Para toda la vida Las Vegas es una comedia romántica clásica pero inusual para el cine argentino. Pilar Gamboa brilla como una comediante única. Laura (Pilar Gamboa) y Pablo (Valentín Oliva) son madre e hijo, aunque no los separan tantos años. Ella lo tuvo muy joven, por eso ahora él tiene 18 y ella no llega todavía a los 40. Viajan juntos a pasar las fiestas a Villa Gesell. Ella le insistió para que la acompañe, porque no quería estar sola. Él aceptó sin demasiado entusiasmo. La relación entre ellos parece ser la típica entre una madre y su hijo adolescente. Pero en Gesell, en uno de esos edificios típicos de la costa argentina (de esos que tienen nombre: este se llama Las Vegas, de ahí el título de la película), se encuentran con Martín (Santiago Gobernori), nada menos que el padre de Pablo. Martín y Laura se separaron hace un tiempo y hace rato que él no tiene mucho diálogo con su hijo. Para colmo, está con una novia más joven (la colombiana Valeria Santa), cosa que a Laura no le hace mucha gracia, aunque lo intente disimular. Juan Villegas sorprende con una comedia bastante clásica que sigue al pie de la letra la fórmula de las “comedias de rematrimonio”, esas comedias románticas de los años 40 en las que una pareja se separa y de alguna manera se vuelve a enamorar, al mejor estilo La adorable revoltosa o La costilla de Adán. Acá se trata de una pareja que se conformó en la adolescencia y se consolidó por culpa de un embarazo apresurado y que, en aquel lugar de la costa en el que pasaron tantos veranos en su infancia y juventud, se redescubren. El argumento es perfecto, y el desarrollo demuestra un estudio exhaustivo de los recursos narrativos. En pocos minutos y sin flashbacks entendemos en profundidad la relación que tuvieron Laura y Martín, sospechamos los motivos de la separación y sabemos, también, por qué tienen que volver a estar juntos. Y todo simplemente observándolos hablar, entre ellos o con otros personajes. Las Vegas es una comedia. Romántica, sí, pero una comedia que no teme ser delirante y disparatada, también como las comedias screwball de los 40 (screwball y rematrimonio solían venir juntos). No es muy común ver esto en el cine argentino y mucho menos viniendo de un realizador independiente. La única película que podría entrar en esa categoría es Permitidos, de Ariel Winograd. Y como en Permitidos, en Las Vegas brilla la protagonista femenina. Pilar Gamboa lleva adelante la película con un talento incomparable para el humor desbocado, y su Laura es un personaje complejo a quien dota de un neviosismo delicioso y también de una sensualidad importante. La pareja que forma con Santiago Gobernori es encantadora, un poco chambona, pero entre ellos y los diálogos y situaciones que imaginó Villegas logran transmitirnos esa idea eterna, probablemente falsa, de que existe aquello que llamamos amor para toda la vida.
Quiebre de cintura Custodia compartida es un drama francés sobre una familia rota, y es muy curioso: parece que va para un lado, pero al final va para el otro. Custodia compartida empieza con una escena larga –tal vez demasiado– en la que un matrimonio separado se junta con sus respectivos abogados y una jueza para determinar si el padre puede obtener la custodia compartida de sus hijos. Cada abogado expone las razones de su cliente y la idea que transmite la situación es que ninguno dice del todo la verdad. Hay una acusación vaga de violencia, pero las excusas del padre parecen ser atendibles para la jueza porque finalmente la custodia es otorgada. Entonces empieza la verdadera película. El guión de Xavier Legrand parece ir para un lado cuando está yendo para el otro. Es difícil hacer un comentario sin aludir al final de la película, una última secuencia intensísima y extraordinaria que de alguna manera resignifica todo. Porque lo que en un principio parece ser un drama amable acerca de un padre un poco chambón que quiere recuperar a su hijo de once años, muy de a poco se transforma en otra cosa que prefiero no revelar porque el propio Legrand se encarga de ocultarlo detrás de esa historia de familia disfuncional, hijos adolescentes y ex parejas problemáticas. Antoine (Denis Ménochet) es un tipo grandote a quien la vida parece no sonreirle demasiado, separado de su ex en términos que al principio desconocemos, viviendo con sus padres en un ambiente no del todo amigable. Tiene que recobrar la relación con Julien (Thomas Gioria), su hijo de once años, que no tiene ganas de verlo. Antoine tampoco parece muy dispuesto a reconquistarlo, sino más bien a hacer valer su derecho de tenerlo unos días a la semana. La relación de Antoine y Julien parece ser en principio el corazón de la película, con un trabajo milagroso del chico Gioria, pero el guión después se posa en el personaje de Joséphine (Mathilde Auneveux), la hija mayor, con sus problemas propios. En realidad por momentos la película parece perder el rumbo, en una movida que, con el final presente, parece más bien un truco para desorientarnos y dejarnos indefensos para lo que vendrá. Un poco como el futbolista que quiebra la cintura. Custodia compartida es una película curiosa. Siempre recuerdo una frase de la extraordinaria El camino del samurai, de Jim Jarmusch: el final es importante en todas las cosas. Por eso las buenas películas con un final fallido un poco se anulan. ¿Pero qué pasa cuando una película es floja y cobra sentido recién con un final potente? No tengo una respuesta concreta. Pero es cierto que salí del cine impresionado, y eso ya es más de lo que puede decirse de otras películas parecidas.
Tiempo de gitanos El documental sobre Sandro, en su intento por no ser clásico, cae en arbitrariedades y decisiones equivocadas. El resultado es que brillan las escenas de sus películas en las que el director no mete mano. Si algo nos enseñó la historia del cine es que cualquier vida puede ser digna de ser contada. En el caso de la vida de Sandro, uno que no es un particular conocedor ya sabe sobre su reclusión de los últimos años, su adicción al cigarrillo, su comienzo con el rock imitando a Elvis, su cambio hacia una música romántica, sus películas –algunas muy bizarras– como galán, y no mucho más. Miguel Mato eligió que sea el propio Sandro el que cuente su vida mediante el audio de una entrevista que le hizo el periodista Francisco Loiácono a comienzos de los años 70, y acompañar esas palabras con imágenes actuales de los lugares que menciona (el conventillo en el que creció, un estudio de grabación), algunas pocas fotografías, una filmación en Súper 8 del propio Sandro en un viaje por los Estados Unidos y, por supuesto, escenas de sus películas. El resultado es inexplicable. Si bien el audio –columna vertebral de la película– es un hallazgo y revela una personalidad a la vez humilde, pícara y canchera, nada de lo que cuenta Sandro es muy significativo, ni tampoco responde nuestros interrogantes sobre su vida y mucho menos de mete en los misterios de los últimos años (obviamente, no va más allá de los 70). Y las imágenes que elige Mato para acompañar son redundantes en el mejor de los casos y directamente arbitrarias en el peor. Cuando Sandro describe el conventillo en el que vivía cuando era chico, las imágenes muestran una mansión lujosa. ¿Es lo que hay ahora en el lugar del conventillo? ¿Es una recreación de la casa en la que vivió en los últimos años mostrada como un contraste entre los primeros años y los últimos? (Digo recreación porque, aunque Mato filmó el interior de la casa, la viuda de Sandro no lo autorizó a poner las imágenes). En fin, no queda claro. La arbitrariedad alcanza niveles delirantes. Sandro cuenta que sus padres quisieron ponerle Sandro, pero que en el registro civil no los dejaron y por eso le pusieron Roberto. Este dato, quizás conocido entre los fanáticos pero que yo desconocía, no merece mucho más que una nota de color al pie. Mato decide dedicarle la única escena ficcionada de la película: Daniel Valenzuela y Celeste Gerez interpretan a los padres y Carlos Portaluppi al empleado del registro civil en una escena ilustrativa digna de un acto escolar. Después la película no vuelve a utilizar el recurso de la ficcionalización con actores: por un lado, viendo el resultado de esa única escena, es mejor; por el otro, un caso más de capricho e inconstancia. Hay otras decisiones que me atrevo a calificar como objetivamente equivocadas. Hay solo dos entrevistados en la película: José Luis “El Puma” Rodríguez y Lucecita Benítez, una cantante portorriqueña. El Puma Rodríguez cuenta la relación de su apodo con la canción de Sandro “Mi amigo el puma”. Más allá de que parece otra arbitrariedad que en una película casi sin entrevistados uno de ellos sea El Puma Rodríguez, lo que hace Mato después es criminal: alterna el musical de la película Operación Rosa Rosa en la que Sandro canta esa canción con unas imágenes del Puma Rodríguez cantándola en un estudio. La extraordinaria sensualidad del Gitano cantando transpirado y moviendo la pelvis con unos pantalones oxford celestes y una camisa abierta hasta el ombligo ante un auditorio de mujeres de todas las edades gritando desaforadas se ve interrumpida por un anciano con peluca y botox que no tiene absolutamente nada que ver con nada. El resultado involuntario de Yo, Sandro. La película es que brillan por contraste las escenas musicales en las que vemos a Sandro en acción, sin que se metan el director, el montajista o el musicalizador (con una versión de “Una muchacha y una guitarra” horrenda, con guitarra sola, melancólica). Lo vemos cantando todos sus hits y algunos no tan conocidos (se destaca el clip de “Atmósfera pesada”) y hay una secuencia particularmente interesante en la que vemos varios de sus besos apasionados (bueno, acá sí hay mano de un montajista; quizás sea el gran momento cinematográfico de la película). Miguel Mato eligió no hacer un documental clásico de “cabezas parlantes”. Yo, Sandro. La película es la demostración de que a veces lo clásico, lo probado, es mejor que hacer cualquier cosa.
Verano azul Carla Simón ganó el premio a la Mejor Directora el año pasado en el Bafici por Verano 1993, sobre una nena y su contacto prematuro con la muerte. Lo que logra Carla Simón con su ópera prima es algo parecido a una proeza. La protagonista absoluta es Laia Artigas, una nena de seis años de mirada triste y expresiva que recuerda un poco a la Ana Torrent de El espíritu de la colmena y de Cría cuervos. Ella interpreta a Frida, una nena cuya madre acaba de morir y que quedó al cuidado de sus tíos en una casa de campo de las afueras de Barcelona. La cámara de Simón -que ganó el premio a la Mejor Directora el año pasado en el Bafici- raramente la abandona, y nos proporciona la información que necesitamos gracias a los diálogos en off que escuchamos entre los adultos. Y que escucha la pequeña Frida, también, claro, que parece confundida y apesadumbrada pero sin saber bien por qué. ¿Qué puede saber de la muerte una nena de seis años? (¿Qué sabemos de la muerte nosotros los adultos?) Verano 1993 es un coming of age también, aunque prematuro. No hay un pasaje de la niñez a la adolescencia, o de la adolescencia a la adultez, sino más bien de la ingenuidad infantil a la consciencia precoz de nuestra vulnerabilidad. Y si bien una leyenda final nos da la pista de que acabamos de ver una película autobiográfica y probablemente la mayoría de los espectadores no atravesamos por la misma situación que atravesó Frida (y Carla Simón), resuena como toda buena historia y nos traslada a nuestra infancia y a nuestras primeros contactos con esa cosa rara que es la muerte (en mi caso, nada original, una abuela). Pero la proeza de la que hablo no es solo esa. La directora consigue un trabajo mágico de Laia Artigas y también de Paula Robles, otra nena todavía más chica, que hace de su prima, la hija de sus tíos. La hija “verdadera”, digamos, porque Frida siente todo el tiempo que es la hija suplente. Gran parte de la película se desarrolla entre ellas dos, con juegos, peleas y accidentes domésticos, que siempre están contando otra cosa, una cosa más profunda.
El silencio es salud La tercera película como director del actor John Krasinski sorprende: es una extraordinaria película terror clásica con una vuelta de tuerca muy original. La película empieza con una leyenda que dice “Día 89”, las imágenes de una ciudad en ruinas y una familia buscando provisiones en un supermercado abandonado. Las referencias cinéfilas se disparan y todo indica que estamos ante una película de zombies. Pero pronto vamos a ver que hay una vuelta de tuerca: los sobrevivientes deben permanecer en silencio para que aquellos seres (todavía no sabemos qué son) no los ataquen. Lo descubrimos por sus actos y también por fragmentos de información que el director y los guionistas nos van dejando, como por ejemplo tapas de diarios que se vuelan con el viento. La familia Abbott tiene una particularidad. Regan (Millicent Simmonds), la hija mayor, es sordomuda. Por eso todos saben lenguaje de señas, y así se comunican. Pero Regan, en esa primera secuencia que funciona como un prólogo anterior a los títulos, comete un error que desatará una tragedia y que culminará con una escena extraordinaria en la que explota la tensión acumulada en los primeros minutos: se nos escamotea el origen del peligro, hasta que finalmente lo vemos. Por supuesto, como indica el manual de las películas de terror al mejor estilo Tiburón, no vamos a ver al “monstruo” en toda su magnitud hasta bien entrada la película, pero algunos flashes bastan para transmitirnos el horror. Un lugar en silencio es, a la vez, una película original y de manual. Casi sin diálogos hablados (los personajes se comunican con lenguaje de señas y están subtitulados), el sonido cobra una importancia mayor: pisar una hoja seca puede significar la muerte y los monstruos amenazantes se anuncian con unos sonidos que para la mitad de la película ya logran el objetivo de asustarnos tanto como a los protagonistas. Pero todo esto, que es lo que sin dudas pone a la película en un lugar diferente al resto, está contado de forma totalmente clásica, siguiendo el manual de las películas de terror: la amenaza se va develando bien de a poco, hay un padre que tiene que proteger a su familia, hay una hija díscola que no se deja proteger, hay una embarazada cuya fragilidad aumenta la sensación de peligro y hay detalles: un clavo salido en una escalera de madera es protagonista de una de las escenas más angustiantes del cine de terror en años, dos pilas chiquitas pueden ser más peligrosas que una bomba y un reloj despertador puede dar comienzo al caos. Con esta premisa fuerte y la narración clásica, Un lugar en silencio no precisa más: casi no aparecen otros personajes (no hay una subtrama con otros humanos amenazantes típica de las historias postapocalípticas) y tampoco se explica nada sobre la invasión, ni qué pasó con todo el mundo, ni siquiera la familia tiene un objetivo que vaya mucho más allá que el de sobrevivir. La historia está reducida a su mínima expresión y casi se podría decir que funciona como un ejercicio formal sino fuera porque, con tan poco, se delinean personajes y, hacia el final, se cierra una línea argumental entre el padre y la hija que logra emocionar. John Krasinski es el protagonista (junto a su mujer en la vida real, Emily Blunt) y también el director y el guionista. Seguro muchos lo conocerán por su papel de Jim Halpert en The Office. Esta es su tercera película después de dos comedias que pasaron sin pena ni gloria (se estrenaron en el Festival de Sundance pero nunca llegaron a la Argentina; confieso que no las vi). Toda esta información no hace más que agrandar la sorpresa por el resultado impecable de Un lugar en silencio, que parece dirigida por un especialista consumado del terror y ya está dentro de las grandes películas del género en esta especie de época de oro junto con otros títulos tan distintos como Guerra mundial Z, las dos El conjuro, ¡Huye!, It, Avenida Cloverfield 10, Te sigue, No respires, La bruja y más. Pero me atrevo a decir que Un lugar en silencio tiene algo que casi ninguna otra tiene, a excepción, tal vez, de las dos El conjuro: da miedo de verdad.
El castillo mágico Proyecto Florida retrata la marginalidad en las orillas de Disney World con una estrella de Instagram y una nena de siete años como estrellas absolutas. Kissimmee es una pequeña ciudad del estado de Florida, a unos 30 kilómetros de Disney World. Ahí está el Magic Castle, un hotel cuyo nombre hace alusión al parque de diversiones cercano aunque parece un poco irónico: está lejos de ser un castillo, y no hay nada de magia ahí. En una de sus habitaciones viven Halley (Bria Vinaite) y su hija Moonee (Brooklynn Prince). Halley es una madre casi adolescente, tatuada, que vive sacándose selfies, fumando, saliendo a bailar con sus amigas y tratando de sobrevivir como puede; Moonee es una nena de unos siete años, hiperactiva, que corretea por todo el hotel y sus alrededores junto con sus amigos sin demasiada vigilancia de sus padres. Lo más cautivante de Proyecto Florida es, sin dudas, ese mundo marginal que pinta su director Sean Baker. Como lo que dijo León Tolstoi sobre las familias felices y las desdichadas, asomándonos al universo de Halley y Moonee nos da la sensación de que cada familia también es pobre a su manera. Y que no es lo mismo ser pobre a 30 kilómetros de Disney que serlo en el Chaco o en Calcuta; y que tampoco es lo mismo ser pobre pero blanca, que ser pobre y para colmo negra. La marginalidad que pinta Baker es, en ese sentido, una especie de marginalidad light. Lo que el Brandoni de Esperando la carroza llamaría “una pobreza digna”. Claro que nunca hay dignidad en la pobreza, en la falta de trabajo y de perspectivas de futuro, y la genialidad de Proyecto Florida está en dar cuenta de esta complejidad con una naturalidad perfecta. No conozco Kissimmee pero la película me convenció de que es así como me lo muestran. Si es así, bien; y si no, doble mérito. Y la hazaña está en el hallazgo de los actores: todos debutantes menos Willem Dafoe, con las extraordinarias Vinaite y Prince a la cabeza, la primera descubierta en Instagram y la segunda una “veterana” actriz infantil de publicidades. Todas las películas sobre la pobreza (y aunque no me convence el reduccionismo de decir que Proyecto Florida es una película sobre la pobreza, en un punto lo es) tienen su carga ideológica: producto del capitalismo, de la corrupción o de lo que sea; con mayor énfasis en las causas o en las consecuencias, todo depende de las ideas de quienes las llevan a cabo. Y esta en particular, que transcurre cerca del corazón del capitalismo, con sus diners, sus golosinas de colores flúo, sus perfumes baratos y sus carteles de neón semiquemados, parece decirnos que el capitalismo se dobla pero no se rompe: ahí, aún los pobres pueden comer todos los días y tener smartphones, tomar gin tonic en la pileta y salir a bailar. El sistema es despiadado pero funciona, te golpea pero cuando estás tirado en el suelo te cura las heridas. Gran parte de ese tono melancólico pero no del todo pesimista proviene del punto de vista: como se imaginarán, casi todo lo vemos con los ojos de Moonee. Pero a medida que avanza la historia, adivinamos que sus gritos, sus risas y sus travesuras son una manera de evadirse, de vivir en el presente absoluto en el que todavía no hay que pagar la pieza ni conseguir la plata para comer mañana, y mucho menos terminar el verano e ir a la escuela. Pero el tiempo avanza y, claro, vamos a ver que todo es menos light de lo que creemos. Proyecto Florida puede verse como un coming of age doble: el de Halley por un lado y el de Mooney por el otro. Las dos se divierten a su manera y como pueden, hasta que hacia el final la realidad (y el Estado, que funciona pero es inhumano) las golpea y se derrumban. Se habló mucho, bien y mal, del final: Sean Baker eligió desprenderse del tono naturalista (y hasta pasó del 35mm al iPhone 6 Plus) y lanzarse al vacío en una secuencia audaz que cierra una película única.
Un vestido y un amor El hilo fantasma, la nueva película de Paul Thomas Anderson, es un melodrama fascinante sobre la relación entre un diseñador de modas y su musa. Es probable que El hilo fantasma no sea la mejor película de Paul Thomas Anderson –difícil superar la ambición excepcional de Magnolia– pero creo que es la que más brilla, alumbrando al resto de su obra que ahora convendría revisar. Digamos que es la película más andersoniana, la que nos permite postular una tesis: Paul Thomas Anderson dirige melodramas. Uno asocia el melodrama a las historias de amor desmesuradas, pero el “melo” de la palabra proviene del griego “melos”, que significa “canción”. Y ya desde las primeras escenas de El hilo fantasma veremos –y escucharemos– cómo la música del inglés Jonny Greenwood, tecladista y guitarrista de Radiohead y constante colaborador de Anderson desde Petróleo sangriento en adelante, lleva la batuta literal de la historia y de las imágenes. Es imposible no recordar la secuencia de Magnolia en la que los personajes cantan “Wise Up” de Aimee Mann mientras miran llover. Acá tenemos la historia de Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), un diseñador de modas perfeccionista hasta la exasperación en Londres en los años ‘50, que trabaja junto a su hermana Cyril (Lesley Manville) y tiene relaciones con distintas amantes, hasta que conoce a Alma (Vicky Krieps, totalmente desconocida para mí pero a quien quiero ver de acá en más en todas las películas posibles), una mesera que lo cautiva y con la que entabla una relación obsesiva que va a tener algunas vueltas de tuerca inesperadas. A diferencia de sus dos películas anteriores –en particular de la exasperante The Master–, acá el exceso está contenido y la enajenación de los personajes no contagia a la película, que resulta un viaje fascinante, barroco pero no tedioso, con espíritu gótico, elegante y, como ya se dijo en todos lados, ciertos rastros hitchcockianos. No hay que olvidar que, aunque a Hitchcock se lo asocia principalmente con el suspenso, muchas de sus películas fueron, también, melodramas. No hay otro cineasta hoy, más allá de Anderson, cuyas películas merezcan ser vistas en pantalla grande; tal vez Quentin Tarantino. Pero no por el preciosismo de las imágenes, como si uno precisara verlas más grandes porque son bellas, sino por la energía y vivacidad de la puesta, por la complejidad en los gestos de los actores, porque cada plano tiene algo que lo hace único. La escena en la que Woodcock le toma las medidas a Alma ante la mirada severa de Cyril es el mejor ejemplo porque en los papeles no tiene nada especial, pero ante el ojo de la cámara de Anderson –que esta vez prescinde de su DF habitual Robert Elswitt y se calza el overol él mismo– está cargada con un erotismo exótico y un ritmo vibrante: los planos detalle de los números –los que escribe Cyril en el cuaderno y los del centímetro– se alternan con la postura al comienzo incómoda de Alma, que de a poco parece empezar a permitirnos vislumbrar qué se esconde detrás de ese rostro en apariencia inocente.
Decisiones equivocadas Yo soy Tonya cuenta la historia trágica de la patinadora artística Tonya Harding con un tono zumbón que no le hace justicia. La salva Margot Robbie. El cine en general y el de Hollywood en particular son ideales para narrar proezas deportivas, para capturar la épica intrínseca al deporte. Desde Rocky a Rush: pasión y gloria, pasando por Un domingo cualquiera, El campo de los sueños o incluso, por qué no, Karate Kid, son muchas las películas que encuentran la manera de emocionar contando las peripecias de los deportes más diversos: boxeo, automovilismo, fútbol americano, béisbol y artes marciales, en el caso de las películas que acabo de mencionar. La fórmula suele ser bastante sencilla: un deportista –o un grupo, en el caso de los deportes de equipo– se enfrenta a la oportunidad de su vida, a un rival eterno o a un torneo difícil, en el que no es favorito, y después de una secuencia emocionante en el que el público “hincha” por el o los héroes, gana sorpresivamente, o quizá pierde con honores. En el medio, su vida personal suele modificarse, influyendo en su vida deportiva. En Yo soy Tonya, el deporte es el patinaje artístico sobre hielo, y la protagonista es Tonya Harding (Margot Robbie), que en 1991 se convirtió en la primera mujer norteamericana en lograr un Axel triple –un salto muy difícil– y coronarse campeona nacional. Participó en los dos Juegos Olímpicos de Invierno siguientes (Albertville ‘92 y Lillehammer '94) en los que no logró medallas, y fue acusada de planear junto a su marido de entonces, Jeff Gillooly (Sebastian Stan), un ataque a su eterna rival, Nancy Kerrigan (Caitlin Carver), por lo que fue vetada de por vida para seguir compitiendo. La vida personal de Tonya fue complicada: abusada por su madre (Allison Janney) y también por su marido, abandonada por su padre, sin el dinero ni la elegancia necesarios como para que los jueces le permitan representar a su país –a pesar de que, técnicamente, lo merecía– todo eso conspiró para que su carrera no tuviera el brillo merecido, y después del escándalo que la alejó de las pistas para siempre, se dedicó a la lucha libre femenina. Esa es la historia. Como se ve, es bastante anticlimática. En su última competición, salió octava, después de quejarse por un problema con sus patines. ¿Cómo contarla con épica y corazón? O, mejor: ¿tiene épica y corazón la historia de Tonya Harding? El director Craig Gillespie (Lars y la chica real), el guionista Steven Rogers (Posdata, te amo) y la productora, que es la propia Margot Robbie, parecen creer que no. Ya con el cartel del comienzo, que vemos sobre una pantalla negra y la tos de cigarrillo de Tonya, se determina el tono burlón: “Basada en entrevistas sin ironía y salvajemente contradictorias con Tonya Harding y Jeff Gillooly”. La historia, que tiene ciertos visos de tragedia, está contada como una comedia. Incluso las escenas de violencia doméstica cortan el clima rompiendo la cuarta pared. Ya que estamos hablando de deporte, voy a citar a Miguel Ángel Russo: “Son decisiones”. Pero esas decisiones dan como resultado una película tan contradictoria como los realizadores dicen que fueron las entrevistas con Tonya, porque aunque uno como espectador se compadezca de esa mujer que hace todo mal menos patinar, y quiera que triunfe, la película no parece compartir ese deseo; por momentos, parece que la película piensa de Tonya Harding lo mismo que esos jueces que le dicen que se tiene que vestir mejor. Y aunque es cierto que la historia deportiva de Tonya Harding es anticlimática, tambien lo es que tuvo momentos épicos. Sobre todo el famoso Axel triple. También la rivalidad con Nancy Kerrigan, su opuesto, que proyectaba una imagen de perfección adentro y afuera de la pista. Pero nada de eso está contado con épica y corazón, porque la película no los tiene. Y no es que Gillespie sea incapaz de narrar: las escenas de patinaje están muy bien logradas y hasta parece que es la propia Margot Robbie la que logra dar esos saltos imposibles (si hay CGI o un gran laburo de montaje, no lo sé). El problema es previo y es la mirada sobre la protagonista y la historia: aunque en la película queda bastante claro que ella no fue la culpable del ataque a su rival, los realizadores, en cierto lugar de su corazón, no se lo perdonan. Basta imaginar lo que sería Yo soy Tonya sin Margot Robbie, que hace un trabajo extraordinario y que, además, parece ser la única que se compadece de su criatura (aunque como productora no logró imponer esa mirada). Paradójicamente, es gracias a su interpretación de Tonya Harding que el tono zumbón me resultó chocante. Y sin ella, la película habría sido una tonta comedia innecesaria.
La suerte está echada Noche de juegos es una comedia negra de ritmo vertiginoso, una joyita que recuerda a cierto cine clásico que ya no se hace más. Probablemente los estrenos de hoy estén asordinados por el ruido que hará Lady Bird, de extraordinaria ópera prima de Greta Gerwig, y es lógico porque es una de las mejores candidatas al Oscar que se entrega este domingo. Sobre ella –y sobre su directora– escribió Marina Yuszczuk con más detalle que el que podría haber incluído yo, así que voy a aprovechar para hablar de otro estreno, medio fantasma, que no figura en los Oscar (en realidad porque es de este año, pero dudo que figure en los del año que viene) pero es una gran comedia como hacía bastante tiempo no se veía. Me refiero a Noche de juegos, segunda película como directores de la dupla integrada por John Francis Daley y Jonathan Goldstein, más conocidos, quizá, como los guionistas de las dos entregas de Quiero matar a mi jefe y de Spider-Man: De regreso a casa. Pero más allá de que todas ellas son películas con aciertos (sobre todo Spider-Man, aunque ahí su aporte probablemente haya sido menor porque compartieron la firma con otros cuatro guionistas y además estaban metidos en la maquinaria Marvel), da la sensación de que en Noche de juegos encontraron su nirvana. Max (Jason Bateman) y Annie (Rachel McAdams) son un matrimonio adicto a toda clase de juegos de mesa y se juntan todos los fines de semana a jugar con unos amigos a distintas cosas. Max tiene un hermano, Brooks (Kyle Chandler), con el que siente una rivalidad eterna condimentada, obviamente, por el temperamento lúdico de ambos. Pero una noche, Brooks los invita a todos para un juego muy especial, una especie de juego de rol en el que la realidad juega un papel más importante que en otros. Con ciertos ecos de Al filo de la muerte, de David Fincher, pero vestida con los códigos de la comedia negra frenética y la encantadora pareja Bateman-McAdams que no tienen nada que envidiarle a la legendaria de Katharine Hepburn y Spencer Tracy, Noche de juegos logra llevarnos de las narices por su trama –que por momentos da demasiadas vueltas, es cierto; aunque también esperable– con una elegancia y un vigor que nos hace acordar a esas viejas películas de George Cukor o Frank Capra. Estoy dejándome llevar por el entusiasmo y exagerando un poco, pero no tanto. No me animo a decir que Daley & Goldstein tengan mucho de Cukor o Capra (su primera película, Vacaciones, era bastante floja, más teniendo en cuenta que era una remake del clásico con Chevy Chase), pero dirigen con buen pulso a un puñado de grandes actores de comedia que, ellos sí, son el corazón y el alma de la película. En un verano poblado de estrenos importantes que nos preparan para la entrega de los Oscar, Noche de juegos es una alternativa que oxigena la cartelera. Con una comedia como esta por mes, nuestra vida mejoraría bastante.
El sexo de los raros La forma del agua es una fábula romántica freak de un erotismo inusual: la historia de amor entre una empleada de limpieza y una criatura anfibia. Se me hace difícil pensar en un director contemporáneo que tenga tantas influencias y referencias pero a la vez sea tan coherente y personal como Guillermo del Toro. Obviamente que con esas características, el primero que viene a la mente es Quentin Tarantino. Y aunque sospecho que deben ser fans el uno del otro, son tan distintos. Tarantino es un exhibicionista de sus fuentes, Del Toro apenas nos las deja entrever; Tarantino es cínico, Del Toro es inocente. Los cuentos de hadas, en particular el de “La bella y la bestia”, los melodramas de los ‘50, las historias del “monstruo” bueno e incomprendido que van de El hombre elefante a E.T. El extraterrestre, la ciencia ficción clase B y hasta los relatos sobre espías rusos en la Guerra Fría, o la discriminación a los gays y el racismo en los años previos a la lucha por los derechos civiles, todo eso está en La forma del agua. Pero, aunque parezca mentira, Del Toro y su co-guionista Vanessa Taylor logran que todo fluya, justamente como hacen todos los líquidos cuyas moléculas se acomodan para ocupar la menor superficie posible. La forma del agua es la continuadora natural de la que quizás había sido hasta ahora la mejor película de Del Toro: El laberinto del fauno. Ambas comienzan con un relato en off que hace las veces del “Había una vez…” y ponen en duda la veracidad de la fábula que estamos a punto de ver. Ambas, también, tienen hechos históricos y políticos como telón de fondo: de la dictadura de Francisco Franco en España, a la Guerra Fría en los Estados Unidos. En “una pequeña ciudad cerca de la costa, pero lejos de todo lo demás” vive Elisa Esposito (Sally Hawkins, realmente extraordinaria), una empleada de limpieza muda que trabaja en un laboratorio perteneciente al Gobierno. Un día llega al lugar una extraña criatura anfibia que tiene la capacidad de poder respirar tanto dentro del agua como afuera (interpretada con maquillaje, vestuario y animación en porcentajes difícil de distinguir por Doug Jones, el fauno de El laberinto…). El Coronel Richard Strickland (Michael Shannon) capturó a la criatura en el Amazonas, donde los nativos la veneraban como a un Dios. Y ahora el Gobierno quiere utilizarla en sus investigaciones para ganar la carrera espacial. Como se pueden imaginar, Elisa va a empezar a comunicarse mediante señas con la criatura, y verá que tienen mucho en común a medida que a nosotros los espectadores nos van revelando los orígenes de esta chica solitaria y melancólica. Pero lo que no es tan imaginable es la relación romántica que nace entre los dos. Ahí es donde La forma del agua pega un salto y Del Toro se entrega al melodrama freak logrando un erotismo inusual. Con una escena musical, quema las naves. Tomala o dejala. Puede ser que Del Toro enfatice demasiado la veta política de la película, esta idea de que una criatura anfibia que a simple vista parece un monstruo finalmente es tan oprimido como los gays, los negros y las mujeres. Por momentos, esta idea que está reflejada con mucha inteligencia y belleza en las imágenes, se explicita en algunos diálogos y eso puede irritar a los que están hartos de la corrección política. Pero lo cierto es que la potencia de esta fábula, que además de todo es un homenaje al cine clásico, derriba cualquier recelo. Del Toro lo hizo de nuevo.