Escuadrón suicida La versión contemporánea de Fuqua del clásico de Sturges de los ’60 con Yul Brynner, Steve McQueen y Charles Bronson –a su vez, remake de Los siete samurais de Kurosawa– comienza con una magnífica escena que tiene la potencia de un tren a toda máquina. El pueblo de Rose Creek está reunido dentro de la iglesia discutiendo cómo debería actuar ante el hostigamiento del inescrupuloso empresario Bogue, dispuesto a todo para explotar las minas de oro del lugar. Pero en medio de la reunión irrumpe el villano con sus secuaces para comunicarles a los ciudadanos que si no entregan sus tierras morirán. Fuqua, que sabe muy bien cuándo es el momento de impactar al espectador y cuándo conviene sugerir, decide arrancar la película presentando a Bogue con la secuencia más cruenta de todas, con una violencia que tiene ecos de Peckinpah. Hay una bajada de línea sobre el capitalismo que no pasa de una frase de diálogo y, por suerte, no vuelve a retomarse. Fuqua sabe lo que hace y lo deja en claro con una gran economía narrativa en apenas unos pocos minutos de película. Los 7 magníficos no pretende imitar a su predecesora ni recrear fábulas morales. De hecho, la secuencia inicial está desprovista de solemnidad, al igual que el resto de la película, algo que no puede decirse de la de Sturges. Resulta tan sólida, épica y placentera la propuesta para contar la misma historia por millonésima vez, que ni el Jack Horne de Vincent D’Onofrio, con su voz inútilmente impostada que resulta inexplicable, o la diversidad en tiempos de corrección política –aunque menos forzada que en otros casos– llegan a ser lo suficientemente molestos como para resentir la emoción que genera ver a los personajes cabalgando, haciendo trucos de magia o simplemente divirtiéndose. Ese logro nada menor de Los 7 magníficos radica en no pretender ser más –ni menos– que lo que es: un gran espectáculo montado casi exclusivamente para recordarnos que dejarse llevar por la magia del Lejano Oeste, las cabalgatas y los duelos puede ser algo maravilloso.
El club de los cinco Benoit es un niño retraído de trece años que acaba de mudarse a París con su madre y debe enfrentarse a los bullies, a las dificultades de hacer nuevos amigos, de integrarse a un grupo y también a las primeras decepciones. Atrapado entre los populares y los freaks de la escuela, Benoit dirige su atención hacia otra novata: Johanna, una chica sueca que habla un francés precario y se siente igual de aislada y perdida que él. Lo que en un comienzo se presenta como un relato clásico de iniciación, se va alejando cada vez más de los clichés del género para dar paso a la incorrección política y generar en determinados momentos una cierta incomodidad en el espectador. El género es utilizado como una excusa para realizar una detallada radiografía del proceso de crecimiento y de la complicada relación de cada uno de los personajes con el mundo que lo rodea en esa etapa tan incierta que es la adolescencia. Se trata de un relato cálido y amable, pero no exento de una buena dosis de crueldad propia del ámbito escolar. Es muy difícil lograr lo que consigue Rosenberg: seducir al espectador a través de las convenciones propias del género en el que se inscribe la historia, encontrando el tono adecuado para conmover sin necesidad de recurrir a golpes bajos o lecciones morales. La potencia de la película radica entonces en su precisión cinematográfica y en el magnetismo irresistible con el que está contada. Le nouveau pide ser vista más de una vez y contiene uno de los momentos musicales más disfrutables y logrados en años. Su humor la acerca más a la comedia americana que a la francesa, algo que quizás tenga que ver también con la inclusión y el peso de la figura del primo de Benoit, un slacker que parece salido de una película de Apatow. Narrada con tanta belleza que resulta imposible no enamorarse de estos freaks and geeks, la de Rosenberg es indudablemente una de las películas más tiernas y alegres que haya celebrado el rito de hacerse grande.
Sensatez y sentimientos La tercera entrega de este reinicio milagroso, iniciado siete años atrás por J.J. Abrams, encuentra a la tripulación del Enterprise, liderada por el Capitán Kirk y el vulcano Spock, en una nueva misión de turno. Luego de tres años en el espacio, Kirk ordena hacer una escala en la base espacial de Yorktown para reabastecer la nave, pero una llamada de auxilio de una raza desconocida lo convence de emprender una misión de rescate a otro planeta. Como sucedía en las dos entregas anteriores, el argumento vuelve a ser una mera excusa para contar el verdadero núcleo de esta historia: la relación entre Kirk y Spock. Así como en Star Trek: En la oscuridad, el prólogo del rescate en el volcán antes de los títulos ya hablaba del gran tema de la película, aquí pasa lo mismo cuando al comienzo el vulcano se entera de la muerte del Embajador Spock. Este acontecimiento, narrado casi al pasar y sin necesidad de ser subrayado, deja en claro dos cosas ya desde los primeros minutos: que al director le interesa más construir un presente luminoso que realizar un muestrario de nostalgias, y que lo más importante para la película son sus personajes; sus emociones y sus decisiones, siempre impulsadas por el amor y la amistad. En este sentido, Justin Lin continúa por la senda del clasicismo aprendido de J.J. Abrams en el que las historias nos interesan porque queremos a los personajes. Ahí donde otro director hubiese tomado un camino más perezoso, Lin –y, por supuesto, antes Abrams– se toma en serio a los personajes, mucho más allá del mito y la nostalgia. Por eso resultan tan importantes las miradas, los pequeños gestos y las decisiones que toman, porque eso es lo que los define, lo que hacen más que lo que dicen. Lin construye las aventuras intergalácticas de la tripulación del Enterprise como si se tratara de una de las cuatro entregas de Rápido y furioso que filmó. Su ojo experimentado en la acción le brinda solidez a los momentos de puro vértigo, mientras que el guion escrito por Simon Pegg (que encarna una vez más al imprescindible Scotty) y el novato Doug Jung no solo se encargan de revivir y de homenajear a un clásico que cuenta con medio siglo de existencia, sino que además le inyectan interés a una historia que no lograba generarlo más allá de su nicho de seguidores. Pegg y Jung delinean la historia sin caer en extensos diálogos grandilocuentes o explicaciones filosóficas que intenten deducir los misterios del universo y la complejidad de la existencia, pero con la claridad suficiente como para que podamos olvidarnos de ella y entregarnos completamente a sus personajes. Star Trek: Sin Límites no da respiro: una vez que arranca ya no hay tiempo para pausas y se mantiene en constante movimiento hasta el final, arrojándonos a la acción sin cinturón de seguridad. Con la fuerza y la velocidad de una trompada, esta nueva entrega goza de una libertad inusual –casi como la que presentaba Guardianes de la galaxia–, traducida en una maravillosa secuencia de rompantodismo espacial al ritmo de “Sabotage” de los Bestie Boys. En el universo trekkie revitalizado por Abrams –que se perfecciona con cada episodio, al igual que la saga fierrera con Vin Diesel–, y como también sucede en el cine clásico, el dilema de la lucha entre el bien y el mal se resuelve a piña limpia, a lo Rápido y furioso, sin metáforas ni alegorías de por medio, y sin lugar para salvaciones milagrosas o deus ex machina. La única salvación posible para estos héroes clásicos es la que proviene de su propia inteligencia. En un momento en el que los blockbusters tienden cada vez más a la efectividad fríamente calculada, resulta casi milagroso lo que han hecho directores como Lin y Abrams: poner el acento en lo emocional, manteniendo una estética cuidada y a la vez bien definida. El director chino dispone toda la parafernalia y los efectos especiales al servicio de la emoción. Una imagen como la de la Enterprise prácticamente destruida, o tan solo una mirada entre Uhura y Spock, nos transportan directamente al corazón de esta historia: el amor, la amistad y la familia. Al fin y al cabo, si todo este impecable despliegue casi invisible de efectos especiales nos importa y esta milésima versión de Star Trek nos atrapa es por sus personajes, por esos seres de carne y hueso con los que podemos identificarnos. Justo ahí radica la diferencia entre una película grande y una película con grandeza, de esas que comprometen todos nuestros sentidos, y en la que nos gustaría vivir. Aunque sea solo por dos horas.
Duro de matar Antes del estreno de Bourne: El ultimátum, en 2007, Matt Damon afirmaba que solamente volvería a interpretar al exagente de la CIA bajo la batuta de Paul Grengrass. Cinco años después de su declaración, se anunciaba un nuevo capítulo de la saga que funcionaría como una expansión, una historia paralela a la de Jason Bourne que giraría entorno a otro agente interpretado por Jeremy Renner en El legado de Bourne. Lo cierto es que la película no estaba a la altura de la trilogía anterior y terminaba siendo nada más que un intento forzado por atar con alambre dos historias: por un lado, la de un súperagente al que le suministran unas pastillas que lo convierten en una especie de Terminator, pero que producen efectos colaterales, y por el otro, la de un Gran Hermano mundial del que absolutamente nadie puede esconderse. De repente, no solo ya no importaban las operaciones Treadstone o Blackbriar, ni la búsqueda de la identidad, si no que a Tom Gilroy, director y guionista de esta fallida entrega, ni siquiera parecía preocuparle que hubiera algo de química entre los personajes. Así, la cuarta de la serie se convertía en una película innecesaria, carente de emoción, con una estructura narrativa débil y un protagonista que hacía malabares para tratar de mantenerla en pie. Y, aunque por momentos lo lograba, Jeremy Renner era incapaz de producir el mismo interés y la empatía que generaba Matt Damon como Bourne. Cuatro años después de este paso en falso, vuelve Jason Bourne, así, a secas, con el director británico a bordo y Damon como el atormentado agente de la CIA. La trama no es más que la excusa para una nueva colaboración entre los dos: mientras Bourne pelea contra sus propios fantasmas en la frontera entre Grecia y Albania, Nicky Parsons, su única aliada en este lío, lo contacta para informarle que, cuando hackeó algunos archivos de la agencia, descubrió que Richard Webb, padre de Jason, formó parte de la creación de Treadstone, programa al que perteneció su hijo. El acceso a este nuevo dato del pasado es el motor para poner en marcha y desplegar toda la maquinaria de acción imparable que ya es una marca registrada de la serie: personajes que se encuentran constantemente en movimiento, caminando por todos lados y alrededor de todo el mundo, con teléfonos y otros dispositivos que les permiten mantenerse en contacto y coordinar escapes espectaculares a pie o motorizados. Jason Bourne es la vuelta de la cámara nerviosa y velocísima de Greengrass, de las intensas y violentas peleas cuerpo a cuerpo y de persecuciones de un nivel de espectacularidad demencial, como la secuencia de la manifestación en la plaza de Atenas o el final en Las Vegas, tan realista como delirante. Cada secuencia resulta toda una proeza de montaje y de claridad visual y narrativa por más embarullado que sea el plano, demostrando que la fórmula Bourne sigue funcionando, y de una forma puramente cinematográfica.
El rey de la comedia La segunda parte de Buenos Vecinos replica la fórmula de la anterior –una de las mejores comedias estrenadas en 2014, y la primera de Nicholas Stoller en llegar a las pantallas grandes de nuestro país– tomando lo mejor de aquella, pero con algunas variaciones que no resultan del todo satisfactorias. Esta vez, la casa en la que viven Mac y Kelly –en la dulce espera de su segunda hija– se venderá en un mes, período durante el cual los compradores pueden retirar su oferta sin previo en el instante ante la aparición de cualquier inconveniente. El conflicto se desata cuando una hermandad de chicas se instala en la casa de al lado, antiguo hábitat de los Delta Psi comandados por Zac Efron. Entonces, el matrimonio une fuerzas con su antiguo rival para destruir la nueva amenaza antes de que sea descubierta por sus nuevos compradores. La decisión de hacer más hincapié en el universo femenino, algo en lo que la Nueva Comedia Americana viene incursionando (y de forma exitosa con Damas en guerra), aquí produce un desequilibrio notable que afecta la película en la medida en que transitar por la comedia disparatada femenina requiere mujeres que puedan llevar a cabo esta compleja tarea, y Chloë Grace Moretz –cabecilla de las Kappa Nu–, no logra dar con el tono adecuado. En cambio, otra de las fundadoras de la hermandad resulta una Melissa McCarthy en potencia que sale expulsada de un frenazo por el parabrisas del auto de Mac y luego se levanta sin haber sufrido un rasguño: la película la desaprovecha hasta terminar volviéndola completamente invisible, mientras que otro personaje secundario extraordinario como el amigo de Mac, brilla en cada aparición de principio a fin. Ahí está la clave: ellos siguen siendo el fuerte de la NCA: Seth Rogen y su amigo, Zac Efron y el suyo (interpretado por Dave Franco) son personajes redondos, creíbles y queribles, cargados de una ternura propia de las películas de Stoller. En ellos se posa el núcleo narrativo y la construcción más allá del grandioso despliegue de gags, a pesar de que el argumento sea lo menos importante y la trama se vuelva un tanto dispersa. En medio de todos los personajes femeninos que la película no termina de desarrollar, la que sigue saliendo mejor parada es Rose Byrne, que no cuenta con la misma cantidad de chistes que Moretz pero la supera en personalidad. Los segmentos más logrados son aquellos en los que aparecen chistes explosivos e inesperados. En cambio, cuando no estamos frente a gags de humor físico y salvajadas varias, la película se vuelve menos enérgica, pero ahí están Rogen, Byrne y sus amigos para mantenerla en pie. Buenos vecinos 2 solamente flaquea en algunas escenas donde se enuncian explícita y reiteradamente algunas posturas, pero afortunadamente la película –con Seth Rogen, Evan Golberg y el propio Stoller como guionistas– nunca llega a convertirse en un discurso sobre la igualdad de género, la madurez o la importancia de la familia versus la diversión. De hecho, aquel gordito drogón y puro corazón que se convirtió en el amo y señor de la NCA, finalmente sentó cabeza, pero eso no quiere decir que no pueda seguir actuando como un adolescente ni tampoco drogarse o divertirse. El hecho de ser padre y esposo no le impide salir corriendo tras robar una bolsa llena de marihuana en calzoncillos exhibiendo sus man boobs y su cuerpo blanco, fofo y peludo en todo su esplendor. Porque Stoller, como ya lo había dejado claro en Buenos vecinos, no contrapone un estilo de vida con el otro, si no que los pone a convivir, dando lugar a una comedia ciclotímica que pendula entre el sabor agridulce apatowiano y el humor más salvajemente incorrecto y desatado propio de los Farrelly o de los sketchs de Saturday Night Live. Incluso siendo inferior a su predecesora y estando lejos del nivel de inspiración de otros trabajos del director, Buenos vecinos 2 es una buena comedia, lo suficientemente ingeniosa como para brindar varios momentos de placer absoluto. Quizás sus defectos se deban más a lo que esperamos de un tipo como Stoller, que entiende la comedia a la perfección y que ha dirigido películas de muy buenas a excelentes. Pero nada de eso empaña la alegría de poder seguir viendo sus películas en pantalla grande.
Christopher Plummer interpreta a Zev, un sobreviviente del Holocausto con demencia senil que busca vengarse de un comandante nazi. Cuando Zev enviuda, su compañero Max, de la residencia de ancianos, le entrega una carta en la que le encomienda la misión de encontrar y asesinar al alemán que mató a sus familias, a través de precisas instrucciones que deberá seguir al pie de la letra. En el mismo año en que se cumplen cien años del genocidio armenio, tema que abordó en Ararat, Egoyan vuelve a indagar en la memoria histórica del exterminio de un pueblo retomando las mismas obsesiones que han marcado su filmografía una y otra vez: el peso del pasado y las consecuencias que deja en los personajes mediante una cautivante persecución cinematográfica. Lo interesante de Remember es la vuelta de tuerca que Egoyan logra darle a un tema tan visitado y, a esta altura, tan poco original en la historia de cine. En otras películas con tramas similares, el tiempo parece sanar o al menos aplacar las heridas y los traumas del pasado, mientras que aquí sucede todo lo contrario: el sentimiento de furia sigue estando presente en Max, que contiene su ira y encuentra su propia forma de hacer justicia. Para llevarla a cabo, este hombre, que ha dedicado gran parte de su vida a rastrear criminales de guerra, ejecuta un plan perfecto y termina creando, como lo hizo el nazismo, su propia maquinaria de muerte. Con un ingenioso y sólido primer guion del joven Benjamin August, la película crea una atmósfera donde la hostilidad y la oscuridad son los protagonistas de cada plano. El alivio llega de la mano de ciertos momentos de humor negro en los que, incluso a pesar de su avanzada enfermedad, Zev es capaz de poner en práctica una siniestra metodología, lo que dota a algunas escenas de un fuerte tono irónico. Contar más sería arruinarle al espectador la posibilidad de entregarse a una experiencia tan particular, de esas que cada vez son menos vistas en pantalla grande. Remember cuenta además con las notables actuaciones de Martin Landau, Bruno Ganz, un irreconocible y maquilladísimo Jürgen Prochnow y Dean Norris, que ya ha demostrado estar a la altura de los grandes en Breaking Bad. La secuencia en la casa de este último es uno de los puntos más altos de la película y otra razón para no olvidar nunca el inagotable talento de Christopher Plummer.
Tangerine Dream El esperado regreso de Sean Baker a la pantalla grande marca el debut de dos actrices trans cuyas actuaciones se sienten tan genuinas que se ganan un lugar en nuestros corazones en apenas segundos de empezada la película. Todo sucede el día de Nochebuena, cuando Alexandra le cuenta a la impulsiva Sin-Dee que su novio la engañó mientras ella estuvo en prisión. Esto desencadena una rabiosa cacería por las calles de Los Ángeles para encontrar a la tercera en discordia y llegar al fondo del rumor. Filmada íntegramente con un aparato en el que se puede jugar al Candy Crush, la película persigue a Sin-Dee y a su amiga por separado hasta que sus caminos vuelven a juntarlas hacia el final del día. En el medio, aparecen otros personajes, entre ellos, un taxista armenio y cliente de las chicas, su esposa y su suegra. Todas las líneas de acción convergen en un disparatado clímax dentro de un local de donas. Producido por los hermanos Duplass, el cuarto largometraje de Baker es una especie de Harmony Korine meets John Waters con un brillo radioactivo. Una frenética road movie a pie al ritmo de una ecléctica banda sonora que incluye hip hop, música armenia y electrónica. Baker aprovecha todos los recursos narrativos para crear situaciones hilarantes de una espontaneidad notable, aunque nostálgica en su resolución. Para lograr esa textura tan maravillosa que exhibe la película, el director que hace unos años sorprendió con Starlet utilizó una aplicación que le permitió echar mano al tratamiento de la imagen durante el montaje. Como resultado, el color naranja que predomina por la saturación de color terminó inspirando el título. Tangerine es un film colorido y enérgico, que nunca se detiene. Baker registra el mundo de la prostitución callejera de Los Ángeles de forma casi documental, con un hiperrealismo extremadamente manipulado, y acierta en mantenerse alejado en todo momento de la sordidez. En cambio, elige un tono cálido para retratar a sus histéricas y adorables criaturas. La marginalidad en la que se mueven estos seres que no paran de hablar un segundo está siempre presente, pero solamente como marco de lo que realmente importa: la relación entre sus protagonistas. Fresca y magnética, Tangerine es un atípico y bienvenido cuento de Navidad que funciona también como un acercamiento a un submundo pocas veces visitado por el cine de una forma tan tierna y a la vez original.
Come and get your love Ant-Man había sido la apuesta más arriesgada de Marvel hasta la fecha y Guardianes de la galaxia la más disparatada, hasta que llegó Deadpool, otro film de superhéroes en clave de comedia que también presentaba sus dificultades para ser adaptado a la gran pantalla y cuyo protagonista, el persistente Ryan Reynolds, generaba cierta desconfianza, en parte por su desastroso antecedente en el género. Pero el secreto, y en gran medida la genialidad del personaje de Deadpool, se debe al carácter políticamente incorrecto que le inculcaron los verdaderos héroes, sus creadores Rob Liefeld y el argentino Fabián Nicieza, quienes le brindaron la posibilidad de ir más allá de lo que otros personajes habían llegado. Si hay algo que hace único al mercenario mutante es que se anima a explorar terrenos nunca antes visitados por sus compañeros con superpoderes como el quiebre de la cuarta pared. Pero él se tira de lleno a la pileta de lo desconocido y lo hace de forma adulta, con chistes escatológicos que no tienen nada que envidiarle a los hermanos Farrelly y con un doble sentido con aroma ochentoso. Esto no quiere decir que no haya momentos en los que la cosa se ponga seria, pero ahí va el humor al rescate para mantener la película en un tono ligero y desenfadado, incluso en las escenas de mayor tensión dramática. Es justamente en ese balance tan fino que Marvel logró entre el cine de superhéroes tomado en serio y el humor que funciona como un antídoto contra la solemnidad, donde se encuentra la clave de su éxito, su “factor curativo”. Uno de los méritos de Deadpool es haber apostado al humor salvaje y, como decía antes, adulto. Una rareza que se agradece dentro de un mainstream que suele ir a lo seguro y mantenerse en la senda apta para todo público para preservar el éxito multitarget de sus productos. Este nuevo terremoto verborrágico viene a pegar un volantazo y a salirse de ese camino para encontrar el propio, nada menos que la mezcla entre lo colorinche y lo cartoonesco de Guardianes de la Galaxia con la autoconsciencia y el espíritu paródico de una película como Kick Ass, que a pesar de su gran sentido del humor, no le hacía asco al lado más oscuro y violento de sus personajes. Algo de lo que tampoco renegaban Chuck Jones, Tex Avery o Frank Tashlin, de los que Deadpool toma el absurdo y el slapstick en su versión reloaded para crear un festival de excesos con escenas de acción espectaculares y saltos temporales para presentarnos a modo de mini película de origen dentro de la película los inicios de este chiflado en spandex rojo de forma fluida y atractiva mediante una avalancha de chistes que nunca se sienten agobiantes. Si bien no todos funcionan igual de bien, se trata de parte de la propuesta que, al lanzar una catarata impresionante de oneliners por minuto, no pretende que cada uno de ellos tenga la misma efectividad. En medio de este vale todo, que no solo viene a reventar cual globo los esquemas establecidos del género, sino que también se mea en todos los estereotipos y adaptaciones de cómics al cine, Tim Miller tiene la libertad absoluta para revolear el código ético de los superhéroes y para hacer y deshacer a su antojo. Por eso, lo primero después de sacarse el corsé de la corrección política es jugar con todos los elementos que componen el film y también con los de afuera, es decir, con el conocimiento que tiene el espectador sobre lo que rodea a la película, ya sea la filmografía del actor principal o las demás películas de Marvel. Todo es jugar y reciclar, dos palabras que Miller comprende perfectamente, por eso puede reírse de todo desde el primer minuto con esos maravillosos títulos iniciales en los que vapulea a los actores, al género, a Hollywood, al estudio y hasta a sí mismo. Pero siempre desde el amor y el más profundo respeto hacia sus criaturas, hacia el cine y la historieta. Y lo bueno es que, como sucedía con Guardianes de la galaxia, Deadpool no tiene la obligación de encajar en el complejo universo interrelacionado de personajes de Marvel, por eso puede darse el lujo de desbordar el género, estirarlo, romperlo y renovarlo. ¿Dónde más, si no en la diversión y la libertad, se encuentra el espíritu del cine de superhéroes? Cuantos menos límites, más diversión y Miller lo sabe. Quizás detrás del títere de un estudio con un salario excesivo se esconde un gran comediante que comprende a la perfección el espíritu lúdico de estos súper individuos.
Los guantes mágicos El boxeador más querido del cine se niega a retirarse –para gran alegría de todos– y, aunque esta vez ha colgado los guantes, el indestructible Rocky Balboa pelea más que nunca con el contrincante más difícil de todos: el paso del tiempo. Y al haber ganado esa batalla, demuestra que sigue siendo el luchador que era, además de dedicarse ahora a entrenar a futuras promesas del boxeo. Rocky ha decidido que es el momento de pasarle su legado a otro tanto en la ficción –quien estará bajo el ala del gran boxeador es nada menos que el hijo de Apollo, cuyo nombre no podía ser otro que Adonis–; como en la realidad, donde ya no aparece como guionista o director si no como productor. Estamos ante una película que no hace más que repetir la fórmula que funcionó desde 1976 y que continúa triunfando, una con personajes de carne y hueso cuyos objetivos nos interesan y siempre deseamos desde este lado de la pantalla que los consigan. En este sentido, la estructura que compone Coogler funciona como un perfecto mecanismo de cine clásico, un molde conformado básicamente por tres grandes secuencias. El primero sirve para ponernos en situación con un prólogo en forma de flashback que culmina con la aparición del título sobre la pantalla en negro, y luego sigue adentrándonos en la historia de un novato que pelea como amateur, hasta que le llega la oportunidad de convertirse en un profesional. En el segundo bloque asistimos a su lucha interna –Rocky le muestra su propio reflejo en el espejo mientras le dice: “Ese tipo es tu peor enemigo”– por apartarse de la sombra de su padre, y el entrenamiento previo a la pelea contra el campeón invicto, que alcanza su máximo nivel de emotividad cuando el joven se prueba los míticos shorts azules con rayas rojas y estrellas blancas que pertenecieron a Apollo. La confrontación con sus fantasmas es lo que abre paso al último bloque de la película, que se centra en el esperado combate final. Coogler aprovecha toda esa potencia emotiva con la que cerró la secuencia anterior para comenzar la última con un plano secuencia aparentemente sencillo, pero virtuosísimo, en el que Rocky acompaña a Adonis sin sacar su mano del hombro del joven ni por un segundo durante todo el trayecto desde el vestuario al ring. La posterior aparición de su rival es la de un auténtico villano que pareciera provenir del lado oscuro de la fuerza, entre fuego, humo y una negrura neblinosa propia de la villanía. Podríamos decir entonces, que en cuanto a su estructura, Creed funciona casi como una réplica perfecta de la primera Rocky, y que hasta se da el lujo de prácticamente calcar la secuencia del gallinero entre Mickey y el todavía novato boxeador italiano, para trasladarla ahora al Rocky entrenador de Adonis. Coogler abraza la opción trillada y sale indemne, porque nos recuerda siempre cuál es el sentido de esa lucha, porque los personajes nos importan y desde este lado de la pantalla lo que más deseamos es verlos alcanzar sus metas. Por esta y muchas otras razones, Creed está llena de elementos que la convierten en una obra de arte de un gran valor cinematográfico. Sin contar su enorme carga nostálgica –que puede sentirse en el cuerpo y en la mirada de Stallone, o en las imágenes del combate entre Creed y Rocky que Adonis mira por YouTube–, la película contiene una fuerza fílmica descomunal. Nos emociona con su aroma a nostalgia, pero también a puro cine. Todo se centra en el movimiento, que nunca se detiene, en el desplazamiento y, por supuesto, en la mitología. Las peleas de Adonis con Rocky como entrenador están narradas de maneras diametralmente opuesta la una respecto de la otra, con recursos que van desde un plano secuencia que nos hace sentir, desde el interior del cuadrilátero y en tiempo real, el desgaste físico de los rivales, hasta la hiperfragmentación del encuentro final que combina todos los tamaños de plano existentes en un montaje veloz y preciso donde todo gira en torno al movimiento, esa voluntad cinética de la que Stallone es el principal impulsor. Un actor que, incluso en su vejez, con cada nueva película, logra sorprendernos con el arte de la coreografía puesta al servicio de algo que es muchísimo más que una etiqueta genérica, es una manera de entender qué es el cine. Tanta ternura tiene la película, y tanto amor por sus personajes que los reivindica con una forma ya casi extinta de sentir y de hacer del mundo y del cine un lugar mejor. Probablemente no estemos ante la mejor película de Stallone o de la saga que nunca envejece, pero sin dudas Creed es una de las más emotivas y un ejemplo genuino del mejor cine clásico de Hollywood.
El gran acierto de la nueva comedia de Sean Anders (director de ¿Quién *&$%! son los Miller? y Quiero matar a mi jefe 2) no radica en la originalidad de su propuesta, sino en saber administrar a la perfección todos los elementos que componen el film. El resultado es una coreografía de chistes al servicio de las necesidades desquiciadas de un relato en el que el padre biológico de dos niños, interpretado por Mark Wahlberg, compite con el nuevo esposo de su ex –ese gigante de la comedia que es Will Ferrell, tirando una cantidad impresionante de one liners por minuto– por adueñarse del rol paterno. La película es todo lo libre y desatada que puede ser, como ya lo era también ¿Quién *&$%! son los Miller? Incluso ambas hablan bien de la familia, al mismo tiempo que parecen reírse de ella y parodiar el género al que pertenecen, el de la comedia familiar. No hay muchas películas así. En este sentido, Guerra de papás –como sucedió en su momento con los Miller– es una gran sorpresa, pero no porque desconfiáramos de ella; ya estábamos al tanto de que Anders sabía hacer comedia y sacar lo mejor de un elenco y un guion, sino porque en un Hollywood en el que cada vez más el grueso de las producciones apuestan a lo seguro, Guerra de papás no deja la osadía y la experimentación de lado, y a fuerza de humor se va alejando a cada minuto de la corrección política. Así es que, con un guion previsible pero sumamente efectivo –que no necesita de mensajes con moralina sobre la familia, sino que sabe reírse de ello– Ferrell y Wahlberg llevan hasta el ridículo esa batalla por exponer las debilidades del rival ante la familia. Este duelo humorístico da rienda suelta a todo tipo de chistes que aparecen abruptamente y a gran velocidad, como el que tiene a Ferrell manejando una moto fuera de control. Otros pueden podrán parecer básicos pero resultan muy efectivos gracias a la rapidez con la que atraviesan la pantalla y a la potencia que les imprimen los actores. En su forma de colección un poco anárquica de sketchs con un impecable manejo del timing, la película logra repartir una enorme cantidad de risas más allá de sus altibajos, y no escasean los momentos maravillosos y de emoción genuina, que siempre se agradecen. Incluso en las escenas en las que baja un poco el ritmo, Guerra de papás nunca deja de ser graciosa y placentera, principalmente porque nos importan los personajes. Y eso, se sabe, es lo que convierte a una película en una gran película, y a la de Anders en una de las mejores comedias en lo que va de un año que recién comienza. Una de esas que nos agarran desprevenidos y nos dejan sonriendo.