Entropía inversa y otros truquillos Viendo la última película de Christopher Nolan, Tenet (2020), uno llega a descubrir hasta dónde puede llegar la pretensión maniática y meticulosa de un director en pos de exprimir en términos narrativos una a priori sencilla premisa de base que en manos de cualquier otro realizador y/ o guionista derivaría en una obra mucho menos ambiciosa y memorable que la presente: en este sentido, para disfrutar el film que nos ocupa uno debe intentar no buscarle explicación a todo lo que ocurre porque, de hecho, el director no la ofrece y apenas si se contenta con regalarnos el MacGuffin y comenzar a entretejer sucesos cada vez más complejos, por momentos con alguna que otra intención científica y en otras ocasiones totalmente delirantes y por ello mismo capaces de devolvernos esa “magia” del cine que viene siendo bastardizada por el mainstream, el público y la crítica desde el comienzo del nuevo milenio y que aquí renace en todo su esplendor por tamaña imaginación en pantalla. Como todo mega tanque del británico, la idea central es muy discreta, apenas el ardid de deambular en un presente controlado por el futuro y a su vez ejerciendo un fuerte dominio sobre el pasado, pero le da mil vueltas para que el entramado de los acontecimientos resulte un rompecabezas muy enrevesado que se inspira a lo lejos en la arquitectura promedio de las películas de James Bond/ 007 y en los acertijos de El Origen (Inception, 2010), aunque sin llegar al nivel de calidad de esta última y complicando el asunto aún más porque hoy, a pesar de que el sustrato de ciencia ficción está más contenido y es sin duda visualmente muy minimalista, la epopeya avanza, retrocede y suele girar sobre su eje para repensar los mismos exactos hechos desde distintas perspectivas vía una jugada que nos obliga en tanto espectadores a considerar y reconsiderar lo visto bajo el calidoscopio de la retahíla general. Nolan disfraza al planteo retórico con hermosos juegos de palabras como “entropía inversa” y otros semejantes pero en verdad el núcleo del relato son las típicas dimensiones paralelas de existencia que implican repetición de situaciones y que obedecen a viajes en el tiempo paulatinamente más y más traumáticos, un esquema que ya ha sido explorado bajo diversas entonaciones dramáticas en una catarata de odiseas recientes en línea con Primer (2004), Los Cronocrímenes (2007), Triangle (2009), En la Luna (Moon, 2009), 8 Minutos antes de Morir (Source Code, 2011), Al Filo del Mañana (Edge of Tomorrow, 2014), Predestination (2014), Time Lapse (2014), Project Almanac (2015) y Si no Despierto (Before I Fall, 2017), entre otras propuestas que han explorado una fórmula narrativa antiquísima que fue repatentada por Hechizo del Tiempo (Groundhog Day, 1993) en el séptimo arte moderno. El Protagonista, un personaje sin nombre compuesto por John David Washington al que explícitamente se lo designa en esos términos, es un agente de la CIA que termina siendo reclutado por una organización enigmática llamada Tenet luego de una misión de prueba en Kiev, Ucrania, donde demuestra estar dispuesto a suicidarse con una pastilla de cianuro antes que revelar información al simpático torturador de turno, quien le arranca los dientes uno a uno ayudado por una tenaza. De inmediato su jefe (Martin Donovan) le informa de la situación y una científica (Clémence Poésy) le explica que están estudiando unas balas con la insólita capacidad de retroceder en el tiempo y regresar a la recámara de la pistola, lo que le permite rastrear el origen de las municiones hasta una traficante de armas de Bombay, India, Priya Singh (Dimple Kapadia), quien a su vez lo lleva hasta el proveedor original de los “proyectiles tuneados”, el escalofriante oligarca ruso Andrei Sator (Kenneth Branagh). Más allá de la referencia que atesora el personaje de Washington, visto recientemente en las también excelentes Infiltrado del KKKlan (BlacKkKlansman, 2018), de Spike Lee, y Un Ladrón con Estilo (The Old Man & the Gun, 2018), de David Lowery, en realidad los coprotagonistas y principales ayudantes del señor en esto de desentrañar/ inferir lo que está ocurriendo y -por supuesto- salvar al mundo de la amenaza de una entropía planetaria, que podría destruir la vida como la conocemos, son Neil (Robert Pattinson), aparentemente un agente de inteligencia inglés con el que El Protagonista entra en contacto para ingresar en el hogar de Priya Singh, y Kat (Elizabeth Debicki), la bella ex esposa de Sator, una galerista/ subastadora de arte y una mujer que sigue bajo el control absoluto del susodicho a pesar de la ruptura, el cual la chantajea con un dibujo falsificado que ella le vendió y que podría llevarla a la cárcel con el objetivo de retener al pequeño hijo de ambos. El Protagonista, deseoso de acceder a Sator a través de su ex, planifica el hurto del mentado dibujo de un depósito de arte en el Aeropuerto de Oslo, Noruega, estrellando un avión como distracción contra uno de los frentes del edificio, sin embargo en plena faena -y ayudado por Neil- descubre una gigantesca máquina llamada Torniquete que fue desarrollada en el futuro y que en esencia sirve para invertir el flujo temporal, para colmo topándose con dos hombres enmascarados -uno avanzando y el otro retrocediendo- en una ignota misión secreta. Priya Singh luego le aclara al personaje de Washington que los sujetos que salían del Torniquete eran uno solo y le propone continuar con los atracos tercerizados haciendo que le ofrezca al millonario ruso robar para él algo de plutonio en Tallin, Estonia, cuando finalmente logra reunirse con el oligarca una vez que le miente a Kat diciéndole que el dibujo fue destruido. La dinámica del “espionaje global a la Nolan” de la primera mitad del metraje, apuntalada en algunos latiguillos de la legendaria franquicia cinematográfica inspirada en el adalid del peligro creado por Ian Fleming e interpretado en su primera y más famosa encarnación por Sean Connery, eventualmente deriva en una segunda parte en la que el relato muta en una fantasía de acción sobrecargada y fascinante, con devaneos identitarios símil Memento (2000), que especula con las secuencias previas combinando la “bola de nieve” conceptual del último acto de El Origen, sobre todo en lo que atañe a esa andanada de acontecimientos en paralelo que se influyen mutuamente, y aquel Cubo de Rubik retórico de Predestination, en el que los directores y guionistas en cuestión, los hermanos Michael y Peter Spierig, nos bombardeaban con un constante resurgir del mismo personaje en diversas circunstancias ya atravesadas por la trama como si se tratase de espejos superpuestos que muestran una nueva realidad retrospectiva una vez que tomamos conciencia de esta o aquella característica que habíamos pasado por alto o que simplemente había quedado en el tintero o equiparada a otro misterio más dentro de una larga lista de interrogantes sin resolver. Nolan es mucho más cerebral y elegante que los realizadores germanos y no fuerza tanto el verosímil, pero de todas formas resulta evidente que el segundo y deliciosamente intrincado capítulo de Tenet va a generar discusiones futuras entre los fans que se alargarán por años y años luego del estreno de la película, lo que desde ya es muy bueno porque vivimos en una época en la que la enorme mayoría de los blockbusters destinados al consumo internacional no pasan de la categoría de productos desechables e hiper mediocres orientados al raudo olvido, la venta de merchandising y ese encadenamiento de las sagas tontas eternas de opus insípidos. Dejando de lado cuánto esfuerzo le ponga cada espectador a dilucidar lo que sucede a partir de las pistas que el inglés va desparramando y que por cierto -como decíamos antes- no están destinadas a explicar cada detalle del arcano de fondo por propia decisión del cineasta de conservar un invaluable grado de indefinición, Tenet funciona como un verdadero oasis en materia de las escenas de suspenso y aquellas otras más vertiginosas, basta con recordar la inicial en Kiev, el primer encuentro con Priya Singh en Bombay, el enfrentamiento en la cocina del restaurant entre El Protagonista y los esbirros de Andrei Sator, todo el episodio del avión en Oslo y el descubrimiento del Torniquete, la demencial secuencia -al derecho y al revés- en Estonia para el robo del “no plutonio” en la autopista y el posterior secuestro de Kat, el retorno al aeropuerto cual ironía del destino más masoquista, y finalmente el clásico montaje paralelo de Nolan en lo que atañe a un desenlace basado en Sator y su ex a bordo de un yate en Vietnam y en un “movimiento de pinza temporal” vía tropas avanzando y retrocediendo, los pelotones rojos y azules, sobre esa ciudad soviética abandonada en la que se encuentra el arma monstruosa del futuro, el Algoritmo. Washington, Pattinson, Debicki y Branagh están realmente muy bien y se lucen en un film que evita la basura CGI y recurre a exquisitos practical effects que -auxiliados por la cámara invertida- incluyen a los actores literalmente replicando sus movimientos en retroceso en algunas tomas y hasta hablando al revés, truquillos geniales que nos hablan de la fastuosidad y la honestidad de una propuesta que se extiende un poco más de lo que hubiese sido conveniente y por momentos se enreda sin demasiado sentido, aunque compensándolo con una astucia maravillosa que juega con el afán del ser humano de manipular el tiempo a gusto y enmendar sus errores del pasado…
Una piedra en el zapato Tratar de comparar La Maldición de las Brujas (The Witches, 1990), dirigida por el gran Nicolas Roeg, basada en la novela homónima de 1983 de Roald Dahl y con producción, títeres y efectos especiales de Jim Henson, con Las Brujas (The Witches, 2020), dirigida por el muerto en vida de Robert Zemeckis y con una tonelada de CGI símil plástico y para colmo de lo más mediocre y bobalicón, resulta equivalente a comparar la Biblia y el calefón… y no cualquier calefón, uno que ya no sirve para absolutamente nada. La presente remake, que por cierto se vende como una flamante adaptación del libro original, falla en prácticamente todos los apartados que uno como espectador pudiese considerar: es lenta, aburrida, melosa, insignificante, torpe, rutinaria, poco imaginativa, timorata, conservadora y no ofrece ni una bendita escena en la que realmente se despegue de la obra maestra primigenia de Roeg o le llegue siquiera a los talones, sin duda todo un neoclásico del cine infantil más tenebroso y valiente con una legendaria Anjelica Huston como la Señorita Ernst, nada menos que la Gran Reina Bruja, lúgubre líder de un aquelarre internacional que pretendía transformar a todos los niños en ratones mediante una pócima mágica bautizada Fórmula 86, la cual presentaba a sus crueles súbditas en una convención en un lujoso hotel. Zemeckis, luego de una fase inicial muy loable caracterizada sobre todo por Volver al Futuro (Back to the Future, 1985), sus dos secuelas, ¿Quién Engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit?, 1988) y La Muerte le Sienta Bien (Death Becomes Her, 1992), demostró ser un director muy deficitario a nivel dramático y en verdad obsesionado por la manipulación emocional hollywoodense más berreta y -desde ya- por esa dimensión técnica de sus trabajos que casi siempre termina comiéndose al escuálido relato en su conjunto, al punto de que transformó a sus protagonistas en maniquíes digitales sin vida en ocasión de El Expreso Polar (The Polar Express, 2004), Beowulf, la Leyenda (Beowulf, 2007) y Los Fantasmas de Scrooge (A Christmas Carol, 2009). Si por un lado tenemos las grasientas e insoportables Forrest Gump (1994), Contacto (Contact, 1997) y El Vuelo (Flight, 2012), por el otro lado están propuestas bastante más honestas y placenteras -aunque sinceramente olvidables, por lo parecidas hasta la médula a otras tantas películas mucho mejores- como Revelaciones (What Lies Beneath, 2000), Náufrago (Cast Away, 2000), En la Cuerda Floja (The Walk, 2015) y Aliados (Allied, 2016), intentos algo anodinos en eso de retomar un clasicismo retórico hoy casi extinto en la comarca industrial de la impostación redundante. Mucha corrección política mediante, ahora el niño protagonista (Jahzir Bruno de purrete, el exagerado Chris Rock de adulto) y su abuela (Octavia Spencer) son negros y viven en la Alabama de los 60: la nona le advierte al huerfanito acerca de la existencia de las brujas una vez que el joven se topa con una en un supermercado, haciendo que -sin demasiada justificación concreta- los dos terminen en el suntuoso hotel luego de un prólogo larguísimo e innecesario. La cosa no mejora demasiado desde allí porque a la evidente aligeración del tono dramático -ya no asusta para nada, a decir verdad- se suma la pereza y el poco interés de Zemeckis en hacer avanzar la trama, hoy nuevamente con el purrete siendo testigo de cómo la Gran Reina Bruja (Anne Hathaway) convierte en ratón a su amigo, el regordete Bruno Jenkins (Codie-Lei Eastick), con la inefable Fórmula 86 en tanto adelanto de lo que les espera a los otros mocosos del mundo una vez que las hechiceras echen a andar su plan. Mientras que Stanley Tucci es un triste reemplazo de Rowan Atkinson en el rol del Señor Stringer, el gerente del establecimiento, Spencer y Hathaway cumplen en lo suyo pero no pueden evitar un desastre similar al de El Jardín Secreto (The Secret Garden, 2020), pálida remake de Marc Munden de aquella maravilla homónima de Agnieszka Holland de 1993. Más allá del hecho de que las prótesis y el maquillaje de Huston de la original y los títeres del equipo de Henson les pasan el trapo a los hiper horrendos CGI del film de Zemeckis, lamentablemente producido por los geniales Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón y coescrito por Del Toro, la película que nos ocupa sintetiza dos de las más preocupantes tendencias del mainstream actual, la de alargar sin sentido todas las escenas y la de incluir detalles digitales de manera gratuita por todos lados, pero no aquellos CGI de los 90 de pretensiones realistas sino los ridículos, derivativos e intercambiables que pululan en una legión de productos concebidos por autómatas del marketing, oligarcas de las gerencias y técnicos mediocres de informática y derivados. Lejos del pulso Clase B de Autos Usados (Used Cars, 1980), Tras la Esmeralda Perdida (Romancing the Stone, 1984) y sus aportes para Cuentos Asombrosos (Amazing Stories, 1985-1987) y Cuentos de la Cripta (Tales from the Crypt, 1989-1996), y cerca de su bodrio inmediatamente anterior Bienvenidos a Marwen (Welcome to Marwen, 2018), el realizador con el tiempo se transformó en otra “piedra en el zapato” del cine contemporáneo, frase utilizada en pantalla para retratar a las brujas que asimismo describe a la perfección su condición de estorbo para lo que podría haber sido una reinterpretación mucho más amena y aguerrida en manos de otro director menos adepto a engolosinarse con lo digital estúpido, basta con considerar -como ejemplo positivo- lo hecho por Louis Leterrier en El Cristal Encantado: La Era de la Resistencia (The Dark Crystal: Age of Resistance), precuela de otro gran clásico de Henson, El Cristal Encantado (The Dark Crystal, 1982). Por más que el quejoso de Dahl lloró en su momento porque Roeg incluyó a una bruja buena, la Señorita Irvine (Jane Horrocks), aquella que convertía de nuevo al purrete protagonista “ratificado” en ser humano luego de que Ernst estuviese haciendo de las suyas, lo cierto es que la movida introdujo complejidad vía una excepción en el mundo de las dicotomías absolutas del escritor británico, no obstante el opus de Zemeckis no sólo no aprende la lección de 1990 -aquí todas las brujas son malas y el afroamericano continúa como ratón en el desenlace- sino que presenta a la caza de brujas posterior emprendida por el niño y su abuela como una cruzada de tipo militar en la que se reclutan a otros peques cual soldados, parábola muy pero muy poco feliz considerando las muertes por las “aventuras” bélicas del imperialismo yanqui y el mismo hecho de que el asunto suele ser algo estándar en las eternas guerras civiles de las tribus/ etnias en África…
Emigrar es una fuga Hasta Peninsula: Train to Busan 2 (2020) la carrera del muy talentoso director y guionista surcoreano Yeon Sang-ho había sido en verdad admirable: luego de aquella trilogía de animación para espectadores adultos en la tradición del manga más nihilista y/ o amargo, compuesta por The King of Pigs (Dwae-ji-ui Wang, 2011), The Fake (Saibi, 2013) y Seoul Station (Seoulyeok, 2016), el realizador nos regaló dos películas maravillosas y muy diferentes en live action, la primera Train to Busan (Busanhaeng, 2016), una epopeya acerca de una infección zombie que se esparcía a toda velocidad a bordo de un tren desde Seúl a Busan, y la segunda Psychokinesis (Yeom-lyeok, 2018), una parábola tragicómica en torno a un antihéroe de la clase obrera que en su momento fue distribuida por Netflix. Sin embargo el asunto se cae de manera significativa en su nuevo trabajo, que funciona como una suerte de continuación autónoma de Train to Busan así como Seoul Station tomaba la forma de una precuela de la anterior, por más que en términos de su estreno mundial haya llegado después de la odisea sobre unos rieles que hoy brillan por su ausencia y en buena medida son intercambiados por volantes y ruedas de vehículos tuneados que atraviesan las calles derruidas de Incheon, continuando en orden descendente con las principales ciudades de Corea del Sur en tanto sedes de la acción (Seúl, Busan y la que nos ocupa). Y aquí es “acción” la palabra fundamental porque la impronta de terror de Seoul Station, esa que ya venía mermando en Train to Busan para dejar paso a una espectacularidad progresiva, toma por completo el control del relato en una jugada que de por sí no tiene nada de malo aunque sin duda los problemas se acumulan por la falta de ideas novedosas de fondo y por unas cuantas decisiones fallidas de Yeon en cuanto a la presentación visual/ general del convite. Resulta más que evidente que el cineasta surcoreano se inspiró en Escape de Nueva York (Escape from New York, 1981), una de las tantas reinterpretaciones de la dinámica retórica del western por parte de John Carpenter, para armar la premisa de base: ahora en vez de una Manhattan transformada en una prisión de máxima seguridad, donde debía infiltrarse el tremendo Snake Plissken (Kurt Russell) para rescatar al Presidente de los Estados Unidos (Donald Pleasence), tenemos a un grupo de cuatro asiáticos, encabezados por Jung-seok (Gang Dong-won) y su cuñado Chul-min (Kim Do-yoon), que deben regresar sin más a una Península de Corea atestada de zombies y que ya lleva cuatro años de una cuarentena que en términos prácticos fue impuesta por los países vecinos cuando decidieron no aceptar más refugiados coreanos por el miedo al contagio zombie masivo, vuelta que se vincula a una suculenta oferta de la mafia de Hong Kong relacionada con la misión de recobrar un camión con 20 millones de dólares sustraídos de los bancos abandonados de Incheon y que quedó varado en alguna de las calles de la metrópoli. Bajo la promesa de entregarles la mitad de lo recuperado si tienen éxito, léase dos millones y medio de dólares para cada uno, el equipo de mercenarios improvisados arriba en la ciudad portuaria pero termina en parte acribillados por la milicia que controla la zona, con Chul-min convirtiéndose en prisionero de una facción comandada por el desquiciado Sargento Hwang (Kim Min-jae), quien a su vez está enfrentado con el pusilánime Capitán Seo (Koo Gyo-hwan), y con Jung-seok siendo salvado por una familia de sobrevivientes conformada por la matriarca Min-jung (Lee Jung-hyun), su padre algo mucho senil Kim (Kwon Hae-hyo) y las dos hijas de la mujer, la adolescente Jooni (Lee Re) y la pequeña y muy enérgica Yu-jin (Lee Ye-won). El planteo general es interesante porque a pesar del hecho de que no tiene ni un gramo de originalidad, plagado de secuencias de acción sobre pavimento a lo Mad Max (1979), de George Miller, y apuntalado en la noción de que los zombies son ciegos durante la noche y sensibles al sonido, inversión de aquella de El Hombre Omega (The Omega Man, 1971), de Boris Sagal, y demás adaptaciones cinematográficas de Soy Leyenda (I Am Legend, 1954), la famosa novela de Richard Matheson, de todas formas el film se las arregla para resultar un entretenimiento más que digno/ ameno y no caer en el desastre de tantos exponentes norteamericanos semejantes, en línea con porquerías como Guerra Mundial Z (World War Z, 2013) o las últimas y ya completamente insoportables temporadas de The Walking Dead, una serie televisiva que debería haber finalizado hace ya mucho tiempo. En este sentido, lamentablemente pareciera que el ejército de muertos vivientes digitales de Guerra Mundial Z en esta oportunidad constituyó el horizonte conceptual de un Yeon que abusa -y mucho- de los CGIs y del melodrama barato, reemplazando el desarrollo de personajes de Train to Busan por demasiados latiguillos dramáticos quemados, como por ejemplo el hecho de que Chul-min y Jung-seok compartan el trauma de haber visto morir a la esposa del primero y hermana del segundo -y al hijo pequeño de la fémina- a manos de unos infectados rabiosos a bordo de un barco, estereotipo promedio paradigmático que para colmo se expande cuando pensamos que Jung-seok también se siente culpable por no haber levantado con su automóvil, cuatro años atrás, a la parentela de Min-jung, con quienes se topó al costado de una ruta pidiéndole auxilio (más tarde la mujer le aclara que fueron 31 coches en total los que no pararon, linda metáfora sobre el egoísmo de los seres humanos). Al realizador se le escapa la chance de reflexionar un poco más acerca de la existencia de estos refugiados surcoreanos viviendo como extranjeros en Hong Kong y padeciendo un combo de “xenofobia más desempleo más paranoia en torno al contagio zombie”, esquema cubierto sólo por una rauda introducción que pronto deja paso a persecuciones hiper digitales por las avenidas y autopistas de una Incheon que parece salida de algún nivel de un videojuego de carreras o quizás un first person shooter, con una excesiva abundancia de tomas de vehículos, entornos y finados de CGI que terminan siendo un tanto ridículas por lo irreales y animadas a trazo grueso (un punto a favor de las secuencias vertiginosas es que la edición de Yang Jin-mo nos permite apreciar lo que está sucediendo sin esa velocidad estupidizante y publicitaria hueca del Hollywood modelo Michael Bay o la franquicia para oligofrénicos de Rápido y Furioso/ The Fast and the Furious). Dicho de otro modo, Peninsula: Train to Busan 2 es una obra potable para los parámetros calamitosos del cine actual pero resulta bastante decepcionante si se la compara con la propuesta previa o con Seoul Station porque el director no consigue genuinamente redondear hacia la eficacia su evidente pretensión de hacer “otra cosa” en materia de la saga, algo muy loable ya que hay una idea de fondo orientada a repensar el acto de emigrar como si se tratase de una fuga desesperada por mantenerse vivo o escapar de la indigencia y las privaciones de todo tipo, pensemos en el afán de regresar a Corea de Jung-seok y Chul-min para hacerse del dinero suficiente y vivir bien en serio en Hong Kong o en el anhelo de Min-jung en pos de sacar a su familia de la península con el objetivo de que lleven una vida normal, sin zombies ni milicianos mafiosos fascistas de por medio. Asimismo son bienvenidas las disputas de poder entre el Sargento Hwang y el Capitán Seo y el fetiche de ambos con los espectáculos/ deportes/ competencias brutales futuristas símil Carrera Mortal 2000 (Death Race 2000, 1975), Rollerball (1975) o Carrera contra la Muerte (The Running Man, 1987), no obstante en última instancia queda de manifiesto que Yeon encaró la película más como un producto estandarizado para la exportación y una posibilidad de seguir facturando con los zombies que como un proyecto con una entidad artística que mereciera un guión más pulido y escenas de acción menos aparatosas y más humanas, de verdadera proximidad corporal…
Los dos infiernos Willem Dafoe y Robert Pattinson entregan las mejores actuaciones de sus respectivas carreras en El Faro (The Lighthouse, 2019), la segunda película del director y guionista norteamericano Robert Eggers, responsable de una de las mejores óperas primas del nuevo milenio, la también extraordinaria La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), un señor que aquí se consagra a construir una historia de explotación y locura dentro de un contexto sumamente minimalista -ese misterioso faro del título- que es filmado con el detallismo espeluznante de un blanco y negro que le debe mucho al expresionismo alemán en lo que atañe a su efervescencia expresiva y ese magistral juego de luces y sombras. Decidido a reemplazar en buena medida toda la despampanante parafernalia de la religión organizada de su opus previo por un misticismo y una imaginación de talante perverso que van adueñándose de los protagonistas a partir de un germen de desdicha y frustración que anidó en sus vidas hasta el punto de conocerse, el realizador echa mano de los dialectos antiguos de los pescadores, los marineros y las habitantes de las zonas rurales en general del noreste de Estados Unidos para edificar una epopeya sensorial/ anímica/ alucinatoria en la que las duras condiciones laborales, las faltas de respeto, las pugnas más o menos contenidas, el dolor arrastrado, las compulsiones, la fragmentación identitaria, los anhelos de índole sexual, las leyendas y las mismas desigualdades de base se transforman en mojones sucesivos de un proceso de enajenación orientado a enfatizar que el aislamiento y la claustrofobia social van de la mano y conducen a perder contacto con la realidad vía la aparición de una burbuja que rechaza lo considerado diferente y se fagocita todo lo que encuentra para adaptarlo -o por el contrario, suprimirlo- en plena escalada autodestructiva. La premisa narrativa central es minúscula porque todo se reduce a la puesta en escena, los intercambios entre los personajes y el arsenal surrealista terrorífico de Eggers: durante las postrimerías del Siglo XIX dos hombres, Ephraim Winslow (Pattinson) y Thomas Wake (Dafoe), arriban a una inhóspita isla rocosa de la costa de Nueva Inglaterra para hacerse cargo de un faro en medio de temperaturas heladas, ventiscas permanentes, agua oceánica muy fría, lluvias varias y la ausencia de vegetación; todo asimismo dentro de una estructura jerárquica en la que el primero, un treintañero taciturno, le debe obediencia al segundo, un anciano irascible y muy demandante. Mientras que Wake se reserva para sí mismo el privilegio de subir a lo más alto y controlar la luz del faro, un lugar donde el veterano suele desnudarse para entrar en una especie de trance observando el cálido fulgor, Winslow por su parte es el responsable de las tareas más pesadas relacionadas con el mantenimiento y la limpieza tanto de la baliza como de las edificaciones lindantes, entre ellas la residencia de ambos señores, un surtido de obligaciones que incluyen alimentar con combustible los mecanismos de la lámpara, acarrear con una carretilla kilos y kilos de carbón, vaciar los orinales, pintar las fachadas y remover la suciedad de los interiores. El guión del director y su hermano Max Eggers adopta la perspectiva de Winslow aunque sin darnos demasiada información sobre su pasado, más allá de su propia confesión en torno al triple hecho de que trabajó en Canadá en la industria de la madera, su nombre real es Thomas Howard y tomó prestado el Winslow de un compañero laboral que murió en un accidente que Howard no pudo impedir, lo que de por sí constituye un eco del trágico destino del colega anterior de Wake, el cual -según sus palabras- también falleció poco después de perder la cordura. El muchacho gusta de masturbarse con una pequeña efigie de madera de una sirena que encuentra en su catre y comienza a padecer alucinaciones protagonizadas por troncos flotando en el océano, el cadáver del Ephraim original, tentáculos que van y vienen y hasta una bella sirena de tamaño “natural” (Valeriia Karaman), con la que fantasea copular entre la aspereza de las rocas. El asunto va de mal en peor porque Winslow/ Howard mata de manera brutal a una gaviota tuerta que no dejaba de atosigarlo a pesar de que Thomas le advirtió que es de mala suerte hacerlo porque las aves son marineros reencarnados, circunstancia que parece agravar el clima y alude de manera tácita a la rivalidad latente entre los dos fareros y a una ciclotimia de fondo que va desde lo más o menos cordial a los reproches mutuos; casi siempre enmarcados en la sobreexigencia cotidiana y el desprecio/ ninguneo/ soberbia de Wake para con su subalterno y en las acusaciones de este último hacia Thomas volcadas a subrayar que es una máquina de tirarse pedos y un viejo mañoso, solitario, intolerante, despreciable y bastante mentiroso/ farsante en lo que respecta a su “gloriosa” vida de marinero y la supuesta sabiduría subsiguiente ganada con los años. El desarrollo retórico, ayudado por la música de Mark Korven y la siniestra alarma de niebla de Damian Volpe, está dividido en dos partes, la primera mitad del metraje se condice con un infierno mundano de esclavitud y el segundo acto con un averno metafísico y/ o psicológico vinculado a la alienación, constituyendo a su vez el punto límite entre ambas comarcas la muerte de la gaviota, el incremento en el consumo de bebidas alcohólicas y la enigmática “no llegada” del ferry para devolverlos al continente luego de haber finalizado su estadía pautada de cuatro semanas, ya con los ánimos cercanos a la violencia explícita. Inspirándose en parte en El Resplandor (The Shining, 1980), en especial por este periplo hacia la locura -con una linda hacha incluida- y por los múltiples condimentos que abren paulatinamente la interpretación, y en el acervo literario de Herman Melville, Robert Louis Stevenson y H. P. Lovecraft, los dos primeros para los poéticos soliloquios marítimos de Thomas y el tercero para la iconografía de un horror indecible y semi natural que está al acecho de Ephraim, hoy Eggers no deja pasar la oportunidad de incorporar chispazos de humor negro o costumbrista y de hacer evidente que la perdición hipnótica de ambos hombres es en simultáneo producto de sus acciones, cuya manifestación concreta es esta tendencia a basurearse recíprocamente, y de un contexto que parece burlarse de ellos y su paranoia introduciendo catalizadores bien taxativos, como por ejemplo esa caja enterrada de supuestas provisiones para momentos de urgencia que resulta estar repleta de alcohol y la misma decisión de los señores -cuando los brebajes espirituosos se acaban- de empezar a ingerir kerosene con algún que otro agregado para combatir el sabor, siempre en pos de contrarrestar con la alegría líquida artificial la angustia que genera el lugar, el trabajo y la insoportable presencia del prójimo. El film homologa la convivencia a la esquizofrenia y la explotación capitalista al entramado piramidal de los abusos, a lo que se suma una serie de rasgos infaltables de los thrillers psicológicos en sintonía con la fascinación que despierta la prohibición (el personaje de Pattinson está obsesionado con llegar al nivel superior del faro, el cual está vedado de lleno para él) y la confusión a escala de la identidad individual (la realidad y la ficción se mezclan sin cesar porque ambos afirman que el otro cometió esta o aquella barrabasada, amén del robo de nombre y apellido por parte de Winslow/ Howard). Entre denuncias mutuas de asesinato y el hastío para con una naturaleza que impone su manto impiadoso sobre la falta de lógica cabal en las relaciones humanas, El Faro apuesta a sopesar los pros y los contras de confesar un secreto, de entregarse al desenfreno y de rebelarse contra la autoasumida figura de autoridad, esos paparulos patéticos de los que están llenas las sociedades modernas centralizadas de los últimos siglos, partiendo sobre todo de la “necesidad” -una noción creada a nivel comunal/ estatal- de mancillar al otro con el objetivo manifiesto de autoafirmarse en materia inconsciente o hegemónica pragmática, sin que importen ya la ética o la solidaridad porque fueron reemplazadas por un darwinismo social consensuado en donde el sobrevivir parece ser siempre sinónimo de aniquilar a fulano o mengano (tampoco importan sus nombres porque hablamos de una espiral ad infinitum de atropellos). De hecho, la lámpara del faro tranquilamente puede interpretarse en términos de la erotización del poder gerencial, el que disfruta Thomas y padece Ephraim, eje de una animadversión sustentada en la inequidad y que primero termina siendo canalizada en utopías sexuales varias de descarga -la masturbación, los trances, las fantasías con la ninfa del océano, etc.- y a posteriori en una vehemencia que se les escapa generosamente de las manos a los dos protagonistas. El misterio femenino -misterio para el hombre- aparece representado en la vagina de la sirena del espanto y la eterna rivalidad masculina en esa construcción fálica de la isla que determina todo el relato y le concede el título a la película, exégesis irónica de una lucha por superioridad que posee rasgos tan infantiles como burocráticos prosaicos, de esos que juegan con las minucias del contrato laboral para volcar el asunto hacia el bando de la patronal usurpadora y ultra maquiavélica. Más allá de que resulta más que palpable la tensión existente en el set entre los actores, quienes -según Eggers- tienen sendas visiones contrastantes de la actuación porque Dafoe cuenta con un trasfondo teatral que lo lleva a adorar los ensayos previos y Pattinson es una bestia cien por ciento cinematográfica proclive a considerar que la espontaneidad frente a cámara lo es todo, a decir verdad el núcleo narrativo lo aportan las fuentes de inspiración del realizador en lo que a la mitología griega se refiere, léase ese Prometeo/ Ephraim que roba el fuego de los Dioses para dárselo a los hombres so pena de un castigo tenebroso en manos de Zeus y ese Proteo/ Wake que funciona como una poderosa deidad del mar capaz de predecir el futuro y hasta de cambiar de forma a gusto para evitar tener que hacerlo, instando además a aquellos que desean conocer el porvenir a capturarlo: en este sentido, la arrogancia y el tono mandón del veterano se corresponden con su carácter ambivalente, su estrafalario conservadurismo y sus arengas semejantes a sermones individualistas/ místicos camuflados; de una forma similar a cómo el muchacho se va preparando a lo largo de la faena para tomar posesión de la luz del faro -el fuego de la historia- que hegemoniza su compañero/ superior, con el castigo de turno de la leyenda retornando -a mitad de camino entre la abstracción y la literalidad- durante el desenlace vía la homologación entre las gaviotas y aquella famosa águila que le come el hígado a Prometeo a instancias de Zeus en un ciclo eterno porque el susodicho es inmortal y el órgano le vuelve a crecer una y otra vez. Cayendo apenas por debajo de La Bruja en términos cualitativos, el film es otra obra maestra del cine contemporáneo y uno de los estudios más curiosos, ricos y eficaces acerca de la triste psicopatía humana y los recovecos actitudinales que permiten su despliegue…
Entre el deseo y la realidad Más allá de la catarata de clichés y trivialidades que recorren de principio a fin La Isla de la Fantasía (Fantasy Island, 2020), supuesta reinterpretación en clave de terror de la famosa serie televisiva homónima de la ABC, el verdadero problema de la película pasa por no decidirse entre el tono narrativo de la comedia o el drama y por su lastimosa ineficacia en ambas regiones por separado y en algún que otro intento retórico por combinarlas. La idea en sí detrás del asunto parecería haber sido el fusionar los parques temáticos retorcidos símil Westworld, los misterios de una isla tropical bizarra a la Lost, algunos comentarios metadiscursivos en la tradición de La Cabaña del Terror (The Cabin in the Woods, 2011) y por supuesto toda la noción del pacto faustiano con una entidad malévola -sea consciente de ello la víctima o no- en línea con La Feria de las Tinieblas (Something Wicked This Way Comes, 1983) o la muy parecida La Tienda de los Deseos Malignos (Needful Things, 1993). Al igual que en la serie emitida entre 1977 y 1984, aquí la trama comienza con la llegada de diversas personas a la isla del título, un enclave paradisíaco que promete cumplir cualquier fantasía que detenten sus huéspedes mediante planteos y situaciones mundanas o semi mágicas: en esta oportunidad los protagonistas son Gwen Olsen (Margaret Denise Quigley), una bella mujer que pretende corregir un error del pasado cuando rechazó una propuesta de matrimonio, Melanie Cole (Lucy Hale), quien busca vengarse de una compañera de colegio que la sometió a bullying durante su adolescencia, Patrick Sullivan (Austin Stowell), el cual anhela transformarse en un soldado para honrar a su padre caído en combate, y finalmente los hermanastros Brax Weaver (Jimmy O. Yang) y J.D. Weaver (Ryan Hansen), un par de tarados que quieren una algarabía semejante a las “utopías” egoístas burguesas más banales de fiesta sin fin en una mansión y -por supuesto- repleta de alcohol y cuerpos esculturales. El anfitrión del resort en cuestión, el Señor Roarke, ahora está compuesto por un Michael Peña que sinceramente se ubica muy lejos del original Ricardo Montalbán y de su asistente, el enano francés Tattoo (Hervé Villechaize), algo que tiende a magnificar las muchas escenas trilladas de las que está repleto el film, siempre pretendiendo unificar las cuatro líneas narrativas principales de estos deseos que se van al demonio y derivan en salidas melosas, sermones moralistas bobalicones varios, casi nada de terror, un chauvinismo de cadencia bien irrisoria, un Michael Rooker totalmente desperdiciado y chistecitos que de ocurrentes no tienen nada de nada. El director y guionista Jeff Wadlow, que venía de dirigir la potable Verdad o Reto (Truth or Dare, 2018) para Blumhouse Productions, la factoría de Jason Blum, aquí no consigue que su reencuentro con el productor y la protagonista de aquella, la talentosa Lucy Hale, genere una propuesta mínimamente atractiva o entretenida. Desde ya que el horizonte conceptual apuesta a explicitar el carácter sádico del destino y cuánto de autodestrucción -o pulsión de muerte- esconden esos sueños diurnos destinados al fracaso, sin embargo la película ni siquiera logra despertar interés en lo que atañe al sustrato ultra básico de este tipo de proyectos, léase el sutil enigma de fondo y la misma diferenciación entre la comarca etérea de los deseos de los personajes o el mundo de las quimeras, por un lado, y el campo de la impiadosa realidad o el espacio compartido social, por el otro, un nexo que -por ejemplo- fue trabajado de manera brillante y porfiada por series en verdad legendarias de la fantasía, el horror y la ciencia ficción de antaño como La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone) y Rumbo a lo Desconocido (The Outer Limits). El guión de Wadlow, en colaboración con Jillian Jacobs y Christopher Roach, es caótico y forzado a más no poder porque no sabe bien qué hacer con cada personaje y la premisa en sí del producto original de TV, desembocando en otra experiencia mainstream muy fallida que deambula perdida en sus devaneos artísticos y sus callejones sin salida…
Sobre el militarismo sintético Lo mejor que puede decirse de Bloodshot (2020) es que es más una película de acción tradicional con un dejo de thriller tecnológico que otra basura de superhéroes y aledaños destinada a los oligofrénicos de siempre del público contemporáneo, detalle que por cierto tampoco habla demasiado a su favor porque en sí esta ópera prima de David S.F. Wilson, protagonizada por un Vin Diesel todavía más de madera terciada que de costumbre, es una especie de remake para lelos de la excelente Upgrade (2018) de Leigh Whannell, la cual a su vez era una reinterpretación de aquella primigenia RoboCop (1987) de Paul Verhoeven. La película es por momentos aburrida y está repleta de CGI y cámaras lentas por igual, sin siquiera llegar al nivel de la formalmente similar aunque superior Soldado Universal (Universal Soldier, 1992), con unos jóvenes Jean-Claude Van Damme y Dolph Lundgren. La trama gira alrededor de otro de estos “patriotas” norteamericanos que andan matando árabes en Medio Oriente en nombre del imperio, ahora Ray Garrison (Diesel), quien termina secuestrado por un loquito, Martin Axe (Toby Kebbell), que lo asesina a él y a su interés romántico de turno, Gina DeCarlo (Talulah Riley). Por supuesto que un científico misterioso con un brazo robótico, el Doctor Emil Harting (Guy Pearce), y su mano derecha, la bella KT (Eiza González), lo traen de vuelta a la vida pero en una “versión mejorada”, léase con una fuerza descomunal y con la infaltable capacidad de sanar en unos segundos una y otra vez. No pasa mucho tiempo hasta que el amnésico Garrison, hoy Bloodshot para los amigos, recuerda los pormenores de la muerte de su amada y parte en pos de venganza contra Axe, lo que deriva en una masacre bien pomposa en el interior de un inmenso túnel. El guión de los erráticos Jeff Wadlow y Eric Heisserer sigue al pie de la letra las reglas básicas del formato del militarismo sintético y la manipulación psicológica/ emocional y rápidamente nos revela que todo se trata de una gran mentira para convertir al adalid en cuestión en un sicario al servicio de Harting mediante el implante de recuerdos que no son tales y el condicionamiento para que mate a esta o aquella víctima, haciéndola responsable en la mente del ex soldado de la muerte de Gina. Desde ya que se agradece que en el relato se mantenga este cuestionamiento de fondo contra el poder económico e informático, el mismo de las citadas Upgrade y RoboCop y volcado a señalar que el titiritero maquiavélico suele ser el que se autodenomina “salvador”, sin embargo la película en sí jamás puede levantar cabeza ni escapar de la mediocridad del mainstream pochoclero de nuestros días. En vez de apostar por secuencias de acción un poco más realistas y/ o cercanas a nuestra materialidad cotidiana, Bloodshot abusa del recurso digital en cada escena bombástica y para colmo la profusión de cámaras lentas -ardid aparentemente de cadencia retro- subraya la artificialidad símil videojuegos del asunto (para ser sinceros, existen videojuegos en el mercado actual que superan por mucho al apartado visual de la presente realización). No faltan el cliché del colega psicótico, Jimmy Dalton (Sam Heughan), hoy un militar que perdió sus dos piernas en combate, la presencia cómica de un genio de las computadoras que ayuda al héroe, Wilfred Wigans (Lamorne Morris), ni tampoco el ardid narrativo del secuaz del villano cambiando de bando porque de golpe le “creció” la conciencia, en esta oportunidad una KT que traiciona al personaje de Pearce. Muy lejos de las propuestas a las que trata de imitar y sin terminar de aprovechar los juegos de la memoria a lo Philip K. Dick y El Vengador del Futuro (Total Recall, 1990), el opus nos obliga a contentarnos con detalles placenteros minúsculos como el hecho de que el catalizador de los recuerdos del protagonista no es otro que Psycho Killer, la genial canción de 1977 de Talking Heads…
Arqueología literaria Mientras que buena parte de la comedia francesa contemporánea suele volcarse a películas muy esquemáticas y simplonas de los rubros romántico, familiar y social/ étnico/ religioso, La Biblioteca de los Libros Olvidados (Le Mystère Henri Pick, 2019) en cambio sí nos ofrece una historia propiamente dicha y bien estructurada que encima posee características de evidente cadencia detectivesca: este muy entretenido film, escrito y dirigido por Rémi Bezançon, se centra en la pesquisa que encaran Jean-Michel Rouche (Fabrice Luchini, una figura muy habitual del cine galo), el conductor de un programa televisivo de crítica literaria, y Joséphine Pick (Camille Cottin), una habitante del pequeño pueblo de Crozon, con el objetivo de tratar de dilucidar quién es el verdadero autor de una novela que se ha transformado de la noche a la mañana en un enorme éxito de ventas, Las Últimas Horas de una Historia de Amor, atribuida al padre fallecido de Joséphine, el enigmático Henri Pick. El libro, el cual presenta en paralelo las postrimerías de una relación amorosa y la lenta muerte del gran poeta ruso Aleksandr Pushkin debido a una herida recibida durante un duelo con un militar francés, es hallado por Daphné Despero (Alice Isaaz), una joven editora de Grasset que trabaja para la mandamás Inès de Crécy (Astrid Whettnall), en una sección muy peculiar del archivo público literario de Crozon llamada “La Biblioteca de Libros Rechazados” por aglutinar textos que -precisamente- han sufrido el ninguneo sistemático de las pequeñas, medianas y grandes editoriales y jamás fueron publicados. Cuando en una entrevista en vivo Rouche ataca con vehemencia a Despero y a la viuda de Pick, Madeleine (Josiane Stoléru), por lo que considera una mentira publicitaria por demás conveniente, la movida lo lleva a perder su trabajo y desencadena el divorcio del hombre con su esposa, Brigitte (Florence Muller), y que sea expulsado de golpe de su propia casa. Lo mejor que puede decirse del guión de Vanessa Portal y Bezançon, a partir de la novela homónima del 2016 de David Foenkinos, es que no anda con demasiadas vueltas y va directo al meollo del asunto, léase la incógnita sobre la autoría del libro a sabiendas de que el Henri Pick de carne y hueso no se ajustaba para nada al perfil de un escritor capaz de generar una novela que unánimemente fue calificada de obra maestra, en especial debido a que el susodicho fue el dueño de una pizzería que jamás leyó o escribió demasiado en su vida. Por supuesto que la “pareja dispareja” conformada por Jean-Michel, dispuesto a lo que sea para refutar a todos y recuperar su credibilidad como crítico literario, y Joséphine, primero interesada en evitar que Rouche desacredite a su padre y después continuando por curiosidad, cuenta con algún ribete romántico solapado que sin embargo en el trajín pasa a segundo plano porque en esta oportunidad lo determinante es la investigación en sí del dúo y el meticuloso trabajo de arqueología que llevan a cabo para desentrañar el misterio, una labor de tipo policial que los lleva a cotejar archivos de proyectos editoriales que quedaron en la nada y a entrevistar a varias personas vinculadas a Las Últimas Horas de una Historia de Amor y a las raras circunstancias en las que terminó siendo descubierta de casualidad. Como afirmábamos antes, La Biblioteca de los Libros Olvidados quiebra el patrón del cine francés porque apuesta a un relato con peso propio que va más allá de los catalizadores narrativos habituales y los recursos del género de turno, una comedia dramática que nos regala con inteligencia diversos “sospechosos” y hace verosímil el periplo de los personajes de Luchini y Cottin sin caer en ideas preconcebidas baratas acerca de la idiosincrasia de cada uno, lo que implica que por una vez tenemos en pantalla a seres contradictorios y no simples esbozos de bípedos reales. Todo el elenco está muy bien y además de los citados, se destacan Bastien Bouillon como Fred Koskas, la pareja de Despero y un escritor no reconocido, y la genial Hanna Schygulla -actriz fetiche de Rainer Werner Fassbinder- en el rol de Ludmila Blavitsky, la ex esposa de uno de los posibles autores, Jean-Pierre Gourvec (Marc Fraize), el gran responsable de haber creado La Biblioteca de Libros Rechazados. Bezançon, de amplia experiencia dentro de la comedia, redondea un film ameno y eficaz que examina los circuitos de legitimación artística, el peso del marketing más burdo y las farsas que los dos enclaves previos habilitan a diario con vistas a inventar hits en mercados cada día más y más saturados de obras irrelevantes, parecidas, huecas y/ o paupérrimas…
El cine tenaza El paulatino repliegue del antiguo capitalismo industrial tradicional corre de la mano del ascenso de la especulación financiera y de la peor faceta -la más concentrada y dañina- de las ramas extraccionistas, mineras y químicas de antaño, ahora monopolizando la creación de determinados componentes de los procesos productivos y contaminando a diestra y siniestra de la mano de mafias en las que los actores gubernamentales y las corporaciones se asocian para el saqueo de los recursos energéticos, las materias primas, los yacimientos y cualquier ingrediente de la naturaleza que pueda ser triturado y reconvertido en producto. Desde la connivencia en Argentina de los últimos lustros entre las empresas mineras y petroleras y las lacras kirchneristas y macristas hasta las demandas masivas de personas que se vieron afectadas por la producción de ácido perfluorooctanoico (PFOA) por parte de la transnacional DuPont para la fabricación de Teflón/ politetrafluoroetileno, el tema no ha sido suficientemente tratado por el cine reciente y El Precio de la Verdad (Dark Waters, 2019) viene a corregir el asunto al analizar -precisamente- la contaminación a cargo de DuPont y cómo ésta afectó a sus empleados y a las poblaciones que circundan a sus plantas químicas vía la producción de polímeros sintéticos que terminaron en animales y personas. La trama se centra en el derrotero del abogado corporativo Robert Bilott (Mark Ruffalo), miembro de una firma que se especializa en defender a grandes compañías, en una cruzada en la que cambia sus objetivos de base y opta por litigar legalmente en favor de aquellos que padecen el accionar del nuevo capitalismo salvaje de la factoría química: un día el señor recibe una caja repleta de VHS cortesía de un granjero, Wilbur Tennant (Bill Camp), que afirma que la planta de DuPont cercana a su hacienda en Parkersburg, West Virginia es la responsable de la muerte de 190 vacas de su propiedad a través de una colección de padecimientos que incluyen tumores, dientes negros y órganos hinchados. Con el visto bueno de su jefe, Tom Terp (Tim Robbins), Bilott comienza a investigar el caso y descubre no sólo las estrategias de la compañía para maquillar sus chanchullos y “comprar” el favor de la comunidad mediante donaciones y demás, sino también un largo historial de estudios, desechos, encubrimientos, corrupción y aberraciones biológicas con motivo de la línea de producción del Teflón, un compuesto que fue a parar a prácticamente toda la humanidad a través de su utilización en pinturas, mangueras, revestimientos, balas, electrónica, hilos, medicina y esos múltiples utensilios de cocina de supuestas propiedades “antiadherentes”. La película, dirigida por el genial Todd Haynes y escrita por Mario Correa y Matthew Michael Carnahan a partir del artículo de 2016 The Lawyer Who Became DuPont’s Worst Nightmare de Nathaniel Rich, realiza un trabajo estupendo en lo que atañe a la presentación dramática de un caso tan complejo y con tantas aristas que empieza en términos jurídicos en 1998 con el encuentro entre Bilott y Tennant y se extiende hasta nuestros días mediante una catarata de procesos legales contra DuPont por haber contaminado los suministros de agua de distintas zonas de West Virginia y provocado cáncer, úlceras, enfermedades de la tiroides, colesterol alto e hipertensión crónica. El film toma la posta de propuestas semejantes como Una Acción Civil (A Civil Action, 1998) y Erin Brockovich (2000), algo así como neoclásicos del séptimo arte de raigambre testimonial volcado a condenar las mentiras, la codicia y la impunidad de los conglomerados contaminantes contemporáneos, para denunciar que DuPont ya sabía desde mediados del siglo pasado acerca de la conexión directa entre las minucias de la fabricación del Teflón y sus consecuencias ultra tóxicas para la salud por experimentos hechos sobre animales y por los mismos nefastos correlatos que tuvieron que padecer sus empleados, incluyendo tumores y malformaciones varias en fetos de mujeres embarazadas. Catalogando el enorme volumen de información técnica y procedimental y debiendo luchar contra las diversas trabas que impone la todopoderosa multinacional, el abogado protagonista verá morir de cáncer a Tennant, padecerá en carne propia la batalla por el volumen de estrés y en esencia descubrirá hasta qué punto las intimidaciones mafiosas son una práctica común en el simpático “mundo de los negocios”. El Precio de la Verdad establece un constante contrapunto entre la toxicidad extrema de los componentes de la industria química y el desprecio por la vida en general por parte de DuPont, por un lado (circunstancia que puede comprobarse en la comercialización masiva de politetrafluoroetileno a escala global: por más que las dosis sean bajas, el “ingrediente estrella”, el ácido perfluorooctanoico, es resistente a la biodegradación y permanece tóxico dentro del organismo humano o animal), y la perseverancia semi solitaria de Robert y Wilbur en materia de hacerle pagar a la empresa el enorme daño infligido a comunidades que para colmo dependen de DuPont en tanto principal fuente de empleo, por el otro lado (a la paradoja de fondo, esto de una compañía alimentando y envenenando a la par a miles de personas, se suma la triple carga del lentísimo proceso judicial, el agravamiento escalonado de la salud de todas las víctimas y la evidente negligencia/ complicidad/ hipocresía de las agencias gubernamentales que debieron haber controlado el desarrollo de los nuevos productos químicos y su implementación práctica en el día a día de los norteamericanos, encima con lamentables casos de funcionarios estatales arrastrando “llamativos” vínculos pasados o presentes con la empresa en cuestión). El relato no descuida la faceta familiar de Bilott pero tampoco permite que se inmiscuya en el núcleo retórico excluyente, la lucha por justicia, dejando en un correcto segundo plano a la esposa del protagonista, Sarah (Anne Hathaway), una mujer que acompaña al hombre y con quien eventualmente tendrá tres hijos varones que atestiguarán ese deterioro físico y psicológico producto de años de hacer frente a gigantes bien nauseabundos del capitalismo más corrupto y despreciable de nuestros días. Si bien a priori Haynes parece una elección un tanto extraña para dirigir una película de estas características, la verdad es que el realizador se luce en lo suyo y hasta nos permite descubrir otra dimensión impensada de su carrera, esa que -recordemos- posee un costado experimental a lo Poison (1991), Safe (1995) y Wonderstruck (2017), una propensión a los musicales ambiciosos símil Velvet Goldmine (1998) e I’m Not There (2007) y un muy fuerte interés por el melodrama intelectual cercano a Douglas Sirk, presente en convites como Lejos del Paraíso (Far from Heaven, 2002) y Carol (2015). Un Ruffalo muy inspirado y asimismo productor recibe la ayuda de excelentes colegas en la línea de Camp, Robbins, Hathaway y un Bill Pullman que también maravilla a pesar de su breve participación en pantalla, todo puesto al servicio de una historia que subraya la capacidad dialéctica de este cine tenaza -tan valioso como valiente- capaz de cortarles la cabeza a los psicópatas intra y extra gubernamentales que funcionan como empleaduchos, testaferros o sicarios de estas compañías interesadas en hacerse del control absoluto de los distintos mercados del planeta a nivel de la infraestructura industrial, energética y comunicacional. El Precio de la Verdad llama a las cosas por su nombre y pone el acento en los riesgos a la salud pública que traen consigo prácticas todavía hoy en boga -ya con muchísimos años a cuestas- en lo referido al eterno fetiche sintético que maximice las ganancias y se ajuste al milímetro a los criterios voraces del capital más concentrado y caníbal, siempre dispuesto a fagocitarse a quien sea con tal de cumplir con sus metas y con una espiral ascendente de acumulación que no sólo empobrece a la mayoría del pueblo sino que lo enferma desde una urgencia desoladora…
La pose ya no rinde Se podría decir que Los Caballeros (The Gentlemen, 2020) es un intento -bastante tardío y algo mucho desesperado- por parte de Guy Ritchie de recuperar sus marcas autorales de antaño dentro del contexto para nada proclive a la individualización del Hollywood contemporáneo, una industria que se la pasa escupiendo productos anodinos e intercambiables destinados al consumo de las capas menos iluminadas del “público menudo”: a pesar de que el film nos retrotrae a la comedia cool, gangsteril y muy británica de Juegos, Trampas y Dos Armas Humeantes (Lock, Stock and Two Smoking Barrels, 1998) y Snatch: Cerdos y Diamantes (Snatch, 2000), lo cierto es que estamos muy lejos del nivel cualitativo de aquellas y a lo que más nos acercamos es a una versión deslucida de las posteriores -y muy poco vistas- Revolver (2005) y RocknRolla (2008), las obras previas a su ristra de bodrios por encargo. Precisamente, considerando que el director y guionista viene de una década completa de encarar proyectos bobalicones sustentados en los latiguillos más vetustos, la impostación canchera y los delirios paradójicamente conservadores que nunca se deciden por tirarse de cabeza a la pileta del steampunk, sinceramente la obra que nos ocupa no sirve como compensación adecuada luego de Sherlock Holmes (2009), Sherlock Holmes: Juego de Sombras (Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011), El Agente de C.I.P.O.L. (The Man from U.N.C.L.E., 2015), El Rey Arturo: La Leyenda de la Espada (King Arthur: Legend of the Sword, 2017) y Aladdín (2019). La ausencia de ideas novedosas de la película, incluso plantándose como un “exponente Ritchie al 100%”, nos habla de la crisis creativa terminal del inglés y su incapacidad para reinventarse sin caer en la fantochada pomposa de siempre. Como era de esperar, la historia se sumerge en un compendio de situaciones más o menos azarosas y personajes caricaturescos sin mayor desarrollo concreto que una pose soberbia o bufonesca -dependiendo de quién hablemos- que ya no rinde los dividendos retóricos del pasado, ahora girando alrededor de la insólita decisión de un magnate norteamericano de la marihuana que trabaja en el Reino Unido desde hace mucho tiempo, Mickey Pearson (Matthew McConaughey), de venderle su negocio a un tal Matthew Berger (Jeremy Strong) por 400 millones de libras para jubilarse y retirarse tranquilo junto a su esposa Rosalind (Michelle Dockery). Desde ya que las cosas no salen según lo planeado porque pronto se aparece Dry Eye (Henry Golding), un sicario desalmado del también narco Rey George (Tom Wu), pretendiendo comprarle su imperio dentro de diversas subtramas que incluyen a personajes como Raymond (Charlie Hunnam), la mano derecha de Pearson, el Entrenador (Colin Farrell), cabecilla de un grupo de boxeadores amateurs que asaltan uno de los invernaderos/ laboratorios secretos de Mickey, Big Dave (Eddie Marsan), el editor de un periódico poderoso, y Fletcher (Hugh Grant), un detective privado y aspirante a guionista. Enmarcando toda la narración en el relato de Fletcher a Raymond acerca de todo lo que descubrió en torno a Pearson con vistas a chantajearlo a él y a su jefe, primero amenazando con pasarle la información a Big Dave y luego con ofrecerle el guión de turno a la propia Miramax, de hecho la productora de Los Caballeros, Ritchie aquí nos entrega una ensalada de clichés de todo tipo -tanto a nivel de los personajes como en cuanto a esas “vueltas de tuerca” que se ven venir muy a lo lejos- que parecen desconocer el paso del tiempo y tratar de continuar el acervo gangsteril pícaro justo donde lo habían dejado Juegos, Trampas y Dos Armas Humeantes, Snatch: Cerdos y Diamantes, Revolver y RocknRolla, aunque ya sin la efervescencia indie sincera de las dos primeras y volcando el asunto hacia la típica obsesión/ problema de este tipo de cineastas otrora posmodernos, “el estilo por sobre la sustancia”, algo que por lo menos en RocknRolla estaba bastante bien manejado. Por supuesto que el film en cuestión supera por mucho a Insólito Destino (Swept Away, 2002), la horrenda remake del señor de la obra maestra de 1974 de Lina Wertmüller, pero no puede ocultar la falta de ideas, los automatismos y la pérdida del pulso cómico de Ritchie…
Tiempos enfermos, héroes involuntarios En la querida tradición de las road movies criminales centradas en una evasión/ persecución más o menos cruenta e improvisada, un rubro del séptimo arte que incluye a películas tan memorables como Sendas Torcidas (They Live by Night, 1948) de Nicholas Ray, Vivir para Matar (Gun Crazy, 1950) de Joseph H. Lewis, Bonnie and Clyde (1967) de Arthur Penn, Ladrones Como Nosotros (Thieves Like Us, 1974) de Robert Altman y Thelma & Louise (1991) de Ridley Scott, hoy la implacable Queen & Slim (2019) nos ofrece un retrato de las múltiples crisis, delirios autoritarios y banalizaciones entrecruzadas de nuestros días mediante el caso de una pareja afroamericana (Jodie Turner-Smith y Daniel Kaluuya) que debe escapar de la ley luego de que el hombre tuviese que matar en defensa propia a un policía fascistoide y adicto al gatillo fácil (Sturgill Simpson) que le pegó un tiro a la mujer en la pierna dentro de lo que parecía ser una detención nocturna relativamente tradicional. Esta ópera prima de Melina Matsoukas, toda una especialista contemporánea en videoclips para el segmento pop y soul del mercado musical estadounidense, arranca con una primera cita inocente entre Queen (Turner-Smith) y Slim (Kaluuya), quienes de inmediato deben sobrellevar el desconocimiento mutuo -o mejor dicho, deben conocerse en las peores circunstancias imaginables- cuando un loquito con placa los obliga a parar con su auto por un mínimo movimiento brusco de volante y así todo deriva en el deceso del oficial y en la necesidad de evadir la captura si no quieren pasar el resto de sus vidas tras las rejas. Pronto surge la idea de ir a la casa del tío de la fémina, Earl (Bokeem Woodbine), un proxeneta rodeado de bellas putas negras que vive en Nueva Orleans, con vistas a pedirle ayuda para lo que eventualmente se convierte en el objetivo de volar desde Miami hacia Cuba, ya con diversos delitos a cuestas por parte del dúo como un secuestro y algún robo a mano armada. La premisa de base del guión de Lena Waithe, de amplia experiencia televisiva, puede generar aceptación o rechazo dependiendo de cada espectador y su disposición a tomar como válida la fuga de por sí, ya que para algunos puede ser que la pareja esté exagerando un poco (especialmente considerando que el patrullero del policía tenía una cámara que grabó todo el episodio y en la praxis los exonera de culpa) y otros tantos pueden opinar que todo se condice de hecho con los consejos certeros que ella le da a él sobre ese “qué hacer a continuación” (Queen es abogada criminalista y sacó a Earl de la cárcel por matar a la madre de la mujer accidentalmente al empujarla, en esencia la hermana del asesino, lo que generó que conozca de primera mano cómo funciona el sistema legal en casos extremos). Los imprevistos del camino imponen paradas por falta de gasolina o desperfectos técnicos de los diferentes vehículos que llevan a la dupla a encontrarse con varios personajes que los asisten y ponen en perspectiva su estatus de héroes populares involuntarios por haber reventado sumariamente al policía que los detuvo e intimidó, un sueño de cualquiera que haya padecido el incesante acoso de cualquier fuerza pública en estos tiempos enfermos donde el Estado se transforma una y otra vez en un agente de represión y de garantía de poder para los sectores más desalmados, dementes y pauperizadores del capital privado. Matsoukas se excede en el metraje pero construye una epopeya cargada de un espíritu indie muy honesto que respeta el acervo psicológico de los protagonistas desde un preciosismo lírico en el que no se siente forzada la esperable relación romántica entre estos dos forajidos reconvertidos en emblemas de una contracultura incipiente cansada de los atropellos de las autoridades. Si bien ya conocíamos el talento de Kaluuya, visto en Sicario (2015), ¡Huye! (Get Out, 2017) y Viudas (Widows, 2018), aquí la sorpresa es una Turner-Smith que no había tenido muchos trabajos en cine, ahora destacándose de manera muy marcada en una realización que también incluye pequeñas participaciones de Chloë Sevigny y Michael Peter Balzary -alias Flea de los Red Hot Chili Peppers- como un matrimonio que también ayuda a Queen y Slim, amén de ese gran desempeño por parte de Woodbine como Earl. Más allá de sus comentarios sociales sobre la explotación mediática de las figuras cercanas al clamor popular y el carácter casi siempre homicida y corrupto de la policía, el film nos regala escenas muy interesantes como la del bar, en la que la concurrencia los reconoce y aplaude, y aquella del montaje paralelo entre el dúo teniendo sexo y una protesta inspirada en ellos que deriva en un muchacho, Junior (Jahi Di’Allo Winston), el hijo de un mecánico que los auxilió (Gralen Bryant Banks), fusilando de sopetón a un oficial a quemarropa…