La inercia paternal Si bien gran parte de los films franceses que llegan a estrenarse en Argentina responden a esa vertiente melosa y/ o tragicómica que los galos producen desde siempre y que apunta en primer lugar -y por lo general, de manera exclusiva- al mercado europeo, de vez en cuando podemos encontrar alguna anomalía que quiebra un poco esta especie de acuerdo tácito entre los distribuidores argentinos y el público que consume una y otra vez el mismo formato de película. Así las cosas, la simpática Noticias de la Familia Mars (Des Nouvelles de la Planète Mars, 2016) no es precisamente una maravilla del séptimo arte pero funciona como un digno representante de lo que podríamos denominar el esquema alternativo al andamiaje mainstream anteriormente mencionado: aquí tenemos un relato símil Hollywood de “personajes opuestos” y detalles surrealistas que nos reenvían a comienzos del siglo XX. Como si se tratase de una nota al pie de la extraordinaria El Nuevísimo Testamento (Le Tout Nouveau Testament, 2015) de Jaco Van Dormael o de una versión conservadora y mucho más coherente de la rama más mundana de la carrera de Michel Gondry, esa orientada al retrato del “hombre común” desde un costumbrismo empardado con el lenguaje onírico, hoy la última propuesta del inquieto Dominik Moll, director responsable de las interesantes Harry, un Amigo que te Quiere Bien (Harry, un Ami qui vous Veut du Bien, 2000) y Lemming (2005), ataca sutilmente a uno de los objetivos/ blancos predilectos del cine europeo en general, el burgués cuarentón y aburrido que cree en la perfección de su vida y en esencia decide obviar que cada una de sus supuestas conquistas (en el campo del trabajo, la familia, las amistades, etc.) pende de un hilo delgado que está a punto de deshilacharse. La historia toma por eje la monótona existencia de Philippe Mars (François Damiens) y esa suerte de amistad que entabla con el desequilibrado Jerôme (Vincent Macaigne), primero un colega de la oficina (que no llega a comprender del todo), luego autor material de lo que podría haber sido la muerte de Philippe (en función de un episodio de violencia en el trabajo que deriva en una oreja cercenada) y finalmente compañero de convivencia cuando se aparece en su hogar (para colmo enamorado de una mujer que conoció en la clínica psiquiátrica). El guión de Gilles Marchand y el propio Moll nos pasea por la personalidad de cada uno de los secundarios (los hijos de Philippe, su hermana, sus padres muertos, etc.) para construir una exégesis poco original pero bien cáustica de la familia Mars y su cabeza principal, un hombre inerte que no sabe decir “no” a la gama de neuróticos que lo rodean. Por supuesto que los problemas del inicio entre Philippe y Jerôme rápidamente mutan en una complicidad algo bizarra, en especial por las salidas taciturnas del segundo, un freak con todas las letras aunque no tan peligroso como parece. Como señalábamos antes, los inserts fantásticos vinculados a la ensoñación o los espectros de seres queridos condimentan inteligentemente el relato, el cual asigna el tiempo justo y necesario a la dinámica de un cohabitar símil mixtura entre comedia negra y buddy movie, siempre utilizando al humor absurdo y/ o familiar como elemento unificador del sentir de los personajes. Quizás en el tramo final del metraje, cuando llega el momento de la esperada “explosión” de Philippe, Moll se queda un poco corto en el terreno anímico y abusa de su moderación, aun así la película es un pantallazo adorable en torno a la necesidad de amor en todas sus variantes…
Parásitos en el periplo evolutivo. Cuando llegó Prometeo (Prometheus, 2012) a las salas de cine nadie podía predecir que en lo que atañe a la carrera de Ridley Scott el opus en cuestión cerraría una fase que podemos bautizar “etapa Russell Crowe” (caracterizada por un subibaja cualitativo y una tendencia a apostar a seguro) y abriría un inusual período de bonanza para un director veterano (las marcas distintivas vienen siendo el explorar territorios poco analizados a lo largo de su trayectoria y la vuelta a una versión pasteurizada aunque interesante de la excelencia de sus inicios). Al igual que los films posteriores a Prometeo, léase El Abogado del Crimen (The Counselor, 2013), Éxodo: Dioses y Reyes (Exodus: Gods and Kings, 2014) y Misión Rescate (The Martian, 2015), la obra que hoy nos ocupa constituye una sorpresa porque bajo el ropaje fastuoso se esconde una historia minimalista que evita la ecuación estándar del Hollywood actual de aventuras, ese que coloca al efectismo visual por sobre el relato. Alien: Covenant (2017) se nos presenta desde el vamos como el segundo capítulo de lo que será una trilogía de precuelas de Alien (1979), de la que Prometeo fue la primera entrada. Ahora bien, a diferencia del eslabón anterior, el cual contaba con un desarrollo más imprevisible que a su vez se enrolaba dentro de la ciencia ficción heterodoxa, el presente trabajo toma abiertamente los dos pivotes de la propuesta fundacional de Scott: aquí se unifican el desembarco en un planeta ignoto por parte de unos pobres diablos, en este caso unos colonos en travesía hacia un nuevo Edén, y el accionar alarmante de un androide con su propia agenda, quien por supuesto vuelve a ser David, ese muchacho tremendo interpretado por el gran Michael Fassbender. Mientras que antes la existencia de ambos elementos apuntaba hacia un esquema narrativo en el que todo salía mal por un popurrí de factores, hoy la trama está destinada a reflotar el espíritu de acecho detrás del film original. La historia gira alrededor del periplo espacial de la nave del título, Covenant, la cual capta accidentalmente una transmisión originada en un planeta cercano y desconocido. La curiosidad lleva a que un grupo de humanos, comandados por Oram (Billy Crudup) y Daniels (Katherine Waterston), decida visitar el astro y así descubra aquel vehículo de los “ingenieros” utilizado por Elizabeth Shaw (Noomi Rapace) en el final de Prometeo. Más allá de los monstruos reglamentarios de la saga, los diseñados por el genial H.R. Giger, la película se vale de David y un flamante “duplicado mejorado”, Walter, para reflexionar con astucia acerca de la autodestrucción de la humanidad, la inteligencia artificial, las paradojas de la civilización y las implicancias del proceso evolutivo: el primer robot, que usa al planeta como su laboratorio personal, y el segundo, un asistente de la troupe del Covenant, son la cara y seca de una investigación genética tan visionaria como despiadada y amoral. De hecho, esa crueldad del empresariado más egoísta, el representado por Peter Weyland (Guy Pearce) y su imperio, la misma que yacía como sustrato en Prometeo y que asomaba su cabeza a medida que llegábamos al desenlace, en esta oportunidad pasa a ser el eje fundamental del relato vía los delirios de turno en pos de la construcción de vida y el regir el destino de todo y todos cual entidad divina. Teniendo en cuenta la pobreza conceptual de buena parte del mainstream contemporáneo y su obsesión con la pomposidad de las escenas de acción, llama mucho la atención esta apuesta de Scott por un clasicismo detallista que se concentra en el desarrollo de personajes, formula planteos retóricos de manera lúcida y principalmente no nos inunda desde el minuto uno con un ejército de aliens digitales de una voracidad sin freno (sin duda muchos otros directores caerían de inmediato en esta opción y ni siquiera considerarían el bajar las revoluciones narrativas a un plano más calmo y sutil). Desde ya que la innovación no es precisamente el punto fuerte de Alien: Covenant luego de tantas entradas en una franquicia en la que sólo podemos celebrar la original y su primera secuela, Aliens (1986), una de las varias obras maestras de James Cameron, no obstante sería injusto “correr” al film con este argumento ya que las decisiones que ha tomado Scott son apropiadas y razonables para esta fase más que avanzada de la saga, circunstancia que nos coloca ante el mejor trabajo posible en función del tiempo transcurrido desde el nacimiento del terror espacial posmoderno. Por más que el desempeño del elenco que da vida a la tripulación sea inobjetable, el que se destaca de lleno es Fassbender, aquí en un papel doble que -como señalábamos anteriormente- saca a relucir la irresponsabilidad y la ambición desmedida que caracterizan al comportamiento humano, ese que crece y se reproduce como un parásito hasta fagocitarlo todo y no dejar más que cadáveres detrás…
Conciencia y ciclo infinito Caso curioso el de Si no Despierto (Before I Fall, 2017), un film que sale relativamente bien parado en el rubro “adolescentes atravesando circunstancias fantásticas”, tan de moda hoy en día, pero que nunca puede despegar del todo a partir de una premisa de base algo remanida aunque siempre interesante, capaz de convertir a la rutina de cualquier personaje en un juego de supervivencia en donde la más pequeña modificación trae aparejada incontables consecuencias. Específicamente hablamos de la estrategia narrativa centrada en someter al protagonista de turno a vaivenes temporales/ existenciales que le permitan mirarse a sí mismo y obrar en función de una determinada meta, la cual por lo general tiene que ver con quebrar la maldición de lo que suele ser un ciclo infinito de repeticiones. Aquí el miedo a la muerte se transforma en su opuesto, la pretensión de encontrarse con la parca. Desde ya que los rasgos por antonomasia del concepto vienen de la mano de Hechizo del Tiempo (Groundhog Day, 1993), la que a su vez sirvió de inspiración para una catarata de propuestas semejantes que incluye a Primer (2004), Los Cronocrímenes (2007), Triangle (2009), En la Luna (Moon, 2009), 8 Minutos antes de Morir (Source Code, 2011), Al Filo del Mañana (Edge of Tomorrow, 2014), Predestination (2014) y Project Almanac (2015), entre otras. A pesar de que resulta indudable que el opus sobrepasa el nivel estándar de los productos destinados al segmento teen, al mismo tiempo no le alcanzan los méritos para imponerse como una obra realmente valiosa y/ o para ofrecer una perspectiva más compleja que la promedio en el mercado actual: el hecho de retomar el tono light de la película de Harold Ramis le juega en contra porque el subgénero se oscureció mucho desde entonces. A través de una impronta que nunca se decide entre la autosuperación del egoísmo y las fábulas espirituales, ahora por suerte sin mezclarse con lo cristiano culposo tradicional ya que el viaje de la protagonista apunta mucho más a llegar a un estado de sabiduría símil nirvana, el relato nos presenta una y otra vez el mismo día de una chica que perece en un accidente automovilístico y no puede romper el loop sin importar lo que haga (si evita las circunstancias de su fallecimiento y opta por una alternativa, igualmente al día siguiente continúa presa de los acontecimientos de la jornada anterior). Así las cosas, el mundo de Samantha (buen trabajo de Zoey Deutch) se reduce a su familia, novio y amigas, y de golpe se viene abajo cuando luego de una pelea en una fiesta con Juliet (Elena Kampouris), una víctima de bullying por parte de las señoritas, la joven “muere” en un choque misterioso. La directora Ry Russo-Young y la guionista Maria Maggenti construyen un pulso narrativo estable y prolijo aunque terminan abusando de los clichés y latiguillos de los productos adolescentes (diálogos superfluos, escenas descriptivas demasiado extensas, “ceremonias de iniciación” para cada minucia, mucho pop hiphopeado estridente, edición general de índole publicitaria, etc.). En lo que respecta a la metamorfosis de Samantha de burguesa individualista y malcriada a ángel de la bondad y el sacrificio que comprende que la satisfacción suele pasar por ayudar al prójimo, la realización cumple con dignidad a nivel ideológico pero sorprende desaprovechando a Juliet, el personaje más interesante de la historia, y a Kent (Logan Miller), un chico que trata de acercarse sentimentalmente a Samantha. En Si no Despierto la conciencia que la protagonista tiene del engranaje fantástico, léase el regresar siempre al principio, vuelve a abrir la puerta al detallismo y al arte de descubrir que los que nos rodean son mucho más complejos que lo que nos gustaría admitir, inaugurando a su vez la posibilidad de un fuerte cambio de perspectiva personal…
Todo al descubierto Uno de los más grandes problemas que arrastra el cine contemporáneo es que muy pocas veces consigue interpelar a nuestra época de frente y -aún más importante- decir algo mínimamente valioso sobre estos días de una post globalización entre decadente y caótica. Todas las vertientes, todos los colores y todas las nacionalidades tienden a una nostalgia inconducente que busca de manera compulsiva una suerte de respuesta literal en el pasado y así se pierden en un cúmulo de lloriqueos o celebraciones que se limitan a “cortar y pegar” modelos que ya no se adaptan para nada bien a las necesidades de una contemporaneidad furiosa, que exige un trabajo metódico un poco más fino y apuntalado más en la capacidad de abstracción y análisis que en la sonsera/ inocentada de narrar nuevamente la misma historia de siempre esperando que alguna de sus esquirlas retóricas repique en el presente. Perfectos Desconocidos (Perfetti Sconosciuti, 2016) tampoco llega a ser un bálsamo en este sentido pero por lo menos sobresale -vía convicción y firmeza- en el arte de construir un relato de cadencia retro que eventualmente nos termina regalando un par de diatribas de urgente actualidad, lo que por cierto es mucho más que lo que suele ofrecer el promedio del mainstream y el indie de nuestros días. Este opus de Paolo Genovese, un director que no había entregado nada demasiado memorable hasta hoy, toma como base un planteo de índole teatral/ naturalista para de a poco volcarlo hacia lo que podríamos definir como una serie de catarsis que a su vez pueden ser leídas en su conjunto como una versión light de aquellas que poblaban el cine del enorme John Cassavetes, no obstante ahora haciendo foco en la hipocresía amorosa y la posibilidad de amplificar el engaño a través de los celulares. Cuatro amigos, tres con sus respectivas parejas y uno en soledad, se reúnen para una cena cordial que paulatinamente deriva en un infierno de mentiras, farsas y decepciones cuando en un momento -llevados por la espontaneidad morbosa de la charla- deciden poner sus celulares arriba de la mesa y compartir todo mensaje, mail y/ o llamada telefónica que reciban a lo largo de la velada. El título de la película deja más que claro que la supuesta afabilidad entre los comensales no es más que una máscara que oculta una doble vida condensada en esas pequeñas “cajas negras” rectangulares que gritan reclamando nuestra atención. La banalidad de la burguesía, su tendencia a autoengañarse y esa triste costumbre orientada a pagar el afecto con promesas que se las lleva el viento constituyen los ejes de una trama que examina asimismo el nexo entre la dependencia tecnológica y la privacidad. Más allá de la maravillosa puesta en escena de Genovese, quien esquiva la claustrofobia y permite que los diálogos fluyan sin problemas, los verdaderos pivotes de la propuesta son el desempeño del elenco y el guión de Filippo Bologna, Paolo Costella, Paola Mammini, Rolando Ravello y el propio realizador: mientras que el trabajo actoral es bastante parejo en su humildad y -algo extraño en esta clase de convites- nadie se destaca por sobre el resto, el guión adopta una dinámica in crescendo que comienza en la comedia coral a la Ettore Scola para luego desembocar en un drama de cuestionamientos morales muy profundos, al punto de que sorprende la naturalidad narrativa y cómo el relato evita los golpes de efecto baratos, las reacciones exageradas y los facilismos melosos símil Hollywood. La insatisfacción y los prejuicios quedan al descubierto en un film sincero y poderoso, de pulso inconformista…
Una posición relegada El gran golpe (2016) arrastra dos grandes defectos que rápidamente se transforman en imperdonables: por un lado desaprovecha a un Bruce Willis en “modalidad villano” y por el otro no aporta nada original a la fórmula de los films de robos a bancos… En el campo del mainstream norteamericano, ese que suele marcar el terreno para el resto de las cinematografías nacionales del globo, durante las últimas décadas se fue dando de manera paulatina un cambio de paradigma en lo referido al armazón macro de los productos para exportar: los popes de la acción sobrecargada de los 80 y 90 de a poco fueron sustituidos por la fanfarria digital, la estética de los videojuegos y un clasicismo lavado que está exento de toda ideología que le escape a esa celebración ad infinitum de la cultura chatarra, vista ahora desde una nostalgia pop profundamente trasnochada. Una y otra vez nos topamos con films huecos que funcionan como una oda a opus de otras épocas con los que no tienen casi nada en común, así la cita al pasado se agota de inmediato cuando se reemplaza la testosterona por una andanada de CGI invasivo e historias demasiado pueriles. De este modo, los “héroes” de la derecha de Ronald Reagan y George H. W. Bush debieron conformarse con encabezar propuestas autofinanciadas en la línea de Los Indestructibles (The Expendables, 2010) o someterse al lugar que Hollywood les ha asignado en esta nueva etapa de la industria cultural, léase los thrillers de acción clase B y algún que otro cameo en películas multimillonarias (más allá de sus gustitos personales). La olvidable El Gran Golpe (Marauders, 2016), otra de esas heist movies que a partir de un asalto a un banco despliegan un entramado de secretos y venganzas, nos permite sopesar el caso de Bruce Willis, un señor cuya carrera ha sido un subibaja constante y que últimamente ha encontrado su nicho en obras de presupuesto limitado, a veces ofreciendo joyas símil Looper: Asesinos del Futuro (Looper, 2012) o rarezas sutiles como Un Reino bajo la Luna (Moonrise Kingdom, 2012). Se podría decir que hasta cierto punto pareciera que Willis se toma todo el asunto de manera más relajada y menos traumática que sus colegas/ compañeros de rubro (hablamos de Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Jean-Claude Van Damme, Chuck Norris, Dolph Lundgren, etc.), ya que por lo general se nota que trabaja sólo por el cheque y que no tiene ningún prurito en seguir usufructuando -por ejemplo- una franquicia muerta por completo a nivel creativo como la iniciada con la extraordinaria Duro de Matar (Die Hard, 1988). Aquí lamentablemente se le concedió el papel de villano, lo que lo desplaza a un segundo plano frente al verdadero eje del relato, uno doble y bastante aburrido, centrado en la investigación conjunta del robo de turno y la “lucha de egos” entre las autoridades máximas del FBI y la policía (Christopher Meloni y Johnathon Schaech, respectivamente). Como en tantas otras epopeyas suburbiales de la clase B, la propuesta desvaría en extremo alrededor de las distintas subtramas y resulta muy deficitaria en materia del acabado formal del producto, lo que asimismo nos reenvía al desempeño del director Steven C. Miller y los guionistas Chris Sivertson y Michael Cody, todos profesionales sin demasiado talento ni imaginación. Sin ir más lejos, lo mejor que entregó Miller a la fecha sigue siendo la remake del 2012 de Sangriento Papá Noel (Silent Night, Deadly Night, 1984), aquel clásico de la edad de oro de los slashers. La película se siente muy larga en sus 107 minutos y el guión abusa de una verborragia atolondrada que lanza sin parar insultos y one-liners fallidas: si se hubiese aprovechado en serio el brío apacible del amigo Bruce, por más que hoy esté relegado en general, el film sí elevaría su posición y alcanzaría una cuota de efectividad…
La decepción posee diversas aristas De una forma similar a lo ocurrido en la reciente Presencia Siniestra (Shut In, 2016), otro exponente de terror que tomaba prestados elementos de los relatos góticos, En el Ático (The Disappointments Room, 2016) es una propuesta que pretende abarcar mucho sin contar con las herramientas conceptuales para profundizar en aunque sea uno de los ítems del lote en cuestión, cayendo en el titubeo entre el drama psicológico sobre la pérdida, el suspenso de pulso claustrofóbico y la historia de fantasmas en sintonía con el J-Horror. Si antes teníamos a Naomi Watts y su “feminidad leve” como los ejes de una trama centrada en otro de esos clásicos descensos hacia la demencia que nos suele regalar el mainstream menos iluminado, ahora es Kate Beckinsale quien sigue el mismo camino pero volcando el diapasón de la faena hacia una entonación más aguerrida y menos frágil a nivel actitudinal. La película a priori prometía mucho por la presencia detrás de cámaras de Wentworth Miller, conocido por su labor protagónica en Prison Break y por haber firmado el guión de la excelente Lazos Perversos (Stoker, 2013), de Park Chan-wook. En su segundo trabajo como guionista, a la par del también realizador D.J. Caruso, deambula perdido por los clichés sobre las casas embrujadas, el duelo, la histeria y zonas cinematográficas aledañas. En su defensa se podría decir que la edición de Vince Filippone deja mucho que desear: durante la segunda mitad los cortes se tornan demasiado tajantes y el film se llena de personajes supuestamente cruciales que van y vienen sin ningún background que justifique su rol/ cometido dentro de la obra en su conjunto, lo que en términos prácticos significa que se han eliminado detalles y segmentos generosos de la historia en pos de reducir el metraje. En esta oportunidad nos volvemos a topar con el leitmotiv de la familia que se muda a una mansión apartada con el objetivo de superar un fallecimiento: Dana (Beckinsale) y David (Mel Raido) están sobrellevando la muerte accidental de su beba y no tienen mejor idea que trasladarse a un caserón, junto a su pequeño hijo Lucas (Duncan Joiner), para intentar reiniciar sus vidas desde cero. Por supuesto que la mujer eventualmente descubre una puerta oculta que da a la habitación a la que hace referencia el título original en inglés, un cuarto que no está en los planos porque se utilizaba para guardar “secretitos” en épocas no muy lejanas. De a poco Dana comienza a tener visiones acerca de los moradores anteriores de su flamante hogar, una familia encabezada por un juez que encerró a su primogénita por considerarla una “decepción” debido a su deformidad y una hipotética vergüenza pública. Resulta increíble que Hollywood siga cometiendo el mismo error de concentrarse más en las acusaciones de locura hacia el personaje femenino que en proveer una dosis satisfactoria de tensión y sustos, sin tanto apuntalamiento de estereotipos y “drama de manual” que pueden resolverse al principio y en un puñado de minutos. El doble desliz de un desarrollo bastante pobre (hoy agravado por las inconsistencias -ya señaladas- de los secundarios) y un desenlace a las apuradas y muy derivativo (para esa altura el aburrimiento ganó la partida) reaparece nuevamente en un opus cuyo potencial ha sido desperdiciado. En el Ático logra posicionarse apenas por encima de Presencia Siniestra gracias al gore de algunas escenas, no obstante el convite deja un gusto amargo en la boca porque lo que podría haber sido un relato con ímpetu se disuelve en la indiferencia, la torpeza y la falta de identidad…
Del burdel al palacio La variedad de experiencias cinematográficas que ha habilitado la figura del Rey Arturo ha sido de lo más vasta, con films extraordinarios como Lancelot del Lago (Lancelot du Lac, 1974) y Excalibur (1981) y películas fallidas en la línea de Camelot (1967) y El Rey Arturo (King Arthur, 2004). Ahora le toca el turno a Guy Ritchie en esto de intentar exprimir una mitología hiper conocida por el público: si tenemos en cuenta que el señor viene aplicando el “tratamiento Ritchie” a cuanta franquicia le ofrezcan los estudios norteamericanos, no es de extrañar que este nuevo proyecto caiga una vez más por debajo de lo que fue su estándar máximo, léase el del inicio de su carrera, aquellos años en los que se hizo célebre gracias a la dupla compuesta por Juegos, Trampas y Dos Armas Humeantes (Lock, Stock and Two Smoking Barrels, 1998) y Snatch: Cerdos y Diamantes (Snatch, 2000), dos joyas redondas Recordemos que luego de los éxitos del comienzo, el británico sorprendió con las muy flojas Insólito Destino (Swept Away, 2002) y Revolver (2005), de las que se recuperó con RocknRolla (2008), un opus arrollador que podemos calificar como su última gran obra a la fecha. Si bien en su momento Sherlock Holmes (2009) cayó simpática por su lectura descontracturada del clásico personaje de Arthur Conan Doyle, lamentablemente Sherlock Holmes: Juego de Sombras (Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011), El Agente de C.I.P.O.L. (The Man from U.N.C.L.E., 2015) y la epopeya que hoy nos ocupa, El Rey Arturo: La Leyenda de la Espada (King Arthur: Legend of the Sword, 2017) constituyeron todas una enorme decepción a pura redundancia, cancherismo vacuo y falta de ideas novedosas que nucleen y den sentido a la pirotecnia visual “marca registrada” de Ritchie. Como no podía ser de otra forma tratándose de un producto con el sello de conformidad de los gigantes de Hollywood, aquí nos narran los primeros pasos del protagonista en un trayecto que va desde el burdel al palacio: cuando el buen Rey Uther (Eric Bana) termina depuesto por su hermano Vortigern (Jude Law) y asesinado sin ningún miramiento, su hijo Arturo logra escapar y va a parar -bote en un río mediante- a Londinium, la primera encarnación de Londres. Criado por prostitutas y haciéndose fuerte bajo la lógica de las calles, el Arturo adulto (interpretado por Charlie Hunnam) de improviso descubre su linaje cuando extrae la legendaria “espada en la piedra”, esa que perteneció a su padre, y así todo el asunto lo lleva a luchar contra Vortigern con la ayuda de Bedivere (Djimon Hounsou), un súbdito de Uther, y de La Maga (Astrid Bergès-Frisbey), una joven que responde a Merlín. A lo largo del metraje encontramos dos únicas marcas formales que de tanta intermitencia cronometrada terminan desdibujando la leyenda del monarca en cuestión: por un lado tenemos las fastuosas escenas de acción con monstruos tan enormes como innecesarios y esa infaltable cámara lenta -hoy vetusta- a la Matrix (The Matrix, 1999), y por el otro lado está la edición videoclipera, veloz y no lineal que tanto le gusta a Ritchie, esa que por lo general viene acompañada de un humor seco y diálogos entrecortados entre personajes del submundo criminal. El espíritu de la aventura y hasta los detalles melodramáticos de la fábula anglosajona quedan sepultados debajo de la catarata de floreos estéticos, estrategia que no genera un producto insufrible aunque tampoco alcanza para un “aprobado” a último minuto. Los tics del realizador y guionista, los mismos que alguna vez lo emparentaron con el indie de la década del 90, le sirven para construir un trabajo que supera la media actual del mainstream pero a la vez lo siguen dejando muy expuesto -con razón- a la crítica de que se la pasa filmando la misma película sin que importen en algo los personajes centrales…
El idilio Si Viva (2015) de por sí es una propuesta de lo más singular, ya que en esencia hablamos de una película sobre travestis artistas cubanos filmada por un equipo irlandés, más extraño aún es que llegue al circuito comercial de Argentina, un enclave casi siempre dominado por los tanques hollywoodenses y alguna que otra obra nacional “bendecida” por la televisión. La historia se centra en Jesús (Héctor Medina), un peluquero cuya clientela son las drag queens de un local nocturno de La Habana. Justo cuando por fin se decide a subir al escenario con atuendos femeninos para hacer playback, su padre Ángel (Jorge Perugorría) aparece en su vida, un ex boxeador alcohólico y frustrado que estuvo preso por asesinato. Con su madre muerta y curioso por este hombre al que nunca conoció, Jesús intentará llevarse bien con su padre por más que el susodicho le prohíba de lleno actuar en el boliche. Al sopesar el desempeño previo del director Paddy Breathnach el trasfondo del proyecto continúa en la nebulosa, principalmente porque viene de realizar dos opus de terror apenas pasables, Shrooms (2007) y Red Mist (2008), no obstante si consideramos al guionista de turno, Mark O'Halloran, ahí sí terminamos de comprender a este relato sobre excluidos que recorren las calles de la capital cubana: O'Halloran es un actor y guionista conocido por haber escrito los dos primeros trabajos de Lenny Abrahamson, las muy similares en tono general Adam & Paul (2004) y Garage (2007), antes de que el cineasta se cortase solo y alcanzase la notoriedad con las excelentes Frank (2014) y La Habitación (Room, 2015). Al igual que aquellas, Viva es un retrato de un personaje fuerte pero al mismo tiempo un tanto desamparado, capaz de salir airoso en un entorno duro y también vulnerable por momentos. En esta oportunidad lo que prima es el devenir del melodrama exacerbado, ese que calza perfecto con los motivos clásicos del cine queer y la banda sonora del convite, la cual a su vez cuenta con un cúmulo importante de baladas, boleros y sones cubanos. Cuando Jesús comience a entender los problemas psicológicos de Ángel y -en pos de la necesidad que tiene de validar su figura ausente- lo obedezca en eso de no concurrir más al local regentado por Mamá (Luis Alberto García), un travesti veterano encargado de seleccionar los números musicales que se presentan cada noche, el joven se verá obligado a volver a la que fuera su segunda ocupación luego de la peluquería, la de taxi boy. La película utiliza este contrapunto entre el mundo del arte (el que le genera satisfacción al protagonista) y del trabajo (vinculado a la prostitución) para explorar las diferentes facetas de la marginalidad. Ahora bien, el éxito de la realización de Breathnach reside en las esplendorosas actuaciones de un elenco pequeño aunque con secundarios tan coloridos y eficaces como los personajes principales, lo que suma mucho al humanismo y la perspicacia que transmite el film minuto a minuto. Otro punto a favor de Viva, que compensa por completo la poca originalidad de la premisa de base, es que desde el inicio la obra se nos plantea como un pantallazo muy abarcativo de la vida en La Habana, marcada por una decadencia impetuosa, zigzagueante y extremadamente bella que en todo momento resulta mucho más digna que la que ofrecen las grandes ciudades del capitalismo con sus rascacielos eternos y un lujo obsceno que se la pasa subrayando las injusticias sociales de un sistema cada día más corrupto y patético. Hoy el idilio artístico es una vía de escape del infierno de la explotación sexual y una puerta de entrada a una afirmación identitaria que asimismo posibilita el hecho de hacer las paces con un pasado que en un principio no se comprende y que luego se acepta y supera…
La encerrona de los blanquitos progresistas Si hay algo que le faltaba al terror actual, ese que de a poco viene recuperando el impulso y la variedad de sus mejores épocas, eran los films de tono satírico y/ o vocación social: a pesar de que el género casi siempre incluyó una capa de apuntes irónicos sobre el alcance comunal y político de los agentes de destrucción de turno, lo cierto es que se extraña mucho la causticidad de propuestas como Basket Case (1982), The Stuff (1985) o la extraordinaria Society (1989), de Brian Yuzna. Huye (Get Out, 2017) se ubica muy lejos de la malicia de la clase B de la década del 80 pero curiosamente nos devuelve una versión anterior de la misma táctica orientada a unificar al horror y la ciencia ficción con las parodias oblicuas para con la estupidez y miserias del ser humano, como si estuviésemos hablando de una mixtura entre The Stepford Wives (1975) y un típico capítulo de angustia suburbana de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), la obra maestra de Rod Serling. Esta maravillosa ópera prima de Jordan Peele, hasta hoy un actor y guionista especializado sobre todo en comedias, es sumamente sencilla a nivel de su premisa de base y allí mismo reside la destreza del realizador, en la ejecución concreta -léase puesta en escena y dirección de actores- de la andanada de momentos a plena incomodidad y desasosiego que la película nos plantea a lo largo de su desarrollo narrativo. La historia gira alrededor de una visita de fin de semana por parte de Chris Washington (Daniel Kaluuya), un joven afroamericano, y su novia blanca Rose Armitage (Allison Williams) a la remota casa de los padres de la chica, Dean (Bradley Whitford) y Missy (Catherine Keener). La excesiva hospitalidad de los anfitriones, unos clásicos demócratas que de tanta pose liberal terminan cayendo rápidamente en la ingenuidad, despierta de inmediato cierta inquietud en Chris, a lo que se suma la presencia de sirvientes negros que oscilan entre el autismo y la agresión. Desde el inicio el guión del propio Peele establece un contrapunto entre la sensación de hostigamiento del protagonista en un entorno hegemonizado por un grupo de blanquitos progresistas (circunstancia que incluye la habilidad de Missy para la hipnosis y una reunión bien freak con los allegados del clan) y las hilarantes conversaciones que Chris mantiene por teléfono con su mejor amigo Rod Williams (LilRel Howery), un oficial de seguridad de los medios de transporte norteamericanos (es a través de los soliloquios y la jerga de este personaje que el cineasta deja entrever su grata experiencia en el timing cómico, en especial exacerbando los modismos y la picardía realista de los negros como un “remedio” ante el ambiente de cartón pintado que rodea a Chris). El mayor mérito de Peele pasa precisamente por saber aggiornar un viejo recurso del terror, el centrado en un viaje hacia lo desconocido que deriva en pesadilla, jugándose por villanos que escudan su soberbia bajo la cordialidad. Llama poderosamente la atención la capacidad que demuestra el director en lo que respecta al apuntalamiento de esta encerrona paulatina sobre el protagonista, una emboscada creada a partir del desarrollo de personajes, las sorpresas símil thriller psicológico pausado y el gran desempeño de un elenco en el que se destacan Kaluuya y Howery. Si bien Peele coquetea con la posibilidad de que la trama funcione como una parábola acerca de una especie de retro racismo reconvertido en esclavitud lisa y llana, a decir verdad el foco del relato se concentra en la dialéctica de las apariencias y la corrección política de la clase media estadounidense, un enclave que -como señalábamos anteriormente- a veces termina haciendo tanto daño a los sectores marginados como el accionar de los fascistas delirantes que pululan en el norte: el recurrir a estereotipos étnicos y a argumentos vetustos a pura ignorancia suele poner en perspectiva el hecho de que el respaldo/ apoyo de determinados individuos o colectivos puede ser contraproducente para una causa de igualdad social. Huye es el ejemplo perfecto de ese cine de género valioso que duplica en eficacia a los convites arties en lo referido a un análisis astuto de la arrogancia y el oportunismo político de las elites capitalistas y todas sus prácticas lindantes con el maquiavelismo más estremecedor…
El marketing político del macrismo Si hay algo de lo que carece el cine argentino actual es del sentido de la oportunidad, ese saber qué tipo de película puede “calzar” en determinado momento o situación de nuestro simpático país. Lo paradójico de todo el asunto es que en otros períodos de la industria -con una impostación verdaderamente ridícula a nivel del relato y muchas menos herramientas formales que hoy en día- sí se contaba con esta intuición a mitad de camino entre los campos de lo social y lo comercial: mientras que antes teníamos artesanos que narraban con todas las horrendas características del cine vernáculo del pasado (diálogos declamatorios, actuaciones exageradas, metáforas muy evidentes, poco desarrollo, etc.) pero a la vez conseguían productos que interpelaban a su época, hoy nos encontramos con cineastas que resolvieron aquellos dilemas aunque sin saber cómo hablarle de frente a nuestro presente. La segunda película como realizador de Daniel Hendler, El Candidato (2016), funciona como una singular excepción dentro de este panorama y además supera con creces al opus anterior del uruguayo, Norberto Apenas Tarde (2010), y al desempeño promedio del señor en su rol de actor… mal que le pese a quien le pese. La propuesta que nos ocupa ofrece una experiencia rarísima para los estándares de las comedias locales, lo que no hace más que engrandecer el sustrato discursivo del film y sus intenciones paródicas para con el tópico en cuestión: el director y guionista se mete de lleno en la construcción comunicacional de la “campaña de lanzamiento” de un empresario devenido en político que se asemeja bastante a Mauricio Macri por su vacuidad, estupidez, corrupción, prácticas mafiosas y obsesión con el marketing basado principalmente en las redes sociales y las tristes encuestas de opinión. Toda la trama se centra en una reunión durante un fin de semana en la casa de campo de Martín Marchand (Diego De Paula), el susodicho, en la que se intentará delinear los rasgos de los spots audiovisuales que servirán para situarlo dentro de la contienda electoral. Más allá del “no perfil” del candidato y la creación de sus preocupaciones/ plataforma básica como una ficción lisa y llana que busca un posicionamiento en lo que se considera un mercado y no una sociedad, la historia se explaya en el patetismo del protagonista, sus asesores, sus esbirros y finalmente los técnicos y publicistas que contrata para el armado general de la estafa pública, léase su candidatura. La contrafigura del relato, por llamarla de alguna forma, es Mateo Borrás (Matías Singer), un diseñador gráfico apolítico que en su levedad se da cuenta que no hay ningún contenido que rellene las imágenes y los eslóganes. Entre el absurdo, la mundanidad y el humor negro, Hendler va redondeando una pequeña joya que coquetea con el minimalismo del indie norteamericano y aquellas comedias políticas de Europa de tiempos pasados. El realizador le saca el jugo al autoritarismo y los delirios de estos millonarios decadentes y anodinos, a los cuales a su vez sigue una horda de esclavos de distinta índole y un cúmulo de parásitos/ profetas de una comunicación cada día más devaluada, en la que la ideología está ausente y sólo prima la lógica de construir un perfil hueco para llegar al poder y hacer negocios personales valiéndose del Estado, los recursos del país y la suprema ignorancia de las masas locales. Aquí la sarta de mentiras y la manipulación se unifican con los tiempos muertos de estas camarillas a las que no les tiembla el pulso al momento de matar y que para colmo están infiltradas por rivales…