Maldiciendo en el altar James Wan es una de esas figuras del séptimo arte contemporáneo que dividen aguas ya que en simultáneo sintetizan la peor faceta del horror y del cine de género de nuestros días y varias de las posibles soluciones que podrían probarse para dejar a todos contentos o a la mayoría de las partes involucradas sin que ello repercuta de manera en verdad calamitosa en la dimensión creativa/ cualitativa: el director de maravillas como El Juego del Miedo (Saw, 2004), La Noche del Demonio (Insidious, 2010) y El Conjuro (The Conjuring, 2013), trabajos dignos como El Silencio de la Muerte (Dead Silence, 2007), Sentencia de Muerte (Death Sentence, 2007), La Noche del Demonio: Capítulo 2 (Insidious: Chapter 2, 2013) y El Conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016) y bodrios en línea con Rápidos & Furiosos 7 (Fast & Furious 7, 2015) y Aquaman (2018), dos propuestas bajo un lucrativo encargo, tiende a dejarse llevar por los latiguillos ochentosos y noventosos del terror como los jump scares, los personajes estereotipados y una claustrofobia de manual aunque siempre ejecutando los ardides en cuestión desde una solvencia artesanal que pone en vergüenza a muchos colegas suyos del presente, sin duda unos técnicos sin un gramo de talento o imaginación, logrando además utilizar a los CGIs con inteligencia y sin convertir al relato en una mera excusa para el bus effect a lo La Marca de la Pantera (Cat People, 1942), mítica realización de Jacques Tourneur. Tratando de no perder la dignidad, respetar la insistente previsibilidad comercial del mainstream y satisfacer tanto a los espectadores veteranos que ya saben lo que se viene como a los bisoños que se asustan de cualquier cosa, Wan patentó un estilo autoconsciente y muy cuidado a nivel formal que no descuella en ningún sentido pero tampoco derrapa hacia la comarca del triste olvido de la mayoría de los productos deslucidos de hoy en día. La tercera parte de la franquicia craneada por el malayo junto a los guionistas y hermanos Chad y Carey W. Hayes, El Conjuro: El Diablo me Obligó a Hacerlo (The Conjuring: The Devil Made Me Do It, 2021), lo encuentra en el rol de productor y cediéndole los rubros principales a socios de su confianza, primero el realizador Michael Chaves, aquel de la bastante anodina La Maldición de la Llorona (The Curse of La Llorona, 2019), y segundo el guionista David Leslie Johnson-McGoldrick, responsable de aquella joyita intitulada La Huérfana (Orphan, 2009), de Jaume Collet-Serra, otro artesano contemporáneo que supera por mucho a Wan, y también de propuestas bien apestosas como La Chica de la Capa Roja (Red Riding Hood, 2011), opus de Catherine Hardwicke, Furia de Titanes 2 (Wrath of the Titans, 2012), de Jonathan Liebesman, y la citada Aquaman, amén de El Conjuro 2. Ni la solvencia de la hoy factoría del malayo nos salva del cansancio que está experimentando incluso su buen oficio y su meticulosidad todo terreno, algo que se explica por las ahora tres partes de El Conjuro, La Maldición de la Llorona, La Monja (The Nun, 2018), de Corin Hardy, y la trilogía de aquella muñeca del averno, nos referimos a Annabelle (2014), de John R. Leonetti, Annabelle 2: La Creación (Annabelle: Creation, 2017), la mejor del lote gracias a la eficacia de David F. Sandberg, y Annabelle 3: Viene a Casa (Annabelle Comes Home, 2019), de Gary Dauberman, panorama que nos deja con este nuevo eslabón, nada menos que el octavo, que entrega más y más de lo mismo y en esencia recupera el protagonismo del dúo de investigadores paranormales que todos conocemos, el matrimonio de Ed (Patrick Wilson) y Lorraine Warren (Vera Farmiga), el primero un demonólogo y la segunda una clarividente y médium, ambos basados en personajes verídicos ya fallecidos. La historia comienza en 1981 con el exorcismo de un mocoso de ocho años, David Glatzel (Julian Hilliard), durante el cual Ed es testigo de cómo el espíritu maligno sale del cuerpo del purrete y entra en el de Arne Cheyenne Johnson (Ruairi O’Connor), novio de la linda hermana de David, Debbie Glatzel (Sarah Catherine Hook), mudanza que se explica por la propia invitación del muchacho sin medir las consecuencias de su acto. El personaje de Wilson sufre un ataque al corazón que lo envía al hospital y cuando vuelve al ruedo le avisa de inmediato a Lorraine para que ella a su vez trate de frenar la tragedia que se avecina en el horizonte, no obstante el ser maléfico manipula los sentidos de Arne y lo conduce a matar de 22 puñaladas al casero borrachín del joven, Bruno Sauls (Ronnie Gene Blevins), dejándolo a las puertas de la pena de muerte a menos que los investigadores sobrenaturales encuentren evidencia concreta y admisible de que estaba bajo el influjo de un demonio. En este punto hay que sincerarse y decir que resulta bastante meritoria esta idea de introducir algo de novedad dentro del planteo fantasmagórico estándar de la saga mediante el enfoque detectivesco del relato de El Conjuro: El Diablo me Obligó a Hacerlo y el recurso posterior de convertir al soldado de Belcebú en otro peón al servicio de -o mejor dicho, convocado por- el peor engendro que ha pisado este Planeta Tierra, un simple ser humano. Desde ya que en la reglamentaria pesquisa la pareja Warren se topará con otras víctimas, enfrentará peligros a toda pompa, terminarán ellos mismos en el ojo de la tormenta y hasta contactarán a una especie de colega que supo estudiar a una tenebrosa secta satánica, los Discípulos del Carnero, el Padre Kastner (John Noble), gran experto en lo oculto que incluso tiene en su casa un cuarto lleno de objetos malditos y memorabilia sombría como el de Lorraine y Ed. Como decíamos al principio, la impecable factura técnica de las películas del universo de El Conjuro no se debe solamente al acceso a presupuestos inflados cortesía de Warner Bros. Pictures y New Line Cinema sino asimismo a la noción de Wan y sus testaferros de no abusar de los truquillos digitales, mantenerse fiel al desarrollo de personajes, contratar a actores de primer nivel como Farmiga y Wilson, tratar de buscarle un mínimo sustrato novedoso al acervo paradigmático de siempre y en general construir una montaña rusa grandilocuente que no pierda su costado humano y establezca con sabiduría una distancia prudencial entre las distintas escenas terroríficas para no saturar al espectador y provocar hartazgo, reacción muy común en materia de los productos del mainstream actual porque anulan cualquier sutileza o encanto escalonado a través de la redundancia, los atajos dramáticos y esa insoportable torpeza a la hora de bajar un poco las revoluciones y apostar a lo no dicho y la sana ambigüedad, una que encontramos en prácticamente toda la praxis real del día a día. Chaves aquí supera por mucho lo realizado en ocasión de su ópera prima porque definitivamente el “control de calidad” de Wan y los estudios involucrados estuvo mucho más alto en consonancia con un proyecto de un mayor y/ o más importante perfil comercial como el presente, tercer eslabón luego de los dos previos y superiores dirigidos por el papi de la franquicia. Las buenas intenciones están por todos lados y el desempeño del elenco es excelente, no obstante cada una de las escenas nos remite a una infinidad de películas de antaño que trabajaron los mismos tópicos de mejor manera, desde El Exorcista (The Exorcist, 1973), de William Friedkin, El Resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick, y Poltergeist (1982), de Tobe Hooper, hasta las recientes La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), de Robert Eggers, y El Legado del Diablo (Hereditary, 2018), de Ari Aster, todas ellas ejemplos de que más que sólo poner a una figura lúgubre maldiciendo a terceros en un altar mefistofélico lo que hace falta es construir verdadero suspenso que justifique tamaño viaje y genere una imprevisibilidad en esta ocasión casi desaparecida por la catarata imparable de clichés que anticipan el final feliz y en simultáneo semi abierto que todos sabemos que se asomará durante los últimos segundos del metraje…
Las marionetas nunca crecen Matteo Garrone es sin duda uno de los directores más interesantes y al mismo tiempo más desparejos del cine actual, basta con pensar que el italiano es capaz de ofrecer trabajos bastante flojos y/ o fallidos como Verano Romano (Estate Romana, 2000), Reality (2012) y El Cuento de los Cuentos (Il Racconto dei Racconti, 2015) y realizaciones apasionantes como El Embalsamador (L’Imbalsamatore, 2002), Primer Amor (Primo Amore, 2004), Gomorra (2008) y Dogman (2018), lo que nos deja ante un panorama general en el que no cuesta mucho deducir que su mejor faceta es la dramática criminal exacerbada y que su interés por la comedia no tiende a rendir sus frutos por cierta torpeza y lagunas retóricas de base. Si bien El Cuento de los Cuentos no era precisamente un gran preámbulo en materia de lo que podría llegar a ofrecer en términos fantásticos, cuando se anunció que el director y guionista encararía una nueva versión en live action de Las Aventuras de Pinocho (Le Avventure di Pinocchio), de Carlo Collodi, inicialmente publicada en forma serializada entre 1881 y 1882 en la revista infantil Periódico para Niños (Giornale per i Bambini) y luego en libro en 1883, el entusiasmo creció porque el carácter tétrico del relato original a priori calzaba perfecto con el gustito de siempre de Garrone por las fábulas macabras para adultos, eje tácito de prácticamente todos sus opus serios, y el resultado efectivamente es muy gratificante porque en vez de las versiones previas infantilizadas, demasiado moralizadoras o idealizadas hacia lo mágico escapista nos topamos con una obra de tono naturalista que no obvia la crueldad del papel y hasta se consagra a analizar la pobreza, el hambre, el desamparo y la miseria de la Italia rural sin romantizaciones a la vista ni gran pompa en materia de las secuencias más agitadas o el diseño de los personajes, evitando en gran medida los CGIs y recuperando el antiguo y querido arte del maquillaje y las prótesis. De hecho, el opus del italiano se diferencia de prácticamente todas las versiones anteriores del cuento de hadas de Collodi, hablamos de la clásica de Disney, Pinocho (Pinocchio, 1940), la infaltable versión erótica, Pinocho (Pinocchio, 1971), de Corey Allen, la exégesis hiper ochentosa de Filmation, Pinocho y el Emperador de la Noche (Pinocchio and the Emperor of the Night, 1987), de Hal Sutherland, la noventosa berreta de Las Aventuras de Pinocho (The Adventures of Pinocchio, 1996), de Steve Barron, y su secuela Las Nuevas Aventuras de Pinocho (The New Adventures of Pinocchio, 1999), de Michael Anderson, y la interpretación deficitaria a cargo de un Roberto Benigni que venía de La Vida es Bella (La Vita è Bella, 1997), Pinocho (Pinocchio, 2002), señor que luego se redimiría con la muy digna El Tigre y la Nieve (La Tigre e la Neve, 2005), amén de futuras traslaciones como la también oscura y realista de Guillermo del Toro y la amigable de Robert Zemeckis, remake en live action del opus de 1940. El guión de Garrone y Massimo Ceccherini, en esencia un actor que aquí incluso compone al Zorro, es una respuesta hacia las versiones de Disney y de Benigni en tanto algo mucho acartonadas y melosas, por ello llama la atención que el realizador haya elegido al colega en cuestión, quien para colmo supo interpretar a Pinocho en el film de 2002, como Geppetto, decisión curiosa que sin embargo también repercute hacia lo positivo porque el ya veterano Roberto, hoy muy contenido y lejos de su personalidad escénica estrambótica pasada, aporta la sabiduría y el cansancio necesarios para el personaje del creador de la marioneta sin hilos que cobra vida de repente, hoy en la piel de Federico Ielapi y muchísimo menos quejosa símil niño malcriado y antojadizo que sus insoportables encarnaciones de antaño, otra jugada elogiable que pinta de pies a cabeza la intención de fondo de sacarse de encima el sustrato pueril baladí de las otras versiones. Garrone se mantiene fiel a la estructura general del relato de Collodi y empieza Pinocho (Pinocchio, 2019) con el carpintero Geppetto tallando el títere de un tronco vivificado que le regala el Maestro Cereza (Paolo Graziosi), no obstante el joven de madera resultante es desobediente y egoísta y termina con sus pies quemados cuando los acerca al fuego y se queda dormido. El Grillo Parlante (Davide Marotta) le advierte acerca de las consecuencias de hacer siempre lo que uno quiere sin pensar en los demás y sobre todo en su progenitor simbólico, Geppetto, pero el protagonista esquiva concurrir a la escuela para asistir al teatro de marionetas de Mangiafuoco (Gigi Proietti), el cual primero lo secuestra y luego le regala cinco monedas de oro cuando le ablanda el corazón con su ternura. En el camino de regreso a su hogar Pinocho se topa con el Gato (Rocco Papaleo) y el Zorro (Ceccherini), un dúo de maleantes que lo engañan, diciéndole que si planta el dinero en el Campo de los Milagros crecerá un árbol de monedas que multiplicará su riqueza, y una vez más termina sufriendo las consecuencias, ahora ahorcado por los susodichos. Es Medoro (Gianfranco Gallo), un sirviente felino del Hada (Alida Baldari Calabria), quien lo baja y lo lleva a la mansión de la niña mágica, cuidada a su vez por una Caracol (María Pía Timo), a quien le miente cuando le narra sus aventuras y así le crece la nariz, la cual es recortada luego por unos pájaros carpinteros. El joven de madera retoma a posteriori su camino pero se reencuentra con el Gato y el Zorro, a quienes no reconoce como sus pretendidos asesinos porque usaban máscaras, y vuelve a caer en una trampa al enterrar sus monedas, esas que pierde cuando se las roban los malhechores mientras lo mandan a buscar agua. Enfurecido por el engaño, se presenta en el Palacio de Justicia pero el Juez Gorila (Teco Celio) lo quiere meter preso por crédulo e inocentón, percance que logra evitar afirmando que es un ladrón crónico y que lo lleva a su hogar, donde un vecino muy entrado en años (Barbara Enrichi) le informa que Geppetto partió a buscarlo a vaya uno a saber dónde, quizás Norteamérica. Pinocho quiere atravesar el océano nadando aunque termina desvanecido en una playa, donde es rescatado por la versión adulta del Hada (Marine Vacth), la cual lo adopta implícitamente como hijo y lo manda a la escuela, lugar controlado por un maestro muy hilarante adepto al castigo físico (Enzo Vetrano). Amigo de Lucignolo (Alessio Di Domenicantonio), un purrete pobre que roba regularmente comida en la calle, se suma a un contingente infantil que va al País de los Juguetes, convertido luego en burro a instancias de un hombre misterioso (Nino Scardina) y vendido a un circo, donde se tropieza en una prueba y es arrojado al mar para que se ahogue, donde el Hada convoca a un cardumen que come su piel y carne de burro y lo devuelve a la normalidad. Es en el estómago de un enorme monstruo marino donde se reencuentra con su padre luego de charlar con un Atún (Maurizio Lombardi), el cual los ayuda a llegar a la costa cuando escapan por la boca entreabierta de la criatura dormida. Ambos descubren una casa abandonada y Pinocho comienza a ir al colegio y a trabajar para un pastor de ovejas, Giangio (Domenico Centamore), topándose de nuevo con el Zorro, hoy sin una pierna y andando con muletas, y el Gato, ahora ciego, a los que ya no les presta atención alguna. El Hada de golpe regresa para perdonarle sus travesuras pasadas, celebrar su comportamiento juicioso y convertirlo en niño, un viejo deseo de la marioneta que sabe que esa es su única posibilidad de crecer y así marcha raudo a enseñarle su metamorfosis a Geppetto. Repensando la orfandad más cruda en tiempos como los nuestros de aumento gigantesco de la pobreza, la ignorancia, la especulación capitalista y el abandono estatal en todo el planeta, la realización se caracteriza por un excelente desempeño por parte de todo el elenco con Ielapi, Benigni, Papaleo, Calabria, Ceccherini, Vetrano y Vacth a la cabeza. Garrone aprovecha de manera despojada y sumamente ascética/ semi neorrealista rubros maravillosos como la fotografía de Nicolai Brüel, el diseño de producción de Dimitri Capuani, la música de Dario Marianelli y la dirección de arte de Francesco Sereni, y por cierto es muy preciso en lo que respecta a dejar en claro qué es exactamente lo que le interesa del clásico de Collodi, hablamos de su condición de alegoría sobre la necesidad de los sujetos de mantener una suerte de negociación permanente a lo largo de toda la vida entre la felicidad que genera hacer lo que uno desee, por un lado, obviando las normas sociales, los esquemas de autoridad, los organismos de control cultural como el colegio y la voluntad de los semejantes, y el afán conservador de replegarse hacia lo conocido en pos de recuperar algo de estabilidad existencial, por el otro lado, movimiento hacia el hogar y en pos de dejar de vagar por el mundo que tiene que ver con esa exigencia de paz del propio cuerpo y el propio intelecto que nos lleva a aceptar la sociedad como viene. A pesar de que el marco de “historia de aprendizaje o iniciación” sigue estando presente, a decir verdad muchos de sus latiguillos están ausentes y el influjo general es de lo más reposado ya que más que el pasaje de la niñez a la adolescencia o a la adultez conceptual de Pinocho, lo que le importa al director es negar el infantilismo posmoderno, porque aquí el joven pretende crecer ya que es la única salida de la dictadura de los adultos, pensar ese equilibrio caótico en el crecimiento al que apuntábamos, entre sumisión y rebeldía, y retratar la miseria del hambre y la crueldad del mundo prosaico aunque sin el desparpajo visual de -por ejemplo- Inteligencia Artificial (Artificial Intelligence, 2001), del dúo de Steven Spielberg y un Stanley Kubrick póstumo, faena que adaptó un recordado cuento corto de Brian Aldiss, Los Superjuguetes Duran Todo el Verano (Supertoys Last All Summer Long, 1969), que le debe mucho a Las Aventuras de Pinocho. Como siempre en las adaptaciones cinematográficas del relato original de Collodi, toda la epopeya asimismo puede ser leída como un estudio en torno a la típica infancia masculina con un padre más o menos ausente y una madre que adquiere un rol central en la formación de la psiquis del niño no sólo porque constituye el primer encuentro con el sexo opuesto sino porque pasa de una compañera estándar cuando aún no se tiene conciencia de su peso simbólico, la “etapa niña”, a una mujer cuando adquiere la autoridad investida por la familia/ la comunidad/ las instituciones, esa “etapa adulta” que se sintetiza en su condición de representante moderada de la ley social en comparación al manto férreo que acompaña al padre, en este caso un Geppetto frágil que anticipa la adultez de Pinocho porque en el tramo final de la odisea es el hijo quien debe cuidar al progenitor. Una jugada muy interesante de Garrone es la de desdibujar en buena medida el papel de aquellos villanos tradicionales, el Zorro y el Gato, ahora unos pobres hambrientos que literalmente se la pasan desesperados/ locos por comida en cada una de sus apariciones, lo que relativiza su supuesta vileza y hace que el verdadero parásito de la historia, el comerciante Cecconi (Sergio Forconi), adquiera un mayor peso, nos referimos al burgués especulador dueño de un local donde el personaje de Benigni compra el abecedario para su vástago de madera a cambio de entregar una casaca y un chaleco, usurero inmundo que desencadena el periplo de la marioneta cuando a su vez le compra el librito a Pinocho a cambio de las cuatro monedas que necesita para ver el show de Mangiafuoco. Sin ser particularmente arrebatadora ni original pero atesorando una fuerza discursiva innegable, Pinocho es una atractiva adición al generoso catálogo de versiones que se han acumulado del periplo del muñeco más famoso del mundo, epopeya amiga de la sinceridad brutal en lo que atañe a los peligros y a la solidaridad que pueden hallarse en igual medida allí afuera…
La fuerza no viene del tamaño Blumhouse Productions, compañía fundada y controlada por Jason Blum y especializada sobre todo en cine de terror, ha venido generando proyectos para todos los gustos durante el nuevo milenio dentro de un espectro que va desde productos olvidables hasta un buen surtido de propuestas más o menos interesantes o realmente gloriosas que incluyen a Ma (2019), Stockholm (2018), Glass (2019), Cam (2018), Halloween (2018), Infiltrado del KKKlan (BlacKkKlansman, 2018), Upgrade (2018), Verdad o Reto (Truth or Dare, 2018), Feliz Día de tu Muerte (Happy Death Day, 2017), The Belko Experiment (2016), ¡Huye! (Get Out, 2017), Fragmentado (Split, 2016), In a Valley of Violence (2016), Hush (2016), Los Huéspedes (The Visit, 2015), El Regalo (The Gift, 2015), Creep (2014), Whiplash (2014), Mockingbird (2014), Oculus (2013), The Lords of Salem (2012), Sinister (2012), Insidious (2010) y Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007). La fórmula de la productora es sencilla y consiste en mantenerse haciendo equilibrio en la delgada línea entre lo industrial y el cine de autor de horror de otros tiempos mucho más jugados que los presentes, por ello la factoría respeta a rajatabla fórmulas retóricas patentadas sin introducir grandes novedades y exuda una higiene formal que puede ofrecer sangre pero casi nunca desnudos, en general redondeando films muy prolijos que le escapan a la apariencia algo escuálida de la Clase B de hoy en día, por cierto no más valiente o iluminada que digamos. Los últimos proyectos de Blumhouse dan cuenta de la variedad de su catálogo ya que van desde productos bastante dignos para distribución digital vía Prime Video, como Nocturne (2020), de Zu Quirke, y The Lie (2018), de Veena Sud, pasan por la típica conjunción de humor y terror de la empresa, ahora de la mano de La Cacería (The Hunt, 2020), de Craig Zobel, y llegan a propuestas en verdad estupendas como El Hombre Invisible (The Invisible Man, 2020), de Leigh Whannell, esquema que a su vez pasa a confirmarse -en sus puntos a favor y en contra- en Freaky (2020), nueva colaboración del director Christopher Landon con Blum después de la atractiva Feliz Día de tu Muerte y su floja secuela Feliz Día de tu Muerte 2 (Happy Death Day 2U, 2019). Aquí Landon en esencia vuelve a confirmar que es un director muy desparejo capaz de redondear propuestas fallidas como Burning Palms (2010), Actividad Paranormal: Los Marcados (Paranormal Activity: The Marked Ones, 2014) y la citada continuación del 2019 o por el contrario, opus que se sostienen solitos aún en su falta de originalidad como Scouts Guide to the Zombie Apocalypse (2015), Feliz Día de tu Muerte y la película que nos ocupa, otro ejemplo de mixtura de carcajadas y sustos que toma un latiguillo de larga data, léase el intercambio de cuerpos, para adaptarlo a las expectativas del público contemporáneo en materia de dos de las principales vertientes del terror desde la década del 80 hasta la fecha, hablamos del slasher y el acervo sobrenatural. El film combina una coyuntura de carnicería adolescente posmoderna autoconsciente a lo Scream (1996), Sé lo que Hicieron el Verano Pasado (I Know What You Did Last Summer, 1997) y Cherry Falls (2000) y la antiquísima fórmula del trastorno identitario fantástico/ body swap y sus mil variantes que remiten a un par de novelas clásicas de los anglosajones, Vice Versa (1882), de Thomas Anstey Guthrie alias F. Anstey, y Freaky Friday (1972), de Mary Rodgers, trabajos literarios que inspiraron obras familieras en línea con Un Viernes Alocado (Freaky Friday, 1976) y Quisiera ser Grande (Big, 1988), productos románticos como Hechizo de un Beso (Prelude to a Kiss, 1992) y 13 Going on 30 (2004), prototípicos exponentes de la comedia ochentosa a lo De tal Padre tal Hijo (Like Father Like Son, 1987), 18 Otra Vez (18 Again!, 1988) y Viceversa (1988), y hasta odiseas de acción símil Contracara (Face/ Off, 1997) y faenas de terror como la querida Shocker (1989). En esta oportunidad el intercambio se da entre un asesino en serie conocido como el Carnicero de Blissfield (Vince Vaughn) y una tierna adolescente rubia llamada Millie (Kathryn Newton), dos almas que cambian de envase corporal cuando el primero apuñala en el hombro a la segunda con una daga azteca con poderes sobrenaturales que le permiten al loco masacrar a todos los torturadores intra colegio de la chica sin ser descubierto por el agraciado look de la señorita, mientras que la verdadera Millie corre y corre por su vida para no ser apresada. Muy en sintonía con gran parte del cine actual que arranca bien a lo bestia y luego baja las revoluciones, hoy tenemos un prólogo con cuatro geniales asesinatos (botella introducida en la garganta y destrozada, cabeza triturada sirviéndose de la tapa de un inodoro, raqueta de tenis clavada en otra mollera y finalmente hembra empalada contra una flecha en la pared) y un puñado de escenas que nos sitúan anímicamente en la vida de la protagonista (progenitor fallecido hace un año, madre alcohólica y vendedora en una tienda de saldos, hermana mayor policía, un amigo gay y una amiga afroamericana, una arpía que no deja de hacerle bullying y un profesor de manualidades -equivalente a los imbéciles de educación física- que la maltrata). El guión de Landon y Michael Kennedy curiosamente no vuelca todo el peso retórico hacia los chistes de desajuste contextual -a sabiendas de que resultan redundantes- y opta por un enfoque narrativo bastante serio y algo lejano con respecto a la fábula demencial/ cínica/ facilista que uno podría esperar de un producto mainstream que recupera un latiguillo argumental tan trabajado por las comedias de las últimas décadas, amén de esas ya aludidas desviaciones hacia otros géneros. En consonancia con lo anterior, el director privilegia la dialéctica de las superficies lustrosas que ocultan engaño y muerte, el complejo de inferioridad de los que padecen abusos de modo cotidiano y en especial las diferencias entre el cuerpo masculino y el femenino en lo que atañe a dimensión y fuerza. Más allá del hecho de que nos topamos con las situaciones incómodas esperables, como la secuencia de la madre de ella, Coral (Katie Finneran), tratando de seducir sin saberlo a su hija en el cuerpo del psicópata o la escena del interés romántico de la joven, Booker (Uriah Shelton), dándole un beso a la muchacha aunque en la anatomía de Vince Vaughn, el film aclara con relativa sutileza que el brío vital no viene del tamaño del cuerpo sino de la disposición psicológica de cada uno, algo que se ratifica en la naturaleza mediante muchas especies de animales en las que las hembras dominan al macho por más que éste sea más corpulento, con el ejemplo de las aves vía el plumaje anodino de las señoritas -casi siempre de menor tamaño- y el sustrato llamativo de los colores y cánticos de los señores, todo orientado al cortejo y a lucirse ante la compañera en medio de la competencia masculina. Freaky no es ninguna maravilla pero hay que reconocer que es amena y consigue construir personajes de carne y hueso, no patéticas caricaturas para el lucimiento de una Kathryn Newton que se destacó en dos series recientes, The Society de Netflix y Big Little Lies de HBO, y que paradójicamente queda bastante opacada por un Vaughn que sigue renaciendo a nivel actoral y hace mejor de Millie que Newton. El gore cumple y lo sentimentaloide no molesta del todo aunque abundan los clichés y se extrañan las tetas y culos de antaño que casi siempre acompañaban al slasher, régimen castrado que priva al horror del erotismo…
La revolución socialista Al momento de su asesinato en 1969 a los 21 años a manos de una fuerza conjunta que incluía a la Fiscalía del Condado de Cook, el Departamento de Policía de Chicago y el Buró Federal de Investigaciones o FBI, Fred Hampton era uno de los principales oradores y uno de los más radicales y cultos del Partido Pantera Negra, organización revolucionaria de izquierda fundada en 1966 en Oakland, California, por Bobby Seale y Huey P. Newton con vistas a garantizar una autodefensa armada de la comunidad negra contra la policía fascista, desquiciada y racista de siempre, grupo que no sólo fue creciendo exponencialmente hasta abarcar a todo el país sino que vio ampliar su ideología para autosituarse como vanguardia del proletariado en pos de una revolución socialista que termine con el régimen imperial/ capitalista/ policial, programa ambicioso que en la práctica se redujo a dar desayunos a los niños de zonas pobres de las grandes ciudades estadounidenses y a ofrecer una cobertura médica integral a los afroamericanos, dos detalles -comida y salud gratuitas- realmente insólitos en el reino de la plutocracia más salvaje como yanquilandia. Hampton tenía las ideas mucho más claras que sus colegas, llamados coloquialmente los Panteras Negras, porque abrazaba sin medias tintas el discurso revolucionario ejemplar de líderes lejanos como Ernesto “Che” Guevara, Mao Zedong y Hồ Chí Minh y de otros más cercanos como Martin Luther King y sobre todo Malcolm X, gran pivote ideológico del partido porque a contrapelo del pacifismo de King y sus sucesores el movimiento de Seale y Newton, del que Hampton fue vicepresidente nacional y presidente de la sede del Estado de Illinois con base en Chicago, abogaba por defenderse enérgicamente de la avanzada denigratoria, torturadora y homicida de los medios de comunicación del mainstream, de la policía, del gobierno norteamericano, del ciudadano promedio chauvinista y en especial del FBI del execrable J. Edgar Hoover, el cual desarrolló un ambicioso Programa de Contrainteligencia o COINTELPRO (Counter Intelligence Program) desde 1956 hasta 1971 para desbaratar, desacreditar o anular al movimiento por los derechos civiles, los grupos que estaban en contra del servicio militar, todos los objetores de conciencia a la Guerra de Vietnam, las organizaciones de orgullo racial símil Black Power, las coaliciones marxistas/ leninistas de cadencia revolucionaria y cualquier persona o colectivo simpatizante de la Nueva Izquierda o la contracultura o considerada “peligrosa” por el establishment conservador y paranoico. Utilizando métodos varios entre legales e ilegales como la infiltración progresiva, la guerra psicológica mediante periodistas amigos, el acoso del aparato burocrático judicial y las palizas, los asaltos, las torturas y los asesinatos hechos y derechos como el que nos ocupa, el COINTELPRO de Hoover determinó que, incluso dentro de una organización ya tachada como enemiga del Estado como los Panteras Negras, Hampton debía morir no sólo por su maratónico y merecido ascenso dentro de la comunidad de color sino debido a que había logrado algo muy inusual para su tiempo, aquella denominada Coalición Arcoíris, un movimiento multicultural y heterogéneo de izquierda de apoyo recíproco constituido en la Chicago de 1969 y conformado por el Partido Pantera Negra de Fred, por la Organización de Jóvenes Patriotas de William “Preacherman” Fesperman, grupo de sureños blancos orientado a brindar apoyo y recursos a los inmigrantes de la región de Appalachia en busca de evitarles la pobreza y la discriminación habituales, y por los Jóvenes Lores de José “Cha Cha” Jiménez, un colectivo callejero de defensa de derechos humanos y civiles destinado al empoderamiento y la autodeterminación de los puertorriqueños y los latinos en general y la retirada de todas las bases militares yanquis de Puerto Rico; en esencia tres pandillas de idiosincrasia étnica, antifascista, revolucionaria y antirracista de Chicago que unieron fuerzas para contrarrestar los ataques reiterados de los puercos de la policía y el gobierno antidemocrático central. Judas y el Mesías Negro (Judas and the Black Messiah, 2021), sin duda una de las mejores películas de los últimos años, retrata este estado de cosas haciendo foco tanto en la militancia de Hampton (Daniel Kaluuya) como en las tácticas del FBI para eliminarlo sirviéndose de un topo/ soplón/ puta institucional llamado Bill O’Neal (LaKeith Stanfield), un delincuente de lo más lastimoso que solía robar automóviles haciéndose pasar, precisamente, como un agente del FBI para “incautar” el coche en cuestión sin que el responsable del vehículo sospechase de que se trataba de un atraco, fluir engañoso burdo que no sólo reproduce sino que expande considerablemente cuando termina en las fauces de un esbirro del buró, Roy Mitchell (Jesse Plemons), quien le suspende los 18 meses de cárcel por un auto robado y los cinco años por personificar a un oficial federal a cambio de que se infiltre de inmediato en la oficina de Chicago de los Panteras Negras y se convierta en un militante de confianza de Hampton, llegando a la posición de Capitán de Seguridad. Mientras Hampton trata de ganarse el respeto de los principales pandilleros de la metrópoli, los Crowns, mecanismo para que todos los grupos negros marginados puedan unirse bajo un mismo puño alzado que incluiría a los Panteras, los Stones y los Discípulos, y el susodicho empieza una relación romántica con otra militante del partido, Deborah Johnson (Dominique Fishback), la cual eventualmente termina embarazada, O’Neal comienza a pasarle información a Mitchell acerca de la estructura, organización y movimientos de los Panteras Negras de Chicago con este último manipulándolo de lo lindo diciéndole que el movimiento Black Power del período está al mismo nivel del Ku Klux Klan y la violencia segregacionista que llevó al asesinato en 1964 de tres activistas por los derechos civiles en Mississippi, James Chaney, Andrew Goodman y Michael Schwerner, movida discursiva que le sirve para mantener a su perro faldero en línea y a su vez complemento de esos escasos billetitos que le pasa cada vez que se encuentran en un restaurant elegante para los soplos reglamentarios. La Coalición Arcoíris es la gota que colma el vaso de la derecha en el poder, esa adepta a pasarse la libertad de expresión por el traste, y por ello le inventan a Fred un ridículo cargo vinculado a haber robado 70 dólares en helados y lo sentencian a dos a cinco años de prisión, para colmo el asunto empieza a caldearse porque un afroamericano del partido, Jimmy Palmer (Ashton Sanders), le saca un arma a dos policías racistas, se produce un tiroteo y la yuta después responde poniendo patrulleros adelante de la sede de la organización y provocando otra balacera que deriva en que incendien sin piedad el edificio. Hoover (Martin Sheen) presiona a Mitchell y a Leslie Carlyle (Robert Longstreet), otro agente del FBI, para que desarticulen la sede de Chicago del Partido Pantera Negra, una de las más poderosas del país, y Mitchell descubre hasta dónde puede llegar la manipulación maquiavélica de la contrainsurgencia cuando se entera por Carlyle de que un tal George Sams (Terayle Hill), Capitán de Seguridad de la filial de New Haven, es un infiltrado del buró que mató y acusó a un don nadie de Nueva York, Alex Rackley, de ser un topo para desviar sospechas y conseguir órdenes de registro y arrestos en cada una de las oficinas y “lugares seguros” de los Panteras Negras en los que lo alojen para protegerlo de las mismas autoridades para las que trabaja, sin que le importe al FBI que Rackley haya sido torturado a golpes, con muchas quemaduras de cigarrillo y vía agua hirviendo arrojada sobre su pene. La maravillosa película, dirigida por Shaka King y escrita por el director y Will Berson a partir de una historia original de ambos junto a los hermanos Keith y Kenneth Lucas, retoma la complejidad símil espionaje del averno de los dramas de topos en la mafia o de informantes/ ratas en general, pensemos en Pacto Criminal (Black Mass, 2015), de Scott Cooper, y en Los Infiltrados (The Departed, 2006), de Martin Scorsese, la denuncia de izquierda de las estratagemas más espurias de la administración pública y el statu quo empresario para mantener y expandir su poder, en este caso vienen a la mente obras como El Informante (The Insider, 1999), de Michael Mann, y Secretos de Estado (Official Secrets, 2019), de Gavin Hood, y finalmente el motivo de la perfidia, la deslealtad y el abuso de confianza de tantas películas semejantes que van desde Pat Garrett & Billy the Kid (1973), de Sam Peckinpah, hasta El Asesinato de Jesse James por el Cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, 2007), de Andrew Dominik, por supuesto en esta oportunidad haciendo eje en el Terrorismo de Estado y el acto alevoso de la semi amistad traicionada por parte de un O’Neal hiper pusilánime que se escapa tanto en ocasión del tiroteo y quema de la sede de los Panteras Negras como en materia del fusilamiento del desenlace de Hampton, a quien encima drogó para que no pudiese huir de una redada brutal en la que los sicarios estatales también mataron a Mark Clark, otro militante negro que estaba como encargado de seguridad en la casa de Fred. La propuesta asimismo presenta y desarrolla de manera magistral las múltiples subtramas como la relación de Hampton con Johnson, todo el episodio tragicómico en torno a George Sams, la cruzada de venganza de Jake Winters (Algee Smith), un amigo del prontamente asesinado por la policía Jimmy Palmer, contra los cerdos de azul, los intentos fallidos y patéticos de O’Neal de reproducir la jugada de Sams denunciando él mismo la presencia de un soplón entre los Panteras y de tratar de convencer -y grabar con un micrófono oculto- a Hampton de que lo mejor sería desquitarse de los esbirros del Estado poniendo explosivos en el ayuntamiento, y ni hablar del derrotero en sí de la figura del personaje de Stanfield y su sumisión desvergonzada ante Mitchell, el cual afloja o tensa la correa a conveniencia y valiéndose del dinero que le pasa regularmente y de la doble amenaza en lo que respecta a meterlo preso por la condena en suspenso o señalarlo como infiltrado ante sus “colegas”. Más allá de la alusión cristiana del título y el rol de raudo “entregador” del delincuente menor con problemas de conciencia que sin embargo no le impiden recibir su pago y hacer exactamente lo que las autoridades pretenden que haga, Judas y el Mesías Negro es por supuesto un mucho mejor y más certero retrato del funcionamiento y el ideario de máxima del Partido Pantera Negra y de las estrategias de represión de la derecha genocida que El Juicio de los 7 de Chicago (The Trial of the Chicago 7, 2020), opus algo esquemático y/ o incompleto aunque muy interesante de Aaron Sorkin, en el que Hampton también aparecía (compuesto por Kelvin Harrison Jr.) pero en un rol mucho menor dentro de un relato más macro que giraba alrededor del proceso judicial farsesco seguido contra los Chicago Seven o líderes de las protestas y manifestaciones en relación a aquella Convención Nacional Demócrata de 1968, la que generó serios disturbios con la policía y la elección de Hubert H. Humphrey como candidato a presidente, quien de todos modos terminaría perdiendo la elección contra el republicano Richard Nixon en medio de un descontento generalizado de la población en materia de la interminable Guerra de Vietnam; en suma un caso con cargos de conspiración y perturbar la paz social que en un principio incluyó al propio fundador de los Panteras Negras, Seale, quien después de llamar en repetidas ocasiones “cerdo fascista y racista” al impresentable juez Julius Hoffman (en pantalla Frank Langella) fue apartado y sentenciado a cuatro años de cárcel por desacato al tribunal, lo que dejó al resto de los acusados -Abbie Hoffman, Jerry Rubin, John Froines, Tom Hayden, Rennie Davis, David Dellinger y Lee Weiner- transformados en un mismo bloque a demonizar en representación de la Nueva Izquierda de entonces. King, aquí en su segundo largometraje a posteriori de Newlyweeds (2013), le saca todo el jugo posible a las prodigiosas actuaciones de Daniel Kaluuya, visto en las geniales Sicario (2015), de Denis Villeneuve, ¡Huye! (Get Out, 2017), de Jordan Peele, Viudas (Widows, 2018), de Steve McQueen, y Queen & Slim (2019), de Melina Matsoukas, y LaKeith Stanfield, un actor un poco más afectado y de segunda línea conocido por Straight Outta Compton (2015), de F. Gary Gray, Miles Ahead (2015), de Don Cheadle, Snowden (2016), de Oliver Stone, Death Note (2017), de Adam Wingard, La Chica en la Telaraña (The Girl in the Spider’s Web, 2018), de Fede Álvarez, Uncut Gems (2019), de Benny y Josh Safdie, y Entre Navajas y Secretos (Knives Out, 2019), de Rian Johnson, intérpretes que humanizan a sus respectivos personajes en una faena apasionante en la que Kaluuya en especial descuella en el discurso posterior a su salida de prisión por una apelación ante un público en éxtasis, aquel hermoso de “mata a unos cuantos puercos y obtén un poco de satisfacción, mata a más puercos y obtén más satisfacción, ¡mátalos a todos y obtén una satisfacción completa! No es una cuestión de violencia o no violencia, es una cuestión de resistencia al fascismo o de no existir dentro del fascismo: puedes asesinar a un liberador pero no puedes asesinar la liberación, se puede asesinar a un revolucionario pero no se puede asesinar una revolución, y puedes asesinar a un luchador por la libertad pero no puedes asesinar a la libertad”. Al combinar lo mejor del cine testimonial y de los thrillers políticos y de espionaje el film consigue ser una rara avis en el mainstream actual que pondera la gran revolución socialista desde la honestidad más fervorosa y altisonante…
Autonomía de porcelana Con Brahms: El Niño II (Brahms: The Boy II, 2020) se da un caso poco común en nuestros días, repletos de productos craneados desde el vamos para generar secuelas interminables, pero muy habitual en otras épocas: estamos ante una continuación de una película de impronta autocontenida que no fue creada para generar corolarios, lo que de inmediato provoca un fuerte choque a escala retórica porque se pasa del sustrato mundano de El Niño (The Boy, 2016), film que por cierto coqueteaba con el recurso de los muñecos del averno para luego entregarnos un remate de “adolescente psicótico escondido en los muros” símil las recordadas Bad Ronald (1974) y La Gente Detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991), a ese esquema sobrenatural prototípico del Hollywood actual que pretende explotar todo lo posible el quid y la premisa de la franquicia iniciada con Annabelle (2014). Dicho de otro modo, esta secuela directa del opus dirigido por William Brent Bell y escrito por Stacey Menear -dos señores que hoy reinciden en sus respectivos roles- desvirtúa de manera grosera todo lo que El Niño había hecho relativamente bien sin llegar a ser una joya del terror ni mucho menos, léase el jugar con las expectativas del espectador a partir de un disparador más que interesante, centrado en una pareja de ancianos, los Heelshire (Jim Norton y Diana Hardcastle), contratando a una niñera (Lauren Cohan) para cuidar al tétrico muñeco de porcelana del título, Brahms, para luego volcar el asunto hacia el recurso citado del hijo real prófugo de la ley simplemente queriendo una “noviecita” con la que divertirse. Ahora el realizador y el guionista, motivados por el evidente éxito económico del primer film, deciden inventar la condición demoníaca del muchacho tieso para seguir facturando. La metamorfosis dramática/ ideológica no tendría nada de malo si hubiese generado un producto más o menos potable, sin embargo lamentablemente no fue así porque Brahms: El Niño II es una película muy lenta a nivel narrativo y morosa en lo que respecta a los sustos con carnadura, esos que no son los jump scares cronometrados del mainstream más facilista y abúlico. En esta oportunidad es el matrimonio compuesto por Liza (Katie Holmes) y Sean (Owain Yeoman), con un pequeño hijo llamado Jude (Christopher Convery), el que se muda a la mansión de los Heelshire y redescubre al tremendo Brahms, ahora enterrado en las inmediaciones y muy “autónomo” y dispuesto a controlar el destino del chiquillo cual entidad que se fagocita todo lo que encuentra vía intermediarios de ocasión. Para colmo nos topamos con el cliché del trauma reciente ya que Liza sufrió un violento asalto en el hogar que dejó a Jude mudo y proclive -en su temor y vulnerabilidad- a la influencia del muñeco. Bell y Menear no se molestan en llevar las cosas más allá de las tomas supuestamente tenebrosas de Brahms y la humanización del susodicho por parte del mocoso, quien anda de acá para allá con un anotador que utiliza para comunicarse con sus padres y para dibujar/ planificar asesinatos que jamás se trasladan a la pantalla por el trasfondo anodino de la propuesta. Si bien en el último acto hay un intento de levantar la intensidad retórica y hasta se podría decir que el film se toma su tiempo -demasiado- para un desarrollo de personajes algo unidimensionales, la verdad es que la obra se siente repetitiva, desperdicia a Ralph Ineson como un secundario que va y viene sin lógica alguna y nunca alcanza la algarabía de otras faenas del rubro como Chucky: El Muñeco Diabólico (Child's Play, 1988) o Muñecos Malditos (Dolls, 1987), sin tampoco profundizar en una dependencia ortopédica emocional que fue trabajada en propuestas como Lars and the Real Girl (2007) y Love Object (2003).
La voluntad quebrada El caso de Promising Young Woman (2020) constituye todo un signo de nuestros tiempos: hablamos de un exponente del subgénero de los thrillers, los dramas y el horror visceral conocido como violación y venganza/ rape and revenge, aunque en esta oportunidad sin violación ni venganza involucradas -por lo menos en pantalla- y para colmo de males todo tercerizado ya que ahora no es la víctima la que lleva adelante la cacería reglamentaria contra los culpables sino su mejor amiga. Ahora bien, más allá de este mega detalle autocensurador de fondo del opus que nos ocupa de Emerald Fennell, una actriz británica reconvertida en realizadora y guionista y aquí entregándonos su ópera prima en lo que a los largometrajes se refiere, la propuesta en sí compensa el sustrato lavado/ higiénico a escala formal, léase el hecho de esquivar tanto la secuencia de violación de turno como las esperables retribuciones hiper salvajonas, mediante el ardid ideológico de no demonizar exclusivamente a los hombres -como hace cierto feminismo misándrico filofascista y bien retrasado mental de hoy en día- y lanzar inusitados dardos contra las mujeres en calidad de cómplices palurdos activos o pasivos de la avanzada criminal, todo por supuesto en plan reduccionista de “te saco las secuencias sadomasoquistas clásicas del formato rape and revenge y te equilibro el asunto relativizando discursivamente lo que podría haber sido, considerando la dictadura de la corrección política/ ‘no ofendamos a nadie’ del mainstream contemporáneo, un alegato feminazi bobo del montón, listo para las redes sociales y las consignas huecas inofensivas”, planteo que funciona bastante bien a nivel artístico por más que cueste creerlo ya que la cineasta consigue un balance retórico cobardón pero honesto. El correcto guión de Fennell nos presenta a Cassandra “Cassie” Thomas (Carey Mulligan), una mujer de 30 años que vive con sus padres Stanley (Clancy Brown) y Susan (Jennifer Coolidge), trabaja en una cafetería propiedad de Gail (Laverne Cox) y en esencia abandonó la carrera de medicina en la Universidad Forrest a posteriori de que un tal Alexander “Al” Monroe (Chris Lowell) violara adelante de sus correligionarios a la mejor amiga de Cassie, Nina Fisher, la cual estaba muy borracha y no tenía idea de lo que estaba sucediendo, promoviendo que eventualmente la muchacha se suicide. La protagonista se desquita al azar simulando estar alcoholizada/ drogada en diversos boliches una vez a la semana para que algún hombre se quiera aprovechar y ella termine encarándolo demostrando sobriedad, al punto de que lleva un registro muy detallado de sus presas que se termina cayendo abajo cuando empieza a salir con un ex compañero de universidad al que no veía desde hacía mucho tiempo, el hoy médico Ryan Cooper (Bo Burnham), quien le informa que Monroe volvió desde Londres a Estados Unidos para contraer matrimonio. Apenas enterada de ello, Thomas decide llevar la revancha hacia otros niveles atacando a los cuatro responsables centrales del trágico devenir de Nina, primero la amiga de ambas Madison McPhee (Alison Brie), quien no le creyó nada a Fisher porque tenía fama de putona, segundo la decana de Forrest, Elizabeth Walker (Connie Britton), la cual no tomó medida disciplinaria alguna contra Monroe, tercero el abogado defensor Jordan Green (Alfred Molina), quien presionó a la víctima para que abandonase la acusación, y finalmente el mismo violador en cuestión, ese Alexander dispuesto a casarse con una modelo de bikini como si nada hubiese ocurrido. Como decíamos antes, Fennell se sube al aluvión del cine de género muy light del nuevo milenio y en vez de la masacre que quieren los espectadores veteranos y/ o más truculentos se decide por una serie de venganzas conceptuales/ pretendidamente irónicas de lo más asépticas como por ejemplo emborrachar a Madison y hacerle creer que un hombre la violó estando desmayada, decirle a la decana que le entregó a la tarada de su hija adolescente, Amber (Francisca Estévez), a unos universitarios repletos de vodka para que hagan lo que quieran con la muchacha o pretender tatuar el nombre de Fisher en el cuerpo de Monroe simulando ser una stripper vestida de enfermera durante su despedida de soltero. Contra todo pronóstico y lo que se podría esperar a priori del mainstream actual con corazón indie, Promising Young Woman compensa la ausencia del querido gore del rape and revenge histórico, ese que va desde Straw Dogs (1971), Lipstick (1976) e I Spit on Your Grave (1978) hasta Irreversible (2002), Revenge (2017) y M.F.A. (2017), a través de un relato bastante reposado y honesto basado en la aguda crisis psicológica de una Cassie que sigue buscando justicia en un caso en el que hasta la madre de la fallecida (Molly Shannon) ha renunciado a ella y optado por olvidar, logrando precisamente equilibrar el sustrato castrado formal con una profundidad sadomasoquista que lleva a lo etéreo íntimo aquella masacre explícita y vitalista del pasado, desde ya asimismo jerarquizando la pirámide de la culpabilidad entre las hembras traicioneras al género femenino (Walker y McPhee), los diversos hombres que siguen abrazando la cultura de la violación (las víctimas del engaño de los boliches) y los máximos responsables del “asuntillo” en general (Green y Monroe). En lo que respecta al retrato de la masculinidad, arista fundamental para que el film tenga un mercado en serio por fuera de las mujeres de corta edad, Fennell también se cuida bastante y esquiva tanto el panfleto televisivo antimachos como su vertiente videoclipera cool posmoderna sirviéndose -nuevamente- de la sistematización de los diferentes rangos del espectro masculino, desde el que cuenta con la capacidad de reconocer sus errores y pedir perdón (insólitamente elige para este rol al abogado del genial Molina, a quien Thomas pretendía hacer golpear por un monigote para luego renunciar a sus intenciones frente a las disculpas sinceras del hombre, por cierto en pleno colapso mental), pasando por el burgués hipócrita marca registrada de hoy en día (como era de esperar, el Cooper del que ella se enamora resulta ser uno de los testigos que celebraron la violación de Nina y ahora se lavan las manos con la excusa de que eran todos jóvenes en aquel entonces), hasta llegar al hijo de puta -o hijo del poder concentrado capitalista, que es lo mismo- que no cambia más (Monroe es un oligarca de la alta burguesía con amigos que no tienen ningún problema con eso de quemar el cuerpo de la protagonista una vez que Al logra escapar de su destino y hasta la asfixia con una almohada). El film no es ninguna maravilla pero considerando las decisiones estéticas e ideológicas tomadas por Fennell se puede decir que está bastante bien y casi todos los puntos a favor vienen de la mano de la maravillosa Carey Mulligan, una actriz inglesa muy medida que controla cada movimiento, gesto y reacción con una maestría arrolladora, y por gracia de un desenlace bastante extraño para el promedio del rape and revenge, ese que arranca con la muerte de Cassie, continúa con las mentiras de Ryan a la policía y termina con la fiesta de bodas arruinada de Al, suerte de escrache en público que sigue la lógica de las redes sociales de nuestros días en materia de reputaciones destruidas que complementan o hasta sustituyen a la mediocridad, sonseras o abulia de un sistema legal burocrático ya rotundamente risible y deslegitimado en todo el globo. No todo es convalidación de la filosofía virtual en el convite de la realizadora de 35 años porque opta por no mostrar el infaltable video de la violación que aparece a instancias de una Madison que reconoce haberse reído al verlo, a lo que se suma la interesante e insistente noción de la voluntad quebrada en tanto principal ofensa contra la víctima, más en tiempos como estos en donde se entroniza sin más la libertad individual y ya resultan patéticas las justificaciones para los ataques en materia de con cuántos se acuesta o se acostó tal persona, si está o no desvariando por alcohol o drogas y/ o si la ropa que llevaba era sugerente o lo que sea, todos pretextos vacuos de los cobardes y los psicópatas de ayer, hoy y mañana…
El miedo bajo control El cine de las últimas décadas ha estado ofreciendo de manera intermitente una versión alternativa de los superhéroes con respecto a la tontuela mainstream hollywoodense que paradójicamente se toma demasiado en serio a sí misma y ya cansó por su repetición y múltiples redundancias símil fast food audiovisual para oligofrénicos que jamás maduraron, basta con pensar en trabajos de índole sarcástica como Hombres Misteriosos (Mystery Men, 1999), de Kinka Usher, Defendor (2009), de Peter Stebbings, y Kick-Ass (2010), de Matthew Vaughn, o en opus de índole dramática/ apesadumbrada como las interesantes Lo Llamaban Jeeg Robot (Lo Chiamavano Jeeg Robot, 2015), de Gabriele Mainetti, Freaks (2018), de Zach Lipovsky y Adam B. Stein, y Código 8 (Code 8, 2019), de Jeff Chan, todas obras que pretendieron -en mayor o menor medida- quebrar el patrón estándar craneado para el consumo superficial planetario. Ahora bien, el caso de Los Nuevos Mutantes (The New Mutants, 2020) es bastante extraño porque es un proyecto del mismo seno de los grandes estudios que pretende despegarse de las franquicias bobaliconas eternas de Marvel mediante un tono retórico empardado al cine de terror tradicional, incluso en parte dejando de lado la cadencia aventurera y de ciencia ficción correspondiente a la saga a la que la película está vinculada por filiación directa, hablamos de aquella que comenzó con X-Men (2000) y X-Men 2 (2003), ambas dirigidas por Bryan Singer. Aparentemente la idea detrás de este insólito volantazo fue del realizador Josh Boone, quien venía de entregar dos simpáticos productos rosas de raigambre muy romántica, uno bastante light y olvidable, Un Lugar para el Amor (Stuck in Love, 2012), y otro mucho más fatalista que apuntaba sin más al mercado adolescente, Bajo la Misma Estrella (The Fault in Our Stars, 2014), un mega éxito a nivel mundial que le generó un cheque en blanco y la entrada al Hollywood más pomposo que no escatima en gastos y después se asusta por la enorme inversión de turno. Fueron precisamente los titubeos y las indecisiones de los jerarcas de la 20th Century Fox los que retrasaron tres años el estreno de un film rodado en 2017, sin que se pongan de acuerdo del todo acerca del dilema de volcar el asunto al cien por ciento hacia el horror o “maquillarlo” vía el típico acervo de Marvel, eso de construir un exponente sci-fi repleto de ridiculeces, CGIs y chistecitos huecos de cotillón para que aplaudan las focas sin cerebro, circunstancia a la que para colmo se sumó un supuesto cronograma de refilmación que jamás tuvo lugar, primero, y la adquisición de la Fox por parte de la Disney, a posteriori, con el subsiguiente desinterés por parte de la compañía de Mickey Mouse hacia un producto que no sabían cómo vender, optando por permitir a Boone terminar la propuesta según su visión original. El resultado de todas estas vueltas, demoras y diversos caprichos es una faena mediocre aunque al mismo tiempo interesante dentro de la paupérrima coyuntura industrial de nuestros días del séptimo arte, un trabajo relativamente pequeño y hasta coherente a nivel narrativo y formal pero asimismo sin verdadero vuelo artístico propio más allá de su condición de anomalía símil pastiche retro curioso, en este sentido vale aclarar que el director y guionista combina un estudio de encierro semi estudiantil semejante al de El Club de los Cinco (The Breakfast Club, 1985), de John Hughes, muchas críticas a la psiquiatría y su autoritarismo de base a lo Atrapado sin Salida (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975), de Milos Forman, o Shock Corridor (1963), de Samuel Fuller, y en especial una batalla grupal de jóvenes prodigios contra entidades y situaciones oníricas/ surrealistas en la tradición de Pesadilla en lo Profundo de la Noche 3: Guerreros del Sueño (A Nightmare on Elm Street 3: Dream Warriors, 1987), de Chuck Russell, sin duda la mejor del pelotón de secuelas de la obra maestra de 1984 de Wes Craven, todo un pivote en cuanto a los planteos y la escenificación de los miedos y los dolores íntimos materializados. La historia en sí es muy simple y pasa por la catarata de situaciones amenazantes abstractas que padecen los pacientes de un hospital/ centro de detención dirigido por la Doctora Cecilia Reyes (Alice Braga), en esencia la única persona que trabaja en el lugar y ella misma una mutante capaz de generar campos de fuerza alrededor del edificio en cuestión para que los internos no escapen ni surja la rebeldía. Los reos adolescentes, a los que se les dice que están en una especie de instituto que los ayuda a lidiar con sus habilidades en eclosión y flamantes traumas, son la recién llegada Danielle Moonstar (Blu Hunt), una indígena cheyene que se quedó huérfana luego de la destrucción total de su reserva por un aparente tornado, y los más veteranos Sam Guthrie (Charlie Heaton), quien puede volar y derribó una mina sobre su padre y compañeros de trabajo, Roberto da Costa (Henry Zaga), brasilero que puede manipular la energía solar y quemó sin querer a su novia hasta matarla, Illyana Rasputin (Anya Taylor-Joy), una rusa adepta a las espadas que puede viajar entre diversas dimensiones y que mató a 18 hombres luego de un pasado de esclavitud sexual infantil, y Rahne Sinclair (Maisie Williams), una licántropa y ferviente cristiana que fue tachada de bruja por el clérigo de turno, el Reverendo Craig (Happy Anderson), el cual encima le estampó con un hierro al rojo vivo una “w” de witch/ bruja en su espalda. Desde ya que el formato policial de whodunit de Boone -aplicado a quién sería el responsable de los monstruos que aparecen por arte de magia en las instalaciones- rápidamente se cae a pedazos porque las encarnaciones de los temores y tragedias de cada paciente arrancan con la para nada sutil llegada al hospital de Moonstar, de hecho la interna que no sabe cuál es su poder de mutante y que viene de bloquear el recuerdo de la masacre en la reserva porque el episodio incluyó a su padre (Adam Beach), dejando en claro que su capacidad fantástica pasa por recrear el dolor arrastrado y su inmadurez por no saber contenerlo como es debido. Indudablemente a Los Nuevos Mutantes hay que reconocerle las buenas intenciones, el afán de “hacer otra cosa”, las citas explícitas y estructurales a Buffy, la Cazavampiros (Buffy, the Vampire Slayer), la recordada serie de Joss Whedon, y el hecho de incluir no sólo temáticas más o menos pesadas -para el promedio banal hollywoodense- como la orfandad, la muerte accidental, los intentos de suicidio, el lesbianismo, el bullying y las autocracia y soberbia de las instituciones de disciplinamiento, sino también a la genia de Anya Taylor-Joy, una de las mejores intérpretes de la actualidad y actriz insignia de La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), de Robert Eggers, Morgan (2016), de Luke Scott, Fragmentado (Split, 2016), de M. Night Shyamalan, Purasangres (Thoroughbreds, 2017), de Cory Finley, Secretos Ocultos (Marrowbone, 2017), de Sergio G. Sánchez, y Gambito de Dama (The Queen’s Gambit, 2020), la maravillosa miniserie de Scott Frank y Allan Scott para Netflix. También se podría decir que el realizador se las arregla para conciliar las dos patas conceptuales principales del universo de los X-Men, léase la condición de marginados símil inmigrantes de los protagonistas y el doble rol de víctimas y victimarios a lo legión de menesterosos del capitalismo que se cansan de los atropellos y responden fuego con fuego, con uno de los recursos clásicos del melodrama de pérdida del ser querido, nos referimos a esa culpa del sobreviviente que en este caso se metamorfosea en una responsabilidad en la muerte de turno aunque fortuita por desconocimiento de la propia esencia y capacidades. Las actuaciones son muy buenas y en general los CGI están reducidos al aparatoso desenlace reglamentario, ahora centrado en una batalla contra un Oso Demonio gigantesco cortesía de Danielle que se alimenta del miedo de los seres humanos, sin embargo las simplificaciones, clichés y dicotomías de Boone embarran un desarrollo de personajes que podría haber sido más complejo y un sustrato narrativo que podría haber sido mucho más oscuro y/ o adulto en serio, amén de una Reyes que se siente un tanto enclenque como la villana humana diletante del control que -como buena representante del poder sedimentado en las sombras, aquí llamado Essex Corporation- pretende convertir en asesinos a sus pacientes como si estuviésemos hablando de Nikita (1990), de Luc Besson, más que de las rutinarias creaciones de Chris Claremont y Bob McLeod, artífices del spin-off original de 1982 en historieta de la saga de X-Men. El cine de superhéroes está muerto desde hace más de una década, por obra y gracia de unas Marvel y DC que saturaron el mercado con una retahíla de exploitations de cuarta categoría del Batman de Christopher Nolan, y productos como Los Nuevos Mutantes no pasan de ser la excepción que confirma la regla, ya que demuestran que hasta cuando quieren salirse del patrón de la mediocridad redundante los grandes estudios vuelven a caer indefectiblemente en la misma penosa senda de siempre…
Secretos en el sótano El cine contemporáneo está obsesionado con los thrillers, formato narrativo paranoico por antonomasia, y en especial con aquellos de invasión de hogar, rama concreta especializada en espantar al grueso de una población mundial que vive siendo bombardeada con mensajes en torno a la posibilidad de la destrucción del hogar en esta nueva fase del capitalismo, centrada más en la especulación y la reducción fanática de costos que en la producción o el trabajo real de antaño. La idea de la residencia violentada, ya sea de manera simbólica mediante su pérdida por desempleo o pobreza o de modo bien literal por el acecho de parte de otros ciudadanos que ya se convirtieron en nuevos menesterosos y engrosan las filas de la miseria hiper extendida del nuevo milenio, es aprovechada sin cesar por realizadores en todo el globo que en esencia se la pasan reformulando la estructura narrativa de Perros de Paja (Straw Dogs, 1971), obra maestra de Sam Peckinpah, protagonizada por Dustin Hoffman, Susan George y Peter Vaughan, y obra insignia de un formato que llega hasta nuestros días mediante una infinidad de variaciones que lamentablemente ya no sorprenden a nadie y para colmo caen muy por debajo de la faena original desde todo punto de vista, ya sea que consideremos la calidad artística, aquellas legendarias actuaciones protagónicas o el volumen de desenfreno, valentía y gore que supo enarbolar Peckinpah en la década del 70. Julius Berg es un director y guionista francés que luego de una serie de trabajos televisivos que se extendieron durante la última década decidió encarar su ópera prima cinematográfica adaptando en inglés Una Noche de Luna Llena (Une Nuit de Pleine Lune, 2011), novela gráfica de Yves H. y Hermann Huppen, lo que dio por resultado otro exponente del thriller de invasión de hogar pero de lo que hoy por hoy ya podemos catalogar como un subgénero con características específicas, ese que puede resumirse en la premisa “ladrones entran en el domicilio de X, en apariencia una presa fácil o en ocasiones al azar, y descubren que hay gato encerrado… de manera un tanto literal”, rubro que abarca propuestas muy interesantes del acervo hollywoodense reciente como por ejemplo No Respires (Don’t Breathe, 2016), de Fede Álvarez, y Villanos (Villains, 2019), de Dan Berk y Robert Olsen. Sin jamás renunciar al formato retórico en cuestión, el film de Berg va volcando de a poco la faena hacia otra comarca emparentada del horror y el suspenso actual, la de la hembra/ mujer/ señorita defendiéndose de unos acosadores loquitos que hacen gala de su ímpetu homicida, pensemos para el caso en propuestas que recuperan elementos del slasher -aunque ahora centrándose en una sola víctima verdadera- como Hush (2016), de Mike Flanagan, Becky (2020), de Jonathan Milott y Cary Murnion, y Alone (2020), correcto opus de John Hyams. Aquí son tres los asaltantes reglamentarios, el psicópata experimentado Gaz (Jake Curran), el bobazo con ínfulas Nathan (Ian Kenny) y el mamerto insoportable de Terry (Andrew Ellis), equipo que pretende ingresar en la casa rural del Doctor Richard Huggins (Sylvester McCoy) y su esposa Ellen (la querida Rita Tushingham) sirviéndose del dato que les pasó Terry, cuya madre Jean (Stacha Hicks) trabaja como empleada doméstica en el domicilio inglés de los Huggins y sabe que tienen una caja fuerte en el lugar. El guión de Berg, Geoff Cox y Mathieu Gompel, como lamentablemente muchas veces ocurre, abusa bastante de la esperable estupidez de los malhechores cuando primero cae en el robo la novia de Nathan, Mary (Maisie Williams), quien pretende que le devuelva -con vistas a ir a trabajar- el automóvil que están utilizando para vigilar la morada, y segundo cuando ya adentro, porque la pareja de veteranos propietarios salió a comer, se dan cuenta que ni siquiera saben la localización exacta de la caja de seguridad debido a que el imbécil de Terry no le preguntó a su madre. Si bien ese comienzo parece perfilar el asunto hacia la comedia negra, el resto del metraje se toma muy en serio a sí mismo a partir del momento en que encuentran la caja en el sótano pero no pueden abrirla y así deciden esperar a los Huggins y presionarlos para que les digan la combinación. Richard está dispuesto a dejar que le corten un dedo a Ellen para que no se sepa el evidente secreto que guarda la caja fuerte en su interior, el cual por supuesto tiene que ver con unas muchachas desaparecidas en la zona en plan de reemplazar a la hija muerta de la pareja, Kate, lo que asimismo pone en evidencia las “discrepancias” entre los ladrones al punto de que Gaz y Nathan se pelean entre sí sobre el detalle de torturar o no a la anciana y el segundo termina con un cutter clavado en el abdomen y el primero con la cabeza estallada de un mazazo cortesía de Mary, la cual a su vez es objeto de una idealización romántica enfermiza de parte de Terry porque éste solía noviar con su hermana gemela, Jane, una de las desaparecidas en el ignoto pueblo en cuestión, planteo que refuerza la noción cosificante de fondo, por parte de esta colección de enajenados, del amor patológico en tanto reino de la sustitución mundana como si hablásemos de objetos. En obras de género como la presente, en las que todo está sobre la mesa desde el vamos y las “vueltas de tuerca” se ven venir a kilómetros a la distancia, el quid de la eficacia pasa por la efervescencia de las muertes, el manejo de la tensión y el verosímil más o menos lunático construido alrededor de la heroína y los villanos, todos rubros que en la película que nos ocupa jamás pasan de una medianía algo estéril que sin llegar al nivel del desastre o la vergüenza ajena tampoco logran redondear un producto mínimamente memorable que justifique en serio la visión: los asesinatos está bien desarrollados pero en esencia abarcan la primera mitad del convite, el apuntalamiento del imprescindible nerviosismo tiene unas cuantas lagunas sobre todo por la idiotez pueril del personaje de Ellis y finalmente, en lo que atañe a la química entre la scream queen, Mary, y los chiflados de turno, los Huggins, sinceramente ésta tarda mucho en salir a la luz y apenas si se reduce a un par de secuencias sobre el final, la del té con los vejetes y Terry y la del gas que inunda la casa con el objetivo manifiesto de capturar a los delincuentes sobrevivientes. Berg en cierta medida reemplaza la mordacidad tontuela de los inicios con un humor negro más sutil una vez que los dos machos principales, Gaz y Nathan, le entregan la posta al castrado obediente, el gordinflón Terry, y a la hembra, la cual por supuesto resulta ser más peligrosa que todos los otros juntos pero se hace evidente que no puede con las otras figuras de autoridad dramática convalidadas por la marginación social tácita, los veteranos, uno un carcamal de eternas buenas intenciones y la otra una anciana que padece demencia y sufre fuertes ataques de rabia. Los Intrusos (The Owners, 2020) juega con relativa soltura con las metáforas del médico que se caga en el juramento hipocrático y mata cuando gusta y la viejita desvalida que pide sangre y castigo cuando los niños se portan mal o se meten donde no debieran, dos alegorías que refuerzan la sensación de paranoia, claustrofobia, inseguridad, descreimiento de las instituciones y desconfianza acérrima en el otro de nuestros días, no obstante cierta tibieza y/ o prolijidad general conspiran para que todo el polvorín termine de estallar en serio y podamos disfrutar en todo su esplendor del buen desempeño de Maisie Williams…
Refritos en Kumandra Si la pensamos en términos de los tanques lanzados recientemente por la factoría Disney, definitivamente la mejor forma de juzgarla, Raya y el Último Dragón (Raya and the Last Dragon, 2021) se ubica en una región algo intermedia -empardada a la mediocridad, por supuesto, como el 99% del cine de nuestros días- entre el desastre mayúsculo que fue Mulán (2020), remake en live action de Niki Caro de la faena homónima original animada de 1998 de Tony Bancroft y Barry Cook, y la excelencia hoy prácticamente inalcanzable de la prodigiosa Soul (2020), convite de Pete Docter y Kemp Powers que además por suerte venía santificado por el sello del mejor Pixar Animation Studios, aquel de las historias inéditas, inteligentes y humanistas previas a la fagocitación de la compañía por parte de, precisamente, una Walt Disney Pictures que tiende a la uniformización, la vampirización cultural sin freno y la lógica de las secuelas y reinterpretaciones infinitas. Sin llegar a ser buena pero tampoco cayendo en el abismo del bodrio insoportable, el opus colectivo de Don Hall, Carlos López Estrada, Paul Briggs y John Ripa resulta mayormente entretenido y ofrece un mensaje de unidad en detrimento de las diferencias y peleas de siempre de los bípedos, aunque también recurriendo a sobreexplicaciones, atajos narrativos, una actitud posmoderna canchera/ soberbia que aburre, chistes medio bobos que se sienten fuera de lugar y una corrección política tácita tan lavada y publicitaria como mentirosa e indolente. La película en sí, como buena parte de los productos del mainstream del nuevo milenio, no tiene ni un gramo de originalidad porque toma la forma de una coctelera que regurgita sin mayor imaginación elementos ya masticados y digeridos hasta el hartazgo en el pasado no muy lejano, pensemos para el caso en un cristal/ gema sagrada en sintonía con aquella de El Cristal Encantado (The Dark Crystal, 1982), de Jim Henson y Frank Oz, un relato con un dragón volador buena onda y una serie de submisiones a cumplimentar símil La Historia sin Fin (Die Unendliche Geschichte, 1984), de Wolfgang Petersen, y por supuesto una huerfanita como protagonista que no escapa a la extensa tradición de la Disney en el rubro de los clanes sufrientes, esa que una y otra vez nos deja con padres muertos y que va desde Bambi (1942) hasta El Rey León (The Lion King, 1994), inspirada ésta en Hamlet (1603), de William Shakespeare. Tampoco podemos dejar pasar el hecho de que la propuesta que nos ocupa responde al ABC de ese marketing planetario para oligofrénicos de hoy en día que pretende satisfacer a todos los públicos posibles incluyendo en un mismo movimiento a una adalid adolescente, femenina, hermosa a lo modelo de alta costura y de ascendencia asiática disimulada que habita en un reino mágico llamado Kumandra que hace las veces del jugoso mercado de China, desde ya con una colección de habilidades que responden tanto al wuxia vernáculo como al chanbara o cine de samuráis de esos vecinos japoneses. Raya (Kelly Marie Tran) es la hija del jefe de la tribu Corazón y representante más joven de un linaje consagrado en cuerpo y alma a proteger la denominada Gema del Dragón, una esfera resplandeciente símil piedra preciosa que condensa todo el poder de la otrora vital y exuberante raza de criaturas fantásticas del título que garantizaban el agua, la lluvia y la paz en Kumandra, hoy casi extinta debido al ataque repentino hace cinco siglos de unos seres gaseosos llamados druuns que convierten a sus presas en piedra, entes que eventualmente desaparecieron gracias a una familia de dragones que se sacrificaron para salvar al mundo. La gema en cuestión es objeto de disputas entre las tribus Cola, Garra, Columna, Colmillo y Corazón, situación que provoca que los imbéciles de los seres humanos luchen entre sí, rompan la esfera y se lleven cada uno un trozo mientras los druuns regresan desde el ignoto más allá. La culpable de la debacle es Raya, quien se deja engañar por la pérfida Namaari (Gemma Chan), perteneciente a Colmillo, y desencadena que su padre Benja (Daniel Dae Kim) mute en estatua de piedra, por ello se pasa seis años buscando un lugar donde invocar al último dragón con vida, Sisudatu (Nora Lum alias Awkwafina), para que la ayude a derrotar a los druuns y unir a las tribus de Kumandra, misión que implica recolectar uno a uno los trozos de la Gema del Dragón a pesar de la evidente resistencia inicial que imponen los esbirros, diletantes y líderes de las castas en lucha por el poder máximo de toda la zona. La elementalidad absoluta del guión de Qui Nguyen y Adele Lim, como decíamos con anterioridad, respeta un esquema de viaje con paradas intermedias obligatorias -una por cada subreino en posesión de una parte de esa esfera mágica que engloba la hegemonía- que se parecen más a los niveles o retos de un videojuego que a lo que podrían ser objetivos de una epopeya bélica de antaño, requisitos a reunir para llevar adelante un atraco a lo caper movie o hasta pequeñas distracciones del camino dentro de un relato de aventuras, por supuesto incluso obedeciendo a un tipo específico de animación en la que la caricatura o el grotesco está casi ausente y sólo predomina un embellecimiento compulsivo de todo vía colores pasteles y una perfección impostada cual botella de plástico o maniquí que pasa a complementarse con muchos niños, animales y adultos infantilizados en roles secundarios que achatan al film en términos de complejidad y sorpresas. A decir verdad a Raya y el Último Dragón hay que concederle que por lo menos ofrece tres versiones distintas de la feminidad en vez de entregar las simplificaciones de siempre de Disney en lo que atañe a varones boludones aunque con vocación de héroes y hembras que la van de princesas edulcoradas e histéricas, panorama que deriva en una Raya pragmática, una Namaari ultra arpía traicionera y una Sisudatu idealista y bienintencionada volcada a los roles de comic relief y sabia que señala el camino de reconciliación entre todos los idiotas de las tribus. La animación y las secuencias de acción son espectaculares e hiper realistas pero sinceramente se extrañan los diseños analógicos y más humildes y sinceros de otras épocas y las tramas que dependían más de la destreza visual de los creadores que de una multitud de diálogos redundantes que les explican y les reexplican a los retrasados mentales de la platea cada pelotudez que ocurre en pantalla, no vaya a ser que entre sus ojitos bizcos, el hilo de baba de medio metro colgando de la boca y los aplausos con el dorso de la mano no entiendan algo. Honestamente si no fuera por la destreza vocal de Awkwafina y el desarrollo más o menos decente de la idiosincrasia de los tres personajes femeninos principales este sería otro blockbuster infantil/ adolescente/ para adultos tarados que derrapa en un metraje demasiado extenso y una multitud de motivos refritados de realizaciones mucho mejores que sí lograban redondear una épica altisonante que se ratificaba por una peligrosidad que se sentía en las entrañas y que aquí brilla por su ausencia, basta con recordar todo lo logrado por la excelente trilogía que comenzó con Cómo Entrenar a tu Dragón (How to Train Your Dragon, 2010), de Dean DeBlois y Chris Sanders, fábulas perfectas para niños y adultos sensibles que superan enormemente al producto en cuestión, en cierto sentido un rip-off inofensivo y apenas “tuneado a lo Disney” de aquella maravilla de DreamWorks…
Dignidad digital que no alcanza Con sólo leer las estupideces que escribe la prensa pochoclera descerebrada al momento del estreno de tanques de CGI como Monster Hunter (2020), de Paul W.S. Anderson, uno toma conciencia hasta qué punto todos esos muertos son hijos bien tarados de las campañas de marketing más burdas y el gigantismo por el gigantismo en sí de los bodrios yanquis, como si estuviésemos delante de un adicto desesperado por su droga uniforme o una puta criada en un prostíbulo, por lo que su vida no tiene más sentido que reproducir/ vender lo único que conoce, léase el canto de sirena del mainstream para colmo más soso y hueco. Dejando de lado a estos payasos, hay que reconocerle al director y guionista británico que sabe construir escenas de acción y que tiene las ideas claras en cuanto al diseño de producción en general porque a pesar de que casi todo lo que alguna vez filmó está extraído de diversas fuentes previas, por cierto mucho mejores en términos de calidad, Anderson por lo menos se mueve como un artesano de estrato medio -mediocre, para ser más precisos- de antaño con la sinceridad semi trash a flor de piel, ahora suplantando el minimalismo, los practical effects y aquella dedicación analógica de otra época por una tonelada de animación digital cortesía de esos programadores infradotados del presente y por secuencias pomposas a lo cine catástrofe de los 70 o sci-fi de los 50 que no dejan margen para reflexiones floridas. Es este talento para la pompa visual/ sonora/ sensorial inflada a lo bestia el que le permite al realizador alejarse de otros fanáticos del CGI que la van en mayor o menor medida de “autores elevados” dentro de la comarca de la mega acción industrial, pensemos en el cine hiper torpe y esquemático de Michael Bay, la obsesión con “sonar gracioso” del imbécil de James Gunn, éste un palurdo insoportable amparado en la basura de Marvel, o el fetiche serio/ apesadumbrado del siempre desparejo Zack Snyder. En esta oportunidad el inglés en esencia vuelve sobre sus pasos y así adapta otro videojuego como hiciese en la fundante Resident Evil (2002), también protagonizada por su esposa desde 2009, Milla Jovovich, hablamos del videojuego de rol de acción del mismo nombre de la compañía japonesa Capcom, concebido originalmente para la PlayStation. Esta traslación, por supuesto, es nuevamente una excusa para elaboradas secuencias de acción que en términos del séptimo arte roban el diseño de monstruos, las capacidades y hasta las formas de matarlos de films mejores como Duna (Dune, 1984), de David Lynch, Tremors (1990), de Ron Underwood, Aracnofobia (Arachnophobia, 1990), de Frank Marshall, Jurassic Park (1993), de Steven Spielberg, e Invasión (Starship Troopers, 1997), de Paul Verhoeven, entre otros pivotes creativos para nada sutiles de motivos, latiguillos y carnicerías que se suceden unas a otras. Como si se tratase de algún clásico del exploitation sin trama alguna que coloca todas sus fichas en un encadenamiento sin fin de tropelías, persecuciones, salvatajes y masacres, en línea con la paradigmática Las Noches del Terror aka Burial Ground: The Nights of Terror (Le Notti del Terrore, 1981), de Andrea Bianchi, Monster Hunter es un blockbuster de pura cepa noventosa y muchos anhelos de franquicia que no se da humos de absolutamente nada y apuesta a la supervivencia o el infaltable “regresar a casa” vía enfrentamientos entre un ignoto cazador asiático (Tony Jaa) y Artemis (Jovovich), una capitana de la milicia yanqui, por un lado, y una legión de monstruos que se mueven en un espectro variopinto desde los clásicos arácnidos y los semejantes a los dinosaurios hasta dragones enormes que escupen fuego y algún que otro híbrido entre gusano de arena, toro y rinoceronte o algo así, por el otro lado, sin que realmente importe el hecho de que la mujer termina viajando sin desearlo -a través de una tormenta repentina símil portal de civilizaciones misteriosas con ecos de Stargate (1994), de Roland Emmerich- desde nuestro mundo a ese otro de tipo desértico muy deudor de la saga creada por Frank Herbert aunque sin un ápice de su complejidad, desparpajo o frondosa imaginación y más en sintonía con una cruza de cine de aventuras, horror, epopeyas bélicas y ciencia ficción de alcance colosal y definitivamente pasatista. Pasan los años pero las mejores películas de Anderson siguen siendo las hoy cada vez más y más lejanas Shopping (1994), Event Horizon (1997) y Soldier (1998), obras ingeniosas que por cierto conviven con la otra pata de su filmografía, la industrial esperpéntica y algo demencial aunque jamás aburrida y nunca del todo mala de Mortal Kombat (1995), Alien vs. Depredador (Alien vs. Predator, 2004), Los Tres Mosqueteros (The Three Musketeers, 2011), Pompeii (2014) y sus tres secuelas de 2010, 2012 y 2016 de la redituable franquicia de Resident Evil, amén de su simpática y superficial remake del 2008 con Jason Statham de Carrera Mortal 2000 (Death Race 2000, 1975), clásico de Paul Bartel con producción de Roger Corman e intervenciones de David Carradine, Sylvester Stallone y Mary Woronov. Una vez más el británico entrega una montaña rusa visual con esplendorosas secuencias de acción, un meollo dramático inexistente, participaciones imprevistas de genios como Ron Perlman -aquí componiendo al Almirante, el líder de los cazadores de monstruos de la dimensión paralela- y una Milla Jovovich tan hermosa y eficaz como siempre en una odisea orientada a romper cabezas y nada más, aunque vale aclarar que ya se nota la edad de la ucraniana y que no debe haber sido muy placentero para ella el rodaje en materia de la reglamentaria exigencia física. Monster Hunter no puede ocultar que la dignidad digital de parque de diversiones de espíritu retro a veces no alcanza y precisamente por ello hubiera sido conveniente innovar un poco en lo que atañe al diseño o mejorar un montaje un tanto videoclipero/ publicitario trasnochado que en algunos momentos del metraje entierra la efervescencia de las matanzas de bestias infernales y soldados de mierda estadounidenses…