Las risas que roba la actuación de Érica Rivas son un misterio insondable. Su actuación descarriada y exagerada en Pistas para Volver a Casa no tiene explicación; porque aunque la segunda película de Stuart sea en gran parte una comedia, ese descontrol se contradice con el registro dramático e íntimo que también tiene la película; problema que no tiene Juan Minujín, quien representa muy bien esa dualidad. Tal vez Arana esté en la misma frecuencia pésima de Rivas; pero no es su culpa, porque Stuart nos demuestra que no es una improvisada, y que por lo tanto estas exageraciones molestas fueron idea suya o al menos las aprobó. Así como el gran problema del rock argentino son los cantantes, el gran temita del cine nacional actual -con cada día mejores ideas- es el de las actuaciones; y muchas veces no es culpa de los intérpretes sino de la dirección de actores. Con una Rivas un poco más controlada, todo habría sido mejor. Por suerte esa exageración de Rivas va disminuyendo con el correr de los minutos. Su tediosa actuación se va apagando a medida que lo cinematográfico se va encendiendo en un crescendo poderoso. La primera media hora es para irse del cine puteando a Rivas, a Stuart y a toda la peña. Sin embargo, a partir de una escena en la que se corta la luz del hospital en el que se encuentra internado el padre de los hermanos protagonistas (Rivas y Minujín), comienzan los pequeños conflictos que le dan nafta al relato. Y aunque primero conozcamos al padre (Hugo Arana), la historia que pesa es la de la madre (Beatriz Spelzini), y como en su anterior película, Stuart pone a la madre en el núcleo. Porque a los hermanos les va medio como el orto por culpa de la vieja que los abandonó, y la película es un viaje para reconciliarse con ese pasado horrible y mejorar el presente. En la superficie del relato su presente mejora rápidamente con la búsqueda de una guita que el viejo escondió y que se transforma en un MacGuffin divertido; excusa que al mismo tiempo funciona por debajo como símbolo de su mejora espiritual y su verdadera búsqueda: las explicaciones de una madre que se fue. Demasiado diálogo molesto esconde el espíritu de una película linda a la que le sobran miles de palabras; porque el poder de Pistas… está en escenas que no necesitan ni diálogos nabos como el de los hermanos hablando de ET, ni sensibleros como los de la madre, ni los del padre con esos pésimos intentos de ser graciosos. El poder está en esos dos hermanos arriba del Renault 12, en ellos bailando en un casino de pueblo, morfando con un gaucho, escapando de unos mafiosos en el bosque, o simplemente mirándose en una cabina de teléfonos. En Stuart hay mucho más que Érica Rivas a los gritos y ese “humor aparato”. En Stuart hay una cineasta sensible con cosas para contar, esperemos que no se pase de charlatana y no diluya su fuerza en cancherismos y búsquedas forzadas de risas superfluas. Ojalá en sus próximos trabajos depure su cáscara y lleguemos más fácilmente a su alma.
Infinitos colores chirriantes. Caóticos, mágicos, buena onda: el héroe afeminado con cerebro de algodón de azúcar, el plancton villano, Patricio Estrella controlando helados con la mente y un delfín guardián del universo: la lisérgica magia cartoonera que derrumba las fronteras etarias. Las mentes más delirantes y creativas de la animación americana -al menos en productos populares- deben estar en South Park y en Bob Esponja. El primero, representante hardcore del sarcasmo, el cinismo y la escatología, el segundo, su opuesto naif en colores chicle, no menos genial e igual de desquiciado en su desborde creativo. Esta secuela es una ametralladora de chistes buenas vibras que nos agujerea el pecho y nos hace brotar chorros de sangre fucsia y vómito con los colores del arcoíris. La alegría es tal que Banderas no molesta. Un milagro del dios delfín hace que Bob y su banda formen parte del mundo real a la manera de Homero al cubo en aquel épico episodio del día de brujas de Los Simpsons. En nuestro mundo tratarán de recuperar la receta que puede solucionar el gran conflicto de un Fondo Bikini distópico a lo Mad Max. El eje de la historia y su leitmotiv quedan nucleados en el trabajo en equipo. Porque así como toma el concepto de las películas de superhéroes, nuestro héroe deja bien en claro que si no hay equipo no hay nada. Bob no pretende ser Superman, sino parte de un engranaje solidario más cercano al espíritu hawksiano que al individualismo del hombre de acero. Sorprende el desmadre de imaginación y libertad. Los chicos que crecieron viendo a Bob esponja y su mundo de colores chillones y creatividad pletórica, seguro serán mejores que nosotros.
Sustos para el hipo. La Dama de Negro 2 está estructurada alrededor de los golpes de efecto más banales, esos que no son funcionales a la trama. A diferencia de la primera entrega -donde también había decenas de búsquedas de reflejos pero implementadas en la causalidad de una historia- no hay acá demasiado para contar. Al menos no en la historia principal, la que nos lleva al cine, la de la espectral dama de negro. Acá hay una historia de amor debajo de las bombas del blitz nazi sobre Londres; un blitzkrieg alejado del aguerrido “Hey ho lets go” ramonero y cercano al tedio de una novela de Adrián Suar del primetime pedorro nac&pop. Y ese romance podría funcionar como la historia principal, pero entonces nos estarían vendiendo un romance cursi por horror gótico, el viejo gato por liebre. Ojo, si de las entrañas del horror brotara un melodrama contundente, no deberíamos ni podríamos quejarnos, pero este papelón con diálogos minados por los peores lugares comunes es un insulto hasta para los preadolescentes a los que está dirigida la película. Nuevamente el problema del horror ATP: ¿se puede hacer cine de horror para niños? Cuando tenía 12 o 13 años, gracias a los amigos del mítico videoclub Picadilly, me vi una tonelada de películas de terror en VHS que eran prohibidas para menores de 16 o de 18 -en ese momento había menos horror para niños de 13, o al menos eso recuerdo- y esas eran las que me gustaban y las que me siguen gustando ahora. Porque las películas de terror serán para mayores o no serán nada, compañeros. Y los niños que tengan los cojones para verlas lo harán en sus casas burlando la normativa. Que el género se tenga que adaptar a lo que un productor aburrido y moralista intuye como gusto preadolescente, es una derrota para los niños y para nosotros. El pibe que decide ver horror, por travesura, gusto o curiosidad, no espera un producto pasteurizado hilvanado por sustos sin sentido, a los niños les encantan los buenos cuentos como a nosotros. La infantilización del horror -con una idea errónea sobre lo que pueden comprender los chicos- es una imposición nefasta. Si se prosigue en esta dirección seguiremos viendo un género reprimido, amputado, y sin historias por contar. Nos seguiremos clavando con estos Rebelde Way internacionales con máquinas de humo y efectismo insustancial. La Dama de Negro 2 funciona como el gastado tren fantasma de un antiguo parque de diversiones. De la vieja Hammer solo quedan las cenizas. Hubiera sido alucinante que la mítica productora apostara por una nueva generación de monstruos clásicos, o por cualquier otra cosa con alma y cojones, pero por desgracia ahora el billete pasa por otro lado, por no decir nada; simplemente hay que subirse al carrito con los dedos enchastrados por los nachos, y esperar que exploten fisiológicamente nuestras respuestas más primitivas.
Ya fue todo. 13 Pecados revienta a trompadas al verosímil durante tantas escenas que termina resultando un método atractivo. No vi la original tailandesa y no sé si es igual de hippie y que los lineamientos también le importan poco como a esta versión. Lo que sí sabemos es que es raro ver estas producciones trash de una clase B todavía no fetichizada en una sala de cine. Claro que los espadachines del género racionalista hiperexplicativo le saltarán a la yugular por los mil agujeros del guión; pero hagan oídos sordos, compañeros, y háganse los otarios con este cuento de los mil y un errores, y disfruten un poco. Mark Webber (el ex homeless que además de buen actor es director de esa película linda y chiquita llamada The End of Love, y de un par más) es Elliot, un chico bueno, bastante reprimido, con un catálogo de sueños que se cae a pedazos. De la nada recibe un llamado del más allá (o del más acá, no lo sabemos) para participar en un reality en el que deberá realizar 13 prendas a la manera de un “verdad consecuencia” extremo donde sólo podrá elegir consecuencias cada vez peores para poder ganar unos cuantos millones y solucionar sus mil garrones. 13 Pecados llega a la cartelera casi en paralelo con Apuestas Perversas, otro estreno raro de las distribuidoras locales, su película espejo. Ambas son propuestas lúdicas que mezclan gore con comedia negra y críticas al poder de la guita y a nuestras ataduras cotidianas como consecuencia del capitalismo financiero. Ambos protagonistas, tanto Elliot como Craig (Pat Healy), son tipos retraídos, algo timidones, que parecen no estar dispuestos a jugársela, pero la perversión del juego en el que son metidos de prepo, los libera de sus temores y es allí donde emerge su bestia interior. Porque aunque el director Daniel Stamm haya declarado públicamente que su intención era la de mostrar mediante un subtexto como una adicción podía modificar los comportamientos de un buen tipo y transformarlo en un infeliz mal nacido, también podemos interpretar a 13 Pecados como la liberación de un sumiso que se deja de comer los mocos para pararse de manos ante todo y todos, el “self-made man” que deja de lado el miedo para cumplir sus sueños. Lo mismo sucede con Apuestas Perversas y su protagonista. La gran diferencia reside en que mientras que en 13 Pecados llega un punto en el que a Elliot la guita ya no le importa y prevalece su moral y su conducta solidaria, el Craig de las apuestas deja su cáscara de buen tipo para venderse al cruel sistema: por la guita, todo. En esta decisión podría estar la visión optimista de Stamm en contraposición al pesimismo de las apuestas de E.L. Katz. La extrema libertad de Stamm y los suyos (entre ellos un siempre genial Ron Perlman), rompe con los moldes prefabricados de tanto género correcto adicto al billete del ATP. Saludemos a los pecados y a las apuestas al riesgo, que aunque no descuellen siempre tendrán más atractivo que ver jugar al ganador.
Hace un tiempo que dejé de ver noticieros tradicionales para ver los de fútbol, esos donde varios tipos se juntan a opinar -casi siempre gansadas- y dar noticias sobre el campeonato. Hasta hace algunos años opinaba lo que seguramente sienten muchos de ustedes, me parecían una idiotez atómica. Pero los empecé a disfrutar como también disfruto más del fútbol. Y si existen -y hay varios- es porque el fútbol garpa, y paga en miles de cosas: entradas, camisetas, programas de radio y TV, banderines, llaveros, tangas, lo que sea. Le ponés a algo un escudo de un club y vende. Lo raro es que no esté tan explotado en cine. Hay algunas películas sobre mundiales, un puñado sobre hooligans pero, ¿dónde están las sport movies que nos merecemos? Si alguien tiene -debe- hacer películas deportivas sobre fútbol somos nosotros, y los tanos claro. Bueno, el italiano Paolo Zucca se avivó y lo hizo. Y nosotros participamos, como debe ser: coproducción, compañeros. Al deporte más lindo del mundo -como dice Kempes pero lo sentimos todos- lo presenta con el oficio más feo que lo rodea: el del árbitro. Porque si te gusta el fútbol elegís ser delantero o enganche, hermoso hacer goles; si sos medio madera podés ser 5 o defensor; el gordo va a al arco, no le queda otra. Pero, ¿arbitro? Vamos… Y Zucca sabe que lo del árbitro -aunque se robe el título- es detalle accesorio, y nos regala una comedia que trata más sobre una liga ignota con un clásico de un pueblo perdido de Cerdeña que sobre el vigilante del juego. Nos presenta al equipo del aristócrata de la aldea y al equipo proletario. El primero gana todo y el segundo es un desastre hasta…hasta que llega el Diez. El eterno enganche que contagia a todos, que gana partidos, que hace que más gente vaya a esas canchas de tierra que no tienen ni tablones: el Maradona, el Messi, el Baggio. El chabón capo es Matzutzi (Jacopo Cullin), tiene un mullet ochentoso y está atrás de una endiablada Geppi Cucciari. La historia del árbitro, que va en paralelo, se cruzará eventualmente con la del héroe de la gente y el garca aristócrata, todo en un blanco y negro potente como las palabras de un técnico ciego y la rabia de una vieja barrabrava.
Agrias nuevas formas (de explotación). El cine de explotación de los 60 y 70 era justamente eso; explotaba los pocos recursos al máximo y narraba cierto tipo de historia sensacionalista o fantástica para sacarle el mayor beneficio económico posible. Ahora algunos lo fetichizamos y nos conformamos con cierta estética, cierto grano, ciertos colores, y le damos un valor que entonces no tenía, e incluso tal vez seamos más indulgentes con muchas de aquellas producciones que con algunas mediocres actuales. Porque así como hubo geniales, hubo horribles y miles de grises. Claro que lo interesante de muchas de aquellas exploitation era su desfachatez, sus -a veces- historias de los márgenes, y esa bola deforme de subgéneros que hacía gala de una gran imaginación generacional. La Patrick original del fanático de Hitch, Richard Franklin (director de la también genial y subvalorada Psicosis 2), formó parte de ese mundo salvaje y delirante del cine de explotación australiano. Y uno de los pocos tipos en el mundo que tenía las credenciales para rendirle tributo era Mark Hartley; un director investigador, consumidor de cine clase B y gran conocedor del ozploitation -nos regaló el documental Not Quite Hollywood- y que hasta fue al mismo colegio que Franklin. Y justamente por estos motivos es que la nueva Patrick nos desconcierta. Porque aunque sea sumamente fiel a la original en términos de trama, se aleja mucho en forma y espíritu. Algunos de los logros de la vieja Patrick eran la originalidad de una historia de amor mutante y la locura que transmitía el duro rostro de Robert Thompson, sumado a un soundtrack por momentos ridículo pero efectivo y en consonancia con muchas películas de horror y giallos de esa década, y esa atmósfera de producto genuino que emanaba de los actores y los escenarios tan lejanos a la cuidada e impoluta estética de mucho horror actual. Y cerca de ese pulido horror contemporáneo se ubica esta nueva versión, incluso desde la cara de modelo del nuevo demonio. Este nuevo horror barato (generalmente americano, aunque este no sea el caso) tiene en común con el viejo exploitation el querer facturar gastando poco; pero está lejos, lejísimos, en audacia y creatividad. Además de la actitud pulcra, Patrick modelo 2013 comparte algunas características con este nuevo y -generalmente- fallido horror ATP. A saber: golpes de efecto a lo pavote, planos de corta duración, actuaciones pésimas y una desafortunada utilización de los efectos digitales. Sin embargo, se desmarca de la factoría “plata rápida” en un punto fundamental para el género: la música. La banda de sonido compuesta por el maestro Pino Donaggio logra climas extraños, acompaña un registro por momentos cercano al buen cine de Argento y se acomoda bien a la historia de amor con aires góticos que imprime Hartley en esta nueva Patrick. La historia es la misma que en la original (una nueva enfermera conoce al paciente en coma con poderes telequinéticos), los primeros cinco minutos son fabulosos, y el papel del doctor y de la opresión de las instituciones (en este caso un nosocomio pero bien podría ser el manicomio de Atrapado Sin Salida o cualquier otra) vuelven a ser fundamentales. Y claro que es más audaz esta producción de género popular que muchas bazofias actuales sin alma como Extrañas Apariciones 2 o Heredero del Diablo, pero no alcanza. De remakes menores e innecesarias está lleno el mundo, compañeros, y hubiera sido magnífico ver algo más cojonudo. De todos modos, esta nueva versión, con sus altibajos, y a pesar de estar más cerca del derrotero actual que del otrora rabioso momento, tiene más cine que muchas otras que cortaron gran cantidad de tickets en este pésimo año para el horror.
La vida por un gag. En los primeros minutos de Tonto y Retonto 2 hay una referencia a una escena de The Navigator de Keaton que marca el rumbo y que contiene el espíritu de la película: humor pavo con corazón. Justamente viendo esa película de Buster en el living de la casa de mi vieja, me puse a charlar con ella sobre cómo era posible que las pavadas del navegante nos parecieran geniales; cómo se logra profundidad con algo a priori tan simple como el humor físico. Bueno, seguramente no sea algo fácil de lograr y tal vez no haya explicación para poner a Keaton en una vereda y a pedorradas también simplonas pero horribles como la adaptación sacrílega de Los Tres Chiflados (también de los Farrelly) en otra muy lejana. Lo paradójico del humor bobo es que tanto para hacerlo como para disfrutarlo hay que estar atento, rápido, poner en juego al intelecto aunque no exista reflexión: para disfrutar la catarata de gags y chistes nabos de Tonto y Retonto 2 que, al igual que en la primera, no para nunca, hay que estar despabilado. Por ello y otras cuestiones (como la habilidad de tratar gran cantidad de temas sin la innecesaria solemnidad), no entiendo cómo todavía hay críticos amargados e intelectualoides que siguen hablando de la comedia como un género menor. El cine de los Farrelly, a pesar de haber influenciado -sobre todo en el humor escatológico- a la denominada “nueva comedia americana”, siempre estuvo lejos de sus tópicos y de su estilo de humor. En los Farrelly no hay culto a la adolescencia o al coming of age ni cierta búsqueda de realismo biográfico en las situaciones. Las películas de los hermanos en general, y sobre todo las Tonto y Retonto en particular, tienen algo de chiste infantil, buena onda, despojado del cinismo del mundo adulto (algo que también lograron los nuevos Muppets). Como si los subnormales que pueblan sus películas fuesen mejores que la mayoría. Por eso no hay burla jodida tinellesca a pesar de llenar la pantalla de zapallos. A diferencia de otros hermanos, los Coen, los nabos de los Farrelly son héroes y no víctimas de su discapacidad. Y esas buenas vibras son las que se notan, son el alma de su cine y de Tonto y Retonto. Esta secuela (la posta, no ese mamarracho que funcionaba en realidad como precuela) tiene una trama muy similar a la original, una bromantic road movie deforme en la que los dos amigos buscan a una chica. Pero los amigotes Daniels y Carrey ya no son dos treintañeros, y la madre de la chica que buscan es nada menos que la mamá asesina de John Waters: Kathleen Turner. Jetas surcadas, papadas y pliegues llenan los planos adrede, y hoy en día mostrar la vejez tan orgullosamente como en Tonto y Retonto 2 es más irreverente que todo el humor escatológico del mundo. El trío la rompe y los Farrelly suman otra joya a una carrera marcada por películas gigantes que además de a los dos héroes idiotas tienen en sus filas a glorias como Irene, Yo y Mi Otro Yo, Kingpin y Loco por Mary. Una carrera de la hostia, compañeros.
Alguna vez estuve en un remate y me encontré con personajes extraños, algunos encantadores, otros despreciables. Un triste circo del consumo que, según lo que ofrezca, acerca coleccionistas y comerciantes que parecen salidos de otro tiempo. Pero no sólo de remates para acumuladores con guita y revendedores se nutre el mercado. El Estado de las Cosas se mete en el mundo subterráneo de los remates de poca monta. El eje del documental es una casa de remates de todo tipo de objetos -desde utensilios de cocina a espejos a cachivaches varios- en el barrio de Flores. No trata sobre el consumo, no trata sobre el valor emocional de los objetos, ni siquiera trata sobre la vida de un rematador al que el martillito le dispara más adrenalina que un auto de Fórmula 1 a 300 kilómetros por hora. El Estado del Cosas simplemente revolotea superficialmente todos esos temas sin detenerse en ninguno, y esa superficialidad deja al espectador frente a las imágenes con la misma sensación de apatía que parecen tener los realizadores. Lo más interesante del documental se encuentra en hacer visible ese submundo de los remates de los pobres, porque acá no hay obras de arte valiosas ni antigüedades finas, acá hay un muñeco de Papá Noel y unos vasos roñosos, pero al no haber crítica ni plantear interrogantes sobre el universo de los desplazados del consumo, todo se reduce a la fascinación pequeño burguesa de los directores que ven atractivo como la working class tironea por una silla rota; un atractivo análogo al que siente el gringo en su turismo de la pobreza cuando recorre los barrios devastados económicamente con espíritu seudo antropológico. Tampoco logra profundidad cuando habla del valor emocional de los objetos o su fetichización; en cine generalmente no alcanza con fijar una cámara y poner a alguien a parlotear atrás de un escritorio. Esa confianza en unos personajes que no generan nada y aportan poco diluye el descubrimiento de un universo poco visto en el cine. Ante originalidad vacía, es preferible profundidad conocida.
El hombre más guarro del universo mundial. El otro día recordábamos con un viejo amigo la enorme cantidad de películas que vimos en cine durante la segunda mitad de los noventas. Lejos del cine moderno de corte intelectual que consumíamos en mucha menor medida, nos mandábamos a toda la chatarra hollywoodense que aparecía; y, cada tanto, enganchábamos alguna perlita por fuera de la gran industria. Íbamos mucho al Atlas Santa Fé pero no teníamos una preferencia exclusiva, si pintaba ir a los cines de Lavalle, para allá íbamos. Y fue en el Monumental de la peatonal donde nos cruzamos con la primera Torrente allá por el año del Y2K. No estaba muy convencido pero mi amigo me sacó las dudas rápido cuando me describió al gordo infame. Y a partir de ese día, Torrente se volvió uno más de nuestra familia de chascarrillos cotidianos. Porque muchos de nuestros códigos humorísticos compartidos son una construcción en base a nuestros consumos culturales; Torrente, como Los Simpsons, nos regaló un imaginario fabuloso para incorporar chistes. La nueva Torrente está hecha para nosotros, para esa gran cantidad de chabones que nos venimos riendo con el hombre más guarro del universo mundial desde hace quince años. Está plagada de referencias a la primera y con varios mutantes de partes anteriores de la saga. Claro que no los voy a aburrir mencionando a todos pero no puedo no nombrarles a Amparito, que sigue siendo un polvazo -sobre todo sin pagar- con el cuerpo intacto aunque con los años en la cara, igual que el héroe, con esas arrugas de exobeso y encima un poquito avejentado adrede. Y así como hay muchas autoreferencias también hay mucha broma para el público español, como cuando uno de los patiños del gordo hace toreo con un perro. Ese tío es nada menos que Jesulín de Ubrique, famoso torero español pero desconocido para el resto del mundo. Facho, xenófobo y putañero, el gordo sucio aprovecha los temas siempre en la punta de la lengua del progresismo internacional para taparlos con mierda: “¿explotación sexual? Si se les paga bien” y así. El humor border que ya conocemos mezclado con algunos chascarrillos que ya ni nos causan gracia pero que no pueden faltar, como pasa con esas anécdotas gastadas en las reuniones de amigos de larga data. En esta entrega, José Luis recluta a un equipo de paparulos para que lo ayuden a robar el casino más grande de España. Porque en Operación Eurovegas no quiere pasar ni por cana ni por detective, la gran diferencia de la quinta es que el villano no es su némesis sino su jefe y cómplice. Torrente ahora es un “fuera de la ley”, como si alguna vez hubiera estado dentro. Y el malo es Alec Baldwin, compañeros, una muestra de lo lejos que ha llegado el gordo. El resultado es una Ocean’s Eleven tullida, renga y roñosa que no logra la perfección de las dos primeras entregas pero que no defrauda al ejército de subnormales malnacidos incondicionales del humor negro… como nosotros.
Así naufragó Zaratustra. Aunque el furor por las secuelas venía de antes de la década del 80, la edad dorada del VHS le dio un gran impulso a las interminables sagas de las películas de género. Y el cine de horror supo encontrar un nuevo mercado para colocar sus productos que rozaban o pertenecían a una nueva ola de explotación. El tiempo pasó y el Video Home System terminó en manos de coleccionistas nerds o en volquetes en la puerta de un video club quebrado, pero las sagas de género continuaron rebosantes de vida. Y la vieja frase popular “las segundas partes nunca fueron buenas” puede tener su remate en “pero las cuartas sí” o las quintas o la que sea. Porque las actuales continuaciones de una gran idea madre que funcionó ya no son exploitation de nicho ni salen pensadas para el divertimento casero, las continuaciones son gestadas con la seriedad y, a veces, más presupuesto que la primera; con todo lo que ello implica: más pre y postproducción, más horas de montaje, más nombres, explosiones, CGI de calidad y toda la bola. Rec 4 forma parte de estas producciones grosas de la nueva moda de continuaciones grandilocuentes. No por ello buenas, claro; pero, en este caso, se da todo para bien. Atrás de esta cuarta entrega está un magister del terror como Jaume Balagueró, responsable en parte de la genial movida del renovado “paella horror”, y de los mismos pagos que el mítico Jorge Grau. La decisión de abandonar por completo el falso found footage de las dos primeras y de escupir en la tumba de aquel pastiche sin alma que dirigió en soledad Paco Plaza unos años antes son dos grandes aciertos de Balagueró, conseguidos mediante la adopción total del punto de vista omnisciente y del destierro de la tercera parte casi por completo. Si en Génesis los amplios espacios en donde se desarrollaba la acción atentaban contra la claustrofobia y enfriaban las corridas zombies que no aportaban tensión, en Apocalipsis el viaje en barco al infierno logra todo en pocos minutos. Como en la primera Rec, funciona mejor el encierro teñido de rojo y la persecución individual a los miembros de un pequeño grupo de buenos personajes que el gigantismo de la tercera. En esta última todo pasa en el Zaratustra, un real navío expesquero ruso lleno de óxido que transporta a la periodista Ángela Vidal (sobreviviente de la primera), a sus héroes rescatistas, a una viejita senil (única referencia a la tercera parte) y a un grupo simpático de tripulantes junto a un grupo antipático de milicos. Y lo que sigue lo sabemos, ese inoxidable camino encantador que inauguró Romero y actualizó O’Bannon: suspense/ zombies corriendo gente/ gore. Los diálogos a veces trillados y un poco sobreactuados no hacen mella en tan redonda puesta; las buenas películas podrían ser mudas, no todo debe ser culto al diálogo excesivo del posmodernismo tarantinesco ni apología de las sobreexplicaciones subestimadoras de audiencias ni vueltas de tuerca innecesarias. De hecho, Rec 4 sólo cae cuando en el desenlace se pasa de diálogos explicativos y traiciona su historia directa. Estamos ante otra muestra de lo brillante que es, en líneas generales, el horror español. Nos enseña cuán lejos estamos de su industria y talento en materia de género y le da aire a un año con varias producciones pésimas que pasaron por cartelera sólo para facturar con aquellos que van a ver “una de terror” sea cual sea. Bueno, ésta no es cualquiera, ésta respeta al género y, por añadidura, nos respeta a todos.