¿Qué ocurre mientras evitamos las conversaciones que no queremos tener? Los tropiezos del lenguaje y los errores del ser humano se entrometen para mostrarnos lo empecinada que puede ser la vida. La camilla que no se desliza, un mal uso de palabras, el pollo congelado que nos recuerda lo que carecemos. Manchester junto al Mar (Manchester by the Sea) hurga en estos detalles como vías para hablar ladeadamente de lo que importa. Para evitar spoilers con detalles, la película trata sobre cómo los personajes enfrentan la muerte desde la evasión. En diversos momentos, Lee (Casey Affleck) le responde a Patrick (Lucas Hedges), su sobrino, que no tiene que hablar de “eso” en ese momento. Como si postergando tal conversación importante, no tuvieran que pensar al respecto. Pero la vida se impone, así como lo hacen las palabras que usamos. Ante tales usos, como espectadores podemos soltar alguna risotada durante el filme con la conciencia de la ironía ante la que estamos. La película no sería lo mismo si el guión de Kenneth Lonergan no estuviera desgranado por las actuaciones tan agudas de todo el elenco. Es posible que Casey Affleck confunda como Lee, pero esto ocurre porque es un personaje que se ha puesto una coraza gruesa ante el sufrimiento por el que pasó. Por lo tanto, Affleck sutiliza su voz y sus expresiones con gestos parcos, pero hay inflexiones que lo delatan. Michelle Williams tiene en la esposa de Lee un personaje breve, sólo que lo explaya con detalles resonantes. Ella abre, si podemos llamarlo así, el corazón de la película para permitirnos entrever los sentimientos embotellados por ambos. Habría que notar en esta última escena entre ellos en donde no refieren lo que ocurrió, sino qué quedó de ellos. Como si hablando de las cenizas, olvidaran el fuego. Tampoco se quedan atrás Lucas Hedges, Kyle Chandler y Gretchen Mol. Hedges traza en sus travesuras cierta indiferencia ante lo que ocurre, pero tal rebeldía silenciosa descubre sus conflictos. Chandler tiene un papel en apariencia callado, sólo que exprime su aparente pasividad siendo el contraste de Lee, su hermano. Y Mol se beneficia de tener en su personaje un cambio fundamental entre la primera parte de la película y la segunda. El elenco, ensamblado con sutilezas, fue nominado a los Screen Actor’s Guild. Por su parte, la música entrama un muy sutil concierto de emociones contenidas. Es por las propias piezas escogidas, y no usualmente por las palabras dichas por los personajes, que drenamos lo vivido como espectadores. El filme fluye entre recuerdos, silencios e, incluso, un sueño. Éstos tienen una textura íntima que agolpa lo callado tantas veces. El humor se entremezcla con la incomodidad de los cotidiano para sobrellevar el dolor. Reímos y lloramos para drenar lo que las palabras no satisfacen. Si nos evadimos por un instante para no seguir en las honduras de la película, recordemos que está nominada a seis premios de la Academia, a celebrarse el domingo. Pero es dudoso que gane más allá de Mejor Guión y Mejor Actor. Incluso en estas categorías tiene competencia fuerte si los académicos quieren mandar un mensaje racial y favorecer a Denzel Washington por encima de Affleck, o reconocer el guión del tren imparable que pareciera ser La La Land (2016).
Hay un famoso dicho que reza: “Ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón”. Podría decirse que de esta premisa parte Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016) que acaba de ser estrenada en las salas argentinas. Desde que la película comienza, la cámara entabla una complicidad con nosotros, los espectadores. La primera escena reconstruye el recorrido diario de una de las encargadas de un banco. Las imágenes se desplazan con fluidez para tentarnos, incluso; tentarnos a seguir observando y ser consumidos por la emoción. Después, con el desarrollo de la trama, y mientras conocemos a Tanner (Chris Pine) y a Toby (Ben Foster), caemos en cuenta de que también está siendo empleada la inteligencia en este plan, y no por llevar a cabo un robo, sino por cómo llevarlo, a quién perjudicar al final en todo esto. Esta historia, donde los hombres están tan presentes, no exuda un machismo como sería de esperarse. Mackenzie no se intimida en mostrar el cuerpo desnudo del hombre a las puertas de su retiro en el caso de Marcus (Jeff Bridges), en contraste con la energía sexual de Toby o la calma de Tanner. Cada uno tiene su temor que lo acompaña. Y aunque los roles de las mujeres son circunstanciales, dejan en claro su valor en la trama. Tienen cierta tristeza en sus ojos, aún la camarera, quien es la más animosa. A fin de cuentas, esta historia texana muestra todas las aristas de un robo, y no solamente desde el punto de vista de los perseguidos y los perseguidores. Tampoco olvida que todo robo viene dado por la presión que ejerce el contexto económico. No se trata de víctimas aquí, sino de personas que intentan subsistir. Todos lo intentan desde su trinchera. Como curiosidad, la película acaba de ser nominada a cuatro Oscars: Mejor Película, Mejor Actor de Reparto para Jeff Bridges, Mejor Guión Original para Taylor Sheridan y una muy merecida para Mejor Edición. Es improbable que gane en alguna de estas categorías, pero son nominaciones donde la película adquiere valor. Los giros de la trama son contados con precisión y el elenco, encabezado por Bridges, se amalgama con naturalidad.
Nuestros Hijos (I nostri ragazzi) empieza con un accidente ocasionado por la terquedad de un hombre que iba con su hijo en el auto. Tal terquedad nos lleva a conocer al médico que cuidará al niño en su estadía en el hospital y, poco a poco, a la familia de este médico. La casualidad del comienzo nos hace pensar en que habrá un asomo siquiera a reflexionar sobre la violencia cotidiana de hoy en día, pero la trama nos va decepcionando de a poco. El filme es una adaptación de la novela de Herman Koch llamada The Dinner (2009). Los guionistas de la película, Valentina Ferlan y el propio director, hacen algunos cambios en la trama como, por ejemplo, enfocarla desde el punto de vista de Paolo (Luigi Lo Scascio), médico, aunque en la novela éste es profesor de Historia, y no la enfocan en su hermano Massimo (Alessandro Gassman), que es abogado. Ello hace que cada personaje esté cerrado en sus posturas ante la vida, en sus propias trampas rutinarias que los hace subsistir eventualmente. Tal vez la más abierta de todos los personajes sea la esposa de Paolo, Sofía (Barbora Bobulova), quien no se queda de brazos cruzados e indaga en los secretos que esconde su hijo Michelle (Jacopo Olmo Antinori) y, a la vez, sabe enfrentar a Paolo cuando es necesario. A fin de cuentas, no sabemos si el título de la película se refiere a los hijos de Paolo y Massimo o a éstos, los padres, quienes evidentemente también son o fueron hijos. Pero el filme no hace alusión a esta ambigüedad sino por ese final exagerado que empobrece lo que veníamos viendo. No hay matices en esta historia y la reacción final acentúa tal llaneza: todos terminamos siendo violentos. El guión carece de ambigüedades al mostrar quién cometió el crimen y cómo actúan los padres al respecto. Al salir de la función, es difícil reflexionar más allá de esta pretendida sorpresa del final que busca el impacto. La película participó el año pasado en la Semana del Cine Italiano y, como dato curioso, Oren Moverman dirigirá una adaptación este año con un apetitoso elenco conformado por Richard Gere, Laura Linney, Rebecca Hall, Chloe Sëvigny y Steve Coogan, entre otros.
¿Cómo le enseñaremos a nuestros hijos sobre la sociedad? ¿Cómo nos enseñaron a nosotros lo que aprendimos? Capitán Fantástico (Captain Fantastic, 2016) cuestiona los pilares educativos sin dejar de cuestionarse a sí misma. ¿Quiénes somos en medio de esta sociedad consumista y quiénes hemos dejado de ser? Hace un tiempo, la familia de Ben (Viggo Mortensen) se mudó con él al bosque buscando nuevos métodos de enseñanza para sus hijos y para aliviar la condición de la madre que padecía un trastorno bipolar. A medida que transcurre la película, nos damos cuenta de que el método de enseñanza es impositivo pero como tiene en sus bases programas de lectura fundacionales para la formación del alma y tiene algunos resultados favorables, nos cuestiona sobre cómo aprendemos en la escuela, en la universidad y, en general, en el transcurso de los días. Todo esto se desarrolla con una gracia a ratos punzante. En un momento celebran el Día de Noam Chomsky, a pesar de que Rellian (Nicholas Hamilton), uno de sus hijos menores, preferiría celebrar la Navidad como las demás personas. Escenas como ésta dan cuenta de que el guión cae en giros previsibles al mismo tiempo que los desarrolla con inteligencia. Ben le permite a Rellian rebatir sus puntos sobre por qué celebrar a una figura creada por la fe antes que celebrar los logros de un ser humano. No olvidemos tampoco el momento donde la familia visita la ciudad por una causa mayor y se encuentran con tanto consumismo personificado en la gordura extrema de quienes los rodean. Ciertamente en Norteamérica los problemas de sobrepeso son serios, pero la sociedad consumista no está delimitada por países. Varía según las latitudes. Al final, los resultados en la mejoría de la enseñanza de sus hijos son tan evidentes como el empeoramiento de otros factores lo que conlleva a una transformación de toda la familia. Así lo demuestran las actuaciones comprometidas de los involucrados. Mortensen lidera con firmeza al grupo, pero ni siquiera los menores se ven opacados por él. Podría decirse lo mismo de los aspectos técnicos del filme. La banda sonora celebra una y otra vez la vitalidad de estos personajes y de lo que buscan en su viaje, así como el vestuario de tonos brillantes (verde oliva, rojo, celeste) destaca, más que sus personalidades, lo que cumplen ellos dentro de la historia. Recientemente, Mortensen fue nominado al Independent Spirit en la temporada de premios que comienza en Estados Unidos. Esta nominación se suma al premio por dirección de Matt Ross en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes de este año y su recorrido por otros como el de Seattle.
¿Cómo hablamos de lo difícil? Ésta es una de las preguntas que surge al ver Corazón Silencioso. El filme de Billie August no esquiva tratar, no sólo estos temas, sino temores, decisiones y estados de ánimo también. La trama parte de una reunión familiar de fin de semana después de la decisión que toman los involucrados sobre la salud de la madre. Todos los familiares quieren una ‘fiesta’ que se dé lo mejor posible, pero no tardan en salir las dudas en torno a la decisión. En tales dudas, August cae en los vericuetos de una telenovela. Los secretos salen a relucir y las mentiras son descubiertas. Es el tono comedido de la película y las actuaciones los que controlan tales giros. Los planos iniciales de los alrededores de la casa esbozan un ambiente taimado donde nos vemos tentados a adentrarnos. Planos posteriores de paisajes vistos desde la casa nos recuerdan que toda quietud es quebradiza. Por otro lado, hay actuaciones que sugieren con gestos cotidianos como los de Heidi (Paprika Steen) quien no se conforma con cruzarse de brazos en situaciones incómodas. Ella indaga en sus reacciones ante el personaje de su madre e incluso se relaja junto con los demás en una escena franca donde todos fuman porro. En esto, una de las fortalezas del guión es que no pretende resolver esta relación distante entre ellas. La muestra tal cual como es, con sus asperezas e inseguridades. Las actuaciones de Ghita Norby como Esther, la madre, y Morten Grunwald como Poul resuenan porque son más calladas, aunque llevan el dramatismo que moviliza la película. Afrontan sus escenas con calma. Danica Cursic, quien interpreta a Sanne, tiene el papel que puede caer con mayor facilidad en lugares comunes por los cambios de ánimo. No sale tan airosa como los demás, pero tiene momentos valiosos con su hermana Heidi y con su madre. Steen ganó en 2014 la Concha de Plata como Mejor Actriz en el Festival de San Sebastián. La película también ganó varias categorías en los premios daneses Bodil de 2015, entre ellos Mejor Película, y Mejor Actriz para Danica Cursic. Al final, los espectadores saldrán de la película movilizados y resignados. Es el proceso al que nos obliga algo tan íntimo como lo es la enfermedad, aunque la película no haga de sus personajes unos mártires.
En principio, hay que hacer la aclaración de que no se trata de la película de terror Los inocentes estrenada a mediados de este año en Argentina. Ésta es dirigida por varios, entre ellos Carlos Alonso-Ojea y es española. Uno se pregunta al salir de la función que moviliza a Mathilde (Lou de Lâage) a ayudar a las monjas del convento en su viacrucis. Por encima de la humanidad que ella demuestra con su ayuda, está arriesgando su vida con soldados a quienes les interesa humillar a las mujeres, o al menos a la mayoría de ellas. Su ayuda, también, puede justificarse con el acuerdo que jura todo médico de ayudar a quienes lo necesiten, pero en el caso de ella ya está comprometida con la Cruz Roja. Sea como sea, la historia se guía por esta humanidad que contrasta con la fe de las hermanas del convento. Tanto la humanidad de Mathilde como la fe de las hermanas se empecina en seguir adelante, en compensarse y resolver la situación de la mejor manera posible. El obstáculo, en este caso, es la Madre Abesse, interpretada con detalle por Agata Kulesza, quien actuó en Ida (Pawel Pawlikowski), ganadora del Óscar 2013 por Mejor Película Extranjera. No cede ante sus propias condiciones y las que les impusieron a las hermanas. De esta manera, la música despierta impresiones duraderas por la presencia de un coro en la banda sonora que acentúa la grandilocuencia del drama y destaca los momentos más íntimos. Así, la música de Grégoire Hetzel le imprime un carácter trascendental a la catarsis por la que pasamos con las hermanas. Así, fe y humanidad, caras de una misma moneda, son motores de la historia que permiten entrever cómo actuamos en situaciones de crisis desde estos dos lugares. Mathilde busca las maneras de que cada mujer se sienta cómoda y que conozca a su bebé como debería ser, mientras que la Madre Abesse se va resignando poco a poco a que Mathilde actúe según cómo se ha formado. Pero esta dinámica no se plantea como una lucha, sino como dos maneras de ver la vida y de interactuar. Por otro lado, la debilidad de la película reside en el final que se dilata en un bienestar por parte de las hermanas con una escena en cámara lenta, en donde la misma resulta innecesaria considerando que ya hemos tenido tal sensación con la carta que lee Mathilde.
Es evidente que en esta historia hay una lección moral que espejea tanto al alumno de Nadezhda (Margita Gosheva) que roba el dinero, como a la misma profesora por lo que le corresponde vivir a lo largo de la película. He aquí el meollo del asunto, el corazón de la historia que nos agarra desprevenidos una y otra vez ante las decisiones por las que pasa el personaje. Su crisis pasa de ser moral a ser una crisis existencial en el momento cuando se enfrenta inesperadamente con la situación de clases; ese momento cuando descubrimos quién fue, pero no por una cuestión de culpa, sino de identificación, de reconocer nuestras faltas en el otro. De esta forma, este conflicto profundo se expande por la película de una manera paulatina y callada, sin alardes de música. Lo único que nos destaca la decadencia de Nadezhda es la cámara, a ratos agitada, que la sigue. Por otro lado, la actuación de Gosheva muestra con sutilezas su crisis. Su búsqueda incesante por resolver la situación de su familia y la del aula es retratada casi con frialdad, pero una frialdad quebradiza que en sus grietas deja entrever la inestabilidad por la que está pasando. Los conflictos con su padre, el chiste con la nueva esposa de éste, el recuerdo de su madre, todos son demarcaciones, límites que nos vuelven más precisas las necesidades y las incertidumbres del personaje. Así, el guión elabora un trazado puntilloso de las condiciones que la llevan a ella a estar donde se encuentra. Esta sacudida que nos da el filme viene también del proceso de enseñar en sí. Queriendo enseñarle a sus alumnos lo que significa la justicia, Nadezhda termina enseñándonos a nosotros lo que es alejarse de tan pretendida justicia. Tal proceso de enseñanza no se siente didáctico ni moralizante, sino que complejiza las inquietudes de todos los involucrados, pero de ella sobre todo. El elenco que apoya su actuación tiene momentos resonantes como las conversaciones con el esposo o las discusiones con el padre. Además, atrás no quedan sus intentos vanos de enseñar inglés, de enseñar el idioma y trabajar con éste, pero todo esto está matizado con la verdadera crisis que opaca las búsquedas profesionales de Nadezhda. Así, el descenso de ella hasta lo más profundo de sí nos desprovee de certezas cuando llega el final. ¿Qué podemos hacer ya cuando nuestras acciones no se pueden distinguir de lo que solíamos ser?
Es un tremendo placer ver una película así. Su ligereza se puede confundir con superficialidad, pero se trata más bien de un encuentro entre familias y amigos; un encuentro que tiene sus desencuentros. En la amistad de los personajes principales Tony (Michael Barbieri) y Jake (Theo Taplitz), se manifiesta una fidelidad valiosísima por encima de los conflictos entre las dos familias; un conflicto que viene dado por circunstancias externas de necesidad en ambos casos. Pero esto no impide que surja un vínculo interesante entre los dos amigos. Es, además, una oportunidad para Taplitz y Barbieri en la que ambos exploran sus personajes con una riqueza que no suele verse en actuaciones infantiles. Jake es más introvertido, mientras que Tony procura incentivar la diversión que busca haciendo un taller de actuación y compartiendo con amigos. No menos interesante es la dinámica familiar que sostiene a cada niño. Por un lado están los papás de Jake, interpretados por Jennifer Ehle y Greg Kinnear en unas íntimas actuaciones donde resuenan más las miradas y el silencio que lo dicho. Ellos están entregados a sus trabajos pero comparten con su hijo en las cenas y los fines de semana. Por otro lado, está Leonor quien Paulina García interpreta con una callada contención. Cada una de sus palabras quieren decir mucho más que lo dicho. Y su oficio de costurera y diseñadora se mantiene hogareño y cálido para la crianza de su hijo. Cada una de las profesiones u oficios de los padres despiertan preguntas sobre los personajes. Son preguntas que el filme sugiere y que no pretende resolver, sino con los que conviven los personajes. ¿Cómo conviven Jake y su papá con la profesión de psicoterapeuta de su mamá? ¿Cómo hacen para mantenerse si el papá gana poco como actor? ¿Cómo hace Leonor para mantenerse ella y a su hijo si nunca se ve que haya mucha clientela en la tienda? Son preguntas accesorias pero que complementan a los personajes, no limitan la película. Así, la película podría verse como un homenaje a las relaciones humanas vistas desde el comienzo de la adolescencia donde comienzan a bullir, más que las hormonas, las inquietudes por lo que se avecina en la adultez. La música y la edición trabajan de una manera muy sencilla para que el filme fluya con cierta ligereza sin perder de vista la resonancia de cada momento y de cada personaje. Hay una detallada conjugación de todos los elementos, desde el guión a cada uno del elenco, desde la dirección hasta la música que interconecta escenas juguetonas. Al final, se trata de una orquesta de elementos hermosamente conjugados con sencillez y una vitalidad poco usual en el cine de ahora.
El Padre es la búsqueda de la directora de la película, que inicia un camino para esclarecer las circunstancias de la muerte de su padre, Juan Arruti. Con lo que va descubriendo, cuestiona las decisiones de su familia por silenciar lo poco que sabían. “A mí las versiones sobre su muerte me congelaron. Hoy quiero saber qué pasó”. Videos de la infancia de Mariana con su padre, su madre y su hermano. Reelaboraciones de la infancia de su padre en un blanco y negro resplandeciente. El documental de Mariana Arruti se mueve en las aguas del recuerdo con una fluidez que atrae e inquieta. Son las distintas imágenes que ella tiene de sí misma y de su padre. “Me acostumbré a esperar, a no preguntar”. El silencio y la omisión son cómplices en la historia de su padre y, en el fondo, de ella misma. Así, el documental va desentrañando su vida y la de su familia, pero sin dejar a un lado cierta poesía: la naturaleza y, en particular, los árboles como testigos de esta indagación, los videos como registro de la memoria, la vestimenta secándose como indicio de la inquietud. “Reconocer un cuerpo es ponerle nombre”. Más allá del conflicto ideológico y del misterio que rodea a su padre, está por delante el conflicto poético: cómo abordar la identidad, cómo nombrar(nos) como seres humanos. El documental asoma las preguntas ¿Somos a pesar de la omisión de los otros? ¿Quién hace nuestra historia vital: nosotros o los demás? Por eso la indagación de algunas cartas y documentos legales es un hilo al que la directora se aferra para desentrañar la historia de su padre. “¿Qué pasó con el acá?”. El documental no se divide en capítulos, como se hace en este acercamiento a él, pero las frases de la narradora son puntos de inflexión, leves reproches vitales a la memoria y al olvido. No pocas veces le preguntan a ella si recuerda algo de su padre y ella constantemente dice que no. Y esta negación pesa a lo largo del documental. Probablemente por esto, en muchas ocasiones, se nos da la espalda en los juegos memoriosos que hace la película, como si la única manera de abordar la memoria fuese a través del velo de la identidad propia. La directora busca su historia pero a través de la de su padre. Así, el acá se hace difuso; al igual que las vías del tren, se confunden, se tuercen. Entre Dorrego y Buenos Aires, entre padre y madre, el documental nos moviliza con la música sencilla de Bernardo Baraj que evade el melodrama y agolpa la emotividad. “Sólo puedo hacer suposiciones después de cuarenta años”. Al final, Arruti se conforma con lo que queda después de tanto tiempo. Toda búsqueda tiene sus frutos sin importar cuándo se emprenda. Y los logros aquí no son pocos porque esbozan una imagen del padre. Es una imagen difusa llena de dudas y de gestos, pero donde la playa evoca la ausencia e invita a recordar lo que el tiempo se ha llevado.
¿Cómo hace un hombre para vivir sin una mujer (y viceversa) en la sociedad inglesa del siglo XVIII? No pueden. No sólo por los diversos vínculos que pueden haber entre ellos sino por su interacción cotidiana. Jane Austen tenía muy claro esto y por ello explora y juega de diversas maneras con sus personajes para que siempre terminen juntos, pero no sin antes pasar por altercados y complicaciones fascinantes de vivir. No es la excepción con Lady Susan que Whit Stillman adapta con fidelidad e ingenio. Las descripciones iniciales de sus personajes condensan en un gesto y una frase las personalidades que veremos a continuación. Nos encontramos, así, ante la adaptación de una sátira que cuestiona desde distintos ángulos las acciones de una mujer, Lady Susan, decidida a sobrevivir a los obstáculos sociales. Con un humor muy refinado e ironía, Amor y Amistad (Whit Stillman, 2016) retrata la vida en sociedad de Lady Susan y sus triquiñuelas para mantener a flote a su hija y a ella. Desde el comienzo, los diálogos están cargados de un humor que desnuda las costumbres de la sociedad de esa época al poner de relieve los roles de la mujer frente al hombre. Lady Susan complota con Alicia Johnson (una divina Clhöe Sevigny) sus planes para atar a un hombre y a otro para ella y su hija. Vemos así las estrategias de Lady Susan más que para seducir, para manipular a los hombres. Aunque el filme está exento de planos memorables, sí tiene actuaciones valiosas como la de Chlöe Sevigny haciendo de Alicia y Tom Bennett de Sir James Martin. La primera aprovecha la ironía de su personaje para enriquecer su actuación con gracia y mordacidad a la vez. El segundo es el comic relief de la historia, quien condimenta los enredos de la trama con un humor más evidente. No obstante, quien no termina de convencer es Kate Beckinsale que aborda su Lady Susan con obviedad y amaneramiento, olvidando los matices que puede tener una mujer manipuladora. Otro de los aspectos fascinantes de la película es el vestuario. Con tonos estridentes, cada vestuario esboza el rol del personaje dentro de la historia. Lady Susan viste colores más opacos, incluso viste de negro, porque en el fondo, es la más dominadora de todos. Ella es quien controla a los demás personajes, sea intencionalmente o debido a circunstancias ajenas a ella. Por su parte, la música de Benjamin Esdraffo enriquece las escenas con coros que generan expectativa y dinamizan la acción. Atrás no quedan los sets y decorados de época que muestran con opulencia el nivel social de cada familia. Cumplen un papel primordial porque además Lady Susan se muda en diversas ocasiones y, así, podemos detallar sutilmente hasta dónde tiene que descender el personaje hasta acomodarse. Al final, lo importante no es quién queda con quién aunque eso parezca lo relevante en las obras de Jane Austen, sino los variados estados por los que pasan sus personajes femeninos, no sin una pizca de humor, para alcanzar lo que en el fondo desean.