Los locos tienen la razón... Si una virtud tiene Eliseo Subiela es la fidelidad a sus obsesiones y la coherencia al construir el mundo en el que habitan todas sus películas. La locura en su aspecto más romántico y el arte entendido como un juego serio, pero no solemne, están presentes en Paisajes devorados. Lo que cambia respecto a sus anteriores trabajos es el modo de producción: ésta es una película pequeña, con una estética casera, casi amateur, que pretende emular un documental, y la iluminación es totalmente naturalista, alejada de sus típicos claroscuros publicitarios. Tres jóvenes descubren a un misterioso y viejo director de cine internado en el Hospital Borda y se proponen filmar un documental sobre él. Su nombre es Rémoro Barroso y está interpretado por el legendario documentalista santafesino Fernando Birri. Barroso formó parte del cine industrial de la década del ‘60, vehículo de los cantantes de moda, y luego tuvo un incidente desconocido con una actriz y terminó viejo y olvidado. A lo largo de la película los jóvenes irán develando -o no- la verdadera identidad de Barroso. El enigmático director, a su vez, irá desgranando teorías, filosofará sobre el arte del cine y de la vida, entre la lucidez y la locura. En los monólogos de Barroso se adivinan las ideas del Subiela director, que al ponerlas en boca de un loco -pero, ¿está loco Barroso?- les resta gravedad. La película fracasa al intentar reproducir la imagen de un “falso documental”. En primer lugar, porque varios de los actores no logran dar con un tono natural que haga olvidar que están actuando; en segundo lugar, porque la puesta no termina de aparentar espontaneidad. Lo mejor sin dudas es el magnetismo y la presencia incomparable de Fernando Birri, que logra componer un personaje atractivo e indescifrable y es capaz de decir los textos de Subiela con verosimilitud. Así logra que funcionen casi siempre esos textos que son lúdicos y chispeantes, pero que a veces corren el peligro de caer en el abismo de la cursilería.
Ultima chance para el amor El realizador Rodolfo Durán es especialista en comedias dramáticas costumbristas y tiene en su haber un módico éxito con Terapias alternativas, protagonizada en 2007 también por Manuel Callau. Historias generacionales de tipos de cincuenta, que se encuentran en aquella etapa de la vida entre el balance de lo vivido, el recuerdo de las derrotas y de las victorias, y el comienzo de una nueva etapa de adultez. En el caso de Cuando yo te vuelva a ver el acento está puesto más en el drama que en la comedia y el tono es de nostalgia extrema pero bien equilibrada. Paco (Callau) es un argentino que se fue a España cuando era joven y vuelve al país para asistir al casamiento de un amigo. Tiene una ex mujer española que todavía lo acosa telefónicamente y se ve que no ha tenido una vida feliz en términos sentimentales. Margarita (Ana María Picchio), que trabaja en el servicio de catering de ese mismo casamiento, es viuda y tiene una hija (Malena Solda) y una nieta (Juana Dates Peña, nieta real de la actriz). Tampoco ha sido feliz y se nota que no ha logrado cumplir sus sueños, ni sentimentales ni laborales. Pronto sabremos que ambos habían tenido una relación fugaz pero intensa cuando eran jóvenes, bruscamente interrumpida por el exilio forzoso de Paco. Aquellos veinte días de amor no fueron olvidados por ninguno y los dos continuaron sus vidas sin la plenitud de compartirla juntos, cada uno haciendo su vida por separado. La primera mitad de la película cuenta el camino lento y sinuoso hasta el encuentro de ellos dos con un ritmo y un suspenso por momentos bastante logrados, pese a ciertos subrayados del guión. Quizás la música y el tono general suenen demasiado graves y nostalgiosos, pero la historia avanza sin tropiezos. La segunda mitad, a partir del reencuentro y de algunas revelaciones sorpresivas, no termina de cumplir lo que la primera preparaba y prometía. Quizás con demasiada sutileza para una película que se proponía ser sencilla, no hay acá un final a toda orquesta ni tono de comedia romántica clásica, como podría haberse esperado. De todas formas, esa fue la elección de Durán y de las guionistas Gisela Benenzon y Marcela Sluka, que redondearon un filme correcto, sin pretensiones y que termina por transmitir cierto cariño por esos personajes tristes que acceden a una última oportunidad.
Una conjunción para la lágrima En Cambio de planes se cruzan dos subgéneros que si por separado pueden dar lugar a golpes bajos y llanto fácil, juntos son dinamita: por un lado el tópico del chico con cáncer que le enseña a vivir a un adulto, por el otro el cuento de Navidad. Si bien el director y guionista Paco Arango logra un equilibrio de emoción, sensibilidad y humor difícil de lograr con semejante materia prima, el resultado no deja de ser una comedia liviana de argumento lábil, dirección torpe y moraleja confusa. Manolo (Diego Peretti) no está feliz con su vida. Aunque no tiene ningún problema concreto, la relación con su mujer (Aitana Sánchez-Gijón) y sus dos hijos no es la mejor. Un golpe en la cabeza lo lleva al hospital, en donde conoce a Antonio (Andoni Hernández), un chico enfermo de cáncer, simpático y despierto, hijo de Mari Luz (Goya Toledo, nominada al Goya por este papel), madre soltera. La relación entre Manolo y Antonio se irá profundizando hasta desembocar en una cena de Nochebuena que será bisagra en el vínculo de Manolo con su familia. La historia fluye a los ponchazos, caprichosa y con demasiadas casualidades -Manolo se cruza a Antonio por azar no una sino dos veces en las calles de Madrid-. El desarrollo de los personajes no está trabajado, sobre todo el de Manolo, columna vertebral de la película: pasa de ser infeliz a ser feliz sin motivo claro y la influencia que ejerce sobre él Antonio no es más que testimonial. El momento clave de la película -el de la cena de Nochebuena- se resuelve con una secuencia de montaje superficial y las subtramas se cierran a los apurones. El timing de los diálogos muchas veces falla y los actores tienen que apelar a su oficio para sacar adelante las escenas. Algunos lo logran: Peretti hace de taquito al atribulado Manolo, Andoni Hernández interpreta a su Antonio con soltura y simpatía -aunque tal vez algo monótonamente-, pero otros no salen tan airosos. En ese rubro están las inexplicables presencias de Jorge García (el gordo Hurley, de la serie Lost) con un pésimo español y Laura Esquivel en dos escenas para el olvido. Cambio de planes evita con éxito los vicios de las películas que abordan un tema tan delicado como el cáncer infantil, pero cae en otros, no menos graves.
Segundas partes nunca fueron... En esta secuela, el protagonista, ex agente de la CIA, debe ser rescatado por su hija, a la que él intentaba rescatar en el filme anterior. En 2008 se había estrenado Búsqueda implacable , escrita y producida por Luc Besson a la manera de los thrillers clásicos norteamericanos, en la que Bryan Mills (Liam Neeson), un agente de la CIA retirado, tenía que rescatar, contrarreloj, a Kim (Maggie Gracie), su hija, de una red de trata en los bajos fondos de París. Cuatro años después llega la secuela: el padre de uno de los secuestradores asesinado por Mills planea la venganza e intenta secuestrarlo a él y a su familia durante unas vacaciones en Estambul. A priori la idea de una secuela de aquel thriller apenas correcto parecía un despropósito y de acuerdo a los resultados lo fue. Si antes se generaba una tensión interesante por las 96 horas de plazo que tenía Mills para encontrar y rescatar a su hija luchando no sólo contra el submundo de la trata de personas sino también contra las fuerzas de la ley de París, en esta secuela el peligro está más desdibujado porque el secuestrado es él y Kim debe ayudarlo. Esta vuelta de tuerca lleva la inverosimilitud al extremo. Ya en la primera entrega Mills era un héroe invencible, una máquina de matar capaz de zafarse de las situaciones más imposibles. Era el pacto con el espectador: una especie de Jack Bauer desatado en París -¿será casualidad que su hija también se llame Kim y sea un poco tonta?- En esta segunda parte no hay siquiera un esfuerzo por cumplir ese pacto. Mills habla por teléfono con su hija desde su cautiverio y es Kim quien va en su ayuda. El verosímil de acción en la que el héroe es capaz de todo se destruye por el desgano de los guionistas. Lo peor es que esto no resulta en una película más anárquica y entretenida: lo contrario. Búsqueda... 2 es menos violenta, más “correcta” moralmente -Mills no le hace daño a inocentes, no tortura a nadie- y las escenas de acción están mucho peor filmadas. Tiene que ver el cambio de director: se fue Pierre Morel y entró Olivier Megaton. Un ejemplo de que no cualquiera es capaz de ser un buen artesano, de que no cualquiera puede filmar una escena de acción y transmitir adrenalina.
Cura en la oscuridad En la primera escena el Padre Pablo (Juan Minujín) entra a un penal en medio de un motín para darle la extremaunción a un preso moribundo a pedido de otro preso que se llama Angel (una metáfora algo obvia que podía haberse evitado). La escena está lejos del realismo carcelario: sólo tres personajes en una habitación y un diálogo más inteligente que factible. En esa escena se cifran las virtudes y los defectos de El cielo elegido : diálogos cuidadosamente construidos, inteligentes, interesantes, que aluden al tema de la fe y de Dios, pero que terminan por abrumar y restar frescura a una película correcta y prolija que se extiende demasiado, algo más de dos horas. La visita del Padre Pablo a la cárcel es el breve prólogo en el que el joven cura empieza a ingresar de a poco en la oscuridad (literal, gracias a la buena fotografía de Rodrigo Pulpeiro). Pronto entran en la historia el Padre Claudio (Osvaldo Bonet), un cínico cura paralítico que duda de la existencia de Dios y, mucho más, de las bondades de la institución eclesiástica; y el Padre Orbe (Osmar Núñez), más tradicional, pero que esconde secretos inconfesables. Así, la primera mitad de la película se sigue con interés, sobre todo gracias a unos diálogos filosos y un trabajo genial de Bonet. Es una visión ácida de la Iglesia -de la cotidianeidad de los sacerdotes- que no cae en la denuncia simplista y obvia sino que la observa con perspicacia, desde adentro. Pero después viene el punto de giro: un hecho sangriento que conviene no adelantar -aunque puede verse, inexplicablemente, en el trailer-, algo forzado y muy poco verosímil, que termina de sumergir a Pablo en el Infierno. Entra ahí el personaje de Ceci (Jimena Anganuzzi), que despertará en el protagonista -previsiblemente- el deseo carnal. Ahí empieza otra película, menos dialogada y más convencional. El cielo elegido es una película singular y esmerada, que aborda el tema de la Iglesia y de la fe de una manera original y profunda, pero que termina diluyéndose en un thriller un poco rústico. Con todos sus defectos, tiene un par de virtudes inolvidables: el trabajo -y el personaje- de Bonet y esa escena en la que Héctor Díaz les da clases de marketing a los curas.
Una película con formato de programa Protagonizado por Mariano Martínez, el filme tiene una fuerte referencia televisiva. Producida por Argentina Sono Film y Telefe, La pelea de mi vida no es más que un vehículo para llevar al cine la estética y la lógica de los productos televisivos que hoy dominan el prime time . Ni los actores, ni el guionista Jorge Maestro, ni el director Jorge Nisco pretenden mucho más que proyectar en una pantalla grande, en una sala oscura, un programa de televisión de 95 minutos. El 3D es anecdótico, como ocurre con casi todas las películas en 3D, incluso con las que vienen de Estados Unidos: apenas un relieve en la imagen que no justifica la incomodidad de tener que usar lentes durante toda la película. Pero dentro de esa autoimpuesta limitación, la película se beneficia con su sencillez, concisión y falta de pretensiones. Mariano Martínez es Alex, un boxeador que huye del país humillado por haber sido descalificado en una pelea, dejando atrás a su novia sin saber que está embarazada. Años después vuelve y descubre que tiene un hijo de 8 años, Juani (Alejandro Porro), que está siendo criado por Bruno (Federico Amador), porque su ex novia murió. Bruno también es boxeador, campeón del mundo y se está por casar con Isabel (Agustina Lecouna). En el medio también está Belén (Lali Espósito), niñera de Juani, que aportará interés romántico al personaje de Martínez. La historia dista mucho de ser original. Hoy mismo puede verse en televisión Sos mi hombre , sobre un boxeador que cría solo a su hijo. Pero de la misma manera que los productores no buscan más que trasladar a la pantalla la lógica televisiva, tampoco persiguen otro objetivo que el de captar a ese mismo público con fórmulas probadas y el magnetismo de las estrellas. Si les alcanzará o no con esto, es cuestión de esperar y ver. Hay un par de cosas que se destacan por sobre la medianía. Por un lado, el buen trabajo de Alejandro Porro, el chico que se disputan los antagonistas. No es usual ver buenos actores infantiles y él cumple su papel superando las expectativas y con una frescura superior a la de los protagonistas. Por el otro, Lecouna, especialista en componer chetas caprichosas. Quizás de haber aprovechado más a actores secundarios como Lecouna o Emilio Disi -desperdiciado como el entrenador de Martínez-, tal vez si Nisco se hubiera esmerado más en las escenas de boxeo, a las que les falta épica y sudor, La pelea de... habría sido algo más que una típica película televisiva sin mucho más futuro que el de la taquilla inmediata.
Una obra imperfecta Pablo (Daniel Fanego) es un escritor famoso a quien vemos en la primera escena de la película acosado por una multitud de personajes imaginarios que pugnan por entrar en la novela que está por empezar a escribir. Esto es literal: Fanego sale del ascensor y lo siguen varias y diversas personas -un hombre con un tiro en la frente, una mujer con un arma en la mano y otros más- que se agolpan y le suplican a los gritos. Eliseo Subiela parece empeñado en la literalidad de las metáforas. Por eso acá si Laura (Romina Richi) se empieza a volver loca y la voz en off dice: “Sus monstruos por fin se dejaban ver”, vemos a Richi rodeada de extras con máscaras bailando a su alrededor. La historia es sencilla: un escritor empieza un romance con una ex alumna treinta años menor, que con el correr del tiempo empieza a obsesionarse con el cuartel militar que está frente a su departamento, obsesión que revela una relación tortuosa con su padre (Atilio Pozzobón), militar retirado. La película pasa entonces del drama erótico al thriller político, pero mantiene siempre la solemnidad. La banda sonora de piano, violín y violonchelo, las actuaciones duras (se salva el oficio de Fanego), los parlamentos recitados, la voz en off pretendidamente profunda, contribuyen a ese tono general de gravedad que termina por agotar. Gravedad que no llega a ser aligerada por los escasos momentos de humor voluntario o involuntario. Porque hay algo de humor involuntario. Cuando Laura se le aparece a Pablo mojada por la lluvia con una botella de champán, lo arrincona contra la puerta y él le pregunta “por qué me mirás así”, es imposible no recordar el legendario “qué pretende usted de mí” de Isabel Sarli. Pero más allá de todo, hay cierta coherencia en Subiela y es cierto que sabe filmar, que sabe generar climas con la cámara y con las luces. Lamentablemente todo ese talento y oficio se malgasta en un guión que no está a la altura.
Sin tensión ni conflictos, y cerca del filme turístico El reestreno de La Bella y la Bestia puso en evidencia cuánto evolucionó el género de animación para chicos en los últimos veinte años. Las historias son más complejas y los personajes más ricos. En este contexto, la nueva película de Manuel García Ferré parece que viniera del pasado. Pero el problema de Soledad y Larguirucho no es que parezca una película de hace cuarenta años: el problema es que hace cuarenta años también hubiera sido mala. El argumento se puede contar en una oración: Soledad Pastorutti protagoniza varios números musicales ambientados en la provincia de San Luis, acechada por Cachavacha y Neurus y con la ayuda de Larguirucho. No hay aventuras, no hay tensión y no hay conflicto. Aún los chicos más chiquitos necesitan en algún momento creer que el malo puede lograr su cometido, pero acá las maldades de Cachavacha son recibidas por Soledad con una sonrisa de ternura, como si estuviera mirando la película desde afuera. Las escenas de “diálogo” de Soledad fueron reducidas a su mínima expresión, pero aún así sobresalen por lo burdas. Los realizadores no lograron combinarla bien con los dibujos y se nota demasiado que le habla a un espacio vacío. Esas falencias no pudieron ser subsanadas por los recursos actorales de Soledad, más bien escasos. La frutilla de la torta es la promoción turística de San Luis, productora del filme: tomas aéreas de las bellezas naturales de la provincia injertadas arbitrariamente, sin disimulo, y que por la diferencia de imagen con el resto parecen de algún viejo institucional. Está claro que la diferencia de presupuesto con producciones de Pixar o DreamWorks hace imposible acercarse a esa calidad, pero los problemas graves de la película no están relacionados con eso. Y, finalmente, al público no le venden las entradas para Soledad y Larguirucho más baratas que las de Valiente .
El musculoso que vuelve a vengarse Remake clase B con ritmo, algo de sexo y mucha violencia. Para todos los de treinta y pico que en los ‘80 tuvieron su primera videocasetera, la original Conan: el bárbaro es inolvidable. Dirigida por John Milius, un segunda línea de la generación de Steven Spielberg y George Lucas, esa versión fílmica del personaje de Robert E. Howard no ahorraba brutalidades para contar la historia del joven bárbaro que crece para vengar la muerte de sus padres en una era ficticia y fantástica repleta de guerreros y de magia. El protagonista era Arnold Schwarzenegger, un ex fisicoculturista que la venía remando como actor hacía rato. Conan fue un éxito de público y el envión final para la carrera de Schwarzenegger, que después protagonizó la secuela ( Conan: el destructor ) y después de eso hizo de robot asesino en Terminator . Conan: el bárbaro era una película clase B y Arnold revoleando una espada gigantesca pertenecía al mundo del VHS. La idea de una remake parecía innecesaria y, para algunos, sacrílega. Pero en esta época en la que abundan las sagas y las remakes, Conan también cayó en la volteada. El resultado, sin embargo, es sorprendentemente positivo: una película sin pretensiones, consciente de su espíritu clase B, con grandes personajes secundarios, buen ritmo, algo de sexo y mucha violencia. El guión es distinto de aquél de John Milius -que era una reescritura, a su vez, de uno de Oliver Stone- y sólo se mantiene la historia de la venganza. Los villanos son Khalar Zym y su hija Marique, una hechicera, que matan al padre de Conan para recuperar una parte de la Máscara de Aqueronte y así revivir a su esposa muerta. Conan queda solo y, veinte años después, se transforma en un pirata que busca vengar la muerte de su padre. Hay tres grandes actores secundarios en esos roles: Stephen Lang -el malo de Avatar - es Khalar Zym; la pálida Rose McGowan es su hija Marique, con quien se sugiere que tiene una relación incestuosa; y Ron Perlman es el protagonista de todo el prólogo de la película interpretando a Corin, el padre de Conan. Pero esta vez el actor que interpreta a Conan no es un ex fisicoculturista sino un ex modelo. Jason Momoa es conocido por interpretar al guerrero dothraki Khal Drogo en la primera temporada de la serie Game of Thrones , de HBO, pero mientras que Drogo era un salvaje tosco y brutal -y por eso dio que hablar-, Conan parece un surfer perdido en los bosques de Cimmeria con el pelo largo encremado al mejor estilo Daniel Agostini. Quizá por eso no sorprenda tampoco ver que las esclavas de la Era Hiboria portan implantes de siliconas, ni tampoco resulte rara la irrisoria escena de sexo entre Conan y Tamara (Rachel Nichols), digna de las películas pornosoft que pasan en el cable a la madrugada. Pero Marcus Nispel es “especialista en remakes”, dirigió el reinicio de la saga Martes 13 y también la nueva versión de La masacre de Texas , es lógico que no se tome en serio, y esos defectos acentúan el tono clase B de la película. Después de todo, la original estaba protagonizada por un Schwarzenegger inexpresivo que no podía siquiera pronunciar bien el inglés.
Experimentos genéticos Dos científicos crean un híbrido con ADN de diversos organismos. Pero el resultado no es lo que esperan. Clive (Adrien Brody) y Elsa (Sarah Polley) son una pareja de científicos que trabajan para una compañía dedicada a la investigación genética. En su último experimento lograron ensamblar el ADN de diversos organismos para crear un híbrido. Para ellos esto es un primer paso de algo más importante: incluir ADN humano en las pruebas y así empezar a encontrar la cura de varias enfermedades genéticas. Sus jefes, en cambio, pretenden algo más rápido, más sencillo y que implique menos polémicas morales: aislar una proteína y comercializarla. Clive y Elsa siguen esas órdenes pero, secretamente, también llevan a cabo su experimento. El resultado es el nacimiento de una criatura que al principio parece monstruosa pero pronto empieza a adquirir rasgos humanos. Eso sí: es inusualmente ágil, impredecible, bastante violenta y posee una cola larga con un aguijón mortal en la punta. La criatura creada por Clive y Elsa crece más rápido que lo normal. Al principio es un bicho sin demasiada forma generado por computadora, pero pronto se desarrolla y cuando alcanza la edad adulta ya es interpretada por Delphine Chanéac con una inquietante mezcla de monstruosidad y belleza. Splice es la cuarta película de Vincenzo Natali -director de la peculiar El cubo , su ópera prima-, está producida por Guillermo del Toro y resulta una historia de terror y ciencia ficción bien contada, con un par de grandes escenas -en especial una en la que un auditorio de científicos termina bañado en sangre-, personajes simples pero precisos y no pocos momentos perturbadores. Quizás hacia el final los fundamentalistas de la verosimilitud puedan objetar algunas decisiones, pero son decisiones conscientes, claras y coherentes con el rumbo que toma la historia. Sí hay que señalar la demora en el estreno. Splice se proyectó por primera vez en el Festival de Sitges en octubre de 2009 y llega a las salas argentinas dos años después, luego de varias postergaciones, cuando ya ha sido editada en DVD en todo el mundo.