El furor del financista La excelente labor de Matthew McConaughey es prácticamente la única característica destacable de El Poder de la Ambición, una propuesta que invoca los engranajes del cine de aventuras para luego perderse en su propia inoperancia retórica… Frente a un caso como el de El Poder de la Ambición (Gold, 2016), una película de por sí despareja y con demasiados problemas, llama mucho la atención que nadie del equipo de realización le haya avisado a Matthew McConaughey que su entrega no se condice con la inestabilidad del film y su naturaleza conservadora: dicho de otro modo, a medida que avanzamos en el metraje queda claro que el estadounidense pensó que esta epopeya sería una suerte de “cúspide” de su carrera, algo que se deduce de su extraordinario desempeño actoral. De hecho, el presente opus de Stephen Gaghan, responsable del guión de Traffic (2000) y de haber escrito y dirigido Syriana (2005), nos obliga a desdoblar la apreciación en dos partes, la primera vinculada al trabajo del protagonista excluyente y la segunda al cúmulo de torpezas narrativas en las que termina aprisionada la historia indefectiblemente. Para comprender el despliegue del actor debemos sumariar la trama, la cual se concentra en una exploración minera en pos de oro en las junglas de Indonesia -durante los últimos años de la década del 80 del siglo pasado- encabezada por Kenny Wells (McConaughey) y el geólogo Michael Acosta (Edgar Ramírez). El primero es un pobre tipo que nunca renunció a la tradición/ experiencia de su familia en el rubro y por ello decide financiar la labor del segundo, circunstancia que los hace atravesar un periplo colorido e irregular que abarca las durísimas condiciones de la selva, el eventual hallazgo de oro y la conformación de una burbuja bursátil alrededor del yacimiento. McConaughey, que aumentó de peso para el personaje, construye un Wells siempre al borde de la autodestrucción, mezclando en partes iguales a Jack Nicholson, Hunter S. Thompson y el Leonardo DiCaprio más desenfrenado. Ahora bien, más allá del hecho innegable de que el guión de Patrick Massett y John Zinman se percibe endeble y reiterativo ya que respeta al pie de la letra los pormenores de la fábula del sueño americano y -en el fondo- nos hace preguntarnos acerca de por qué no se le permitió y/ o solicitó al propio director corregir la historia, indudablemente a Gaghan asimismo le cabe la responsabilidad en torno a las deficiencias en el acabado final de la película. Los 121 minutos de metraje resultan excesivos porque el relato recurre de manera cíclica a una edición bastante obtusa que desdibuja las transiciones entre las secuencias vía saltos temporales mal resueltos, un ritmo narrativo errático y una tendencia exasperante a musicalizar cada remate de cada situación con canciones que quedan o redundantes o un tanto fuera de lugar, reforzando la sensación de estar ante una ensalada mal condimentada. Si bien la premisa es interesante y nos reenvía a varias obras maestras de aventuras de John Huston, como por ejemplo El Tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948) y El Hombre que Sería Rey (The Man Who Would Be King, 1975), aquí todo el asunto se va licuando progresivamente a medida que las buenas intenciones de base se transforman en inconvenientes insalvables que -para colmo- en ocasiones llegan a rozar el aburrimiento. Por suerte el film ofrece otro aliciente más que complementa lo hecho por McConaughey en el campo de la visceralidad interpretativa: nos referimos a la presencia de la maravillosa Bryce Dallas Howard en el rol de Kay, la pareja de Wells, algo así como el contrapeso sensato del furor y la arrogancia del protagonista. Con un desarrollo que deja en el tintero muchas posibilidades, El Poder de la Ambición es una oportunidad malograda…
¿La muerte es el umbral? Por regla general la presencia de Tom Cruise en una película gigantesca es sinónimo de un producto digno y bien balanceado, precisamente porque el norteamericano de 54 años es uno de los pocos actores en la actualidad con el poder suficiente intra Hollywood para imponer condiciones y garantizar esas obras homogéneas -y para el gran público- que tanto le gustan. Asimismo, lamentablemente de vez en cuando entrega algún que otro trabajo fallido en la línea de Encuentro Explosivo (Knight and Day, 2010) y Vanilla Sky (2001), ejemplos de un grupo al que hoy debemos sumar La Momia (The Mummy, 2017), un opus en piloto automático que no agrega nada original a una saga que nació allá lejos con la recordada La Momia (The Mummy, 1932), de la mano de Boris Karloff, y se extendió hasta la trilogía de la década pasada protagonizada por el siempre efervescente Brendan Fraser. Aquí el problema no es la premisa centrada en una pandilla de ladrones/ aventureros/ antihéroes que despiertan una maldición ancestral, esa que ya vimos cientos de veces, sino la falta de una mínima chispa que le otorgue nuevo brío a escenas que se ven venir kilómetros a la distancia y que derivan en una prolijidad sin alma ni entusiasmo ni algún rasgo redentor. De hecho, cada acción de los personajes y cada remate cómico son tan pero tan de manual que no se puede creer que el guión esté firmado por luminarias del rubro como David Koepp y Christopher McQuarrie: basta recordar que el primero supo trabajar con Brian De Palma, Steven Spielberg y David Fincher, y el segundo fue responsable de realizaciones como Los Sospechosos de Siempre (The Usual Suspects, 1995), Al Calor de las Armas (The Way of the Gun, 2000) y Al Filo del Mañana (Edge of Tomorrow, 2014). La trama gira alrededor de la Princesa Ahmanet (Sofia Boutella), una señorita del Antiguo Egipto que en su afán de hacerse con el poder pacta con Seth, el Dios de la Maldad según la particular lectura del film acerca de la mitología egipcia, y asesina sin miramientos a casi todos los miembros de la familia real, lo que desencadena que sea momificada viva como castigo. La contraparte estadounidense contemporánea es Nick Morton (Tom Cruise), un militar que junto a su compinche Chris Vail (Jake Johnson) se dedica a saquear tumbas, monumentos y objetos arqueológicos en general. Desde ya que Morton, también a la par del interés romántico de turno, la egiptóloga Jenny Halsey (Annabelle Wallis), termina descubriendo la sepultura de Ahmanet y “maldecido” gracias a la obsesión de la resucitada con sacrificarlo -vía una daga ceremonial- para que Seth pueda reencarnar en su cuerpo. A mitad de camino entre aquellas pulp magazines de las primeras décadas del siglo XX (cuya reinterpretación posmoderna más conocida es Indiana Jones), los monstruos de la Universal de los 30 y la fastuosidad anodina de nuestros días, la propuesta se centra más en las secuencias de acción, los CGI y la velocidad de los movimientos de los zombies amigos de Ahmanet que en el desarrollo de personajes o en correrse aunque sea un milímetro del ABC de las aventuras cinematográficas más clásicas… y lo que es peor, cuando intenta apuntalar a los protagonistas lo hace a través de diálogos redundantes y muy flojos basados en la “no química” entre un Cruise desinspirado -o mejor dicho, más interesado en los stunts físicos- y una Wallis de madera terciada que no aporta nada a una obra que cae unos cuantos escalones por debajo de la mucho más impetuosa La Momia (The Mummy, 1999). Por supuesto que tampoco ayuda demasiado que el relato de base incluya una “sustracción de energía vital” por parte de Ahmanet para con cualquier pobre diablo que se cruce en su camino símil Hellraiser (1987), una serie de intercambios seudo graciosos entre Morton y un Vail difunto y transformado en fantasma a la Un Hombre Lobo Americano en Londres (An American Werewolf in London, 1981), y hasta la presencia de Russell Crowe como el Doctor Henry Jekyll, el célebre personaje de Robert Louis Stevenson, que aquí se inserta en la historia a puro delirio (no delirio del bueno, el que exacerba el sustrato creativo del film, sino del que apuesta a seguro y para colmo no nos conduce a resultados positivos). Ahora bien, sorprende el desempeño de Boutella, una actriz argelina que consigue destacarse, debajo de las vendas y el maquillaje, al punto de imponerse como el corazón del opus y su único pivote real. En otra de esas paradojas del Hollywood actual, tanto subrayar en el guión que la muerte es el umbral de una nueva vida deriva en un producto marchito que de por sí no logra rejuvenecer -o replantear- una saga que necesitaba de un verdadero espíritu aventurero old school y no de alguien como Alex Kurtzman, un productor reconvertido en director a quien no se le cae ni una idea potable a nivel visual. El cineasta abusa de los comodines digitales y definitivamente no sabe cómo aprovechar a un Cruise que -como un nene rico en su propia juguetería- nos martilla con una infinidad de piruetas y acrobacias…
El duelo eterno Y en Dulces Sueños (Fai Bei Sogni, 2016) Marco Bellocchio por fin pretende salir de su “zona de confort” -aunque sea en términos relativos- y lamentablemente la experiencia resulta de lo más frustrante ya que lo que podría haber sido un estudio interesante sobre la pérdida de un ser querido, desde el vamos se transforma en otra sucesión de escenas más o menos inconexas en las que el supuesto hilo conductor, léase el dolor del protagonista principal, termina difuminándose de a poco en un metraje que se extiende y se extiende en demasía y sin mayor justificación que el capricho del realizador. La película en el fondo cuenta con buenas intenciones pero los automatismos formales de Bellocchio, muchos de los cuales lo acompañan desde su ópera prima Las Manos en los Bolsillos (I Pugni in Tasca, 1965), socavan las posibilidades del relato hasta dejarlo preso de una triste parálisis. El eje de la historia es Massimo, un personaje que conoceremos en profundidad a través de una serie de flashbacks y flashforwards que nos pasearán por distintos momentos de su vida, todos relacionados con una suerte de depresión ininterrumpida a raíz de la muerte de su madre (interpretada por Barbara Ronchi), cuando el susodicho tenía apenas nueve años. Como la quería con locura y era su pivote cotidiano, a lo que se suma lo imprevisto de su fallecimiento porque él la consideraba radiante y llena de dicha, su desaparición será una espina clavada en el joven que nunca sanará al punto de transformarlo en un adulto cabizbajo y distante que siempre oculta sus emociones ante todos. Mientras que durante su niñez queda a cargo de su padre (Guido Caprino), una persona muy adusta, y se vuelca a un comportamiento errático, de grande se convierte en un periodista manipulador y aburrido. Más allá de alguna que otra pequeña salvedad y/ o detalle, aquí a rasgos generales brillan por su ausencia las clásicas críticas de Bellocchio contra las instituciones gubernamentales, religiosas y educativas, ya que lo que predomina a nivel narrativo es una especie de versión de lo que el cineasta entiende por “melodrama de madre ausente”. Son varios los ítems que conspiran para que la obra se vaya cayendo bajo el peso de su incompetencia dramática: por un lado tenemos el desempeño de los actores que encarnan al Massimo adolescente y al adulto, Dario Dal Pero y Valerio Mastandrea, a los que el realizador no les permite despegarse de un tono fúnebre de lo más cansador, y por el otro lado están esos diálogos del guión de Valia Santella, Edoardo Albinati y el propio Bellocchio, que más que lidiar con la muerte lo que hacen es girar eternamente alrededor de un Complejo de Edipo exacerbado. Sin embargo la película posee algunos elementos positivos como por ejemplo la excelente actuación de Nicolò Cabras como el Massimo de nueve años, la tardía intervención de Bérénice Bejo como el interés romántico del protagonista y hasta un cameo del gran Roberto Herlitzka, con quien Bellocchio ya trabajó en varias oportunidades. Uno por supuesto comprende que el director con su frialdad en parte está siendo fiel a su estilo y a aquella segunda generación del neorrealismo, esa a la que perteneció en su momento en una segunda línea con respecto a colegas más talentosos como Pier Paolo Pasolini, Bernardo Bertolucci y los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, entre otros, pero de un tiempo a esta parte sus opus dejan entrever una alarmante falta de ideas y una redundancia que a esta altura nos dice poco y nada, hoy tomando la forma de un duelo condenado al olvido…
Grotesco doloroso de encierro La nueva película de Álex de la Iglesia, El Bar (2017), supera sustancialmente el de por sí buen nivel de sus trabajos previos, Mi Gran Noche (2015) y Las Brujas de Zugarramurdi (2013), para posicionarse tranquila como la mejor obra del director desde la maravillosa Balada Triste de Trompeta (2010). Mientras que gran parte de las comedias en el ámbito internacional se vuelcan al infantilismo más insoportable (Estados Unidos es un experto en este rubro) o a una suerte de perspectiva algo anacrónica con chispazos de costumbrismo (los europeos en general adoran esta vertiente), el realizador español continúa enarbolando -con inteligencia y descaro- su concepción particular del género y hacia dónde debería apuntar, léase el señalar las características más ridículas y patéticas de hombres y mujeres en una aventura que se sumerja en el terreno pantanoso del individualismo más grotesco. Aquí una vez más nos presenta otro de sus relatos nihilistas, extremadamente críticos para con la nauseabunda condición humana, en consonancia con una premisa de base centrada en un grupo de ocho personas que confluyen en un bar de Madrid y deciden no salir por la inquietante presencia de uno o varios francotiradores acribillando a cualquiera que traspase las puertas del lugar. Pronto todo deriva en una comedia negra cuando los protagonistas descubren en el baño a un individuo enfermo y de a poco la paranoia los impulsa hacia ese canibalismo que suele asomar la cabeza en contextos dominados por la claustrofobia, la ignorancia y el “sálvese quien pueda”. En el bello circo del cineasta encontramos desde una burguesa superficial y un hipster del ambiente de la publicidad hasta un linyera fanático católico, una cincuentona adicta al juego y un par de fascistas símil “ciudadanos comunes”. Estamos ante uno de los mejores guiones del dúo compuesto por Jorge Guerricaechevarría y el propio De la Iglesia, un trabajo muy bien desarrollado que construye con precisión la idiosincrasia de cada uno de los ocho personajes, establece sus semejanzas y diferencias con vistas a entablar alianzas y finalmente los enfrenta al peligro desconocido del exterior, la amenaza interna y -en especial- la disparidad de sus opiniones en torno a qué hacer a continuación frente a la situación planteada. Las diversas actitudes hacia la vida y el prójimo, en simultáneo con las desigualdades económicas/ sociales, ponen de manifiesto determinados vicios de los pueblos hispanoamericanos por un lado vinculados a pretender solucionar todo con la fuerza y la confrontación demencial, y por el otro asociados a la ceguera homicida y muy incompetente de las autoridades, esas que deberían velar por el bienestar general en vez de preocuparse por tapar sus mentiras, equívocos y chanchullos. Con algo de la abstracción de El Ángel Exterminador (1962), otro tanto de las cuarentenas de la saga iniciada con Rec (2007), la desesperación escalonada de La Cabina (1972) y una buena dosis de las pesadillas colectivas de entorno cerrado en sintonía con La Niebla (The Mist, 2007), la propuesta juega de manera magistral con el egoísmo, las barrabasadas, la idiotez y esa proverbial falta de paciencia que suelen ventilar los humanos bajo presión, abriéndose camino hacia la gloria vía un puñado de escenas estrambóticas y dolorosas que resuenan en el cuerpo y la mente del espectador mucho tiempo después de finalizada la proyección. En este sentido, aquí sorprende la “vehemencia en miniatura” del tramo subterráneo del relato, algo así como una versión minimalista de los desenlaces del español a toda pompa: las intrigas, traiciones y carnicerías de esos minutos finales demuestran una vez más la maestría del director y su condición de artesano del medio cinematográfico…
La obsesión bélica Y aquí estamos ante un nuevo intento de parte de Hollywood por recuperar aquella cultura de masas de antaño en donde la industria del espectáculo tenía una injerencia mucho más importante que la actual en materia del viejo arte de dictar qué ver/ consumir y qué no. La estrategia vuelve a ser siempre la misma, la lógica serial, léase la táctica de encadenar arbitrariamente una ristra interminable de remakes, reboots, precuelas, continuaciones, rip-offs, etc. teniendo de base uno o varios personajes ya instalados en el imaginario popular desde décadas y décadas, con vistas a reducir a cero el margen de confusión y con el objetivo principal de fondo de satisfacer a todos los segmentos de un mercado cada vez más fragmentado. Mediante productos impersonales e infantiloides, se neutraliza la riqueza del séptimo arte y al mismo tiempo se lo vincula a una especie de “televisión con esteroides”. A mitad de camino entre las sonseras que suelen idear los descerebrados del marketing y sus homólogos del branding más perezoso, ese que diseña campañas publicitarias gigantescas de apuntalamiento de personajes craneados para púberes de mediados del siglo XX (lo que pone en perspectiva la mediocridad intelectual de los adultos de nuestros días, el público excluyente de estos opus), Mujer Maravilla (Wonder Woman, 2017) nos ofrece una experiencia bastante aburrida pero que podría haber sido peor, basta con recordar los últimos bodrios de superhéroes para comprobarlo (DC y Marvel están al mismo nivel de redundancia y pobreza general). En vez de volcar el asunto hacia el terreno trash, ya que al fin y al cabo hablamos de una de las figuras más ridículas de la fauna de las capas y las calzas ajustadas, el film es un mamotreto anodino con un metraje excesivo de 141 minutos. Por suerte la propuesta no nos satura desde el comienzo con una andanada de cancherismo hueco y CGI como Guardianes de la Galaxia Vol. 2 (Guardians of the Galaxy Vol. 2, 2017) ni cae en las payasadas narrativas de Batman v Superman: El Origen de la Justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016) y Escuadrón Suicida (Suicide Squad, 2016). La historia detalla la génesis del personaje del título entre las amazonas, una señorita que está destinada a luchar contra Ares, el Dios de la Guerra según la mitología griega: luego del típico inicio con “entrenamiento para la batalla” desde pequeña, una Diana veinteañera (Gal Gadot) rescata de una muerte segura a Steve Trevor (Chris Pine), un espía norteamericano durante la Primera Guerra Mundial, a quien por supuesto luego acompaña en su misión en pos de detener al par de villanos de turno, el general alemán Ludendorff (Danny Huston) y la Doctora Maru (Elena Anaya), un dúo que está preparando un arma de destrucción masiva semejante al gas mostaza que generaría una gran matanza de inocentes (de una forma similar a lo que provocaron los bombardeos atómicos estadounidenses sobre Hiroshima y Nagasaki y la utilización de napalm durante la Guerra de Vietnam, por citar dos ejemplos que se suelen pasar por alto en el mainstream chauvinista del país del norte). El tramo del relato que mejor funciona es el cómico basado en la “diferencia cultural” entre Diana y Trevor y en la llegada de ambos a Londres, el resto es una retahíla de escenas ATP en la línea del “camino del héroe”, la formación de un mini pelotón a la Doce del Patíbulo (The Dirty Dozen, 1967) y -desde ya- la enorme contienda final entre Diana y el susodicho Ares. Todo es tan pero tan de manual que uno no puede dejar de sonreír ante la catarata de estereotipos y secuencias repetidas hasta el hartazgo en cada uno de estos productos, pertenecientes a un formato totalmente agotado y destinado a espectadores simplones, atolondrados y muy poco exigentes. Con respecto a las diferencias y los puntos en común entre Gadot y la que fuera la encarnación más recordada del personaje en el campo televisivo, aquella Lynda Carter de la serie de la década del 70, ambas tienen el mismo look de modelo publicitaria un poco anoréxica y pasada de rosca, aunque Gadot se destaca por unos rasgos faciales prominentes que la asemejan a cualquier actriz del porno hardcore. Si bien hay un intento por reflexionar en torno a la obsesión bélica de los seres humanos, la película termina siendo otra paradoja del montón que nos sermonea sobre el amor mientras desparrama individuos que mueren sin sangre y balbucea frasecitas genéricas de cotillón…
Parodia de la ampulosidad La última película de Nacho Vigalondo, quizás uno de los realizadores más inquietos e inconformistas que haya surgido del panorama cinematográfico de los últimos diez años, es una hermosa anomalía que homenajea al kaiju del pasado y critica sutilmente la tendencia hegemónica hoy por hoy en ese mainstream hollywoodense orientado a las épicas de aventuras, léase la obsesión con el gigantismo hueco tracción a secuencias de acción redundantes, sentimentalismo muy barato, humor cada día más ingenuo y -en especial- una andanada de CGI que despersonaliza al relato de modo compulsivo borrando de un plumazo la corporalidad de los protagonistas. Aquí el director y guionista lleva al extremo el sustrato irónico de sus opus previos y consigue restituir la dimensión humana a los films ampulosos mediante la historia de una pobre mujer que se sorprende al descubrir que de la nada pasa a controlar a un monstruo enorme que se aparece en Seúl de manera intermitente. Precisamente, Gloria (Anne Hathaway) es una escritora alcohólica que sufre constantes lagunas mentales y con una relación amorosa tambaleante con Tim (Dan Stevens), un novio que le reprocha con insistencia su comportamiento al punto de sofocarla y deprimirla. Luego de un año sin trabajar, expulsada del departamento neoyorquino de Tim y sin dinero disponible, decide regresar a su pueblo natal e instalarse precariamente en una casa familiar desocupada. Entre siestas producto de la bebida y pocas perspectivas de recuperación, Gloria se reencuentra con Oscar (Jason Sudeikis), un antiguo compañero de colegio que en primera instancia se muestra solidario y le ofrece trabajo en su bar. Cuando un engendro voluminoso comience a atacar la lejana Seúl y Gloria se percate que el susodicho reproduce sus movimientos al entrar al “playground” de una plaza, la chica no tendrá mejor idea que comentárselo a Oscar y sus amigos, un gesto que desencadenará abusos y tragedias varias. Vigalondo juega de forma magistral con los engranajes de la fantasía alegórica símil La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone) y con las repercusiones en la esfera pública de nuestros problemas mundanos más vergonzosos, conjugando en todo momento esa inefable propensión de los seres humanos hacia la autodestrucción, hoy examinada tanto en su versión femenina (Gloria es un desastre encantador hecho persona, una mujer entregada a un hedonismo que se mezcla con una torpeza bienintencionada y la lucha contra las botellas espirituosas) como masculina (Oscar, quien asimismo descubre que controla a un álter ego gigante en Seúl, en este caso un robot, es un individuo frustrado que esconde un sadismo latente de rasgos ciclotímicos y bastante violentos). La pugna entre “el querer ser” y “lo que se es” se extiende a lo largo del metraje en una apuesta muy lúcida en favor de la comedia mordaz pero también afectuosa, inclinada a comprender las paradojas de los protagonistas. En Colossal (2016) el cineasta español retoma distintos elementos de sus obras anteriores: tenemos la espiral de decisiones de su maravilloso debut Los Cronocrímenes (2007), una estructura narrativa centrada en una microhistoria freak en medio de una debacle de alcance monumental a la Extraterrestre (2011), un análisis perspicaz sobre las implicancias de la virtualidad que recuerda a los criterios subyacentes a Open Windows (2014) y hasta aquella dialéctica de los dobles que decía presente en Parallel Monsters, el mejor episodio por lejos del film coral V/H/S Viral (2014). Dejando de lado el triste cancherismo retórico estupidizante de casi todas las propuestas cómicas del mainstream estadounidense con vistas a abrazar un naturalismo de cuidada construcción, la película sabe poner en el ojo de la tormenta a un absurdo pocas veces aprovechado -o siquiera tratado- por una industria que se la pasa enarbolando la misma concepción lineal y los mismos estereotipos de siempre. Ahora bien, la labor de Hathaway es francamente gloriosa, un testimonio de lo ninguneadas que están muchas actrices en el Hollywood de nuestros días a fuerza de un encasillamiento -similar al de otras épocas aunque exacerbado por la pobreza de los personajes femeninos de las últimas décadas- en un conjunto estanco de papeles que se repiten incansablemente. La norteamericana transmite a través de su rostro y su complexión física la dosis justa de melancolía, sorpresa e improvisación que requiere Gloria, quien sabe de sobra que los dilemas psicológicos te acompañan vayas a donde vayas, a diferencia de Oscar, un hombre que se arrepiente de no haber abandonado nunca su pueblito. No queda más que agradecer a Vigalondo este extraordinario regreso a una ciencia ficción para adultos en serio, aquellos que están dispuestos a sopesar sus contradicciones para buscar una solución -a sus enigmas y disgustos- que no mortifique al prójimo ni usurpe la voluntad del resto de los mortales…
Las tragedias unen a los pueblos Abattoir prometía ser una reinterpretación original de los motivos de las casas embrujadas pero lamentablemente deja pasar la oportunidad que ofrecía su premisa de base y termina cayendo en un revoltijo de estereotipos y agujeros importantes en la trama… La carrera de Darren Lynn Bousman, un norteamericano que se hizo conocido en el ámbito internacional por haber dirigido tres capítulos de la saga de El Juego del Miedo (Saw), ha sido francamente de lo más errática: luego de sus interesantes colaboraciones para la franquicia centrada en Jigsaw, lo más “parejo” que hizo -en términos cualitativos- fue la trilogía de musicales freaks con Terrance Zdunich, compuesta por Repo! The Genetic Opera (2008), The Devil’s Carnival (2012) y Alleluia! (2016). Como buen realizador de corazón clase B, el resto de su producción se mueve en un espectro que va desde lo potable símil Sangriento Día de las Madres (Mother’s Day, 2010), remake del clásico trash de Charles Kaufman de 1980, hasta propuestas relativamente fallidas como La Profecía del 11-11-11 (11-11-11, 2011), The Barrens (2012) y la que hoy nos ocupa, Abattoir (2016). El film mete en una coctelera a las dos obras maestras del tándem William Castle/ Robb White, léase Mansión Siniestra (House on Haunted Hill, 1959) y 13 Fantasmas (13 Ghosts, 1960), para construir un relato que comienza con una premisa atractiva pero a posteriori termina en un atolladero de mediocridad y redundancias. La protagonista es Julia Talben (Jessica Lowndes), una periodista que descubre que un hombre mató a su hermana y a la familia de ésta. El asunto se torna muy bizarro cuando, días después y ya con el culpable tras las rejas, la mujer regresa a la casa en cuestión y encuentra que la escena del crimen ha sido removida desde los cimientos. La investigación correspondiente la conduce hacia Jebediah Crone (Dayton Callie), un personaje misterioso que lleva años y años comprando propiedades en donde se cometieron asesinatos y “coleccionando” habitaciones completas. Durante toda esta primera parte la película cumple en lo que respecta a apuntalar un enigma coherente y ameno, circunstancia que cambia para mal en un segundo capítulo en el que los agujeros de la historia se multiplican exponencialmente y el guión de Christopher Monfette licúa la tensión acumulada hasta el momento: ayudada por su ex pareja, el Detective Declan Grady (Joe Anderson), Julia se dirige a Nueva Inglaterra, el pueblito donde ella y las víctimas anteriores nacieron, para dar con Crone e intentar comprender algo de lo ocurrido. A partir del instante en que llega al lugar y se topa con Allie (una Lin Shaye demasiado exagerada como la típica pregonera del horror por venir), la incógnita principal desaparece a medida que una serie de escenas soporíferas y de manual se suceden una tras otra, todas centradas en una Julia a merced de los pueblerinos y de un Crone muy anacrónico y kitsch. De hecho, hasta la aparición de la mansión embrujada de turno -en los últimos 20 minutos del metraje- resulta una decepción porque cada movimiento de la trama se ve llegar desde kilómetros a la distancia, como si reproducir los motivos de los opus de Castle y White constituyese un sinónimo de éxito asegurado o como si tratar a Crone como una cruza entre los talentos oníricos de Freddy Krueger y la verborragia del Frederick Loren de Vincent Price aportase algo novedoso a esta altura del partido. Tampoco se le puede echar del todo la culpa a la falta de convicción de Bousman en ese segundo acto o al desempeño pobretón de Lowndes en el rol de Julia, ya que el que realmente falla en elevar la intensidad es el guionista Monfette, desaprovechando la idea de base alrededor de los “sacrificios” de los vecinos de Nueva Inglaterra y aquello de que las tragedias tienden a unir a los pueblos…
Bucaneros al acecho El film que inauguró en 2003 la saga de Piratas del Caribe (Pirates of the Caribbean), aquel megatanque simpático y de disposición old school, por un lado supuso la validación definitiva intra industria de Johnny Depp como actor taquillero y por el otro marcó el comienzo de un declive profesional en función de un popurrí de problemas personales (adicciones, separaciones varias, etc.), la crisis de la mediana edad (ya no podía interpretar a jóvenes atribulados y contraculturales, el eje de su carrera hasta entonces) y una especie de encasillamiento que derivó en obras fallidas y/ o decepciones en boletería (sin duda aquí jugó un papel fundamental su caduca sociedad con Tim Burton, otra figura que terminó cansando con sus estereotipos a fuerza de mediocridad, pocas ideas novedosas y la ausencia casi total de la garra narrativa de antes, esa que se diluyó entre la complacencia y los CGI). Aclarado el contexto general de Piratas del Caribe: La Venganza de Salazar (Pirates of the Caribbean: Dead Men Tell No Tales, 2017), podemos afirmar que este regreso de Depp a la franquicia es muy digno, en especial si consideramos que hablamos de la quinta entrada y que ya la segunda parte y la tercera eran muy flojas y la cuarta demostró un agotamiento de cadencia casi terminal. Por supuesto que en esta oportunidad sigue en primer plano el gigantismo de siempre, no obstante la película se beneficia mucho de la decisión de apostar a una historia autoconclusiva que retoma el simplismo retro del opus original, reduciendo el número de personajes para renovar en parte el elenco y rescatar sólo a los protagonistas principales/ más atractivos de las obras previas. Hoy las aventuras de bucaneros forajidos vuelven a ser el corazón de la trama, por encima del ritmo enrevesado y delirante de antaño. La excusa para una nueva montaña rusa basada en acrobacias, one liners y detalles varios fantásticos pasa por encontrar el Tridente de Poseidón, un artilugio mágico que convoca en su búsqueda a Jack Sparrow (Depp), Barbossa (Geoffrey Rush), el joven Henry Turner (Brenton Thwaites), la astrónoma Carina Smyth (Kaya Scodelario) y el villano de turno Salazar (Javier Bardem). A través de esa sucesión de alianzas y traiciones de la saga, todos se cruzan y se separan en distintos puntos de un relato en el que -gracias al infierno- ya no estamos presos de secuencias interminables con monstruos descomunales porque en esta ocasión regresan motivos clásicos del cine de alta mar para pequeños como los barcos fantasmas, los tesoros ocultos y esos odios de larga data. De hecho, la realización no trata de “camuflar” su público excluyente, los niños, algo que sí hacían las películas anteriores. Más allá de que a Depp se lo siente en verdad rejuvenecido y mucho más cómodo/ menos automatizado en su rol, la sorpresa del convite es Scodelario, una actriz que impone su energía a un papel que se lleva muchos de los mejores chistes a partir de su condición de mujer culta, lo que genera constantes acusaciones de “bruja” por parte de los hombres con los que se topa. La determinación de “volver a las raíces”, el gran trabajo de Bardem, las piruetas bufonescas de Sparrow símil cine mudo y unos CGI contenidos y bien explotados constituyen asimismo factores que colaboran en el éxito del film en su campo particular. Parece que por fin el Hollywood reciente se decidió a bajar unos cambios -por más que sea dentro de tanta ampulosidad y desenfreno- con vistas a restituir en parte el encanto de la franquicia y lograr que los actores recuperen el interés por sus respectivos personajes…
Sobre la descarga emocional El cine argentino de género de los últimos años se viene imponiendo como una alternativa necesaria y muy interesante con respecto a las tres patas históricas de nuestra producción, léase los tanques tradicionales de financiamiento televisivo, los trabajos arties que apuntan al tour detrás del calendario de festivales internacionales y finalmente ese conjunto de documentales que año a año continúa dando batalla desde los márgenes del sistema con las idas y vueltas lógicas de un mercado oligopólico y en eterna crisis interna, donde la semi ausencia de un público local que consuma de manera masiva las películas impulsa la intervención del estado para crear artificialmente un circuito autóctono de producción y exhibición. Films como Madraza (2017) ayudan a subsanar estas deficiencias y a despertar el interés de un público argentino que suele olvidarse de su cine en favor de Hollywood. Hablamos de una verdadera sorpresa que combina el costumbrismo y los melodramas por un lado con el cine de acción y la dialéctica de los policiales por el otro, un esquema insólito por estas pampas que rinde sus frutos y consigue destacarse por mérito propio sin recurrir a las referencias intra géneros o la desproporción del trash. De hecho, llama la atención que el realizador debutante Hernán Aguilar opte por un naturalismo hiper prolijo como marca formal excluyente en vez del grotesco exacerbado, ese que podríamos catalogar como la “idiosincrasia latina” por antonomasia en lo que al pastiche se refiere. El humor negro está presente en el relato pero nunca llega a dominar el desarrollo porque el director y guionista se mantiene aferrado en todo momento al personaje femenino principal, un cariño que le impide volcar el asunto hacia los arrebatos irónicos o la sátira lisa y llana. La antiheroína de turno es Matilde (la paraguaya Loren Acuña), una mujer de clase baja a la que le asesinan en un robo a su esposo remisero y pronto cae en la miseria. Un día, luego de canjear una campera por una garrafa de gas, es encarada en la calle por el homicida y amenazada para que no diga nada a la policía, frente a lo cual la mujer responde matando al susodicho de un golpe en la cabeza con la garrafa y llevándose su campera, dentro de la que encontrará un papel con instrucciones que serán el primer paso para tomar el lugar del hombre y empezar una suerte de carrera en el submundo de los sicarios. Más que necesidad de venganza o justicia (Matilde se entera que su marido le era infiel después de su deceso), aquí lo que prima es la canalización de las frustraciones domésticas y existenciales de la protagonista en una profesión de lo más particular que le permite salir de la marginalidad. Precisamente, en plan de descarga emocional Matilde va acumulando cadáveres por dinero a la par que profundiza su relación con el detective asignado al caso (interpretado por Gustavo Garzón) y comparte su tiempo -entre trabajito y trabajito- con su ahijada Vanina (Sofía Gala Castiglione) y su nueva amiga de la alta burguesía Teresita (Chunchuna Villafañe). Aguilar obtiene un desempeño muy parejo por parte de todo el elenco, deja el espacio suficiente para el lucimiento de una Acuña perfecta en su personaje y hasta logra descollar él mismo en el apartado técnico vía la destreza demostrada tanto en ocasión de las secuencias intimistas como en las escenas de acción, las que a su vez consiguen revitalizar los inserts furiosos de cámara lenta como hace tiempo no se veía. La eficacia y el sentido de la oportunidad del cineasta resultan inobjetables ya que nos regala una propuesta muy lúcida y aguerrida que denuncia la corrupción del poder político y policial mientras subraya la ausencia total de perspectivas de progreso para la enorme mayoría de los argentinos…
Un refugio entre el horror Y los cineastas europeos continúan regresando a los pormenores de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias -como si los problemas contemporáneos no fueran más urgentes- en una típica jugada de revisionismo histórico en la que prima la comodidad de un relato sustentado en imaginarios sociales de larga data por sobre la intención de aportar una verdadera lectura novedosa acerca del tópico. Dicho de otro modo, definitivamente al séptimo arte le sigue siendo funcional un conflicto que si bien en la realidad fue muy complejo, por lo general en la pantalla grande fue pintado -especialmente por Estados Unidos- de una manera un tanto rudimentaria e ingenua, una estrategia que a su vez obvia las conexiones con un presente que por omisión parece ser considerado demasiado doloroso o difícil de analizar (crisis económica, nacionalismos, inmigración masiva, terrorismo, etc.). Más allá de todo esto, es indudable que en el cine bélico del viejo continente de los últimos años existe una preocupación por descubrir nuevas aristas dentro del tema y así nos hemos topado con interesantes películas como por ejemplo Dos Vidas (Zwei Leben, 2012), Lore (2012), Juego Limpio (Fair Play, 2014), Suite Francesa (Suite Française, 2014), Laberinto de Mentiras (Im Labyrinth des Schweigens, 2014), Land of Mine (2015) y la obra que hoy nos ocupa, El Esgrimista (Miekkailija, 2015), un trabajo sencillo aunque muy eficaz que también examina un aspecto poco tratado de la guerra. La trama nos presenta una Estonia a comienzos de la década del 50, con la policía secreta de la URSS persiguiendo a todos los que conformaron la milicia alemana durante la contienda, un período en el que -luego de la invasión nazi- se obligó a enlistarse en el ejército a buena parte de la población masculina. Este opus del finlandés Klaus Härö, un señor que construyó su carrera a partir de films que transcurren en tiempos más o menos remotos, está centrado en la figura real de Endel Nelis (interpretado por Märt Avandi), un esgrimista que en aquella época abandonó Leningrado huyendo de los esbirros del estalinismo y terminó en Haapsalu, una región inhóspita y poco habitada de Estonia. Allí consigue trabajo como docente y funda un club deportivo que despertará el interés de los niños del lugar por la curiosa disciplina que Nelis propone enseñar, una esgrima que poco y nada tiene que ver con los “deportes proletarios” que la administración soviética pretendía difundir en la nación. La película combina el thriller de espionaje (la autoridad máxima del colegio sospecha y comienza a investigarlo), el relato romántico (Nelis paulatinamente se enamora de una colega profesora) y el drama de reafirmación identitaria (oculto, deprimido y bajo un contexto sofocante sustentado en las denuncias fratricidas, el protagonista se refugiará en su pasión y razón de ser, la esgrima). Un punto fuerte del film, y sobre el cual gira en buena medida el correcto guión de Anna Heinämaa, es la relación entre el hombre y los pequeños, una dinámica que evita las cursilerías hollywoodenses y se basa en el gran desempeño de Avandi y una amalgama de momentos de frialdad con otros de regocijo por el inesperado progreso tanto en el campo de las habilidades educativas de Nelis como en lo que atañe al manejo del florete por parte de los jóvenes. Si tendríamos que ubicar a la propuesta dentro de esta versión particular del subgénero que explora el binomio docente/ alumnos, la cual nació con Al Maestro con Cariño (To Sir, with Love, 1967), desde ya que El Esgrimista se encontraría más cerca del humanismo de La Sociedad de los Poetas Muertos (Dead Poets Society, 1989) y Madadayo (1993) que de la fanfarria típicamente norteamericana de Mentes Peligrosas (Dangerous Minds, 1995) y One Eight Seven (1997), lo que deriva en un recordatorio enérgico y a la vez sutil acerca del horror paranoico, totalitario y genocida del régimen de Iósif Stalin…