Santuario de sombras. Así como el terror es el género más noble y dinámico entre todos los que andan dando vueltas en el ámbito cinematográfico porque prescinde de presupuestos abultados, estrellas de moda o esa catarata de artificios digitales y planteos optimistas con vistas a dejar contento al espectador abúlico promedio; de la misma forma constituye -como ningún otro estrato de la industria- una usina de talentos que surgen desde los márgenes. Una y otra vez los verdaderos fans del género nos encontramos expectantes ante cada nueva ópera prima, una disposición que en muchas oportunidades desemboca en decepciones, salvo contados descubrimientos en el campo de los directores. Por suerte Cuando las Luces se Apagan (Lights Out, 2016) viene a engrosar una lista de films recientes muy gratificantes que parecen indicar un repunte de calidad a nivel general, por más que sólo sea fragmentario. Ya el mismo título aclara el contexto en el que aparece la “entidad” de turno, una señorita con uñas largas y afiladas que responde al nombre de Diana (Alicia Vela-Bailey), sólo resta decir que el objeto de su obsesión es Sophie (Maria Bello) y sus dos hijos, el pequeño varón Martin (Gabriel Bateman) y la mayor Rebecca (Teresa Palmer). Siempre moviéndose en la oscuridad, Diana por un lado controla a una Sophie en constante depresión, todo encuadrado en una especie de “amistad” malograda, y por el otro limita la influencia que en el vínculo podría llegar a tener la fauna masculina, como lo demuestra el trágico destino de las parejas de la susodicha. Aquí el realizador David F. Sandberg convierte en largometraje su corto homónimo de 2013 y sinceramente da cátedra en lo que respecta a la utilización de los jump scares, un mecanismo que creíamos agotado/ difunto por tanta sobreexplotación. La película, a diferencia de gran parte del andamiaje hollywoodense de nuestros días, se toma muy en serio dos tópicos fundamentales de cualquier relato que pretenda apuntalar un trasfondo verosímil de una crisis psicológica, a saber: en primera instancia el estado de vulnerabilidad producto de trastornos arrastrados a lo largo del tiempo, y en segundo lugar el proceso de desintegración familiar subsiguiente. Si bien la historia hace foco en los intentos desesperados de Rebecca por proteger a su hermano, el periplo en ningún momento de transforma en una batalla asimilable a esa categoría extremadamente simplista de “nosotros versus el monstruo”. Por el contrario, el eje principal pasa por la reconstrucción del entramado afectivo del clan (la distancia entre madre e hija está trabajada con esmero y sensatez) y los vaivenes de la demencia (Sophie fue paciente psiquiátrica durante su niñez). Quizás llama un poco la atención que Sandberg haya delegado en un tercero el guión de un proyecto en esencia personal como el presente, sobre todo tratándose de su debut en el mainstream, no obstante el desempeño del otrora errático Eric Heisserer es también interesante y hasta permite el lucimiento de una talentosa -y muy bella- Palmer, la cual le imprime a su Rebecca tanto la energía como la sensibilidad necesarias para resolver los dilemas familiares, hoy metaforizados en el santuario de sombras en el que habita Diana. Cuando las Luces se Apagan viene a ratificar que aún es posible entregar obras eficaces y valiosas de terror que si bien están lejos de la vanguardia, sin duda a los devotos del género nos regalan una experiencia de lo más placentera gracias a una combinación de madurez, personajes prudentes, algo de CGI no invasivo y una convicción en verdad irresistible…
Sobre la liturgia pública. Hubo una época en la que las comedias italianas satíricas constituían una verdadera fuerza de choque a nivel cultural, siempre disparando dardos contra distintos ingredientes de la idiosincrasia local y europea. Todo aquel cine apuntalado en el grotesco y la ironía costumbrista de a poco corrió la misma suerte de gran parte de la producción del viejo continente, ya que las sucesivas generaciones de artistas que dominaron el panorama desde fines de la Segunda Guerra Mundial terminaron de desaparecer entrada la década del 90, lo que nos dejó huérfanos de comediantes en particular y de autores talentosos en general. Lamentablemente durante los últimos lustros los herederos de aquella troupe no estuvieron a la altura de las circunstancias y apenas si se debatieron entre la nostalgia sin sustento o la imitación lisa y llana de las fórmulas de siempre de Hollywood, fallando en ambos campos. Dentro de este estado de las cosas, ¡No Renuncio! (Quo Vado?, 2016) funciona como una interesante anomalía porque si bien se ubica lejos de la jerarquía cualitativa de los grandes clásicos de los 50, 60 y 70 de Italia, por lo menos hace un intento más que digno por recuperar el tono de las parodias sociales más desquiciadas y hasta se sirve con inteligencia de elementos contemporáneos como un ritmo narrativo veloz símil sitcom y un esquema anímico que abraza esa ciclotimia policultural y bastante ridícula de nuestros días. El film se toma en solfa un tópico furiosamente actual, léase la desregulación laboral y los despidos en el Estado, con el objetivo de atacar -de manera difusa- la soberbia de los empleados del sector público y las estrategias sumamente crueles a partir de las cuales los esbirros de la tecnocracia pretenden suprimir los derechos ganados con abnegación a lo largo del tiempo. El gran protagonista es Checco Zalone, a quien en la ficción se le respeta su nombre real, hoy un adalid de los “puestos fijos”: con un pasar más que cómodo como un funcionario dentro del Servicio de Caza y Pesca de un pueblito, Checco es un egoísta que mantiene con la correa corta a su familia y que considera que el mayor tesoro del mundo es gozar del privilegio central de los trabajadores estatales en planta permanente, eso de no poder ser despedido. Cuando el gobierno decide reducir la burocracia y presiona en pos de renuncias masivas a cambio de indemnización, Zalone se pone firme y comienza a soportar una serie de traslados como represalia por no abdicar. La encargada de echar a los elegidos, la Doctora Sironi (Sonia Bergamasco), termina enviándolo a una estación científica en el Ártico, donde el susodicho se enamora de la investigadora Valeria (Eleonora Giovanardi). Para aquellos que no lo sepan, vale aclarar que ¡No Renuncio! es la película italiana más taquillera a nivel del mercado doméstico, superando a un sinfín de tanques de Hollywood. La propuesta del realizador Gennaro Nunziante, en su cuarta colaboración consecutiva con Zalone, cuenta con un planteo cómico muy simple aunque sin duda divertido, gracias a una combinación atinada de chistes costumbristas, delirio de base, bufonadas clásicas, romance, disputa cultural, obstinación y actuaciones de lo más efervescentes. En este sentido, el simpático desempeño de Zalone -aquí también en el rol de guionista, junto al director- moviliza la narración a pura levedad y éxtasis, retomando algunos detalles sardónicos de la comedia popular italiana y unificándolos con las paradojas de una liturgia administrativa en la que cohabitan los buenos empleados, los parásitos y los eficientistas más inhumanos…
Parábola de la resistencia. Más allá del hecho de que resulte toda una curiosidad el estreno de un film de Islandia para lo que suele ser el estándar de la cartelera argentina, lo verdaderamente llamativo de Rams (Hrútar, 2015) pasa por la maravillosa interpretación del realizador y guionista Grímur Hákonarson en torno a un tópico tan remanido como el de la enemistad entre hermanos. Aquí el cineasta le escapa al tono seco y esa perspectiva contemplativa -típica de los opus del norte de Europa- porque su terreno es otro, sin duda uno más cercano a la semblanza compasiva y escalonada: mientras que partiendo de la misma base casi cualquiera de sus colegas nos aburrirían con una catarata de tiempos muertos, clichés y apuntes truculentos acerca del fluir del páramo, Hákonarson en cambio prefiere construir un retrato minimalista de dos personas que se odian entre sí tanto como aman a las estoicas criaturas a su cuidado. Los protagonistas del cuento moral que nos ocupa son Gummi (Sigurður Sigurjónsson) y Kiddi (Theodór Júlíusson), dos hermanos que viven uno al lado del otro y que crían las últimas ovejas del linaje Bolstadir. Luego de 40 años de no intercambiar palabra por una pelea familiar enmarcada en el misterio, de a poco se verán obligados a “comunicarse” -ya sea mediante disparos de arma, insultos o notitas llevadas por un perro pastor- debido a una enfermedad incurable que comienza a extenderse entre la población ovina y que los coloca entre la espada y la pared frente a la presión estatal en pos de sacrificar al ganado, su único sustento y razón de ser desde hace generaciones. Como cualquier individuo racional, ambos aprecian más a los animales que a las personas y su idiotez (el corte es transversal y abarca a toda la humanidad), pero sus estrategias de defensa ante los embates serán muy distintas. Hákonarson apela al naturalismo para dar cuenta del ingenio y la picardía de Gummi por un lado y las salidas pasionales y la derrota anímica de Kiddi por el otro, esos “carneros” al que hace referencia el título en función de la importancia del macho adulto y reproductor en el rebaño: si el primero accede al sacrificio sólo para salvar a escondidas a un puñado de ejemplares, el segundo se pierde en la negación y así le deja todo servido a los burócratas ciegos del Estado para que se salgan con la suya. Rams enarbola a conciencia una analogía entre la extinción de la raza de ovejas y la propia de los hermanos, quienes también son los últimos y solitarios representantes de un clan que está llegando a su fin por la frialdad de una administración pública incapaz de demostrar verdadero interés por la vida de aquellos que se mantienen al margen de sus políticas de uniformización social y destrucción cultural. Por supuesto que la película pone en primer plano la posibilidad de apaciguamiento entre los personajes aunque vale aclarar que su riqueza conceptual además nos conduce hacia los fantasmas de la vejez, el abandono y la muerte. No obstante, el pulso narrativo lejos está de ser fúnebre porque en el relato abundan los detalles tragicómicos (el director maneja muy bien la comedia sutil en algunas escenas, como la de la pala mecánica) y asimismo todo el tiempo se hace hincapié en la dialéctica de la resistencia como esa fuerza vital que nos permite mantenernos unidos a los seres que amamos y en lucha contra nuestros enemigos (como en tantas otras historias bucólicas, la dureza del entorno va de la mano del saberse fuerte/ tenaz para sobrellevar las desdichas y a la vez reaccionar cuando sea necesario, en el momento en el que no se respete a los inocentes, sus objetivos y su modo de vida asociado). En este sentido, las actuaciones de Sigurjónsson y Júlíusson son francamente prodigiosas ya que ambos consiguen transmitir de manera precisa y amena las características de la idiosincrasia de sus personajes, léase el sigilo cuidadoso de Gummi y la exaltación de Kiddi. De hecho, Hákonarson suele utilizar dos líneas principales de acción: en primera instancia juega con los opuestos (la sonrisa y el llanto, la independencia y el aislamiento, el amor y el odio, el análisis y los impulsos, etc.), y a posteriori establece los elementos en común de lo que previamente parecían posiciones irreconciliables (en este punto resulta decisiva la presencia de la naturaleza, hoy representada tanto en las ovejas como en el cariño que los protagonistas les dedican porque funcionan como un acervo de sus propias raíces, de su propia cultura). La dignidad del carnero que resiste siempre será más valiosa que el temor de los mediocres que huyen, convalidan los atropellos o esconden su cabeza para evitar el conflicto, considerando que la estructura legal del Estado es producto del “consenso” y desconociendo que en realidad hablamos de frutos del poder hegemónico…
Sólo un mal día… Dentro de lo que fue la reestructuración estilística del mercado de los cómics en la década del 80 y su acercamiento a cierto marco de referencias de los consumos culturales del público adulto, Batman: The Killing Joke de 1988 constituyó un pivote insoslayable del período y en esencia le permitió a su autor principal, Alan Moore, viabilizar un ataque muy poco sutil a los fans tradicionales de las historietas, a quienes les refregó en la cara todo lo fundamentalistas, infantiles y obtusos que suelen ser. ¿Pero exactamente cómo llevó a cabo la embestida? Mediante una novela gráfica autocontenida y diminuta en la que articuló un triple insulto para con el “catálogo sagrado” -construido a lo largo de los años- en torno al personaje creado por Bob Kane y Bill Finger: en primera instancia destruyó la vida de Batichica/ Bárbara Gordon, luego humilló sin piedad a su padre, el jefe de policía de Ciudad Gótica James Gordon, y en último término empardó la idiosincrasia de Batman y el Guasón, el villano central de la saga, dándole a este último una génesis de tono humanista. Como las ironías históricas siempre están a la orden del día, Batman: The Killing Joke en sí progresivamente se transformó en un trabajo canónico y en verdad revolucionario dentro del microcosmos de los cómics, circunstancia que a su vez posibilitó que hoy estemos ante una traslación animada de la admirable one-shot escrita por Moore, dibujada por Brian Bolland y coloreada por John Higgins. La película resultante está bastante bien aunque no llega a ser una maravilla debido a la reducida extensión del material de base (lo que obligó al equipo creativo a incorporar un primer acto ausente en la historieta original) y en función de la propia naturaleza inconformista del opus de los británicos (casi por completo a contrapelo de los mamotretos conservadores y pasteurizados de superhéroes del mainstream contemporáneo). El prólogo en cuestión apuntala un background para Batichica con el objetivo de que duela aún más su tragedia posterior y para ampliar el metraje hasta los 70 minutos reglamentarios -en promedio- de todas las adaptaciones animadas recientes de DC. Aquí el realizador Sam Liu y el guionista Brian Azzarello se esmeran en ser respetuosos con relación al cómic de 1988 e incluso se permiten alguna que otra licencia con vistas a “igualar” el trasfondo agresivo e iconoclasta de la obra de Moore, especialmente en lo que atañe al comentado encuentro sexual entre Bárbara y el encapotado. Batman: La Broma Mortal (Batman: The Killing Joke, 2016) arrastra los pros y los contras de las más de veinte propuestas animadas que desde el 2007 hasta la actualidad pretenden usufructuar lo poco que queda por usufructuar en el universo ajado de los superhéroes. En el campo positivo se puede decir que los CGI son prolijos y no se apartan demasiado de lo hecho por Bolland, demostrando a fin de cuentas que el equipo responsable hizo lo que pudo de acuerdo al presupuesto asignado por la alianza productora entre DC y la Warner: por lo general esta unión deriva en “directos a video” aunque en esta coyuntura, gracias a la mística del trabajo de Moore, se complementó el lanzamiento con algunas proyecciones a lo largo del globo. Por supuesto que el británico, en el improbable caso de que viera el film que nos ocupa, de seguro lo odiaría porque en primera instancia él mismo minimizó en varias ocasiones su cómic de los 80 y aquel “tratamiento Watchmen” para con Batman, y en segundo término debido a que los capítulos posteriores al prólogo, los que se meten con la narración de la novela gráfica, carecen del dinamismo conceptual y literario del texto de Moore. Dicho de otro modo, las palabras del inglés están en el opus de Liu y Azzarello pero sin la potencia discursiva ni el orden ni la belleza del original, panorama que por cierto no es del todo culpa del dúo sino de un entorno cinematográfico saturado de productos inspirados en cómics, los cuales son festejados por sectores que se autodenominan “cinéfilos” cuando en realidad no son más que turistas y aplaudidores acríticos de cualquier exponente de la cultura chatarra actual (en la orilla contraria tenemos a los trolls del cine, a quienes nada les viene bien, siempre presos de la dialéctica fatalista del amor o el odio llevados al extremo). Considerando el ideario de izquierda de Moore y ese proceso doble de destrucción de los íconos de la franquicia y nivelación doctrinaria entre héroes y villanos, la moraleja detrás de Batman: The Killing Joke continúa más vigente que nunca porque apunta sin medias tintas a la naturaleza paradójica -y francamente horrible- del ser humano, señalando que en efecto la mayor de las barbaridades que podamos imaginar no es nada comparado con lo que hacen cotidianamente hombres y mujeres en nombre de su satisfacción personal, su poder, la tradición que los precede o la simple locura. El film recupera en parte aquel axioma de la historieta, eso de que sólo hace falta un “mal día” para que un autómata social se convierta en un verdadero psicópata o un vigilante nocturno o lo que fuese, y eso le alcanza para redondear una propuesta digna que conoce sus limitaciones y hasta acepta que la obra original es imposible de adaptar porque es perfecta desde el punto de vista retórico, ya que en su afán iracundo afirma que somos construcciones simbólicas casi irracionales…
La devoción por el hogar. Con La Vida Secreta de tus Mascotas (The Secret Life of Pets, 2016), el último trabajo de Illumination Entertainment, se terminan de definir las características de una productora de films animados que recientemente ha experimentado un enorme e inusitado éxito desde el surgimiento y subsiguiente consolidación de la saga compuesta por Mi Villano Favorito (Despicable Me, 2010), Mi Villano Favorito 2 (Despicable Me 2, 2013) y Minions (2015), la cual por cierto continúa siendo la película más taquillera en la historia del mercado cinematográfico argentino. La fórmula de Illumination no es novedosa pero definitivamente le sirvió para redondear propuestas eficaces -y en mayor o menor medida, adorables- que atraen a multitudes a las salas: la compañía comandada por Christopher Meledandri se inspira en determinados rasgos de sus competidoras en el rubro para pulirlos y unificarlos. En términos prácticos, la empresa toma de Pixar la obsesión por los colores pasteles y la apertura identitaria de los personajes, del catálogo de DreamWorks utiliza la estructuración frenética de las secuencias de acción y sus homólogas cómicas, y finalmente de Disney extrae cierto clasicismo en el desarrollo que gusta de camuflar con todos los elementos anteriores. La Vida Secreta de tus Mascotas es quizás su opus más ambicioso e interesante en lo referido al andamiaje narrativo, ya que la obra sale a flote y resulta realmente muy entretenida a pesar de plantearse desde el vamos la dura tarea de presentarnos a muchos personajes en simultáneo; más allá de focalizarse -como indican los preceptos ancestrales detrás de los relatos dirigidos a los niños- en el “crecimiento espiritual” de un protagonista excluyente, por supuesto asistido por un secundario que ayuda a forzar el cambio de turno. La historia gira alrededor de Max (Louis C.K.), un fox terrier que venera a su dueña Katie (Ellie Kemper), una joven que vive en un departamento en Manhattan. La inevitable crisis comienza con el arribo de un compañero de terruño, Duke (Eric Stonestreet), un enorme terranova que Katie encuentra en la perrera y de inmediato decide adoptar. El conflicto de intereses conduce primero a una rivalidad y luego a que -durante un paseo- ambos terminen perdidos en las calles de New York, para colmo perseguidos por una suerte de “asociación anarquista” de animales que odian a los seres humanos. En paralelo a todo esto, tenemos un intento de búsqueda/ rescate encabezado por Gidget (Jenny Slate), una pomerania vecina que vive enfrente de Max y está locamente enamorada del susodicho. A lo largo de la trama descubrimos a un sinfín de personajes que le dan al film un dejo extremadamente circense. Un gran punto a favor de la película es que se mete sin medias tintas en temáticas un poco “jugadas” para el ámbito infantil como los antagonismos que pueden transformarse en amistad, la dependencia para con las figuras de autoridad, el flagelo de las mascotas perdidas en las urbes, la frialdad de las políticas gubernamentales en el área y finalmente la necesidad de una tenencia responsable basada en el cariño hacia el amigo de cuatro patas (o dos alas, o muchas aletas). Como suele ocurrir con tantos opus mainstream, la dimensión ideológica más atrayente termina algo desdibujada con el correr de los minutos y la serie de infortunios de la dupla principal: hablamos de la que incita a una rebelión en pos de la liberación y en contra del maltrato animal por parte de los hombres. Si bien se agradece que se privilegie la devoción por el hogar, sin dudas se podría haber profundizado el discurso…
El ser humano perfecto. Dentro de lo que podríamos denominar la historia de las adaptaciones cinematográficas de Tarzán, el famoso personaje creado por Edgar Rice Burroughs en 1912, debemos identificar dos períodos bien marcados: mientras que durante la primera mitad del siglo XX las traslaciones se alejaron de los orígenes aristocráticos del susodicho y enfatizaron su carácter primitivo (hablamos de los opus protagonizados por Johnny Weissmuller y una infinidad de imitadores circunstanciales), desde las décadas del 50 y 60 hasta nuestros días se fueron restableciendo de manera progresiva algunos de los elementos inaugurales de las más de veinte novelas de Burroughs sobre el “hombre mono” (en esencia se dejaron de lado los detalles más pueriles de antaño y se comenzó a hacer foco en la paradoja intrínseca del personaje, en el que conviven la humanidad privilegiada y una naturaleza llevada al límite). La otra gran diferencia la hallamos en los relatos en sí, ya que en la primera etapa primó la estructura serial y en la segunda dominaron los unitarios que pretendían sintetizar el desarrollo estándar del protagonista en un único film. La Leyenda de Tarzán (The Legend of Tarzan, 2016) condensa aún más la historia y ofrece flashbacks de la niñez del personaje -y su crianza en la jungla- para concentrarse a nivel narrativo en ese segundo acto que conocemos de memoria, cuando vuelve a la Gran Bretaña que lo vio nacer, pasa un tiempo rodeado de la hipocresía de la civilización y eventualmente decide regresar a África para reencontrarse con los suyos. Si bien este esquema es apenas el disparador para un planteo ideológico interesante acerca del colonialismo europeo y su predilección por la esclavitud y el latrocinio, a decir verdad la propuesta arrastra todos los vicios formales de nuestra época. Aquí la excusa para la vuelta a la selva viene a colación de un viaje en pos de chequear las barbaridades que la monarquía belga lleva a cabo en el Congo con el objetivo de rapiñar los diamantes del territorio. Hoy el villano de turno, Léon Rom (Christoph Waltz), engaña a Tarzán (Alexander Skarsgård) para que retorne al “continente oscuro” como invitado del Rey Leopoldo II, con el propósito de entregarlo al jefe tribal Mbonga (Djimon Hounsou), quien a su vez tiene una cuenta pendiente con el protagonista. Más allá de las buenas intenciones y el afán por recuperar temáticas subyacentes a la epopeya de Burroughs, como la crueldad humana y la destrucción de la naturaleza, la película tiende a privilegiar el facilismo de las aventuras, la verborragia y los secundarios obtusos, como el interpretado por Samuel L. Jackson, por sobre cualquier análisis de la psicología del personaje principal. De hecho, la que se roba el show es Margot Robbie, una actriz que compone con aplomo e inteligencia a Jane, la esposa de Tarzán, en esta ocasión una suerte de pretexto narrativo complementario que pasa a primer plano (promediando la trama, Rom la secuestra para “incentivar” a Tarzán a que lo siga hacia las garras de Mbonga). Skarsgård, por su parte, cumple dignamente en su rol pero a veces se lo siente algo perdido en medio de un guión demasiado superficial a cargo de Adam Cozad y Craig Brewer. El director David Yates hace exactamente lo mismo que hizo en los últimos capítulos de la saga del palurdo de Harry Potter, a saber: por momentos el británico satura la pantalla con una catarata de CGI de plástico para los animales, travellings innecesarios, un esteticismo muy sobrecargado y muchas escenas de acción que se debaten entre la celeridad y la cámara lenta más burda. Tomando elementos de la superior Greystoke: La Leyenda de Tarzán, el Rey de los Monos (Greystoke: The Legend of Tarzan, Lord of the Apes, 1984), la obra no se decide entre ser un exponente ochentoso de acción, un opus de aventuras en tierras inhóspitas o un mamotreto de superhéroes. En este sentido, basta con presenciar las proezas físicas de este nuevo Tarzán para de inmediato homologarlo a cualquier ejemplo de los muchachos y muchachas en calzas ajustadas de los últimos años, circunstancia que lamentablemente nos aleja de lo que podría haber sido una adaptación más realista y nos acerca en parte a esa infantilización contemporánea que pregona el mainstream. El gran problema de la película se reduce a su idiosincrasia dubitativa/ confusa, siempre combinando lo que sería el ideal del ser humano perfecto, el animalizado, con la pomposidad visual más grotesca y frívola…
Una masacre de izquierda. La tercera entrada en la franquicia de terror que comenzó con La Noche de la Expiación (The Purge, 2013) y continuó con 12 Horas para Sobrevivir (The Purge: Anarchy, 2014) nos termina ganando tanto por cansancio como por resultados -por fin- medianamente potables. En primera instancia no nos queda más opción que aceptar que el director James DeMonaco hace lo que puede y que efectivamente nunca aprovechará en serio a la premisa de base, esa vinculada a presenciar cómo unas víctimas de ocasión se defienden de los ataques de burgueses fascistas, liberales y descerebrados, quienes se regocijan hasta el éxtasis durante una jornada nocturna al año en la que los déspotas en el poder decretan una suerte de “vale todo” a nivel criminal. Aquí una vez más el asesinato masivo amparado por el Estado es utilizado como un mecanismo para eliminar a los pobres y la asistencia social. Ahora bien, en segundo término tenemos que reconocer que 12 Horas para Sobrevivir: El Año de la Elección (The Purge: Election Year, 2016) es el eslabón mejor acabado y más coherente de la saga, ya que el realizador -y también guionista- hoy por hoy logra construir personajes creíbles y una historia bastante amena, sin los baches de las películas anteriores ni el trazo grueso en materia del díptico formal compuesto por la moraleja del relato y los conceptos que lo movilizan. Mientras que la primera fue un thriller de entorno cerrado apenas pasable y la segunda una propuesta de acción francamente desastrosa, la obra que nos ocupa se abre camino hacia la ciencia ficción de raigambre testimonial/ política/ postapocalíptica, recuperando en parte ingredientes varios de clásicos como Rollerball (1975), Death Race 2000 (1975) y Escape de Nueva York (Escape from New York, 1981). El gran cambio narrativo, uno que por cierto le juega muy a favor al esquema, consiste en combinar una historia suburbial, la de Joe Dixon (Mykelti Williamson), dueño de una “grocery store”, y la típica epopeya de las altas esferas del gobierno, en esta oportunidad relacionada con una serie de intentos de asesinato contra la Senadora Roan (Elizabeth Mitchell), una opositora a la purga anual y candidata a la presidencia. Por supuesto que ambas tramas se unifican en las calles de una Washington D.C. en la que se arriesga la continuidad de este exorcismo público auspiciado por los esbirros más fanáticos del capitalismo (Roan prometió que si resulta elegida eliminará de inmediato la “festividad”). Así las cosas, los protagonistas se la pasan esquivando balas tanto de los mercenarios de la administración central como de los ciudadanos y los turistas de marcado ímpetu homicida. A pesar de que DeMonaco sigue incluyendo en el desarrollo una dosis más que generosa de diálogos y estereotipos triviales, aquí sus esfuerzos se redoblan con el objetivo de trabajar de manera más sutil la arquitectura dramática del film, lo que va de la mano de la decisión de poner al acervo trash al servicio de la ideología y no al revés, como venía siendo el patrón estándar a la fecha. De hecho, es esa vocación -ahora sí- indudablemente de izquierda la que le otorga a la faena una integridad que hasta este momento brillaba por su ausencia en la saga, cuyos engranajes deudores del exploitation divagaban sin horizonte y ni siquiera cumplían en lo que respecta al gore, los atropellos y la violencia. En 12 Horas para Sobrevivir: El Año de la Elección se fusionan en armonía los rasgos caricaturescos y los más serios de antaño para redondear una masacre focalizada y relativamente eficaz…
Apuntes sobre el paganismo. Uno de los grandes lugares comunes de los relatos centrados en los contextos campestres siempre fue el “doble filo” de esa supuesta simplicidad de los moradores del interior y de las fronteras más distantes: ya sea que pensemos en cualquier forma artística en general o en términos exclusivamente cinematográficos, una y otra vez nos hemos topado con historias que en un primer momento ensalzaban una vida primitiva y alejada del bullicio insoportable de las ciudades, para a posteriori enumerar las consecuencias menos felices del aislamiento, la tosquedad y una tradición compartida que suele ser vista como una ley petrificada e incuestionable. Así las cosas, cuando falla el análisis social -o directamente no existe- una pequeña novedad puede transformarse de inmediato en un ejemplo a seguir o por el contrario, en una síntesis de elementos considerados negativos vía el maniqueísmo. Desde el vamos La Helada Negra (2015) decide enrolarse en dicha vertiente y lo hace a través de una bienvenida sutileza, sin los fatalismos afectados del mainstream: el realizador Maximiliano Schonfeld, en su segundo opus luego de Germania (2012), sigue inspirándose en detalles autobiográficos para construir una narración aletargada -con un gran trabajo visual y en lo que atañe a la dirección de actores- deudora tanto de la fantasía de acento sobrenatural como del politeísmo y la idiosincrasia religiosa luterana (la aparente pulcritud de una colectividad cerrada esconde el espectro del ascetismo mal entendido y de una serie de actos de crueldad solapada). Hoy el catalizador es el descubrimiento de una joven misteriosa, Alejandra (Ailín Salas), por parte de una familia poseedora de una estancia en un paraje de Entre Ríos, en esencia dominado por una comunidad de inmigrantes alemanes. Como si se tratase de una relectura etérea de la llegada de un mesías semi bíblico, aunque más cercana al costumbrismo lacónico estándar que a la efervescencia ideológica de -por ejemplo- Teorema (1968), Alejandra habla poco pero hace mucho, especialmente en lo referido a mejorar y/ o salvar las economías hogareñas de los habitantes del lugar, apuntaladas en la ganadería y la agricultura. Pronto sus consejos sobre el mantenimiento y la explotación de los recursos locales se vuelven muy populares, elevándola a la condición de una suerte de “curandera” con ínfulas divinas. Ahora bien, el factor determinante para la formación de este culto improvisado alrededor de su persona pasa por el repliegue de la helada del título al momento de su arribo, una adversidad que es leída como un castigo celestial y por ende, el remedio/ la solución también son percibidos dentro de ese esquema. Más allá de la prolijidad del film en su conjunto, es innegable que las peculiaridades más estimulantes están condensadas en la fotografía de Soledad Rodríguez (apabullando con algunas tomas secuencia muy logradas) y la estructuración narrativa del también guionista Schonfeld (el enigma está administrado con perspicacia e incluye citas explícitas al extraordinario Robert Bresson); porque a decir verdad el trasfondo centrado en la mitología rural del interior de la Argentina ya ha sido trabajado en innumerables ocasiones y La Helada Negra no agrega ninguna novedad al respecto. El desempeño sereno de Salas, cuyo rostro constituye el leitmotiv de la película, mantiene siempre el interés y consigue transmitir el encanto necesario para compensar los baches intermitentes que caracterizan al desarrollo, lo que redondea una propuesta correcta acerca de los coletazos del paganismo…
Despliegue de opulencia. Indudablemente Viajo Sola (Viaggio Sola, 2013) es una película bastante rara para lo que suele ser el común de las comedias dramáticas de nuestros días, en especial las que adoptan la premisa “burgués alienado en una espiral de riqueza y consumos suntuarios que entra en crisis existencial por tal motivo”: en una jugada interesante, el gran cambio que introduce la propuesta pasa precisamente por el “no cambio”. Estamos frente a un retrato amable y circunspecto de una mujer de mediana edad que a lo largo de la trama no experimenta ninguna transformación sustancial a nivel de su ideario o actitud ante la vida, ya que el film prefiere centrarse en una descripción minuciosa de su trabajo y entorno familiar (esa sería la primera desviación para con las reglas del subgénero, la segunda es la elección de una fémina para un personaje que suele estar reservado a la fauna masculina y su fanfarronería). Irene Lorenzi (Margherita Buy) es una inspectora de incógnito que recorre todo el globo analizando el servicio ofrecido a los clientes por parte de los hoteles de cinco estrellas, lo que implica alojarse como huésped, controlar las prestaciones y redactar informes acerca de la apariencia general de las habitaciones. Lo curioso del opus de Maria Sole Tognazzi es que cuenta con la agilidad propia de los productos mainstream y al mismo tiempo evita la sobreexplotación de las fórmulas contemplativas y/ o de índole turística, un planteo que nos hace girar -junto a Lorenzi- en torno a dos ejes fundamentales, léase su hermana Silvia (Fabrizia Sacchi) y su mejor amigo/ ex pareja Andrea (Stefano Accorsi). Mientras que la primera es una mujer muy despistada que construyó la familia que ella nunca formó, el segundo pronto será padre, despertando en Irene un asomo de pánico a perder su amistad. Hasta cierto punto se podría decir que Viajo Sola es una interpretación a la italiana de Amor sin Escalas (Up in the Air, 2009), lo que en términos prácticos significa que aquí predomina la ciclotimia de los vínculos cercanos por sobre la presencia de una contraparte romántica tradicional. De hecho, la película se toma su tiempo para desarrollar el dualismo -algo esquemático- de fondo, uno que sitúa la libertad/ independencia de la protagonista frente a su soledad/ aislamiento en materia afectiva, sin embargo el guión de Ivan Cotroneo, Francesca Marciano y la realizadora apenas si amaga con un par de esas típicas “salidas” de las historias de autodescubrimiento y dilemas identitarios (sin adelantar demasiado, sólo diremos que hay acercamientos varios con el sexo masculino y que llegando el desenlace aparece una figura de autoridad intelectual que impulsa a Irene a comprender su situación). Quizás este es el elemento más atractivo del film, la estrategia de obviar los facilismos de la metamorfosis actitudinal de nuestra heroína para -en cambio- concentrar todas las armas del relato en la crónica de su cotidianeidad y una angustia solapada, en estrecha relación con la concepción aún hegemónica de feminidad. Como Irene no se define a sí misma dentro del enclave de la maternidad, la familia nuclear y la estabilidad hogareña, en ocasiones padece los dardos verbales de su hermana y a su vez no se siente a gusto con su vida privada, por ello se entrega al despliegue de opulencia de los complejos turísticos como vía de escape. Ahora bien, a pesar de que se agradece el poner de manifiesto el reduccionismo social que vincula el éxito femenino al poder de seducción, la obra se queda en terreno seguro y no va más allá de la aceptación personal en tanto remedio a una crisis en realidad más profunda…
El porno versus el capitalismo automotriz. En una época no muy lejana las buddy movies constituyeron el “estándar” de Hollywood ya que por un lado demostraron ser en extremo populares y por el otro permitieron a muchas estrellas reposicionarse dentro de la industria, volcando su perfil hacia territorios hasta ese momento inexplorados. Durante los últimos lustros hemos presenciado un repliegue del formato gracias a una serie de fracasos en taquilla, lo que a su vez se explica por la pobreza y negligencia del promedio de los productos actuales y la falta de guionistas avezados en la materia o con algo valioso para decir. Por supuesto que el policial -uno de los géneros que siempre adoró el engranje narrativo en cuestión- no escapó a la regla general y también fue testigo del declive, sin embargo en estos últimos meses nos topamos con dos obras que retoman con astucia la estructura, los excesos y las ironías de aquellas “parejas desparejas”. Hasta cierto punto se puede trazar un paralelo entre War on Everyone (2016) y Dos Tipos Peligrosos (The Nice Guys, 2016), las pruebas que tenemos a mano para dar cuenta de que todavía es posible construir buddy movies eficaces, diferencias de criterio incluidas: si War on Everyone funciona como una epopeya sucia, caótica, sinuosa y profundamente cínica para con las fuerzas de seguridad del Estado, Dos Tipos Peligrosos es -en cambio- el súmmum de la prolijidad formal y desde el vamos abraza los leitmotivs del film noir y un sinnúmero de chistes clásicos provenientes del slapstick. El responsable de esta última no es otro que Shane Black, un señor cuya carrera como director es bastante anodina si la comparamos con la generosa amplitud de su desempeño como guionista (posee tantos opus “potables” en su haber como trabajos fallidos, en los que la experimentación no dio frutos). Aquí por suerte la balanza está más cerca de sus guiones más recordados, los de Arma Mortal (Lethal Weapon, 1987) y El Último Boy Scout (The Last Boy Scout, 1991), y lejos de films problemáticos como El Último Gran Héroe (Last Action Hero, 1993) y El Largo Beso del Adiós (The Long Kiss Goodnight, 1996), todas películas que marcaron el tono del cine tracción a testosterona de las décadas de los 80 y 90. La historia gira alrededor de una pesquisa -en la Los Ángeles de los 70- encabezada por el matón Jackson Healy (Russell Crowe) y el detective privado Holland March (Ryan Gosling), quienes se pasan gran parte del relato buscando a Amelia (Margaret Qualley), una joven que parece ser la clave para revelar un misterio que involucra al microcosmos del porno, la militancia ambientalista y una nueva cadena de golpizas, fracturas, asesinatos y encuentros por demás desafortunados. Resulta muy interesante ver cómo Black explota en pantalla la fama de Crowe fuera de pantalla de recio/ pendenciero y al mismo tiempo la contrapone con el acervo cómico de un Gosling extraordinario que una vez más demuestra su ductilidad, ahora construyendo a la perfección un personaje tan payasesco como mordaz. El guión del también realizador pone el acento en la investigación, evita caer en una alternancia hueca -y cronometrada- con las escenas de acción y en todo momento se mantiene al servicio del dúo de protagonistas, redondeando asimismo un retrato de índole circense de la política, la industria automotriz y hasta el mundo del espectáculo: las citas al “porno de autor” de los 70, y su reconversión como enemigo del capitalismo, sacan a relucir la potencialidad del arte y su claridad de intenciones en oposición a la podredumbre y la corrupción metropolitanas circundantes…