La mentira asimilada Pareciera que de a poco Robert Zemeckis está reencauzando su carrera hacia un cine más humano y menos robótico: signos irrevocables de ello son su opus previo y el presente, dos exponentes clasicistas/ conservadores aunque bien ejecutados, sin chauvinismo de por medio. Desde hace ya mucho tiempo Robert Zemeckis padece lo que podríamos definir como el “síndrome tardío de Steven Spielberg”, un trastorno que se entiende en función de la carrera de los realizadores (salvando distancias, por supuesto). Ambos comenzaron como unos prodigios del séptimo arte y usufructuaron para bien su costado nostálgico/ aniñado, regalándonos unas cuantas obras maestras de ciencia ficción y aventuras desde la década del 70 hasta los primeros años de los 90. La racha se cortó cuando se sintieron adultos de repente y -sin período de transición- comenzaron a entregar un “film serio” tras otro, pero sin jamás regresar al nivel cualitativo y la frescura de antaño. Si bien la jugada en sí no resulta tan trágica porque en el cine siempre ha habido autores que pretenden enterrar las joyas del ayer, el verdadero problema pasa por el hecho de que los señores se enamoraron del aparato hollywoodense más lelo, léase CGI súper pomposos y estrellas símil old school. Así las cosas, una vez más nos topamos con esa inefable línea temporal que arranca con unos directores homologables al rol de adalides de la renovación, para finalmente terminar en el cajón de los veteranos conservadores con poco y nada para decir… más allá de este combo insistente que unifica lo peor del pasado (el formato narrativo exento de conflictos sociales del Hollywood clásico) y del presente (el artilugio digital en cada bendita escena). Por suerte hubo excepciones en esta etapa de decadencia, trabajos que soportan varias visiones: Spielberg por ejemplo nos dio Inteligencia artificial (Artificial intelligence, 2001), Minority report (2002) y la reciente Puente de espías (Bridge of Spies, 2015); en cambio Zemeckis no ofrece nada en verdad sorprendente desde La muerte le sienta bien (Death becomes her, 1992). Hoy Aliados (Allied, 2016) continúa el derrotero trazado por la previa En la cuerda floja (The Walk, 2015), otra propuesta clasicista hasta la médula. La historia gira en torno a la relación -en el contexto de la Segunda Guerra Mundial- entre Max Vatan (Brad Pitt), un oficial de inteligencia canadiense, y Marianne Beauséjour (Marion Cotillard), miembro de la Resistencia Francesa. La pareja se conoce en 1942, en Casablanca, con motivo de una misión centrada en el asesinato del embajador alemán; luego ambos se mudan a Londres, se casan y tienen una beba. De golpe todo se viene abajo para Vatan cuando le comunican que Beauséjour podría ser una espía germana, lo que desencadena una investigación para confirmar o rechazar la acusación. Lejos de bodrios de derecha y/o superficiales como Forrest Gump (1994), Náufrago (Cast Away, 2000) o su trilogía de animación en 3D símil maniquíes, aquí Zemeckis logra un producto digno a fuerza de “bajar unos cambios” con respecto a su obsesión con la tecnología y con las sobreactuaciones del elenco, ahora ayudado por un guión manso y astuto de Steven Knight. De hecho, a la película le viene muy bien que el tono narrativo general esté más vinculado al humanismo relativista y a la intimidad del dúo que a la fastuosidad de las locaciones, el chauvinismo o las escaramuzas cronometradas con los enemigos. La excelente labor de Pitt y Cotillard es el corazón de una epopeya sensata que no se excede en citas ni cae en clichés, construyendo tensión tanto en las secuencias románticas como en las relacionadas con el devenir bélico. La necesidad de mentir en público para sobrevivir -como ocurría en tantos otros exploitations de la Guerra Fría, el período posterior- aparece amalgamada con la asimilación de las máscaras en el ámbito privado, toda una serie de engaños superpuestos. Aliados es un opus realista, satisfactorio a nivel dramático y coherente con el mensaje primordial de fondo, el que apunta a explicitar que la guerra es una locura que destruye vidas y familias vía un ajedrez en el que mueren muchos peones por cada jerarca caído…
Jugando a la impunidad Los secretitos sucios de los burgueses y sus esfuerzos por salir indemnes son los dos núcleos principales de este drama italiano con toques de suspenso, muy en la tradición del gran Claude Chabrol, aunque ubicándose bastante lejos en términos cualitativos. De una forma similar a lo acontecido con motivo de Il nome del figlio (2015), aquella remake de El nombre (Le Prénom, 2012), la que a su vez estaba basada en una obra teatral de Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte, en esta ocasión también tenemos una nueva versión de un trabajo previo, una lógica que el “viejo continente” parece duplicar de Hollywood y su fetiche con adaptar para un determinado público lo que fue ideado con otra idiosincrasia de base: sincronización global de por medio, hoy nos topamos con Nuestros hijos (I Nostri Ragazzi, 2014), un drama inspirado en la holandesa The Dinner (Het Diner, 2013). Más allá de este insólito interés de los productores italianos en pos de refritar propuestas de otras latitudes de Europa, por suerte en esta oportunidad la faena resulta más exitosa que en el caso de Il nome del figlio, un opus que caía debajo de la película original. Ambas obras están basadas en una novela del 2009, The Dinner (Het Diner) de Herman Koch, y si bien la primera traslación mantiene más puntos en común con respecto al libro, a decir verdad los dos films se asemejan bastante en materia de la estructura general del relato y el rol asignado a los personajes: mientras que en la realización holandesa los protagonistas eran los hermanos Paul, un profesor de Historia vinculado a una izquierda difusa, y Serge, un político derechoso que deseaba convertirse en Primer Ministro, ahora sus homólogos son el pediatra Paolo (Luigi Lo Cascio) y el abogado Massimo (Alessandro Gassman). El primero está casado con Clara (Giovanna Mezzogiorno) y tiene un vástago adolescente, Michele (Jacopo Olmo Antinori), y la pareja del segundo es Sofia (Barbora Bobulova), madrastra de la hija púber de Massimo, Benedetta (Rosabell Laurenti Sellers). El guión del realizador Ivano De Matteo y Valentina Ferlan en un inicio relaciona a las dos familias mediante un altercado en vía pública que deriva en un asesinato y un niño herido de bala por una discusión vehicular (Paolo atiende al joven y Massimo representa al oficial de policía que disparó), no obstante a posteriori se mete de lleno en el verdadero eje de la trama, léase la posibilidad de que Michele y Benedetta hayan atacado a una homeless a golpes -luego de una fiesta nocturna- hasta dejarla en coma (una cámara de vigilancia lo registró todo a la distancia y así Clara cree reconocer a su hijo cuando pasan el video por la televisión). Tópicos clásicos del cine europeo como la cobardía, el egocentrismo y la sensación de impunidad de la burguesía aquí reaparecen en función del andamiaje de los cuentos morales y esas decisiones que repercuten de manera directa sobre nuestra sociedad. Sin alcanzar el nivel de sadismo de El video de Benny (Benny's Video, 1992) de Michael Haneke o la inteligencia de los opus de Claude Chabrol, la película es tan correcta en su abordaje y desarrollo como la holandesa… y no mucho más, ya que nuevamente tenemos una primera mitad que se toma su tiempo para describir -con algunas redundancias- la dinámica de los clanes en cuestión y una segunda parte en la que comienzan a intervenir los recursos del suspenso centrados en la desconfianza y las acusaciones recíprocas. Dicho de otro modo, una vez más descubrimos que el segundo acto supera con creces al primero porque logra elevar la intensidad del conflicto subyacente en esta mixtura de mediocridad, arrogancia y banalidad que tan bien define a los burgueses y sus subproductos, hoy unos “nenitos mimados” acostumbrados a que papi y mami les laven religiosamente las culpas.
Destruyendo la mentira La reencarnación (Incarnate, 2016) es uno de esos productos que ayudan a poner en primer plano la necesidad de heterogeneidad en el terror contemporáneo: estamos ante una obra disfrutable que aprovecha cada uno de sus componentes de la mejor manera posible, siempre apuntando a respetar al espectador. Así como la industria norteamericana es la responsable excluyente del culto a la repetición y la mediocridad ad infinitum, también en ocasiones nos regala productos tan simpáticos como el que hoy nos ocupa, La reencarnación, un trabajo que hace del tono trash, la mezcolanza de referencias y la excelente interpretación de su protagonista, el gran Aaron Eckhart, sus principales virtudes. Aquí nos topamos con una estructura básica de posesión diabólica símil El exorcista (The Exorcist, 1973), esa posibilidad de penetrar en los sueños/ el inconsciente vinculada a opus como El Origen (Inception, 2010), y un grupito de investigadores paranormales un tanto bizarros que nos remiten a Poltergeist: juegos diabólicos(1982), La noche del demonio (Insidious, 2010) y otras creaciones semejantes. Curioso como suena, el director Brad Peyton y el guionista Ronnie Christensen, cada uno artífice de una generosa tanda de desastres pasados, en esta oportunidad parecen haber aprendido la lección y/ o simplemente tener buen gusto para el horror. La historia gira alrededor del Doctor Ember (Aaron Eckhart), un hombre que cuenta con la singular habilidad de introducirse en la mente de las personas poseídas para destruir las patrañas que los engendros del averno les hacen creer a los sujetos, con el fin último de traer a la realidad a las víctimas y así salvarlas. El “paciente” de turno es Cameron (David Mazouz), un niño que cayó presa de Maggie, una entidad que ya tiene unas cuantas muertes en su haber, entre las que se encuentran la esposa y el hijo del apesadumbrado Ember. En todo el asunto hasta interviene el Vaticano vía una representante especial, Camilla (Catalina Sandino Moreno), que pasa a mediar entre Ember y la progenitora de Cameron, Lindsey (Carice van Houten). La idiosincrasia anticondescendiente y el interés por el desarrollo de personajes -por sobre el berretismo de los jump scares cronometrados- son elementos que le juegan muy a favor a la propuesta ya que permiten conocer a fondo a los distintos involucrados y efectivamente preocuparse por su destino, un enclave que se sitúa próximo a los rasgos y las motivaciones (esas mismas que nunca terminamos de descubrir en la enorme mayoría de los productos mainstream de la actualidad). En este sentido, Peyton acierta al privilegiar la agilidad narrativa y el desempeño apasionado de Aaron Eckhart, un actor que calza perfecto en el andamiaje del relato porque “maquilla” el trasfondo desvergonzadamente exploitation de la trama en general. La reencarnación es una película muy digna que recupera aquella noción setentosa del terror que vincula al poder con los parásitos que se alimentan de los crédulos a través de sonseras y mentiras… cualquier similitud con la realidad no es pura coincidencia.
Armonía y amplitud En Invasión zombie (Busanhaeng, 2016), al igual que en la también maravillosa The Wailing (Goksung, 2016), se unifican la vitalidad del cine surcoreano y una más que bienvenida recuperación cualitativa por parte de la fábrica de sustos del séptimo arte… Recientemente hemos disfrutado de una verdadera catarata de películas de terror que han levantado la vara del género una vez más, ratificando que la diversidad es una de las mayores riquezas que nos puede regalar el cine y que la calidad y el público masivo todavía pueden ir de la mano. En plan de hacer justicia, sin duda en primera línea se ubican las extraordinarias No Respires (Don’t Breathe, 2016), Miedo Profundo (The Shallows, 2016), Cuando las Luces se Apagan (Lights Out, 2016), Somnia: Antes de Despertar (Before I Wake, 2016), Avenida Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane, 2016) y La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015). Ya un poco más rezagadas, acompañan este derrotero triunfal 12 Horas para Sobrevivir: El Año de la Elección (The Purge: Election Year, 2016), El Conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016), Goodnight Mommy (Ich Seh Ich Seh, 2014), Cuando Despierta la Bestia (Når Dyrene Drømmer, 2014) y El Niño (The Boy, 2016), toda una segunda camada que termina de delinear un período de inusitado esplendor para el horror. Ahora bien, Invasión zombie (Busanhaeng, 2016) viene a ser algo así como la frutilla del postre, un trabajo exquisito que logra destacarse en un subgénero que a esta altura parecía bordear el agotamiento definitivo, el de los zombies. Antes que nada conviene aclarar que hablamos de un representante de una de las cinematográficas nacionales más interesantes de las últimas dos décadas, la surcoreana, y que el film en cuestión es la primera aventura en “live action” de Yeon Sang-ho, un director muy talentoso que se hizo conocido en el ámbito internacional por una trilogía de animación nihilista compuesta por The King of Pigs (Dwae-ji-ui Wang, 2011), The Fake (Saibi, 2013) y la flamante Seoul Station (2016), una especie de precuela del opus que hoy nos ocupa. Aquí el realizador por suerte se abre del abanico de referencias de los exploitations de The Walking Dead de los últimos años, un espectro fallido que va desde la megalomanía de Guerra Mundial Z (World War Z, 2013) hasta la intimidad hogareña y estéril de What We Become (Sorgenfri, 2015) y Viral (2016). Suprimiendo esa insistencia para con las escenas de acción cronometradas y todos los clichés melodramáticos de índole familiar, Invasión zombie toma prestada la desesperación y el humanismo de Escape en Tren (Runaway Train, 1985), de Andrey Konchalovskiy, y la colección de dardos contra las injusticias detrás de la estratificación social capitalista de Snowpiercer (2013), del enorme Bong Joon-ho. El relato comienza con un prólogo que apenas si nos ofrece un mínimo adelanto de lo que vendrá: el conductor de una camioneta es obligado a detenerse en una estación de control, donde le informan vagamente que se produjo una “fuga” en algún punto de la ruta, luego de lo cual atropella por accidente a un ciervo y se marcha sin percatarse que el susodicho -segundos después- se levanta con sus ojos emblanquecidos. Casi toda la faena posterior transcurre a bordo de una formación infestada de zombies del KTX (Tren Expreso de Corea), en viaje de Seúl a Busan, en la que coinciden la necesidad de sobrevivir, la desigualdad y el canibalismo de los seres humanos. Como hizo anteriormente con el sistema educativo, la milicia y la religión organizada, hoy Yeon analiza sin ningún prurito el egoísmo y la brutalidad de la sociedad coreana mediante el comportamiento de determinados personajes, aunque en esta oportunidad dejando la puerta abierta a la esperanza vía el amor filial. Los núcleos protagónicos centrales se corresponden a dos familias, la primera encabezada por Seok-woo (Gong Yoo), un gerente financiero divorciado que suele desatender a su pequeña hija Soo-an (Kim Soo-an), y la segunda representada por Sang-hwa (Ma Dong-seok), un esposo de clase obrera que viaja junto a su mujer embarazada Seong-kyeong (Jeong Yu-mi). Muy por encima de las rencillas de los hombres durante el transcurso de la odisea, en función del individualismo contraproducente de Seok-woo y la rudeza todo terreno de Sang-hwa, el verdadero villano de la historia no es el influjo de los cadáveres rabiosos sino un tal Yong-suk (Kim Eui-sung), un CEO exasperado y artífice de masacres colaterales por paranoia y ventajismo. Train to Busan: Armonía y amplitud - Semana de Cannes en Buenos Aires 2El cineasta hace absolutamente todo bien y va superponiendo dimensiones retóricas con una naturalidad envidiable: aquí la sucesión de tragedias se condicen con los comentarios sociales propuestos, el desarrollo de personajes y un cúmulo de secuencias de acción que no sólo jamás se sienten forzadas sino que -por el contrario- llaman la atención por su pertinencia y originalidad. En esencia estamos ante la antítesis del modelo hollywoodense y su pomposidad redundante y demasiado bobalicona, debido a que los engranajes de Invasión zombie funcionan en perfecta armonía y el relato aprovecha la totalidad de la amplitud inconformista del terror, sin limitarse a los facilismos que suelen imponer los autómatas de marketing de los grandes estudios. Yeon, al igual que los directores de los films que mencionábamos al inicio, enfatiza la urgencia de un estatuto autoral en el cine industrial, en pos de eliminar el esquema desgastado de una producción multitarget que pretende dejar a todos contentos y que para colmo resulta deficitaria, siempre generando vergüenza ajena…
Un sueño humilde Estamos ante una pequeña y sutil maravilla que convoca al fantasma de los conflictos entre Oriente y Occidente sin apelar al enfrentamiento directo, optando en cambio por los engranajes de la comedia basada en la ironía y el desarrollo de personajes… Si hay algo que le falta al séptimo arte de nuestros días es una sátira tradicional que evite el tono canchero y bobalicón de Hollywood, ese que se la pasa denostando a lo diferente o recurriendo una y otra vez a los agravios para generar un efecto cómico que ya no es tal ni mucho menos. No se Metan con mi Vaca (La Vache, 2016) corta precisamente esta racha que caracteriza a casi todo lo que se estrena en Argentina en materia de risas, un esquema que por cierto abarca tanto el mainstream norteamericano como el del resto del globo vía ósmosis y/ o simple facilismo industrial. Esta interesante producción francesa juega todo el tiempo con el límite entre el costumbrismo más afable y la susodicha parodia en torno al encuentro de culturas distintas, un tópico para nada fácil hoy por hoy si consideramos que hablamos de un “choque” entre el mundo musulmán y nuestro Occidente de cartón pintado. El protagonista es Fatah (Fatsah Bouyahmed), un campesino que vive en Boulayoune, un pueblito de Argelia, junto a su esposa Naïma (Hajar Masdouki) y las dos hijas pequeñas de la pareja. El eje del relato, como nos lo adelanta el título del film, es el cariño que Fatah siente por Jacqueline, una vaca de raza Tarentaise a la que el hombre cuida con fervor, al punto de convertirse en algo así como el hazmerreír del lugar. Cuando llegue una carta a Boulayoune informando que el aldeano ha sido seleccionado para participar en el Salón de la Agricultura de París, un afamado concurso internacional de bovinos en el que Fatah venía solicitando año tras año que lo acepten, todo el pueblo se solidarizará y pondrá dinero para que pueda trasladarse -junto con Jacqueline- desde Argelia a Marsella a través del Mar Mediterráneo y desde allí a París caminando durante días y días (“cero liquidez” mediante). El guión del director Mohamed Hamidi, Alain-Michel Blanc y el propio Bouyahmed se hace un festín con los personajes que Fatah va descubriendo en su camino hacia la capital gala, casi todos tan bizarros como él mismo. Así las cosas, nos topamos con su cuñado Hassan (Jamel Debbouze), con quien está peleado, un mago y sus asistentes, que lo incitan a beber aguardiente de pera y por ello aparece en la web una foto suya besando a una señorita, y finamente con Philippe (Lambert Wilson), un conde arruinado que lo ayudará en los peores momentos de su derrotero. La obra aprovecha con astucia la sencillez del planteo ya que sabe mechar situaciones hilarantes que no transforman a Fatah en una caricatura (recurso al que suelen apelar otros opus similares) y hasta permiten construir un personaje coherente que resulta tan simpático como obcecado (la humildad de su sueño lo determina). Mientras que por un lado la película coquetea continuamente con una “explosión” cultural gracias a la pugna entre Francia y Medio Oriente, un sustrato al que el film no sucumbe del todo porque -al fin y al cabo- hablamos de una comedia optimista que se vuelca más hacia un naturalismo irónico que a la desproporción y la hipérbole política, por otro lado No se Metan con mi Vaca logra desplegar un manto de piedad sobre las tensiones reglamentarias a través de esa misma levedad concienzuda, la cual termina siendo muy eficaz en lo que respecta a la “reconciliación simbólica” entre ambas civilizaciones. El gran trabajo de Bouyahmed constituye el corazón de la epopeya que encaran Fatah y Jacqueline, un viaje que consigue la proeza de nivelar las contradicciones históricas involucradas, el humanismo de fondo y una sucesión de viñetas costumbristas que dignifican la belleza de los anhelos…
El pacifismo según Gibson Hasta el último hombre (2016) es una propuesta intensa a nivel visual que hace de su desparpajo al momento de las secuencias de combate su principal fortaleza, circunstancia que asimismo le permite superar los estereotipos que enmarcan el desarrollo dramático… Como no podía ser de otra forma tratándose de Mel Gibson, una vez más el señor entrega una película profundamente contradictoria cuyo corazoncito está ubicado en una suerte de derecha irreverente que confirma algunos valores tradicionales al tiempo que niega otros, todo un esquema de superposiciones que se extiende también a las minucias del relato. Aquí el australiano -de ascendencia norteamericana- construye una epopeya militarista light en sintonía con la decisión de centrarse en la historia real de Desmond Doss, el único objector de conciencia que recibió la Medalla de Honor de los Estados Unidos por su participación como rescatista médico durante la Segunda Guerra Mundial. Si por un lado el director sigue obsesionado con la representación más brutal y preciosista posible de la violencia, por el otro continúa en la búsqueda del trasfondo humanista y cierta misericordia. La trama a rasgos generales toma prestados el andamiaje y algunos motivos de Nacido para Matar (Full Metal Jacket, 1987), una de las tantas obras maestras de Stanley Kubrick, con el fin de presentarnos una primera mitad de entrenamiento y una segunda parte de batallas, aunque ahora con el agregado de un prólogo que resuelve rápidamente el background del protagonista antes de enlistarse: así nos enteramos que Doss (Darcy Bryce de niño y Andrew Garfield en la adultez) por poco asesina a su hermano en una pelea, con el tiempo se obsesiona con el mandamiento “no matarás” -dentro de un ideario protestante dominado por la Iglesia Adventista del Séptimo Día- y eventualmente conoce a la chica linda de turno, Dorothy Schutte (Teresa Palmer), y se suma al ejército para “salvar vidas”, a pesar de la oposición de su padre Tom (Hugo Weaving), un veterano lúgubre y adicto al alcohol. Así las cosas, la primera hora del metraje funciona como una versión un tanto mojigata de la propuesta de Kubrick, en esencia con el Sargento Howell (Vince Vaughn) y el Capitán Glover (Sam Worthington) presionando a Doss para que renuncie y no los ponga más en ridículo por su negativa a portar armas y a entrenarse los sábados. Durante la segunda mitad Gibson se siente más cómodo y se luce vía una serie de carnicerías a puro gore que retoman lo visto -en materia de osadía y desparpajo formal- en Corazón Valiente (Braveheart, 1995), La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004) y Apocalypto (2006). Al igual que aquellas, Hasta el Último Hombre (Hacksaw Ridge, 2016) debe ser leída como una película paradójica porque es tan mezquina y maniquea a nivel dramático como interesante en el apartado visual, quitándole la asepsia al cine contemporáneo y sus insoportables CGI. En este sentido, el realizador se enrola en la vieja escuela del séptimo arte centrada en la acción sin anestesia, la piedad inusitada y la mugre de las muertes en las trincheras símil La Patrulla Infernal (Paths of Glory, 1957). Por supuesto que en el aspecto ideológico el opus deja mucho que desear debido a que es tan chauvinista como casi cualquier otro film del mainstream de nuestros días (el pacifismo de Doss no incluye ningún cuestionamiento a la guerra o a la intervención concreta de su país, empezando por su misma presencia en el campo de batalla), no obstante lo compensa con la fastuosidad de la fotografía de Simon Duggan y las “preocupaciones” naturalistas del propio director (las masacres están perfectamente coreografiadas y ofrecen una sorpresa tras otra). Las redundancias religiosas, lo esquemático del personaje de Doss y las participaciones poco convincentes de Vaughn y Worthington quedan al final en segundo plano frente a la excelente labor de Garfield y de un Gibson que sabe cómo desatarse al momento de la furia bélica más árida y demencial…
Una velada burguesa Si tenemos presente que la mayoría de los exponentes de horror de nuestros días opta por invocar la misma colección de recursos retóricos una y otra vez, a decir verdad El Cadáver de Anna Fritz (2015) constituye un soplo de aire fresco, quizás uno un tanto maltrecho aunque atractivo de todos modos… El terror es el único género que puede ofrecernos obras como El Cadáver de Anna Fritz (2015), una película que hace agua en innumerables apartados y sin embargo arroja -a fin de cuentas- un saldo positivo, fundamentalmente porque sacude el marasmo en el que suele caer el género en cuanto a la repetición de escenarios y premisas básicas narrativas. El film se vale del viejo morbo del ser humano alrededor de la necrofilia con el objetivo de utilizarlo como catalizador para una historia de suspenso bastante tradicional, que a su vez se sustenta en la podredumbre moral de la burguesía y el fetichismo malsano para con las figuras públicas. La muerte de la mujer del título y el traslado de su cuerpo a la morgue de un hospital ignoto son los disparadores de un relato que carga con diversos problemas pero también con la astucia de saber explotar un tópico clásico del catálogo de las perversiones. Por supuesto que el atolladero de la corrupción cíclica y la complicidad no tarda en darse cita: uno de los celadores nocturnos del lugar, Pau (Albert Carbó), se topa con el cadáver de Anna Fritz (Alba Ribas), una actriz muy famosa que fue encontrada sin vida en el contexto de una fiesta privada, y no tiene mejor idea que sacarle una foto y mandársela a un amigo, Iván (Cristian Valencia), quien se aparece en el hospital con otro “compinche”, Javi (Bernat Saumell), con la firme intención de ver a la susodicha. Rápidamente Iván y Pau deciden violar el cuerpo desnudo de Fritz y de este modo el segundo descubre que la joven no estaba tan muerta como parecía, lo que desencadena primero una discusión -acerca de qué hacer a continuación- y luego el asesinato de Javi producto de una escaramuza con Iván, el partidario de ultimar definitivamente a Fritz y borrar todas las huellas en pos de impunidad. La ópera prima de Héctor Hernández Vicens tiene inscripto el signo del amateurismo por todos lados: el guión cuenta con varios baches, hay errores de continuidad entre las escenas, los clichés están a la orden del día, los personajes son un tanto esquemáticos y para colmo las actuaciones dejan mucho que desear (salvo la de Valencia, el más experimentado del trío masculino). La inocencia desde la cual está encarada la obra tampoco entrega un desarrollo en verdad interesante para Fritz/ Ribas, ese pivote de la trama que prácticamente no conocemos, tanto por lo acotado de los 76 minutos del metraje como por el nulo espacio concedido para que la señorita autojustifique las pasiones que despierta en estos burguesitos aborrecibles que la confinan a una camilla. Incluso con estos inconvenientes, el film logra entretener y hasta analizar sutilmente los recodos de las fantasías sexuales y la degradación. Tan lejos de la sátira de la extraordinaria Re-Animator (1985) como de la efervescencia de Angst (1983) y las barrabasadas de la impresentable Nekromantik (1987), El Cadáver de Anna Fritz trabaja la necrofilia de manera tangencial porque decide concentrarse en una historia de encubrimiento a la Malos Pensamientos (Very Bad Things, 1998), aunque sin los detalles de comedia negra y enfatizando la sucesión de tragedias. Desde ya que la propuesta podría haber aprovechado mucho más el trasfondo principal, no obstante resulta bienvenida una película que retoma una temática algo olvidada de la clase B en medio de un panorama cinematográfico en el que hasta los exponentes más luminosos del horror recurren a los mismos latiguillos y fórmulas de siempre. El opus de Hernández Vicens posee el encanto del shock en versión light: hablamos de una anomalía loable que busca patear el tablero…
La metáfora de la isla desierta Un colapso tecnológico progresivo y el amor que nace de las mentiras son los dos pivotes principales de Pasajeros (2016), un film muy interesante que transgrede las reglas actuales del mainstream para ofrecernos un relato rosa de pulso y ribetes cósmicos… Poder calificar a una película de ciencia ficción de adorable, discreta y hermosa es de por sí un hecho insólito dentro de lo que ha sido la producción hollywoodense de los últimos años, especialmente considerando la uniformidad de las propuestas del rubro y su fetiche insoportable para con el heroísmo berreta, la pose irónica de manual y esa típica catarata de secuencias de acción a puro bombo y CGI. El nuevo opus de Morten Tyldum, responsable de las extraordinarias Cacería Implacable (Hodejegerne, 2011) y El Código Enigma (The Imitation Game, 2014), es un melodrama espacial que analiza en primera instancia la falibilidad tecnológica ante los imprevistos y en segundo término el egoísmo que suele aflorar en situaciones de aislamiento o extrema soledad, esas que se homologan con la capacidad de adaptación del ser humano, sus paradojas y la urgencia por amar en sociedad. Las referencias que trae a colación el guión de Jon Spaihts abarcan un espectro bastante amplio que incluye determinados elementos de Robinson Crusoe, la novela de Daniel Defoe, En la Luna (Moon, 2009), el excelente debut de Duncan Jones, The Long Morrow, un capítulo de la quinta temporada de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), y hasta Naves Misteriosas (Silent Running, 1972), aquella obra maestra de Douglas Trumbull. Lo refrescante del film se condensa de lleno en su sustrato romántico, uno que se aleja del maniqueísmo de las comedias mainstream y al mismo tiempo evita la pomposidad gratuita a la que nos tienen acostumbrados la vanagloria y el belicismo del cine fantástico norteamericano: hablamos de una “soap opera” sincera y humilde pero con un presupuesto millonario destinado a adornar su contexto para embellecerlo vía la dialéctica del universo. Toda la historia se sitúa en la nave espacial Avalon, eje de un emprendimiento capitalista que pretende colonizar mundos lejanos y transportar a miles de personas cansadas de un Planeta Tierra sobrepoblado. Como consecuencia del impacto de un asteroide, el sistema de mando autónomo comienza a funcionar mal y despierta de su hibernación -90 años antes de la llegada- a Jim Preston (Chris Pratt), un ingeniero mecánico que pronto pasará del desconcierto por ser el único pasajero consciente a la angustia de no poder regresar a su estado de “animación suspendida”, circunstancia que eventualmente lo conducirá a la aceptación de que nunca disfrutará de la utopía de turno, un planeta apacible llamado Homestead II. Aun así, Preston de a poco se enamora de Aurora Lane (Jennifer Lawrence), otra peregrina en el infinito a la que el susodicho un buen día decide despertar de su sueño. Más allá de que el desempeño del realizador a nivel visual es francamente inobjetable, ya que exprime con elegancia y minimalismo el diseño de producción de Guy Hendrix Dyas y la fotografía de Rodrigo Prieto, dos profesionales maravillosos, aquí sorprende la lucidez dramática de Pasajeros (Passengers, 2016) en lo que atañe al desarrollo de una dupla protagónica ubicada en la frontera entre una simpleza afable símil cliché (él hace las veces de un “lumpen del cosmos” y ella de una representante de la burguesía intelectual, con vocación de escritora incluida) y la complejidad de lo que podríamos definir como las contradicciones actitudinales humanas (el sentimiento de culpa de Preston choca con su voluntad de pretender ocultar el haberle impuesto su capricho a Lane, quien asimismo comenzará a tomarle cariño mientras los problemas técnicos de la nave se multiplican). Sin lugar a dudas, Lawrence supera con creces a Pratt en términos actorales y la diferencia se nota en algunas escenas, a lo que se suma un desenlace un tanto convencional que sin embargo no opaca la idiosincrasia humanista de una trama cuya brújula moral está un poco atrofiada y por momentos bordea el interesante terreno de la crueldad y la perversión. La obra es un retrato freak de los sacrificios del corazón, más cerca de la ciclotimia de los relatos rosas que del Hollywood conformista y sus duplicados parasitarios alrededor del globo, esos diletantes por antonomasia del sentir apático. La sencillez de la película de Tyldum se sostiene gracias a la ternura de los cuentos que celebran el amor maldito y unas mentiras tan antiguas como los propios hombres, aquí replanteadas desde una óptica hoy por hoy nada habitual centrada en los vaivenes estelares y la metáfora de la isla desierta…
De viaje por Asia El conservadurismo ramplón y la falta de originalidad enmarcan las características excluyentes de casi todas las comedias que llegan a la cartelera de nuestro país: como no podía ser de otra forma, Una pareja despareja (2016) viene a engrosar la lista y no mucho más… El finlandés Renny Harlin es uno de esos artesanos maltrechos como ya casi no existen en el ámbito cinematográfico de nuestros días, un profesional insistente y todo terreno que ha deambulado por muchos géneros del catálogo actual con un desempeño relativamente aceptable, por lo menos en lo que a él le compete. El único problema del señor -uno muy grave, a decir verdad- es que nunca se caracterizó por su originalidad y/ o talento, circunstancia que nos suele condenar a una medianía bastante cansadora a largo plazo (su eficacia a la hora de entregar blockbusters va de la mano de la ausencia de ideas novedosas o una mínima profundidad en lo que respecta al desarrollo de personajes). El realizador comenzó su carrera en el mainstream con un par de eslabones potables en las franquicias de Freddy Krueger y John McClane, pero desde hace tiempo anda algo perdido en la clase B. Lejos de la que podríamos definir como su “cumbre creativa” de mediados de la década del 90, léase Riesgo Total (Cliffhanger, 1993) -quizás la mejor propuesta de Sylvester Stallone de aquel período- y El Largo Beso del Adiós (The Long Kiss Goodnight, 1996), la presente Una Pareja Despareja (Skiptrace, 2016) se ubica dentro del pelotón de trabajos agridulces del director de los últimos años: en este caso hablamos de una obra simpática aunque olvidable que funciona como un vehículo comercial para Jackie Chan, quien viene de una racha de productos destinados al mercado chino y hoy decide abrirse de nuevo a Estados Unidos. El título en castellano aclara la fórmula del film, sólo basta decir que la contraparte del hongkonés es Johnny Knoxville, el líder de la troupe de Jackass, aquella locura de comienzos de la década pasada, prácticamente el último show interesante que generó MTV. Una vez más en Una Pareja Despareja nos topamos con la misma situación de siempre de la carrera de Harlin, en esencia secuencias de acción bien construidas, una trama algo endeble e inserts cómicos que no terminan de convencer del todo debido a cierta torpeza en cuanto a los remates y la puesta en escena. En simultáneo tenemos que reconocer que la película no apunta alto y se conforma con ofrecer un surtido ameno de las “marcas registradas” de los dos protagonistas de la faena: mientras que Chan se luce con una nueva colección de coreografías frenéticas vinculadas al cine mudo, las artes marciales y el slapstick en general, Knoxville por su parte complementa a la perfección con una serie de porrazos muy hilarantes y referencias a la integridad de su mochila genital. La simpleza y buenas intenciones de fondo ayudan a que el opus resulte entretenido y no pase vergüenza. La historia gira alrededor de un viaje desde Siberia hacia Hong Kong a cargo del dúo y la excusa es transportar un celular de un capo mafioso de China llamado el Matador, en propiedad del personaje de Knoxville, que probaría la identidad del susodicho (hoy Chan interpreta a un detective y el norteamericano a un “artista de la estafa”, especializado en desvalijar casinos). Como era de esperar, el ritmo narrativo va tan rápido que poco importan los baches en el relato y una edición bastante desprolija porque aquí prima el tono de comedia por sobre cualquier atisbo de seriedad, lo que le brinda coherencia al producto y enaltece a los actores. Aun así, definitivamente el mayor problema viene por el lado del guión de Jay Longino y BenDavid Grabinski, un trabajo muy poco cuidado que pretende reciclar demasiados clichés sin terminar de jugarse del todo por el desparpajo o el delirio…
Parábola del enemigo interno Una vez más el horror indie norteamericano vuelve a fallar en esta propuesta clase B poco inspirada y demasiado insípida que podría haber usufructuado el motivo de los acosadores sexuales para mezclarlo con el anclaje de las películas de invasión de hogar… El terror ha invocado en numerosas ocasiones -y con diversos resultados artísticos- el miedo burgués a la violación de la santidad del espacio privado, un campo en el que los films pioneros sin duda fueron Espera la Oscuridad (Wait Until Dark, 1967), Perros de Paja (Straw Dogs, 1971) y Cuando Llama un Extraño (When a Stranger Calls, 1979), todas obras extraordinarias que marcaron el pulso a futuro. Si pensamos al subgénero en términos más recientes, no podemos pasar por alto Horas de Terror (Funny Games, 1997), Los Extraños (The Strangers, 2008), Cacería Macabra (You’re Next, 2011) y la amena In Their Skin (2012). Asimismo tenemos películas más volcadas al thriller como Intruders (2015) y la gloriosa No Respires (Don’t Breathe, 2016), o propuestas que explotan el costado psicosexual como Mientras Duermes (2011) y la presente Intruso (Intruder, 2016). Lamentablemente este trabajo escrito y dirigido por Travis Zariwny, un diseñador de producción reconvertido en realizador, se mueve en un terreno a mitad de camino entre el amateurismo y esa tendencia del mainstream contemporáneo menos iluminado a alargar sin necesidad algunas situaciones y planteos, como si la dilatación del margen temporal previo al sobresalto/ jump scare reglamentario fuese proporcional a la tensión acumulada del otro lado de la pantalla; una ecuación que suele obviar el hecho de que en el asunto en cuestión intervienen otros factores como la puesta en escena, la ductilidad de los actores, las recurrencias más importantes del género, la riqueza de los personajes, etcétera. La vieja y querida premisa “loquito se mete subrepticiamente en la morada de una señorita sola” aquí no llega al desastre pero tampoco está aprovechada con inteligencia o fogosidad creativa. Toda la acción gira alrededor de Elizabeth (Louise Linton), una bella violonchelista que toca en la Filarmónica de Portland y duda de viajar a Londres -para expandir sus horizontes profesionales- debido a que su novio Justin (Zach Myers) no desea acompañarla porque, a su vez, piensa en su propia carrera como investigador universitario. Un buen día, mientras ella saca la basura, el obseso de turno entra en el departamento de la susodicha y así comienza una serie de rituales centrados en observarla dormir, ducharse, comer, tocar el instrumento, etc. La película de por sí es partidaria de un esquema clasicista que oculta el rostro del acosador con el fin de deambular narrativamente por el círculo íntimo de Elizabeth y presentarnos a un puñado de sospechosos de ocasión, no obstante Zariwny no ofrece ni una bendita idea novedosa y se muestra demasiado lerdo en el desarrollo general. El problema de los estereotipos también se extiende a las distintas opciones con respecto al psicópata, quien se da a entender posee un historial de asesinatos vía asfixia con bolsas de plástico: tenemos a Chester (Aaron Trainor), el infaltable vecino tenebroso, a Vincent (interpretado nada más y nada menos que por Moby), aparentemente su “tutor” dentro de la filarmónica, y por último a John (John Robinson), otro habitante del barrio que la va de tímido aunque guarda algunos secretitos. Linton cumple con dignidad pero el director no sabe aprovecharla en un film que supera de todas formas a La Cabaña del Miedo (Cabin Fever, 2016), el anterior y también fallido opus de Zariwny. Se agradece una vuelta parcial a los desnudos modelo slasher, sin embargo la ausencia de gore y el manejo deficiente del suspenso dejan poco margen para el disfrute en esta parábola sobre el enemigo interno…