La fundación Silataj le había encargado a los realizadores un video institucional sobre las artesanías de las comunidades cané y wichí, pero los tres directores decidieron extender su estadía en el norte argentino para “ver qué pasaba, conocer lo cotidiano”. Y así nació Uahat, un poco por pedido y otro poco por curiosidad. Y lo cotidiano, al menos para los directores y para ese momento en la vida de la comunidad wichí (año 2011, tres antes de su estreno), era el problema con la pesca de sábalos, su principal actividad en las costas argentinas del Río Pilcomayo. La primera media hora del documental se reparte entre un piquete, el armado de un acta para ser presentada ante el gobernador de Salta y la entrevista a unos periodistas locales. Y durante todo ese lapso, no se nos explica cuál es el problema que genera la falta de sábalos para la pesca. Lo paradójico es que tampoco es un documental contemplativo; sus planos desganados, las cámaras temblorosas y su poco interés en los aspectos estéticos no serían un gran problema si su vocación de denuncia resultara efectiva, pero esa especie de suspenso que parecen querer buscar en la primera mitad a través de la negación a explicarnos la problemática, en lugar de aportar genera confusión. Finalmente, al minuto 30, se nos revela que la falta de peces es la consecuencia negativa del “Proyecto Pantalón”, una obra de ingeniería hídrica de los 90 que prometía repartir aguas y beneficios del Pilcomayo entre Argentina y Paraguay. Y ahí, claro, perdimos. El canal argentino cada tanto se seca y los sábalos no aparecen. Y mientras que Paraguay invierte 3 millones de dólares por año en la manutención de su canal, nuestro país no gasta nada y el canal se tapona. Otro dato interesante que aporta el documental en su media hora final es que el lobby para la realización del Proyecto Pantalón lo hicieron los ganaderos paraguayos, un sector con mucho más poder que nuestros pueblos originarios y que, incluso, las comunidades bolivianas. Lo lamentable es que la valiosa información que aporta Uahat queda a la sombra de una realización descuidada y confusa que no logra sacarle provecho a sus dos armas de argumentación: las entrevistas y la voice over, esta última más próxima al uso que se le podría haber dado en un documental contemplativo que nunca se realizó.
El estreno de Borrando a Papá iba a realizarse a comienzos de agosto, sin embargo, por una supuesta censura, su llegada a las salas se dilató dos meses. Y digo supuesta censura porque desde DOCA (organización de documentalistas argentinos) aseguran que la denuncia es una movida de marketing de la productora; de hecho, por tal motivo excluyeron al documental de sus futuras proyecciones. Más allá de esto, pareciera que algo de verdad hay: una diputada del PRO le envió una carta a las realizadoras en la que se cuestiona la idea del film y se pide su censura. De todos modos, a esta altura y con la película estrenada, ese tema pasa a ser anecdótico. El gran problema de Borrando a Papá no es su fallida prohibición sino su puesta en escena. El contexto polémico no es opuesto al resultado de la película. Al verla, los argumentos de DOCA parecen razonables, las realizadoras buscan controversia desde el inicio; los primeros 10 minutos están armados alrededor de una cámara oculta, recurso miserable hasta para un programucho de TV. De hecho, todo se articula como en un paupérrimo programa de denuncia. El sensacionalismo y la unilateralidad de la mirada tiran por la borda una propuesta que, de haber sido tratada seriamente, se hubiera acercado más a su cometido: concientizar sobre el hecho de que en las parejas también existe violencia hacia los hombres, que existen casos de obstrucción de vínculo, y que hay chicos que son tomados como mercancía y utilizados para vengarse de una ex pareja. Pero el tratamiento es tan vulgar que no sólo no logra su propósito sino que resulta exasperante tanto formal como ideológicamente. Formalmente, además de la antiética cámara oculta que tira por la borda todo desde el principio, se articula en base a entrevistas editadas con buen timing pero intercaladas con sobreactuaciones pésimas. En esas entrevistas hay una clara falta de contextualización y tal vez lo más contundente e interesante sean las palabras de un funcionario del INADI. Lo lamentable es que mientras por un lado se pone de manifiesto el genuino problema de los padres que no pueden ver a sus hijos, por el otro se hace hincapié en la absurda idea de que la violencia de género no es más que un negocio. Compañeros, aunque sea verdad que exista gente que saca provecho de estos conflictos, la violencia contra la mujer es una realidad concreta e innegable (hay estudios que indican que por violencia de género muere una mujer cada 30 horas). Y claro que existen casos de violencia de mujeres hacia hombres (y hacia sus hijos), y que aunque estadísticamente sean menores no quita que deban ser tenidos en cuenta por la justicia. Pero la postura desquiciada que asume el documental -la violencia de género como negocio- anula la genuina problemática a la que apuntaban. Se podría haber abordado la obstrucción de vínculo sin esa ridícula teoría y sin los argumentos ad hominem del caso Corsi que buscan relativizar una problemática indiscutible como la violencia hacia la mujer. Un documental que por querer pasarse de políticamente incorrecto cae en un terreno absurdo y reaccionario, moneda corriente en estos días.
Sinceridad ante todo. Ricardo Bär propone desde el comienzo un doble registro; el documental y la ficción se unen taxativamente borrando esa línea fronteriza, a veces, ambigua. La unión no se genera al estilo de Luis Ortega con Dromómanos y sus personajes reales que dramatizan sus vivencias, o Prividera y su experimental Tierra de los Padres. Acá el doble registro es explícito: por un lado Ricardo actúa su rutina diaria en la chacra de sus padres y sus actividades en la iglesia, y, por el otro, los directores narran en voice over sus conflictos con el rodaje y con los habitantes de Aurora, pueblo natal del protagonista donde se desarrolla la acción. El Aurora que nos muestran los directores está prácticamente poblado por bautistas descendientes de alemanes que hablan portuñol. Un pueblito conservador de Misiones que quiere echar a los cineastas forasteros porque toman birra al lado de la iglesia. Y que los directores nos cuenten eso es parte de la sinceridad con la que está hecha la película; de hecho se articula entera alrededor de la sinceridad. El comienzo es una puesta en escena de la reacción del protagonista ante el ofrecimiento de los directores (una beca para que estudie en Buenos Aires) para que, a cambio, acepte trabajar en el film. A partir de allí, vemos a Ricardo actuar su vida, sus labores de chacarero, sus oraciones, sus ganas de ser pastor; y, a su vez, escuchamos a los directores que le dan un giro dramático a tanta contemplación. Hay momentos visuales fenomenales de la mano del gran trabajo del director de fotografía Lucas Gaynor, así como hay escenas exasperantes e intrascendentes, como la de Ricardo conociendo el dispenser de agua del centro de estudios en Buenos Aires. Pero en definitiva, más allá de los altibajos por exceso de confianza en la contemplación de la cotidianidad y de algunas escenas estiradas por demás, la apuesta es bienvenida.
La forja de una escritora. Lo más interesante de Violette, lo universal, está en el hueso, debajo de las capas de citas y de la preciosista ambientación de los años de posguerra. El poder está en la historia de esa mina que la lucha para comer pero también para ganarle a sus miedos y hacer lo que la apasiona. La película se fortalece en esas bolsas de abajo de los ojos de Emmanuelle Devos, y con cómo nos muestra la soledad, la neurosis, la depresión y la necesidad de sobrevivir y, claro, de escribir, de crear, de trascender. Al igual que en Séraphine, Provost elige como personaje central a una artista que tiene que forjarse y que gracias a su talento consigue a alguien que confía y apuesta. La película recorre el camino que llevó a Violette Leduc a convertirse en escritora. Desde sus experiencias en el mercado negro francés de la segunda guerra y su relación con Maurice Sachs (que hace el papel del tallerista actual: escritor que la incita a seguir escribiendo porque se da cuenta de que en sus palabras hay algo), a su obsesión con Simone de Beauvoir, quien termina siendo su mecenas y su motor emocional. Su enamoramiento no correspondido fue una pieza más en su colección de frustraciones y mala fortuna, y, seguramente, haya sumado potencia a su escritura: las tragedias personales como pozos petroleros artísticos. Y su pozo más profundo fue, sin dudas, la soledad; su castigo y su fuente de inspiración y éxito. Martín Provost asume riesgos desde la mera elección de su protagonista. No elige hacer una biopic de Beauvoir o Sartre sino de la desconocida Leduc. Y acá el existencialismo asoma más desde las acciones de Violette que desde el pensamiento de los intelectuales. Porque la escritura le sale de las entrañas, no era una teórica. Tal como afirma Provost en una entrevista a los colegas de Escribiendo Cine, Leduc tuvo peso político, claro, pero de una manera más inconsciente que su entorno. Fue pionera del feminismo sin pretender serlo así como su escritura era política de una manera indirecta pero explosiva para ese momento. Y la película se centra en la soledad, en el dolor, en el crecimiento como artista, y comparte con la obra de Leduc su poder político implícito. Y radica allí su sutileza que la convierte en un pequeño oasis dentro de una cartelera pasada de rosca con execrables tanques doblados al español que se roban una altísima cuota de pantalla.
A simple vista podemos reconocer el estilo contemplativo de la directora Franca González. Pero lo interesante es que logra que su contemplación no genere una narración pesada. Recorremos Tótem plácidamente de punta a punta; incluso con sorpresas propias de una ficción, al menos para los que no conocíamos la historia. Y seguramente seamos muchos, porque si hay algo que pasa desapercibido en la ciudad es la Plaza Canadá. Y justamente allí se erigía el tótem realizado 50 años atrás por Henry Hunt, miembro de la tribu Kwakiutl del norte de Vancouver. Elaborado en una pieza única de 4 toneladas y 21 metros de altura, fue ofrendado a la ciudad en 1964 por el país que da nombre a la plaza. Permaneció allí por más de cuatro décadas hasta que, en un acto insólito de torpeza profesional, fue arrancado y descuartizado por el gobierno porteño. Claro que la culpa no fue sólo de la administración de aquel momento (que es también la actual), el tótem nunca recibió mantenimiento durante el lapso que estuvo emplazado. Unos años más tarde, el GCBA trató de enmendar el pecado y le solicitó a uno de los hijos del realizador del original que creara un nuevo tótem. Esta suerte de pedido de disculpas internacional fue muy bien recibido por Stan Hunt, quien incluso aclara en el documental que ese sería el trabajo más trascendental de su vida. Y Franca nos muestra el proceso de creación de tan mística obra llevándonos de paseo por una Vancouver verde y relajada, con pájaros cantando y salmones de primera, mientras la voz de Stan nos guía cálidamente en este viaje documental y espiritual. Franca logra acomodar las piezas de tal manera que logra una película que en ningún momento cae en didactismos infantiles ni berretas bajadas de línea. Las conclusiones y las posturas las asume el espectador. Los planos del documental conllevan un fuerte vínculo con las artes plásticas, uno de los temas centrales de la película; porque esos postes tallados no son otra cosa que representaciones plásticas de la mitología tribal. Y así, gracias a Tótem, nos enteramos de que bien cerca tenemos una genial obra de arte que visitamos poco, hija de otra que la desidia le otorgó el peor final. Esperemos que la presencia del nuevo tótem y su buena energía nos hagan querer un poquito más los tesoros de nuestro descuidado espacio público.
El lugar de las respuestas. Para la mayoría de nosotros las Malvinas son un misterio. Seguramente a muy pocos argentinos se les cruce por la cabeza hacer un viaje a las islas. Algunos las tendrán negadas por la derrota, otros porque dejaron su piel y sus amigos, y la mayoría simplemente porque lo poco que sabemos es que son frías, áridas, y tan cercanas para reclamarlas nuestras como lejanas para visitarlas. Ahí, en el misterio de las islas, se mete el documental de Daniel Casabé y Edgardo Dieleke, porque como bien nos aclaran al principio, esto no es una película sobre la guerra; de hecho, en algún punto, vuelve a ser una película sobre amigos. Como su genial ópera prima Cracks de Nácar, donde los gigantes Morelli y Serra jugaban a su fútbol de botones y tiraban anécdotas cien veces más graciosas que un show entero de cualquier standupero de avenida Corrientes. Claro que a diferencia del tono cómico de Cracks…, hay acá un registro trágico. Incluso los tiempos de los planos se acomodan a la soledad y a la rudeza de las islas. La verborragia y la comicidad son reemplazadas por las palabras medidas de protagonistas de historias de dolor y de pérdidas; eso sí, siempre desmarcándose bien de la sensiblería y el lugar común. Carlos y Dacio, los amigos, son veteranos de la guerra y formaron parte de unas filmaciones de Julieta, el eje central del documental. Julieta Vitullo viajó a las islas para realizar su tesis y de casualidad los conoció. Pensaba realizar un trabajo académico sobre la literatura y el cine en torno a la Guerra de Malvinas, pero, como dice Carlos, sus nuevos amigos le dieron vuelta lo que tenía pensado y se dispuso a seguirlos y filmarlos durante una semana. A partir de esas filmaciones nace La Forma Exacta de las Islas, que por un lado narra la vuelta a Malvinas de los excombatientes, y por el otro, la vuelta de Julieta. Y en estos dos regresos a ese viaje “cambia vidas” y, por qué no, “salvavidas”, nosotros hacemos una visita a esas malditas Malvinas que de otro modo nunca haríamos. Las Formas… es una película dentro de otra y un viaje dentro de otro viaje. Y esa duplicidad se da también en la vida de los protagonistas, así como Carlos y Dacio vuelven porque lo necesitan, porque -cómo dice Julieta haciendo voice over- la víctima es la que necesita volver al lugar del crimen bajo la esperanza de cambiar ese resultado injusto que la dañó, ella también necesita volver para seguir con su vida. Porque así como las islas cambiaron su tesis, la cambiaron entera. Como a Carlos y a Dacio, las islas se le hicieron carne. Ese lugar allá lejos, en la nada misma, ignorado por los ingleses hasta el momento del último conflicto, va a estar cerca nuestro siempre... y bien lejos también.
Un Golpe de Talento es una historia real. Esto tiene que quedar bien clarito. Disney quiere que quede bien claro; porque este cuento de hadas medio nabo no es un invento de una mente creativa sobre la tierra de las oportunidades. No. Esto es más progre. Es una historia real de un genio del marketing que ideó un reality para llevar a dos chicos de la India a jugar al baseball a los Estados Unidos. El genio es JB (Jon Hamm), un agente de deportistas que ante la imposibilidad de conseguir estrellas para su empresa idea el programa de TV y se la juega por dos pibes que nunca en su vida jugaron al baseball. McCarthy y Gillespie, caras visibles de esta producción Disney, en unos lapsos bastante largos de esta especie de biopic (no sport movie, por desgracia) se olvidan del baseball, del cricket y de los indios para meternos en la cabeza como sea que la familia es lo más importante de la vida. Y JB es un soltero que está con una modelo diferente cada día y que formar una familia lo tiene sin cuidado. Oh pobre JB, qué infeliz, nos dicen una y otra vez los nuevos muchachos de Disney. Ellos o Disney o los productores o quien sea que tenga injerencia y deseos de transmitir tal subnormalidad constantemente durante las largas dos horas. Y toda esta boludez de este subtexto, que de tan arriba molesta la superficie de una trama que pintaba bien, destruye todo. Porque no importa si la historia es real o si la pareja de beisbolistas indios hicieron las pavadas que hacen acá o no, importa la ficción, importa la trama, cómo nos cuentan este cuento de hadas real o irreal. Este neoclasicismo grasa y conservador tan común hoy en día nos tiene que brindar, al menos cada tanto, una buena trama bien narrada; y acá no hay nada mínimamente adulto en la manera en cómo nos lo cuentan, sólo queda la berretada de querer transformar a JB en un feliz hombre de familia hecho y derecho a toda costa. Y su viaje del espíritu donde de un día para el otro deja de importarle la guita y se transforma en un tipo considerado y familiero. Y la película, en definitiva, es más un homenaje al pseudofilántropo JB que a los dos deportistas indios. Le hubieran puesto “El Gran JB”, compañeros, y nos ahorrábamos el caretaje. Paradójico que rompan tanto las pelotas con lo de la historia real si después no nos van a mostrar nada verdadero para el alma. Puro artificio del peor. Porque no hay verdad en ningún lado, pero eso sí, todo pasó. ¿Y? Nos hubieran mentido un poco.
Es posible que todos los estereotipos rancios y la estupidez general de los chascarrillos de Luna de Miel en Familia no sean lo más importante de la película. Pero ahí están. Densos, de principio a fin. Los negros más siervos de la historia y la chica que es fea porque es masculina son los ejemplos más representativos de la idiotez reinante que atrasa un siglo. Y digo que posiblemente no sean lo más importante porque la película se va superando a medida que avanza. En el primer acto, donde conocemos a los personajes, no hay un solo chiste gracioso; las penosas escenas cómicas anuncian lo peor. Sin embargo, el tedio inicial va desapareciendo gradualmente con el avance de un ritmo en el que los chistes disfuncionales importan menos. Adam Sandler interpreta en piloto automático a un empleado de clase media americana. Richard Brody, en su crítica de Luna de Miel en Familia en The New Yorker, dice que la burbuja en la que viven las estrellas de Hollywood no les permite entender e interpretar vidas ordinarias. Y esto puede llegar a ser cierto en algunos casos y podría serlo todavía más en un contexto naturalista. Pero no lo es en el caso de las películas de Happy Madison, donde la realidad suele estar más cerca del cuento de hadas. En esta oportunidad, Sandler es un viudo padre de tres hijas que sale en una cita a ciegas con una divorciada (Drew Barrymore) madre de dos varones. En la cita se odian pero por esas cuestiones de los guiones perezosos, se vuelven a encontrar en un hotel de Sudáfrica donde pasarán juntos las vacaciones. Y a medida que pasan los minutos, Luna de Miel en Familia no sólo se va superando en el dinamismo con el que nos cuenta la historia, se supera también en el foco; porque a medida que avanza, los chistes pedorros dejan de ser centrales para darle protagonismo a la historia de amor, donde la simetría de las vidas y los lugares comunes no restan. En esa historia, la importante, que trasciende toda la pelotudez del hotel de Sudáfrica, está el núcleo duro; y es ahí donde se evaporan los delirios reaccionarios involuntarios del discurso, involuntarios porque se percibe que Sandler o Coraci o los escritores pecan más de imbéciles que de racistas o de conservadores. De hecho, esta “luna de miel” propone un aggiornamiento de las películas familiares, es consciente de las nuevas familias (de dos padres, de dos madres, de millones de separados) y propone una historia de romanticismo familiar donde los lazos de sangre y la estructura de otros tiempos importan un bledo.
A Silencio del Más Allá le faltan cojones. Porque no basta con poner un poco de grano en los planos, un par de patillas y unos cuantos paquetes de cigarrillos para emular al género horror de los 70. Lo que se necesita son un buen par de cojones para asumir riesgos. Y si la película tiene que ser sólo apta para mayores, bienvenido sea. Pero claro que en estos tiempos de apuestas fáciles, plagados de súper héroes en las grandes ligas y de falsos found footage en las bicocas del género, asumir riesgos es para unos pocos. El equipo de The Quiet Ones, con una línea de tres guionistas clavados en el fondo capitaneados por el timorato John Pogue, sale a la cancha a mostrar su juego conservador pero levantando las banderas de los audaces. Y ahí la decepción. En el banco está la mítica Hammer, que se está aggiornando velozmente y volviendo a generar mosca (la película ya recaudó el doble de su presupuesto). En esta ocasión, vuelve a producir una película sin personalidad; quinta producción de la nueva Hammer que a pesar de todo es superior a sus dos predecesoras más famosas, una remake de Criatura de la Noche que no alcanza la densidad ni la atmósfera de la sueca original y una olvidable La Dama de Negro a la que también le fue bastante bien en recaudación. The Quiet Ones va hacia la apuesta fácil desde el principio. Tiene a la chica poseída tan de moda y unas dosis del falso found footage con el que se forraron todos. Hay punto de vista omnisciente pero también hay un camarógrafo que está para cumplir con la función de los planos actualmente redituables y no para jugar con el metalenguaje, y hay también algunas viejas cintas en blanco y negro. Y como en el horror de los 70 lo sexual era importante, entonces hay acá una guapa que se los coje a todos. Pero como lo primordial es la guita y esto tiene que ser apto para púberes que no deben ver diabólicas tetas ni mucho cachondeo, los cuerpos se nos niegan y los garches son a puerta cerrada. En Silencio del Más Allá todo queda a mitad de camino. La película nos vende un look que no es acompañado por la puesta en escena. Si Wan reproducía en El Conjuro una manera de encarar los planos y los tiempos en la creación del suspense -entre otros aciertos- acá el horror contemporáneo y su dependencia absoluta de los golpes de efecto contrasta con la intención de diálogo que parecía asomar a través de la estética superficial.
Pablo Berger se mete con la jodida faena de la manipulación de un cuento de hadas tradicional; historia además llevada al cine desde la época de aquellas películas mudas que el propio Berger pretende emular. Y que tuvo tantísimas versiones -desde la más famosa producida por Walt Disney en 1937 a la de horror con la teniente Ripley en el papel de madrastra terrible- pero ninguna análoga a la idea del director que aquí nos incumbe. Y digo ninguna porque a pesar de las vueltas de tuerca de otras producciones que llevaron al cuento de hadas al porno, al horror o al musical, ninguna logró darle tanta identidad específica a una Blancanieves protagonista que ganaba en mito con su ambigua ubicación geográfica y su vaga pertenencia cultural. Y Berger nos presenta a su bella Blancanieves andaluza; hija de un torero leyenda y una cantante de flamenco que ocupan el vetusto lugar de los reyes. Esta nueva identidad se logra rápido –literalmente en segundos- con un prólogo que encabronó a algunos españoles pavos que pensaron que la película podría llegar a ser responsable de algún tipo de estigma relacionado a las corridas de toros. Sin embargo, la apropiación de Berger, esta Blancanieves de toros, flamenco, gazpacho y vino tinto, es más un cuento sevillano que una españolización del mito. Los ofuscados, en todo caso, deberían haber sido los andaluces.