecto que producen los propios gestos en el interlocutor. Esto se nota sobre todo en las intervenciones de Laurent: el tipo se ofusca con facilidad, repite ideas y frases completas, sus dichos no ayudan a destrabar el conflicto (más bien lo contrario); se tiene la sensación de que a Brizé le interesara menos retratar la negociación que la transformación de Vincent Lindon, que en pocos segundos se pone rojo y venoso, se inclina sobre la mesa, abre los ojos exageradamente y habla a los gritos. La película avanza y Brizé se las arregla para sostener ese esquema la mayor parte del tiempo y La guerra silenciosa sugiere una filiación muy marcada con el tono libre y contemplativo de Una mujer, una vida antes que con la linealidad narrativa de El precio de un hombre. El director trata de evitar el infantilismo de presentar buenos y malos, pero no siempre sale indemne del asunto: en algunas apariciones de los directivos de la empresa francesa y de la casa matriz alemana se percibe un desprecio evidente que se desprende de la soberbia y el cinismo con los que están caracterizados. Ese retrato exagerado le resta potencia al proyecto inicial porque reencauza la película en las coordenadas un poco burdas del cine social europeo, para el que resulta muy improbable, sino imposible, hablar del presente sin identificar villanos. Dentro del grupo de los huelguistas asoman algunas grietas y la película recupera algo de espesor, aunque sea por poco tiempo: las peleas al interior del grupo, con reclamos cruzados, rencores y divisiones sindicales, proveen una oportunidad para que la película continúe con su búsqueda, ahora fijándose en cómo reaccionan compañeros y amigos ante diferencias irreconciliables. Hay una tensión evidente entre el proyecto de Brizé y la historia cinematográfica del tema: no parece sencillo servirse del molde del cine social para contar un hecho actual y, al mismo tiempo, tomar partido por una estética de la observación que por momentos roza lo experimental. En última instancia, el problema se reduce a un choque de ideas sobre el cine: décadas de películas y de mandatos respecto de cómo deben filmarse los conflictos sociales se imponen; la norma dicta que esas temas demandan seriedad, solemnidad, esquematismo, consignas simples y contundentes. El intento de filmar otra cosa como el placer de la revuelta o las gestualidades microscópicas que dispara la rebelión supone un desvío intolerable que tarde o temprano debe ser corregido, incluso en el espacio de una misma película. Ese problema se siente con mayor o menor intensidad durante casi toda la película, pero es en el final donde todo estalla, con un desenlace inverosímil, que parece arrancado de otra película e injertado en esta. Ese desenlace confirma el malestar que se percibe el resto del tiempo, la fragilidad de una película que no termina de asumir un lugar claro y se desploma. El director parece perfectamente consciente del problema y filma el final de manera radicalmente distinta al resto de la película: el cambio brutal de registro asemeja la confesión de una imposibilidad.
“I’m not there” Van Gogh en la puerta de la eternidad es una película de artista. No es un biopic (si lo fuera, a lo sumo sería una película sobre un artista), como el protagonizado por Kirk Douglas en los 50; pero tampoco es una aproximación realista, cruda, como la de Pialat, que hace todo lo que puede para tomar distancia de la imagen oficial del pintor. En la puerta de la eternidad, en cambio, es una película de Julian Schnabel; y el tema no es tanto Van Gogh como la visión que tiene de él tiene el director. Un retrato de artista donde la presencia del autor domina la obra y eclipsa al retratado. Van Gogh se vuelve un instrumento con el que Schnabel pone a prueba ideas de puesta en escena, como pasa en las excursiones del pintor por el campo, que le sirven al director para experimentar con el uso de los colores y de la luz. Lo que antes se llamaba “película vehículo”, básicamente, solo que acá el cine no trabaja para el lucimiento de una estrella sino del director. Van Gogh y otros personajes dicen cosas un poco pomposas sobre el arte, la pintura y la vida, mientras que Schnabel hace sentir el peso de planos temblorosos y que se despegan del protagonista para encuadrar paisajes, como si fuera el director el que pintara, como si la cámara dibujara trazos sobre la pantalla. La película nos acostumbra rápidamente a ese gesto: cada vez que se habla de algo importante, la puesta sugiere que no hay que prestar atención únicamente a la palabra, sino que debemos mirar lo demás, comprender que las reflexiones que brotan de la boca de los protagonistas se trasladan a las decisiones formales. El pensamiento, por llamarlo de alguna manera, no está en los diálogos ni en los personajes, podría decirnos Schnabel, sino en las imágenes, en el trabajo de dirección. El cine, tal como lo entiende Schnabel, se va todo en ese jueguito. Más allá de eso, la película es un desorden de ideas, frases y recursos que nunca se estabiliza. Se tiene la impresión de que el director puede hacer cualquier cosa en cualquier momento, que es como decir que, en el fondo, no puede hacer mucho. Van Gogh puede hablar como un humanista convencido o como un desequilibrado que se aferra a los vestigios de la cordura, da lo mismo; el tono de la película puede ir de la exploración libre de los espacios y los colores a una meditación lúgubre acerca del hundimiento del protagonista. Antes dije que Schnabel era el único que realmente pintaba en la película: ahora habría que decir que lo suyo se parece más a un collage, a una suma de fragmentos de orígenes muy distintos que alguien reúne sin disimular las costuras. Pero se trata de un collage amable, lánguido, que no ofende ni molesta a nadie. La prueba de esto es que en la película conviven como pueden el dato y la invención, la información y el grotesco, y nadie se escandaliza. El corte de la oreja, por ejemplo, se narra sin estridencias: el hecho ocurre en el off, y después hay un diálogo largo de Van Gogh con un médico en el que trata de explicarle (y de explicarse a sí mismo) el corte como si estuviera en una sesión de terapia. Ese tratamiento suave, light, del momento choca con el del final, más brutal, donde se sugiere una hipótesis nueva sobre su muerte (la idea toma como base un estudio de 2011). Este ir y venir, que en otra película habría supuesto un quiebre del verosímil, acá funciona como un desbalanceo más del amontonamiento que realiza Schnabel. El resultado es una especie de Van Gogh ATP, multipropósito, que puede funcionar como entrada a la biografía del pintor para los neófitos y, al mismo tiempo, es capaz proveer alguna controversia módica (como la de su muerte) que sirva a los conocedores como tema de discusión a la salida del cine o el lunes en la oficina.
Belmonte seguramente sea la película de Federico Veiroj más personal, la más expuesta, la que prueba soluciones estéticas nuevas y se confía menos a formas conocidas, como lo hacía La vida útil, que reenviaba al universo afectivo de la cinefilia y del cine moderno, y El apóstata, que trataba de apropiarse de un relato de iniciación en clave decimonónica. En esas películas se entendía rápidamente en qué terreno se estaba: las expectativas que traían esos mundos proveían una legibilidad casi inmediata. En Belmonte, en cambio, no se sabe con seguridad, cuesta más ubicarse. Se tiene la certeza, eso sí, de que se trata de la historia de un artista que va a contarse rechazando voluntariamente la sátira malevolente. En el comienzo, Belmonte, pintor, vende dos cuadros a un cliente y la transacción se desarrolla con toda la naturalidad posible. Parece que el mundo del arte contemporáneo en el cine también puede ser eso, algo distinto de la caterva de arribistas y estafadores que desfilan por The Square o por Mi obra maestra. El relato sigue al protagonista en su vida cotidiana hecha de pequeños desencuentros familiares y ahí se esboza un drama realista pero contenido que se fija menos en los conflictos que en la manera en que el personaje los internaliza, como si los llevara en el cuerpo. La historia lanza de a poco a Belmonte por el camino del creador mal adaptado que usa su arte como catársis, y la propuesta inicial, un poco más misteriosa, que prometía algo nuevo, da paso a otra cosa: un relato que alterna entre el desarrollo dramático del personaje y la generación de escenas que rozan lo onírico y subyugan. Escenas como la de la costanera, cuando Belmonte, desesperado, va allí y se encuentra a un montón de personas escuchando a un cantante: la cámara se mueve despacio y releva en el auditorio toda clase de posturas y gestos hasta detenerse en un sable tirado en el piso que Belmonte trata de levantar (alguien lo detiene) y, acto seguido, se acuesta en el suelo, abatido, mientras escucha la canción y, tal vez, aligera los problemas con la compañía de los demás. La belleza evanescente de ese momento y de otros (como cuando la hija realiza ajustes a la curaduría de una muestra del padre mientras este yace en un banco del museo con la mirada perdida en la ventana) exhibe un brillo propio que opaca la historia algo más simple, más cómoda, del artista que está en guerra con el mundo porque no sabe vivir consigo mismo.
Unos minutos de Los papeles de Aspern alcanzan para entender en dónde se está parado: Julien Landais transpone la novela corta de Henry James preocupándose solo por ilustrar algunos momentos nodales del relato y poco más que eso. La primera reunión entre el protagonista, la amante de Aspern y su sobrina, al comienzo, anuncia la escasez que sobrevendrá después: el director filma la escena con planos y contraplanos rutinarios que despojan a los personajes de cualquier posible interés. Landais no entiende que la fascinación que produce la novela depende, además del relato, de todo lo que lo rodea, por ejemplo, el celo casi religioso con el que el protagonista busca acceder a los materiales del escritor muerto. La literatura ya no como pasatiempo u oficio, sino como sistema de pensamiento, como estilo de vida, una pose romántica llevada hasta las últimas consecuencias que James caracteriza con una belleza decadente y que la película ignora. En James, el misterio de la búsqueda aparecía matizado con el tono un poco lúgubre del fin de una época cuyos restos hay que resguardar a cualquier costo. De ese clima, de ese aire entre grandioso y mortuorio que era el corazón del libro, no queda nada, solo los huesos de la historia. A falta de todo, Landais se aferra a Jonathan Rhys Meyers, que es lo único que parece que puede filmar bien. El director desplaza la atención de Jeffrey Aspern, el escritor muerto, hacia Morton Vint, el protagonista (que en la novela no tenía nombre). De Aspern se sabe poco y su enigma no importa demasiado; Landais está en otra cosa, visiblemente cautivado por su actor, al que filma desde todos los ángulos posibles y con varios trajes distintos, no se sabe si está en Venecia o en un desfile. Meyers, por su parte, tiene que sostener una película entera y hace lo que puede. Bueno, tampoco hace tanto, básicamente camina por habitaciones lujosas luciendo siempre la misma expresión, el mismo anacronismo cool, la misma gestualidad de modelo. La cosa podría ser divertida si el director se atreviera a transformar un poco el tiempo de la novela, si por lo menos tratara de contaminarlo con signos del presente, pero no, la reconstrucción de Venecia a finales del siglo diecinueve es artificial, ni rigurosa ni lúdica, apenas una postal hecha de colores pastel. Por otro lado, no se entiende por qué Meyers maneja un solo registro actoral durante una hora y media: en la historia pasan cosas, su situación cambia más de una vez, pero el tipo está siempre igual, con los ojos bien abiertos, mirando fijo, con la voz impostada. Pasados los primeros minutos, el espectador puede jugar a hacer su propio experimento Kuleshov: ponerle nombre al estado de ánimo del actor tomando como punto de partida el plano anterior. Landais toma partido (o algo así): modifica el eje del relato, del enigma de Aspern el centro pasa a ser la intensidad monocorde del Vint de Meyers. La decisión, incomprensible, supone una pérdida evidente. Como si faltara algo que pudiera estropear todo todavía más, la película hace unos flashbacks muy feos donde se muestra a Aspern, su amante y a otro muchacho ocupados en una vida de opulencia, contemplación y tríos, pero los filma como si estuvieran en una mala publicidad de perfume. Landais no puede extraer un poco placer ni siquiera de esas bacanales.
Se sabe, o se cree, que en el cine no hay temas sino miradas, que las películas, traten el asunto que traten, son lo que sus realizadores hacen de ellas. Pero convengamos que hay asuntos más difíciles, menos plásticos, que otros. Por ejemplo: un chico de una familia religiosa se da cuenta de que le gustan los hombres, los padres se enteran y lo mandan a una especie de campo de reeducación; ya en el lugar, el protagonista debe balancear sus deseos con el mandato paterno y la vejación institucional. ¿Qué libertades le ofrece a un director una premisa así? Las opciones siempre son infinitas, pero pensemos que la película es Boy Erased, que quiere insertarse en el universo del mainstream y de su circuito de reconocimientos (se esperaba que tuviera tres nominaciones de la Academia pero no lo tocó ninguna). Basta con leer la sinopsis para anticipar planos, diálogos, climas; una película con poco margen para sorpresas, que podemos imaginar antes de verla. Boy Erased (acá le pusieron Corazón borrado) denuncia, señala con el dedo y lo hace de manera clara, frontal, machacona. Pero Joel Edgerton tampoco quiere abrumar al público, así que le imprime a su película un tono intermedio, que no molesta. El relato sigue el calvario de Jared Eamon sin buscar estridencias: el ingreso al centro Love in Action no es distinto del de cualquier película sobre instituciones opresivas, con chicos que leen y recitan reglas en voz alta en forma sincronizada bajo la vigilancia de adultos autoritarios, pero en cambio el tono resulta amable, como si el director se propusiera mostrar el infierno sin tratar de importunar al espectador. Es una estrategia que Edgerton emplea durante casi toda la película, sin importar si está filmando un intento de violación o un ritual de lapidación colectiva. La escena en la que familia Eamon decide el futuro de Jared resume bien esto: el momento, que podría haber incluido gritos, violencia física y un drama desatado, es más bien calmo y silencioso, la tensión se regula económicamente; cuando minutos después, los padres, acompañados de dos pastores amigos, prácticamente interrogan a Jared, la escena sostiene el tono a pesar de todo, pero la puesta quiere comunicar, mediante la disposición de la luz, que lo que allí está ocurriendo no pertenece al orden de lo familiar sino de lo judicial, como si el protagonista estuviera rindiendo cuentas ante un tribunal severo. Allí se entiende que la decisión de evitar los excesos dramáticos viene con un costo: el director está forzado a compensar con subrayados de ese tipo (“¡es como un juicio!”) la tensión que la narración no construye. La película ata a sus actores y los obliga a moverse en un registro contenido que no admite grandes gestos: Lucas Hedges (Jared) padece el rechazo familiar y las humillaciones del centro sin levantar la voz, sin quebrarse, como si interiorizara el proceso; a lo sumo si tartamudea un poco o se revuelve en la silla. Al resto le pasa lo mismo: deben aprender a moverse en los límites más bien estrechos que Edgerton traza para todos. Para todos menos para él mismo: su Vitor Sykes, que maneja el Centro, un comerciante que vende caro un servicio de mind-fucking a familias baptistas acomodadas, es el único al que se le permite hablar y gesticular profusamente, que puede adueñarse de la escena con su arranques perversos. Edgerton sobreactúa, dentro y posiblemente fuera de la pantalla: nada mejor para aparentar sensibilidad por una causa que ponerse en el cuerpo del villano y explicar en entrevistas posteriores lo difícil que fue eso. El resto de las actuaciones son desparejas: Nicole Kidman desentona con esa mujer-máscara que compone, un personaje estilizado e inverosímil, pero sin las capas de maquillaje de Destrucción. Al final, hay más potencia en las apariciones breves y misteriosas de Xavier Dolan y en el padre adiposo que hace un Russell Crowe avejentado y entrado en carnes que parece bastante a gusto con eso de ir y venir por los planos sacudiendo la panza. El sistema que instaura el director se agota rápido. La falta de explosión dramática deja expuesto el principal mecanismo de la película, que se reduce apenas al gesto correcto de la denuncia de estos lugares, al mero llamado de atención: “esto pasa, yo te lo cuento”. El resto importa poco, a lo sumo resulta curiosa la estrategia del director de escamotear la truculencia y de ofrecer en su lugar una degradación cool, tenue, que no hiera sensibilidades. Pero en el fondo la película funciona como un trámite, un montón de imágenes y sonidos que vienen a justificar algo distinto de sí mismos, el gesto de la denuncia. Con la sinopsis alcanzaba.
Un personaje termina de cargar unas cajas con cemento, ve a otro, se sienta en un carrito y le dice que no hay nada peor que cargar cemento. El otro no acuerda y enumera cosas más difíciles de cargar. A eso le sigue una lista de cosas que son agradable cargar: colchones, comida para peces, papas. La conversación, que podría haberse transformado en apenas otro diálogo de obreros alienados, se vuelve un inventario de materiales y placeres que reordena el mundo de manera caprichosa y feliz. La escena condensa la visión que tiene Arabia sobre el universo del trabajo y explicita además un método: a ese universo hay que aproximarse con cautela, tomando los recaudos necesarios para no caer en los automatismos de la denuncia. Los directores diseñan un dispositivo que les permite tomar distancia de lo que se narra para barrer mejor las historias y los espacios: en Ouro Preto, un obrero tiene un accidente. De forma azarosa, André, un adolescente de la zona, recibe la tarea de ir a buscar sus pertenencias a su casa y llevarlas al hospital. André encuentra un cuaderno en el que Cristiano cuenta, o trata de contar, su vida. La lectura reenvía al pasado: una infancia pobre, el robo de un auto, la cárcel, la libertad y los viajes incansables por Brasil en busca de una ocupación. La película sigue el recorrido de Cristiano y descubre una red de hombres igualmente perdidos que conforman familias ocasionales, grupos humanos siempre al borde de la disolución. Un trabajo conduce al otro, el final de una cosecha empuja a la ruta y a empezar todo de nuevo. Los directores observan con delicadeza, siempre atentos a la fragilidad general de los espacios, a los gestos de camaradería o de derrota. El programa de la película queda claro en pocos minutos: se quiere retratar el mundo del trabajo en su materialidad, en la fugacidad de sus vínculos y de sus pactos, en los efectos que deja en el cuerpo y el carácter. Se trata de un mundo diferente al del cine, por ejemplo, de los Dardenne o Ken Loach, que parecen ver solo los engranajes de un sistema desigual, sus atropellos y poco más que eso; Dumans y Uchoa, en cambio, hallan un universo de gran espesor, una realidad que fascina justamente por que no se la obliga a decir nada, un conjunto intrigante que no deviene insumo de una queja grave. Los Dardenne y Loach ven a sus personajes como piezas que deben apuntalar una visión inapelable sobre el mundo del trabajo; en Arabia, al contrario, Cristiano funciona como un vector que permite abrirse paso por un mundo que la película no presume conocer y que no intenta explicar, mucho menos reducir a unas pocas consignas altisonantes. Ese respeto por la historia de sus personajes blinda a la película contra los subrayados, ya desde el comienzo: André se levanta temprano para prepararle una bebida caliente a su hermano menor, que está en cama. La frialdad de la mañana, la escasez de los utensilios y de las habitaciones, la información de que se acabaron los remedios, todo recuerda a la escena de la criada en Umberto D, pero apenas unas miradas entre los hermanos alcanza para disipar esas sospechas: una sonrisa espontánea del más chico confirma que lo que está por verse no es un panfleto sobre la miseria sino algo bastante más interesante; que Arabia es un objeto con menos seguridades que dudas, que mira lanzado por la curiosidad antes que por el despliegue de certezas. La fórmula es de una eficacia impresionante: Dumans y Uchoa encuentran casitas derruidas, labores pocas veces filmados, tiempos muertos entre empleos y amistades al paso; en esa red móvil de trabajos mal pagos la película muestra, claro, una miseria general, profunda, pero también una tristeza silenciosa que invade todas las escenas, incluso los breves momentos de felicidad, y que desborda las condiciones de explotación, una tristeza casi antropológica. Se trata de un mal que parece tocar a todos por igual, ya sea al joven André como a Cristiano, como si fueran atacados por una melancolía irrefrenable, la consecuencia tal vez de vivir expuesto a un paisaje dominado por el humo de fábricas, las calles desparejas de los barrios pobres, el pasar demasiado tiempo viajando de un lugar a otro sin una residencia fija. Algunas críticas de Arabia hablan de neorrealismo, es decir, apelan a una etiqueta conocida, de uso sencillo, que puede ayudar a medirse con la propuesta de la película. Pero en los cuartos mal pertrechados que se muestran lo que se juega no es tanto el retrato de una humanidad empobrecida, sino una poesía de la marginalidad que hace acordar más a las películas de Pedro Costa. Si en Arabia hubiera algo parecido al neorrealismo, habría que hablar de otra cosa, menos de realismo que del aire de fantasía discreta de una buena parte del cine portugués actual. Un cine cuya potencia se cifra en transformar el mundo circundante, volverlo un lugar misterioso en el que los postergados no quedan reducidos a su situación económica, donde además de trabajar y padecer pueden hablar de lo que se hacen, pensarlo, escribirlo, incluso diseñar inventarios de las cosas que cargan.
Out of the past Salvo por algunos deslices, la filmografía de Robert Rodríguez está hecha de películas nobles que entienden que la acción y la aventura son algo serio, un compromiso que no hay que tomarse a la ligera. Las dos Machete fueron un divertimento ajeno a ese sistema donde el director parecía entretenerse jugando a una autoconciencia exagerada. Con Battle Angel, el cine de Rodríguez demuestra una ambición nueva: contar una distopía que dialoga más con el cine clásico que con el contemporáneo. Ese gesto parece borrar de un plumazo el recuerdo de las Machete, las dos Sin City e incluso de Érase una vez en México, todos productos que cifraban sus propuestas en una lectura autorreferencial del pasado y de los géneros; todas películas que creían que, para comunicarse con el espectador, debían desmontar los mecanismos de la narración y exhibir el trabajo de sus formas. Battle Angel tiene un proyecto casi opuesto: hacer de la historia un espacio envolvente en el que el espectador pueda sumergirse y perderse. Para eso, Rodríguez respeta al pie de la letra los mandatos de la ciencia-ficción. Pero ese respeto no supone (nunca lo hizo) estatismo o reverencia, sino la posibilidad de construir sobre lo erigido por películas, libros e historietas anteriores, y la oportunidad de hacerlo de manera placentera, buscando el gozo de la repetición, del trabajo con lo ya conocido. Así es que Battle Angel se ciñe a la fórmula del género: un extranjero llega a un mundo que desconoce (o no recuerda) y es recibido por un grupo de marginales de buen corazón que le explican su funcionamiento. El ascenso del héroe va de la mano con la revelación de un orden desigual en el que un puñado de poderosos somete a una mayoría empobrecida. La prueba final se desarrolla en un evento de gran magnitud en el que el protagonista derrota al villano o a sus esbirros ante la vista de todos y se gana el favor de los desposeídos. Con esa secuencia elemental, Rodríguez inventa un mundo y unos personajes nuevos y conocidos a la vez. Todo parece diseñado con un cuidado increíble que abarca desde las cientos de piezas que componen las prótesis mecánicas que usan los personajes hasta cada uno de los rincones de Iron City. La ciudad en especial parece haber sido creada con un interés imposible de hallar en películas como Elysium o Distrito 9; para el director, un mundo corrompido y herrumbado exige una representación elegante, que encandile el ojo en vez de atacarlo. Iron City cruza con una belleza discreta el paisaje en descomposición de la ciencia-ficción con un estilo árabe (algo pocas veces visto, salvo tal vez por Thor: Ragnarok –pero allí la ciudad no era tan importante). La puesta le imprime al lugar el aire de un estudio, como si Rodríguez buscara reproducir el efecto de filmar en los sets de la era dorada de Hollywood, un arcaísmo encantador. Las últimas técnicas digitales, utilizadas siempre para incrementar la sensación de realismo, acá se vuelven un insumo nostálgico, la vía para recrear un cine olvidado. Pero ese reenvío al pasado no impide aprovechar la potencia visual del presente. El amor de la película por su mundo y por sus criaturas se irradia a todas partes hasta derramarse en especial sobre los villanos. En la carrera final de motorball, la protagonista está en una pista rodeada de monstruos mecánicos que quieren asesinarla. El director consigue identificar a todos y conferirles una personalidad en apenas unos planos breves: cada uno supone una amenaza distinta y anuncia peligros diferentes. Una vez empezada la carrera, la acción es velocísima y complicada, pero la escena nunca se vuelve un amasijo de formas confusas, el combate es nítido y permite seguir los arabescos de la batalla. La claridad con la que la película logra mostrar las acrobacias de la protagonista y el intercambio de ataques es prodigiosa, el signo último de un cine que diseña sus imágenes con los cuidados de un artesano.
Green Book es una fábula progresista, el problema del racismo explicado a los niños. La dirige Peter Farrelly, pero del cine de los hermanos no queda nada, salvo tal vez cierta elegancia narrativa o el timing para los gag (aunque acá son pocos). La película denuncia por enésima vez los maltratos sufridos por los negros en Estados Unidos durante los 60, en especial en los estados sureños. Nota al pie: es curioso que se sigan filmando películas estadounidenses mainstream que enmarcan el racismo en los 60 y sus alrededores: además de Green Book están Detroit, Fences (transcurre en los 50), Selma, BlackKklansman (los 70), todas nominadas al Oscar. Hay algún problema ahí: Hollywood no sabe cómo abordar el tema desde el presente (el racismo no es el mismo medio siglo después), o bien sigue empeñado en hablar del asunto de la misma forma, diciendo las mismas cosas; un gesto de compromiso afectado que a fin de cuentas resulta cómodo repetir, sin importar si el mundo cambió. El caso es que Green Book quiere tocar una vez más el tema pero sin sobresaltos. A medida que Don Shirley y Tony Lip, músico y chofer/guardaespaldas respectivamente, se internan en el sur, la tensión racial crece y el peligro se incrementa, pero el tono de las situaciones es siempre discreto: los maltratos y las vejaciones no buscan el shock y se narran con delicadeza, como si Peter Farrelly tomara todos los recaudos posibles para no molestar a ningún espectador. Esto se traslada a su vez al retrato social: el desprecio por los negros que muestran los gángsters italoamericanos es balanceado con el aprendizaje de la familia de Tony (que termina aceptando a Shirley); la maldad de los policías sureños, que encarcelan injustamente a Shirley, es disipada con la aparición de otro policía que detiene al dúo sobre el final para avisarles que tienen una rueda baja. Se trata, en suma, de no ofender, de hacer una película agradable, que sea capaz de hablar del racismo en los mismos términos de la fotografía en la que priman los colores pastel, suaves, que no cautivan la mirada pero que tampoco la repelen. Existe entonces una especie de norma tácita, de hábito: para filmar el racismo, Hollywood recurre a otros momentos históricos. ¿Hay algo en Green Book que sugiera la presencia de algo más que ese reflejo fílmico escuálidp? Una idea posible (y tal vez insostenible) es que la película se sirve de ese conjunto narrativo para hablar de algo bien distinto. Sé que sobreinterpreto, pero teniendo en mente la filmografía de Peter y Bobby Farrelly, cuyo signo distintivo fue, por sobre todas las cosas, una libertad absoluta para comentar el mundo a través de la comedia, ¿no hay algo extrañamente actual en la relación de Tony con Don Shirley? La manera en la que el segundo educa al primero, le enseña a hablar, le corrige su gusto por los placeres simples y sin pretensiones, le explica los límites de lo que puede decirse y de lo que no, le impone un lenguaje pomposo, ¿no recuerda, aunque sea vagamente, a la situación en la que se encuentra Hollywood en el presente, donde el más mínimo movimiento en falso, dentro y fuera de las películas, es exhibido públicamente y castigado con severidad? De nuevo: sé que sobreinterpreto. Pero es que ante el dato inesperado de que Peter Farrelly filme una película como Green Book, que parece ir en contra de una filmografía de veinte años, uno puede permitirse la duda y la búsqueda de alguna explicación improbable, tan improbable como el hecho de haber dirigido Green Book. Ya que es imposible que Hollywood mismo refiera directamente al clima asfixiante que respira hoy y que vuelve irrealizable una buena parte del mejor cine del pasado (como el de los Farrelly), ¿no es por lo menos divertida (ya ni siquiera digo plausible) la posibilidad de que Peter Farrelly haya encontrado la forma de hablar críticamente de ese presente sin aludirlo de manera frontal y utilizando una de las herramientas predilectas de la corrección política de la industria como lo es la denuncia racial cómoda, anclada en el tiempo, despojada de cualquier radicalidad? Esta idea, por ridícula que parezca, hace que Green Book parezca un artefacto bastante más interesante, vital y entretenido, político, que un cuento de hadas bienpensante sobre los males del racismo.