Los hijos de la patria Mientras que en toda Europa predomina una vertiente del cine bélico orientada a reformular los estereotipos del género y a descubrir nuevos tópicos, en su última película François Ozon nada a contracorriente y propone una epopeya del corazón de tono clasicista, un opus tan correcto como caprichoso que juega con la fotografía de manera continua… Ya se ha dicho en innumerables ocasiones que la carrera de François Ozon comenzó a fines de los 90 con toda la furia (gracias a un combo muy interesante de thrillers de raigambre hitchcockiana y comedias irónicas), una buena racha que se mantuvo hasta mediados de la década pasada, aquel período en el que el señor se decidió a ampliar el abanico de su producción con suerte cada vez más dispar (esta “decadencia relativa” tiene que ver con lo prolífico e impredecible que resulta el parisino, circunstancia que en otros realizadores puede ser sinónimo de inconformismo de barricada pero aquí -en cambio- se vincula con un inconformismo a secas, quizás cercano al capricho por el capricho en sí). Ahora bien, en ningún momento, incluso en las propuestas más fallidas y esquizofrénicas, se puede negar el talento del director en lo que respecta a la construcción estética y discursiva de sus obras. Su último antojo es en esencia tan particular como casi todo lo realizado a la fecha: si bien a primera vista la premisa de Frantz (2016) parece ser una versión bastante light de esa tradición de sadomasoquismo bélico -entre bandos otrora enemigos- que inició la extraordinaria Portero de Noche (Il Portiere di Notte, 1974) de Liliana Cavani, a decir verdad la película que hoy nos ocupa se remonta mucho más atrás en el tiempo y pretende funcionar como una remake a la francesa de Broken Lullaby (1932), uno de los trabajos menos conocidos de Ernst Lubitsch. La primera parte del film de Ozon sigue al pie de la letra los pasos del original, con un misterioso ex soldado galo llegando a Alemania en 1919, dejando flores en la tumba de Frantz, un homólogo germano, y entablando amistad con la familia del joven fallecido, la cual de a poco comienza a cobijarlo como un hijo más. El componente morboso viene por el lado del corazón y los secretos ocultos del muchacho, ya que paulatinamente nace una chispa de amor entre la viuda de turno, Anna (Paula Beer), y este tal Adrien Rivoire (Pierre Niney), un presunto amigo del difunto que -por supuesto- tuvo algo que ver en su deceso. El rencor entre alemanes y franceses luego de la Primera Guerra Mundial y la utilización de la mentira como mecanismo para echar un manto de piedad sobre lo sucedido constituyen los dos ejes principales del correcto guión de Ozon y Philippe Piazzo, punta de lanza para un análisis muy simple aunque certero en torno a la posibilidad de entendimiento, perdón y reconciliación a pesar de todo el odio producto de las carnicerías y el terrible rugir de la artillería de las facciones en batalla. El cineasta una vez más pone el acento en el temple azaroso de la vida vía el devenir de personajes osados. Más allá de una segunda mitad en la que se nota un poco más la mano del director, ya que profundiza el marco melodramático de la historia y reemplaza el desenlace facilista/ “feliz” del opus de Lubitsch por un remate más acorde con estos tiempos, en realidad donde se percibe en serio el espíritu inquieto de Ozon es en el campo formal: aquí hace uso de una fotografía tranquila en blanco y negro durante gran parte del metraje y reserva al color para un puñado de instantes que subrayan las ensoñaciones, los momentos de dicha y algún que otro punto cúlmine del relato. Frantz no le cambiará la vida a ningún espectador pero es una obra loable que baja a tierra -léase a la mundanidad de las tragedias familiares- esas contiendas a las que los dirigentes condenan a los pueblos en nombre de causas hipócritas símil “patria”, esquivando por la tangente el trasfondo imperialista y genocida del asunto…
Dos contra el imperio Las secuencias de acción de la segunda mitad de Día del Atentado constituyen los únicos elementos interesantes de esta obra testimonial que cae en el chauvinismo barato y unos cuantos momentos tediosos que describen personajes de poco peso dramático… Un problema muy común del cine norteamericano de nuestros días es la excesiva duración de las propuestas mainstream en general, ya no sólo de las epopeyas de aventuras sino también de buena parte de la producción dramática estándar. Más allá del metraje de más con vistas a -supuestamente- justificar la experiencia de ver a los representantes del “star system” o a sus reemplazos contemporáneos, los CGI, en pantalla grande durante el mayor tiempo posible, lo cierto es que la estrategia no repercute en un progreso en el desarrollo de personajes y/ o en la profundidad de la trama, más bien todo lo contrario: tenemos films cada vez más y más largos, repletos de diálogos estereotipados, situaciones redundantes y enmarcados en una estructura con introducciones eternas, un núcleo poco convincente y un clímax que casi siempre termina apelando a fórmulas que ni siquiera se saben aprovechar. Estas son las tribulaciones de la fallida Día del Atentado (Patriots Day, 2016), el segundo opus nacionalista del año de Peter Berg luego de Horizonte Profundo (Deepwater Horizon, 2016), la cual a su vez vino a complementar a la previa e interesante El Sobreviviente (Lone Survivor, 2013). En esta oportunidad el actor reconvertido en director aplica el mismo esquema naturalista/ obrerista de Horizonte Profundo pero los resultados distan mucho de ser igual de satisfactorios, ya que el atentado de la maratón de Boston del 2013 no es para nada homologable a la explosión en 2010 de la tristemente célebre plataforma petrolífera Deepwater Horizon. Mientras que en éste último caso la película correspondiente sí señalaba a la empresa como responsable de la tragedia, hoy por hoy en cambio caemos en el chauvinismo barato estadounidense de siempre como único punto de apoyo del relato.Día de Héroes: Dos contra el imperio 1A pesar de este esperable silencio sobre las causas del ataque perpetrado por los hermanos chechenos Dzhokhar y Tamerlan Tsarnaev, quienes detonaron dos bombas cerca de la línea de llegada matando a 3 civiles e hiriendo a otros 264, a decir verdad los 133 minutos de Día del Atentado se vuelven interminables en función de las triviales “historias de vida” que introduce -sin convicción ni astucia narrativa- el guión de Matt Cook, Joshua Zetumer y el propio realizador; como las de las víctimas, las de los policías que investigan o se ven involucrados en el incidente y la de algún que otro pobre diablo que se topa con los responsables durante su huida. Se notan las buenas intenciones de Berg y su pretensión de que la patriotería esté acotada al “homenaje” a los amputados y los inefables representantes de la ley, no obstante la insignificancia de los primeros y la soberbia insoportable de los segundos los convierten a ambos en caricaturas anodinas y de este modo los golpes bajos quedan muy expuestos en su ambición de ganarse al espectador sin construir nada valioso. Como en casi todas las películas norteamericanas que cubren cualquier acto terrorista, aquí no encontraremos ni una sola palabra que ayude a comprender el sustrato del Islam radicalizado que motivó el atentado, los execrables bombardeos de Estados Unidos en Irak y Afganistán y los propios desajustes psicológicos de los dos artífices de la acometida. Otro problema serio pasa por la decisión de incorporar un protagonista ficcional, Tommy Saunders (Mark Wahlberg), un sargento de policía que debería funcionar como una suerte de vínculo entre el FBI y los uniformados de Boston, aunque el asunto en todo momento se siente forzado y fuera de lugar. Berg vuelve a demostrar su destreza para las secuencias de acción y en lo que respecta a la determinación de no volcar la balanza por completo hacia el campo del thriller hecho y derecho, coqueteando en cambio con el registro testimonial… sin embargo la jugada le sale mal y termina reivindicando -paradójicamente- el esfuerzo de los Tsarnaev y todo lo que lograron en su lucha artesanal contra el imperio estadounidense.
La traición como excusa Cuesta creer que todavía sigamos hablando de la serie de películas protagonizadas por Vin Diesel y compañía, una saga que nunca fue la gran cosa y que viene entregando el mismo producto simplón y de derecha una y otra vez, sin ninguna novedad a la vista… Desde hace tiempo la franquicia que comenzó con Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001) se ha transformado en una cruza entre las hipérboles de espionaje a la James Bond/ 007, la tradición cinematográfica de las carreras de autos y toda aquella súper acción de las décadas de los 80 y 90, aunque ahora encuadrada en las cinco lamentables características del Hollywood mainstream de nuestros días: tono político higiénico, humor infantil/ adolescente, violencia sin consecuencias visibles, sexualidad real inexistente y constante pompa visual tracción a CGI símil plástico. Más allá del ideario estupidizante detrás de todos estos productos (un esquema que por supuesto incluye a los superhéroes, las aventuras iniciáticas y el resto de bodriazos que se condicen con la lógica de las remakes y secuelas eternas), lo que realmente mató a la saga en cuestión es la repetición ad infinitum. En el camino poco y nada quedó de la convulsión y la garra suburbana de Bullitt (1968), Vanishing Point (1971), Carretera Asfaltada en dos Direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971), Contacto en Francia (The French Connection, 1971) y The Driver (1978)… y mejor ni hablar del trasfondo contracultural de dichos opus. Luego de décadas de destilar el discurso, lo único que subsiste son secuencias de acción prolijas e hiper exageradas que se corresponden más con el devenir de los videojuegos, la publicidad y los videoclips que con el séptimo arte. Rápidos y Furiosos 8 (The Fate of the Furious, 2017) reproduce la fórmula del “delirio pistero y global” que ya había cansado unos eslabones antes, curiosamente en el mismo momento en que los ideólogos terminaron de definir los ingredientes del combo y dejaron en el pasado las exploraciones algo erráticas de los primeros films de la franquicia. La excusa para la colección de escenas rimbombantes de turno llega por el lado de la traición, en esta oportunidad con Dominic Toretto (Vin Diesel) abandonando su equipo en favor de Cipher (Charlize Theron), una hacker/ terrorista que corrompe al susodicho para que robe un poderoso dispositivo de pulso electromagnético como primer paso dentro de un plan muy ambicioso que involucra armas nucleares. El director F. Gary Gray, quien viene de entregar la excelente Straight Outta Compton (2015), toma la posta de James Wan y mantiene un nivel general correcto, por lo menos en lo que a él le compete: debido a que la obra obedece de manera fundamentalista a una marca registrada ya ampliamente agotada, tampoco se le puede reprochar mucho a Chris Morgan, el guionista histórico de la saga, porque los que “secaron” el pozo creativo fueron los productores, con Diesel a la cabeza. Si bien todas la entradas tienen por lo menos un par de secuencias de lo más llamativas, en este caso las que transcurren en Nueva York y Rusia, lo cierto es que a esta altura del partido resultan aburridos los personajes caricaturescos, las one-liners seudo graciosas, los giros dignos del novelón de la tarde, los cameos de secundarios de antaño y ese machismo violento, chauvinista y paradójicamente “amigable con todas las razas y géneros”. La experiencia en su conjunto es tan inerte, tan olvidable y tan lava-cerebros hacia el campo del entretenimiento más vacuo que termina poniendo de relieve la falta de un verdadero espíritu crítico en gran parte del público y la prensa, dos estratos de la industria cultural que se la pasan convalidando mamotretos de derecha como el presente, en el que los autos de lujo, una parodia del honor y hasta la fantochada religiosa se unifican a puro desvarío…
Estigmas del corazón Más cerca del melodrama que de la denuncia de raigambre ecológica, El Faro de las Orcas funciona como un típico exponente de esa tendencia contemporánea basada en la despersonalización anti conflicto deudora del simplismo de los manuales de autoayuda… Encarar hoy por hoy una pequeña epopeya cinematográfica que tenga a la naturaleza como uno de sus pilares fundamentales es una tarea de lo más difícil porque a menos que exista un verdadero interés conservacionista de fondo, de seguro el bote se irá a pique gracias a la colección de clichés que suelen aparecer al momento de congeniar la magnificencia de lo salvaje con las necesidades mundanas de un relato clásico (el desbalance casi siempre deja muy mal parados a los humanos en general y su “vocación artística”). En un período hegemonizado por las grandes urbes y su fuente inagotable de desperdicios, contaminación y destrucción de todo lo indómito, si el film en cuestión peca de ingenuo o no se juega en serio en favor de la defensa de la flora y la fauna, corre el riesgo de caer en esas sonseras oportunistas que utilizan a la naturaleza en función de latiguillos vacuos o del melodrama. Por todo lo anterior, el cine infantil suele llevarse mucho mejor con estos tópicos que el orientado a los adultos, principalmente debido a que los mensajes aleccionadores se sienten más espontáneos cuando van dirigidos a los pequeños y bien decadentes cuando se construyen teniendo en mente el cinismo de los mayores, un enclave en el que hoy parecen prevalecer los discursos simplistas de los manuales de autoayuda y la despersonalización anti conflicto que pregonan los medios masivos de comunicación. Este es precisamente el ideario que domina en El Faro de las Orcas (2016), un opus de Gerardo Olivares que se vale de un conservacionismo endeble e inocuo para subrayar cada uno de los recursos del melodrama más tradicional, su verdadero horizonte narrativo, en un esquema que desconoce que los dilemas de los humanos son ínfimos frente al fluir de la esfera natural. Al igual que en los dos trabajos previos del realizador y guionista, Entrelobos (2010) y Hermanos del Viento (2015), aquí la trama comienza centrándose en la relación entre los animales y los hombres para luego desbarrancar hacia una catarata de estereotipos que hacen añicos la paciencia del espectador gracias a un metraje que roza las dos horas sin ninguna necesidad. La premisa primermundista -y muy ridícula, vista desde nuestros ojos latinoamericanos- involucra el viaje de la española Lola (Maribel Verdú) y su hijo Tristán (Joaquín Rapalini) al puesto del guardafaunas Roberto (Joaquín Furriel) en la Patagonia argentina, todo porque la susodicha vio un documental protagonizado por el señor, un especialista en orcas, y su hijo autista reaccionó positivamente ante los cetáceos. Por supuesto que Lola está triste, Roberto es un amargo y eventualmente ambos se enamoran. Los únicos dos elementos que salvan a la propuesta del desastre total son el convincente desempeño de Verdú y las bellas tomas de las orcas que consigue Olivares y su director de fotografía Óscar Durán, ya que ni Furriel ni el actor infantil ni todo el asunto del autismo cumplen su función asignada, entorpeciendo un desarrollo que podría haber ido mucho más allá del tono meloso y súper predecible (hasta tenemos a un superior del protagonista, interpretado por Osvaldo Santoro, que amenaza constantemente con echarlo por tocar a los animales, una práctica que debería haber sido condenada en serio en la realización porque representa la típica estupidez egoísta de los turistas). Sostenida en un pulso lánguido y backstories risibles para todos los personajes, El Faro de las Orcas es una obra muy fallida que promete denuncia ecológica y se queda en los estigmas más inofensivos del corazón…
Jugando con la percepción Nada queda del talento que alguna vez demostró la realizadora Stacy Title en La Última Cena (The Last Supper, 1995) y prueba de ello es la película que hoy nos ocupa, la impresentable Nunca Digas su Nombre (The Bye Bye Man, 2017), una suerte de refrito fallido de las leyendas urbanas que pulularon en las pantallas durante la década del 90… Desde hace meses el terror viene experimentando un repunte maravilloso que puede sopesarse tanto desde la perspectiva de la diversificación de las obras como en lo que atañe a cada opus de manera individual, un esquema que nos rescata de esa lógica del mainstream centrada en condensar toda la producción del género en remakes, fantasmas vengadores y el inefable found footage. A pesar de que Nunca Digas su Nombre (The Bye Bye Man, 2017) es en sí una propuesta lamentable, lo curioso es que forma parte también de este progreso escalonado, específicamente colaborando en la siempre saludable heterogeneidad del horror: la película intenta recuperar los recursos narrativos en torno a las leyendas urbanas y esas figuras que necesitan ser convocadas por el incrédulo ocasional para dar rienda suelta al desconcierto, la carnicería y la investigación subsiguiente que pretende detenerla. Como si se tratase de un primo lejano de los protagonistas de Candyman (1992) y de la reciente Beware the Slenderman (2016), el primero craneado por el enorme Clive Barker y el segundo un típico exponente de estos tiempos digitales de paranoia y soledad hogareña, el personaje del título original en inglés es un ente que se aparece cuando alguien pronuncia su nombre, lo que inmediatamente deriva en alucinaciones que conducen a la muerte de las pobres víctimas de turno. La historia gira alrededor de tres estudiantes universitarios, Elliot (Douglas Smith), su novia Sasha (Cressida Bonas) y el mejor amigo del primero John (Lucien Laviscount), quienes alquilan una casa fuera del campus y -como corresponde en estos casos- desatan sin saberlo al psicótico espectral, cayendo paulatinamente presos de sus propios temores mientras el tal Bye Bye Man se divierte jugando con sus percepciones. Puede ser difícil de creer pero casi todo en el film está horriblemente mal: las actuaciones son flojas, los diálogos sosos, la mayoría de las escenas no nos llevan a ningún lado, la atmósfera se siente desganada, la trama es súper predecible, la edición demasiado torpe y la experiencia en general resulta de lo más aburrida y redundante. Sinceramente es increíble que la responsable de este bodrio sea Stacy Title, una mujer que más de dos décadas atrás nos regaló La Última Cena (The Last Supper, 1995), una joyita indie que supo indagar en un terreno muy poco explorado por el cine norteamericano, hablamos de la frontera entre la comedia negra y la sátira política más mordaz. Aquí dirige un guión deshilachado, escrito por su marido Jonathan Penner que, como señalábamos antes, pretende reflotar los cuentos suburbiales de terror aunque recurriendo sin convicción o destreza a engranajes de antaño. Hasta cierto punto se puede afirmar que todo lo que Nunca Digas su Nombre hace mal, la similar Don’t Knock Twice (2016) lo hace bien: éste trabajo de Caradog W. James bebe asimismo de la tradición de Candyman, no obstante los frutos se ubican en las antípodas de los obtenidos por el tándem Title/ Penner porque el primero sí sabe construir un núcleo dramático en verdad sólido y un ambiente tétrico sustentado en un montaje y una fotografía francamente impecables. El asunto resulta aún más doloroso por la presencia en papeles secundarios de la mítica Faye Dunaway y de una algo perdida Carrie-Anne Moss, a lo que se suma -como si fuera poco- la intervención de Doug Jones como el propio Bye Bye Man, hoy desperdiciado y condenado a un puñado de apariciones rutinarias sin ninguna backstory que justifique en serio la masacre o nos ayude a comprender quién es el homicida titular…
La singularidad como virtud Último eslabón de una mítica saga del manga y el anime, Ghost in the Shell (2017) es el mejor film que el mainstream norteamericano actual podría haber entregado en función de los ingredientes de base: en esencia hablamos de una epopeya muy digna de ciencia ficción que balancea convincentemente los cuestionamientos clásicos del ciberpunk y un vigoroso popurrí de secuencias de acción… El anime en tanto género específico no ha parado de crecer desde que alcanzó sus primeros éxitos masivos en la década del 70 en el campo de la televisión y desde que se consolidaron sus ambiciones y principales vertientes en el séptimo arte -durante los 80- a partir de la aparición de tres de sus mojones más importantes: Akira (1988) apuntaló los thrillers tecnológicos de ciencia ficción, Mi Vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) hizo lo propio con la fantasía de rasgos nostálgicos y La Tumba de las Luciérnagas (Hotaru no Haka, 1988) ayudó a definir ese realismo de gran densidad dramática vinculado a los horrores cotidianos y al tono poético que acompaña en mayor o menor medida cada uno de los exponentes del género. La decisión de adaptar en live action uno de los trabajos canónicos del manga y el anime, Ghost in the Shell (Kôkaku Kidôtai), era a priori una jugada riesgosa cuanto poco, no obstante el resultado es muy digno y satisface las expectativas acumuladas. Ahora bien, teniendo en cuenta que el material original engloba un conjunto de historietas, películas y hasta una serie televisiva, vale aclarar que este segundo opus de Rupert Sanders toma distintos elementos de toda la saga aunque casi siempre centrándose en los pivotes del -algo sobrevalorado- film homónimo de 1995 de Mamoru Oshii, responsable de la popularidad de una franquicia que combina un futuro distópico, la inteligencia artificial y mucho ciberespionaje con una crisis identitaria, el compañerismo y esas clásicas masacres metropolitanas. El foco del relato está puesto en Major (Scarlett Johansson), un organismo sintético comandado por un cerebro humano que ha sido manipulado por Hanka Robotics, una empresa estatal encargada de monitorear a un escuadrón parapolicial antiterrorista del cual la susodicha forma parte. Convertida en un arma, a Major se le asigna detener a Kuze (Michael Pitt), un misterioso hacker que está asesinando a directivos estratégicos de Hanka. Del mismo modo que los demás eslabones de Ghost in the Shell, esta epopeya de Sanders, quien viene de entregar la potable Blancanieves y el Cazador (Snow White and the Huntsman, 2012), comienza con un núcleo ciberpunk fundamentalista que deriva en una investigación tendiente a unificarse con un popurrí de escenas de acción y cuestionamientos varios acerca de la naturaleza bipartita de la protagonista y las lagunas de su memoria, siempre presa de un pasado empardado con la fragmentación y el olvido. El guión de Jamie Moss y William Wheeler es respetuoso para con el espíritu del trabajo original, más allá de esa propensión del mainstream contemporáneo a sobreexplicar los acontecimientos y las convicciones que motivan a los personajes: de hecho, la historia es diez veces más simple y “amigable” que su homóloga de la realización de 1995, aun así la experiencia no resulta empobrecedora desde el punto de vista del discurso existencialista de izquierda de fondo. Si bien a Ghost in the Shell (2017) le hubiese venido de maravillas un poco más de valentía formal, un encadenamiento de secuencias más enrevesado y/ o algún que otro detalle en verdad novedoso, lo cierto es que estamos ante la mejor película posible que podía producir el Hollywood actual en función del material de base y la determinación del director de no abusar de los ralentís digitales a la Matrix (The Matrix, 1999), asimismo un subproducto del universo de Ghost in the Shell. Aquí la trama profundiza las referencias a Frankenstein o el Moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus), de Mary Shelley, para conjugar un marco conceptual más afín con los espectadores occidentales, circunstancia que incluye dubitaciones interesantes alrededor de la soledad de los marginados y la contingencia de pensar a la singularidad como una virtud reafirmante de un “yo, androide consciente”. El hecho de que la propuesta no caiga en estupideces pop/ chistecitos y se tome en serio a sí misma, con espacio suficiente para el dolor y los diálogos autoreflexivos, es un bálsamo que eleva el nivel de una obra pareja y convincente, capaz de desparramar cadáveres y al mismo tiempo permitir el lucimiento de la siempre prodigiosa Johansson…
Chatarra y capitalismo En la interesante Hambre de Poder se unifican la fábula del sueño americano y el entramado oscuro de las estafas de la plutocracia en la que vivimos, una experiencia que le debe mucho de su éxito a la maravillosa interpretación de Michael Keaton como Ray Kroc, un oportunista que expandió la franquicia de McDonald’s a todo el globo… La historia de Ray Kroc, uno de los parásitos más famosos de un sistema económico ya de por sí parasitario e injusto, no es distinta a la de otros “emprendedores” del capitalismo transnacional: para aquellos que no lo conozcan, vale aclarar que hablamos de la persona que perfeccionó y expandió hasta niveles insospechados la estructura de franquicias que diseñaron los hermanos Richard y Maurice McDonald, los verdaderos creadores del imperio homónimo centrado en la venta casi exclusiva de gaseosas, hamburguesas y papas fritas. Se ha escrito mucho con los años sobre el proceso a través del cual Kroc pasó a controlar la oferta de concesiones, luego los pormenores de la “cadena de montaje” de las hamburguesas y finalmente todo el negocio en su conjunto, desplazando y -en términos prácticos- estafando a los hermanos, así que llama la atención que Hollywood recién ahora haya tomado nota del asunto para construir una biopic sobre el señor y su singular cruzada. Como era de esperar, Hambre de Poder (The Founder, 2016) es una película que arranca con un tono blanco que progresivamente muta en gris para terminar en un negro que se condice con el momento en el que el protagonista por fin muestra los colmillos sin ningún maquillaje. Las paradojas están a la orden del día ya que durante gran parte del metraje el director John Lee Hancock y el guionista Robert D. Siegel encuadran el desarrollo dentro de la típica fábula del sueño americano con un Kroc (interpretado por Michael Keaton) como un anodino vendedor de batidoras que ve la potencialidad del concepto culinario ideado por los McDonald para su local original de San Bernardino y que a posteriori debe luchar contra la falta de “ambición” del dúo, que prefería quedarse con una franquicia restringida a muy pocas sucursales y no deseaba comprometer la calidad de los productos. Con el objetivo de reducir costos y adquirir la marca, Kroc irá expandiendo su influencia. El film es en verdad fascinante y está sostenido por dos factores que le juegan muy a favor: en primera instancia tenemos el trabajo de Keaton, el actor perfecto para el personaje porque sabe moverse en la línea divisoria entre la frustración profesional y un costado más tétrico símil ave de rapiña, y en segundo lugar viene la misma decisión de la propuesta de no endulzar el relato -durante su último acto- y llamar a las cosas por su nombre, lo que significa poner de manifiesto la alienación, la soberbia y la ausencia de ética del jerarca, un esquema que a su vez podemos rastrear en el séptimo arte hasta el inefable Charles Foster Kane de Orson Welles de El Ciudadano (Citizen Kane, 1941). También suma mucho al convite el excelente desempeño de Nick Offerman y John Carroll Lynch como Richard y Maurice y de Laura Dern como Ethel, la esposa de Kroc durante la década de los 50, una etapa reconstruida con una inusual falta de pomposidad para los standards norteamericanos. Hancock continúa superándose a sí mismo y aquí deja en el pasado las correctas Un Sueño Posible (The Blind Side, 2009) y El Sueño de Walt Disney (Saving Mr. Banks, 2013), oscureciendo mucho más el retrato del protagonista en relación a lo que pudimos ver en la biopic anterior acerca de la colaboración entre P.L. Travers y el cabecilla del imperio de la animación y el entretenimiento infantil. A pesar de que la película no hace ninguna referencia directa al hecho de que -a nivel esencial- está sumariando la génesis de la universalización de la comida chatarra, eje de esa epidemia de obesidad que ataca a buena parte de la población mundial, por lo menos ventila los trapitos sucios de las consabidas “adquisiciones empresariales” del capitalismo, léase su tendencia hacia la concentración de índole caníbal, ad infinitum y cercana a la traición más cínica. Hambre de Poder es una epopeya sólida que retoma algunos elementos de la extraordinaria Red Social (The Social Network, 2010) para señalar que el robo de ideas es una práctica de lo más común dentro de una estructura política/ económica/ social que suele convalidar la brutalidad y el despojo escalonado, en especial cuando viene de la mano de magnates mediocres y oportunistas…
La energía que explota (o no) Si nos situamos en el campo de las realizaciones basadas en líneas de juguetes, sin duda Max Steel (2016) le gana a los Transformers del impresentable Michael Bay… aunque no por mucho, lo que en términos prácticos nos deja con otra gesta olvidable sobre otro adolescente en peligro. Desde hace ya bastante tiempo los principales fabricantes de juguetes a nivel global vienen incursionando en el cine con vistas a tratar de sumarse a la lógica serial que domina en el Hollywood de nuestros días, esa tendencia a trasladar las premisas de la televisión, la publicidad y el merchandising más grasiento a un medio en el que debería primar una suerte de balance entre la condición de “producto” de los films y la integridad artística de los mismos, para así mantener una coherencia enriquecedora/ innovadora. En este sentido, hoy la televisión por cable y los servicios de streaming están ofreciendo propuestas más interesantes para adultos que el cine mainstream, el cual en buena medida vive obsesionado con el sector adolescente y los pelmazos entrados en años que consumen productos cada día más mediocres y perezosos, como por ejemplo los mamotretos de superhéroes y similares. Mattel, Lego y Hasbro, las empresas transnacionales más grandes del rubro, cuentan con una larga experiencia en el ámbito de los cómics y la animación; recordemos para el caso la serie ochentosa de Masters of the Universe, propiedad de Mattel, cuyo éxito derivó en la simpática película homónima de tono trash de 1987 con Dolph Lundgren. En lo que atañe a los últimos años y al séptimo arte, sólo a Lego la jugada le salió bien gracias a La Gran Aventura Lego (The Lego Movie, 2014), una obra nostálgica que se ubica unos cuantos escalones por encima tanto de la patética saga iniciada por Michael Bay con Transformers (2007), a partir de los juguetes de Hasbro, como de la presente Max Steel (2016), en manos de Mattel. El film que nos ocupa adopta el arco narrativo de la serie animada de 2013 y no la historia de los episodios originales de comienzos de la década pasada, también dejando en el camino a esos nueve largometrajes en CGI que arrastra la franquicia desde el 2004. Los asalariados de turno, léase el director Stewart Hendler y el guionista Christopher Yost, hacen lo que pueden con el material de base, el cual a su vez nos remite al colorinche y los estatutos bélicos de los Power Rangers (un spin-off norteamericano y bastante berretón de los Super Sentai japoneses). El protagonista es Max McGrath (Ben Winchell), un joven que se muda junto a su madre Molly (Maria Bello) a una pequeña ciudad en la que descubrirá que su cuerpo genera partículas taquiónicas y que la única forma de contenerlas es a través de Steel (Josh Brener), un extraterrestre tecno-orgánico que se alimenta de energía. Por supuesto que en su derrotero Max se topará con un interés romántico, Sofía Martínez (Ana Villafañe), y una figura misteriosa, Miles Edwards (Andy García), quien parece tener la clave del fallecimiento de su padre de años atrás, el científico Jim McGrath (Mike Doyle). Sinceramente la película es muy derivativa y ni siquiera apunta a un desarrollo general ágil, lo que nos condena a recorrer todos los estereotipos del caso sin ninguna novedad valiosa en el horizonte ni la garantía de por lo menos poder disfrutar de un rato ameno delante de la pantalla. La presencia de Bello y García suma a la propuesta pero no alcanza para hacernos olvidar los chistes simplones de Steel, toda la dialéctica perimida del “elegido” y la poca imaginación visual del realizador a la hora de desplegar la pirotecnia de las secuencias de acción (como tantos otros de sus colegas actuales, Hendler parece más preocupado por elevar el sonido y desparramar CGI símil plástico que por abrir nuevos terrenos o aunque sea perfeccionar los ya existentes dentro de la parafernalia del vértigo y los combates). Max Steel es un opus fallido que evita el desastre pero cae bajo, para colmo desperdiciando el eje de la trama, ese supuesto peligro que corre el protagonista por su tendencia a explotar…
Cazar en el espacio En su nueva realización el inquieto Daniel Espinosa se juega por un enfoque basado más en el desarrollo de la historia y sus personajes que en la pompa de los CGI y la espectacularidad por la espectacularidad en sí. Life (2017) funciona como un refrito humanista y muy entretenido de Alien (1979), aquel maravilloso mojón de Ridley Scott… ¡Qué bien que le hacen al mainstream propuestas como Life (2017), obras que no sólo colaboran en la diversificación de la oferta cinematográfica sino que asimismo ayudan -por su garra y convicción- a que se produzcan más películas similares, léase de ciencia ficción y terror de gran presupuesto! Considerando los estrenos de los últimos meses, pareciera que Hollywood de a poco está volcando su interés hacia la heterogeneidad y dejando de lado en parte los films orientados exclusivamente al público adolescente y los adultos aniñados, circunstancia que celebramos y en la que el cineasta sueco Daniel Espinosa viene aportando su “granito de arena” desde que fuera incorporado al sistema de los grandes estudios norteamericanos luego del éxito internacional de Easy Money (Snabba Cash, 2010), donde realizó Protegiendo al Enemigo (Safe House, 2012) y Crímenes Ocultos (Child 44, 2015). Aquí el director vuelve a reinventarse y consigue un trabajo que se ubica en el mismo nivel cualitativo del interesante thriller protagonizado por Tom Hardy: hablamos de una versión aggiornada de Alien (1979) y de todo ese linaje de seres espaciales animalizados y/ o inteligentes en línea con las criaturas de It! The Terror from Beyond Space (1958) y Planet of the Vampires (Terrore nello Spazio, 1965). En esta ocasión las pobres víctimas no son siete sino seis y la nave mercante se transforma en una estación de investigación, a la que llega una sonda con muestras de la superficie marciana para ser cotejadas por la tripulación. Por supuesto que se descubre vida extraterrestre y en un primer momento todo es algarabía hasta que el organismo de turno, una especie de molusco lovecraftiano que aumenta de tamaño sin parar, no soporta más el manoseo insistente de los humanos y comienza a cazar. El guión de Paul Wernick y Rhett Reese es sencillo e incluye un puñado de diálogos algo acartonados pero resulta de lo más cumplidor en lo que respecta al encadenamiento de fatalidades en un ambiente cerrado, curiosamente evitando los estereotipos principales de esta clase de relatos (la desconfianza mutua entre los personajes y las rencillas arrastradas a través del tiempo) y construyendo un núcleo narrativo centrado en la hermandad y el compañerismo (algo así como el extremo opuesto de los clichés -ya señalados- que sofocan al cine contemporáneo, un panorama que también nos reenvía a Alien y a esas muertes que sí se lloraban en función del vínculo laboral/ afectivo entre los protagonistas). En este sentido el elenco está muy bien, con Jake Gyllenhaal y Ryan Reynolds a la cabeza, y todos saben cómo ponerle el pecho a las calamidades en un contexto de turbación y claustrofobia. Más allá de la colección de escenas prodigiosas, como por ejemplo la toma secuencia del inicio símil Gravedad (Gravity, 2013), la huida de la criatura del laboratorio y todo el desenlace en su conjunto, lo cierto es que la película es muy pareja y esto se debe a la destreza de Espinosa a la hora de inyectar en la historia un nerviosismo de tono humanista, sanamente apegado a los personajes y su devenir. El diseño minimalista de las cabinas, los controles y hasta del extraterrestre está en consonancia con lo anterior y magnifica la voluntad del film de restituir el marco mundano al emporio de la ciencia ficción y el terror, en detrimento de esa tendencia insoportable orientada a saturar todo con artificios digitales y explosiones. Si bien se posiciona lejos de las cúspides del cine de género, Life transita el camino correcto y es respetuosa para con la inteligencia y la sensibilidad del espectador…
El precio de una rosa Por supuesto que de todas las versiones cinematográficas de La Bella y la Bestia la mejor sigue siendo la extraordinaria traslación de 1946 de Jean Cocteau, no obstante la presente supera a sus orígenes de primera mano, la propuesta animada de 1991 y el musical de 1994, logrando una experiencia en live action tan exitosa a nivel técnico como actoral… Ante una película de las características de La Bella y la Bestia (Beauty and the Beast, 2017) conviene en primera instancia separar el material de base con respecto a la ejecución concreta -léase la puesta en escena y la estructuración visual general- del equipo creativo encabezado por el director Bill Condon: teniendo en cuenta que el film que nos ocupa está inspirado tanto en la obra animada de 1991 como en el musical de 1994 de Alan Menken, Howard Ashman, Tim Rice y Linda Woolverton, ambos pertenecientes al emporio Walt Disney y claros ejemplos de la estrategia de la empresa en pos de pasteurizar cuanto relato esté dando vueltas en el acervo cultural occidental masivo, a decir verdad el desempeño de Condon resulta bastante digno ya que consigue compensar la pobreza total de las canciones con un esplendoroso abanico de colores oscuros y un elenco con gran talento para el canto. La primera sorpresa viene por el lado de Emma Watson (Bella), de la que nadie esperaba mucho porque a priori no parecía contar con el porte o el carisma que requiere el personaje, no obstante la chica aquí profundiza el crecimiento actoral visto en Regression (2015) y Colonia Dignidad (2015) y cumple tanto a nivel vocal como al momento de transmitir emociones a través de la mirada, los gestos o una simple sonrisa. La contraparte que le eligieron, Dan Stevens (Bestia), está asimismo bastante bien y los CGI sobre su rostro se ubican en la frontera entre lo humano y la exaltación digital. Contra todo pronóstico, los sirvientes del muchacho peludo, convertidos en piezas del mobiliario y semejantes, corren con la misma suerte y ninguno cae en esa típica exageración facial símil caricatura, un esquema que no cuadra con las adaptaciones en live action de opus animados en general. Ahora bien, ya elogiado el trabajo de Condon y compañía, debemos aclarar que la mejor traslación a la pantalla del cuento de hadas de Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve continúa siendo la de 1946 de Jean Cocteau, una maravilla del surrealismo que le sacó todo el partido posible a esta fábula acerca del sacrificio, el amor genuino y su sustento en la belleza y coherencia internas por sobre la fachada social (además sigue demostrando que una máscara eficaz para la Bestia jamás será superada por los CGI, incluidos por supuesto los presentes). Los testaferros de la Disney, en su momento y fiel a su estilo, conservaron apenas el armazón más macro de la trama y volcaron a los protagonistas hacia los confines de una simpleza lavada que dejó de lado a varios personajes, evitó detalles escabrosos y sin dudas apostó por un melodrama mucho más tradicional y sin mayor complejidad retórica. Como señalábamos anteriormente, por suerte la riqueza de los rubros técnicos y el encanto de los actores son dos factores que levantan a la propuesta hasta hacerla disfrutable gracias a un fulgor ameno que combina simpatía, prolijidad y algún que otro instante de lograda comicidad. El precio a pagar por una rosa arrancada en el jardín equivocado, circunstancia que lleva a Maurice (Kevin Kline) a “entregar” a su hija Bella a la Bestia, vuelve a ser la excusa para pasearnos por los misterios en torno a la afinidad -o la ausencia de ella- entre los seres humanos, una historia que busca la magia en los márgenes de la sociedad debido a que las comunidades, por más pequeñas que sean, suelen estar más cerca de la violencia, el odio y la falta de respeto que de la piedad, el bien común y la apertura moral progresiva, ese entendimiento que debería primar ante los escollos de un conservadurismo insoportable. Condon construye una obra hermosa a partir de productos castrados de Disney y de esta manera -involuntariamente- termina siendo más devoto al espíritu original de Villeneuve…