Sobre la potencialidad desperdiciada. El nuevo capítulo del reboot de la franquicia creada por el genial Gene Roddenberry se aleja de las características de los dos eslabones previos, los dirigidos por J.J. Abrams, y en el trajín nos pone en un brete importante. A pesar de que Star Trek: Sin Límites (Star Trek Beyond, 2016) reniega un poco del aggiornamiento concienzudo y respetuoso de Star Trek: El Futuro Comienza (Star Trek, 2009) y Star Trek: En la Oscuridad (Star Trek Into Darkness, 2013), debemos reconocer que esta catarata de secuencias de acción está bastante bien llevada y resulta entretenida. Dicho de otro modo, hoy la epopeya pierde mucho de la aventura orientada al descubrimiento y el desarrollo de personajes en pos de abrazar una dialéctica más vinculada a los blockbusters estrambóticos de Hollywood. El responsable de ambos rasgos, tanto del positivo como del negativo, es el nuevo director a cargo, Justin Lin. Como lo demuestran ampliamente los cuatro films que realizó para la saga iniciada con Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001), el taiwanés es un artesano eficiente para las escenas de acción pero depende demasiado del guión para rellenar los “espacios” entre las persecuciones y los enfrentamientos. Esta ineptitud en cuanto a la autonomía de movimientos nos lleva al otro gran cambio en la franquicia, el que se produjo a nivel de los guionistas: salieron Roberto Orci y Alex Kurtzman, dos señores que escribieron muchos bodrios aunque trabajando con Abrams lograron lucirse, y tomaron la posta Simon Pegg y Doug Jung, quienes simplificaron el MacGuffin, dejaron poco lugar para el desempeño actoral y volcaron la trama hacia el tono de las propuestas menos interesantes del anterior bloque de realizaciones, el correspondiente a La Nueva Generación (The Next Generation). La historia es muy sencilla y gira alrededor de una misión de rescate que deriva en una trágica emboscada, con el USS Enterprise una vez más destruido y toda la tripulación varada en Altamid, un planeta utilizado como base por Krall (Idris Elba), el villano de turno, quien a su vez busca una reliquia -en posesión de nuestros héroes- para activar un arma extremadamente poderosa. Aquí regresan los siete míticos personajes de la serie televisiva, a saber: el Capitán James T. Kirk (Chris Pine), el Comandante Spock (Zachary Quinto), el Doctor McCoy (Karl Urban), la Teniente Uhura (Zoe Saldana), Scotty (Simon Pegg), Sulu (John Cho) y Chekov (Anton Yelchin). Por supuesto que tenemos los mínimos intercambios reglamentarios entre todos ellos con vistas a remarcar esas idiosincrasias que ya conocemos de sobra, aunque ahora sin diálogos inspirados o verdaderamente originales. Más allá de que Lin entrega una obra mucho más en sintonía con los estándares aparatosos del mainstream contemporáneo, también hay que decir que Abrams en los opus anteriores había explotado con tanta inteligencia la estructura de las precuelas y las citas nostálgicas (léase la vuelta del ya fallecido Leonard Nimoy) que el margen para reincidir en dichos mecanismos era minúsculo, circunstancia que ponía sobre la mesa la necesidad de traer novedades significativas y/ o utilizar recursos hasta ahora no empleados. La solución facilista del realizador y compañía, eso de caer en la espectacularidad non stop desde el principio del relato, por suerte no llega a desmerecer las buenas intenciones de base y algunas escenas más apacibles y muy bien logradas (en especial las de la mitad del metraje, a partir del reencuentro de los popes del Enterprise en Altamid). En esencia estamos ante una “montaña rusa” temática que se ubica debajo del nivel cualitativo de los films previos porque obedece a otra escala de prioridades, no sin méritos aislados que unifican los problemas del Hollywood de nuestros días y cierta potencialidad retórica desperdiciada…
El uruguayo Fede Álvarez ya acumulaba tres cortos cuando nos regaló Ataque de Pánico (2009), aquella maravilla -centrada en una invasión extraterrestre a Montevideo vía robots gigantes- que demostró que todavía podemos hallar una amalgama de talento y sapiencia técnica en nuestros días, en especial considerando el bajo presupuesto y el escaso desarrollo del séptimo arte en el país vecino. Hollywood de inmediato fagocitó a Álvarez y el propio Sam Raimi le encargó la remake de Diabólico (The Evil Dead, 1981): el resultado fue la exquisita Posesión Infernal (Evil Dead, 2013), una película que no sólo le faltó el respeto a un original que ya quedó anacrónico y algo infantil sino que además tuvo la inteligencia de rescatar el único componente aún valioso, esa intensidad arrolladora que poquísimas propuestas detentan en el terror, el suspenso o casi cualquier otro género contemporáneo. Como era de esperar, las expectativas ante su segundo largometraje eran en verdad muy elevadas porque aquel trabajo previo rankeaba en punta -y lo sigue haciendo- como uno de los mejores films de horror de lo que va del nuevo milenio. No Respires (Don’t Breathe, 2016) es otro vendaval apabullante de tensión y astucia, un prodigio que ratifica la maestría de Álvarez y lo termina de posicionar dentro de un grupo cada vez más selecto, el de los realizadores que enarbolan rasgos autorales y tienen con qué justificarlos. En esta ocasión combina ítems de La Gente Detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991), La Habitación del Pánico (Panic Room, 2002) y ese díptico de Marcus Dunstan compuesto por El Juego del Terror (The Collector, 2009) y Juegos de Muerte (The Collection, 2012), todos representantes gloriosos de la premisa “allanamiento y robo que derivan en desastre”. La epopeya de por sí comienza con la energía y la vitalidad que deberían tener todas las incursiones macabras: luego de un adelanto de lo que vendrá (un señor arrastrando a una mujer en plena calle) y unos diez minutos de desarrollo de personajes (aquí no nos topamos con ese desfile interminable de estereotipos dramáticos al que nos tiene acostumbrados Hollywood y aledaños), rápidamente caemos en el meollo del asunto. Hoy por hoy son tres los ladrones que ingresan al hogar de Norman Nordstrom (el genial Stephen Lang), un veterano de Irak ciego que perdió a su hija fruto de un accidente automovilístico, tragedia que le reportó miles de dólares de indemnización. Alex (Dylan Minnette) es el encargado de tomar prestadas las copias de llaves de distintas casas que controla su padre, la cabeza de una empresa de seguridad, y Money (Daniel Zovatto) es su amigo y cómplice fundamental. Hasta cierto punto el verdadero eje del relato es Rocky, la novia de Money, interpretada por Jane Levy (recordemos que la señorita compuso a Mia, la “scream queen” de Posesión Infernal), una actriz muy lúcida que sabe utilizar las expresiones faciales para transmitir el espanto de turno en un ambiente dominado por el silencio más absoluto. Una vez que Nordstrom descubre a los usurpadores y asesina a Money, el realizador se despacha con una magnífica atmósfera de encierro y aprovecha al máximo la necesidad de los jóvenes de no hacer ningún ruido para evitar ser localizados por el dueño de casa, quien asimismo esconde algunos secretitos morbosos. Como si se tratase de una versión clasicista -léase hitchcockiana- de la también recomendable pero inferior Intruders (2015), el film le escapa al atajo de las trampas domésticas ocultas y se decide por un realismo sucio y muy efectivo. Desde la fotografía de Pedro Luque y la música incidental de Roque Baños hasta el guión del propio Álvarez, a la par de Rodo Sayagues, cada factor contribuye a que No Respires sea una obra excelente y en conjunto todos ponen de manifiesto el rol importantísimo que la ejecución concreta posee en el horror como género: más allá de varias tomas secuencias extraordinarias y una administración del dolor recibo y el infligido que apunta a remarcar aquello de que el cuerpo humano es una máquina capaz de soportar unas cuantas “sacudidas” consecutivas, el director siempre mantiene la distancia emocional exacta para con el misterioso Nordstrom -no es un personaje agradable pero tampoco un monstruo- y nos obliga a ponernos más pragmáticos que éticos, necesidad de supervivencia de por medio. La codicia por un lado y la sed de reparación por el otro terminan unificándose gracias a la desesperación, los intereses contrapuestos, las decisiones equivocadas y una batalla en torno a la posibilidad de transformar las limitaciones en fortalezas y viceversa…
Sobre la maternidad relajada. La comedia hollywoodense de las últimas décadas puede resumirse con facilidad en apenas dos subgéneros principales: grupito de hombres comportándose como energúmenos/ adolescentes y grupito de mujeres comportándose como hombres que se comportan como energúmenos/ adolescentes. Y ahí se acabó todo… ya no existen las parodias, las críticas sociales, el humor negro, la anarquía, la experimentación formal o los films que combinen las distintas vertientes. En el reino de la necedad mainstream encontramos una y otra vez personajes que resultan tan descerebrados como aburridos en función de su triste desinterés para con todo lo que no sea ellos mismos (este parece ser el “balance perfecto” según la visión de los productores). Así las cosas, llama la atención que El Club de las Madres Rebeldes (Bad Moms, 2016) no sea tan hueca y esté más volcada hacia el tedio tradicional. Desde ya que la película en cuestión arrastra las horrendas características que señalábamos con anterioridad, pero aquí por lo menos hay una suerte de intento -fallido, por si quedaban dudas- de crear un núcleo narrativo sensible o algo similar, circunstancia que no es poca cosa si recordamos que hablamos del segundo opus como directores de Jon Lucas y Scott Moore, ese dúo de intelectuales que nos regaló 21, la Gran Fiesta (21 & Over, 2013), otra celebración del consumo bobo autodestructivo y esa “rebelión” de cartón pintado que tanto adoran los norteamericanos. Mientras que el título en inglés era más sutil con respecto al eje de la trama, su homólogo en castellano nos aclara desde el vamos que las protagonistas son unas señoras que esquivan algunos preceptos de la maternidad, aunque en realidad el mensaje libertario no lo es tanto y sólo aplica a las burguesas sumisas de muy buen pasar. El relato se centra en Amy (Mila Kunis), una representante de ventas de una compañía de café cuya vida está completamente saturada porque de manera cíclica pretende satisfacer a todos a su alrededor (marido, jefe, hijos, autoridades del colegio de los pequeños, etc.). Cuando descubre al imbécil de su esposo masturbándose con otra mujer mediante un video chat, primero lo echa del hogar y luego comienza a replantearse su actitud ante su familia. Una jornada a puro estrés será la gota que rebase el vaso y -sin siquiera proponérselo- se unirá a Carla (Kathryn Hahn) y Kiki (Kristen Bell), dos nuevas amigas, en pos de aliviar el peso de su rol de madre y disfrutar, lo que por supuesto incluye emborracharse, soltar la correa del trabajo y encontrar una nueva pareja. Un tono light e inofensivo embadurna cada escena con latiguillos, insultos tontos y situaciones derivativas que se agotan de inmediato. Tampoco convencen los dos atajos que insertan Lucas y Moore, léase el romance de Amy con Jessie (Jay Hernandez), un viudo que anda dando vueltas por el guión, y la pelea de las mujeres con una especie de contrapunto “menos desinhibido”, un segundo trío de burguesas compuesto por Gwendolyn (Christina Applegate), Stacy (Jada Pinkett Smith) y Vicky (Annie Mumolo). Como en tantas otras comedias bobaliconas de Estados Unidos, una concepción reduccionista que en un primer momento parecía apuntar a una ruptura de los clichés del género, termina no sólo ratificando las máximas retóricas sino también cayendo en sentencias regresivas, apáticas y sexistas: la moraleja de la película sería que el ideal femenino está condensado en las amas de casa relajadas. Ya tarde, en el desenlace, surge la noción de una maternidad más intuitiva y sensata, mucho menos impuesta a nivel social…
Turismo en el infierno. Mientras que gran parte de los espectadores de treinta años para arriba aún se manejan con una concepción de la clase B hollywoodense vinculada al desparpajo de propuestas más o menos cómicas o aquella seriedad mal entendida de tantas otras realizaciones de bajo presupuesto, los espectadores más jóvenes directamente desconocen la existencia de un cine marginal -y en “relación de espejo” para con el mainstream- ya que suelen consumir exclusivamente los grandes tanques anuales de los estudios estadounidenses. Así las cosas, en el primer caso encontramos una suerte de desfasaje entre un ideal muy caduco y las características de la clase B contemporánea, y en el segundo caso nos topamos con una situación de lo más paradójica porque Internet causó y a la vez subsanó la desaparición de la venta/ alquiler de films en formato físico, construyendo nuevos canales de distribución. El inefable “video on demand” y su contraparte anárquica, la piratería, pusieron al alcance del público una oferta muy variada de títulos que deberían haber enriquecido la percepción cultural de los consumidores, por un lado conduciendo al abandono de nociones que ya no nos sirven para analizar el cine marginal actual y por el otro facilitando el acceso a obras relativamente alternativas, más allá de la calidad de las mismas. Lo cierto es que en el día a día casi todos siguen conformándose con lo que ofrece la industria más pomposa y obvian al resto de la gama cinematográfica, circunstancia que nos lleva a que el grueso del público no tenga idea de que efectivamente existe una clase B de nuestros días y que responde a las características de opus como el presente, Satanic: El Juego del Demonio (Satanic, 2016), un trabajo realizado con pocos recursos que no llega a ser del todo fallido dentro del rubro. Lejos de la ingenuidad e improvisación de los directores de antaño, esta nueva clase B se vuelca de manera consciente hacia la comedia o el drama más tajantes: en el terror suelen primar la tragedia, el desarrollo de personajes, los actores televisivos, los practical effects, algo de CGI en el desenlace y un “ambiente” homicida que envuelve a los protagonistas (como en el mainstream, los asesinos del pasado desaparecieron). Aquí la historia nos presenta el derrotero de dos primas y sus novios, quienes se dirigen en una camioneta hacia el Festival de Coachella y deciden parar unos días en Los Ángeles para recorrer escenas de crímenes vinculados con rituales satanistas. Por supuesto que una serie de eventualidades los llevará a “rescatar” a una señorita que se asomaba como la próxima víctima de un culto de lunáticos, lo que pronto se convertirá en un descenso al infierno para los involucrados. Dentro del precario subgénero “adolescentes o jóvenes adultos que hacen casi todo mal y terminan pagando las consecuencias”, Satanic: El Juego del Demonio no ofrece ninguna novedad significativa y curiosamente apuesta todas sus fichas a la simpleza de los protagonistas y el desempeño de la scream queen principal, Sarah Hyland de Modern Family. La veinteañera cumple con dignidad como el único personaje agradable -el resto son fanáticos religiosos o bobos góticos de cotillón- y sostiene un relato que respeta a rajatabla el canon anteriormente descripto del bajo presupuesto contemporáneo. El director Jeffrey G. Hunt, hoy trabajando a partir de un guión del ascendente Anthony Jaswinski, logra que el trayecto hacia la maldición de Belcebú resulte ameno pero no consigue darle al final un verdadero ímpetu de furia y shock, capaz de expandir el gore de escenas previas…
Prisioneros del juego. Por suerte Nerve: Un Juego sin Reglas (Nerve, 2016) finamente corta la racha negativa de Henry Joost y Ariel Schulman, tanto a nivel cualitativo -porque estamos ante el mejor opus de los directores desde Catfish (2010)- como en lo que respecta a “despegarse” de los problemas que venían experimentando con el terror; recordemos para el caso el tercer y cuarto eslabón de la franquicia de Actividad Paranormal (Paranormal Activity) y la reciente Viral (2016), el otro film de este año de los señores, una mezcla fallida entre la danesa Sorgenfri (2015) y otros tantos exploitations contemporáneos de The Walking Dead. Aquí la propuesta sorprende gracias a que está bastante bien construida a nivel narrativo, el mensaje de fondo es poderoso y explícito y el combo en general llega en el momento justo, un período en el que los pasatiempos vacuos virtuales dominan el mercado de los celulares. El film es un thriller tecnológico adolescente que retoma aquel concepto de un voyeurismo comunal y macabro de The Truman Show (1998) y 13 Game Sayawng (2006) y esa sumisión para con las herramientas de comunicación de nuestros días de las temáticamente similares Open Windows (2014) y Eliminar Amigo (Unfriended, 2014). A contrapelo de lo que nos indica el título en castellano, el juego social en el que participa la protagonista Vee (Emma Roberts) sí cuenta con preceptos muy claros: Nerve está dividido en dos bandos, los jugadores y los observadores, éstos últimos pagan un canon y deciden los retos que realizan los primeros (el player con más observadores será acreedor de una bella suma de dinero). Los desafíos deben ser grabados por el jugador, fallar o huir son sinónimos de eliminación y está prohibido revelar la existencia de Nerve a cualquier individuo fuera de la comunidad. Como no podía ser de otra manera, el guión de Jessica Sharzer respeta a rajatabla el marco afectivo clásico de toda historia de iniciación (Vee es un tanto conservadora, así que intervenir en el juego sería un equivalente a envalentonarse y hacer cosas nuevas): por un lado tenemos una relación amorosa con Ian (Dave Franco), un “coequiper oficial” asignado por Nerve, y por el otro está el infaltable binomio de secundarios compuesto por un amigo sobreprotector, Tommy (Miles Heizer), y una compinche más linda y canchera, Sydney (Emily Meade), con toda la retórica de la competencia femenina a cuestas. Los dos primeros actos retratan el incremento en popularidad de la protagonista a lo largo de una noche de retos en cadena junto a Ian; recién en el tercer y último capítulo el tono se oscurece y la película les muestra los colmillos a la virtualidad y la cobardía del anonimato. Un gran punto a favor pasa por la sensatez con la que Joost y Schulman utilizan a Vee como outsider para reflexionar sutilmente acerca de las redes sociales, los juegos globales para celulares, los reality shows y la construcción de la identidad en una era en donde lo colectivo -ya sea real o virtual- aparece vinculado a los extremos reduccionistas del agradar al cien por ciento de los mortales o al confrontar todo el tiempo a puro sadismo hueco e inconducente. Entre una estética publicitaria/ videoclipera bien llevada y un núcleo dramático humilde que no pretende ser más de lo que es, léase un relato adolescente de denuncia contra el dispendio lúdico bobalicón, Nerve: Un Juego sin Reglas funciona como un cartel de neón que nos llama la atención sobre la posibilidad de caer prisioneros de un esquema comunal mezquino que celebra el consumo, la rivalidad y la incomunicación…
Amor y ascenso social Desde hace ya muchos años que Woody Allen es completamente inimputable porque sus películas -más allá de los desniveles cualitativos entendibles en una carrera tan extensa y prolífica- siempre se ubican muy por encima del promedio industrial contemporáneo y su pobreza conceptual. Aclarado lo anterior, se puede afirmar que Café Society (2016) es otra comedia redonda del octogenario realizador, quien en esta oportunidad conserva el tono distendido de su opus previo, la también interesante Hombre Irracional (Irrational Man, 2015), sólo para volcarlo hacia el derrotero de un triángulo amoroso con el Hollywood clásico de la primera mitad del siglo pasado como telón de fondo (ahora las referencias a Crimen y Castigo, de Fiódor Dostoievski, mutan en un homenaje/ parodia concienzuda al que podemos definir -fruto de la recurrencia- como el período histórico favorito de Allen). Si bien el eje central del relato es el juego de interrelaciones entre Bobby Dorfman (Jesse Eisenberg), un joven neoyorquino que en la década del 30 llega a Los Ángeles en busca de un lugar en la industria del espectáculo, Phil Stern (Steve Carell), tío del anterior y representante de actores famosos, y Vonnie (Kristen Stewart), secretaria/ amante de Phil y cada día más allegada a Bobby; a decir verdad el guión se abre continuamente para abarcar a la familia judía del muchacho (que incluye a unos padres muy particulares, una hermana casada con un docente y un hermano con una carrera meteórica en el crimen organizado) y a toda la fauna del todopoderoso mainstream cultural (esta dimensión está trabajada con cierta superficialidad por Allen, principalmente a través de sus propias intervenciones como narrador de la historia, aunque por suerte siempre remarcando la hipocresía de Hollywood). De hecho, a medida que avanza el metraje se hace palpable que el cineasta utiliza las idas y vueltas, las “caras de piedra” y las mentirillas del triángulo como una metáfora del doble discurso de Los Ángeles. En esta denuncia tangencial hay una diferencia importante en cuanto a la graduación si comparamos al film con ¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016), una obra temáticamente similar: mientras que en el opus de los hermanos Joel y Ethan Coen el ritmo era frenético y la trama abarcaba las aristas agridulces del negocio, aquí el ímpetu de Allen es más reposado y hasta trata con cariño a Stern, el personaje que representa al mainstream (si antes Eddie Mannix era un adicto al trabajo, tan riguroso como eficiente en su rol de “fixer” de los estudios, hoy Carell le otorga a Stern un brío ameno que lo exculpa vía sus dubitaciones sensatas en torno a la posibilidad de renunciar a su esposa por Vonnie). Un problema frecuente de algunas de las últimas películas de Woody está condensado en los elencos, cuyo desempeño es apenas correcto debido a que la gran mayoría de los intérpretes actuales deja mucho que desear y se sitúa muy lejos del nivel de lo que fueron Diane Keaton o Mia Farrow, por nombrar sólo dos ejemplos. Eisenberg y Stewart son exprimidos con inteligencia por el neoyorquino, sin duda uno de los más grandes directores de actores de la historia del cine norteamericano, pero el señor tampoco hace milagros: ambos cumplen dignamente aunque nunca terminan de aprovechar del todo la riqueza de base del guión, y en los primeros planos -en especial los del desenlace- se perciben las deficiencias dramáticas. Una vez más el poderío del relato recae en la sabiduría narrativa y existencial de un Allen siempre arrollador, con una claridad de intenciones en verdad prodigiosa. Los entretelones del amor se unifican con el sueño del ascenso social, dos quimeras entrecruzadas por las mismas paradojas y la misma melancolía ante lo perdido…
¿Quién patrulla estas aguas? Debe haber muy pocas situaciones más gratificantes en el ámbito cinematográfico que el encontrarse con una propuesta minimalista que conduce a cada uno de sus componentes hasta el extremo de la efectividad. Como suele ocurrir en estos casos, el responsable máximo detrás de cámaras es un artesano, un director que sabe balancear los pormenores de la narración y las necesidades industriales del momento, sean estas del tenor que sean: con Miedo Profundo (The Shallows, 2016) Jaume Collet-Serra deja atrás una maravillosa trilogía de thrillers de misterio y acción protagonizados por Liam Neeson, compuesta por Desconocido (Unknown, 2011), Non-Stop: Sin Escalas (Non-Stop, 2014) y Una Noche para Sobrevivir (Run All Night, 2015), lo que a su vez implica un regreso al terror de las también geniales La Casa de Cera (House of Wax, 2005) y La Huérfana (Orphan, 2009). Si bien el catalán ya había ofrecido muchísimas pruebas de su amor por el cine de género, su maestría visual y una prodigiosa atención puesta al servicio de cada detalle de sus films, en esta pequeña epopeya de resistencia su estilo se hace más evidente, queda al amparo de los ojos del espectador -sin ninguna máscara y/ o ropaje de por medio- porque el guión de Anthony Jaswinski reduce la acción a un esquema sumamente simple en el que todo el peso del relato recae sobre la ejecución concreta del realizador de turno. Lo que podría haber sido apenas un mashup simpático entre Tiburón (Jaws, 1975) y Mar Abierto (Open Water, 2003), se transforma en una aventura dolorosa y bastante tétrica gracias a la tensión que Collet-Serra le imprime a las escenas y su excelente dirección para con la protagonista absoluta de la faena, una Blake Lively que nos regala cuerpo y sangre a pura efervescencia. Por si todavía hay algún despistado que no sabe de lo que hablamos, sólo diremos que la trama posee dos personajes fundamentales: Nancy (Lively), una surfista texana que está vacacionando en una playa paradisíaca de México, y un gran tiburón blanco que “prueba” parte de su pierna izquierda y quiere el resto de su cuerpo. Cuando se produce el ataque, la señorita decide refugiarse primero en el cadáver flotante de una ballena y luego en una formación rocosa símil arrecife que queda expuesta o sepultada según los vaivenes de la marea, siempre con la compañía de una gaviota malherida que -como ella- está varada y a la buena de Dios. Sin duda los otros dos pivotes principales del opus son la belleza de las locaciones naturales y la labor del equipo técnico, en especial del director de fotografía Flavio Martínez Labiano y el editor Joel Negron, quienes aprovechan el entorno al máximo. En esencia los “secretos” de Collet-Serra se resumen en una construcción meticulosa de la puesta en escena, la garantía de una historia dinámica y el encomendar a los artilugios digitales sólo determinados floreos visuales, sin jamás permitir que estos pasen a primer plano o subyuguen a la narración como ocurre con casi todos los productos que entrega Hollywood para el consumo masivo. Miedo Profundo es una clase B como las de antaño, un ejemplo de que aun hoy se pueden crear obras acotadas y muy entretenidas con un presupuesto mínimo. Evitando la verborragia patética sobrecargada de chistecitos y aires de “girl power”, el coraje de la película es -en cambio- primitivo porque se concentra en la supervivencia más llana, la vinculada a ese temor que aflora cuando los burgueses salen a hacer turismo y a surcar la vastedad de los mares, sin saber quiénes patrullan estas aguas…
Frustración artística y adecuación. La maravillosa Life (2015), la última película de Anton Corbijn, adopta una perspectiva tangencial para retratar al mítico James Dean, del mismo modo que Mi Semana con Marilyn (My Week with Marilyn, 2011) analizó lateralmente la figura de Marilyn Monroe, Hitchcock (2012) al maestro del suspenso y El Sueño de Walt Disney (Saving Mr. Banks, 2013) al magnate del imperio homónimo. Desde el vamos Dean resulta un tema por demás complicado y con muchas aristas sobre las cuales trabajar, ya que estamos hablando de uno de los dos artífices primordiales -el otro es Marlon Brando- de la popularización intra Hollywood de aquella vanguardia interpretativa encarnada en el Actors Studio y en las teorías de Konstantin Stanislavsky acerca de una ética laboral que celebraba el sacrificio, la dedicación y la integridad de los actores. La construcción subsiguiente del mito rebelde, y la temprana muerte del joven a los 24 años, no deben opacar su enorme talento e influencia. Dicho en otras palabras, Dean fue una de las fuentes de inspiración de la apertura artística de los 60 y uno de los encargados de dar de baja el estilo actoral -tan acartonado como ridículo- que dominó en la industria estadounidense desde el nacimiento del cine hasta las convulsiones de aquella época (el contexto contracultural, a su vez, abrió paso a la era dorada del séptimo arte, los salvajes 70, lo que luego lamentablemente derivó en la vuelta a la estupidez y la espectacularidad hueca de los 80, esa misma que continúa arrastrándose hasta nuestros días gracias al conformismo y la genuflexión de gran parte del público y la prensa). Ahora bien, Corbijn pone el acento narrativo en Dennis Stock (Robert Pattinson), el fotógrafo responsable de muchas imágenes emblemáticas de Dean (Dane DeHaan), tomadas apenas unos meses antes de su muerte el 30 de septiembre de 1955. Sin embargo, en una jugada bastante curiosa, el realizador evita cubrir con un manto de misterio al actor. En esta estructuración dramática bipartita y mutable, no nos topamos con un punto de vista excluyente que mantenga la distancia con respecto al “objeto de estudio” y que se engolosine con los factores más sórdidos de su vida y carrera, como tantas otras biopics que siguen a rajatabla el modelo de Toro Salvaje (Raging Bull, 1980) sin siquiera comprenderlo del todo. Por el contrario, llama la atención la precisión con la que el guión de Luke Davies examina el carácter elusivo y ermitaño de ambos personajes, cimentando una intimidad sumamente compleja que va más allá de los conflictos existenciales más pomposos y de los instantes trágicos del devenir de cada uno. Alejada por completo de toda esa andanada de golpes de efecto y latiguillos discursivos del Hollywood contemporáneo, la historia no nos condenada a la mirada absoluta de uno o del otro ya que prefiere trazar similitudes a puro detallismo, intuición y astucia, con la entendible identificación de Corbijn para con Stock. Hasta cierto punto se podría decir que el holandés, quien comenzó su trayectoria en los 70 como fotógrafo y director de videoclips para una infinidad de pesos pesados del rock, aquí construye una oda a la frustración artística y las posibilidades -en términos creativos- que esconde debajo de una superficie casi siempre desmoralizadora, que deja poco margen para el enriquecimiento cultural o la experimentación. Life hace un muy buen uso de las dos dimensiones fundamentales de este tipo de propuestas centradas en el mainstream, a saber: en primera instancia tenemos una maquinaría industrial que estandariza toda obra según determinados criterios orientados hacia la lógica del mercado y la publicidad (en el opus los estudios aparecen encarnados en la piel de Jack Warner, interpretado por Ben Kingsley, quien insta a Dean a que respete el cronograma de promoción cinematográfica), luego viene la idiosincrasia del artista (la presteza y el movimiento chocan con el atolladero comercial). Otro punto a favor del film es que tampoco abusa de los inefables “fantasmas” del pasado de los personajes, apenas posándose sutilmente en el tópico vía un interesante tercer acto que transcurre en la granja de Indiana donde Dean creció al cuidado de sus tíos y abuelos, después de la muerte de su madre y el abandono por parte de su padre. Centrándose en el período que va desde la obra maestra Al Este del Paraíso (East of Eden, 1955) hasta la genial Rebelde sin Causa (Rebel Without a Cause, 1955), el cineasta logra trabajos medidos de DeHaan y Pattinson, el primero en rápido ascenso y el segundo encarando su carrera con mucha inteligencia, como lo demuestran sus colaboraciones recientes con David Cronenberg, Werner Herzog y David Michôd. Hoy por hoy Corbijn retoma la delicadeza emocional de Control (2007), sobre el también malogrado Ian Curtis, y alcanza el umbral cualitativo de El Hombre más Buscado (A Most Wanted Man, 2014), ya dejando en el olvido los problemas narrativos de El Ocaso de un Asesino (The American, 2010). Life es una película difícil, críptica y de resonancias profundas, que utiliza como excusa la relación entre dos misántropos para poner en cuestión el vínculo entre la angustia profesional, la coherencia ideológica y la necesidad de adecuarse a un entorno que no suele ser el ideal…
El carnaval de Lina. La encantadora Detrás de los Anteojos Blancos (Dietro gli Occhiali Bianchi, 2015) hace justicia con unos de los tesoros de la cinematografía italiana de la década del 70, las cuatro gloriosas obras maestras que Lina Wertmüller realizó junto a sus actores fetiche del período, Giancarlo Giannini y la hermosa Mariangela Melato, léase Mimí Metalúrgico (Mimì Metallurgico ferito nell’onore, 1972), Amor y Anarquía (Film d’amore e d’anarchia, ovvero ‘stamattina alle 10 in via dei Fiori nella nota casa di tolleranza…’, 1973), Insólito Destino (Travolti da un insolito destino nell’azzurro mare d’agosto, 1974) y Pasqualino Siete Bellezas (Pasqualino Settebellezze, 1975). A través de los recursos formales de los documentales expositivos, aunque reemplazando al clásico locutor en off “objetivo” por las palabras de la directora homenajeada, el film repasa una vida dedicada al frenesí creativo. De hecho, en esta ópera prima de Valerio Ruiz, el asistente de Wertmüller durante los últimos años, prevalece una concepción del arte vinculada al anarquismo más lúdico, no en pos de destruir el orden social sino de desmontarlo para poner de relieve los aspectos más grotescos de las relaciones económicas, culturales, sexuales y políticas que caracterizan a nuestra sociedad occidental. La película se beneficia mucho de esta obsecuencia para con la retratada, ya que permite adentrarnos en la intimidad e ideología de Wertmüller, hoy eje de una multitud de testimonios por parte de su hermano Massimo, el propio Giannini, su primera productora Marina Cicogna y figuras como Martin Scorsese, Sophia Loren, Harvey Keitel, Rutger Hauer y Nastassja Kinski. Una faceta poco conocida fuera de Italia es la de letrista, en función de lo cual las rememoraciones de Rita Pavone resultan muy reveladoras. El racconto que ofrece Ruiz es en verdad apasionante porque no deja tópico sin analizar y reconstruye todas las dimensiones de Wertmüller como artista, siempre colocando el acento en una amplitud que además incluye trabajos varios en teatro y ópera. El enfoque del realizador es bien pomposo -la música juguetona de Lucio Gregoretti siempre establece el tono de los comentarios y acompaña a la cineasta en sus recorridos por las locaciones de sus obras- porque pretende reproducir esa grandilocuencia retórica y visual que constituye la “marca registrada” del carnaval de Lina. El único instante en el que se le va un poco la mano con el mecanismo se da en la escena del regreso a la casona de verano de su esposo, Enrico Job, un talentoso dibujante, diseñador de producción, vestuarista y director artístico. Aún así, la propuesta mantiene en todo momento el interés y contagia su afán y entusiasmo. Así las cosas, en Detrás de los Anteojos Blancos transitamos su infancia y comienzos en el teatro y el séptimo arte, su primer gran trabajo como asistente de Federico Fellini en 8½ (1963), su debut con I Basilischi (1963), el encuentro y la relación con Job (fallecido en 2008), la tetralogía de films con Giancarlo Giannini, la fama internacional y las nominaciones al Oscar por Pasqualino Siete Bellezas (la primera directora nominada en la historia del premio), los desniveles de sus películas siguientes y finalmente los pormenores de sus colaboraciones con Sophia Loren, desde el último tramo de los 70 hasta la década pasada. El opus de Ruiz funciona -de una manera prodigiosa- como una celebración de un cine que rebasaba exuberancia y profundidad porque ya venía enmarcado en una época en la que los límites de la comedia y el drama se difuminaban, fruto de una militancia por un mundo mejor que le faltaba el respeto a todo un catálogo de dogmas institucionalizados. El feminismo de cartón pintado de nuestros días, y el cine liviano y lelo también, deberían tomar nota de la magnitud de la obra de Wertmüller, una iconoclasta de lo más aguerrida…
El ego insaciable. El realizador Alex Ross Perry se hizo conocido en el ámbito cinematográfico internacional gracias a sus dos últimas películas, Queen of Earth (2015), una suerte de drama psicológico con elementos de thriller, y la que hoy nos ocupa, Analizando a Philip (Listen Up Philip, 2014), una comedia muy negra sobre el mundillo tragicómico de la burguesía intelectual neoyorquina. Ambas obras comparten el tema principal de fondo, léase la depresión, y las estrategias formales empleadas para retratar los vínculos entre los personajes, en esencia una fotografía de textura arenosa, primeros planos constantes y mucha cámara en mano. Hasta allí llegan las semejanzas porque los films se ubican en veredas opuestas en lo que atañe a su aproximación: Queen of Earth se centra en una óptica femenina cercana a la histeria y Analizando a Philip hace lo propio para con una neurosis altisonante y masculina. Asimismo, este juego de espejos invertidos se extiende hasta el abanico de referencias de las propuestas, debido a la precisión de Queen of Earth y el carácter mucho más vago de Analizando a Philip. Mientras que la primera es una reinterpretación directa de Repulsion (1965) de Roman Polanski, Persona (1966) de Ingmar Bergman y Let’s Scare Jessica to Death (1971), aquel clásico de culto de John D. Hancock; la segunda en cambio incluye detalles varios de la carrera de cineastas como John Cassavetes, Robert Altman, Woody Allen, Wes Anderson y Todd Solondz, sin llegar al nivel cualitativo de ninguno de ellos aunque sorprendiendo -para bien- con su osadía y desparpajo. El título puede ser un tanto engañoso porque Philip Lewis Friedman (Jason Schwartzman), un novelista en una espiral de autoindulgencia y aislamiento, es en efecto el eje central de la película pero no el único. Pasada la mitad del metraje, la historia se explaya largo y tendido acerca de la colección de padecimientos de sus dos satélites primordiales, su novia/ ex novia Ashley Kane (Elisabeth Moss), una fotógrafa con una personalidad frágil y dependiente de los caprichos del protagonista, y Ike Zimmerman (Jonathan Pryce), un escritor veterano que funciona como “mentor” de Philip, en especial en lo que respecta a su disposición nihilista, soberbia e insaciable. El mayor mérito del guión, firmado por el propio Perry, pasa por trabajar con astucia la delgada línea entre la misantropía fundamentalista -y casi caricaturesca- y la imposibilidad concreta, enraizada en el acervo emocional de cada personaje, de conectarse con los demás seres humanos. De hecho, el verosímil que construye el director está muy bien logrado porque pone el acento sobre las secuelas a largo plazo del desapego afectivo. Lamentablemente la propuesta no va más allá de los estereotipos del cine indie de décadas pasadas, cayendo en la paradoja de saber aprovechar a actores maravillosos y maleables como Schwartzman, Moss y Pryce, y al mismo tiempo no innovar demasiado en materia de diálogos, los cuales en esta ocasión parecen exacerbar la dimensión taciturna/ desilusionada de sus homólogos de los opus de -por ejemplo- Peter Bogdanovich o de cualquiera de los realizadores anteriormente nombrados. Incluso así, Analizando a Philip es un intento más que digno en pos de recuperar aquel cine de los márgenes que disparaba verdades en torno a la burguesía académica y artística. Dicho de otro modo, Perry se luce en eso de exponer la vulnerabilidad e idiotez detrás de las carcasas más imperturbables, redondeando un film correcto que se enriquece gracias a la intervención de un narrador omnisciente y conciso…