Viaje al cuarto de una madre está liderado por personajes que no hablan de lo que les duele en el alma. La maestría de Celia Rico Clavellino, guionista y directora premiada en el Festival de San Sebastián por esta obra, consiste en trazar un proceso de luto con suma delicadeza, pero sin amputar las emociones de la madre ni de la hija. En este sentido, el catálogo de objetos que suplen estos silencios van a convertirse en los símbolos necesarios para siquiera esbozar una recuperación frente al dolor. Alguien ha muerto, pero no nos enteramos de esto ni por llantos estridentes, mucho menos por escenas melodramáticas donde el personaje se desnude emocionalmente. No, se trata más bien de pistas que en manos de Lola Dueñas y Anna Castillo permiten entender, de una vez por todas, cómo hacemos con la ausencia de quien nos hace falta. A partir de la omisión, la película permite que cada una de las protagonistas viva un luto diferente. Mientras que Leonor (Castillo) ‘huye’ de casa, Estrella (Dueñas) se queda. Y esto dispara distintos aprendizajes en ambas, o por lo menos, aprender a convivir con la ausencia. Rico pareciera sugerirnos que el luto no implica hablar de él. A fin de cuentas, es frente a la muerte donde mejor se evidencia que las palabras fallan. La sugerencia es que, si se mantiene cierta distancia frente al dolor, pero no se es indiferente, a algo se puede llegar. Rico, también productora del film, llega a esto a través de un uso constante, aunque no absoluto, de los planos medios. La directora nunca recurre al llanto fácil y los primeros planos escasean pero son certeros. Si la película nos conmueve, no es porque veamos llorar a los personajes, sino porque su emocionalidad está manifiesta en lo omitido. De esta manera, las pertenencias presentes en el entorno de madre e hija tienen un valor fundamental en la película. Un celular nuevo será el dispositivo que entable una alianza entre la soledad de Estrella y su hija alejada geográficamente. Es aquí cuando entra el efecto humorístico que nos hacía falta, pero no como una compensación, sino como un puente al llanto. La madre se obsesiona levemente con las facilidades del teléfono. Esto nos permite momentos de verdadera ternura y complicidad, como un breve y simple mensaje por parte de su hija cuando hay una fecha especial. Una escena clave para captar la propuesta del film es cuando Estrella intenta obtener el nuevo celular. La decisión del personaje de hacerse pasar por la persona fallecida nos brinda, a un mismo tiempo, una razón para reírnos e inquietarnos. A través de las sutilezas de Dueñas, Rico nos sugiere con la mezcla precisa de amargura y humor que, frente a quien muere, también toca adquirir ciertos gestos de la persona fallecida, sea para intenciones puntuales o para sobrellevar la carga. Prueba de ello es que tal escena da pie a otros momentos que están entre los más valiosos de la película. Pero no es sólo la telecomunicación la que se manifiesta aquí como otro camino para esbozar el vínculo entre madre e hija. Desde los zapatos que Estrella le regala a Leonor, como una pista de independencia sin discursos ampulosos; hasta el vestuario que la madre le cose al grupo de bailarines; Rico está entramando un mapa de confidencias. Y este se manifiesta entre silencios, objetos que se rompen y cosas que se entregan como un sacrificio sumamente acallado que hablará por lo que los personajes no son capaces de decir. La realizadora, quien ya había trabajado en dos guiones antes de embarcarse en este, no plantea respuestas fáciles con su ópera prima y los caminos que toma son sorpresivos, mas no lo hace con gratuidad. La decisión de Leonor de irse a Londres se modifica de una forma un tanto errática, como ocurre con los planes en la realidad efectiva. Y Dueñas no hace de la madre una mujer que castra las decisiones de su hija. Además, en la mirada cándida de la actriz, las preocupaciones de Estrella se diluyen con sonrisas leves, como si se tratara de una bondad frágil, un tanto abandonada, que lucha contra la resignación. Para terminar, es necesario detenerse en el trayecto emprendido por la película desde el plano inicial hasta el final. Así entendemos que el camino entre uno y otro estrecha el vínculo entre madre e hija. Pero la herramienta para llegar desde la horizontalidad interrumpida en la primera imagen hasta la calidez corporal de la última, es la distancia comedida entre estar derrumbadas y sentirse rodeadas por un abrazo. En el último plano, no vemos los rostros, pero el “¿lista?” maternal que antecede tal acercamiento provoca dos procesos. Por un lado, es un indicio de que toda despedida implica una serie de procesos irresueltos y siempre latentes como una posibilidad de cambio. Por el otro, nos recuerda siquiera por un segundo a la pintura “Los amantes”, de René Magritte; donde, si bien lo retratado ahí es un beso, en ambas obras la identidad de los rostros se suspende y se acentúa, (demasiado) brevemente, la fuerza de lo emocional.
[El siguiente texto menciona detalles de la trama que son indispensables para desentrañar ciertos sentidos. La invitación es a proceder con la lectura a su riesgo o, mejor a ver la película previamente que estará en salas desde el jueves 11 de julio en el BAMA] Soy de la forma que puedo; es lo que puedo Se siente un profundo placer luego de terminar Un rubio. En su ritmo parsimonioso, se las ingenia para darle un sentido a lo plástico de sus imágenes y, en particular, un sentido desde el homoerotismo entendido como la intimidad más profunda de los cuerpos masculinos. Algunos podrían decir que la película de Marco Berger se restringe a representar desnudeces “hegemónicas”: hombres bien definidos y de corporalidades que cualquier persona podría fantasear. Pero usar tal etiqueta con tintes políticos (y escabrosos) nos impide distinguir entre quiénes podemos ser y a quiénes deseamos. La distancia entre ambas posturas no debe generar frustración y esta séptima película de Berger da cuenta de ello. La obra muestra la relación entre Juan (Alfonso Barón) y Gabo (Gastón Re). El primero le alquila al segundo una pieza, y se entabla una dinámica atractiva y dilatada entre ambos. Berger no apura su contacto físico y esto puede impacientar, pero las miradas entre ellos nos hablan constantemente. Hay una rutina de reunirse con amigos a tomar cerveza y ver televisión en la que poco a poco Gabo se va integrando. Entre tantos silencios, movimientos de sus labios y su fisonomía, Gastón nos muestra a un personaje que toma mucho del Ennis de Heath Ledger en Secreto en la montaña, pero Gabo está en la orilla opuesta. Ambos hombres quedan solos, pero Gabo decide afrontar su sexualidad. Y si Ennis al menos balbuceaba sus palabras, las de Gabriel quedan en leves gesticulaciones de sus labios. También de a poco, sabemos que él tiene una hija en Berisso a la que visita cada semana. Es su único escape geográfico y psíquico. El guion nunca perderá de vista esto. Si algo se agradece en este retrato es la franqueza sexual de los personajes, no ya desde la desolación, como en Sauvage, ni desde la enfermedad, como en 120 pulsaciones por minuto; sino desde la aceptación desprejuiciada. Sabemos que hay una fina línea entre la liberación y el exhibicionismo cuando se muestran en escena los genitales de los personajes. A Berger no le basta con mostrar a ambos hombres desnudos, sino cómo la presencia de la genitalidad habla de la franqueza entre ellos. Las escenas de sexo, algunas con desnudos frontales, están bañadas de una claridad que no se intimida a la hora de detallar los escarceos dilatados entre ambos hombres. Como si el placer estuviera en el retraso, y no nada más en el encuentro aislado. Hablar de masculinidad dentro (y fuera) de los límites de la película, es entrar en terreno farragoso, pero si el cine no nos empuja a hablar de los temas difíciles, ¿para qué estamos acá? No cabe duda de que la obra retrata una idea de masculinidad: hombres que se reúnen a tomar birras, ver televisión (sobre todo partidos de fútbol, pero no exclusivamente) y fumar. Mario, un amigo de Juan, habla con desprecio de una amiga “marimacha” cercana a uno de los chicos. En esta escena, Juan fuma y Gabo calla. Nadie en la habitación condena las palabras de rechazo, pero estamos en un momento clave de cobardía ‘masculina’. Juan incluso le espeta a Gabo, en otra ocasión, ya avanzado el vínculo entre ellos, “No me hagas sentir que tengo que darte explicaciones como a mi novia”. Es muy significativo, además, que Gabo sea el personaje pasivo de la relación, emocional y sexualmente hablando. Pero Berger no lo amilana por ello y le brinda amplias oportunidades para expresarse desde esta pasividad. Esta no implica ser penetrado por todas las circunstancias, sino amoldarse a ellas sin obligación de dejar de ser él mismo, identidad que se va armando a lo largo de la película con sumo cuidado. Es él, a fin de cuentas, quien hace el primer movimiento para que se concrete la relación sexual entre ambos y es él quien pone límites frente a la torpeza casual y persistente de Juan. Visto así, la versatilidad no está planteada en términos sexuales, sino de cómo procede Gabriel. Si algo hace él una y otra vez, es observar desde su aparente ensimismamiento. ¿Acaso las miradas no pueden ser penetrantes también? La puesta en escena está en pleno juego acá. Por ejemplo, cuando nos enteramos de que la novia de Juan está embarazada, Gabo escucha y acepta atentamente la decisión de que se vaya de casa. Y en uno de estos planos, se nos muestra a él con una lámpara de fondo, un tanto desenfocada y borrosa. Gabo ha terminado siendo lo que sospechábamos por algunos comentarios a lo largo de la trama y por la recurrencia de lámparas en los planos donde está él: un decorado en la vida de Juan. No es la primera vez que Berger nos sugiere esto, pero un rastreo de este objeto (y de otros) en diversos momentos del film, indicaría que estas pistas nos llevan a otro lado también. A algunos nos podrá parecer que el final es un tanto apresurado, pero la confesión de Gabo frente a su hija nos recuerda al encuentro entre Alma Jr. y Ennis en la citada película de Ang Lee. Alma Jr. invita a su padre a su matrimonio. Hay una profunda sensación de independencia entre ambos personajes. Y algo similar se siente en la escena entre Gabo y Ornella (Malena Irusta), sentados en un parque, como aislados. La diferencia es que en la película de Berger, la hija es una niña y la confesión de Gabo sobre su sexualidad es directa. Además, Malena nos brinda una alegría brevísima al mismo tiempo que salen de sus labios palabras de apoyo. Es tal ternura, acentuada con la mirada, lo que nos ofrece un respiro y el giro necesario del personaje. Para quienes crean que la película favorece el rechazo de la homosexualidad de este ‘rubio’, no se da cuenta de que el guión deja mal parado a Juan, contrariado y solo, casi como estaba al principio. Si notamos, casi a mitad de la obra, una decisión en el montaje que nos confunde (quién cede primero entre ambos protagonistas en un reencuentro menos tosco), entendemos que este no es un truco aislado. Más bien, es la prueba de que esta es una relación en busca de una manera de estar en el mundo de hoy en día, donde los personajes cargan con los prejuicios inevitables de toda sociedad. Gabo es un tipo que habla poco, pero su confesión final, en un plano medio, casi a espaldas de nosotros pero con su perfil visible; finalmente nos da a entender que está claro de su intimidad y de las cruces que ha cargado desde su adolescencia. Es muy diferente esta confesión al de unas escenas anteriores, donde Juan habla desde su comodidad o, mejor dicho, su conformidad. Él es quien puede ser, sin arriesgar(se él mismo, pero sí a los demás). El detalle acá está en lo privilegiado por la iluminación en este plano: la lágrima recorriendo el rostro de Gabo, en medio de la silueta a oscuras de Juan. Sin estridencias pero con suma claridad, algo se quiebra aquí. Para condenar las conveniencias de Juan, bastan un hijo no deseado, una novia que va a controlar los impulsos de él como no supo hacerlo antes, y un plano medio, casi al final, que nos recuerda a uno similar al comienzo del film. Pero esta segunda vez, su cuerpo fragmentado por el plano viste una remera negra. Bastan estas sutilezas para notar a través de la imagen quién queda entrampado por sus contradicciones. Es fácil imaginar que, luego de la última desnudez frontal de Juan en cama, junto a Gabo, ambos cuerpos relajados; no habrá más libertades para el primero. Tendrá que afrontar las urgencias fisiológicas que se negó a asumir antes. * A grandes rasgos, parece un dato menor quién aparece semidesnudo o semivestido en escenas dentro de la alcoba, pero es una pista de quién se expone más en escena y con qué finalidad. Tampoco es mentira que la desnudez femenina es más armoniosa que la del hombre, pero ¿según qué parámetros? Y yendo más allá, ¿nuestras referencias y fantasías en torno a la belleza son intuiciones profundas por una búsqueda de la armonía o son referencias aprendidas durante tantos años?
¿Qué nos hace escoger una película? Lo único que conocía de Lo que fuimos (2018) cuando vi su afiche en la entrada del cine, aparte de su reconocido elenco, era que Blythe Danner había sido considerada durante la temporada de premios de principios de año para la categoría de actriz de reparto. Quienes hemos seguido los Óscars durante más de veinte años, sabemos que la Academia (como cualquier premio) adolece de ciertos vicios de los que les cuesta escapar, así como también emprende cambios que por lo menos nos hacen creer que sus organizadores siguen pensando el premio más de noventa años después de fundado. El vicio en cuestión en este caso no era uno solo. Primero, las categorías de reparto suelen funcionar como un premio honorífico camuflado en una categoría competitiva. Son los casos recientes de Allison Janney, ganadora por Yo, Tonya; Robin Williams por Good Will Hunting, Morgan Freeman por Million Dollar Baby o Alan Arkin por Little Miss Sunshine. Estamos claros que con estos ganadores tal ‘deuda de reconocimiento’ (quién duda de la calidad interpretativa de ellos) no era el único factor para premiarlos. Si algo comanda la historia de la mencionada Million Dollar Baby, por ejemplo, es la voz cavernosa de Freeman. O la sonrisa condescendiente de Robin Williams adquiere un matiz de madurez en su rol de profesor. Pero es donde caemos en la segunda razón, que vincula más aún a Blythe Danner, una actriz con larga trayectoria en distintos medios: los personajes que padecen una enfermedad son más atractivos para el Óscar. Desde Vivien Leigh hasta Cate Blanchett, ha habido muchos premiados o nominados por interpretar alguna incapacidad. La misma protagonista de Lo que fuimos, Hilary Swank, ganó un segundo Óscar (en gran medida) porque era incapacitada durante el desarrollo de Million Dollar Baby; y la primera nominación de Michael Shannon, quien interpreta a su hermano, fue por interpretar a un personaje con un problema psiquiátrico. Ahora, ¿qué pasa con la película de Elizabeth Chomko? Relata las enrevesadas vidas de una familia donde Ruth, la madre interpretada por Danner, padece de Alzheimer; el padre (Robert Forster) sufre del corazón y ayuda a su esposa con devoción, y la hija (Swank), quien vuelve a Chicago para ocuparse de su madre, está insatisfecha con ciertas decisiones de su vida. El único que parece estar satisfecho consigo mismo es el hijo (Shannon) quien se ha encargado de sus padres hasta entonces. La trama plantea varios conflictos a resolver y aquí está la primera complicación. Apelando al humor, en distintas ocasiones, confluyen varias discusiones entre ellos en una sola escena. Y lo que debería ser gracioso, en manos de Chomko se diluye y distrae. Esto pareciera ocurrir porque los personajes dan la impresión de estar emocionalmente amputados. Esta expresión puede ser ampulosa, pero es palpable por la escasez de primeros planos donde podamos hacer empatía con las expresiones de los actores. Chomko, ganadora del premio Nicholl por el guión, prefiere grabar las escenas de forma lateral o con planos medios para incluir a más de dos actores en una misma toma. El resultado genera impotencia, porque los diálogos no dejan de apelar a nuestra emocionalidad: las típicas escenas de “por favor recuérdame cuando me olvides” están, como también la manifestación de las insatisfacciones de los personajes o el reconocimiento por parte del padre hacia un hijo que parecería el menos exitoso de toda la familia. Los contados primeros planos ocurren en la intimidad de las camas donde se acuestan los personajes. La leve complicidad provocada por esta decisión llega tarde, de todas maneras. Sabemos que ‘lo lacrimógeno’ no es indefectiblemente un valor negativo, si bien la connotación peyorativa también remite al efecto molesto de tal arma en el organismo. En una entrevista del Globe and Mail, Chomko reconoce sin tapujos haber llorado persistentemente durante la filmación. Vemos películas no sólo para reflexionar, sino también para asustarnos, para reír y para llorar. Pero si no ocurre esto ante una obra a la que le pedimos tal sentimiento, surge la decepción. Sobre todo, si además el final de la película está matizado con una idealización de la enfermedad que es, francamente, engañosa. En un plano general, madre e hija están reunidas en medio de un jardín de rosas blanquecinas donde, por supuesto, la hija le muestra el colgante con la foto de sus padres para que los recuerde. Ahora, cuando Bridget arma todo un plan para reencontrarse con el que, intuimos, fue un amor de la adolescencia: Eddie (Josh Lucas). Su decisión es torpe, como también lo es la preparación de tal plan. Un plano/contraplano de ambos en el descanso de las escaleras del edificio nos asoma la historia que pudo ser y todavía pudiera ocurrir: Eddie, en un plano medio, tiene un muro de ladrillos de fondo y Swank, en otro plano medio, sonríe con su dentadura prominente que le da esa rareza a su fisonomía tan de ella, tan humana por su “rasgo distintivo”. Cada uno está en tomas diferentes y nos basta el diálogo de ella sobre las preguntas que se hace de noche, en la cama, junto a su marido. Es valioso porque lo que sigue es un gesto de cercanía frustrada y que será el motor del personaje. Podemos imaginar que ha quedado una grieta en el muro de ladrillos, en la expresividad hermética entre ambos, y no habrá más que estas pocas palabras cómodas del uno hacia el otro.
Con una sola decisión estilística, A una legua nos plantea una diatriba: ¿Se trata de un documental maleable para las nuevas vías de difusión o debería ser visto en una sala de cine? Pareciera una pregunta accesoria. Te van a criticar, y vos sonreite Hay una inquietud creativa y profunda dinamizando el documental de Andrea Krujosky. Antes de transcurrida la mitad de la obra, ya Camilo Carabajal e Ingrid Schönenberg, músicos de larga trayectoria, han hablado de su proyecto de bombos hechos con bidones de agua reciclados, han hecho un concierto en el Centro Cultural Recoleta, se han reunido con un científico que nos habla del Himno Nacional Argentino resguardado en el ADN de una bacteria, han investigado sobre la reforestación de ceibos, pues es con la madera de estos árboles que se hacen los bombos; y se han reunido con el último de los hermanos Ábalos, Víctor, para hablarles de su proyecto. Tanta agilidad creativa diluye el foco de la película en una serie de anécdotas que, pareciera, podrían haber sido más explayadas en una miniserie de episodios breves o en un proyecto trans-media. Es valioso que el material no quiera conformarse con una sola variante de este amplio tema (crear música es también repensar los elementos con los que ella es compuesta), pero un formato de mayor duración habría permitido ahondar en cada aspecto. Uno de los aciertos más grandes del documental es mostrarnos cómo se corta y lija la madera para darle forma al bombo. En vista del cuidado que están emprendiendo los realizadores para preservar tal material, uno incluso querría ver el proceso más detalladamente y de una manera tan artesanal como lo es la creación misma del instrumento. Pareciera que atrás quedaron los planos más sugerentes de los primeros minutos del documental. Ahora nos encontramos en un ambiente rústico que, si no desentona, deja anhelando otro acercamiento a una labor tan detallada. ¿Suena como un bombo? Cuando Carabajal visita a su padre, oportunidad para hablar de sí mismos y su recorrido con la música, surge esta pregunta que parece en broma, pero evidencia la búsqueda más profunda del documental: que los instrumentos suenen como lo que aparentan. En medio de contrastes visuales y sonoros (las manos del científico trabajando con su computadora y las manos del artesano de bombos finiquitando detalles del instrumento, la cercanía de la música tocada por un artista frente a la distancia de la que suena ante un científico de espaldas), la obra traza un diálogo, a veces errático, pero siempre con la firmeza de quien está viendo las distintas aristas de un proceso complejo.
¿Vale más ser un buen director de cine o reconocerse como un espectador fiel? Yo estoy hecho de cine Ya en el minuto diez de este documental que desnuda los procedimientos de filmación de una historia, se nos está mostrando un realizador que sabe plenamente de música. Su descripción del ritmo para un documental sobre sí mismo nos da a entender que sus conocimientos no son superficiales, sino profundamente atentos. La película toma el riesgo de concientizar el proceso cinematográfico tomando como batuta la figura de José. La presentación de los personajes incluye los incisos del guión (escena #, interior/exterior, nombre del entrevistado) como si nos estuviera presentando, no ya el registro del proceso, sino la transparencia por sí sola. No importa que cierta añoranza entorpezca el resultado final con, por ejemplo, el recurso de la cámara lenta. Más vale la memoria prodigiosa de José Martínez Suárez, no sólo para hablar de sus películas y los involucrados en ellas, sino de otras obras que lo han marcado, los detalles de cualquier anécdota y hasta de la disposición geográfica de Buenos Aires, la cual confiesa amar en una escena. La memoria adquiere entonces una relevancia como cómplice del cine, como documento más fidedigno a la realidad, por encima de lo ilusorio. Yo lloro en el cine… si corresponde, ¿no? Se nos ha enseñado que la emotividad puede empañar nuestras decisiones cotidianas. Nos avergüenza la sensiblería. Y de todas maneras, aquí tenemos a un director de renombre reconociendo que la primera vez que veía Cumbres Borrascosas (la versión de William Wyler), dudaba de cuál era la realidad: ¿la que acababa de ver o la que estaba viendo al salir de la película? Y procede a reconocer que llora en el cine, hace una pausa, “si corresponde”. Visto así, el cine es un confidente ante el que uno se desahoga, sin perder de vista su alcance real. Yo no soy un director de cine, yo soy un técnico Mientras el documental va desnudando el proceso de filmación y nos muestra los detrás de cámara, la manera cómo José da instrucciones a quien lo va a entrevistar o indica qué música quisiera para esta película sobre él, queda la impresión de que estamos entrando en confianza con una autoridad del cine. Pero es alguien que no se comporta como tal. Mucho más allá de las etiquetas, están las preguntas urgentes para un hombre que ha sido cine. Y lo ha sido porque tiene un conocimiento pleno de las áreas cinematográficas que no escatima en saber cada uno de sus detalles. Reconocerse técnico no es un gesto de humildad en su caso, sino de aceptarse como profundo artesano de la imagen. Si la extensión de la película cansa, es más porque su ritmo se dilata en vueltas innecesarias como diálogos o un reconocimiento por parte de la ciudad que lo vio crecer, cuando ya había quedado evidenciada la humanidad del realizador en escenas anteriores. El documental logra retratar no sólo a un técnico de la imagen, sino también a un técnico con pleno calibre de las emociones y la memoria. La impronta de sus películas, como El Crack, Dar la Cara, Los Chantas o Los Muchachos de antes No Usaban Arsénico, parecieran quedar en un segundo plano tras su humor certero y su memoria prodigiosa.
Cualquier teoría (…) que sea consistente es incompleta (Teorema de incompletitud, Kurt Gödel) Hace ya veinticuatro años desde que Pixar revolucionó nuestra infancia mostrándonos la vida secreta de los juguetes. Con el paso de los años supo además revolucionar la manera en que vemos esa etapa de la vida que a veces idealizamos, otras añoramos y unas pocas conscientizamos las certezas más hondas que adquirimos de niños. Ahora, este jueves, nos brindan una cuarta entrega donde Buzz, Woody, Jessie y la banda se reencuentran con unas amigas del pasado y conocen nuevos amigos. En cada parte de la saga, los realizadores se han turnado para explorar, desde distintos roles, las dinámicas internas de las aventuras y los aprendizajes de estos juguetes a medida que Andy y Molly crecían. Basta detallar los créditos de las películas anteriores para darse cuenta de que Lee Unkrich, por ejemplo, editó la primera, co-dirigió la segunda y dirigió la tercera. El mismo Cooley, quien se estrena como director de largometrajes con Toy Story 4, colaboró con el guión de Toy Story 3. O que el mismo Axel Geddes, editor de la cuarta, asistió la edición de Toy Story 2. Estos parecerían datos menores, pero permiten entender que el ensamblaje del humor, las sorpresas y los momentos de aprendizaje en las tres películas anteriores y ahora en esta cuarta, se dan tan fluidamente porque hay un conocimiento pleno de los procesos de cada personaje y de las historias. En la primera parte, era el temor a la novedad (la llegada de Buzz) lo que comandaba la trama, la adaptación a los pequeños cambios. Que Lightyear fuese un astronauta nos sugería que lo semejante a otro mundo; en realidad no dejaba de pertenecer al propio mundo interior de Andy. En la segunda, los juegos se convertían no ya solo en interés para los niños, sino en tesoro para los adultos coleccionistas. ¿Vale más “jugar por un rato” o atesorar juguetes para hacer dinero de ello? Como si la alegría de vivir fuese alegría de jugar. En la tercera, la necesidad de un cierre nos daba un recorrido por aventuras intensas, el paso por el jardín de infancia (no todos los juguetes son para todas las edades) y la despedida emotiva pero sensata que todos necesitamos para crecer o para, por lo menos, pretender que lo hemos hecho. Hago este breve recuento porque la cuarta parte no está exenta de una añoranza que se despliega como un fantasma. Andy es mencionado varias veces, pero el guión nunca abusa de ello. Andy es un ejemplo para motorizar los cambios de algunos personajes y, principalmente, de Woody. En esta ocasión, son tres centros los que movilizan la historia: la utilidad de la basura, escuchar la conciencia y conceder las herramientas de uno mismo a quien las pueda necesitar. Y como ocurría en las entregas anteriores, estos centros no se disponen como “mensajes” con los que nos martillan (probablemente la tercera fue la más torpe en este sentido aunque salía ilesa al final), sino como situaciones a trabajar con bastante agudeza. La conversación entre Forky y Woody cuando se pierden lleva a otro nivel un tópico que la saga venía trabajando previamente: las fantasías lúdicas de los niños permiten incluso crear otro juguete. Y esta creación puede provenir de la misma basura. Los realizadores no se van por el camino del reciclaje, tan en boga y necesario hoy, pero lo bordean con suficiente profesionalismo como para que incluso un psicoterapeuta pueda ver una oportunidad tremenda de cómo hablar con los niños de ciertos temas. Y si atender a la basura es un asomo de depresión, la película no puede estar más alejada de lo clínico, pero le basta con sugerir su importancia a través de una emotiva canción de Randy Newman dedicada a ello. Escribir sobre la voz de la conciencia y ceder ciertas herramientas propias delataría parte de la trama, pero lo cierto es que los guionistas logran darle otro giro a la maldad en esta entrega. Si antes Lotso y Stinky Pete terminaban a la fuerza en manos de algún personaje, en esta ocasión hay una toma de conciencia por parte del “malo” que renueva la perspectiva. Y de a ratos se siente cierta incompletitud en las escenas, a pesar de que el humor fluye tan bien como los instantes de acción. De todas maneras, la propia película nos está diciendo a fin de cuentas que a veces no está mal andar un tanto incompletos con tal de satisfacer a otros. Finalmente, un paralelismo con la mitología griega agigantaría la impronta que tiene esta saga para algunas generaciones, pero pondría en su lugar la percepción contradictoria de que, entrega tras entrega, los juguetes parecen terriblemente humanos, y los humanos parecen quedar casi por completo en manos de las fantasías lúdicas. Como ocurre con la mitología, donde los dioses son más humanos que los propios hombres, en la saga esto ocurre por la percepción de la técnica. La animación de los juguetes posee más detalles fascinantes en sus facciones y movimientos que los personajes humanos. Pero en esta ocasión, se extiende a la manera en que los juguetes expresan que pertenecen a un niño. Dicen “tienes un niño” o “tengo una niña” como efectivamente dicen los progenitores cuando se refieren a sus hijos. Con agudeza la película está apelando aquí a los padres que hace más de veinte años vieron la primera Toy Story. Sin embargo, la película no confunde la potencia imaginativa de los juguetes y les concede a los padres su lugar en la historia. Si el papá de Andy estaba ausente en las tres películas anteriores; ahora, por ejemplo, Debbie y una niña perdida en la feria tienen padres que se preocupan por sus hijos y los ayudan a seguir con sus fantasías en compañía de los juguetes. La manera como toda la saga ha trabajado hasta ahora el compañerismo da cuenta del papel preponderante de las relaciones francas como valores lejos de la pureza, pero ricos en detalles. El ejemplo perfecto es Gabby Gabby, pero también Forky y, en especial, Bo Beep. Refresca que un personaje femenino nos muestre los beneficios de la soltería como una manera de descubrir el mundo fuera de cuatro paredes. Incluso la resolución para ella parece desarrollarse, si no de forma novedosa, sí fuera de lo usual para una mujer que en entregas anteriores habíamos visto más como un personaje tradicional y pasivo. Toy Story 4 se las arregla para conmovernos, hacernos reír, entretenernos y pensarnos sin necesidad de hundirse por demasiado tiempo en las profundidades de alguna de esas impresiones.
El trabajo de un filósofo es el de un mal odontólogo, un odontólogo perezoso que busca dónde está la carie, hace un agujero, pero no lo tapa* Un suelo lejano, ópera prima de Gabriel Muro que compitió en la 19ª edición del BAFICI, ahonda en la fundación de Nueva Germania, un pueblo rural en el Chaco paraguayo. A la par, establece un puente con las charlas del profesor de filosofía José Manuel Silvero Arévalos. La película va dialogando con las cartas de Frederic Nietzsche a su hermana Elisabeth, o las propias misivas de ella a su madre. La primera de las pocas entrevistas en el documental ya nos alerta que no estamos ante una obra cualquiera. La interacción entre el profesor y uno de los investigadores ocurre en una barca. El detalle es que la pequeña embarcación está enrejada, lo que da la impresión de que ambos seres están aislados del entorno que los rodea. Esta pista de lectura puede sugerirnos que el filósofo (¿y el cineasta por retruque?) es una persona que viene de otro contexto para observar una circunstancia con otra lupa. Luego, cuando José se entera de cómo fue la fundación de Nueva Germania, el montaje propone un giro al que habría que atender. La narración de uno de los residentes y su hijo está intercalada con la preparación de la cena. No es la primera vez en el documental que se toma esta decisión, pero en este punto, sentimos que lo que están por comer los personajes es una porción desconocida de la historia. Tal montaje no es fortuito si se piensa que el viaje del profesor parte de investigar el estilo de vida “puro” que pretendían Elizabeth Nietzsche y su esposo Bernhard Föster. El viaje también está intercalado con anotaciones del propio Föster, cofundador de Nueva Germania, sobre las tradiciones del pueblo originario. Esta alternancia de lecturas, reflexiones y costumbres brinda al ritmo del documental una armonía sosegada e inquieta al mismo tiempo. Pareciera que, a medida que se despliegan los conocimientos de esta fundación, se da la oportunidad también de ver cuál es el rol del filósofo en la sociedad, más allá de esa comparación banal y aguda con el odontólogo. El filósofo pone la lupa en el hueco que abrió, tal vez incapaz de enmendarlo pero con las herramientas suficientes para que las personas que lo rodean puedan descubrir de dónde viene tal fisura. La decisión de colocar la lectura de la carta donde Nietszche rechaza su participación en el proyecto de la Nueva Germania mientras vemos imágenes de la naturaleza chaqueña, es de una intensidad soterrada. Por un lado, se nos sugiere que el filósofo está exponiendo en esta misiva su naturaleza, sus incapacidades y, también, su propia valía frente al mundo europeo. Por otro, escuchar sus palabras en boca de José Manuel sobre la idealización de la vuelta al Romanticismo da en el punto sobre los cuestionamientos al proyecto de su hermana Elizabeth. La película está valorando, con los elementos justos, la toma de posición del remitente y del destinatario. “Ahí donde falte comida nunca puede haber alegría”* El documental va esbozando una suerte de fisiología de la cultura, desde la elaboración de productos como el tabaco que vende el padre de José y la yerba mate que cosechan en Nueva Germania, hasta la cocción de alimentos mientras entrevista a residentes de los pueblos que visita. Parecería éste un detalle menor, pero es una pista para entender la obra en su conjunto. Tal fisiología cultural alcanza incluso la consideración de José en una de las charlas sobre qué se hace con los desechos humanos. “El silencio es el padre de la precariedad”* Que en la exposición final hecha por José se descarte la errancia como forma de difusión de la cultura, en particular la latinoamericana, es mínimo una postura polémica que da para debatir ampliamente. En un punto reconoce que, cuando los emigrantes se cansen de limpiar la suciedad de otros, volverán a su lugar natal para difundir su propia cultura. Pareciera que esta perspectiva es contradictoria con su propio cuestionamiento de la mentada pureza que buscaban Elizabeth Nietszche y Bernhard Föster al fundar nueva Germania; pureza fallida a fin de cuentas puesto que pocos de los primeros fundadores se establecieron definitivamente. Pero José simplemente está buscando una posible respuesta que no pretende ser la definitiva. Que este documental casi observacional, de contadas entrevistas, termine con la carta de Elizabeth a su madre, un tanto derrotista y consciente del fracaso de su proyecto, nos recuerda la comparación inicial de José Manuel. Éste ha sido el recorrido de un filósofo que abrió un hueco. Queda en nosotros los espectadores no llenarlo, sino seguir cavando para llegar a la raíz del asunto. *Las citas pertenecen a José Manuel Silvero Arévalos
Con Amanecer en mi tierra nos encontramos una vez más con la duda: ¿Es buena una obra porque habla de algo bueno? Si tenemos nuestras reservas con tal obra, ¿estamos cuestionándola a ella o cuestionamos lo que ella retrata? Aquí, acudimos a la construcción de viviendas para las familias mapuches Curruhuinca en cuatrocientas hectáreas cedidas en San Martín de los Andes. En principio, el contraste entre la voz y la tierra que aprovecha el film es de una riqueza tal que los desaciertos se ven opacados al menos momentáneamente. La decisión de escuchar las voces de los entrevistados hablando de cómo llevar a cabo la construcción mientras vemos planos de una profunda belleza, puede ser una suerte de justicia poética bastante accesible como recurso cinematográfico. Pero lo que el Cantore está armando aquí es una suerte de montaje paralelo donde, a medida que es armado y urbanizado este Barrio Intercultural con el esfuerzo de todos los involucrados, van logrando un proceso de reconocimiento del lugar en la sociedad que ocupan los trabajadores. Se entiende que el documental está queriendo esbozar todo el surgimiento del barrio como una pequeña comunidad que merece su sitio porque este sustenta a gran parte de la economía de esos parajes turísticos en la Patagonia. Pero no por esto son pertinentes todos los detalles sobre el proyecto de urbanización del barrio, por ejemplo las escenas sobre la ruta de los colectivos. Pareciera que el documental se está sustentando en demasía en el preconcepto de que es bueno reconocer y devolverle el sitio a las comunidades originarias. Sí, toda inclusión es oportuna, pero las aclaratorias más detalladas sobre tal dinámica se escapan del conocimiento general. El documental tendría aún más fuerza sin algunos pasajes particulares. Hay preguntas pertinentes que los entrevistados responden con lucidez. Esto le brinda otra perspectiva al documental. Las crisis o imprevistos pueden venir con diversos gobiernos, dicen en un momento, pero al mismo tiempo reconoce que este barrio intercultural es un proyecto de largo aliento que va más allá de conversaciones en juntas vecinales e incluso adquiere repercusión en la radio comunitaria. Momentos como este ubican el documental más allá de una crítica al gobierno de turno. En una de los momentos de la película aclaran que por una decisión de Mauricio Macri el proyecto de viviendas se ve temporalmente perjudicado. Y durante un par de escenas se tambalea la firmeza política de la película porque da voz a quejas sin un sustento directo. Pero Ulises de la Orden, quien a finales del año pasado estrenaba Chaco (2017), no se conforma con estas quejas, y registra una discusión álgida pero civilizada entre regidores en el Concejo Deliberante que da cuenta de la injusticia gubernamental sin explayarse. Por otro lado, hay rostros que la cámara escudriña mientras conversan sobre las medidas a tomar, bromean con relajo o toman mate. La recurrencia de primeros planos o planos cerrados evidencia esta atención a la gestualidad de los residentes de San Martín de los Andes. Más que una intención de embellecer tales rostros, se trata en manos de Federico Bracken de diferenciarlos por su lucha particular. Estas personas están buscándose un lugar en el territorio donde nacieron. Y como no se trata de un terreno metafórico, sino concreto y geográfico; la elaboración del proyecto adquiere una fuerza de la que la película nunca abusa. Incluso la decisión de introducir el nombre de la comunidad en mapuche, Lihuntun Inchin Mapu, está anunciando el reconocimiento que se le quiere brindar a estos desplazados. Así, Ulises de la Orden nos traza en su sexto documental la recuperación de un lugar en conjunto con las dinámicas vitales de algunos residentes. Y finalmente, aunque el cierre del documental con la canción “Crece desde el pie” de Alfredo Zitarrosa le brinde una alegría a la obra que desentona en su totalidad, se trata de celebrar un logro no menor en la comunidad mapuche.
Lo primero que vemos en El árbol de peras silvestres es un reflejo. Sinan está sentado ante un gran ventanal que muestra difusamente el mar y la costa lejana. Lo primero que escuchamos es el graznido de las gaviotas. Se distrae la atención hacia el cuerpo de Sinan (Dogu Demirkol), pero curiosamente, podemos distinguir su mirada cargada de hastío. Por varios segundos, no es él quien se mueve, sino el oleaje reflejado en el ventanal. Esto nos presenta una dicotomía que Ceylan nunca pierde de vista: Sinan, escritor sin publicar todavía, intentará integrarse a su entorno lo más posible. Pero los alrededores sólo terminarán siendo un reflejo bello pero difuso para él. El reflejo del entorno es, entonces, un impedimento que de todas maneras avasallará al personaje una y otra vez. Hay dos fuerzas tensando la película: el pozo de agua del padre y la publicación del libro de su hijo. Si entendemos ambas fuerzas como antagónicas, estamos olvidando la bondad plena pero muy bien resguardada de Idris, el padre (Murat Cemcir). Varias veces durante la película podemos escuchar la risa de este como si se tratara de la travesura de un niño, sin malicia. Los chismes sobre sus deudas intentan distraernos de su presencia bonachona, pero el padre va testarudo a contracorriente. Y en varias escenas vemos a Sinan reunirse con figuras estatales para conseguirle financiamiento a su obra “El Peral Silvestre”. Aunque reconocen su logro, el rechazo a su proyecto hará que el final de la película nos brinde una potencia secreta. Sin aspavientos ni melodramas, la última conversación entre padre e hijo permite entender que las certezas de los proyectos personales son efímeras como el tiraje de los ejemplares de Sinan, arrumados y humedecidos en una esquina de la casa de sus padres. Hay, tras estas certezas, misterios que la película nos revela de forma diáfana y para los que la palabra no basta. Ceylan y Tiryaki, su director de fotografía, no se satisfacen componiendo planos de una profunda belleza que hablan de la testarudez de ciertos personajes. Más bien proceden a elaborar pasajes a dos aguas entre el sueño, la memoria y la vigilia. Son estos momentos donde la película adquiere un lirismo orgánico con aquellos “episodios” extensos donde la familia comparte o discute nimiedades, Sinan se consigue con una vieja amiga, o él mismo hace un largo recorrido con los amigos del pueblo. El gran sentido de la fluidez en la edición permite que estos mosaicos formen parte de un todo donde la ambigüedad no consiste en una confusión ni un ocultamiento de la trama, sino del espesor vital de estos personajes un tanto a la deriva. Harían falta varios párrafos para hablar de los personajes femeninos en las películas del director turco. Cuesta olvidar a la hermana obstinada de Aydin (Haluk Bilginer) en Sueño de invierno (2014) o el personaje de la esposa en ese mismo film. Pero conformémonos con Hatice (Hazar Ergüçlü) y con Asuman, la mamá de Sinan (Bennu Yildirimlar). Aunque podemos creer que son personajes de reparto, Ceylan les dedica escenas de una honestidad sin igual. El encuentro con Hatice, en el campo y bajo un árbol, nos sugiere cierta chispa entre ella y Sinan, pero lo hace con planos que nos acercan a lo callado entre ellos, lo que no se dicen en medio de prejuicios (ella dejó el colegio, él está recién graduado) y una soledad insalvable. O las conversaciones con su madre que, no porque se limitan al escenario hogareño, resguardan años de inconformidad y silencio. Incluso la telenovela que ven en la televisión en dos momentos pareciera estar hablando de ellos mismos y no es gratuito que la cámara observe a esta familia desde el lugar del televisor No son pocos los momentos llenos de una desnudez emocional que nos seduce a atender a cada pasaje con sumo detalle. Desde la discusión acalorada de Sinan con el escritor afamado hasta el reencuentro entre padre e hijo después de su paso por el servicio militar, la película de Ceylan va enlazando momentos con firmeza. De todas maneras, esta certeza consiste no en que conozcamos plenamente a nuestros personajes, sino en sostener pequeños gestos de cada uno de ellos, como si se tratara de aquel reflejo inicial; un reflejo que embarga y, al mismo tiempo, nos distrae. Se trata, entonces, de acercar la imagen en movimiento a un estado más cercano al sueño y la memoria sin que eso signifique para el director de Distante (2002) caer en el hermetismo de, por ejemplo, el Tarkovski de sus últimas películas donde lo onírico y poético nos termina distanciando. Las vidas de los personajes en El árbol de peras silvestres fluyen como momentos valiosos que sólo podremos retener nosotros, espectadores, con un nuevo visionado; pero son vidas que se les escapan a ellos mismos entre frustraciones, contradicciones y sorpresas que nadie intuyó.
Hay dos preguntas en Clementina que atraviesan la historia y no tienen una respuesta sencilla: ¿Quién es Clementina y qué le pasó a Juana antes de llegar al comienzo de la película? Ambas incertidumbres, la segunda menos evidente que la primera, permiten cierta fluidez en el ritmo a pesar de que el guión posea muchas sorpresas sin asidero. La respuesta a lo primero puede intuirse por ciertos detalles fuera del foco de la trama. Aunque es el nombre que lleva el film, el guión se preocupa más por apurar sustos que nos permitan entender qué está pasando en el entorno o en la mente de Juana (Cecilia Cartasegna). Tales sustos no son particularmente ingeniosos. Se podrían conseguir en cualquier película de terror genérica. Sin embargo, cierto juego con las sombras y la repetición de los marcos de las puertas nos sugieren el asomo de una historia más perturbadora. Por otro lado, el departamento donde vive Juana tiene una significación fundamental en la película. Poco a poco se va volviendo clara la disposición de las habitaciones y cómo la protagonista se relaciona con ellas. Fuera de dos o tres escenas, casi todo transcurre ahí. Esto hace el deterioro del sitio más palpable y cónsono con el proceso lento de desesperación de Juana. Incluso Olga, la vecina, parece parte de este decorado inquietante. Ella misma recuerda a la Ruth Gordon de El bebé de Rosemary (1968), pero menos macabra. La propia aceptación de Olga (Susana Varela) por la presencia de almas después de la muerte está bañada de una calma desconcertante, porque Juana está buscando respuestas y Olga parece mostrar una certeza aislada a pesar de ser un personaje muy breve. Escenas como el cenital de Juana entrando a la habitación para acostarse transmiten una sensación de soledad que, si bien la película en su conjunto falla en transmitir, bastan planos donde se juegue con las sombras, el color rojo, las líneas y las curvas para que la imagen nos interpele. No estamos ante una película de terror, por más que la música lo sugiera por momentos. Y tampoco estamos ante un drama. Es más bien una conjugación de ambos géneros donde se matizan la maldad y la inocencia con un suspenso leve para responder la segunda pregunta. Que la película cierre de la manera como temíamos no le resta fuerza a lo visto hasta ese momento. Si bien nos hace desear un final más complejo o menos sórdido, también caemos en cuenta de las complejidades de Juana como un personaje de una evidente dicotomía que antes apenas nos habían sugerido. De esta manera, independientemente de si Cecilia Cartasegna nos convence o no en la totalidad de su actuación, su presencia frágil nos hace tomar partido por ella incluso a pesar del dilema moral planteado al final.