Balas pop Es difícil analizar The Interview abstrayéndonos del contexto escandaloso de su estreno. Por lo pronto, ya la vio casi todo el mundo. Apenas estrenó el 24 de diciembre en varios sistemas de streaming estuvo disponible para bajar ilegalmente, y mucha gente -o al menos la espuma de la espuma de twitter- la vio en las primeras 48 horas y exclamó, casi al unísono, “¿tanto lío para esto?”. Es que el conflicto con Corea del Norte y la ira de Kim Jong-un le puso a The Interview el epíteto de “controversial”. ¿Y qué puede haber de controversial en una película que parece hecha por dos fumones que probablemente sepan poco y nada de política internacional? Puede que no nos parezca controversial a nosotros, pero The Interview pega precisamente ahí donde más le duele a un régimen totalitario: dispara con balas de cultura pop al ritmo de Fireworks, de Katy Perry. De todas formas, y ahora sí olvidando la simpatía previa que nos provoca The Interview, hay que decir que es un retroceso en la todavía incipiente filmografía como directores de Seth Rogen y Evan Goldberg, o quizás más que un retroceso sea la prueba de que su humor tiene un techo bastante bajo: la onda de grupo de amigos famosos que hacen una película para participarnos de su diversión, que se ríen de sí mismos e invitan a sus amigos de Hollywood a jugar, se agotó bastante pronto. Dave Skylark (Franco) y Aaron Rapoport (Rogen) listos para la acción Dave Skylark (Franco) y Aaron Rapoport (Rogen) listos para la acción No me encuentro entre los fanáticos acérrimos de This Is the End, la anterior película de la dupla, aunque reconozco que es irresistiblemente divertida. Seth Rogen y Jay Baruchel haciendo de sí mismos y yendo a una fiesta en la casa de James Franco en la que Michael Cera toma cocaína y le toca el culo a Rihanna… bueno, hay que ser muy amargo o tal vez no amar lo suficiente a Hollywood como para no ser conquistado por ese disparate. Pero The Interview es una película un poco más ambiciosa -un poco, tampoco tanto- y salvo la primera parte en la que se presentan los protagonistas y su mundo, esa cosa autorreferencial no existe y no es reemplazada por nada demasiado inteligente, ni siquiera muy divertido. Por eso lo mejor es cuando la película nos presenta a Dave Skylark (un Franco desatado y algo irritante), conductor del programa Skylark Tonight en el que entrevista a famosos sobre cosas personales. Su productor es Aaron Rapoport (Rogen haciendo de Rogen, y está bien). En esa primera parte, Skylark entrevista a Eminem, a Rob Lowe, a Joseph Gordon-Levitt, todos haciendo de sí mismos, y la película continúa con esa cosa juguetona, leve y autorreferencial de This Is the End. Skylark (Franco) y Kim Jong-un (Randall Park) de juerga por Corea Skylark (Franco) y Kim Jong-un (Randall Park) de juerga por Corea Pero después, cuando se enteran de que Kim Jong-un, el dictador de Corea del Norte, es fanático de su programa, deciden viajar para entrevistarlo y ganar en rating y en “seriedad”. Pero antes son interceptados por la agente Lacey (Lizzy Caplan, siempre perfecta), de la CIA, que les ordena que cuando se encuentren con Kim Jong-un lo maten. Cuando Skylark y Rapoport viajan a Corea del Norte empieza otra película, una comedia bastante boba sobre dos tontos retontos metidos en una aventura de espionaje. Y ahí lo mejor es Randall Park (el rival político de Selina Meyer en Veep) que interpreta a un Kim Jong-un que navega entre la maldad y la ingenuidad. Rogen dijo que una de las discusiones fue hasta dónde hacer simpático a Kim y eso se nota: Kim es el personaje más complejo e interesante de la película, un mono con navaja, víctima de su padre, fanático culposo de Katy Perry y las margaritas. ¿Tanto lío por esto? Sí, tanto lío por esto. Si en los ‘40 fue Charles Chaplin lanzando una perorata progre anti-Hitler, hoy es el trío Rogen-Goldberg-Franco oponiéndose al totalitarismo con boberías pop. Y aunque no terminan de ser del todo efectivos, los queremos igual.
El escritor Eduardo Sacheri me hace acordar a esa aguda y maliciosa frase de Borges que decía que García Lorca era un andaluz profesional. Sacheri es un porteño profesional que sin demasiado talento para la prosa -confieso que leí sólo La pregunta de sus ojos, quizás aprendió después- logró el éxito gracias a que Alejandro Apo leía en su programa de radio sus cuentos repletos de melancolía futbolera, de viejitas que hacían ravioladas y amigos con códigos. Así cosechó una audiencia de gente que no suele leer pero que se interesó por sus historias de barrio y argentinidad al palo. Tampoco soy un muy fan de Juan José Campanella pero hay que reconocer que si una virtud tiene el tipo es que sabe escribir guiones de formato clásico y eso se nota particularmente en El secreto de sus ojos, porque se ve con mucha claridad cómo corrigió todos los agujeros argumentales de la novela. Así, como estábamos también libres de la prosa torpe de Sacheri, el resultado fue una película bastante decente. Pero ahora llega al cine otra de sus novelas, esta vez escrita y dirigida por Juan Taratuto. Se trata de Papeles en el viento, una historia más sacheriana (perdón) que La pregunta de sus ojos porque se desarrolla en el ámbito del fútbol y cuenta la historia de cuatro amigos “entrañables” y sus “chantadas” típicamente argentinas. Y si bien Taratuto es un narrador capaz que demostró pericia para la comedia en Un novio para mi mujer -ayudado por una Valeria Bertuccelli espléndida y un libro del buen guionista Pablo Solarz- y sensibilidad para el drama en La reconstrucción, no le alcanza la magia para levantar un material que ya de por sí resulta bastante complicado. La historia: Fernando (Diego Peretti), Mauricio (Pablo Echarri) y El Ruso (Pablo Rago) son tres amigos de la infancia que comparten su pasión por Independiente y también la tristeza por la muerte de su otro amigo, El Mono (Diego Torres). El amigo muerto dejó una ex mujer (Cecilia Dopazo) muy enojada por el tendal de deudas y también una hijita que ellos quieren seguir viendo. El único capital que dejó El Mono es un jugador de fútbol mediocre que juega en un equipo de Santiago del Estero y que compró en su momento con el dinero de una indemnización. Así los tres amigos intentarán vender a ese jugador invendible para asegurar el futuro de la hija de El Mono. La premisa no es mala: una comedia con cierta crítica a los chanchullos del mundo del fútbol, con representantes chantas, periodistas corruptos, jugadores patadura y tres amigos que pondrán a prueba su fidelidad. Pero los diálogos impostadamente argentos que no terminan de resultar naturales, los agujeros en la trama, que está colgada de un pincel -que un Campanella tal vez habría corregido-, y cierta moral ramplona según la cuál los ricos son garcas y los pobres -o más bien la clase media venida a menos, porque no hay pobres en la película- también son garcas pero con buenas intenciones y las mujeres son todas unas hinchapelotas, hace de Papeles en el viento un espectáculo bastante difícil de tragar. Después está lo predecible no sólo de las vueltas de tuerca de la historia sino también de los chistes, que se ven venir desde tres líneas de guión antes, y el trabajo de Pablo Rago con una dentadura postiza que te saca de la película constantemente. Es una pena porque -y esto es un lugar común, pero no por eso menos cierto- el fútbol ha sido representado pocas veces bien en el cine argentino y si algo sabe hacer Sacheri, con todas sus limitaciones, es captar ese ambiente con sus códigos, con sus grandezas y sus bajezas. Y Taratuto es, a su vez, un director seguro dentro de la no tan extensa nómina de tipos capaces de hacer buen cine de género y popular en Argentina. La sociedad, en este caso, no funcionó.
Los chanchullos del deporte En los papeles pareciera que Foxcatcher sigue la senda inaugurada por Bennett Miller en Moneyball, su extraordinaria anterior película, y si bien las dos tienen muchos puntos en común -sobre todo en lo temático-, sorprende la diferencia de tono y de ritmo. Comparando a las dos películas uno puede notar el talento de Miller para contar historias que requieren distintos enfoques estéticos pero manteniendo siempre el clasicismo, el cuidado en los detalles y una cadencia firme. En Foxcatcher, Miller vuelve a los arrabales del deporte. En este caso, la lucha libre. Y con arrabales, me refiero a que no se trata esta de una película deportiva en el sentido estricto como podría ser Any Given Sunday, Rocky o, incluso, Karate Kid. Acá no importa demasiado si el protagonista consigue su medalla de oro ni tampoco el momento climático está en el enfrentamiento final con un rival. La historia que cuenta Miller es la de tres personajes inmersos en ese mundo: Mark Schultz (Channing Tatum), un hosco y solitario campeón de lucha libre que busca repetir en los Juegos Olímpicos de Seúl ‘88; su hermano David (Mark Ruffalo), también campeón y ahora entrenador, más “normal”, que lo eclipsa involuntariamente; y el enigmático millonario John du Pont (un muy distinto Steve Carell), que arma un gimnasio en su mansión para entrenar a jóvenes luchadores y se relaciona de una manera bastante peculiar con David. A diferencia de Moneyball, que tenía entre sus guionistas al muy parlanchín Aaron Sorkin, Foxcatcher tiene un tono muchísimo más ascético y un ritmo más reposado. El enigma está depositado en los personajes: desde el principio nos preguntamos qué onda con Mark Schultz y, sobre todo, cuáles son las motivaciones ocultas de John du Pont. Esos misterios son los que nos llevan de las narices y nos sumergen en un mundo de cuerpos luchando, casi abrazándose con un homoerotismo a veces sugerido y otras veces un poco más que eso. Foxcatcher es tan compacta y, podría decirse, perfecta, que Steve Carell por momentos aparece como una arruga en la media. John du Pont es un personaje extraordinario dibujado por un guión inteligentísimo y animado por un Miller que es un capo para manejar a los actores (todos están muy bien siempre y hay que recordar que le dio a Philip Seymour Hoffman su único Oscar, por interpretar a Truman Capote), y Carell logra despojarse de su aura de actor de comedia y hacer un papel “serio” y contenido, pero le juega en contra ese maquillaje y su rictus que lo hacen parecer un Vito Corleone con uniforme Adidas. De todas formas, y más allá de ciertos momentos en los que el trabajo de Carell -y en menor medida de Tatum, que está un poco Osvaldo Laport- representa un ripio en una narración fluida, Foxcatcher es una rareza hermosa, melancólica y trágica que pone a Bennett Miller, con apenas tres películas en su haber, en el lugar de uno de los realizadores fundamentales del cine norteamericano clásico, al menos de su generación.
Quién da más Una comedia negra con sangre y mutilaciones. Un crítico norteamericano calificó a Cheap Thrills como una mezcla de Jackass y Michael Haneke, pero lo cierto es que la ocurrencia dice más sobre la creatividad de ese crítico que sobre la de la película. Por supuesto que la premisa es muy similar a la de Jackass y que por momentos recuerda -lejanamente- a Funny Games, pero el director debutante E.L. Katz y los guionistas David Chirchillo y Trent Haaga no tienen nada que ver con el director austríaco y, lo que es peor, hay cierta obvia crítica social que en Jackass está felizmente ausente. Craig Daniels (Pat Healy) es un padre de familia que acaba de perder su trabajo el mismo día que recibe un ultimátum para pagar lo que debe de alquiler y no quedarse en la calle. Sin rumbo, hace una parada en un bar para tomar algo y juntar coraje antes de volver a su casa. Ahí se encuentra con Vince (Ethan Embry), un ex compañero del secundario al que hacía mucho no veía, un tipo algo más aventurero y bohemio que él. Entre tragos y confesiones, los dos se cruzan con una pareja peculiar: Colin, un millonario juguetón (David Koechner), y Violet (Sara Paxton) su bella novia, joven y caprichosa. Pronto empezará un juego perverso: Colin les ofrece dinero para que cumplan diferentes prendas (de ahí el parecido con Jackass) y divertir así a su novia. Las prendas empiezan siendo apenas travesuras inocentes y, como se imaginarán, se van volviendo cada vez más violentas, sanguinarias y escatológicas. Craig (Pat Healy) sufriendo como en toda la película Craig (Pat Healy) sufriendo como en toda la película Cheap Thrills es una comedia negra más parecida a la excelente Very Bad Things que a Haneke, aunque mucho menos extrema y divertida. Y aunque hay un par de escenas que excitan el morbo y provocan una mezcla de gracia y disgusto, termina enfocándose en la alegoría moral de dos tipos que acaban enfrentados hasta la mutilación y la muerte por un poco de plata. Cuando la historia se concentra en un lugar cerrado -la mansión del millonario, adonde van los cuatro personajes a continuar con el juego perverso- es cuando hay ecos lejanos de Funny Games, pero en realidad nada que ver: las dos “víctimas” no están ahí contra su voluntad y tampoco hay una meta narración ni una interpelación al espectador. Cheap Thrills, como finalmente su título indica, apenas contiene sobresaltos baratos. De todas formas, cuando la historia no busca remarcar la crítica evidente y se pone más lúdica, la película alcanza sus mejores momentos. Al final, en su poco menos de hora y media, termina siendo un entretenimiento sin demasiadas pretensiones. Llega fin de año y las distribuidoras (CDI Films en este caso) lanzan las películas que les quedan, un poco a la marchanta, generalmente pequeñas o viejas. Cheap Thrills es de 2013, ya está para bajar ilegalmente por internet y probablemente no merezca mucho más que una visión hogareña, fumando algo y tomando un vino. Pero se estrena en 40 salas de todo el país (10 de ellas en la ciudad de Buenos Aires). Una oración aparte merece la calificación: una inexplicable sólo apta para mayores de 18 años con reservas. Ni se asusten ni se ilusionen: no es para tanto.
Seguramente sea injusto empezar esta reseña diciendo que The Drop es la última película de James Gandolfini, porque ése es un peso que la película no soporta y con el cual avanza torpe, boqueando en busca de aire como el propio actor, que murió unos meses después de terminar el rodaje durante unas vacaciones en Roma. Pero los avatares fortuitos de la muerte no deberían nublarnos el juicio: The Drop es la cuarta adaptación de una obra del escritor Dennis Lehane (las primeras tres son nada menos que Mystic River, Gone Baby Gone y Shutter Island), la primera que adapta él mismo, y está protagonizada por un Tom Hardy en quien sí hay que depositar todo el peso de la historia. The Drop es un policial íntimo, un thriller seco y oscuro, un drama sutil. El epicentro es un bar de una Brooklyn algo irreal y desierta cuyo dueño es Cousin Marv (Gandolfini), un tipo que tiene trato con la mafia chechena o a quien la mafia chechena obliga a hacerle algunos favores. Cada ciertas noches, llegan al bar pilas de billetes de procedencia ilegal que luego cambian de mano. Como el Bada Bing! de Los Sopranos o el Orlando’s de The Wire -algunos de cuyos capítulos también escribió Lehane-, pero más pequeño y solitario, como la propia película. En ese bar trabaja como barman Bob (Hardy), un tipo que gracias a un par de trazos del guión suponemos tranquilo y de buen corazón. La película tiene un arranque doble: por un lado, dos ladrones armados entran una noche al bar y roban el dinero, lo que pone a Marv y a Bob en problemas con la mafia chechena; por el otro, Bob encuentra a un perrito golpeado y abandonado en un tacho de basura y conoce así a Nadia (Noomi Rapace), y se enfrenta a Deeds (Matthias Schoenaerts), el anterior dueño del perro. Las dos líneas narrativas no terminan de juntarse pero funcionan para revelar las personalidades de Marv y de Bob que, finalmente, son el nudo de la película. En ese sentido, resulta mucho más interesante la de Bob, quizás por el gran trabajo de Tom Hardy. James Gandolfini compone a un Marv demasiado parecido a Tony Soprano aunque más cansado y crepuscular. No es una fea despedida pero yo prefiero toda la vida al sensible y tierno Albert de Enough Said, su anteúltima película. No hay que buscar sorpresas en The Drop porque las vueltas de guión son bastante naturales y evidentes. Es oscura pero no es cínica, es violenta pero pudorosa, es un policial con pocas balas y tiene algo de humor pero, como se imaginarán, no mucho. Lejos de las anteriores adaptaciones de Lehane -seguramente lejos de la próxima, una historia sobre la época de la Ley Seca que dirigirá Ben Affleck-, The Drop sin embargo es una película pequeña y atendible.
Hay momentos inolvidables en cada biografía cinéfila y uno de los míos ocurrió en marzo de 2005 durante el 20º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En ese entonces había una sección llamada Vitrina argentina que reunía una enorme cantidad de cine nacional: más de 70 películas se estrenaron ahí ese año. La sección era inasible y, tomando un vino con Goyo Anchou en la fiesta de inauguración –era uno de los programadores junto a Diego Trerotola–, le hice la clásica pregunta que solemos hacerles en confianza a los que programan un festival: “¿Qué hay de bueno?”. Goyo tiene un gusto un poco extremo, que comparto, y no dudó: “Mirá Bosques, es un mediometraje”. El Perro Molina (Daniel Quaranta) a punto de matar un chancho El Perro Molina (Daniel Quaranta) a punto de matar un chancho Pasaron casi diez años de ese momento y el cine argentino ya es otro. Pero en 2005 una película como Bosques era un OVNI: ficción con pátina de documental, actores no profesionales y escenarios naturales del conurbano profundo –el título hace referencia a la localidad del partido de Florencio Varela–, una historia de sexo y violencia y la mirada de alguien que no estaba de paseo turístico para mostrar la marginalidad, como Trapero o Caetano, sino que convivía con ella. El director era alguien llamado José Celestino Campusano. Tres festivales después, en 2008, se estrenó en la Competencia Internacional del mismo festival Vil romance, el primer largo de ficción de Campusano, una historia trágica de pasión gay entre un tipo duro y un jovencito frágil en la localidad de Ezpeleta. Campusano fue abonado al Festival de Mar del Plata y ahí se estrenaron todas sus otras películas: Vikingo, Fango -por la que ganó el premio al mejor director-, Fantasmas de la ruta y, en el de este año, El Perro Molina, que se estrena hoy. Los detractores seguramente dirán que todas sus películas son iguales, los defensores decimos que toda su obra es una gran película, una especie de comedia humana suburbana con personajes que se repiten e historias parecidas: siempre hay algún tipo con códigos que cometió delitos graves en su juventud y ahora quiere redimirse, jóvenes desesperados y peligrosos, prostitutas marginales, policías corruptos y casas derruidas. Su gran virtud es el ritmo narrativo. Campusano tiene un talento único para contar sus historias, muchas de ellas corales y con varias líneas argumentales que se entrecruzan. Hasta Fantasmas de la ruta, una película de tres horas y media, es apasionante y frenética. Y también es un experto en encontrar personajes: los no-actores son únicos, singulares y aunque frecuentemente actúan mal, su presencia es irremplazable. En Tres D, la segunda película del cordobés adoptivo Rosendo Ruiz –en realidad es oriundo de San Juan–, Campusano hace de sí mismo y discute con una espectadora que dice que no le gustó Fango porque está mal actuada: “La mayoría de las películas de Hollywood que ves están mal actuadas y no te das cuenta”, se justifica. Como se ve, esos diálogos por momentos melodramáticos dichos con mucha dificultad por gente real forman parte de la estética de Campusano y habría que ver si sus películas son apasionantes a pesar de las malas actuaciones o precisamente gracias a ellas. El caso de El Perro Molina no escapa a las generales de la ley: Antonio Molina (Daniel Quaranta) es un tipo duro que estuvo preso en su juventud y ahora pretende vengar el asesinato de unos hermanos con la ayuda de un joven valiente pero inexperto (Damián Ávila); en el camino se cruza con Ibañez (Ricardo Garino), un policía corrupto que le exige que ajuste cuentas con Calavera (Carlos Vuletich), un cafishio que prostituye a Natalia (Florencia Bobadilla), la mujer de Ibañez. El Perro Molina es un western suburbano, apenas un capítulo más en esa gran novela que está construyendo Campusano. No el mejor, quizás, pero en sintonía con toda su obra.
Imaginemos una película cubana de zombies. Todas las películas de zombies, desde Romero para acá, tienen una connotación política. Desde Night of the Living Dead y su protagonista negro que termina víctima de un escopetazo, hasta Dawn of the Dead y los zombies en el shopping como metáfora de la sociedad consumista. Entonces una película de zombies ambientada en La Habana siglo XXI es muy prometedora. Juan de los muertos es una coproducción cubano-española ambientada en La Habana. Es una comedia de zombies –al estilo Shaun of the Dead o nuestras Plaga Zombie– que además baja una línea política. El protagonista es Juan (Alexis Díaz de Villegas), un buscavidas cubano que fantasea con irse a Miami en balsa. Después de un prólogo costumbrista de la vida en La Habana, aparecen los zombies que salen de un Comité de Defensa de la Revolución. Según la historia oficial -según Granma- los zombies son contrarrevolucionarios. En honor a la verdad, Juan de los muertos nunca termina de funcionar en sí misma. Los gags son de película argentina de los ‘80. Como género de terror tampoco funciona y como metáfora crítica es un poco evidente y tampoco se termina de jugar. Sin embargo hay algo en Juan de los muertos que entusiasma. Los zombies bajo el agua -quizás robados de Piratas del caribe- y cierta cuestión zumbona del protagonista, que recuerda a un Alberto Olmedo, la transforman en algo a tener en cuenta. Sin dudas, es fácil sobrevalorar a una película cubana de zombies que no es un desastre. Juan de los muertos le ganó el Goya a la mejor película iberoamericana a la paraguaya 7 cajas y a la argentina Infancia clandestina. Es la mejor de las tres, sin dudas, pero le falta algo. Quizás le falta olvidar su origen y llegar hasta las últimas consecuencias. Así como está, a Juan de los muertos le faltan cinco pa’l peso.
Dolor lo que sangra “Probé semen por primera vez a los siete años”, dice en el confesionario de una iglesia un hombre fuera de campo. El rostro del padre James (Brendan Gleeson), en primer plano, absorbe la confesión con sorpresa, disgusto y sentido del deber. Y después agrega: “Como frase de apertura es bastante buena”. La escena es extraordinaria. Es la primera, anterior a los títulos, y ya demuestra las virtudes de la película: buenos diálogos, un humor irónico finísimo, y el buceo en temas oscuros. También hay algo de autoconciencia. El comentario del cura sin dudas es el comentario del espectador: “Como frase de apertura es bastante buena”. Y lo que sigue es mejor: el confesor relata que fue violado por un cura cuando era chico y que ahora llegó el momento de la venganza. Quiere matar al padre James, aunque sabe que es inocente, no importa, su objetivo es matarlo el próximo domingo. La película es Calvario, de John Michael McDonagh, y retrata justamente eso: el calvario del padre James, la última semana de su vida. Sacerdote de un pequeño pueblo irlandés, está enfrentado al Mal, al pecado de otro cura que en algún momento abusó de un niño. Y ese niño volvió, ahora mayor, para matarlo. Edificio Alas Después de la amenaza del desconocido abusado, la película va avanzando día por día, capítulo a capítulo, lunes, martes, miércoles, hasta llegar al final previsible. Y abre el juego retratando un pequeño mundo, aquel pueblo repleto de pecadores. El guión toma una decisión inteligente: el padre James tiene una hija, estuvo casado y cuando su mujer murió se hizo cura. Eso explica que sea un tipo comprensivo y cercano a nosotros, a los pecadores. El cura recorre a los distintos personajes del pueblo: un moribundo que se quiere suicidar, una adúltera que disfruta del sexo sadomaso, un detective de policía homosexual que requiere los servicios de un taxi boy extravagante. La historia avanza en escenas sueltas, con cierto humor seco y por momentos algo de gravedad -los peores momentos-. El padre James se ve enfrentado a los pecadores de su pueblo con la espada de Damocles que lo espera al final de la semana. Calvario es una película -como se habrán dado cuenta- sumamente religiosa. Y aunque un abuso sexual por parte de un cura ponga a la Iglesia en la picota, lo cierto es que el hecho de que el protagonista sea el padre James hace que la Iglesia o al menos el catolicismo pueda ser observado desde afuera, comprensivamente. Soy judío, pero antes que eso soy ateo. Ni siquiera soy ateo: la religión me resbala. Y Calavary, una película religiosa, logró introducirme en la lógica católica gracias a su protagonista y al guión. Después están los momentos exagerados, caricaturescos, algo graves. McDonagh y Gleeson logran llevar adelante la película la mayor parte del tiempo pero por instantes resbalan y la música o ciertas elecciones estéticas cerca del final llevan al filme más para el lado de la solemnidad que del humor. Es una opción complicada y es cierto que la película no es una comedia, pero es muy evidente todo lo que pierde cuando se pone grave. Aún así, es inteligente e interesante, aún para los que no somos religiosos y mucho menos cristianos.
Después del adulterio Gran debut como cineasta del director de la serie “En terapia”. Tres años después de su estreno en la Quincena de los Realizadores del Festival de Venecia, llega a los cines La infiel, opera prima del israelí Eitan Tzur - showrunner de la segunda temporada de la serie BeTipul, en la que se basó In Treatment y la argentina En terapia-. El título en Argentina es equívoco: esta no es la historia de una mujer infiel sino la de un hombre cornudo; un drama liviano con toques de comedia negra y policial. Con una puesta en escena sencilla pero pensada, La infiel cuenta la historia de Ilan (Yossi Pollak), un prestigioso profesor de astrofísica en el Technion, que está casado con Naomi (Melanie Peres), una joven hermosa treinta años menor. Un día Ilan descubre que Naomi lo engaña con un hombre previsiblemente más joven y, lo que es peor, parece bastante enamorada de él. Le cuenta el descubrimiento a su madre (la genial Orna Porat), una anciana vital de 80 años que lo aconsejará más como un amigo que como una madre. Y en lugar de enfrentar a su mujer, decide llevarse por sus impulsos y enfrentar al amante. Conviene no adelantar lo que ocurre en el primer punto de giro, aunque tal vez no sea tan sorprendente. Lo que sí sorprende es lo que sigue: cómo Ilan y, sobre todo, su madre, lidian con lo ocurrido. La narración es impecable y navega alternadamente entre el drama, el policial y la comedia seca sin perder en ningún momento la tensión. Los diálogos entre Ilan y su madre, la presencia amable pero amenazante del amigo policía (Suhel Haddad), la pipa como objeto dramático, los silencios y las miradas entre Ilan y Naomi, son detalles que integran una trama casi perfecta, tan bien escrita y contada que permite adivinar siempre qué hay detrás de lo que se está diciendo. Para cuando la película llega al último acto, la trama está tan bien construida que los diálogos van por un lado -casual, cotidiano- y lo que nosotros sabemos que los personajes piensan, va por otro. Una sutileza que en este caso está totalmente despojada de complejidad: no hay cosas que no se saben, sino cosas que no hace falta decir para saber. El mérito es de los cimientos firmes erigidos en los primeros dos tercios. Con ecos del Woody Allen de Crímenes y pecados y sin dudas algo de la puesta en escena televisiva y eficaz de En terapia-y esas escenas largas entre dos o tres personajes-, La infiel es una película pequeña, atrapante y recorrida por un bienvenido tono zumbón que articula perfecto con su aparente sencillez.
Digna secuela Aun sin el vuelo de la primera, vale la pena. Tres años después de esa gran comedia de acción sobre unos niños superhéroes sin poderes que fue Kick-Ass, basada en el comic de Mark Millar y John Romita, Jr., llega esta secuela que sufre porque sus protagonistas han crecido y perdido encanto y porque privilegia la comedia adolescente por sobre la película de superhéroes y no termina de estar a la altura de la propuesta. Aun así, Kick-Ass 2 va de menor a mayor y deja un regusto agradable. La breve escena posterior a los títulos hace esperar con ansias la tercera parte, que según sus creadores será la última. Kick-Ass 2 empieza con una referencia clara a su predecesora: Hit-Girl está en un terreno baldío a punto de dispararle a Kick-Ass para probar el chaleco antibalas. Así se presenta la inversión de roles de Hit-Girl: de aprendiz de su padre Big Daddy en la película anterior a entrenadora de Kick-Ass en esta. Pero después de un prólogo típico de entrenamiento y lucha, la película entra en un pozo. Hit-Girl vive con su padre adoptivo, el detective Marcus Williams, que quiere que ella haga una vida normal y no vuelva a disfrazarse de superheroína. A Kick-Ass le pasa lo mismo con su padre, aunque sale a escondidas y se une a un pintoresco grupo de aspirantes a superhéroes liderado por el coronel Stars and Stripes. También está el villano: Chris D’Amico, que quiere vengarse de Kick-Ass por haber matado a su padre. Con ese planteo, las virtudes de la primera tardan en aparecer. Toda la subtrama de estudiantina no hace otra cosa que demorar un desenlace evidente. Pero aun sin la sorpresa de la original, Kick-Ass 2 es una digna secuela con momentos inolvidables: un Christopher Mintz-Plasse desatado, un Jim Carrey distinto y una genial pelea entre Hit-Girl y Mother Russia que confirma que lo mejor de la serie es Chloë Grace Moretz.