La desnazificación interna. Mientras que Hollywood en el campo bélico históricamente utilizó una representación del “adversario” de turno empardada con el esquema literal del enemigo deshumanizado (el cual -en el mejor de los casos- puede ser un rival de índole azarosa, como si los procesos sociales fueran producto del destino o situaciones aisladas), en Europa el recorrido del concepto fue menos apacible: luego de una etapa previa/ inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial en la que las cinematografías nacionales compartieron criterios con los estudios norteamericanos, a partir de los 70 la noción comenzó a ser reemplazada por las paradojas varias que abre el considerar las complicidades locales con los invasores. La sociedad civil, entonces, es colocada en el primer plano de la escena por iconoclastas como Rainer Werner Fassbinder, que dejan de victimizar a los pueblos para señalarlos como coautores de un estado de cosas que degeneró en masacres de todo tipo. De hecho, el costado más industrial -y más valioso- del alemán aún hoy continúa filtrándose con cuentagotas en películas como la presente Laberinto de Mentiras (Im Labyrinth des Schweigens, 2014), una propuesta muy interesante que analiza la antesala de la primera tanda de juicios contra jerarcas nazis emplazados en Auschwitz, encarados en territorio germano occidental por las propias autoridades y de manera autónoma con respecto a las fuerzas de ocupación. No cabe duda que los mayores puntos a favor de la ópera prima de Giulio Ricciarelli, un actor italiano de amplia experiencia televisiva, pasan por el dinamismo narrativo y un relato que juzga cabalmente la complejidad del pasado germano, dos factores dignos de los mejores opus de la pantalla chica de nuestros días. Lo que comienza con un ex prisionero reconociendo por casualidad en 1958 a uno de sus verdugos de antaño y un fiscal actuando en consecuencia, pronto muta hacia el retrato de una sociedad regida por el silencio y las mentiras de una impunidad consensuada alrededor del ardid “conviene no abrir heridas, casi todos fuimos miembros del partido”, típico de las democracias jóvenes post dictadura. Otra jugada eficaz del guión de Elisabeth Bartel y el propio director es dar por sentada la ignorancia del “ciudadano promedio” del período sobre lo sucedido en Auschwitz, lo que a su vez puede leerse como una alegoría acerca de las grietas de la memoria colectiva y los lazos con las fortunas de los capitalistas actuales y la irresponsabilidad ideológica/ penal/ libertaria del sentido común, especialmente el que deambula cómodo perdido en el hedonismo cortoplacista y tendiente a la corrupción. Aquí ni siquiera molesta la subtrama romántica de ocasión, ya que el desempeño del elenco es muy bueno y la claridad retórica viabiliza un gran pantallazo sobre aquel suplicio, la génesis de la desnazificación interna…
Sobrevida y capitalismo. Hasta la fecha la carrera de Tarsem Singh formaba una suerte de cuadrado cuyos vértices a su vez podían dividirse en dos dípticos con características específicas, el primero de una enorme calidad y el segundo unos cuantos escalones debajo. Aun con sus desniveles producto de aquella ebullición creativa, La Celda (The Cell, 2000) y The Fall (2006) fueron obras magníficas que lograron ir mucho más allá del promedio mainstream en las comarcas del terror y las aventuras respectivamente, en especial gracias a la certera inclusión de una imaginería muy rica relacionada con el arte hindú y de Medio Oriente. Lamentablemente ni Inmortales (Immortals, 2011) ni Espejito Espejito (Mirror Mirror, 2012) estuvieron luego a la altura de las circunstancias, dos films bellos pero un tanto vacuos a nivel del contenido. La película destinada a “desempatar” era Inmortal (Self/less, 2015), el opus número cinco del señor y un convite de lo más curioso si lo pensamos en términos de su pasado reciente: hablamos de un ejemplo de la ciencia ficción existencialista a la Philip K. Dick que juega con dos de los ejes conceptuales predilectos del norteamericano, la memoria y la identidad. Como si se tratase de un trabajo por encargo vinculado a los representantes más minimalistas del rubro de la década del 90, aquí definitivamente Hollywood mantuvo la correa corta porque consiguió que Singh eliminase la fastuosidad técnica y el surrealismo visual, aunque también se percibe que la “contraprestación” por parte de la industria fue el no exigirle escenas burdas de acción que lo desviasen del interesante desarrollo dramático. Así las cosas, la trama en cuestión comienza con el magnate multimillonario Damian Hale (Ben Kingsley) padeciendo un cáncer terminal y dispuesto a someterse al tratamiento que le ofrece el misterioso Profesor Albright (Matthew Goode), el cual consiste en la transferencia del acervo cognitivo desde su persona hacia un nuevo cuerpo, presunta gloria de la ingeniería genética. Luego del procedimiento de turno y una muerte inducida, Damian se despierta en otro “envase” (Ryan Reynolds toma la posta) con la promesa de muchos años de sobrevida, siempre y cuando no deje de ingerir unas pastillitas rojas que lo ayudan a evitar el rechazo. Por supuesto que las alucinaciones -esas que nunca faltan- eventualmente lo llevan a descubrir que su cuerpo ya tenía dueño y que el susodicho era cabeza de familia. El guión de los hermanos españoles David y Àlex Pastor combina sin prejuicios elementos de las poco recordadas Coma (1978), El Hombre del Jardín (The Lawnmower Man, 1992) y Contracara (Face/Off, 1997), para en esencia recuperar aquellas diatribas contra los peligros y la ausencia de un marco ético del capitalismo científico, en su vertiente médica/ psicológica. De hecho, una vez más nos topamos con una organización inmunda que lucra con la desesperación ajena y hasta se maneja con un pequeño ejército de mercenarios encargados de “limpiar” cualquier accidente que podrían provocar sus acaudalados clientes. Sin dudas estamos ante la propuesta más impersonal de Singh, no obstante el director se las arregla para salir bien parado en función de su humanismo y su solvencia procedimental…
Los espectros como subproductos capitalistas. ¿Qué hubiera sido del imperialismo de los siglos XIX y XX sin el simpático arquetipo de la “civilización”? Hablamos de un comodín que facilitó conceptualmente el pillaje alrededor del globo, por parte de las potencias de los países centrales, en nombre de una trasposición literal de las “bondades” de una comarca hacia la otra. Por supuesto que la estratagema escondía distintas actividades en el Tercer Mundo que se extienden hasta el día de hoy vía la complicidad de las cúpulas gubernamentales locales, como por ejemplo la expropiación de las materias primas, el empleo de mano de obra barata, el usufructo monopólico de los recursos energéticos y la transferencia desregularizada e irrestricta de activos financieros. A rasgos generales podemos afirmar que el cine de terror gusta de los escenarios exóticos de la periferia pero no suele analizar el proceso que promovió los detalles contextuales de turno, léase la degradación y la miseria, dando por sentado el saqueo para concentrarse en las consecuencias a nivel del odio arrastrado a través del tiempo. Desde la Oscuridad (Out of the Dark, 2014) funciona como otro retrato de los puntos en contacto entre el afán de lucro desproporcionado y la penuria que va dejando en un poblado con hambre de progreso, ahora bajo la sombra de una planta papelera que se instala en Colombia, construyendo una analogía entre las carnicerías del pasado remoto y las de un presente que reclama venganza. Precisamente, hoy son las leyendas -que se remontan a las masacres perpetradas por los españoles durante el período colonial- las que aportan el nexo con el hurto de siempre y el accionar de unas víctimas reconvertidas en espectros, los subproductos capitalistas del momento. Lamentablemente el director Lluís Quílez no consigue llevar el relato más allá del esquema del outsider, centrado en la premisa “familia tipo anglosajona se traslada a regiones un tanto inhóspitas y descubre que su linaje está vinculado con una tradición de inequidades varias”: si bien se agradece mucho el intento en pos de recuperar la valentía del horror de antaño, los estereotipos y las citas a Poltergeist (1982) empantanan el desarrollo. El desempeño del elenco compensa en parte las falencias del guión, así se destacan Julia Stiles como la madre del clan, Stephen Rea en la piel del padre de la susodicha y la pequeña Pixie Davies como la típica hija secuestrada por los espíritus. Otro factor que evita el desastre es la fotografía de Isaac Vila, quien aprovecha con inteligencia las locaciones colombianas sin caer en el populismo ni en el exploitation de la pobreza de películas similares. En síntesis, la obra es prolija y tiene un par de escenas interesantes, no obstante la reincidencia en los engranajes más elementales de los jump scares ratifica esa falta de ideas y/ o entusiasmo que caracteriza al género en su vertiente industrial contemporánea…
Los humanos son las mejores presas. En el tren de los placeres culpables, esos que se justifican más por una curiosidad morbosa que por amor hacia el cine, un film como Duelo al Sol (Beyond the Reach, 2014) de seguro ocuparía todo un vagón. Y ello se debe a la presencia del inefable Michael Douglas, un actor que continúa siendo noticia tanto fuera como dentro de la pantalla: mientras que en lo referido al primer punto no podemos olvidar que viene de ganarle una batalla al cáncer (aparentemente) y que su matrimonio con Catherine Zeta-Jones estuvo al borde del colapso (aparentemente), en el segundo apartado tenemos que sopesar los típicos desniveles que caracterizaron a la carrera del norteamericano a lo largo de seis décadas de lo más variadas. La película en cuestión se ubica en un punto intermedio -a nivel cualitativo- entre convites freaks y muy loables como La Traición (Haywire, 2011) y Behind the Candelabra (2013), ambas dirigidas por el genial Steven Soderbergh, y propuestas impresentables en la línea de Último Viaje a Las Vegas (Last Vegas, 2013) y Juntos… pero no tanto (And So It Goes, 2014). Sin llegar al desastre aunque también lejos de un desarrollo inteligente, la obra es una reformulación poco imaginativa del tópico de la cacería humana, patentado en materia cinematográfica por El Malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932) y popularizado por las eficaces Hard Target (1993) y Juego de Supervivencia (Surviving the Game, 1994). Una vez más nos encontramos con un pobre tipo, el baqueano Ben (Jeremy Irvine), que por unos morlacos acepta acompañar al sádico John Madec (Michael Douglas) a través del Desierto de Mojave para matar a un musmón, una suerte de carnero salvaje en estado de conservación. El ardid que detona el juego del gato y el ratón es la muerte accidental de Charlie (Martin Palmer), un ermitaño amigo de Ben, a manos de Madec: ante la imposibilidad de chantajear al susodicho o comprar su silencio, el testarudo muchacho es obligado a caminar indefectiblemente hasta morir. Así las cosas, Madec sigue con ahínco a Ben para asegurarse de que se cumpla su plan, algo que por supuesto no será tan sencillo. Si bien la trama está basada en una novela de Robb White, férreo colaborador del héroe de la clase B William Castle, y prometía un escapismo de primera categoría, lamentablemente el opus nunca logra destacarse de la media hollywoodense actual debido al lastimoso desempeño de Irvine (el joven no cuenta con la experiencia suficiente) y la repetición del artilugio narrativo de los “regalitos/ ayuda” que dejó Charlie en distintos lugares del terreno marchito (como si se tratase de un videojuego, son los principales recursos del guión para alargarle la vida a Ben). Si sumamos la inoperancia del realizador Jean-Baptiste Léonetti, sólo nos queda Michael y su sonrisa de sociópata, la única excusa del film en su conjunto…
Una abducción mundana. Muchos sentíamos una gran curiosidad en lo que respecta al debut anglosajón de Daniel Alfredson, el responsable detrás de los dos eslabones finales de la trilogía Millennium, La chica que soñaba con un fósforo y un bidón de gasolina (Flickan som lekte med elden, 2009) y La reina en el palacio de las corrientes de aire (Luftslottet som sprängdes, 2009). En El Gran Secuestro de Mr. Heineken (Kidnapping Mr. Heineken, 2015) se aunaban la oportunidad de explotar la experiencia del sueco en el campo de los thrillers y la suya propia de adquirir un “renombre” en la industria estadounidense ayudado por un elenco de estrellas, lo que derivó en una faena bastante literal porque esos dos factores son precisamente los más relevantes de la película.
Ocultismo de transición. Y eventualmente tenía que ocurrir porque ya sabemos que todo lo bueno no dura para siempre, circunstancia que permite trazar distancia para juzgar con mayor precisión la oferta cinematográfica de nuestros días: luego de una trilogía insuperable compuesta por Casa Vampiro (Whig We Do in the Shadows, 2014), Te Sigue (It Follows, 2014) y Puertas Adentro (Musarañas, 2014), ya era hora de que nos topásemos con un traspié que volviese a bajar el nivel cualitativo del cine de terror que consigue abrirse camino hasta las salas tradicionales de Argentina. Efectivamente La Casa del Demonio (Demonic, 2015) es otro de esos productos genéricos a los que nos tiene acostumbrados la industria hollywoodense. Antes de enumerar los problemas que arrastra el opus, conviene aclarar que estamos ante un nuevo ejemplar del rubro “mansión embrujada”, que a su vez responde a la modalidad “sesión espiritista” y hasta incluye un flamante asalariado del averno con destino de maldición ad infinitum. Los detalles son francamente irrelevantes, por lo que sólo diremos que unos muchachitos desean filmar un documental en el hogar perverso de turno, sede de una masacre décadas atrás, y terminan con las tripas en el suelo. El detective Mark Lewis (Frank Grillo) y la psicóloga Elizabeth Klein (Maria Bello) interrogarán a uno de los sobrevivientes, John (Dustin Milligan), con vistas a dar con el responsable de la carnicería. Quizás el rasgo más distintivo del trabajo sea su propio carácter de película de transición entre el fetichismo para con los atajos del found footage y lo que parece ser un regreso a la estructura tradicional en tercera persona, la que predomina en esta oportunidad: aquí seguimos presos de los mismos jump scares baratos de siempre y de esa fotografía digital con una gama cromática digna del polietileno, sin embargo la cámara en mano, las conversaciones estúpidas y los grititos histéricos están reducidos a los inserts ocasionales del relato, cuando los “especialistas” de la policía logran restaurar las imágenes que los jóvenes -hoy cadáveres- dejaron atrás y que el amigo de Mefistófeles borró a conveniencia. Si bien es cierto que casi toda la realización obvia los latiguillos del falso documental, lamentablemente la paupérrima actuación de Milligan y las pocas ideas del guión de Doug Simon, Max La Bella y el también director Will Canon convierten a la experiencia en una pendiente hacia el aburrimiento y una constante sensación de déjà vu. En un subgénero como el sobrenatural, que hace poco nos dio joyas como Oculus (2013) y The Babadook (2014), resulta lastimoso que segundas obras como la presente o debuts como la similar The Taking of Deborah Logan (2014), ópera prima de Adam Robitel, caigan en clichés inertes que ya ni siquiera garantizan un piso sustentable en taquilla, saturación formal mediante…
La pasión más allá del divorcio. Benditas sean las películas cuya estructura interna nos invita a la desproporción y el libre albedrío, combinando las capas significantes y/ o los factores que la componen y le dan sentido. Los desniveles cualitativos suelen aportar el empujón definitivo hacia la riqueza, ya que -cuando estamos ante un eje ideológico unificador- las inconsistencias de siempre dignifican la dimensión artística, ese amasijo polimorfo orientado a la imprevisibilidad, la revulsión y el acto mismo de interpelar al espectador. Gloria (2013) trae a colación esta fertilidad derivada de sus desajustes intrínsecos: el excelente desempeño de la protagonista Paulina García supera con creces a la realización en su conjunto, una obra de por sí loable. En esencia hablamos de un retrato naturalista del personaje del título, una mujer de 58 años, y de la relación que inicia con Rodolfo (Sergio Hernández), un hombre apenas mayor. Como no se veía desde hace muchísimo tiempo, este pequeño film nos regala el encanto de la autenticidad cassavetiana, lejos de los ecos de Ingmar Bergman y Joseph Losey de los opus anteriores del director chileno Sebastián Lelio, y también trazando distancia para con las marcas de estilo de su compatriota y aquí productor Pablo Larraín, pensemos si no en las lúgubres Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010). Hoy en cambio la experiencia exhala luminosidad y una energía sin parangón, todo gracias al enorme carisma de García. A través de una profusión de planos cortos y diálogos lacónicos, la propuesta esquiva los latiguillos del paso de la mediana edad hacia la vejez y -desde la más pura sutileza- opta por centrarse en la posibilidad y los límites concretos de la pasión y el éxtasis más allá del divorcio. Sin las romantizaciones vacuas del “cine televisivo” o esas recurrencias en torno a los resabios de la dictadura pinochetista, el convite explota al máximo la expresividad del rostro de García, un verdadero oasis en lo que respecta a la construcción del régimen emocional dominante: la frescura de la protagonista es equiparable a su soledad, ya que tanto Gabriel, su ex marido, como Pedro y Ana, sus hijos, han edificado sus propias vidas. Por supuesto que las alegrías y los sinsabores del affaire se corresponden con determinadas metáforas de la sociedad chilena actual, con Gloria representando un enclave relativamente progresista (el ansia de libertad va de la mano de la reivindicación generacional) y Rodolfo en el rol de un tradicionalismo paralizante (a pesar de una suerte de apertura afectiva, el susodicho no puede cortar el ciclo de dependencia alrededor de sus hijas y su ex esposa). En su tramo final el film se vuelca hacia una somnolencia festivalera que difumina en parte la vitalidad del desarrollo previo, no obstante el desenlace -y todo el episodio del paintball- restituyen el sarcasmo para con un colectivo global que entroniza la juventud y la idiotez…
Superficies de placer. Así como vivimos en una sociedad ridícula en la que por un lado está legitimada la venta del tiempo/ esfuerzo particular, a ojos de la mayoría, y por el otro el comercio del cuerpo es visto bajo un signo negativo, por supuesto por esa misma mayoría que consume a pura hipocresía los productos del capitalismo sexual, películas como Magic Mike (2012) son en extremo necesarias porque analizan -desde la distancia que habilita el arte- esta confluencia social entre “trabajo” y “prostitución”. De hecho, aquella pequeña gran maravilla de Steven Soderbergh empardaba ambas comarcas y ponía de manifiesto las latencias positiva y negativa en torno a dos planos que en la vida diaria equivalen a la explotación de siempre. La desaparición de los límites que establece el prejuicio berreta, y su unión en el esquema de la “carrera profesional”, constituían el marco conceptual de una estructura sencilla que giraba alrededor de la premisa del docente superado por su alumno, ahora en el ecosistema de los strippers de Tampa, Florida. En Magic Mike XXL (2015), Soderbergh le pasó la posta a Gregory Jacobs, uno de sus asistentes históricos, y si bien la obra no llega al nivel de su antecesora, aún conserva el encanto y hasta reproduce sin mayores problemas ese ideario sexploitation que evita la banalidad del Hollywood contemporáneo, resaltando la dimensión humana y las correlaciones entre las quimeras laborales y “el trabajo que paga las cuentas”. Podríamos decir que esta secuela se adueña del engranaje prototípico de las franquicias que se contentan con escribir un comentario o “nota al pie” con respecto a la original, léase el sacar del centro de la escena a figuras otrora fundamentales para concentrarse en el protagonista y construirle un relato acorde, el cual paradigmáticamente esquiva el cliché de la continuación clásica y toma la forma de un devenir colateral. Así las cosas, hoy vuelan los personajes de Matthew McConaughey, Alex Pettyfer y Cody Horn mediante excusas varias, y la trama nos presenta el viaje/ reunión de Mike (Channing Tatum) con sus colegas strippers para una “actuación de despedida” en una convención del rubro en Myrtle Beach. A pesar de los faltazos delante y detrás de cámara, la propuesta se sostiene bastante bien por una sabia combinación entre elementos conocidos (el acento naturalista y una fotografía despojada, de tonos sepias) y algunos novedosos (la convivencia grupal adquiere un rol decisivo, junto al reemplazo de la obsesión estética de antaño por el arte del lap dance). Precisamente, la historia adopta el armazón de las road movies para ofrecernos una serie de viñetas que unifican el desarrollo dramático y esa “danza estrella” -de índole onanista/ vinculada a la cópula- que hace del contacto entre el pene y la vagina un show bizarro, por suerte obviando la nostalgia del crepúsculo individual y exaltando el placer de la vocación. Nuevamente dos de los puntos a favor del convite pasan por la inversión de la dialéctica tradicional de los géneros masculino y femenino, y el retrato de la estupidez de las mujeres en materia de consumo de productos aparatosos, de una genitalidad rimbombante, como los aquí analizados, demostrando que las señoritas y las señoras no tienen nada que envidiar a los hombres más babosos y sexistas. Los regresos de Tatum, cuyo mejor film sigue siendo Foxcatcher (2014), y de Reid Carolin, guionista de la primera, suman consistencia a un opus ameno que conoce sus limitaciones y no pretende ser más de lo que es, circunstancia que puede leerse como una jugada sincera y eficaz en pos de aquella satisfacción laboral…
La evasión como imperativo. Por fin estamos en posición de poder confirmar que Te Sigue (It Follows, 2014) viene a salvar al cine de terror actual, una frase que va más allá de la simple extrapolación de un lugar común de la crítica de rock porque efectivamente designa una realidad. La segunda película de David Robert Mitchell se abre camino como una pesadilla doméstica de una enorme intensidad, en la misma línea de la reformulación de los paradigmas sobrenaturales que encararon otras anomalías recientes como Oculus (2013) y The Babadook (2014). Mientras que el mainstream continúa obsesionado con los coletazos del found footage, la periferia anglosajona deja entrever una vitalidad que escapa a la redundancia y la oquedad. El inicio, al igual que el desarrollo ulterior, es francamente maravilloso y establece un tono etéreo y claustrofóbico: luego de una mínima introducción con una señorita que termina en una playa con sus extremidades inferiores girando sobre su eje, conocemos a Jay Height (Maika Monroe), una estudiante universitaria que comienza a flirtear con Hugh (Jake Weary), un joven con el que tiene sexo en su auto en una cita circunstancial. Por supuesto que el asunto se descontrola cuando el susodicho la droga con cloroformo, la ata a una silla de ruedas y desde el interior de un edificio derruido le señala un descampado, explicándole lo que será su vida a partir de ese momento mientras avanza una mujer desnuda hacia ellos. Aquí la pulsión de muerte funciona en términos literales, como corresponde al andamiaje del horror, ya que el objetivo del ángel exterminador de turno pasa por fornicar hasta matar a sus presas, como si se tratase de una variante erótica de los videos de El Círculo (Ringu, 1998). La parca hoy toma la forma de un demonio de transmisión sexual que sólo Jay ve, que siempre arremete caminando y que cambia de rostro incesantemente, en el marco de un acecho silencioso. Con una fotografía ampulosa e inmaculada símil Nicolas Winding Refn y una ambientación suburbana con una importante influencia de Halloween (1978) de John Carpenter, el film es tan vehemente a nivel visual como pavoroso en el apartado simbólico. Si bien es cierto que el tópico central del relato puede ser leído como una metáfora de las enfermedades venéreas o los depredadores sexuales, esos dos grandes fantasmas de la genitalidad post HIV y la violencia metropolitana filtrada por los medios de comunicación, resulta indudable que los diálogos -plagados de una suerte de poesía lynchiana- remiten a la pérdida de la inocencia y su corolario inmediato, la desaparición de una libertad irrestricta empardada con la niñez. El hacerse responsable por las decisiones propias aparece como el horizonte conceptual del convite, el cual constantemente coloca a la protagonista en el penoso dilema de “transferir” la condena del hostigamiento o seguir huyendo ad infinitum. La propuesta está sostenida fundamentalmente en la extraordinaria banda sonora de Rich Vreeland (una mixtura de ambient, musique concrète y techno setentoso, control de ecos mediante) y en un ballet óptico exquisito (de este modo, las tomas amplias y los travellings se contraponen con los planos detalle y una edición muy seca). Mitchell demuestra ser un esteta en extinción, de esos que saben reconciliar el imaginario estándar del género con las necesidades de la historia, logrando de paso otra interpretación prodigiosa de parte de Monroe, vista hace poco en la también fascinante The Guest (2014). Te Sigue es una letanía a la fragilidad y la angustia que surgen cuando la evasión se convierte en un imperativo…
Rescate en la urbe. Si bien la animación en stop motion es tan antigua como el cine mismo, recién en la década del 30 comenzó a ser utilizada con un cierto grado de complejidad técnica desde el contexto industrial norteamericano, obnubilando a los espectadores de todo el globo. En este primer y extenso período las figuras claves fueron Willis H. O’Brien, responsable de clásicos como El Mundo Perdido (The Lost World, 1925) y King Kong (1933), y el archiconocido Ray Harryhausen, artífice de La Bestia del Mar (It Came from Beneath the Sea, 1955), Jasón y los Argonautas (Jason and the Argonauts, 1963) y Furia de Titanes (Clash of the Titans, 1981), ejemplos icónicos del arte de fotografiar los micromovimientos de títeres austeros. Con el advenimiento de los CGI y la fanfarria de un Hollywood mimetizado con una usina de productos de corto plazo, la tecnología perdió mucho peso a partir de los 90 y/ o fue reducida a un componente más del combo polimorfo de los efectos visuales. Aun así, durante los últimos lustros lograron destacarse Henry Selick, realizador de El Extraño Mundo de Jack (The Nightmare Before Christmas, 1993), Jim y el Durazno Gigante (James and the Giant Peach, 1996) y Coraline y la Puerta Secreta (Coraline, 2009), y Nick Park, creador de Pollitos en Fuga (Chicken Run, 2000) y la saga de Wallace y Gromit, dentro de la cual sobresale el largo La Batalla de los Vegetales (The Curse of the Were-Rabbit, 2005). Hoy tenemos ante nosotros el eslabón final de esta cadena de correlatividades: Shaun, el Cordero: La Película (Shaun the Sheep Movie, 2015) es la adaptación para la pantalla grande de la serie televisiva homónima, la cual a su vez fue un spin-off del universo de Wallace y Gromit, en donde pudimos conocer de manera algo tangencial al secundario que luego pasaría a protagonizar una de las franquicias más exitosas de Aardman Studios. En esencia hablamos de un personaje muy sencillo dirigido al sector infantil, sustentado en su temple silente, el entorno campestre y un humor ingenuo en sintonía con el slapstick de rasgos más tradicionales, aunque siempre atento a las ironías implícitas en cada situación. La propuesta en cuestión explota con eficacia esa mixtura de picardía y candidez propia de Shaun, utilizando de punto de apoyo la fórmula del “campesino en la gran ciudad” para parodiar la vida metropolitana, la cultura de lo fútil, cierto sadismo en la imposición del orden público y en general la idiosincrasia británica, tan altiva e indolente como astuta y desconcertante (aquí otra de las travesuras del personaje desemboca en la pérdida de memoria del Granjero y la odisea de tener que “rescatarlo” en un inesperado viaje hacia la urbe). Simpática y extremadamente simple, la obra respeta el canon de los relatos de corazón tierno y ritmo apacible, ese que va a contramano de la banalidad de nuestros días…