Anexo de crítica: Con Somewhere (2010), en esencia María Antonieta (Marie Antoinette, 2006) desde el punto de vista de un actor hollywoodense, Sofia Coppola se termina de imponer como una voz única dentro del cine independiente contemporáneo: la soledad, el desapego y la falta de pasión vuelven a ser los hilos conductores de un relato agridulce plagado de tiempos muertos verdaderamente exquisitos. Lejos del nihilismo barato y festivalero de algunos de sus colegas, la realizadora construye obras líricas que se destacan por su sinceridad ideológica y perspicacia estética...
El mito del trovador Que el rock argentino siempre ha sido caótico no es precisamente ninguna novedad: desde mediados de la década del ´60 hasta principios de los ´90 (con el advenimiento del menemismo y la pauperización social se cierra el ciclo valioso del movimiento), se formaron y separaron en tiempo record una infinidad de bandas integradas por una serie limitada de apellidos ilustres que iban y venían de proyecto en proyecto. Miguel Abuelo, más allá de su eterna condición de mito inaprehensible, es quizás la figura que más se presta para resumir un trayecto histórico- musical tan convulsionado como nuestro país. La génesis de su carrera estuvo en sincronía con la de todos los pioneros, durante los años de fuego recorrió Europa como artista callejero y el boom comercial de los ´80 lo encontró convertido en un verdadero huracán de carisma, puro corazón: lamentablemente a nivel popular sólo se conoce el material de la segunda versión de Los Abuelos de la Nada, la primigenia y la última están en el olvido (y no hablemos de las grabaciones que registró en su periplo francés). Su muerte a causa del SIDA en 1988 marcó un hito y, junto con la desaparición de Federico Moura y Luca Prodan, puso fin a un período de talento y gloria. Sinceramente uno no puede más que frustrarse ante Buen Día, Día (2010), un documental expositivo con malogradas pretensiones líricas que no está a la altura del retratado. Ya sea fruto de la amistad o de la necesidad de hacerse con los derechos de las canciones, los realizadores Sergio Constantino y Eduardo Pinto no tuvieron mejor idea que estructurar la película alrededor del “viaje metafórico” de Gato Azul, el único hijo del trovador, en pos de descubrir la esencia de su padre o algo así: la edición nos obliga a soportar tomas estériles del joven en moto que interrumpen a cada rato una biografía de poco peso, casi televisiva. Por otro lado ninguna de las entrevistas aporta datos significativos que no hayan sido trabajados en innumerables ocasiones (van pasando los infaltables Pipo Lernoud, Cachorro López, Gustavo Bazterrica, Daniel Melingo, Andrés Calamaro y Kubero Díaz, más Luis Alberto Spinetta, Horacio Fontova, Alfredo Rosso, Miguel Cantilo, etc.). A pesar de que el film acumula algunos testimonios inéditos del protagonista y registros curiosos de presentaciones en vivo, el audio siempre deja mucho que desear. Las buenas intenciones quedan empantanadas en el desfasaje general y la ausencia de una adecuada restauración…
El proceso de descomposición Como ya lo demostrara en Otelo (Othello, 1995) y La Importancia de Llamarse Ernesto (The Importance of Being Earnest, 2002), a Oliver Parker le fascinan las “adaptaciones cool” de obras insignia del patrimonio cultual británico. En esta ocasión regresa al territorio de Oscar Wilde para ofrecernos otra correcta traslación en términos generales aunque quizás un tanto reduccionista para con la riqueza del original: el cineasta inglés suprimió algunos pasajes, otros los aggiornó y unos cuantos han sido estilizados con el fin de acotar la intenciones satíricas y acercar el relato hacia una suerte de thriller de acento terrorífico. La clásica historia faustiana permanece invariante: en la Londres de la segunda mitad del Siglo XIX, el ingenuo y esplendoroso Gray (Ben Barnes) es retratado por Basil Hallward (Ben Chaplin). El protagonista pronto traba amistad con Lord Henry Wotton (Colin Firth) y absorbe toda su idiosincrasia hedonista, fruto de la cual se entregará a un sinnúmero de placeres carnales dedicados a entronizar la belleza, único bien a salvaguardar. Cuando el asesinato entre en la ecuación el joven comprenderá que su deseo se hizo realidad: la pintura padece las marcas de sus actos mientras que su cuerpo simula una oscura eternidad. Se debe destacar que el guión del debutante Toby Finlay posee una envidiable capacidad de síntesis y captura sin mayores problemas el eje de la trama, ese proceso paulatino de descomposición moral en donde la influencia del entorno y los límites del ego están puestos en tela de juicio. Sin embargo el que se lleva las palmas es el elenco, sobre todo los siempre eficaces Chaplin y Firth. El caso de Barnes es sumamente peculiar: si bien el actor cumple con solvencia en su rol de carilindo arrastrado por el vicio, por momentos resulta poco convincente y en conjunto obstaculiza la posibilidad de enriquecer los vaivenes narrativos. Desde el vamos conviene admitir que estamos ante un producto destinado al público masivo por lo que los “factores pecaminosos” están orientados más hacia el sexo que a las drogas y/o hasta los crímenes (es muy hilarante el criterio aplicado por los responsables del film: muchas mujeres con poca ropa -pero no desnudas- y casi nada de estupefacientes). Parker es uno de esos directores prolijos que descuidan el desarrollo de personajes en pos de “secuencias- resúmenes” sustentadas en una edición videoclipera fuera de contexto. Aún así, queda claro que tópicos como la corrupción y el esteticismo no han perdido vigencia…
¿Y dónde está el maquinista? El caso de Tony Scott es bastante peculiar: siempre opacado por su hermano Ridley, el hombre indudablemente dejó su marca en el género de acción sin ser muy consciente de ello, influenció a varias generaciones de colegas sin recibir el crédito correspondiente y para colmo viene filmando la misma película desde Top Gun (1986), detalle más detalle menos. Algunos dirán que lo único bueno que hizo fue El Ansia (The Hunger, 1983), los amantes de los thrillers se inclinarán por Escape Salvaje (True Romance, 1993) y el resto irá a Marea Roja (Crimson Tide, 1995) y El último Boy Scout (The Last Boy Scout, 1991). A esta altura no es ninguna novedad que la década precedente fue exitosa a nivel comercial pero sumamente pobre en términos artísticos: dentro de aquella maraña de trabajos tan ambiciosos como huecos, cuesta recordar aunque sea un opus valioso del director en ese período. Se podría afirmar que Imparable (Unstoppable, 2010) en buena medida corrige lo anterior a través de un relato enérgico acerca de una formación ferroviaria fuera de control en la línea de Escape en Tren (Runaway Train, 1985), por supuesto intercambiando la poesía del inmenso Akira Kurosawa por un obrerismo light y oportunista a la Hollywood. Luego del poco preciso “inspirado en eventos reales”, comienza el devenir de la típica pareja despareja, Frank (Denzel Washington) y Will (Chris Pine) en esta ocasión, quienes al frente de una locomotora con muchos vagones a cuestas deben evitar colisionar con el extraviado, otro carguero que transporta a toda velocidad sustancias químicas peligrosas (es preferible no adelantar la causa por la que el convoy queda sin maquinista, resulta demasiado hilarante…). Así las cosas, nuestros héroes sortearán amenaza tras amenaza mientras que la encargada Connie (Rosario Dawson) los asiste desde el centro de mando. Superando a la mediocre Rescate del Metro 123 (The Taking of Pelham 1 2 3, 2009), aquí Scott construye uno de sus mejores films en años valiéndose de elaboradas escenas de acción que -para variar- consiguen que nos olvidemos desde el inicio de los baches en el desarrollo de personajes. El inglés se contiene en lo que a “cámara hiperquinética” se refiere y ennoblece el limitado guión de Mark Bomback gracias a su clásico festín sensorial (fotografía preciosista, primeros planos implacables y una edición que no descuida la música). Más allá de algunos desaciertos aislados, la intensidad está más que garantizada.
Anexo de crítica: Tan derivativa como correcta, la nueva realización de la Disney respeta el canon clásico del estudio pero tropieza en lo referido a las secuencias musicales (poco interesantes y un tanto forzadas). A pesar de ello Enredados (Tangled, 2010) entretiene ofreciendo un ritmo narrativo fluido y un puñado de personajes muy bien desarrollados. Sin dudas el caballo y el mimo se roban la función…
El aniquilamiento de un pueblito modelo De un tiempo a esta parte pareciera que Hollywood por fin aprendió de sus errores de antaño y pasó a reconsiderar las estrategias disponibles para actualizar propuestas de género de diferentes épocas y/ o geografías. Claramente La Epidemia (The Crazies, 2010) es otra representante de ese grupo de remakes contemporáneas que salen airosas de la difícil tarea de dar nueva vida a lo ya realizado: al igual que La Venganza de la Casa del Lago (The Last House on the Left, 2009) y La Maldición de las Hermanas (The Uninvited, 2009), por citar dos ejemplos, la película cumple y dignifica en lo que al ámbito del horror se refiere. Aquí se recrea la muy poco vista The Crazies (1973) de George A. Romero, un film de culto de bajo presupuesto que analizaba la desastrosa respuesta gubernamental y militar frente a una plaga imparable. En buena medida la estructura narrativa sigue siendo la misma aunque en esta oportunidad la historia se enfoca menos en las tropas y más en los sobrevivientes de la debacle: un avión que transportaba un arma biológica secreta cae en un lago y contamina el suministro de agua de un pequeño municipio rural, desencadenando la rápida expansión de un virus que genera comportamientos homicidas entre los lugareños. El director Breck Eisner construye sin apuros un relato de resistencia en la línea de la reciente Portadores (Carriers, 2009) y en especial consigue remontar un guión a cargo de Scott Kosar y Ray Wright que no se caracteriza precisamente por su originalidad. Si bien algunas situaciones se resuelven de una forma bastante pedestre, resulta indudable que la trama mantiene el suspenso y saca provecho de un tópico tan caro al ideario estadounidense como el del aniquilamiento de un pueblito modelo, microcosmos que nunca ha dejado de fascinar al público debido a la eterna identificación con esa proximidad entre protagonistas. Así es cómo al sheriff David Dutten (Timothy Olyphant), su esposa Judy (Radha Mitchell) y el ayudante Russell Clank (Joe Anderson) no les queda otra opción más que hacer todo lo posible para escapar de este enjambre caótico de infectados, soldados, agentes estatales y civiles varios. Con un gran desempeño en fotografía y maquillaje, La Epidemia termina siendo una obra tan derivativa como eficaz que pone una vez más de manifiesto las “soluciones” improvisadas y brutales que suelen implementar las autoridades ante cualquier indicio de rebelión: por suerte se ha conservado el sustrato ideológico del genial Romero...
Sentir el dolor De un tiempo a esta parte la crítica tiene muy poco que ofrecer frente a cada nuevo film de Clint Eastwood, dicha labor apenas si se limita a remarcar lo ya sabido por todos los espectadores con la sensibilidad necesaria para apreciar la obra de este maestro de maestros del séptimo arte: resulta francamente increíble que a los 80 años el estadounidense aún tenga el coraje suficiente para ampliar sus horizontes y destruir el cerco de lo que se puede esperar de él. Quizás una de las películas más radicales al respecto es la que hoy nos ocupa, Más Allá de la Vida (Hereafter, 2010), una suerte de melodrama con elementos fantásticos que nos presenta en forma paralela tres historias centradas en las consecuencias que se derivan del contacto con la muerte y el mismo hecho de suponer una existencia posterior. El interesante guión de Peter Morgan, quien continúa cuesta arriba luego de Frost/Nixon (2008), comienza con la periodista televisiva Marie Lelay (Cécile de France) sobreviviendo a un tsunami en Tailandia y experimentando casi de inmediato visiones protagonizadas por figuras humanas. La trama corta a Londres, en donde los hermanos gemelos de doce años Jason y Marcus (George y Frankie McLaren) hacen lo imposible para que su madre heroinómana conserve la patria potestad: sin embargo con la súbita desaparición de Jason, a quien atropellan accidentalmente, Marcus padece la soledad, elude la pérdida e inicia un periplo en pos de respuestas. Como si esto fuera poco, el trajín incluye también a George Lonegan (Matt Damon), un psíquico de San Francisco que trata de huir de sus facultades. Aquí el director supera lo alcanzado en Invictus (2009) y otra vez sale airoso analizando tópicos que a primera vista parecerían ajenos: de este modo vuelve a metamorfosear la propuesta para sumergirla en su clásico humanismo crepuscular. La perspectiva individual de los protagonistas en relación al tema ha sido plasmada en términos narrativos con sumo respeto y sin especulaciones inconducentes. Queda claro que desde Million Dollar Baby (2004) el mítico cineasta está escribiendo su testamento a partir de un andamiaje ideológico tan esperanzado como de costumbre aunque relativamente más amargo, metiéndose en disyuntivas que plantean lo irremediable de determinadas situaciones mientras señalan a los responsables de turno (tanto en lo que atañe a los rasgos positivos como a los negativos). Lejos de los típicos atajos de la idiosincrasia norteamericana, Eastwood se toma su tiempo para desarrollar los personajes, dibujar su entorno y explicitar opciones que en muchos ámbitos no son tales precisamente porque escapan al control de estos seres contradictorios, complejos y testarudos a más no poder. Así es cómo el realizador, fiel a su coherencia y sabiduría, optó por construir su opus alrededor de la circunstancia de sentir el dolor y la frustración en vez de la alternativa de priorizar a la mera muerte. Como siempre la fotografía, la música y el desempeño del elenco se condicen con la extraordinaria riqueza general y colaboran para que estemos ante una experiencia cinematográfica de una belleza abrumadora, capaz de involucrarnos -creamos o no- en todos estos vaivenes del corazón.
Anexo de crítica: Los Bastardos (2008) no pasa de ser una versión lavada y sumamente hueca de Funny Games (1997), ahora en clave de “inmigrantes ilegales mexicanos” (el discurso etéreo sobre la violencia posmoderna ha sido trabajado en innumerables ocasiones). El soporífero timing narrativo a la Andrei Tarkovski no se condice con un planteo ideológico muy escueto: la cosa podría haber mejorado si el realizador Amat Escalante -en vez de malgastar todo el presupuesto en la simpática escena final- hubiese contratado a actores profesionales. En síntesis, otro producto festivalero que exuda torpeza y demagogia...
Anexo de crítica: Sin dudas el rendimiento por debajo de lo esperado de Las Crónicas de Narnia: El Príncipe Caspian (The Chronicles of Narnia: Prince Caspian, 2008) marcó el fin de las tentativas de Hollywood por encontrar una nueva gallina de los huevos de oro una vez agotada la saga de El Señor de los Anillos (lo que por cierto no quita que hoy todas las miradas se posen sobre El Hobbit). El precedente fue un período en el que exploitation tras exploitation pretendía ocupar el lugar vacante y fallaba miserablemente, tanto a nivel comercial como artístico. Luego de que la Disney se lavara las manos, ahora la Fox toma la posta con la tercera entrada de la tediosa franquicia: al igual que en las anteriores, Las Crónicas de Narnia: La Travesía del Viajero del Alba (The Chronicles of Narnia: The Voyage of the Dawn Treader, 2010) sufre de un tono grandilocuente pero aniñado al mismo tiempo, plagado de referencias cristianas vetustas y muy poca fluidez narrativa. Por supuesto el humor simplón, el pobre desempeño del elenco y la ausencia de imaginación en lo que respecta a las escenas de acción colaboran para que estemos ante otra película rutinaria que, si bien se ubica por encima de bazofias absolutas como las Harry Potter, roba a mansalva elementos de Piratas del Caribe y para colmo desaprovecha el formato 3D. Esperemos que en el futuro regrese la hermosa Tilda Swinton para algo más que un cameo…
Melancolías del Music Hall Quizás pocos lo recuerden pero hace ya siete años nos topábamos de improviso con la que se convertiría en una de las películas animadas más queridas de la década, Las Trillizas de Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003), aquella obra surrealista, kitsch, muda y de corazoncito retro comandada por el enajenado Sylvain Chomet. La carrera posterior del cineasta estuvo marcada por una serie de proyectos frustrados por razones de variada índole: primero se vio obligado a cancelar Barbacoa debido a la escasez de recursos, luego fue expulsado por la Universal Pictures de Despereaux- Un Pequeño Gran Héroe (The Tale of Despereaux, 2008) a causa de desavenencias creativas y finalmente, sin trabajo, no le quedó otra que desmantelar Django Films, su estudio de animación ubicado en Edimburgo. Sin embargo supo abrirse camino entre tantas dificultades y hoy podemos disfrutar de su segundo largo como director, El Ilusionista (L´Illusionniste, 2010): hablamos de una propuesta basada en un guión que Jacques Tati dejó sin realizar, circunstancia que le otorga un aura insólita al convite no tanto por los homenajes explícitos (que por supuesto los hay) sino más bien por las diferencias para con los rasgos generales que cabrían esperar (en función de aquellos seis opus históricos). De hecho, Chomet se despega a conciencia del humor visual sustentado en meticulosas coreografías y se centra muchísimo más en una anécdota minúscula, la amistad entre un mago y una adolescente, con el fin de retomar la crítica a una sociedad consumista que se muestra indiferente a la suerte de sus miembros. Nuevamente tenemos a nivel formal todas las características de Las Trillizas de Belleville: personajes lánguidos y de trazo artesanal, fondos oscuros pero plagados de colores pasteles, utilización sutil y no invasiva del 3D, pluralidad de rostros con facciones caricaturizadas y ciertos pormenores de un inusitado realismo. El protagonista, una representación directa de Tati, ve peligrar su medio de subsistencia frente al avance masivo de productos típicos de la modernidad del Siglo XX como el pop y la televisión. Después de encontrar en una comunidad aislada de Escocia a una joven de condición humilde, la chica lo acompaña en un derrotero en donde la pobreza, la frustración y las melancolías varias del Music Hall son las verdaderas estrellas (así ventrílocuos, payasos y equilibristas sufren también el olvido). Satirizando el supuesto “progreso material” que nos llega en envases tan antisépticos como insípidos, Chomet cita con inteligencia a Mi Tío (Mon Oncle, 1958) y respeta a rajatabla el legado del cómico francés aunque al mismo tiempo subvierte nuestras expectativas acercándolas al cine de Charles Chaplin, de quien el propio Tati era un devoto admirador. El Ilusionista es una creación de una belleza arrolladora que se rebela contra la animación mainstream estadounidense. Con un ritmo narrativo sosegado y un tono entre tierno y distante, el film debe ser leído como una comedia dramática silente que no busca impostar sonrisas y/o complacer a los oligofrénicos de siempre: estamos ante un retrato sincero de un fracaso construido a partir de detalles líricos en los que el declive suprimió toda magia.