Entre el abandono y la culpa Debe haber pocas situaciones más dolorosas en el ámbito cinematográfico que ver cómo se desperdicia a dos actores de la talla de Gérard Depardieu e Isabelle Huppert: esto es precisamente lo que ocurre en El Valle del Amor, una película que gira sobre sí misma sin agregar nada novedoso a la vieja temática del duelo ante la muerte de un ser querido… Siempre que parece que por fin quedó superado -léase completamente en el pasado- ese cine arty de eterno destino festivalero y pocas o nulas ambiciones comerciales, luego de un tiempo de letargo termina asomando la cabeza una vez más desde los recovecos menos pensados de la industria. Hablamos de esa típica dialéctica formal centrada en tomas fijas, tiempos muertos, diálogos lacónicos, algo de improvisación, locaciones desérticas, poca información general sobre el devenir de la trama, etc. Lo curioso del caso es que los propios festivales paulatinamente incluyen más y más propuestas de género y obras alternativas a los representantes de este combo, el cual por cierto en otras épocas fue sinónimo de contracultura y hoy, luego de décadas de estandarización, está homologado a una doctrina del shock que -de manera bastante trasnochada- pretende causar un “impacto publicitario”. Lejos de tales golpes de efecto pero bien cerca del resto de los ingredientes del cine arty, El Valle del Amor (Valley of Love, 2015) es en esencia el tercer bodrio seguido de Guillaume Nicloux, un realizador que pareciera intentar recuperar compulsivamente ciertos detalles de Michelangelo Antonioni y Robert Bresson. Al igual que La Religiosa (La Religieuse, 2013) y El Secuestro de Michel Houellebecq (L’Enlèvement de Michel Houellebecq, 2014), el film en cuestión no llega al desastre absoluto aunque falla en su pretensión de construir un “discurso inteligente” sobre el tema de turno, derivando de inmediato hacia el campo de la desidia narrativa, el aburrimiento y la ausencia de ideas valiosas a nivel visual. A pesar de que la película baja retóricamente unos cuantos cambios con respecto a aquellas (es mucho más moderada en función del tópico tratado), aun así desaprovecha a sus dos protagonistas. Nicloux no tuvo mejor idea que reunir a dos bestias sagradas del cine francés como Gérard Depardieu e Isabelle Huppert en otro de sus pantallazos sobre la nada misma: el dúo interpreta a una ex pareja de actores que se dan cita en el parque nacional del Valle de la Muerte, en California, para acatar al pie de la letra las instrucciones que les dejó su hijo antes de suicidarse, a quien ambos abandonaron de pequeño para seguir con sus respectivas vidas/ carreras. El joven les envió cartas a ambos en las que afirma que si respetan un itinerario de horarios y lugares precisos dentro del parque eventualmente podrán volver a verlo, ya que se les aparecerá una última vez de forma física cual fantasma torturado. Muy a su pesar, la dupla deberá convivir a lo largo de una semana en la que evocarán parte de su tiempo juntos y tratarán de entender todo el asunto desde distintas perspectivas de análisis. Lamentablemente ni siquiera la presencia de Depardieu y Huppert alcanza para levantar el guión escuálido y redundante del propio director, un trabajo en el que la mayoría de las escenas agregan poco y nada al desarrollo de personajes. Nicloux coquetea con la culpa de los protagonistas por haberse desentendido de su vástago pero jamás profundiza del todo el sustrato dramático y cuando -llegando el desenlace- por fin se decide a acentuar la tragedia mediante un intento de redención, ya el cansancio del espectador está instalado y el tiempo propicio para tales menesteres quedó en el pasado. De hecho, por momentos se siente que los intérpretes están a la buena de Dios y la tendencia a improvisar del realizador no genera frutos porque la historia de base no aporta ni un gramo de originalidad a esa larga tradición de “relatos de duelo”: sólo la profesionalidad de los actores nos rescata del colapso total…
Liturgia del autobombo cristiano Las películas con referencias bíblicas son tan antiguas como el cine y desde el nacimiento del medio hasta entrada la década del 50 controlaron el bastión de las epopeyas históricas del mainstream. La decadencia de las religiones masivas de mediados del siglo pasado en adelante, primero por los movimientos contraculturales y luego por el cinismo consumista contemporáneo, generó un reflote del interés del séptimo arte por el rubro que nada tiene que ver con aquellos mamotretos de aventuras del pasado, más bien todo lo contrario: las gestas pomposas de antaño se transformaron -en mayor o menor medida- en fábulas cristianas que ofrecen una interpretación muy simplista de distintos pasajes y mitos de la Biblia con el fin de meterse en el bolsillo a los creyentes de las miles de sectas protestantes que a su vez aggiornaron su discurso para acercarse al new age de la autoayuda espiritual. A pesar de que esta multiplicación de pastores cristianos -tendientes a repetir cual loros las mismas sentencias remanidas de siempre- es un fenómeno centralizado en Estados Unidos, que obedece a un aprovechamiento económico del vacío ideológico de gran parte de una población lobotomizada por los medios de comunicación y las estupideces que suele entregar la industria cultural en general, en el resto del globo también podemos encontrar diferentes coletazos de esta lógica del capitalismo de la fe: por ello los films producidos para este segmento específico del mercado actual pueden estrenarse en lugares tan distantes y/ o impensados a priori como -por ejemplo- Argentina. Casi todas estas obras arrastran una mediocridad cualitativa preocupante, en esencia un problema clásico de la propaganda, ya sea la que pretende ganar nuevos adeptos o la que busca ratificar principios ya asentados. El último eslabón de la ristra de productos religiosos de nuestros días es La Cabaña (The Shack, 2017), un trabajo insufrible cargado de estereotipos melodramáticos, sermones facilistas sobre la aceptación de las tragedias, un paupérrimo desarrollo de personajes y una colección de escenas aburridísimas que se extienden a lo largo de 132 minutos sin ninguna justificación real. Curiosamente uno de los mejores exponentes del rubro jamás llegó a estrenarse a nivel local, hablamos del dramón post apocalíptico Z for Zachariah (2015), y las potables Señales (Signs, 2002) y Prueba de Fe (The Reaping, 2007) ya quedaron algo lejanas en el tiempo. Para nuestro espanto, sí tuvimos que soportar bodriazos como Tierra de María (2013), El Remanente (The Remaining, 2014), El Apocalipsis (Left Behind, 2014), El Gran Pequeño (Little Boy, 2015) y la lamentable Cuarto de Guerra (War Room, 2015). Aquí una vez más estamos ante la parábola de un padre, Mack Phillips (Sam Worthington), que debe afrontar la muerte de una de sus hijas, ahora a manos de un asesino en serie. Luego de recibir una carta en la que lo invitan a concurrir a la cabaña del título, la liturgia del autobombo cristiano comienza gracias a las “reflexiones” que disparan las charlas que el susodicho mantiene con Dios (Octavia Spencer), Jesús (Avraham Aviv Alush) y el Espíritu Santo (Sumire Matsubara). Resulta francamente increíble que el británico Stuart Hazeldine, responsable de la interesante aunque algo fallida El Examen (Exam, 2009), se haya prestado para este mamarracho por encargo, una película manipuladora que celebra esa típica pasividad religiosa que bajo la excusa de curar las heridas de la vida continúa reproduciendo el ciclo de estafas morales/ económicas/ políticas de las elites gobernantes…
Gigantismo canchero bobalicón El bodriazo Guardianes de la Galaxia Vol. 2 (Guardians of the Galaxy Vol. 2, 2017) sin dudas resume todo lo que está mal en cierto Hollywood de nuestros días orientado a las infantiladas de los superhéroes más asépticos y toda esa serie inacabable de remakes, reboots, spin-offs, secuelas y demás derivados de una estrategia comercial craneada por los genios del marketing vinculada a reproducir en la pantalla grande la lógica de la televisión, aunque sin nunca preocuparse por alcanzar el promedio de calidad, variedad y complejidad que suelen detentar los mejores productos de la TV y los servicios de streaming en general. A este tipo de mamarrachos ya ni siquiera se los puede defender con el argumento de que “están dirigidos a los adolescentes” porque las obras de otras épocas, también destinadas al segmento en cuestión, eran muchísimo más interesantes que las presentes, amén de que además no les resultaba tan difícil apostar a un público adulto en serio, energúmenos aparte. Otro problema de estos films es su gigantismo canchero bobalicón, un síntoma más que evidente del pánico que tienen los productores y el director/ guionista de turno, en este caso el anodino James Gunn, relacionado con el hecho de que consideran que si se apartan un milímetro de la “fórmula ganadora” en taquilla todo el andamiaje se caerá de inmediato: hablamos de la típica concepción de los necios conservadores que sólo saben apuntar a una regresión cultural en eterno loop. Ahora bien, la monstruosidad detrás de estas películas posee dos dimensiones, la primera se centra en un abanico de secuencias de acción saturadas de CGI y la segunda nos envía a la duración del metraje, la cual jamás baja de las dos horas. En referencia a este último punto, uno como cinéfilo entrado en años recuerda que los adorables productos trash de los 60, 70 y 80 eran opus breves y conscientes de sus limitaciones, nunca esperpentos millonarios, aburridísimos, redundantes y siempre en pose. Como si vendernos un engendro de animación bajo el ropaje del live action no bastase (los artilugios digitales símil plástico lo cubren absolutamente todo, generando una patética banalización/ no corporalidad en materia de personajes, fondos y hasta movimientos), el producto además recae en la peor versión del sentimentalismo burgués con todas esas referencias baratas -en el terreno de los diálogos- a la relación entre hermanos y/ o al vínculo entre padre e hijo (aquí no tenemos ni un villano ni un conflicto de peso). Y lo más gracioso del asunto es que ese es el sustrato más “elaborado” que propone Guardianes de la Galaxia Vol. 2 a nivel esencial: la historia gira alrededor de la nada misma, utilizando como excusa el robo de unas baterías para que Star-Lord (Chris Pratt) se reencuentre con su padre Ego (Kurt Russell), Gamora (Zoe Saldana) se reconcilie con su hermana Nebula (Karen Gillan) y Drax (Dave Bautista) “se acerque” a una tal Mantis (Pom Klementieff), o algo así. Al igual que en Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014), el humor simplón y poco original no genera ningún efecto más allá de una indiferencia intercalada con una constante sensación de vergüenza ajena. Al fin y al cabo, hablamos de un blockbuster con un presupuesto de millones y millones de dólares que parece escrito por un infradotado sin el más mínimo talento ni para la comedia ni para las escenas de acción, las cuales de tanto colorinche y tanta montaña rusa homologada al séptimo arte terminan volcándose más hacia el ridículo liso y llano que al campo de lo kitsch, suponiendo que esa era la intención detrás de todo en primera instancia. La propuesta previa por lo menos se valía del pretexto de presentar a los personajes para incluir algún que otro remate cómico pasable, ahora ni siquiera contamos con eso y la experiencia realmente se vuelve un martirio de chistecitos bobos, situaciones impostadas, minutos que no avanzan y latiguillos repetidos hasta el cansancio para cada uno de los protagonistas. Cuanto más se esfuerza la película por ser simpática, más insufrible resulta y menos ideas valiosas demuestra tener…
Crímenes en la intimidad En el panorama cinematográfico de nuestros días los thrillers de “pareja psicótica” -esos que tantas alegrías nos dieron en el pasado- quedaron muy relegados frente a otras vertientes del suspenso que apuestan más al impacto (como por ejemplo la invasión de hogar, los relatos de entorno cerrado, el acoso con condimentos sobrenaturales, etc.) y frente a convites que directamente pretenden reflotar viejos engranajes del film noir más tradicional (en este caso suele predominar una serie de pesquisas y vueltas de tuerca marcadas por la previsibilidad y un desarrollo naif, si las comparamos con sus homólogas de otras épocas). Así las cosas, salvo que hablemos del campo del terror mainstream y su obsesión con vincular al núcleo familiar con los fantasmas vengadores de antaño a la J-Horror, los sobresaltos centrados en el ámbito privado casi desaparecieron por completo. A priori Mío o de Nadie (Unforgettable, 2017) acumulaba unas mínimas expectativas por dos factores: la premisa de base prometía retrotraernos a aquellos hostigamientos amorosos de tiempos pasados y la propuesta -de hecho- es el debut en la dirección de Denise Di Novi, conocida en esencia por haber sido la productora del mejor período de las carreras de Tim Burton y Henry Selick, esa etapa que abarca El Joven Manos de Tijera (Edward Scissorhands, 1990), Batman Vuelve (Batman Returns, 1992), El Extraño Mundo de Jack (The Nightmare Before Christmas, 1993), Ed Wood (1994) y Jim y el Durazno Gigante (James and the Giant Peach, 1996). Lamentablemente el resultado no logra inyectarle al subgénero un poco de aire fresco pero por lo menos alcanza una simpática medianía que nos aleja de los desniveles a los que nos tiene acostumbrados el Hollywood contemporáneo. La prolijidad y las buenas intenciones de Di Novi consiguen que este mashup light entre Atracción Fatal (Fatal Attraction, 1987) y Durmiendo con el Enemigo (Sleeping with the Enemy, 1991), los dos pivotes modernos del esquema, entretenga rutinariamente, nos regale actuaciones impecables y no mucho más. La historia está centrada en Julia Banks (Rosario Dawson), una mujer que huye de un ex violento, Michael Vargas (Simon Kassianides), y decide mudarse junto a su nuevo amor, el empresario cervecero David Connover (Geoff Stults). Los crímenes en la intimidad comienzan cuando Tessa (Katherine Heigl), la ex esposa de David, supone que Julia no sólo quiere reemplazarla en la cama matrimonial sino también como madre de la pequeña Lily (Isabella Kai Rice), circunstancia que la motiva a contactar a Vargas haciéndose pasar por Julia y a construir situaciones para desacreditarla. Considerando que el guión de Christina Hodson y David Leslie Johnson respeta a rajatabla el devenir promedio del subgénero, en verdad son las actuaciones de Dawson y Heigl los ejes principales de la faena: aquí la primera por fin encuentra un vehículo para lucirse vía un protagónico que le demanda todo un espectro de emociones (el júbilo del inicio se va transformando en un calvario a medida que la manipulación se hace más y más agresiva) y Heigl -por su parte- consigue salir del rango cómico en el que estaba encasillada con un desempeño tan sexy como eficaz (su Tessa no es simplemente una arpía desalmada que se aprovecha de la pobre Julia, sino una mujer enferma y triste que ejerce su sadismo por despecho y por esa autoexigencia desmedida cortesía de su madre, interpretada a su vez por una perfecta Cheryl Ladd). El ambiente de cartón pintado de la alta burguesía y la falta de una carga erótica un poco más jugada a nivel general atentan contra la intensidad de una experiencia que cae en un terreno inofensivo y bastante higiénico, cuando el sustrato de fondo reclamaba enfatizar el melodrama con el objetivo de exacerbar el vigor homicida…
Buscando la verdad (o algo así). Siempre que creemos que por fin desaparecieron aquellos lamentables rasgos formales del cine argentino de antaño, contra los cuales se rebelaron los jóvenes directores de la década del 90, eventualmente terminan resurgiendo desde las cenizas para seguir atormentándonos a través de películas que atrasan -por lo menos- 30 años como Los Padecientes (2017), un opus que con la excusa de responder a los emblemas comerciales más clásicos adopta una serie de características narrativas e interpretativas demasiado vetustas. Aquí regresan con toda la fuerza el tono acartonado, los diálogos declamatorios e impostados, las metáforas tan evidentes como vacuas, la poca imaginación en el desarrollo general y para colmo un elenco trabajando bajo el mismo manto de pedantismo retórico un tanto devaluado, como si realmente los personajes nos estuvieran regalando soliloquios valientes o al menos lúcidos. La historia comienza con la típica disposición del film noir más tradicionalista, con una femme fatale, en este caso Paula Vanussi (Eugenia Suárez), encargándole a un perejil, hoy el psicólogo Pablo Rouviot (Benjamín Vicuña), que convalide/ “investigue” un asunto de lo más turbio. En términos concretos, la mujer le pide al susodicho que actúe de perito de parte en la acusación de homicidio que recae sobre su hermano Javier (Nicolás Francella) a raíz del hallazgo del cadáver del padre de ambos, Roberto (Luis Machín), un empresario poderoso al que todos temían y respetaban a la par. En vez de declarar inimputable a Javier luego de ver que en la clínica psiquiátrica de turno lo tienen bajo un coma farmacológico, Rouviot da rienda suelta a sus redundantes sospechas y se convence de que el joven no es el victimario y que detrás existe una incógnita que involucra a todo el clan Vanussi o algo así. Basada en una novela de Gabriel Rolón, quien participó en la escritura del guión junto a Marcos Negri y el también director Nicolás Tuozzo, la película acumula tantos problemas que uno no puede creer que se trate de un blockbuster argento, con perdón de otros tanques locales recientes que sí dignificaron a la industria nacional como por ejemplo las excelentes Kóblic (2016) y El Ciudadano Ilustre (2016). Desde el vamos la trama toma elementos varios de Barrio Chino (Chinatown, 1974) y nos aclara que Roberto, la figura mefistofélica del relato, era el jefe de una red de trata de personas que escondía sus bacanales -destinados al jet set de los capitalistas porteños- mediante una serie de negocios inmobiliarios, no obstante en vez de profundizar en ese entramado de poder la obra rápidamente se autolimita a una colección aburridísima de discursos que se exceden en su “dimensión explicativa”, por llamarla de alguna forma. Y mejor ni hablar de las referencias sin pies ni cabeza a Ojos Bien Cerrados (Eyes Wide Shut, 1999) en materia de la representación del infierno y a La Muerte y la Doncella (Death and the Maiden, 1994) vía un prólogo y un epílogo musicales. Salvo los honrosos casos de Pablo Rago, hoy personificando a un amigo de Rouviot, y de Ángela Torres, quien compone a Camila, la hija menor de la familia Vanussi, el elenco en su conjunto tampoco ayuda a revertir el marasmo general a través de la inserción de una dosis de naturalismo que nos rescate del tedio. Sin embargo la pobreza actoral de Vicuña y Suárez no constituye el mayor problema de Los Padecientes, ya que como señalábamos antes el verdadero dilema pasa por la reproducción mecánica de los engranajes del policial negro sin otorgarle un background convincente a cada personaje (es decir, un andamiaje psicológico que les permita escapar del cliché) y sin construir un desarrollo socialmente valioso (hay un intento por denunciar los abusos sexuales pero el asunto se licúa gracias a la torpeza de Tuozzo y compañía). Curiosamente aquí se afirma una y otra vez que la búsqueda de la verdad es la génesis y el final de la práctica profesional del protagonista, aunque todo termina en un triste punto muerto con pocas certezas de fondo más allá de esos estereotipos intragénero que se “anuncian” a los gritos desde el minuto cero del metraje…
El calvario del pueblo armenio. La anécdota que enmarca a priori a La Promesa (The Promise, 2016) nos sirve para ubicar a la película en su justo lugar y sopesar la importancia del tópico que analiza: si bien ya existieron con anterioridad propuestas que trataron de manera directa o indirecta el genocidio armenio a manos de los esbirros del otrora Imperio Otomano durante un período que abarca principalmente la Primera Guerra Mundial, como por ejemplo El Destino de Nunik (La Masseria delle Allodole, 2007) de los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, hoy estamos ante el primer film hollywoodense que se mete con la temática, circunstancia que generó que en IMDb la obra tuviese miles y miles de votos antes de su estreno comercial a nivel global, la mayoría de los cuales eran lapidarios y respondían a los esperpentos negacionistas musulmanes. La jugada, amparada por un estado turco que jamás reconoció la masacre, terminó siendo contraproducente porque avivó aún más el interés del público. Este opus de Terry George, un guionista y director británico de larga trayectoria, se vale de la fórmula patentada por David Lean, esa centrada en las épicas románticas/ históricas aunque en esta oportunidad sin el tono acartonado y el humor chauvinista de antaño, para construir una denuncia tardía pero muy eficaz en torno a los pormenores del que fue el primer genocidio del siglo XX. Aquí el “conflicto del corazón” está siempre latente como cabía esperar, no obstante se le asigna una trascendencia narrativa inusitada -para lo que suele ser el estándar de las producciones a toda pompa de Estados Unidos- a un contexto sociobélico que se lleva por delante a cada uno de los protagonistas y sus familias. El desempeño de George, sobre todo en lo que respecta al entramado general de los vínculos y el desarrollo de la persecución, es realmente interesante y deja entrever la vigencia del esquema clásico cuando se lo pone al servicio del talento y la consciencia política libertaria. De hecho, La Promesa logra sacarle lustre a la vieja premisa del triángulo amoroso con una dignidad que asombra, ahora entre Mikael Boghosian (Oscar Isaac), un boticario armenio de un pueblo del interior del Imperio, Ana Khesarian (Charlotte Le Bon), una instructora de danza -también de origen armenio- que vivió un tiempo en París, y Chris Myers (Christian Bale), un periodista norteamericano que cubre la guerra. Cuando Mikael utiliza el dinero de su arreglo matrimonial para viajar a Constantinopla a estudiar medicina y allí conoce y se enamora de Ana, la relación generará un dilema en primera instancia con Maral (Angela Sarafyan), la bella joven de su pueblo con la que debería casarse, y luego con Chris, el novio de Ana. El relato apuesta a la sutileza y deja muchas cosas en el terreno de lo “no dicho” ya que rápidamente se decide a profundizar la descripción de la cacería, la expulsión y los asesinatos masivos de armenios a lo largo de esta fase consagrada a la limpieza étnica. George reconstruye con gran precisión el calvario que padecieron las minorías no islámicas debido a un proceso sistemático de separación de las familias -y ni hablar de los amantes y amigos- con vistas a hacer marchar a los cristianos hacia el desierto o trasladarlos a campos de trabajo esclavo o directamente acribillados en cualquier lugar y circunstancia, ya sea bajo el accionar de pogromos y/ o de la milicia turca. La felicidad del comienzo y las dudas sentimentales posteriores, en Constantinopla, de a poco se transforman en elementos casi nimios frente a la sombra amenazante de la muerte y sus múltiples encarnaciones. La fotografía de Javier Aguirresarobe, apuntalada en un digital muy bien aprovechado, tiene su contrapunto perfecto en el excelente desempeño del elenco en su conjunto. El realizador sale airoso tanto en el campo retórico tradicional como en lo referido al enclave testimonial, redondeando una epopeya a la vieja usanza que satisface las expectativas acumuladas, ilustra con convicción lo acaecido un siglo atrás en la frontera entre Europa y Asia, y ayuda a reparar la memoria histórica para salvarla de los cómplices actuales de las atrocidades…
¿Los fantasmas no existen? Hay muchos cineastas que construyen su carrera a partir de lo que podríamos definir como una celebración de la heterogeneidad, una actitud de por sí valiosa porque permite variedad en un período en el que se suele apostar de manera fundamentalista -en todos los estratos del capitalismo, no sólo en la industria cultural- a la repetición de las fórmulas de siempre. Ahora bien, este tipo de abordajes múltiples dejan muy al descubierto si el susodicho soporta la calesita de la diversidad con todos los géneros y estilos involucrados, ya que en estos casos la ausencia de un verdadero talento poliforme puede ser mortal para los opus individuales. Esta es precisamente la situación de Olivier Assayas, un realizador que se la ha pasado mutando a lo largo de su derrotero en el séptimo arte pero sin jamás encontrar del todo uno o varios nichos en los que haya demostrado ser realmente agraciado o eficaz. Como si se tratase de un primo un tanto simplón de François Ozon, un señor que sí ha conseguido hacer de la pluralidad artística su bandera y que sí ha entregado una gama de propuestas relativamente exitosas, Assayas siempre se queda en algún punto intermedio del camino a la gloria y termina ofreciéndonos obras mediocres o que “aprueban” a último minuto como la presente. En Personal Shopper (2016) el parisino retoma el retrato agridulce del mundo del espectáculo que viene reproduciendo desde Irma Vep (1996), utiliza ese modelo de thriller freak a la Abel Ferrara que patentó en Demonlover (2002) y hasta reincide con una Kristen Stewart fascinante en su cándida sencillez vía un personaje que prácticamente es el mismo de su film anterior, El Otro Lado del Éxito (Clouds of Sils Maria, 2014), una película con muchos puntos en común con el trabajo que hoy nos ocupa. Mientras que antes Stewart interpretaba a Valentine, la asistente de una afamada actriz en la piel de Juliette Binoche, ahora encarna a Maureen Cartwright, una “compradora personal” de una celebridad muy insípida, una tal Kyra (Nora von Waldstätten) de la cual no sabemos mucho y que se la pasa encargándole vestimenta y determinados accesorios que la joven debe adquirir en diferentes ciudades de Europa. El guión del propio Assayas combina la historia de fantasmas (Maureen es además una médium que trata de contactarse con Lewis, su hermano mellizo muerto), el suspenso de acoso escalonado (ella comienza a recibir mensajes de texto misteriosos que derivan en un asesinato) y el drama de vacío existencial (la chica se siente angustiada porque detesta su rol de personal shopper y no puede terminar de confirmar la identidad de un espectro que la acompaña dándole señales de su presencia). ¿Para qué negarlo? Si la propuesta sobrevive a este mejunje de géneros y tonos narrativos que el director nunca sabe cómo balancear, es responsabilidad absoluta de Stewart, la figura que está en pantalla en todo momento. A esta altura ya podemos corroborar que la actriz hace más o menos siempre el mismo papel y esto implica que hay realizadores que pueden aprovecharla y otros que no: los desajustes dramáticos vistos en Café Society (2016) rápidamente fueron compensados por su desempeño en Certain Women (2016), Billy Lynn’s Long Halftime Walk (2016) y en especial la presente. Es gracias a la mirada sutilmente trágica y el andar obnubilado por la duda de Stewart que Personal Shopper funciona a pesar de sus inconsistencias y letargos, logrando que nos dejemos atrapar por este paseo vacilante por la frontera entre el “más allá” y una realidad que suele negar su existencia…
Devorador de almas. El terror como género continúa ampliando su espectro y hoy La Posesión (From a House on Willow Street, 2016) funciona como un ejemplo perfecto de esta diversificación, tanto por lo inusual del país de origen como por los ingredientes que intervienen en la propuesta en sí: sin ser una maravilla del séptimo arte, esta interesante producción sudafricana resulta difícil de definir en materia estilística ya que va mutando a lo largo del metraje, lo que en términos prácticos es una de las características distintivas y más sanas del horror, casi el único rubro cinematográfico en el que aun hoy se siguen superponiendo registros para dar vida a experiencias -en mayor o menor medida- de naturaleza múltiple/ híbrida. En tiempos donde la mayoría de los cineastas adopta una sola premisa con frutos por lo general mediocres, resulta más que bienvenida la actitud de dejarse llevar por la “sed de combinar”. La historia comienza con una banda de cuatro miembros, compuesta por Hazel (Sharni Vinson), Ade (Steven John Ward), James (Gustav Gerdener) y Mark (Zino Ventura), que secuestra a Katherine (Carlyn Burchell), hija de un distribuidor de diamantes, con el fin de pedir un suculento rescate. Por supuesto que la empresa desde el vamos sale mal porque nadie de la familia de la chica contesta las llamadas de los captores o acusa recibo de un video que grabaron con Katherine encadenada, circunstancia que los obliga a volver a la casa de la abducida para chequear qué ocurre. Allí encuentran a los padres en su dormitorio y a dos sacerdotes en el sótano, todos asesinados de manera brutal. Luego, al examinar filmaciones de la propia Katherine y de un intento de exorcismo, la banda descubrirá que el responsable máximo es un tal Tranguul, un espíritu del averno que devora almas torturadas. Como señalábamos anteriormente, la película se transforma a medida que avanza aunque consigue mantener una singular coherencia entre las transiciones de cada caso: arranca como una heist movie con elementos de thriller de invasión de hogar, a posteriori deriva en un típico film de posesiones que incorpora toda esa dialéctica de “miedos maximizados e individualizados” a la Galaxy of Terror (1981) y Event Horizon (1997), y finalmente termina en la línea de una epopeya de entidades religiosas y todopoderosas, para colmo anexionando detalles propios de los relatos de zombies. El guión de Jonathan Jordaan y el también director Alastair Orr, a partir de una historia original de Catherine Blackman, recupera el impulso furioso y deforme de la clase B de décadas pasadas para construir una trama algo predecible pero muy dinámica, capaz de atrapar al espectador desde el inicio. A decir verdad las actuaciones son un tanto erráticas y los que mejor salen parados son Ward y las dos señoritas, Vinson y Burchell, dentro de un convite humilde y sincero que utiliza de manera juiciosa su presupuesto y hasta ofrece unos CGI bastante bien realizados con motivo de la secuencia final y de esas “extremidades” símil serpientes que emergen de la boca de los posesos. Si bien la primera mitad funciona mejor que la segunda parte, La Posesión se las arregla para entretener y dar forma a una odisea que logra revitalizar -con algo de ironía- un viejo concepto del horror, aquel centrado en el hecho de que sólo los que realmente sufrieron poseen la experiencia suficiente para sobrevivir los embates del destino (los cuatro raptores acarrean un pasado trágico, por ello son comida fresca para Tranguul). Orr apuntala un trabajo digno que sabe cuándo y cómo martirizar a sus protagonistas…
El arte de simular La Noche que mi Madre Mató a mi Padre es una de las comedias españolas más entretenidas que haya llegado a la cartelera argentina en mucho tiempo, un trabajo basado tanto en la inteligencia de su humor negro como en personajes muy bien delineados… La comedia es sin duda uno de los géneros que más ha sufrido el embate idiotizante del Hollywood mainstream y de buena parte de la televisión grasienta y de extrema derecha de nuestros días, lo que generó durante la presente década y la anterior una parva de películas patéticas que no funcionaron en el mercado global, circunstancia que a su vez desencadenó que el campo anglosajón dejase de exportar productos cómicos dirigidos a los adultos de los distintos enclaves regionales del planeta (por suerte…). Como el ideario adolescente y las gansadas románticas probaron no ser exitosas más allá de Estados Unidos y algunos sectores sociales -cavernícolas y burgueses descerebrados, sobre todo- de los diversos países, las industrias cinematográficas de cada nación fueron de a poco llenando el vacío con comedias locales que se enfocan en el costumbrismo, el humor negro y cierta nostalgia. Toda esta nueva camada de comedias se ubican en términos estilísticos en una región intermedia entre lo que fue el cine hollywoodense de antaño (las fórmulas narrativas y la meticulosidad de los remates) y la tradición cómica del país de turno (como se señaló anteriormente, por lo general se suele privilegiar la idiosincrasia autóctona, algún que otro tema de actualidad y las “estrellas” más conocidas por el gran público dentro de las fronteras nacionales). La Noche que mi Madre Mató a mi Padre (2016) es un ejemplo paradigmático en este sentido, una propuesta muy entretenida que no sólo llena el vacío que dejaron los norteamericanos y su mediocridad sino que además satisface las expectativas del mercado en cuestión, España en este caso, y hasta incluye a un actor argentino, Diego Peretti, con un claro destino de exportación al que pocas realizaciones semejantes aspiran. Esta suerte de comedia negra de situaciones de entorno cerrado es de lo más sencilla y se centra en una velada en la que Ángel (Eduard Fernández), un guionista cinematográfico, y Susana (María Pujalte), su productora y ex esposa, tratan de convencer a Peretti (quien hace de sí mismo) para que protagonice y produzca un film noir escrito por el primero. Dos factores destruirán la tranquilidad de la noche: por un lado tenemos la presencia de la actual pareja de Ángel, Isabel (Belén Rueda), una actriz que tiene su propia agenda, y por el otro lado está la visita de Carlos (Fele Martínez), el primer marido de Isabel, y su novia Álex (Patricia Montero). La película adopta un naturalismo sorprendentemente distendido y eficaz para desarrollar la serie de eventos y puntos de vista superpuestos que se aglutinan a partir de la súbita muerte de Carlos y de unas hilarantes sospechas que recaen sobre Isabel. Al guión de Fernando Colomo y la también directora Inés París hay que concederle que lo que le falta en el terreno de la originalidad y la expansión conceptual lo compensa con personajes encantadores y bien delineados, desde la neurosis de Ángel y la desesperación de Isabel, pasando por una Susana que va perdiendo sus inhibiciones, hasta la simpática pareja de Carlos y Álex y un Peretti desconcertado por lo ocurrido. Si bien todo el elenco está perfecto, los que se destacan a puro histrionismo son Fernández, visto hace poco en la excelente El Hombre de las Mil Caras (2016), y una reaparecida Rueda, aquí nuevamente con espacio para lucirse y entregando su mejor trabajo desde Los Ojos de Julia (2010) y El Cuerpo (2012). El film utiliza al crimen para analizar con inteligencia el doble sentido de la simulación, léase el engañar en la vida cotidiana (realidad) y el crear un relato ficcional (arte), obviando en el trajín el que hubiera sido el estereotipo según las reglas no escritas del cine -los engranajes del “whodunit” de vertiente hitchcockiana- con el objetivo de concentrarse en cambio en las reacciones frente al hecho, la ceguera egoísta/ mezquina de los protagonistas y todas esas conjeturas fallidas de cada uno de ellos al momento de tratar de dilucidar qué sospecha el otro y cómo puedo convencerlo para que se sume a mi causa…
La profanación y sus consecuencias Si hay algo que nadie esperaba de André Øvredal, el realizador de la magnífica Trollhunter (Trolljegeren, 2010), era una reformulación carpenteriana de aquella camaradería que se desvanece progresivamente en el equivalente a un presidio. La Morgue (The Autopsy of Jane Doe, 2016) es un ejemplo extraordinario de lo que se puede alcanzar cuando el talento está al servicio de la historia y no del dispositivo técnico o los clichés… La carrera del noruego André Øvredal viene ofreciendo una sorpresa tras otra y este trajín representa toda una curiosidad en un ámbito cinematográfico contemporáneo siempre tendiente al conservadurismo formal y las soluciones narrativas ampliamente agotadas. Luego de un interesante aunque desparejo debut indie en colaboración con Norman Lesperance, Future Murder (2000), el director nos regaló una estupenda ópera prima en solitario que de inmediato rankeó en punta como la gran obra maestra de la andanada de “falsos documentales” de los últimos años: de hecho, Trollhunter (Trolljegeren, 2010) no sólo fue una propuesta vertiginosa que hacía honor a su título sino que además incluía dardos satíricos de alcance social y gubernamental que llamaban la atención por su lucidez. Mucho se esperaba del regreso del señor y bien podemos decir que el film en cuestión, La Morgue (The Autopsy of Jane Doe, 2016), satisface las expectativas y vuelve a sorprender. Contra todo pronóstico, Øvredal en esta oportunidad construye una película enraizada en la matriz carpenteriana del relato de terror, esa que pone el foco en la camaradería -o la ausencia de ella- entre personajes confinados a un entorno cerrado que va destruyendo su estado mental y consumiéndolos poco a poco. Si bien sin lugar a dudas la referencia principal del guión de Ian B. Goldberg y Richard Naing, dos profesionales de raigambre televisiva, es la olvidada El Príncipe de las Tinieblas (Prince of Darkness, 1987), uno de los trabajos más abstractos y desconcertantes de John Carpenter, el esquema general que rige los pormenores de la historia también nos remite a diferentes elementos de Asalto al Precinto 13 (Assault on Precinct 13, 1976), La Niebla (The Fog, 1980), El Enigma de Otro Mundo (The Thing, 1982) y hasta Atrapada (The Ward, 2010), todas realizaciones que supieron retomar la idea para expandirla o contraerla según las necesidades del momento. Hoy por hoy el derrotero sobrenatural se inicia con el hallazgo de tres cadáveres en una casa idílica de Grantham, en el Estado de Virginia, y un cuarto cuerpo de una joven semienterrado en el sótano. Frente a la imposibilidad de identificar quién es la difunta, los restos son caratulados como pertenecientes a una “Jane Doe”, el equivalente en inglés al “Juan Pérez” de los NN de los países de habla hispana, y enviados a la morgue del pueblo, una empresa familiar encabezada por Tommy Tilden (Brian Cox), el forense a cargo, y su hijo Austin (Emile Hirsch), un técnico médico certificado. Apenas comienza la autopsia los interrogantes se acumulan de manera desenfrenada: el dúo descubre que a la muchacha le quebraron sus muñecas y tobillos, le cortaron la lengua y le laceraron la vagina, asimismo posee tejido cicatrizado en los órganos internos y fue paralizada con una hierba especial para luego obligarla a tragarse un molar propio envuelto en un paño con números romanos. Durante la primera parte de la trama, la centrada en las distintas fases de la necropsia en sí, Øvredal exprime de forma magistral la posibilidad de que nuestra Jane Doe esté sumida en una suerte de letargo espeluznante que se condice con sus ojos grises y la falta de marcas externas -léase, a la vista- de todo el daño y el dolor que la susodicha debió soportar en vida en manos de los sádicos oscurantistas de turno. La segunda mitad del metraje se hace un verdadero festín con las “consecuencias” de la profanación llevada a cabo por los Tilden, la que por supuesto funciona como un espejo de los tormentos preexistentes: en este sentido, el film rescata ese viejo axioma del cine de horror que coloca en la misma balanza a las supersticiones y los sacrificios demenciales de las religiones por un lado y las barrabasadas que se suelen cometer en nombre de la ciencia y la razón instrumental por el otro, dejando entrever que efectivamente el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Entre la manipulación sensorial de los protagonistas y el gore sin maquillaje ATP, el opus del noruego juega con la claustrofobia, una indagación detectivesca y las certezas escurridizas de la morgue, un contexto del que nunca salimos por acción de una tempestad irrefrenable y por el acoso de Jane, cuyo fetiche fundamental pasa por revivir a los otros occisos de las cámaras frigoríficas del lugar dentro de una estructura retórica que le debe más a las parábolas morales de los fantasmas que al pragmatismo de los zombies. Cox y Hirsch, prácticamente los únicos que movilizan el relato, están perfectos como una familia que aún sufre la muerte de la esposa/ madre del clan y como una dupla de investigadores sensatos que evitan toda esa sonsera efectista y autocontenida de gran parte del mainstream actual. La película es una anomalía exquisita apuntalada en una atmósfera que hiela la piel porque sabe cómo controlar la imaginación del espectador y su morbosidad todo terreno…