Traición a medias En el comienzo de esta nueva versión de Suspiria, Susie Banion, la bailarina protagonista, no llega a Friburgo como en la original sino a Berlín. A partir de esa decisión inicial de Guadagnino de mandar a su protagonista a la capital dividida, se estructura y organiza toda la película. En la película original de Argento la ciudad no importa porque su mito, como tal, trasciende lo geográfico. Es todo tan absurdo, tan fantástico, dice en un momento la Suzy de Argento. Y la paleta rojo shocking nos revienta los ojos mientras Simonetti de Goblin nos susurra maldades al oído entre loops de sintetizadores que deforman una cajita musical. La idea de Argento es la de un cuento de hadas como brote psicótico. Como en todo cine de horror, asistimos a una iniciación, en este caso a la de Suzy en el mundo que desea, el de la danza. Esa iniciación se da en un marco mítico; no hay grandes desarrollos de personajes ni de coyunturas porque no son necesarios. La historia es mínima porque la atención de Argento está puesta en las formas. Entramos a Suzy a través de la inestabilidad que transmite Goblin teñida de sangre, la lluvia intensa y la hipnosis de las simetrías del director de fotografía Tovoli. Guadagnino hace un procedimiento opuesto; en lugar de colores chirriantes elige tonos fríos (la película empieza con marrones suaves y sigue con grises), en lugar de Goblin y una banda sonora que se conjugue con la paranoia elige las melodías oscuras pero suaves de Thom Yorke; y, la oposición fundamental, en lugar de trabajar sobre un universo mítico, lo hace sobre la realidad política del otoño alemán. “Traiciona a la película original”, dijo el maestro Argento por ahí; y es verdad. Guadagnino hace la película que quiere sin pedirle permiso a él ni a los guardianes del género, y traiciona a la original completamente (en forma y discurso). La nueva Suspiria está contada a través de cómo los medios de comunicación informaron las operaciones de la RAF y el FPLP. Incorpora al relato a un nuevo personaje que también adiciona elementos histórico políticos, el psiquiatra Josef Klemperer (también interpretado por Tilda Swinton, la nueva Madame Blanc), además de una vuelta de tuerca ausente en la original y, como decíamos al principio, suma al Muro de Berlín como aspecto central: las brujas de esta nueva Suspiria también están divididas, e incluso realizan una votación, porque Guadagnino en lugar de trabajar sobre lo doble lo hace sobre la división (que también es una manera de trabajar lo doble). Guadagnino no respeta nada y está bien. Argento y los cinéfilos de paladar museístico piden una remake muerta, como la Psicosis de Van Sant. Y Guadagnino, como él mismo dijo, no hace una remake sino una película propia basada en el guión de Argento y Nicolodi. Sin embargo, más allá de esa libertad que siempre es buen síntoma, Guadagnino incomoda hablando a través de sus personajes (sobre todo a través de Klemperer pero también mediante Susie); el empapelado histórico político no aporta cuestiones significativas a la trama sino posibles alegorías que podrían no estar; porque la nueva Suspiria, a pesar de ser tan diferente, paradójicamente es fuerte ahí donde también es fuerte la original, en lo viajero, en la muerte como instalación y en el suspenso como forma. Aunque Argento parezca más genuino en su sadismo, Guadagnino, que quiere ser un cineasta arty de buen corazón, demuestra potencia cuando Susie baila en un cuarto y en otro una bailarina se contorsiona hasta mearse encima y reventarse los órganos y los huesos; o en sus coreografías de muerte que son buenas porque son mudas (y si hablan no importa). Aunque Guadagnino quiera hacer una Suspiria intelectual, lo que mejor le sale son los momentos de visceralidad, de emoción y no de razón. La nueva Suspiria es buena aunque Guadagnino intente que no lo sea.
El llanto entrenado Uno de los grandes problemas de Creed II es que es más una reversión amarga de Rocky IV (1985) que una secuela directa de su antecesora. Y decimos amarga porque está vaciada de los aspectos lúdicos de aquella película a la que homenajea. Está la venganza como motivación y está el villano ruso como en muchas películas de acción de los años finales de la Guerra Fría, pero no hay en Creed II ninguna situación que la saque del camino seguro o que depare alguna sorpresa como sí había en Rocky IV, además de que pareciera tomarse más en serio de lo que su mito necesita. La película del 85 ya desde la escena inicial sienta las bases de la trasheada que se avecina: un guante de box con los colores de la bandera estadounidense choca contra uno con la bandera rusa y ambos explotan en mil pedazos. Hermoso. El tratamiento camp de muchas de las escenas era un aspecto central que la hacía diferente al resto de la saga. Particularidad que también logró la primera Creed (2015), pero encarando la narración de otra manera, volviendo en cierto sentido a la original a través de un tono más melancólico; atmósfera que en esta segunda parte se vuelve insoportable en parte por culpa de la música incidental que exagera la sensiblería que hay de sobra en el guión y que es la que la seca de vitalidad. La acción de Creed II no empieza a las piñas como en la anterior: empieza con una charlita de amor, con Adonis Creed pidiéndole matrimonio a su novia y lloriqueándole a Rocky para que lo entrene; con Rocky hablando a la tumba de su mujer y con Ivan Drago, otrora máquina de la muerte, contando sus penurias. Creed II es más una película de llantos que de trompadas. Incluso las escenas de las peleas no logran la belleza que sí consiguen en la película del 2015. El plano secuencia que tiene la primera pelea de Adonis en Creed es dinamita, allí están las piñas de más que hay en toda ficción de boxeo pero con el acento puesto en el viaje que nos permite el movimiento de la cámara. En Creed II, el piloto automático está puesto no sólo en el ordenamiento perfecto de la seguidilla de clichés sino también arriba del ring. Verlo a Stallone interpretar a Rocky puede ser gratificante por el hecho en sí, pero no suficiente.
Terror en gestación El Silbón: Orígenes (2018) toma su nombre y su historia de un personaje legendario venezolano. Según la leyenda, es un alma en pena que quedó vagando en el éter luego de que lo mataran por asesinar a su padre abusivo y hoy se dedica a vengarse de tipos jodidos y a perseguir mujeriegos y borrachines. La ópera prima de Gisberg Bermúdez, coproducción venezolana/ mexicana/ norteamericana, cuenta por un lado el origen del Silbón durante el Siglo XIX, y, por otro, una historia familiar actual que transcurre en paralelo y en el mismo pueblito rural donde ocurrieron los hechos originarios de la leyenda. Tal como en Profondo Rosso (1975) del maestro Argento, The Ring (2002) o Deadly Night Silent Night (1984), y como en tantas otras películas de terror, una niña perturbada dibuja asesinatos. De todos modos, no hay en El Silbón: Orígenes aspiraciones de homenajear a obras puntuales del terror sino de representar una historia del propio folklore mediante elementos del género. Algo que hicieron, a grandes rasgos, diversas filmografías pero, sobre todo, la japonesa, si pensamos en el cine de terror relacionado a los espectros. El padre de la nena es la figura análoga del presente al padre del Silbón, el eco que permite la vigencia de la leyenda. La película se divide entre esa historia de un presente que luce atemporal y con más pericia fotográfica que narrativa, y una reconstrucción histórica teñida de marrón donde se encuentra la potencia que por momentos falta en su refracción. Que se estrene en nuestra cerrada cartelera una película venezolana y que además sea una de terror, es toda una rareza. Sin embargo, hace unos años se estrenó en nuestro país La Casa del Fin de los Tiempos (2013), también una ópera prima y, supuestamente, la primera película venezolana de horror de la historia. Tal como pasaba en aquella, el gran problema de El Silbón: Orígenes no pasa por la parte técnica ni por la construcción de ciertos lugares comunes del terror como algunos golpes de efecto, sino por el tratamiento algo solemne de las escenas. De todos modos, en ambas películas se percibe que aunque no haya una tradición nacional en el cine de género, hay mucho conocimiento sobre determinados recursos del suspenso y el terror, así como un público local para los formatos (tal como demostraron los buenos números de la mencionada película del 2013 en Venezuela). El Silbón: Orígenes se suma a los esfuerzos del horror latinoamericano que se sigue gestando sin industria ni tradición que lo respalde.
Una de tiros de la era Trump Como en aquella gran escena ultraviolenta en la que una nena era fusilada por uno de los pandilleros cuasi zombies en Asalto al Precinto 13 (1976) y desataba el conflicto central, acá la hija de la protagonista también es asesinada cuando va a buscar un helado. De todos modos, no hay ahora ni un ápice del cine músculo de Carpenter. Sí hay una intención de reformular a otras dos películas de aquella década: una de ellas la cojonuda Coffy (1973), de Jack Hill; la otra, Death Wish (1974), de Michael Winner y el gran Charles Bronson, madre derechista de una fila de exploits que sigue siendo emulada hasta el día de hoy. La punisher de turno, arrebatada y abarrotada de coyuntura, es Jennifer Garner, por desgracia la vengadora (no tan) anónima le guiña más un ojo al “Me too” (el actual “Ni una menos norteamericano”) y al imaginario trumpista que a Pam Grier. Riley (Garner) se queda sin hija y sin marido, y, después de que los asesinos quedan libres (entran por una puerta y salen por la otra, dirán las focas), se exilia en Europa para aprender el fino arte de matar (quiénes mejores que los europeos para tales enseñanzas). La protagonista, que cumple la premisa de mujer común reconvertida en máquina de matar, se la pasa liquidando a latinos tatuados que bien podrían ser parte de la pandilla de la mencionada Asalto al Precinto 13 porque son estereotipos vacíos puestos al servicio del guión; la diferencia con la película de Carpenter es que estos zombies no encajan con su relato mítico porque explicitan su universo y sus motivaciones. En sintonía con los prejuicios de la era Trump, los zombies del realizador francés Pierre Morel, director de la también pistolera pero mucho más copada Taken (2007), son latinos y narcos. De todos modos -y es una lástima- Matar o Morir no se asume como reaccionaria, no va a fondo con el mamarracho e intenta hacer una mezcla tibia entre su espíritu bronsoniano y su cáscara de buenas intenciones y cierta corrección contradictoria. Riley, más allá de que se mueva por motivaciones individuales, con el devenir se erige en una suerte de “Gauchita Gil” del barrio pobre en el que se esconde (el Skid Row de Los Ángeles). También hay policías malos pero comprados, empleados, porque en estos cuentos subnormales el poder amenazante viene de abajo hacia arriba y no al revés. Y hay estilizaciones cliché porque Morel además de realizador trabajó antes como director de fotografía y sabe cómo hay que iluminar y componer un plano lindo y popular. La mejor escena de Matar o Morir es su único chiste: la justiciera está cagando a palos a uno de los pandilleros adentro de un auto pero no lo sabemos, porque los vidrios están empañados y por el movimiento del auto creemos que es una pareja cojiendo. Esa escena es la primera de la película y la última interesante, porque Matar o Morir ni mata ni muere, se esconde en un pasado que tuvo más cojones y desaparece del futuro a gran velocidad.
El ojo bisturí ¿Será Frenkel el director actual que mejor nos retrata? A los que somos medio aparatos, que operamos autogestionados por fuera de las grandes ligas de lo que sea (cine, radio, música, etc.) seguramente que sí; pero lo de Frenkel va más allá de los grupos que retrata (en la película que nos ocupa, los Papá Noeles). La diferencia con otros directores que también tienen esa ambición de retratar a la sociedad, como por ejemplo Gastón Duprat en Mi Obra Maestra (sobre todo en aquella escena en la que el personaje interpretado por Francella se pone a sacarle la ficha a los extraños que pasan por Plaza San Martín), es que las sensaciones que dispara el cine de Frenkel parecieran ser una consecuencia de su relato (de su ojo) y de su curiosidad, y no una arbitrariedad de un guión ni una idea del director metida a presión en una trama. En Todo el Año es Navidad (que toma su nombre de un viejo programa de televisión y de la película homónima del uruguayo Román Viñoly Barreto de 1960 que anda dando vueltas por Youtube) basta con mostrar un desfile de un Papá Noel por el barrio de Montecastro para que un extraterrestre tenga una muestra cabal de lo que somos, y de lo indescifrables que podemos ser. Ya desde uno de los primeros planos en el que vemos una bandera argentina sabemos que Frenkel va a seguir haciendo, como ya hizo en sus documentales anteriores en mayor o menor medida, un registro sin caretas de la argentinidad. En ese procedimiento en el que no se caretea, volvemos a ver las costuras de la realización como parte de los aspectos formales (por ejemplo, planos desde atrás de los planos y demás desprolijidades controladas); aunque también, cuando Frenkel quiere, hay planos que parecen técnicamente superiores a los del resto de su filmografía y que contrastan con algunos geniales de cine de guerrilla en los que el director parece sorprender a diversos Papá Noeles de civil que andan yirando por la ciudad de Buenos Aires. En las entrevistas a los laburantes del disfraz y la fantasía, quedan expuestas las diferentes motivaciones: el Papá Noel changarín, el que encontró el sentido de su vida, el que lo hace como parte de su militancia social, o el que parece homenajear a uno de los primeros osos fetichistas. Frenkel aprovecha una festividad que se presta casi naturalmente para su tratamiento camp; postura que llega a su clímax con una genial versión cumbianchera de Noche de Paz.
Cambio de roles Al director David Gordon Green la teoría de autor lo tiene sin cuidado; y su eclecticismo en cuanto a los temas, formas de trabajo y puntos de vista lo confirma. Además de haberse metido con diferentes tópicos y encararlos más como un artesano de la narrativa que como un autor obsesivo, se mueve entre el drama, la comedia, la acción, y, ahora, el horror. Se hizo conocido con All the Real Girls (2003) pero recién tuvo un hit con su cuarta película, la stoner comedy que es también una de tiros, Pineapple Express (2008). Además de dirigir esta nueva secuela de Halloween que desestima todas las anteriores (aunque se toma su tiempo para homenajearlas), es guionista junto con su amigo Danny McBride, más conocido en Argentina por sus participaciones en varias producciones de la nueva comedia americana que por sus buenas series de HBO con las que la pegó en Estados Unidos. La idea de ambos era hacer la secuela más fiel a la original; que Jamie Lee Curtis sea parte fundamental (tal vez como ya había pasado en H20), y que The Shape vuelva a ser el mudo asesino de niñeras y representante de la maldad de Haddonfield, tal como en 1978. Sin embargo, de la original sólo quedan ecos; ya las reformulaciones de Rob Zombie eran películas basadas en una historia muerta desde hacía décadas. En la única secuela que se percibe algo del mito original e incluso hay lugar para nuevas formas es en Halloween 2 de 1981. De todos modos, Gordon Green logra un producto superior a esa primera secuela de Rick Rosenthal (y probablemente a todas las demás). Y ello se debe seguramente a su pericia como narrador y a una reformulación de la historia producto de la coyuntura pero coherente con el relato de base y coherente también con sus herramientas estético/ narrativas que siempre están por encima del discurso. La trama producto de la coyuntura es una inversión de roles que es la película toda. Myers hoy ya no es la maldad como fuerza de la naturaleza (al menos ya no lo es simbólicamente, aunque en la trama siga teniendo esa ambigüedad hombre/ monstruo), sino un viejo demente que escapa de las instituciones y pretende terminar la matanza que comenzó hace 40 años. Y su víctima ya no es la nerd valiente y jovencita que cumplía los mandatos tradicionalistas, sino una vieja empoderada, que también empoderó a su descendencia. Porque en esta Halloween (la tercera que lleva el título original) tres generaciones de mujeres son las que lucharán contra el machirulo Myers. Cada una a su manera; Laurie (Jamie Lee Curtis) como una guerrera con cinturonga simbólico que nunca superó el trauma y vive en una casa/ fortaleza llena de armas, su hija Karen (Judy Greer) a través del papel de la víctima que ignora el peligro y por ende descree de la paranoia de su madre, y su nieta (la casi desconocida -tal como Curtis al momento de la original- Andi Matichak) como la que regenera el vínculo entre su madre y su abuela. En esta inversión de roles en la que Laurie parece tener más deseos de matar a The Shape que éste de continuar la masacre, ya no hay espacio para el psiquiatra protector; el nuevo Loomis, el Dr. Sartain (Haluk Bilginer), que por fonética podría ser el Dr. Satán, ya no será el profeta del apocalipsis sino una especie de Dr. Frankenstein obsesionado con su criatura. La inversión entre Myers y Laurie se da no sólo conceptualmente sino desde los planos de una de las escenas iniciales (cuando su nieta la ve desde la ventana del colegio y remite a cómo Myers la acechaba a ella en la original) y se repetirá algunas veces más a lo largo de la película (Laurie saliendo de las sombras, por ejemplo). Esa misma ligadura a la coyuntura que la hace una película potente, es la que también logra que se separe del mito cinematográfico de Carpenter; y es por ello que pierda fuerza con relación a la original, de la que sólo es un eco algo divertido. Claro que tal vez no esté mal que sólo sea eso.
La autocensura como norte En las películas de superhéroes (sobre todo de Marvel) hay una obsesión con el humor que no necesariamente está ligada al peso del mismo en los comics. Los chascarrillos de estudiantina parecieran tener la responsabilidad de unir a las diferentes generaciones de espectadores. Y no lo consiguen nunca. Acá -como era de esperarse- los chistecitos no funcionan. Incluso, hasta se los ve incómodos a aquellos que los llevan adelante. Uno es Tom Hardy. Porque, esta vez, y a diferencia de muchas otras, hay actores con un peso en pantalla que no es sólo apellido. También está Michelle Williams, otra que demostró, al igual que Hardy, que le puede aportar a sus personajes una profundidad que Venom no exige. De hecho, Hardy se desmarcó rápido de la producción: “las escenas que más me gustaron las cortaron”, dijo por ahí. Y esto tal vez tenga que ver con el target buscado por los productores. Inicialmente Venom iba a ser prohibida para menores pero, finalmente, se le hicieron las modificaciones necesarias para que sea para mayores de trece, el nuevo Apto Todo Público que cumple con los parámetros del statu quo. En ese sentido, comparte mucho con las adaptaciones del Marvel Cinematic Universe (aunque no pertenezca al mismo por una cuestión de derechos), conjunto que ya supera las veinte películas y que entre sus marcas más visibles están su mira puesta en los imberbes y su humor subnormal mechado entre toneladas de CGI. Eddie Brock (Hardy) es un periodista medio cancherón, pareja de Anne (Williams), que tiene un programa de investigación en el que entrevista y le saca la careta a Carlton Drake, líder amoral de la fundación Vida, cultor de la posverdad al modo de la derecha mundial actual, y traficante de los simbiontes que luego se convertirán en los antagonistas de turno: Venom y Riot. Porque aunque Venom sea -generalmente y como en Spider-Man 3 (2007)- un villano, esta adaptación toma como referencia al comic Lethal Protector, del año 1996, en el que Venom lucha contra otros simbiontes como él y pasa de villano a héroe. La película de Ruben Fleischer (también director de la simpática Zombieland del año 2009) desaprovecha un inicio que entretiene (como pasa en la remake de Depredador, otro tanque actual que arranca más o menos bien y descarrila para siempre dejándonos boquiabiertos ante tanta subnormalidad), desaprovecha un personaje mínimamente más oscuro que otros de Marvel (con el que por estar fuera del MCU se podría haber jugado mucho más con la violencia y la tensión), y deja de lado al horror corporal cronenbergiano al que se presta la historia del alienígena. Casi en el final, la voz en off de Venom que habla con Eddie cuando éste lo aloja en su cuerpo -y que está siempre utilizada horriblemente- después de que Eddie le dice que tienen que unirse para luchar contra los malos o alguna pavada similar, le pregunta “¿y quiénes son los malos?”; y los malos, para la película -y en general para el mundo comiqueril que no le aporta nada al mundo- están representados por un matón de barrio que no vale dos mangos, el último eslabón de la cadena del universo criminal. ¿Pero qué le podemos pedir a un producto tan cuadrado que se automutila por gusto?
Un mundo ferpecto Cuando Reynaldo (Matías Encinas) aparece en pantalla es medio un perejil; el protagonista pareciera ser El Momia (Mario Jara y su fabulosa mueca de villano), un chorro que asume la condición de líder y el que tiene el dato de una escribanía en la que está el botín. Reynaldo aparece en plano un poco tapado por su hermano, un ladrón de poca monta que no tiene intenciones de meterlo en el mundo del hampa pero que lo hace a pedido del Momia, porque necesitan a un pibe con la contextura física de su hermano. Reynaldo está en blanco, vacío de cualquier conocimiento laboral (dentro o fuera de la ley); no sólo está frente a su primer laburo como chorro, cuando conozca a Carlos (Germán de Silva) también se iniciará en la dinámica del mundo del trabajo relativamente más formal: deberá reparar una huerta a cambio de techo y comida. Carlos es el bueno de este cuento clásico de iniciación; el padre, el Eastwood de Esteves; con algo del Butch de Un Mundo Perfecto (1993) y con bastante más del Kowalsky de Gran Torino (2008). Carlos es un vigilante retirado que cuidaba el transporte de caudales. Un guardián de la propiedad privada en sentido literal. En esta historia, los canas, los chorros y los abogados, comparten su pasión por el billete que Carlos tan sólo cuidaba pero por el cual también estaba dispuesto a dar la vida. Tal vez el personaje más ambiguo con relación a los valores (morales y monetarios) sea Reynaldo, porque es justamente el enlace entre ambos mundos y es el que aún no está teñido del todo por ninguno. Reynaldo, cuando debe, entrega la guita sin problemas, cuando tiene que laburar lo hace sin chistar, y cuando le regalan pilcha -en una gran escena con un amigo de Carlos que le debe favores y que sirve también como la introducción de Reynaldo al mundo amoroso- le da un poco de cosa llevársela de arriba. Porque Rey, como Carlos, son la moral del laburante; más allá de que uno haya laburado toda su vida (aunque queda como incógnita y fuera de campo si alguna vez participó de hechos delictivos) y el otro haya arrancado choreando, ambos tienen ciertos códigos y valores que el resto del mundo corrompido por la guita (canas, abogados y ladrones), no tienen. La Educación del Rey es también una inversión de El Ángel (2018), tanto desde lo formal como desde lo discursivo. En aquella el laburante es un gil, el mundo le pertenece a los delincuentes y a los artistas (los héroes de la película), importa más el hecho de robar que el botín y la pantalla chorrea colores y canciones. Acá, en la mirada tradicional de Esteves (del género -western o policial- y de la vida), en un mundo silencioso y marrón oscuro donde el botín se cuida o se roba, los héroes representan ciertos valores que se conservan y reproducen a través de la enseñanza. De todos modos, y paradójicamente, el hecho de que esté filmada en la provincia de Mendoza, sin el star system porteño y sin grandes productoras detrás, la vuelve, en cierta medida y a pesar de ser más conservadora, una película que le concede menos al statu quo del mundillo audiovisual que la de Luis Ortega.
Superhéroe paternalista Al igual que Liam Neeson, Denzel Washington sigue rompiendo cuellos a pesar de la edad; el héroe sexagenario de la comunidad negra vuelve a llevar a la pantalla sus berretines de pastor y su acción paternalista en modo superhéroe: a la vista de todos, un tipo tranquilo, chofer de Lyft -servicio similiar al de Uber- y, en la oscuridad de la venganza, un asesino preciso y silencioso. Porque McCall (Denzel) es un Batman sin capa, un justiciero de las sombras en un contexto maniqueo análogo al de Gotham City. Nuestro héroe suburbano incluso tiene un cuarto oculto en su departamento, su baticueva, en el que guarda su traje de milico que ya no usa. Esta vez el bueno de McCall además de ajusticiar malvados ayuda a un pibe del barrio que quiere ser dibujante, personaje análogo a la prostituta con aspiraciones de cantante de la primera. La primera parte del 2014, adaptación de la serie americana homónima de los ochenta, era más fiel a su héroe, era precisa, directa, menos pretenciosa en sus locaciones, en sus subtramas, incluso en sus planos. Se desarrollaba en una misma ciudad, con los mismos villanos, con su joven de futuro promisorio. Esta segunda parte comienza en un tren (autoguiño denzeliano a Imparable), en Turquía, con McCall desplegando desde el minuto cero sus habilidades de asesino entrenado del imperio. De ahí pasamos a Boston, de ahí a Bélgica, y de vuelta a Estados Unidos. Por desgracia ya no están los ecos del solitario y filoincestuoso profesional de El Perfecto Asesino (Léon, 1994), y la historia se ubica más cerca de los cuestionamientos al enemigo interno de la saga Bourne, un lugar ya aburrido para las películas de acción contemporáneas. La desorganización del planteo (comparado con el de la primera) se da también en las historias de los amigos de McCall (que, en su mayoría, podrían ni estar) y en las subtramas de los que reciben sus dádivas de justicia social y letal: un viejo judío sobreviviente de un campo de concentración que no ve a su hermana hace décadas, una musulmana (para equilibrar religiones, recordemos que igualar es una de las acepciones de “equalizer”) a la que le destruyen la huerta, una escort a la que cagan a palos, y el mencionado dibujante al que McCall va a rescatar de los malandras del barrio en su gesto más paternal. El conflicto central es un asesinato que no hace falta spoilear, la posterior búsqueda del culpable y, claro, su correspondiente venganza que -para coronar el revoltijo- se da en medio de un huracán.
Oda a la canción “Uno no hace la música que le gusta, hace la música de la que uno está hecho”, dice uno de los setenta músicos entrevistados en Charco: Canciones del Río de la Plata, documental sobre la hermandad de la música rioplatense que, además de tener una curaduría que sabe escaparle a lo esperable (otorgándole, por ejemplo, un lugar importante a un hit como la fenomenal La Guitarra de los Decadentes), se hace fuerte en la elección de las frases. Pequeñas trompadas de sentido que se hilvanan a través de un montaje riguroso y criterioso. Sentencias de sabiduría popular entrelazadas con la música de los barrios, de los cordones, de acá y de allá, del otro lado de un charco que no se pretende borrar pero que se hace difuso. Buenos Aires y Montevideo se funden como una aleación de metal y generan un tercer espacio, como antes de los límites de manual, una vieja y nueva dimensión donde el charco es eso, una expresión acuática minúscula. Y los acentos y los cantos y los acordes borran los pocos kilómetros. Charco es una aventura audiovisual del consagrado ingeniero de audio Andrés Mayo, quien incursiona por primera vez en el cine (al menos desde un lugar diferente a su trabajo en bandas sonoras) y lo justifica apelando a su costado curioso: “soy un tipo inquieto” dice sonriendo, y nos recuerda que había producido una serie de siete DVDs sobre tango que terminaron siendo un disparador de este documental que llevó seis años de trabajo en terminar de materializarse: “sentí que hacer una película era una forma de reflejar la cultura musical rioplatense de una manera diferente a la que se puede hacer con un disco. Al principio nos quedamos sin un mango y fue muy difícil continuar sin el apoyo de una organización, eso explica un poco el tiempo que tardamos en terminarla. Después conseguimos el subsidio del INCAA y fue un empujón importante. Otra cuestión que demandó tiempo fue la dinámica de los viajes entre Uruguay y Argentina”. Las caras célebres se superponen. La mueca fabulosa de Melingo se cruza con el espíritu nerd de Pandolfo, con la garganta de barrio de Mandrake Wolf, y con la voz suave de Pablo Dacal, que asume su rol de anfitrión sin que haya ruido; sin que la continuidad documental se pierda en sus pasos ficcionados. Charco consigue niveles de emotividad que seguro tengan que ver con las canciones que se interpretan en vivo, pero también con sus verdades de trovador, de payador, de pregón. Si las letras de las canciones anglosajonas a veces no nos importan, acá la poesía importa y mucho. Sean improvisaciones o letras talladas en el corpus popular. Las verdades de café se conjugan con las del cancionero popular, sea éste de ascendencia africana o europea. Compleja o simple. De rock, tango o candombe. Canciones en las que se nota la mano de Mayo: “trabajamos cientos y cientos de horas para limpiar sonido, voces, instrumentos, con trabajo del ingeniero de mezcla, Mariano Fernández, y por supuesto con el mío porque estuve involucrado en todo, revisé cada una de las grabaciones; en el momento que Mariano mezclaba yo le pedía que me mande una mezcla para revisarla, y, después, el pegado de todo eso, que es quizás una de las partes más complejas porque aunque cada canción podía sonar bien, para que tengan una continuidad hubo un trabajo complejo”. Ese trabajo en el plano musical que explica Mayo también se encuentra en la imagen; el ida y vuelta entre las dos ciudades exponen los parecidos de los espacios físicos, de las costumbres, de los rostros y de los ídolos. “Spinetta debería ser una materia” dice Fito Páez refiriéndose a la instrucción musical básica, y Manal también brota en las charlas como sello de calidad y alma del cancionero popular del Río de la Plata, en ese caso, ligado al rock germinal. Charco homenajea a la música rioplatense desde el trabajo minucioso dedicado a cada una de las canciones que suenan en la película, y desde el cariño, no sólo por su objeto argentino/ oriental, sino también por el amor a su formato, al decir de la canción, al poder de su simpleza y al calor de su pasión.