Sobre el veneno social y sus derivados. Sinceramente Joel Edgerton no estaba en el radar de nadie y si bien durante el último lustro acumuló un puñado de roles importantes en películas mainstream, aún le faltaba dar el salto definitivo a ojos de la industria, una suerte de operación de posicionamiento que hoy por hoy lleva a cabo -con gran eficacia- gracias al díptico compuesto por Pacto Criminal (Black Mass, 2015) y la presente El Regalo (The Gift, 2015). Mientras que en la primera el actor descuella como un agente del FBI proclive a endiosar el código de honor de los suburbios, robándole escenas a su contraparte Johnny Depp, en la segunda el australiano dobla la apuesta y se adueña del detrás de cámaras: aquí no sólo se reserva un papel fundamental sino que además escribe y dirige el film, un ejercicio maravilloso en el campo del suspenso. La historia gira alrededor de una pareja de buen pasar, Simon Callum (Jason Bateman) y su esposa Robyn (Rebecca Hall), y el misterioso Gordon Mosley (Edgerton), ex compañero de colegio de Callum. Un encuentro fortuito, luego de muchos años sin verse, pronto deriva en una relación casi unilateral por parte de Gordon, ya que Simon no desea “ponerse al día” ni ve con regocijo la andanada de pequeños obsequios que el susodicho deja en el caserón del matrimonio. La propuesta esquiva el modelo hitchcockiano -actualmente vetusto- del hombre común al que le ocurren cosas extraordinarias (el personaje de Bateman), y también evita caer en su opuesto exacto, centrado en las ambigüedades del “villano”, un recurso que agotaron los discípulos más heterodoxos del británico a partir de la década del 70 (Gordon). De hecho, en esta oportunidad el acento narrativo está puesto al servicio de una tercera y mucha más interesante perspectiva, la de Robyn: este punto de vista intermedio, que se nos presenta como “objetivo”, resulta a la vez superador con respecto a los dos anteriores y además permite un mayor involucramiento del espectador para con el desarrollo escalonado del acecho. Por supuesto que la trama trae a colación la premisa de las cuentas pendientes de tiempos remotos y desdibuja la línea entre la víctima y el victimario, trastocando los lugares a conciencia, no obstante la intervención de la esplendorosa Hall nos rescata de los estereotipos de los relatos de invasión de hogar y acerca el derrotero a un humanismo muy lúcido que balancea lo dado por sentado a nivel vincular y cada descubrimiento de la mujer. El realizador construye con destreza y armonía la psicología de los tres protagonistas, desde una primera mitad que hace foco en los roces de turno y una segunda parte que exacerba los rasgos de base de la dimensión dramática: si por un lado Simon es el típico burguesito despiadado, cobarde y oportunista (que se rehúsa a creer que todo lo que consiguió en su vida no es más que una torre de naipes a espera de un viento fuerte) y Gordon se mueve como un lumpen bajo el signo de los desvalidos (la falsa humildad se transforma de golpe en su fetiche, siempre a punto de estallar y/ o mostrar los dientes vía un gruñido), en el otro extremo tenemos a Robyn, quien se suele engañar a sí misma en lo referido a la supuesta “excelencia” de su marido (percatándose del fraude ya tarde, en un momento de fragilidad). Una vez más ese pasado oculto, que emerge paulatinamente ante nuestra mirada curiosa, deja en harapos a las mentiras que lo tapaban y al contexto que las ratificó, un sustrato hipócrita y cruel que funciona como una especie de veneno social en plena expansión desde el ámbito público al privado, destruyendo todo a su paso. Edgerton se preocupa por aclarar que Robyn no es -en un cien por ciento- una pobre ingenua y la legitima a través del engranaje del dolor, en esta ocasión fusionado una maternidad maltrecha, la depresión y la valentía/ entereza para sobrellevar el conflicto entre los dos hombres. Como cabía esperar, el desempeño actoral adquiere la misma preponderancia que posee el devenir del guión, y entre ambos redondean una ópera prima exquisita que sorprende gracias a su inteligencia…
La infancia puede ser espantosa. Más allá de la estrategia de refritar ad infinitum marcas o productos ya establecidos en el imaginario atávico de los consumidores, el Hollywood que engendró Peter Pan (Pan, 2015) saca a relucir su obsesión con los CGI vidriosos por sobre cualquier tipo de apuntalamiento de personajes con carnadura, con un peso específico que permita de por sí el progreso de la historia sin el agradable -aunque sobreexplotado- recurso de la pompa visual a todo trapo. De este modo, una y otra vez nos topamos con mega aventuras a cargo de protagonistas que despiertan poco o nulo interés; circunstancia que en el presente film se ve magnificada por el acervo simbólico que arrastra el jovencito central y la multiplicidad de interpretaciones que se han acumulado a lo largo de las décadas en torno a su devenir (hoy reducidas al entretejido del “Mesías” que viene a salvar/ purificar una tierra de posibilidades mágicas). Antes de avanzar con el análisis concreto, conviene explicitar que en Peter Pan confluyen dos trayectorias históricas, la del director Joe Wright y la del personaje en cuestión. El británico tuvo un comienzo de carrera maravilloso con el díptico Orgullo & Prejuicio (Pride & Prejudice, 2005) y Expiación, Deseo y Pecado (Atonement, 2007), dos opus de avanzada que rompieron el molde de los relatos de época, tanto en términos visuales como narrativos, pero lamentablemente El Solista (The Soloist, 2009), un trabajo más tradicional y anacrónico, bajó bastante el promedio. Si bien las correctas Hanna (2011) y Anna Karenina (2012) nos hicieron olvidar el mal paso, lo cierto es que ambas carecían de la coherencia procedimental de antaño y funcionaban más como ejercicios de estilo, en especial en lo referido al “collage pop” y la perspectiva irrespetuosa para con los géneros. En lo que atañe al muchacho del título, y considerando lo realizado por la industria cultural hasta la fecha, no nos queda otra que reconocer que efectivamente la película de Disney de 1953, y la versión en live action de 2003, continúan imbatibles en el campo de la lectura cinematográfica de la clásica obra de teatro de 1904 de J.M. Barrie: propuestas parasitarias como la fallida Hook (1991) o la simpática aproximación metadiscursiva Descubriendo el País de Nunca Jamás (Finding Neverland, 2004) sólo sirvieron para convalidar el estatus del convite animado, al cual hoy por hoy podemos ubicar entre la mojigatería y el idealismo abstracto (muy pocos films para chicos envejecen con dignidad). Peter Pan unifica esta doble tradición maltrecha, generando al mismo tiempo el opus más impersonal de Wright y otro “dislate” fastuoso alrededor de la utopía de la niñez eterna, carente de responsabilidad. Ahora bien, lo realmente curioso del guión de Jason Fuchs es que traslada a Barbanegra (Hugh Jackman) el rasgo principal de Pan, el anhelo de una juventud petrificada, vía la excusa de que la película es una precuela en la que el propio Peter es aún un infante. La trama se centra en la venta/ secuestro de un grupo de huérfanos por parte de unas monjas malvadas durante la Segunda Guerra Mundial, transacción en función de la cual resulta beneficiario Barbanegra, quien esclaviza a los pequeños para que trabajen en una suerte de “mina de polvo de hadas” en pos de poder disfrutar de unas peculiares inhalaciones que le garantizan más y más años de vida. Un Garfio (Garrett Hedlund) homologado a Indiana Jones aparece de la nada para asistir al protagonista, en esta ocasión interpretado por Levi Miller, un actor demasiado austero a nivel expresivo para los requerimientos del personaje. La propuesta pretende balancear a los tumbos las tres dimensiones primordiales, léase el recuperar los orígenes (Peter), el ansia de libertad (Garfio) y el perpetuarse a toda costa (Barbanegra), no obstante el recorrido narrativo se siente lineal y las secuencias de acción poco imaginativas. Los toques de humor ayudan para que la epopeya resulte más digerible y menos mecánica, sumados a los interesantes detalles freak de Wright (las canciones de los piratas, el diseño caricaturesco de las aves, los polvos flúo que emanan los nativos al morir y la arremetida de las hadas). A Peter Pan le falta convicción y soberbia, esas que en el pasado se escondían como subtexto detrás de una moraleja que nos interpelaba desde la certeza de que la orfandad -en la infancia- puede ser en verdad espantosa si dejamos de lado los juegos y la amistad, y sobre todo considerando el canibalismo del mundo circundante…
Prerrogativas de la fuerza pública. Dentro del terreno de los thrillers de acción post 24, el nuevo film de Denis Villeneuve rankea como uno de los mejores y más completos estudios de lo que ha sido históricamente la política del gigante del norte en lo que respecta a la “lucha” contra el terrorismo, el narcotráfico, la venta de armamento y demás actividades non sanctas. A partir de la popularización de la serie protagonizada por Kiefer Sutherland, se fue dando un proceso de admisión discursiva en el mainstream que abarcó un doble sincericidio: ya no sólo los otrora intachables representantes de la ley ven desvanecerse la línea que los separa de los criminales, sino que hoy además descubrimos que muchos de ellos son cómplices de lo acaecido y que las agencias que monopolizan el control de la fuerza pública adoptan iguales o peores métodos de “avance” en el campo táctico, en función de prerrogativas execrables. La trama sigue el reclutamiento de Kate Macer (Emily Blunt), una experimentada agente del FBI, por parte de Matt (Josh Brolin), la cabeza de un grupo secreto de la CIA dedicado a la exterminación de miembros de los carteles mexicanos y a un cúmulo de misiones paralelas de índole clandestina, impunidad mediante. La asistencia del misterioso Alejandro (Benicio Del Toro) tendrá un rol fundamental en el encuadramiento despiadado de las operaciones, el juego de tensiones y el manejo con cuentagotas de la información. Gran parte del metraje transcurre en la frontera entre ambos países, haciendo especial énfasis en el desinterés de los agentes estadounidenses por mantener delimitada su jurisdicción y en el desapego para con cualquier marco legal en lo referido a la detención y los interrogatorios de los involucrados (hablamos de razias, secuestros, torturas, fusilamientos varios, etc.). El canadiense continúa superando lo hecho en la primera etapa de su carrera, léase las interesantes Maelström (2000), Polytechnique (2009) e Incendies (2010), y construye su tercera obra maestra consecutiva, luego de las también excelentes El Hombre Duplicado (Enemy, 2013) y La Sospecha (Prisoners, 2013). Aquí se luce con un tono seco que examina el régimen de violencia consentida que domina tanto en las comunidades semi feudales de nuestra periferia como en las todopoderosas metrópolis, poniendo al descubierto la hipocresía y la manipulación de las que se suelen jactar -por debajo de la mesa- esas mismas instituciones estatales que proponen reducir al mínimo los derechos, la justicia y las libertades individuales en pos de una supuesta “eficacia” antidelito que no es tal y que para colmo se desentiende de toda ética, convalidando la barbarie circundante. Definitivamente los dos protagonistas principales de la epopeya, si obviamos por un momento a Villeneuve, están posicionados en extremos opuestos de la cámara: por un lado tenemos la extraordinaria fotografía de Roger Deakins, quien nos regala un sinfín de tomas sublimes del desierto (recordemos la escena en Juárez), y por el otro está Benicio Del Toro, un intérprete que descuella con una labor que directamente se termina comiendo a la película en su conjunto (el desenlace da pruebas sobradas de ello). El carácter aguerrido de Sicario (2015), y su mérito dentro del cine para adultos pensantes, radica en su capacidad para esquivar los atajos de la argumentación grandilocuente y para centrar sus esfuerzos en el vigor que se desprende de la propia dialéctica narrativa, en la cual -como en los westerns crepusculares de antaño- un gesto, una arremetida o una bala valen más que mil palabras. Aquí prima la retórica política de los puntos equidistantes: a la miseria y los atropellos se le contraponen la vanagloria y la maquinaría bélica. Entonces, ¿la crueldad salva distancias?
Un homicidio ideal. Respetando el encadenamiento de las últimas décadas de películas tan autoindulgentes y sencillas como entrañables y extremadamente necesarias, si sopesamos el estado de una industria cinematográfica cada vez más empobrecida, el flamante opus de Woody Allen gira en torno a los interrogantes que han marcado a buena parte de la vertiente dramática de su carrera, esa que comenzó con el díptico conformado por Dos Extraños Amantes (Annie Hall, 1977) e Interiores (Interiors, 1978). El libre albedrío, el azar, la ética y la carga del devenir cotidiano dan vida al trasfondo de Hombre Irracional (Irrational Man, 2015), una nueva reformulación por parte del neoyorquino de uno de sus pivotes, Crimen y Castigo de Fiódor Dostoyevski. Joaquin Phoenix interpreta a Abe Lucas, un profesor universitario -con una importante depresión a cuestas- que descubre de manera aleatoria su “misión” existencial, esa que lo rescatará del alcoholismo y la apatía en las que está sumido por un cúmulo conscientemente ridículo de tragedias personales. Así las cosas, en un bar escucha una conversación que lo impulsa a considerar que el mundo sería un lugar mejor si matara a determinado miembro del sistema judicial. El contrapeso moral será su alumna Jill Pollard (Emma Stone), otro de esos típicos personajes femeninos del Allen contemporáneo: su quijotismo y curiosidad la llevarán a vislumbrar el maquiavélico plan de Lucas y luego a investigar sus movimientos. Mientras que en los primeros minutos se entretiene coqueteando con la comedia romántica basada en el esquema profesor/ alumno, a posteriori el director tuerce el volante hacia un tono intermedio entre el planteo distante de Match Point (2005) o El Sueño de Cassandra (Cassandra’s Dream, 2007) y la levedad efervescente de Misterioso Asesinato en Manhattan (Manhattan Murder Mystery, 1993) o Scoop (2006), esquivando a la vez la gravedad y el sarcasmo non-stop de antaño. Otro punto de referencia que no podemos pasar por alto es La Soga (Rope, 1949) del eterno Alfred Hitchcock, de la que el realizador toma prestada la premisa de un homicidio/ experimento con vistas a probar una hipótesis social. De hecho, el traspaso del plano ideal a la praxis ocupa un lugar preponderante en la obra de Allen, parodiando nuevamente al pobre diablo de turno mediante las inesperadas tribulaciones que va encontrando en su camino. En Lucas se unifican diferentes versiones de ese burgués erudito que el cineasta ha trabajado con anterioridad, desde el entusiasta que bordea el fanatismo hasta el presuntuoso que termina atrapado en una espiral de incidentes que él mismo creó. Luego de tantos años, aun hoy sorprenden la inteligencia y la fluidez del casi octogenario, quien sigue obsesionado con todos los coletazos de la responsabilidad individual y el rol que le suele caber a la pedantería en el amasijo de la estupidez humana…
El fantasma en la máquina. El cine de terror reúne dos características que lo hacen único a ojos de los espectadores, ya sea que sopesemos el mainstream o el sustrato independiente. La primera y más evidente pasa por el hecho irrefutable de que no necesita una estructura apuntalada en enfoques ampulosos ni presupuestos gigantescos ni estrellas, ya que con una atmósfera y/ o una eficacia narrativa estándar el éxito suele estar garantizado. El segundo rasgo, mucho menos obvio, se resume en la certeza de que hablamos del género más dinámico del séptimo arte, circunstancia que plantea una potencialidad que puede ser tanto positiva (fácil apropiación de alusiones diversas) como negativa (alta permeabilidad a las modas a nivel tecnológico). Precisamente, una de las constantes del horror industrial de nuestros días es el fetiche para con el “found footage”, una suerte de aggiornamiento de la dimensión expositiva que pretende funcionar en esencia como un correlato de la miniaturización generalizada de las cámaras digitales. Recién durante los últimos años Hollywood ha tomado conciencia de la saturación del recurso, lo que a su vez derivó en un repliegue paulatino hacia los engranajes formales tradicionales y una resignificación del mockumentary -que se resiste a morir- ahora bajo el tamiz de las redes sociales o la amalgama con otros géneros. La mediocre Eliminar Amigo (Unfriended, 2014) trae a colación los rasgos de este período de transición. La segunda obra de Levan Gabriadze, a partir de un guión del debutante Nelson Greaves, sigue el andamiaje prototípico de esta clase de propuestas, deudor del slasher ochentoso: un grupito de adolescentes de pocas luces termina mermado significativamente a manos de un espectro vengador, que se siente impelido a hacer justicia por cuenta propia. Aquí la trama se inspira en la reciente Open Windows (2014), la última locura del impredecible Nacho Vigalondo, adoptando como estandarte narrativo un plano fijo del escritorio de la computadora de una de las protagonistas, Blaire Lily (Shelley Hennig), sede central de una especie de cyberbullying metafísico que analiza la estupidez y el sadismo contemporáneos. Incorporando la dialéctica web de una manera un tanto rudimentaria (desde la utilización -reiterada aunque banal- por parte de los personajes de Skype, Facebook, Spotify, Google Chrome, YouTube, Instagram, Gmail, etc.), el film aburre en su primera mitad y cae en todos los estereotipos posibles del rubro, no obstante por lo menos constituye una denuncia cabal de la problemática del acoso y sus ramificaciones en la vida cotidiana de las víctimas. Lejos de los delirios revitalizantes de Vigalondo, siempre bordeando la comedia negra y la ciencia ficción más desatada, Gabriadze y compañía apenas si entregan un producto tan prolijo como anodino sobre la responsabilidad individual y los límites del campo privado…
El talento siempre sorprende. Quizás cueste reconocerlo pero la verdad es que la producción de Michel Gondry fue cayendo progresivamente a lo largo de los años en términos cualitativos. A pesar de que el realizador venía de ser responsable de un corpus extraordinario en el campo de los video clips, y que tuvo un comienzo de carrera fílmica demoledor con el díptico compuesto por Human Nature (2001) y Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), ambas escritas por el genial Charlie Kaufman, los dos opus siguientes, Soñando Despierto (La Science des Rêves, 2006) y Rebobinados (Be Kind Rewind, 2008), fueron propuestas agridulces que reclamaban a gritos un mayor desarrollo. Lamentablemente ese fue sólo el puntapié de una crisis que se profundizó con la desastrosa El Avispón Verde (The Green Hornet, 2011) y la despareja The We and the I (2012), una dupla que terminó de desinflar la promesa del inicio del periplo del francés, vinculada a un cine en el que la animación, el humanismo melodramático y los detalles surrealistas estaban al servicio de una trama coherente, o por lo menos concienzuda. Hoy La Espuma de los Días (L’Écume des Jours, 2013) constituye una mejoría y en esencia nos retrotrae al período intermedio, cuando los desniveles narrativos pasaron a primer plano pero sin llegar al colapso, en un jugada cercana a un ejercicio de estilo destinado a los acólitos del señor. Paradojas mediante, estamos ante una traslación bastante literal de la novela homónima de Boris Vian, la cual sin embargo se adapta perfectamente a la idiosincrasia de Gondry en función de lo que podríamos definir -concentrándonos en la pantalla grande- como una lectura freak de Love Story (1970), léase primera mitad de algarabía romántica y segunda parte de tragedia de ribetes médicos. La parejita de turno, Colin (Romain Duris) y Chloé (Audrey Tautou), más la infaltable yunta complementaria, los amigos Chick (Gad Elmaleh) y Alise (Aïssa Maïga), transitan una París vivificada que rebosa efusividad y delirio en cada una de sus calles, como si se tratase de una versión naif de las inquietudes de Terry Gilliam. De hecho, ese trasfondo surrealista funciona como un arma de doble filo, constituyendo tanto la mayor fortaleza como el problema más angustiante del film, porque el director no logra medirse en su apasionamiento visual y termina opacando a una historia de por sí precaria que por momentos parece improvisada y demasiado distante, sepultada bajo el mantra del desvarío non stop. Por supuesto que un Gondry autoindulgente sigue siendo garantía de sorpresas de distinto calibre, ya que su esteticismo es francamente una fuente inagotable de pequeñas maravillas de la imaginación, tesoros aislados que deambulan perdidos en pos de un esqueleto narrativo que los unifique y les asigne verdadero sentido…
Paradojas de la tolerancia. Sinceramente muchas eran las expectativas que acumulaba Regression (2015), la vuelta del gran Alejandro Amenábar a los thrillers psicológicos centrados en antihéroes -en mayor o menor medida- con una cruz a cuestas. La película no sólo no decepciona sino que además sorprende por su virulencia, llevando la estructura hitchcockiana de Tesis (1996), Abre los Ojos (1997) y Los Otros (2001) a la comarca de una clase B volcada a una desmitificación antimainstream de las sectas. Aquí el chileno/ español apabulla invocando los motivos del terror seco que acompañan al séptimo arte desde su génesis (rituales satánicos, tortura, sacrificios de bebés, autoflagelaciones, gatitos negros, antropofagia, suicidios, cónclaves del averno, etc.) para atravesarlos con el tamiz del film noir (la brutalidad y las tragedias empiezan por casa y se expanden pomposamente hacia la cúpula gerencial de la sociedad). Desde ya que el catalizador de turno nos ofrece una investigación mugrosa, la del Detective Bruce Kenner (Ethan Hawke), quien se transforma en el adalid de la denuncia de la joven Angela Gray (Emma Watson) por abuso sexual contra su padre amnésico John (David Dencik). Como si se tratase de un cuento moral, aunque en este caso inspirado en sucesos reales, el protagonista comienza una pesquisa amparada tanto en la institución policial como en la religión y la ciencia, hoy con el ropaje de la psicología: de hecho, Kenner considera que sus colegas son algo “inoperantes” y por ello ve con buenos ojos la ayuda del Reverendo Beaumont (Lothaire Bluteau) y el Profesor Kenneth Raines (David Thewlis), éste último un especialista en esa hipnosis regresiva a la que hace referencia el título, suerte de “llave” que libera los recuerdos reprimidos en el inconsciente de todos los involucrados. Aquella sutileza de la primera etapa de la trayectoria de Amenábar, que a su vez mutó en la legitimidad rigurosa de Mar Adentro (2004) y Ágora (2009), en esta oportunidad se va literalmente al demonio. Regression es una epopeya muy valiente que extrema cada uno de los resortes del verosímil para combinar el suspenso más histérico con el drama familiar y el horror fetichista en sintonía con Clive Barker, todo apoyado en la convicción de que el acopio de elementos -generosamente delirantes- nos conduce a un estado de permanente sorpresa que facilita el apuntalamiento del misterio y las paradojas ideológicas de base. El director construye una propuesta exquisita como no se veía desde hace mucho tiempo, en la que el desconcierto y el éxtasis del personaje principal se trasladan al espectador a medida que sus pesadillas resultan igual de relevantes que el sondeo profesional/ detectivesco en sí. Por momentos el opus parece funcionar como una parodia de esa izquierda seudo tolerante, vinculada al populismo, que pretende reconciliar al aparato religioso de contención social (Angela se escapó de su hogar y vive en la parroquia de Beaumont) con la psicología y las fuerzas públicas más “progresivas” que intentan esquivar la pauperización teórica y la corrupción de sesgo cotidiano (el dúo que conforman Raines y Kenner juega sin culpas con la dialéctica de la complementación conceptual, siempre a la par de las argucias del guión, como por ejemplo el tantear una oposición entre ambos que pronto se diluye por el estatuto ventajoso que cada uno establece gracias al otro). Como correlato de lo anterior y en consonancia con el acercamiento de todo el clan Gray a la fe, también es posible demarcar una lectura sarcástica sobre la redención y las reconversiones identitarias por obra divina. Aventuras tan caóticas, furiosas y entretenidas como la presente le hacen muy bien al cine porque unifican la voracidad multigénero de nuestros días y el viejo arte de invitar al razonamiento, un “amigo” de otras épocas al que tratan de esconder bajo las excusas de la inmediatez visual, las citas, la falta de talento de los realizadores y/ o los déficits educativos de la prensa y el público, esos adeptos a los sustos higiénicos e inofensivos. El pulmón trash del film de Amenábar, más allá de su desparpajo narrativo, posee una doble válvula reductora de presión, que se activa cuando el cúmulo de desvaríos alcanza una cúspide sin retorno: por un lado tenemos la actuación entre angelical y sexy de Watson, una señorita no muy expresiva pero eficaz en lo suyo, y por el otro está el inefable Hawke, paradigma de un porfiar contradictorio que partiendo del tesón y la integridad deriva en la manipulación…
¿La promiscuidad en crisis? Y aquí tenemos otra de esas comedias insoportables con las que el Hollywood más palurdo pretende seguir bajando y bajando el nivel intelectual de lo que otrora fue un género cuya riqueza y variedad no tenían nada que envidiarle a cualquier representante dramático. El responsable de turno vuelve a ser Judd Apatow, figura clave de la última década en lo que respecta a la difusión de este modelo de pastiche capado que celebra la estupidez formal y la vulgaridad carente de todo sustrato ideológico valioso, ambas masticadas y regurgitadas para un público burgués compuesto casi exclusivamente por treintañeros y algún que otro cuarentón que aún vive en la adolescencia consumista, esa “edad de oro” de la frivolidad. Como era de esperarse, nos encontramos con una estructura narrativa orientada hacia un seudo progresismo que se muerde la cola, ahora con una protagonista, Amy (la monótona Amy Schumer, también firmando el guión), comportándose como hombre o mejor dicho, como el espécimen más tonto de la fauna masculina a ojos de los cineastas. El film desde la primera escena nos aclara a pura paradoja que la señorita se la pasa de fiesta, ensalzando las drogas y la promiscuidad irresponsable, porque papi fue infiel a mami y cosas por el estilo, lo que por supuesto deriva en un desajuste cuando finalmente encuentra -producto del azar- a su media naranja, Aaron (Bill Hader), un médico insípido aunque más bueno que el pan. El eterno loop del reviente infantiloide y los viajes de autodescubrimiento saturaron a la comedia de una manera similar a lo acontecido con el “found footage” dentro del terror: en vez de dejar atrás un recurso agotado que ya no sorprende a nadie, desde determinado sector de la industria consideran que se puede continuar exprimiendo al muerto, por más que tenga un par de destornilladores clavados en la cabeza. De hecho, este juego de espejos -entre el mainstream y los consumidores de este tipo de bodrios- pone de relieve hasta qué punto la degradación creativa nos condena por un lado a la falta de ideas novedosas y por el otro a una vacuidad conceptual que desconoce la ironía y aplaude a estos “adultos niños”. Tan lejos de la inteligencia de Woody Allen y Mel Brooks como de la anarquía lúdica de los hermanos Peter y Bobby Farrelly o del trío compuesto por Jerry Zucker, Jim Abrahams y David Zucker, comedias estúpidas como esta nos aburren con sus lecciones de moralidad y su conservadorismo decadente, el cual para colmo gustan de entregar vía personajes mal desarrollados, un metraje demasiado extenso y una catarata de chistes robados a los mismos apellidos de siempre. El “santo matrimonio” y un sinfín de groserías sin sentido vuelven a constituir el único horizonte del relato, mientras vemos cómo se desperdicia la oportunidad de analizar los rituales sexuales actuales símil la genial Entre sus Manos (Don Jon, 2013)…
La libido según las neurociencias. Históricamente los dos pivotes de la fantasía y/ o ciencia ficción han sido la efervescencia conceptual (es decir, la bandera de la futurología y los mundos alternos) y el anhelo de asaltar los sentidos desde un entramado visual acorde con tanta fogosidad discursiva (la introducción de novedades estéticas, o por lo menos de una variación de lo ya establecido, constituía la prerrogativa por antonomasia). La modalidad mainstream del género de nuestros días descuida ambas características en función de un conformismo patológico que opta por clichés y envases tan vacíos como lustrosos. Aurora (Vanishing Waves, 2012), una verdadera rareza de “corazón lituano”, intenta superar la brecha con aplomo y suerte dispar. El tercer opus de la directora Kristina Buozyte se centra en la premisa de la transferencia neuronal y combina elementos de Estados Alterados (Altered States, 1980), El Origen (Inception, 2010), Solaris (Solyaris, 1972) y El Planeta Salvaje (La Planète Sauvage, 1973), aquella obra maestra de la animación de René Laloux. Bajo la vieja y querida excusa de investigar los misterios detrás de la mente humana, un grupo de científicos conecta las conciencias de Aurora (Jurga Jutaite), una mujer en coma, y Lukas (Marius Jampolskis), un miembro del equipo. Entre una imaginería cargada de erotismo y detalles surrealistas, pronto la “profesionalidad” queda en el olvido y los dos inician un tórrido romance virtual. Ahora bien, la película va sumando ítems positivos y negativos a medida que avanza ya que parece estar guiada por una especie de dialéctica de la desproporción, aunque sin la sensatez necesaria para sustentarla como es debido: mientras que por un lado se agradecen la estructura símil sketchs lisérgicos (cada uno de los encuentros del dúo presenta un núcleo temático propio) y el gesto de construir un protagonista bastante antipático (Lukas es un témpano con su pareja en la realidad y traza distancia con casi todos los que lo rodean), lamentablemente a Buozyte se le va un poco la mano con la configuración general de las escenas, volcando en ocasiones el devenir visual hacia el campo de la publicidad ochentosa. También balanceando ingredientes contraproducentes como la ponderación de la música ampulosa y la tendencia a alargar algunos instantes, otro factor a favor de la propuesta pasa por los cambios en la topología de la libido en consonancia con la inevitable aparición del conflicto: paulatinamente el idilio de los primeros momentos deja lugar a la furia de los traumas psicológicos y la irreversibilidad de determinados estados del vivir. Podemos concluir que Aurora resulta una experiencia satisfactoria porque saca a relucir el costado menos luminoso de las neurociencias y -a fin de cuentas- funciona como un contrapeso de toda la levedad uniformizadora de Hollywood y de sus acólitos descerebrados de siempre…
La turbación en la pedagogía poética. Hasta cierto punto se podría afirmar que en el campo del cine arty se suele considerar a la maximización de recursos bajo un signo negativo, contraproducente para esa fórmula festivalera que indica que “lo pequeño es hermoso”. Desde ya que existen las excepciones y que a veces la premisa aparece camuflada vía la máscara de una mayor efervescencia retórica, sin hacer evidente el crecimiento presupuestario. En consonancia con lo anterior, quizás el factor más interesante de La Maestra de Jardín (Haganenet, 2014), el segundo opus de Nadav Lapid, radique en el hecho de que habilita múltiples lecturas y extrema cada uno de los rasgos de su predecesora, la también inclasificable Policeman (Ha-shoter, 2011). Si bien no carece de sutilezas varias, lo cierto es que la película invierte el planteo formal de antaño y lo magnifica a través de detalles que se van acumulando a lo largo del metraje: mientras que antes teníamos un desarrollo en paralelo dividido entre un agente de la fuerza pública que representaba el nacionalismo israelí actual y una militante radical que hacía lo propio con ese idealismo utópico incapaz de una verdadera conexión con el entorno social (ambas líneas confluían en el final), hoy en cambio descubrimos una historia que comienza con el encuentro de la docente del título y un nene de cinco años, otro par de “falsos opuestos” que comparten la angustia del insatisfecho (la alienación domina el panorama). El catalizador central del relato es el cúmulo de poemas que el pequeño Yoav Pollak (Avi Shnaidman) improvisa/ recita en el jardín de infantes frente a los ojos extasiados de Nira (Sarit Larry), una maestra que de a poco se obsesiona con “rescatar” al joven de una familia abandónica y una sociedad que ve al arte lírico como un residuo anacrónico de un pasado remoto, completamente superado. Lo que comienza con las caminatas autistas de Yoav, sus vociferaciones y el interés de Nira en pos de resguardar el tesoro que se oculta detrás de los versos, pronto se vuelca hacia la turbación y se transforma en una psicopatía aguda que bordea la pedofilia, en base a una obcecación patológica y en ocasiones bastante tenebrosa. La sensatez del realizador reside en su capacidad para retratar ese instante confuso en el que la curiosidad y las buenas intenciones mutan en una cruzada que habla más de la estructura psicológica de la persona que la emprende -y de sus vacíos emocionales- que de las injusticias que parecen motivarla. El carácter de Nira incluye elementos de los dos protagonistas de Policeman, por un lado la legitimación estatal por linaje (más allá de su rol como pedagoga, su esposo es ingeniero aeronáutico y uno de sus hijos está en el ejército), y por el otro la esperanza de un cambio futuro mediante acciones en el día a día (en esencia en torno a su hobby poético, con clase grupal y superposición de miradas críticas incluidas). Resulta innegable que por momentos Lapid abusa del engranaje contemplativo y se pierde en sus floreos visuales, siempre bellos pero a veces innecesarios: en medio de travellings, planos subjetivos, interpelaciones y tomas secuencia que nos gritan la artificialidad del film, somos testigos del enrevesamiento actitudinal de la docente y el arcano que esconde Yoav. Shnaidman y Larry se lucen combinando el clásico laconismo de este tipo de convites y un gran desempeño en materia de una gesticulación francamente desconcertante, que parece poner de manifiesto cada una de las paradojas que despliega esta gesta fanática en función de un “reconocimiento” que se siente desfasado, tan extremo como ambiguo…