Sobre el cine difuso. Si tenemos presente que no debe haber género más maltratado por Hollywood que la comedia, una película como Un Espía y Medio (Central Intelligence, 2016) no resulta tan mala después de la catarata de las últimas dos décadas de productos perezosos, aburridos y extremadamente tontos con los que nos vienen torturando los gigantes norteamericanos (catarata que por supuesto encuentra su espejo en determinados sectores de la prensa y el público que carecen de una mínima formación humanista que no sea la que brinda el mainstream, dícese de la oda al entretenimiento liviano e insignificante que no deja rastros y se agota en el acto del consumo). Aquí el director Rawson Marshall Thurber levanta la puntería con respecto a sus trabajos fallidos anteriores y redondea un film olvidable pero simpático, un mérito que pareciera escasear cada vez más en la industria cinematográfica. En lo que atañe al apartado positivo, la obra recupera con relativa eficacia a las comedias de espionaje de antaño y combina aquellos rasgos formales con las marcas de estilo de las buddy movies y los thrillers de acción, todo ello dentro de lo que vendría a ser -a nivel de su corazón comercial- un vehículo/ exploitation personal de los protagonistas, los señores Dwayne Johnson y Kevin Hart. Lamentablemente, ya adentrándonos en los detalles menos placenteros, la propuesta también cae en una serie de problemas típicos del cine estadounidense contemporáneo que giran alrededor del guión de turno, uno que limita el histrionismo de los actores, desaprovecha destellos de lo que podrían haber sido núcleos cómicos y hasta recurre a salidas vulgares y fuera de lugar en escenas que ameritaban jugarse en serio por la idea que sobrevuela toda la historia, la de luchar contra el bullying. La acción comienza en 1996, durante una graduación de secundaria, momento en el que las autoridades homenajean al estudiante más prometedor de la camada, Calvin Joyner (Hart), y unos imbéciles/ abusones lanzan desnudo en medio del acto al estudiante que recibió más burlas por su peso, Robbie Wheirdicht (Johnson). Veinte años después, Joyner es un triste contador que siente que ha fracasado en su vida y que sin darse cuenta termina envuelto en una trama de espionaje internacional debido a que su ex compañero Wheirdicht, ahora un musculoso agente de la CIA rebautizado Bob Stone, lo contacta vía Facebook. Lo que empieza como un encuentro inocente para recordar viejos tiempos de pronto se transforma en una investigación bastante difusa en pos de dar con el paradero de un tal “Tejón Negro”, un traidor que pretende vender los códigos de los satélites norteamericanos a un terrorista. Desde ya que lo único que le otorga una mínima coherencia al producto es la química entre Johnson y Hart, circunstancia que por cierto no es poca cosa si consideramos que ambos por separado lejos han estado de entregar un cúmulo de opus interesantes, más bien todo lo contrario. Esto asimismo trae a colación a otro de los déficits más apremiantes del Hollywood actual, el hecho de ni siquiera saber explotar la capacidad -dramática, cómica, física, etc.- de intérpretes que no son una maravilla pero sí profesionales adiestrados por la misma industria, a los que suelen dejar flotando en el vacío de obras muy esquemáticas y a mitad de camino de todo. En síntesis, Un Espía y Medio es un film apenas digno que podría haber sido mejor si se decidiese entre el delirio o la seriedad y si hubiese presionado mucho más en torno a los traumas adolescentes de Stone y el estado de insatisfacción de Joyner…
La “A” es como una montaña. Si hay algo que casi nadie esperaba era otra adaptación de Heidi, la archiconocida novela de Johanna Spyri, y lo singular del asunto es que esta nueva traslación realmente es muy buena, llegando a rankear en punta entre la infinidad de interpretaciones de la que podemos considerar como la historia por antonomasia de Suiza, en especial a ojos del mundo. El principal responsable de que aquí en el sur conozcamos los pormenores de las aventuras de la huérfana del título es el anime homónimo de 1974 dirigido por Isao Takahata y con contribuciones importantes de Hayao Miyazaki, aquellos míticos 52 episodios que fueron transmitidos por televisión en Latinoamérica desde fines de la década del 70 hasta entrados los 90. En esta oportunidad por suerte tenemos otra Heidi, una que se condice mucho más con el trabajo original de Spyri y con características que evitan limitarse a captar el público femenino o los adultos de corazón sensible, aunque siempre respetando la esencia libertaria y humanista que anida en todas las versiones de un relato que reconcilia campo y metrópoli. Mientras que la nenita de la serie japonesa era un vendaval de emociones y entronizaba una concepción dinámica de la naturaleza, acorde con las posibilidades que abría la animación con respecto al live action de la época, hoy la protagonista de Heidi (2015) es una chiquilla enamorada del paisaje alpino y la vida trashumante asociada, sacando a relucir el hecho de que los afectos filiales nunca van de la mano con la hipocresía alrededor de la tutela de los pequeños, a quienes se los suele considerar meros objetos. En este sentido, basta con recordar que el primer capítulo empieza y termina con dos de los actos de crueldad más famosos de la literatura infantil: la trama comienza con Dete (Anna Schinz), la tía de Heidi (Anuk Steffen), abandonándola en el hogar de su Abuelo (Bruno Ganz), un ermitaño que vive aislado en los Alpes criando cabras; y el segmento finaliza cuando Dete se lleva a la niña para venderla a una familia de burgueses de Frankfurt, en Alemania, como “dama de compañía” de Klara (Isabelle Ottmann), una jovencita parapléjica confinada en su mansión. El realizador Alain Gsponer y la guionista Petra Biondina Volpe esquivan lo que pudiese haber sido un “abordaje hollywoodense” en lo referido a la entonación del texto de base, circunstancia que en términos prácticos significa que no estamos ante un aggiornamiento de índole oportunista y bobalicón; como hubiese representado la introducción forzada de escenas de acción, chistecitos cancheros, secundarios inconducentes, CGI de apariencia símil polietileno y un sinfín de diálogos patéticos que apelasen a los espectadores pueriles del cine mainstream de nuestros días. Por el contrario, la película decide adoptar un punto de vista muy apegado al libro de Spyri, por un lado enfatizando la plenitud y los sinsabores de la niñez y por el otro complejizando a cada personaje en pos de mostrar distintas capas del susodicho según su contexto natural/ familiar/ social. La jugada sale muy bien porque aquí se reemplaza la iconografía religiosa de la novela (el regreso al redil sacro por parte del Abuelo) por una apertura afectiva más simple y eficaz (el compartir de nuevo su vida). De hecho, el film saca provecho tanto del entrañable vínculo entre la pequeña y su Abuelo como del que une a la protagonista con Klara, logrando que en el primero se enriquezca el anciano y en el segundo la propia Heidi. Nada de esto sería posible sin el maravilloso trabajo de casting, sobre todo si pensamos en la adecuación del trío protagónico compuesto por Ganz, Steffen y Ottmann: cada uno aporta la dosis justa de efusividad a personajes que sufren y disfrutan casi en igual proporción y que además se ven complementados por clásicos infaltables como Peter (Quirin Agrippi), el pastor ciclotímico amigo de Heidi, y Rottenmeier (Katharina Schüttler), la temible ama de llaves de la mansión de la familia de Klara. Así las cosas, llama poderosamente la atención que se haya apostado por una lectura tradicionalista que privilegia los sentimientos, las actuaciones del elenco y la felicidad que pueden ofrecer la compañía del prójimo, la alfabetización y la belleza de las montañas, por sobre el cúmulo de artificios y poses de cotillón que hoy priman en la industria cultural…
Suicidios en cadena. Durante parte de la década pasada en el cine de horror abundaron las propuestas asiáticas, trabajos que en un principio fueron exitosos tanto a nivel artístico como en lo referido a los dividendos generados en boletería. Pero como el modelo norteamericano de producción suele imitarse hasta en las geografías más lejanas, esa suerte de renovación del terror internacional -que venía del cansancio y la lenta desaparición de los maestros del género de Estados Unidos y Europa de los 70 y 80- devino en una fórmula más. Junto con los otros dos engranajes de este mecanismo industrial, léase el found footage y las remakes, los fantasmas vengadores de ojos rasgados ayudaron a que el horror actual fuese cayendo en una espiral conservadora y previsible, cortando de raíz aquella variedad/ riqueza de antaño y dejándonos a merced de las anomalías que van surgiendo año a año desde los márgenes. Ahora bien, El Exorcismo de Anna Waters (The Faith of Anna Waters, 2016) es sin duda uno de los representantes menos luminosos de los coletazos trasnochados del linaje, sin embargo en esta ocasión con la peculiaridad de pretender abarcar más de lo conveniente. La película prueba un poco de todo y consigue la singular proeza de hacer todo mal: tenemos la nenita conectada con el más allá, el esposo abandónico que se redime, la protagonista que investiga la misteriosa muerte de su hermana y un popurrí de detalles coloridos alrededor de las casas embrujadas, el pasado que regresa, las presencias demoníacas y hasta algunos ciberataques a la Iglesia Católica. Sinceramente no se entiende la enorme torpeza del realizador singapurense Kelvin Tong, conocido en Occidente por la correcta The Maid (2005), quien arma un verdadero cocoliche de ingredientes que ni siquiera sabe usufructuar. El catalizador del relato es el suicidio por asfixia de Anna Waters (Rayann Condy), una mujer que sufría de la enfermedad de Huntington, un padecimiento genético incurable que provoca el movimiento involuntario de las extremidades, una falta de coordinación generalizada y la incapacidad de tragar alimentos. Como en la reciente El Bosque Siniestro (The Forest, 2016), el trágico episodio desencadena que su hermana Jamie (Elizabeth Rice) viaje a un destino un tanto “exótico” -antes el bosque japonés Aokigahara, hoy Singapur- para desentrañar lo sucedido. El guión del propio Tong va sumando subtramas sin otra justificación narrativa que la simple acumulación de ítems inconexos, aparentemente con el objetivo de satisfacer al mayor número posible de espectadores: la jugada deriva en escenas ridículas como las centradas en los sacerdotes y todo lo relacionado con la Torre de Babel. Otro inconveniente del film es el desempeño del elenco aunque en este caso las culpas están repartidas entre la impasibilidad de los actores y la ausencia de ideas novedosas por parte del director, considerando el paupérrimo material del que se disponía en primera instancia. Si la obra por lo menos fuese entretenida se podrían pasar por alto los agujeros en la historia, el desarrollo de personajes y la continuidad de algunas secuencias, no obstante El Exorcismo de Anna Waters falla en el nivel más básico del disfrute cinéfilo, el de ofrecer una experiencia más o menos potable/ amena en función de los recursos en stock. Uno de los grandes problemas del terror mainstream contemporáneo se condensa en la “pretensión seria” de opus como el presente, que marchan firmes al suicidio porque parecen haber olvidado la posibilidad de volcar el tono hacia un delirio autoconsciente y desprejuiciado…
Una debacle insípida. Para aquellos que no lo sepan vale aclarar que El Pulso (Cell, 2016) prometía ser el regreso de Stephen King al mainstream luego de unos cuantos años de adaptaciones televisivas y una andanada interminable de cortos: lamentablemente la obra resultante está lejos de superar las últimas dos traslaciones de calidad del mítico escritor, La Niebla (The Mist, 2007) y 1408 (2007), y las culpas están repartidas entre el anodino director Tod Williams y la batería de productores de turno, los verdaderos responsables de condenar a la película a dos lustros de tortuosa producción desde que en 2006 -el año de publicación de la novela original- se anunciase el proyecto con bombos y platillos. Mucho tiempo después del que hubiese sido el momento adecuado para el estreno, léase el furor del terror tecnológico de la década pasada, hoy el film asimismo acumula demasiados problemas narrativos y formales. La historia está centrada en el encuentro imprevisto de Clay Riddell (John Cusack), un diseñador gráfico y autor de cómics, y Tom McCourt (Samuel L. Jackson), un maquinista/ conductor de subterráneos. Ambos formarán una sociedad tácita con vistas a sobrevivir en medio de una especie de apocalipsis zombie, ahora bajo la modalidad de una señal que se esparce mediante los celulares, infecta a sus víctimas y las convierte en psicópatas autistas que respetan una “mentalidad de panal”. El guión de Adam Alleca y el propio King se encuadra dentro de la tradición pesimista del señor de Maine (retratando el viaje de los dos protagonistas, más algún que otro acompañante circunstancial, hacia el hogar de la familia de Riddell en Kent Pond) y pretende recuperar los detalles más miserables -y gloriosos- de otras calamidades similares de antaño (aquí las tragedias no pagan dividendos dramáticos). Como ocurre con gran parte del cine estadounidense actual, un prólogo a toda pompa no se condice en realidad con el insípido desarrollo posterior, en el que pululan las incoherencias (los personajes no utilizan vehículos hasta el tramo final), se desaprovechan secundarios (por ejemplo, el maravilloso Stacy Keach), no existe un esquema gradual de situaciones (McCourt y Riddell poseen desde el inicio la disposición para el asesinato masivo, sin escalas intermedias) y el relato cae en baches cíclicos sin sustento (se van sumando escenas inconducentes a lo largo de todo el segundo acto). La ejecución por demás mediocre del director es otro factor a sopesar, ya que la paupérrima imaginación visual de Williams termina empantanando una premisa que abría una interesante gama de posibilidades. Por suerte la película no llega a ser un desastre gracias al desempeño de los actores principales. Se puede afirmar que muchos cinéfilos tienen razón en eso de considerar que Cusack se transformó en un nuevo Nicolas Cage, por lo menos en lo que respecta a su promedio anual de tres opus fallidos y una propuesta excelente, lo que por cierto sigue siendo más a nivel cualitativo que lo que tiene para ofrecer la enorme mayoría de las estrellas clase A de nuestros días (todo el Hollywood de “pretensiones espectaculares” está en crisis). Más allá del encanto contemporáneo de la serie B y una cara de piedra en su máxima potencia, sinceramente se extraña al Cusack del pasado, ese héroe del indie que nos regaló muchas obras magníficas. En resumidas cuentas, El Pulso se aleja del tufo militarista de Guerra Mundial Z (World War Z, 2013) pero tampoco consigue su objetivo, el vincularse al registro de izquierda del gran George A. Romero o corolarios como The Walking Dead…
El éxodo de los desterrados. La crisis migratoria que atraviesa Europa es una consecuencia directa de la concentración capitalista a nivel productivo, tecnológico y financiero, un esquema de especulación y estafas superpuestas en el que determinados conglomerados trasnacionales continúan rapiñando las materias primas y recursos energéticos de las repúblicas del Tercer Mundo, dejando migajas en cada país para satisfacer a la cleptocracia gobernante y transfiriendo la riqueza hacia las casas matrices de los potencias imperiales. Las injusticias sociales acentúan los desequilibrios cíclicos -de todo tipo y color- que padecen nuestros países, un panorama que llega hasta niveles terroríficos en África debido a los problemas específicos del continente en lo que respecta a las guerras civiles, religiosas, étnicas y tribales en pos de hacerse con el control de un Estado empardado a la extracción de minerales muy valiosos. Dentro de una situación por demás compleja y ramificada, Fuocoammare (2016) decide centrarse en la isla de Lampedusa, en Sicilia, una región del sur de Italia que recibe una enorme cantidad de refugiados africanos que navegan el Mediterráneo con botes precarios y el sueño compartido de ser amparados en Europa. El paradójico documental de Gianfranco Rosi adopta los recursos de los trabajos observacionales (tomas fijas, intervención casi nula del realizador y ausencia de locutor en off) para analizar tanto la vida de los isleños como el trágico destino de los migrantes (los cuales provienen de países como Libia, Chad, Nigeria, Somalia, Sudán y también de territorios de Oriente como Siria). Si bien el director nació en África, su visión es -en esencia- eurocéntrica porque en el desarrollo general tiende a privilegiar el devenir de los pescadores locales, prácticamente inalterado por los refugiados. El título de la película aclara esta comparación odiosa y fuera de lugar, ya que pretende poner en la misma escala el “fuego en el mar” de las guerras europeas de la primera mitad del siglo pasado, esas que dejaron sus marcas en la memoria de los ancianos italianos, y las quemaduras químicas de los africanos durante el espantoso éxodo hacia Lampedusa, producto de la amalgama del combustible, el agua salada y el calor de los motores. Si obviamos esta insensatez ideológica de base (mientras que las guerras interimperialistas de Europa duraron apenas un puñado de años, las masacres y desfalcos en África ya llevan siglos de agonía), se puede leer al documental como un retrato correcto de la magnitud de la crisis migratoria y el costo humano que en concreto trae aparejada. Rosi sigue a un niño de una familia de pescadores y registra los detalles de los operativos de rescate en alta mar. Otro factor que conspira contra la posibilidad de que el film supere en términos de calidad al promedio de los documentales testimoniales pasa por sus excesivos 114 minutos, un metraje en el que sobra media hora como mínimo. A pesar de que es entendible que el cineasta se decidiese a incluir largas escenas en torno a las familias de Lampedusa como contrapunto de los padecimientos de los africanos, un tono de “clase media rural aburrida” se va colando subrepticiamente en la pantalla, circunstancia que repele un poco por las disparidades históricas anteriormente señaladas (también se suman una complacencia acrítica para con el Estado italiano y la falta de un verdadero seguimiento de la suerte de los refugiados, cuando dejan esos campos en los que son recluidos). Por otra parte, Rosi va mechando con inteligencia distintos momentos “no cronológicos” de la llegada a Italia de los expatriados por el hambre, las enfermedades, la pobreza y los conflictos armados; lo que a su vez culmina -durante el tramo final, consagrado a un rescate propiamente dicho- con un primer contacto en el mar entre las fuerzas europeas y el dolor de los desterrados…
¿Se cae la usina de fiascos? Siempre que Hollywood comienza a volcar hacia la comedia el tono de una fórmula hasta ese momento ganadora es sinónimo de que -sincericidio mediante- ve cercano su agotamiento y teme que el grueso del público deje de acompañar a productos que ya no están rindiendo lo esperado en taquilla (los nerds aniñados e incondicionales no cuentan porque los sectores a captar, y las minas de oro más importantes, son los adolescentes y las familias). Ejemplos simplistas como Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014) o Ant-Man (2015), que se apoyan en el “no carisma” de protagonistas demasiado derivativos, y films hipócritas como Deadpool (2016), que la van de zarpados pero no se deciden a mostrar ni una teta, pretenden posponer lo inevitable, léase el recambio de este paquete de rasgos retóricos por otro similar, uno -suponemos- ya no tan basado en las guerras totales y el concepto marchito de “la humanidad depende de nosotros (otra vez)”. La presente Escuadrón Suicida (Suicide Squad, 2016) agrega otra vertiente desesperada a este estado de cosas, la de la propuesta caótica que rejunta todos los clichés disponibles a la fecha para intentar caer simpática como si en efecto se tratase de un experimento novedoso o revulsivo desde lo formal… lamentablemente este no es el caso, ni mucho menos. El problema central nuevamente es el realizador elegido, David Ayer, otro de estos asalariados mediocres que encima se deja subsumir a la lógica televisiva de las actuales películas de superhéroes, en las que dominan criterios exasperantes de uniformización y una catarata de referencias bobas entrecruzadas que nunca suman nada a la narración. En este sentido, vale recordar que toda esta línea de montaje cinematográfica nació de la mano de directores con personalidad y brío propio como Richard Donner, Tim Burton, Warren Beatty y -más adelante- el enorme Christopher Nolan, “inspirador” colateral de estos tristes exploitations. Si bien la película no se toma tan en serio a sí misma como la vergonzosa Batman vs. Superman: El Origen de la Justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016), lo cierto es que resulta aún más fallida y torpe, llegando al punto de provocar hastío e incomodidad a los pocos minutos de comenzada la proyección. Ayer, en un “esfuerzo” casi sobrehumano, hace absolutamente todo mal: con la intención manifiesta de construir un relato coral, asignando un tiempo proporcional a cada personaje, el film derrapa feo en el viejo arte de generar empatía porque recurre a cuanto facilismo dramático, latiguillo y chiste obvio anda dando vueltas alrededor de cada situación planteada. Lo paradójico del asunto es que la idea de base, centrada en un cónclave de villanos manipulado por el gobierno para luchar en pos de “causas nobles”, prometía -mínimo- una epopeya decente de acción, algo en lo que el opus ni siquiera logra transformarse por su sutil pereza al momento de los disparos. Aquí el realizador y guionista no sólo desperdicia la oportunidad de crear un producto en verdad anárquico sino que termina dejándole todo servido a los trolls del cine -los que se quejan por deporte y luego convalidan los mamotretos más regresivos de la industria- para que lo destrocen desde la más absurda hipocresía, esa misma que después deriva en flores para otros engendros de superhéroes tan escuálidos e inconsistentes como el que hoy nos ocupa. Por momentos pareciera que Ayer quiso darle una vuelta de tuerca al universo ajado de las adaptaciones de cómics, en algunas escenas explota una pose cool pro “tipos duros con corazón sensible” que retrasa décadas, y finalmente en otras ocasiones deja entrever que no sabe qué hacer con este manojo de personajes de por sí muy esquemáticos, circunstancia que a su vez explica lo insulsas que resultan sus interacciones (el caso más trágico es el Guasón de Jared Leto, una especie de adicto zombieficado que anda perdido en la trama y con apenas un puñado de líneas de diálogo). Esperemos que este sea el golpe de gracia para el cine de superhéroes, toda una usina penosa de fiascos que ya merece morir…
Vigilancia e inconformismo. Y pensar que hubo una época no tan lejana en la que no dábamos ni una mísera moneda por lo que podría ofrecer Matt Damon en términos de “presencia” en una película de acción. La prueba irrefutable de lo contrario vino de la mano de los tres primeros capítulos de la saga del agente amnésico Jason Bourne, una verdadera máquina de matar ex colegas fascistas de la CIA: el personaje creado por Robert Ludlum fue la punta de lanza de una reconstitución progresiva -hacia el realismo seco de izquierda- de todos los thrillers hollywoodenses de espionaje y sus homólogos del resto del globo. La mejoría de film a film fue más que sustancial gracias a la extraordinaria intervención de Paul Greengrass a partir del segundo eslabón, el cual nos llevó de improviso a la obra maestra Bourne: El Ultimátum (The Bourne Ultimatum, 2007), el tercer opus de la serie y segundo del dúo Damon/ Greengrass. Hoy estamos ante la quinta parte de la franquicia -contando la historia paralela que entregó la digna El Legado Bourne (The Bourne Legacy, 2012)- y si bien el resultado está a la altura de las expectativas, a decir verdad no llega a superar a Bourne: El Ultimátum, lo que aun así deriva en una epopeya excelente para lo que suele ser el estándar masivo actual. Greengrass, ahora guionista además de director, continúa empardando su desempeño con el de otros próceres del cine testimonial como Costa-Gavras y Gillo Pontecorvo, ya que gusta de hacer una lectura de alto voltaje político en sintonía con aquellas gestas en las que se denunciaba la hipocresía, impunidad y abusos de las potencias imperiales. Bourne, al igual que el Jack Bauer de Kiefer Sutherland de 24, sigue siendo la metáfora perfecta de las paradojas y los frutos desastrosos del accionar demagógico de los servicios de inteligencia. Dicho de otro modo, la propuesta en cuestión vuelve a explotar con astucia la fábula del homicida condicionado a obedecer que se rebela contra sus “amos” y desata un infierno para las instituciones y sus esbirros. El relato gira alrededor de dos ejes principales: por un lado el intento de desenmascarar las operaciones encubiertas de la CIA por parte de una reaparecida Nicky Parsons (Julia Stiles), y por el otro la posibilidad de que Aaron Kalloor (Riz Ahmed), un gurú de las redes sociales financiado por la agencia, destape la olla del trabajo en conjunto y de un programa secreto orientado a la migración de información al banco de datos del gobierno. Por supuesto que ambas líneas narrativas confluyen en la imperante necesidad del protagonista, ahora un témpano de hielo, de descubrir/ recordar las circunstancias en torno a su reclutamiento, lo que trae a colación el papel que jugó su padre. Mientras que James Bond casi siempre funcionó como un exponente de la romantización kitsch del microcosmos de los espías y el chantaje internacional, Bourne en cambio puso el acento en los rasgos quirúrgicos de las misiones y la falta total de escrúpulos de los jerarcas, constantemente propensos al fusilamiento -y la tapadera posterior- ante cualquier eventualidad que se presente (Ludlum ofrecía una versión discreta de la ambigüedad moral de los personajes de John le Carré y los seres escindidos de Patricia Highsmith). En este sentido, la despersonalización y el desapego de los villanos siempre fue un componente esencial de la saga, por lo que no se puede más que agradecer el trío de rufianes que hoy nos acerca Greengrass: Tommy Lee Jones como el director de la CIA, Alicia Vikander en el rol de la jefa de la división cibernética y Vincent Cassel como el sicario abyecto de turno. En Jason Bourne (2016) se destacan asimismo las secuencias cruciales de acción, las de Atenas y Las Vegas, dos prodigios de destreza técnica a la altura del desenlace en Moscú de La Supremacía de Bourne (The Bourne Supremacy, 2004) y las famosas escenas de Tánger y New York de Bourne: El Ultimátum. De todas formas, el poderío de la película vuelve a residir en un guión muy compacto y una retórica que transmite con facilidad su mensaje de desconfianza absoluta para con el discurso chauvinista norteamericano y los loros patéticos que lo reproducen desde distintas atalayas del Estado, la industria cultural y los medios de comunicación. Lejos del plástico visual modelo CGI, la verborragia barata de las one-liners, el militarismo símil década del 80 y esa ideología de la “no ideología”, todas estrategias del Hollywood contemporáneo para dejar contento al grueso de un público cada vez más idiotizado e insensible; el film propone una montaña rusa inconformista que se mete con la privacidad/ vigilancia en los tiempos digitales, apabullando de principio a fin…
Deidades de Oriente. De por sí cualquier propuesta que permita diversificar y/ o enriquecer la cartelera argentina siempre será más que bienvenida, lo que por supuesto implica que -considerando el alcance de la pauperización del mainstream de los últimos lustros- no nos podemos dar el lujo de ponernos exquisitos con la tipología (hablamos de cualquier film embanderado en un género, estilo o corriente autoral con poca representación por estas tierras). Si sumamos la posibilidad de que un anime “no rubricado” llegue a las salas comerciales tradicionales y que la obra en cuestión sea el trabajo más reciente de una de las voces más interesantes de los últimos años, el panorama resulta en verdad irresistible: en efecto, El Niño y la Bestia (Bakemono no Ko, 2015), de Mamoru Hosoda, se despega generosamente de lo que ha sido el común de las películas seleccionadas por los distribuidores para su estreno en Argentina. Tan lejos de los opus de Hayao Miyazaki como de los esperpentos de la franquicia eterna de Dragon Ball Z, algo así como los dos extremos cualitativos en los que se resume casi toda la “experiencia anime” de nuestro país, aquí el realizador supera con creces lo hecho en Summer Wars (Samâ Uôzu, 2009) y se ubica en el mismo nivel de la prodigiosa Wolf Children (Ookami Kodomo no Ame to Yuki, 2012), su faena inmediatamente anterior, otorgándole un toque ameno -cercano a lo que podríamos definir como la versión japonesa del cine familiar- a motivos clásicos del anime como el abandono, la relación pedagógica, el proceso de adaptación, el vínculo paterno, las amistades, los desequilibrios de la adultez, la segregación, las pugnas profesionales y finalmente la construcción de la identidad. En esta ocasión Hosoda parece decidido a aprovechar al máximo toda la efusividad del género. Precisamente, la trama está centrada en dos personajes que se pasan gran parte del metraje a los gritos, furiosos y dedicándose una linda colección de improperios, amenazas, jactancias y reclamos de la más variada índole: Ren (interpretado por Aoi Miyazaki de niño y por Shōta Sometani en la fase adolescente), un joven de 9 años que ha perdido recientemente a su madre, descubre un pasadizo hacia el Mundo de las Bestias, un lugar mágico en el que habitan animales antropomorfizados y donde se convertirá en discípulo de Kumatetsu (Kōji Yakusho), un ser similar a un oso que aspira a transformarse en el líder de su comunidad, en el nuevo Gran Maestro. Lo que comienza siendo apenas un “requisito” que se le impuso a Kumatetsu en su camino hacia la cima, el hecho de seleccionar un alumno, pronto deriva en una relación de enriquecimiento mutuo basada en la soledad, el brío y la rabia de ambos. Desde ya que la historia se irá complejizando de a poco a medida que Ren crezca, sienta curiosidad por aquel Mundo de los Humanos que dejó atrás y hasta pretenda construir un vínculo con su padre biológico, circunstancias que a su vez se superponen con el tiempo de definiciones que le espera a Kumatetsu, quien deberá enfrentarse con Iōzen (Kazuhiro Yamaji), un guerrero mucho más respetado y de aspecto cercano a un jabalí, para coronarse como una futura deidad. A diferencia del cine norteamericano y su obsesión con eliminar cualquier atisbo de animación tradicional en los tanques infantiles, la industria japonesa suele combinar a conciencia las características más importantes de esta última y los CGI, redondeando una síntesis muy bella en la que han desaparecido por completo los contrastes molestos -entre los fondos y los personajes- del “período de transición” de la década del 90. Otro punto de ruptura para con los engranajes de Hollywood pasa por la introducción de una visión animista de la naturaleza, algunas compulsiones del honor, una buena dosis de humor negro, cierta ciclotimia a nivel narrativo, violencia explícita y una andanada de interrogantes alrededor de la responsabilidad moral detrás de los actos de cada día. Este tamiz adulto, “marca registrada” de los nipones, va sumando capas al relato y evita que caigamos en otra experiencia más de aprendizaje, de esas que pululan hasta el cansancio en el séptimo arte: El Niño y la Bestia no abre nuevos horizontes para el anime pero consigue pulir todos los tópicos infaltables de la vertiente, esos que los japoneses sienten como propios y nosotros en Occidente podemos catalogar como una conjunción muy altisonante de sintoísmo y budismo, siempre en pos de la reconciliación espiritual y la reencarnación…
Apología de la inmadurez. Algunos sectores de la industria cinematográfica contemporánea no dejan de sorprendernos con la magnitud de las malas decisiones que toman, pensemos por ejemplo en el caso en cuestión: estamos frente a una remake de un opus de por sí mediocre y anodino, ¿y cuál es el resultado? Otro producto que no sólo no cumple con lo que promete sino que además es un duplicado escena por escena del original. Ya Cabin Fever (2002), del ingenuo Eli Roth, había generado una secuela y una precuela, Cabin Fever 2: Spring Fever (2009) y Cabin Fever 3: Patient Zero (2014), la primera dirigida por el genial Ti West y destruida por los productores, quienes refilmaron secuencias y reeditaron la película hasta convertirla en un bodrio similar al de Roth. En algún punto de la preproducción de la que sería la cuarta parte a alguien se le ocurrió transformar el proyecto en una “reinterpretación” del guión del 2002. Como si se tratase de la contracara del viejo refrán “si no está roto, no lo arregles”, aquí sí el material de base pedía a gritos una reescritura que incluya un gramo de originalidad y permita ir más allá de la colección de citas de turno, vinculadas a lugares comunes como Deliverance (1972), Mother’s Day (1980) y Diabólico (The Evil Dead, 1981). Una vez más sabe a rancia la anécdota del grupito de jóvenes descerebrados que se trasladan a una cabaña y que terminan siendo devorados por un virus carnívoro y perseguidos por los locales, un esquema que pretende combinar la comedia negra y el gore pero que se hunde a causa de una paupérrima estructuración narrativa (en el fondo estamos ante una apología de la actual generación de burgueses treintañeros que viven en una especie de limbo de la inmadurez: fanáticos de los videojuegos, sin ideales y obsesionados con las redes sociales). En otras realizaciones similares la falta de personajes interesantes o con profundidad suele ir de la mano de un planteo retórico sarcástico que habla -de manera tangencial- de la cultura de la sandez y la incomunicación de nuestros días, no obstante La Cabaña del Miedo (Cabin Fever, 2016) apenas si funciona como otro exponente del cinismo más insulso, ese que no sólo se lava las manos en lo que atañe al entramado ideológico sino que para colmo ni siquiera dignifica al formato entregando un producto compacto y entretenido, más bien todo lo contrario. En este sentido, resulta increíble que el propio Roth (hoy productor además de guionista) y el director Travis Zariwny (con un generoso historial como diseñador de producción) no hayan corregido la interminable catarata de “nada” que acontece a lo largo de los primeros 60 minutos de metraje, una oda a los clichés más burdos y a la trivialidad de los diálogos. Considerando que la capacidad de Roth para asustar al espectador es casi nula, lo mismo que su habilidad para manejar algún tipo de sutileza narrativa, nuevamente nos vemos obligados a recordar que lo único bueno de su carrera se resume en Hostel (2005) y su continuación del 2007, en las que sí pudo sacar partido de su sensibilidad exploitation y hasta logró lucirse gracias a las truculencias y algunos destellos de una sátira inteligente en torno a la naturaleza paradójica del turismo (extranjeros -entregados a un consumismo homologado al disfrute- que se autoasignan la tarea de descubrir la esencia de una cultura extraña). La propuesta que nos ocupa no tiene razón de ser porque no supera a la original en ningún aspecto, lo que a su vez pone de relieve la desesperación de un Hollywood que recurre a obras decadentes a la hora de reversionar y/ o “compensar” su falta de ideas…
La trayectoria de Marco Bellocchio es bastante singular si la comparamos con la de otros colegas y compatriotas que comenzaron a trabajar en el ámbito cinematográfico de mediados del siglo pasado, más precisamente dentro de lo que fue la segunda generación del neorrealismo italiano. El señor desde entrada fijó un estándar cualitativo muy alto con su ópera prima, la extraordinaria Las manos en los bolsillos (I Pugni in Tasca, 1965), circunstancia que lo terminó marcando a posteriori porque casi nada de lo que hizo en las tres décadas siguientes llegó a igualar ese comienzo de carrera. El panorama finalmente cambió con el estreno de La hora de la religión (L’ora di Religione, 2002), una anomalía tragicómica, y el díptico de reinterpretación histórica compuesto por Buenos días, noche (Buongiorno, Notte, 2003) y Vincere (2009), sobre la primera esposa de Benito Mussolini.