Hay una gran diferencia entre pedagogía y didactismo que Agnès Varda resuelve con mucha gracia cuando se trata de hablar de su obra. Gran prueba de esto es la primera toma del documental que finaliza su filmografía. Varda por Agnès abre con un plano general de la realizadora sentada a espaldas de la cámara, pero de cara a su público, quien también aparece en escena. Lo común sería una primera imagen de su rostro benévolo, con esa mirada donde picardía y sabiduría se conjugan tiernamente. Pues no, ella está entregada a sus oyentes y, para un momento posterior, a nosotros también si ubicamos su color de cabello distintivo. Ahora, detengámonos en la pedagogía para efectos de esta obra. Se trata de una ciencia que se ampara en procesos, estrategias, métodos y técnicas de educación y enseñanza teniendo como referencia lo que es beneficioso para la sociedad en pos de la formación de un ciudadano*. Es importante destacar los límites borrosos y venidos a menos entre un pedagogo, un pedante y un didacta. Si caigo en la pedantería de referir una definición, es para ejemplificar que Agnès se distancia de esta postura. La muestra de su obra en medio de una charla resulta egótica en principio, demasiada exposición de sí, pero la realizadora mantiene la humildad llamando al escenario y dialogando con sus colaboradoras. Junto a Sandrine Bonnaire o Nurith Aviv, Agnès nos habla con goce de los privilegios que alcanzó en sus películas y de las frustraciones frente a su propia dureza. Pero tampoco es ésta una masterclass para cinéfilos o estudiantes de cine. Si no, ¿cómo se explican las inquietudes recurrentes con respecto a su vida personal? En su discurso y en la edición de la obra, la directora tiende puentes entre el feminismo, el cuidado por el medioambiente, el amor, el embarazo y la muerte con la gracia de imágenes hiladas por tres palabras: “inspiración, creación y compartir”. Con su mirada, desnuda las técnicas de filmación de algunas de sus obras, como por ejemplo los movimientos de cámara que usó para grabar a Sandrine Bonnaire. Y también muestra proyectos ambiciosos como instalaciones donde la imagen se multiplica en trípticos visuales o en estructuras donde el celuloide se trasluce para componer panoramas “interactivos”. Y desde su perspectiva, tampoco está la altanería de quien pretende conocer más. Agnès, una de las autoras célebres de la Nouvelle Vague, sabe exponer su propia curiosidad por la experimentación sin mostrarse amateur y reconoce sus influencias, como la mención a Gastón Bachelard y la presencia de los cuatro elementos en la obra de ambos. Una coincidencia para nada aleatoria sino significativa es cuánto se nos muestra a Agnès caminando durante el documental, por ejemplo: en sus videos de los noventa y principios de los dos mil como camarógrafa, en su diálogo con el equipo en las filmaciones o sus paseos por las playas. El contraste con la charla de la que parte la película es visible: en gran proporción está sentada durante esas escenas. Más allá de la edad (sobrepasaba los ochenta y cinco en estas conferencias), es inevitable no volver a la etimología de la pedantería: un esclavo que camina junto a un niño para enseñarle algo apelando a la autoridad con gestos denigrantes**. Entonces, en su origen el pedante es un charlatán caminando. Ahora, si trasladamos esto a la realizadora de clásicos como Cléo de 5 a 7, La felicidad y Los espigadores y la espigadora; su caminar y su gestualidad tienden a la ternura, al humor, a la complicidad y al autoconocimiento sin lecciones. Si concedemos por un instante que como espectadores somos niños frente a ella, se nos presenta como una abuela con quien las imágenes nos consienten, nunca para empalagarnos, sino para recordar el carácter juguetón de todo instrumento. Y sí, sería terco negar que para quien haya estudiado, seguido su obra de cerca o haya ido a alguna de sus charlas, la película pueda ser reiterativa y, este adjetivo que tanto empleamos para delatar nuestra propia indiferencia, aburrida. Pero para quienes no interactuamos con ella o siquiera vivimos sus estrenos desde la “conciencia de la adultez” (¡qué paradoja!), esta obra es una despedida generosa a una artista. Es el cierre de su filmografía con la imagen de una playa solitaria, soleada y venteada, metáfora de una creadora gozosa que ya no podrá caminar sobre la arena. Hemos asistido, todo esto sin darnos cuenta, a una pedagogía de la imagen apenas auto-engañados por la ternura.
“Al ser que está delante del espejo podemos plantearle siempre la doble pregunta: ¿por qué te miras?, ¿contra quién te miras? ¿Tomas conciencia de tu belleza o de tu fuerza?” (Gaston Bachelard, El agua y los sueños) En un nivel superficial, pareciera que Yesterday no trata más que de Jack Malick, un hombre que busca recuperar al amor de su vida ayudado por las canciones de Los Beatles. Pero basta atender al reflejo del protagonista en las superficies lisas para comprender que estamos ante su búsqueda de identidad. La dinámica del personaje con respecto a espejos y pantallas establecida por la obra configura una manera de construir un sentido en medio del éxito. Recordemos que, gracias a un accidente que afecta la electricidad en todo el mundo y que le ocasiona un arrollamiento al protagonista, Jack (Himesh Patel) es el único en el planeta en recordar la música y la letra de Los Beatles. Cuando esto se hace evidente, una seguidilla de primeros planos breves cierran con el rostro de él reconociéndose frente al espejo de su habitación. Esto lo obliga a hacer memoria para recordar las canciones de los cuatro de Liverpool en las escenas subsiguientes. No es un detalle menor que para corroborar si Los Beatles “existen”, Jack acuda a Google. No lo hace solo con la banda de Liverpool sino también con Coca Cola, Oasis y su “Wonderwall”, Los Rolling Stones, e incluso Harry Potter. Google se convierte, para los límites de la película, en una suerte de oráculo que engloba el conocimiento del mundo. Pero ya volveremos a este punto. Para el momento en el que Jack presenta nada más y nada menos que “Let It Be” a sus padres, las visitas que llegan a su casa se reflejan en un espejo convexo que deforma los rostros de los personajes secundarios. Esta segunda pista da cuenta de que el éxito que se está labrando el protagonista trasgrede lo que los otros ven en él. Este hecho lo va aislando, aunque los intentos por recuperar a Ellie (Lily James), su primera manager y amor secreto, son persistentes. El mayor logro de Boyle y su equipo es la búsqueda de planos y movimientos de cámara que nos embarguen tanto como la música del cuarteto británico. El director de Slumdog Millionaire sabe que está tratando con un tesoro de la cultura pop, pero juega a conveniencia con las canciones. El mayor signo de respeto ante estos himnos es no solo darle un espacio a John Lennon en la historia; además hace que su voz bañe los recorridos aéreos de la cámara por la playa, a la manera de un asomo de filosofía vital escondida en sus palabras. Por si esto fuera poco, en el concierto donde Jack confiesa su plagio Boyle encuentra la conciliación entre la identidad del personaje y el amor. Ellie, un poco desprevenida, está siendo grabada fuera del escenario. El público ve su rostro magnificado en una pantalla grande. Y a medida que Jack se delata, aparecen en un mismo plano ambos rostros amantes. Para una época de pantallas muy pequeñas, chicas o medianas; el realizador resuelve la complicidad de ambos personajes no ya desde el éxito ni la vanagloria, sino desde la franqueza pública. Si a mitad de película la pantalla era desbordaba con cifras de visualizaciones, corazones y emoticones; Boyle le brinda al rostro y a la imagen de este el lugar que merecen. Como apunta Bachelard, “el rostro es, antes que nada, el instrumento que sirve para seducir”. Y que Danny apele a las gestualidades cómplices del actor y de la actriz más allá de las pantallas es un planteamiento frontal a la liberación de lo inasible. Mención aparte requiere el rescate a la memoria esgrimida por los otros dos fanáticos que recordaban las canciones de Los Beatles. Cuando les permiten un encuentro con el descarado plagiador, no son la ética ni la moral las que reprochan sus acciones, sino el gozo de la complicidad por escuchar una vez más, en voz de quien sabe cantar, éxitos como “Yesterday”, “All You Need Is Love” o “Here Comes the Sun”. Si esto no es un alegato a favor de las copias, las versiones y remixes; ¿qué más lo puede ser? Finalmente, si bien es palpable que Kate McKinnon está tomando mucho de actuaciones anteriores, sobre todo de su participación frecuente en Saturday Night Live, la fuerza de su mirada desparpajada sigue presente. Su actitud es y no es maliciosa, es y no es avara. Cuánto disfrutamos de los intérpretes cuando evidencian que están encarnando su personaje sin prejuicios.
“Parecería en principio que cierta manera tradicional por parte de los realizadores hace de *Paternal* una obra muy sencilla sobre los Rollos del Mar Muerto encontrados hace dos milenios en las tierras de Jerusalen. Pero esta impresión no es del todo precisa. Por un lado, sí es cierto que hay una voz omnipresente y taimada comandando el orden de lo que vemos. Es la de Eduardo Yedlin, quien dirige su cuarto documental, y además produce y co-escribe la pieza. Sus comentarios buscan generar cierta empatía entre el antropólogo Adolfo Roitman, curador y director del Museo del Libro en Israel, y la propia visión del realizador sobre el ser humano dentro del Tiempo. Una vez que va desenvolviéndose el viaje hacia las tierras de Israel para visitar los manuscritos, se desgajan algunos momentos potentes a favor de la obra. En un punto de la visita guiada que hará Roitman, por ejemplo, la cámara capta de lejos la entrada a una de las excavaciones. Roitman aclara, fuera de campo, lo remoto de ese lugar. A continuación, el plano que acaba de ser general pasa a ser plano medio porque se interpone una turista tomando fotos con el celular de ese hoyo negro que es la entrada. Procede a tomarse una _selfie_. El narrador entonces reflexiona sobre la búsqueda necesaria del ser humano por cambiar. No hay cuestionamiento en sus palabras, sino preocupación por cierta banalidad frente a una cultura remota. El contraste entre la ligereza de esta turista desprevenida y el peso del narrador imprimen un giro en esta escena. Esto nos lleva a la palabra (religiosa) como hecho. Casi al final, vemos una pintura donde está simbolizada la transformación de los manuscritos en piedras. Yedlin está en busca del sentido sagrado de la palabra oral y escrita dentro del hacer de Roitman, fuera de la verborrea y superficialidad actuales. También está consciente de que la palabra se erosiona como lo hace una piedra o los suelos de Jerusalen y por ellos permite que ciertas imágenes hablen por sí solas. Si logra apelar al sentido sagrado sin caer en la pose, es a partir del trato risueño del antropólogo como una estrella (la inclusión de un graffitti de Larry David y las referencias a Maradona y a Messi hablan de un humor leve al respecto) y de varios planos. Estos son delicados al instante de retratar tierras en contacto constante con un autodescubrimiento apenas sugerido por el narrador, pero visualmente enmudecedores. Paternal, entonces, no sólo es la referencia al barrio que vio crecer a Roitman como ocurrió con Maradona, sino también una alusión judeocristiana al Padre y a la visión abarcadora de Yedlin en cuanto al cine como creador de imágenes perdurables.
Hay dos ideas de paisaje rondando el documental de Pablo Reyero, quien desempeñó varias funciones en la obra. Ambos bocetos construyen una mirada atenta sobre las tradiciones ancestrales de los mapuches y los huincas. Detengámonos primero en una concepción de <<paisaje>> que no implica embellecer artificiosamente un lugar y sus habitantes, aunque los planos generales de Neuquén, persistentes a lo largo de toda la obra, nos embarguen no pocas veces. Paisaje, tomando a Merleau-Ponty, sería lo que nos enseña qué es algo mientras se está en ese sitio. Entonces, la disposición de ciertos elementos (geográficos, topográficos, climatológicos, fluviales…) nos habla de un lugar vivido como existencia, no como mero sitio de “paso”. De entrada, hay que notar la paradoja con el título Paso San Ignacio. Ahora, Reyero toma dos elementos centrales de la imagen cinematográfica para que paisaje no implique algo externo, ni siquiera para nosotros que somos espectadores. El primer elemento, lo podemos intuir, son los planos generales de las tierras neuquinas en contraste con planos americanos o planos medios para las entrevistas de habitantes mapuches. Las conversaciones se despliegan por parejas. Y ellos son quienes van quedando de una cultura diezmada por el clima, las migraciones y, actualmente, la falta de agua. Reyero no recurre a la condescendencia para retratarlos, pero tampoco pierde la oportunidad para que las palabras de ellos, sus cantos contadísimos y por momentos remotos, nos hagan sentir que estamos frente a una despedida. Que no haya melancolía en este saludo final, sino una mirada con templanza, es un logro de los realizadores. El segundo rasgo es la voz en off, fuera de plano pero que pertenece a estos habitantes solitarios o desolados, sobre todo Gerónimo y Susana, Lucho y Elba, Sebastián y Ercila, Laureano y Miriam. Sus relatos que giran en torno a las huidas frente al dolor, sus anécdotas y creencias donde confluyen posibles extraterrestres, dioses bastante alejados del catolicismo o su árbol genealógico; conforman una cosmogonía en apariencia alejada de nosotros, más citadinos y dispersos. Es aquí donde paisaje no significa belleza, sino percepción. Estas voces que bañan varios fragmentos de la obra nos dirigen la mirada, ya no hacia algo en la imagen cinematográfica, sino hacia lo que somos en sí. Esto que parecería pseudo-filosofía para algunos está remarcado en el hecho de la distancia entre la mirada y el referido paisaje. Casi todos los planos se alejan tanto de los sujetos como de los lugares que vemos. Pero esta distancia frente a la aridez no impide que haya una cercanía con la feminidad. Hay unos pocos primeros planos dedicados a la emoción y la soledad de las mujeres que arman cierta confidencia entre espectador y obra. Como si frente a la distancia geográfica y física que nos embarga, la emoción nos pudiera inquietar apenas por un instante. Queda de parte de cada espectador fijar si ese quiebre provoca empatía o más lejanía, pero relativizar la postura no empobrecerá lo desolador de estas tierras.
Que tu sur sea mi norte El punto de partida de La Escuela contra el margen es la propuesta de esbozar un mapa, no de precisiones geográficas como el que abre la película, sino más bien un registro de cómo los estudiantes de la escuela Mujica Láinez viven la ciudad. En particular, la geografía estaría entendida aquí como “el estudio del hombre-habitante” (Maurice Le Lannou citado por Pierre George*). Estos estudiantes son porque habitan y piensan lo que habitan. La propia presentación del documental separa la ciudad de Buenos Aires, a partir de la avenida Rivadavia, en norte “con los mayores poderes económicos”, y sur “con los mayores índices de pobreza”. La introducción más estructurada del documental no impide que se muestre la dinámica caótica del taller posteriormente. Es un caos en contraste con los términos tradicionales de las formas como se tienden las relaciones educativas. Pero la búsqueda de la facilitadora es que la relación de base sea un diálogo en el que, si ella pone las condiciones, también permite un espacio para los rasgos distintivos de cada alumno. La mejor prueba de ello es que, cuando uno de los participantes escucha música con ambos audífonos, el razonamiento de la facilitadora es que él siga escuchando pero con un solo auricular, como una manera de acordar ciertas condiciones de comunicación para que ambos estén satisfechos y atentos. Podrá parecer una nimiedad esto. Sin embargo, habla de cómo se van flexibilizando los procesos educativos en espacios mucho menos rígidos que los de la academia. La película de Carabelli y González va registrando, además, una dinámica estrecha entre la facilitadora y los alumnos. Esto no implica que ella se amilane frente a las ideas de los participantes. Más bien, las hace dialogar para que no se minimicen a sí mismos frente a cómo los ubica socialmente el entorno. De este modo, lo registrado por el documental en estas dinámicas excede los confines de la obra y abre una ventana, nadie dice que la primera, sobre nuevas formas de educación que se amolden a la atención de quien escucha, sin coartar ni jerarquizar, pero sí poniendo algunas reglas del juego. Por eso mismo, la obra va descubriendo posturas de quienes viven “al margen”, sin el preconcepto de que unas zonas son mejores o peores, sino que son ambivalentes y ricas en sus contradicciones. Son los propios alumnos quienes se plantean un mapa, más que inclusivo, complejo. Y mientras van tramando esta geografía, hablan sobre sus relaciones cotidianas entre ellos, con la policía o con sus modos de desplazamiento entre zonas. Al final, este “mapeo del territorio” de Lugano, como los mismos talleristas lo refieren, no es menos que fascinante. Logra abarcar un proceso educativo dinámico donde los espacios no convencionales (visitas al parque Indoamericano, a la playa) retroalimentan las relaciones dentro de cuatro paredes. Pareciera que se trata de una geografía que forma a sus ciudadanos no por vínculos cerrados ni factores inasibles, sino abiertos por razones múltiples y que no suelen expresarse en la cotidianidad.
El contraste en varios niveles de El llanto hace palpable la soledad de sus personajes. Por un lado, los planos varían entre abiertos (planos americanos o generales, en espacios al aire libre) donde están los protagonistas cada uno por su cuenta, y cerrados (primeros planos o medios, en interiores), en los que Sonia está acompañada pero usualmente en silencio. Los planos de ella suelen ser en interiores, pero una vez que se da a conocer la noticia de su embarazo, su personaje está más en espacios abiertos o semi abiertos (cerca de umbrales o de ventanas). Y el movimiento inicial de cámara que se presentaba con Elías,quien asumimospor detalles que es el padre de la criatura, desaparece por lo menos durante gran parte de la película. Después están los diálogos tan escasos. La falta palpable aunque no absoluta de palabras magnifica los sonidos del entorno. El agua que cae del grifo, el canto de los pájaros, el ruido de las actividades cotidianas, el eco de lo que pareciera pasar desapercibido: todo esto contrasta con las contadas líneas dichas y semejantes a secretos que, por un lado, no deberíamos estar escuchando y, por otro, dan pistas de cómo entender el silencio de los personajes. El dispositivo de la carta y las llamadas entre Elías y Sonia dejan en evidencia cierto forcejeo con lo orgánico de la película. Esta se compone por 42 planos que carecen de movimiento casi todos, de no ser por el trayecto recurrente que hacen en la camioneta las dos mujeres junto con Sonia en el proceso, o el primer plano que es un travelling que se aproxima hacia los espectadores, hacia el centro de la historia. Ahora, si la prolongación dilatada de gran parte de los planos se enfoca en descubrir sentidos más poéticos en la rutina de la protagonista, los dispositivos de la carta y las llamadas telefónicas irrumpen como algo externo y ambiguo. Elías le manda una carta a Sonia después de anunciado el embarazo. Ella se resiste a leerla inicialmente, pero ya venimos siguiendo si bien no el trayecto completo desde las manos de Juan a las de Sonia; notamos la presencia de la misiva en varias escenas hasta que llega a sus manos. El objeto genera un suspenso que no será resuelto como esperamos. No sabremos qué dice la carta, sino el efecto que tiene en la embarazada. Esta decisión arriesga el interés y obliga a que el sentido de esta ambigüedad esté en la reacción de Sonia y en lo que está contenido en el plano donde transcurre la lectura de la misiva. Un plano medio a la luz de la vela nos permite ver el llanto de la protagonista y, a sus espaldas, una cortina se agita con persistencia. Si estamos de acuerdo con que todo en la imagen significa, es fácil concluir que la cortina es la inquietud de Sonia, su fragilidad. O por lo menos, esto es lo que representa. Pero, ¿qué hacemos si ignoramos las líneas que contienen esas hojas? Las cartas representadas en el cine son un elemento fascinante porque expanden la voz del remitente y acentúan, a través de planos medios o primeros planos, la personalidad de quien escribe y, un poco, de quienes leen. Desde el Hollywood clásico con La carta de William Wyler y Carta de una desconocida de Max Ophüls, hasta la carta de Marta a Tomas en Los comulgantes, o la de Carol en la película homónima de Todd Haynes; por mencionar unos poquísimos casos, las cartas han funcionado como dispositivos donde la voz (con frecuencia en off) finalmente se desahoga. Entonces, ¿qué nos queda de una correspondencia de la que los espectadores sabemos su existencia, pero no lo que contiene? La manera de Hernán Fernández para resolver esto es clave y es el mayor logro de la película junto con la fotografía de Constanza Sandoval. El plano que le sigue a la lectura de la carta es un árbol frágil agitándose junto a las cenizas de un fuego ya apagado. Y la toma siguiente es Sonia en un plano medio, ya de día, dispuesta a leer en voz alta unas líneas. Creemos, casi quisiéramos asegurar, que lo que ella leerá son las palabras de Elías. Lo que lee, en cambio, es un pasaje de la Biblia sobre las dificultades frente a aguas profundas. Aunque la postura religiosa de la película sea difusa (¿por qué Sonia acude a estas clases de religión?), esto no impide que el interés se haya desplazado de lo que había en la carta a lo que Sonia hará con lo leído. Así, el llanto de ella ante la misiva y el de Elías en la última escena son ambiguos en su causa, pero claros en expresar una distancia duramente palpable entre ambos. Silencio, parsimonia y tristeza son las constantes de la historia para alcanzar un sentido ulterior que nunca es evidente, como tampoco lo es la vida.
– ¿Qué tenemos que hacer todos un día? – Morir. – Díganlo de nuevo. – Morir. Ya el inicio de La huella de Tara nos invita a un ritmo más parsimonioso en comparación con el que estamos acostumbrados. Un plano general de una selva, estático durante unos treinta segundos, inaugura una historia relatada con suma delicadeza. Iremos cayendo en cuenta paulatinamente de que, en promedio, los planos tienen una duración de más de veinte segundos. En medio de los casi ochenta y cinco planos que tiene la película, hay tres centrales que detallaremos posteriormente. Ahora, ¿en qué nos puede ayudar esta medición? A entender que la búsqueda técnica y narrativa de la obra, es similar al estado de equilibrio referido en la clase sobre las enseñanzas de Buda en la comunidad de Yuksom, en el noreste de India. Hay movimientos de cámara muy puntuales, pero como una muestra de que la quietud pretendida trae consigo algo de imprevisión. Poco a poco, van apareciendo movimientos leves de la imagen. Esto ocurre a partir de una conversación. En ella, nos delatan la relevancia de la juventud y las mujeres en las ferias que se celebran en la localidad. Si se olvidan de la letra, al menos pueden sonreír Si existe la duda de estar frente a una ficción o un documental, la relevancia de esta pregunta se diluye en la escena familiar donde ven la televisión. La cámara está en el lugar de la pantalla televisiva. Cuando el hijo cambia el canal para ver una de acción en vez del documental que veían antes, dice: “el otro día estaban pasando esta misma película”. Estamos entonces frente a una ambigüedad en cuanto al formato, y ante un equilibrio existencial que busca cuestionar la masculinidad tan palpable en la educación budista. Los escasos movimientos de cámara se dan cuando aparece una mujer en escena. Además, hay un contraste en cómo es asociada tanto la mujer (bonita) con respecto al hombre (piedra) en esta formación emprendida por los personajes más jóvenes. Hay varios momentos donde la naturaleza está omnipresente como el ambiente central de la película. Escenas como la conversación entre padre e hijo frente a la fogata que se va apagando y donde hablan sobre los rituales celebrados a los difuntos; o los varios planos donde la naturaleza y la música conviven; dan cuenta del ritmo que busca Georgina Barreiro con su segunda película. Se trata de la certeza de la huella que da nombre a la obra. Otra escena central es la conversación de política entre varios amigos donde reconocen que el budismo lo sustenta el gobierno con medidas para mantener la creencia viva. Así como la película abre con el plano de humaredas controladas en medio de la selva, de las cuales ignoramos si son pequeños incendios o fogatas, llega a dos imágenes finales. Primero, tales humaredas son parte del ritual a los difuntos. Segundo, el entendimiento de que la huella de Tara es más que la forma de un lago. Es un estilo de vida comunitario que abarca el canto, el baile, la religión y la idea de que “los ciudadanos están por encima de los gobernantes”, aunque para los propios ciudadanos no lo parezca por momentos.
Hay una elipsis previsible pero valiosa al comienzo de Nueva Mente: la basura en Buenos Aires es un tema de larga data. Esta elipsis consiste en un plano general en blanco y negro de una gran montaña residual bajo el cielo despejado, que súbitamente adquiere color para mostrar el mismo montículo en la actualidad. La película sustenta esta alerta recurrente desde los créditos iniciales con numerosas grabaciones de noticieros de distintas épocas donde se informa la situación conflictiva con el exceso de residuos en la ciudad. Ahora, hablar de “coloración” cuando se muestra basura en la imagen implica generosidad en demasía. De la Orden no cae en el error de embellecerla. El documental tampoco se distrae con los restos que aprovechan como pueden las familias que fueron reubicadas en los alrededores del CEAMSE, empresa creada por la Provincia de Buenos Aires y la Ciudad de Buenos Aires para realizar la gestión integral de los residuos sólidos urbanos del área metropolitana. Este documental participativo* sí se detiene en los trabajadores que hallaron en Bella Flor, la cooperativa de reciclaje, una forma de reinsertarse en los márgenes de la sociedad y cuestionarla desde tales bordes. Con un guion escrito junto a Mariano Starosta y Germán Cantore, de la Orden no trata a estos trabajadores de forma condescendiente. Cuando sitúa a una de las entrevistadas en un plano medio donde su cuerpo coincide con uno de los extremos del techo curveado del CEAMSE, vemos que el realizador nos está proponiendo una perspectiva más dinámica del asunto. Los trabajadores son quienes movilizan todo acá, no sólo lo residual. El propio título de la película da cuenta de una invitación a que una problemática tan recurrente como el reciclaje sea abordada desde una postura nueva: la de quienes separan los residuos día a día. “La basura es un gran negocio”. De la Orden también aprovecha para denunciar, en voz de los trabajadores entrevistados y de un especialista, a la mafia de los transportistas. Estos tienen acuerdos para trasladar los desechos y mientras mayor es la distancia de traslado, más cobran. Además, el realizador visibiliza la labor de Bella Flor con las palabras frontales de una de las consultadas: “Nosotros somos los únicos que metemos las manos en la mierda para salvar el planeta. ¿Eso quién lo ve? ¿Y eso quién lo paga?”. Así como está clara la distinción entre basura y residuo a lo largo del documental, también está claro el contraste entre quienes trabajan directamente con los desechos en la cooperativa y quienes discuten cómo abordar el problema del reciclaje. En la obra se le dedica mucho más tiempo a los primeros. Incluso en Chaco, estrenada hace apenas dos meses y del mismo director, las discusiones vecinales tenían mayor presencia que las escasas asambleas y clases registradas para este nuevo documental. Las conclusiones más potentes en Nueva Mente provienen de las entrevistas a los obreros. Uno de ellos, por ejemplo, admite que nadie quiere verse reflejado en sus propios desechos, pero es lo que termina ocurriendo y debe ocurrir para alcanzar una reflexión sobre el consumo. El director lleva más allá esta reflexión en particular y se detiene en Orlando Oscar “Kun” Olivar, alguien que “se transformó”, después de su paso por la cárcel, y se insertó en el trabajo comunitario. La mirada y la palabra de los otros dan cuenta del cambio de Orlando, como si un verdadero proceso de reaprovechamiento llevara consigo también una transformación de los seres vinculados con estos proyectos. Si bien esto puede sonar ingenuo, el director y co-guionista lo sustenta con la voz de distintos sectores sociales, y no de una macolla. Al final, el documental le da lugar a un grupo que trabaja y se forma para cuestionar desde adentro la manera arbitraria de cómo funciona la sociedad. * Según las modalidades de representación del teórico Bill Nichols.
Las estrellas americanas de la edad de oro de los estudios bailan, nadan, patinan, pero caminan poco; atraviesan los decorados, donde se ofrecen inmóviles al objetivo, el mundo se desplaza a su alrededor y no al contrario Jacqueline Nacache, El actor de cine Hay tres elementos jalonando La espía roja hacia lo retrógrado: la visión de la vejez, el rol de la mujer y las características tradicionalistas del género de espionaje. ¿Para qué necesitamos entonces otro film de espías? Joan Stanley (Judi Dench y Sophie Cookson), simpatizante del partido comunista, es contratada por el gobierno británico, y a escondidas la recluta la KGB para que ella extraiga información gubernamental. Ella transfiere datos sobre la bomba nuclear a los soviéticos, lo que les permite a estos mantenerse a la par con Occidente en el desarrollo de armas atómicas. Permanece de bajo perfil durante más de medio siglo hasta que es descubierta a sus 87 años. Sin duda, uno de los ganchos de esta cuarta película de Trevor Nunn, presentada en el Festival de San Sebastián, es Judi Dench, actriz inglesa respetadísima por su larga carrera de actuaciones donde su carácter deja una impronta en la historia. Desde el afiche hasta el tráiler, ella representa el foco de atención. Acumula además siete nominaciones al Óscar en dieciséis años, desde 1998 hasta 2014, aunque empezó trabajando en cine en 1964 en El tercer secreto. Sabemos que ha colaborado con directores como James Ivory, Stephen Frears, Kenneth Branagh y Richard Eyre, y se destaca en el teatro y en la televisión también. Nadie que diga conocerla puede olvidar a su M en varias películas de la saga de James Bond. Con personajes que imponen cierta autoridad, su carácter maleable no se cuestiona. Ahora, así como su único Óscar es por una actuación de reparto en un papel de siete minutos cuando todos la alabaron el año anterior por su protagonismo en Mrs. Brown; su actuación como tal en La espía roja, está reducida a escenas brevísimas donde su rostro vacante es interrogado sobre los actos pasados de la espía. Dench es tratada como una excusa para volver a la historia de juventud (Sarah Cookson), cuando se vio inmiscuida en la creación de la bomba de Hiroshima. El descaro llega a ser tal frente a esto que la reacciones de la actriz a las preguntas que le hacen en el interrogatorio no tienen casi ningún peso. La edición de Kristina Hetherington opta por volver al pasado antes de que algún gesto nos exprese algo significativo. A esta decisión se suma que muchas de las tomas son planos medios o primeros planos de su rostro. Hay poco movimiento de su cuerpo en la película, que se puede justificar al menos superficialmente con la edad de la actriz y del personaje que interpreta. El problema es que cuando por fin tiene un discurso armado sobre sus decisiones de vida, tiene que venir su hijo abogado para apoyarla y que los demás la reconozcan; cuando minutos antes la había abandonado frente a toda su confesión. ¿Dónde queda su valía como personaje independiente? Los problemas no terminan acá. Las mujeres en la historia se reducen a ser las segundonas en todo el proceso histórico. Nos queda claro que en esa época la mujer era vista así. Ellas eran quienes asistían, quien cocinaban, quienes asentían. Es tan claro esto que los momentos donde Joan es relegada a su ‘rol femenino’ son casi vergonzosos en su obviedad: enamora a dos hombres pero ninguno se la toma en serio como para entablar una relación estable con ella, sino con la finalidad de aprovechar su cargo (Max Davis) o su conocimiento (Leo Galich). Entendemos: tal vez el guion haya sido fiel en parte del retrato de la vida de Melita Norwood, el nombre de la espía en la vida real, pero entonces nos preguntamos para qué estamos viendo la película si no pone en perspectiva el rol femenino en un momento clave de la historia, ni le permite escenas a Judi Dench para destacarse. Esto llega al colmo en dos puntos. Primero, en la escena que requiere el mayor movimiento físico y anímico para la actriz (cuando habla con su hijo en casa), su personaje se derrumba por debilidad y lo hospitalizan. Dench está en sus 84 años, pero hasta donde se sabe, camina lo más bien. Después, el guion la hace débil incluso para decidir suicidarse. Shapero, la guionista, cae en cada una de las trampas posibles para las decisiones de su personaje. Si efectivamente Melita Norwood fue la espía más importante de la KGB y la más longeva como señala el libro de Christopher Andrew*, amigo de la espía en la Universidad de Cambridge; la película nos retrata a una mujer frágil y manipulada. Por otro lado Hitchcock decía, en la famosa entrevista que le hizo Truffaut, que las películas para descubrir el asesino adolecían de un problema central: todo el enfoque estaba sólo ahí, en advertir quién era el culpable. Se podría decir que en las películas de espionaje pasa algo similar: sabemos que el espía será descubierto. El interés está concentrado en cuándo y cómo pasará. El acierto y desacierto del guión de La espía roja es que desde el comienzo sabemos cuándo ella fue descubierta. El foco recae entonces en qué hombre la enamoró finalmente para encubrir su rol como espía. Es un acierto porque nos pone en expectativa con respecto a las vueltas de la historia. Es un desacierto por el ya mencionado retrato manido de la feminidad. Todos los hombres la controlan. Uno de esos detalles pequeños que rescata la película del fracaso total es cierta recurrencia de planos generales donde la figura humana está minimizada frente a obras arquitectónicas de gran envergadura. Nunn no olvida que estamos ante un evento histórico que supera al hombre (¿y a la mujer?), si bien no concreta otros elementos para que haya una historia visualmente atractiva de narrar. Al final, algo insinúa el film: en la sala de cine se nos dicen verdades. Ello nos permite una breve reflexión sobre la fuerza de la experiencia cinéfila. Las dos primeras veces que Joan va al cine, ella advierte los estragos de la guerra, y en especial de la bomba, por las noticias. Sin embargo hay una tercera vez; aquí escuchamos fuera de campo que Joan le habla claro a Leo Galich (Tom Hughes) sobre las diferencias entre ambos, y hasta sale intempestivamente de la sala. A la escena siguiente, de todos modos, se retracta y va a casa de él. El subtexto es tan confuso aun para el rol del cine dentro de los confines de la historia que terminamos desistiendo. Nos han querido engañar a nosotros también: en este caso ni siquiera a Judi le queda el beneficio de las estrellas norteamericanas de la edad dorada. * The Mitrokhin Archive: The K.G.B. in Europe and the West
Si hay algo claro en Tornando a casa es su punto de partida y su finalidad: los documentos de la familia Acefalo para hacer un recorrido pormenorizado en la vida como marinero de Carlo, hijo perdido en la Segunda Guerra Mundial. La decisión de contrastar esto con actores que reinterpreten las vidas de los marineros en el submarino Macalle, donde trabajó Carlo; es arriesgada porque apela al nivel más evidente del artificio, que con frecuencia desligamos de los documentales. Estamos, entonces, ante una obra que alterna entrevistas, material histórico y ficción. Cierto tono lastimero, delatado por la banda sonora de Andrés Rubinsztejn, nos saca por momentos de la película. Y tal distracción nos abre una pregunta: ¿Basta que un documental trabaje con material histórico para hacerlo interesante? Por un lado, la frase “los huesos están vivos”, dicha por el antropólogo forense Matteo Borrini, nos da cuenta de que el documental aprovecha plenamente el diario de guerra del submarino, cartas, la participación de uno de los sobrevivientes en un programa de la RAI, fotografías e, incluso, ilustraciones de Roberto Molino en torno al naufragio. Preve, director y guionista, está armando una arqueología de Carlo Acefalo como un cadáver al que le queda vida mientras no esté enterrado donde debería. Y esto lleva a Borrini y Preve a una excavación arqueológica. Antes del minuto treinta de la película, nos enteramos de la finalidad última de esta: que se traslade el cadáver de Carlo desde Sudán hasta su patria italiana, junto a la lápida de su madre. Se trata de un registro (parcialmente) documental de repatriación. Pero la obra flaquea en los segmentos donde se nos muestra el lado ficcional de la ‘historia’. Como si desconfiara del material comprobable, las escenas en las que los actores interpretan las desventuras de los marineros sólo ilustran lo leído por la voz en off o lo que reflexionan los especialistas. Esta llaneza termina perjudicando nuestro interés. Si el objetivo está delimitado y hay suficiente material por sí solo, ¿realmente hacen falta estos segmentos para ilustrarnos una metodología de investigación tan potente? La respuesta está en que, cuando llegamos al sitio donde debe estaría el cadáver, el director procede a mostrarnos a los actores como marineros arribando a esa costa después del naufragio. Si se supone que en ese momento sintamos algo por lo sugerido con la música, no ocurre tal cosa. Y quien crea que la emoción depende nada más de la subjetividad de cada espectador, está omitiendo el hecho de que la idea del documental tiene su raigambre: los documentos son como los huesos. Ambos nos cuentan una vida coagulada en el tiempo, aunque el material histórico lo haga desde lo intelectual y los segundos, desde lo genético. Documentar algo apunta a la raíz de esa historia y aquí la ficción nos está distrayendo del objetivo. Simbólicamente, es muy valioso que el apellido del protagonista sea Acefalo y el objetivo del realizador sea la repatriación de una de las ‘cabezas’ de la familia a su tierra nativa. Esto queda claro no por el camino evidente de remitir a la etimología de la palabra acéfalo (sin cabeza), sino cuando, en el segmento más ficcional, los marineros entierran el cadáver de Carlo y la voz en off de Borrini, el antropólogo, concluye “ya empezamos a ver a una persona”. Si bien suponemos que se refiere al proceso de excavación, emprendido unos minutos antes; el corte siguiente nos muestra una fotografía en primer plano del rostro de Carlo. Al final, Ricardo Preve le está brindando su lugar primordial a la antropología forense como vía para desentrañar la historia ‘incompleta’ de un individuo desde su identidad más profunda y su repercusión en una sociedad, a pesar de que el lado ilustrativo de su obra postergue en exceso esta conclusión.