Una historia irreal El fantasma de Carlitos Robledo Puch creado por Luis Ortega baila frente a la cámara, y en determinado momento la mira. Así abre El Ángel y toma posición (estética, política; las dos caras de una misma moneda). Porque aunque en esta venta, esperada, de Ortega al mainstream, haya más productores que actores y ya no estemos frente a sus relatos más experimentales e independientes, hay ciertos berretines del director -quizás muchos- que la mosca no se los lleva puestos. Enhorabuena. Ese baile del inicio marca el camino del relato tanto narrativa como ideológicamente. Carlitos, además de un chico, es la libertad. Ortega lo filma con cierta admiración; no al asesino, sino a su criatura, a ciertos mitos que se generaron alrededor de Puch y a la manera en que se puede tomar la vida un chorro. El Ángel cuenta la historia de un tipo libre. El mundo le pertenece a los artistas y a los delincuentes, le dice Ramón (el Chino Darín), su compañero. El mundo le pertenece al que hace lo que quiere, y en ese marco, el asalariado promedio (el espectador) queda afuera. Esta idea de que el trabajador es un boludo -que recuerdo que se la decía Calogero, también un niño, a su padre (Robert De Niro) en A Bronx Tale (1993) y que forma parte del corpus ideológico de Bukowski (si es que existe tal cosa y que, paradójicamente, a pesar de militar literariamente contra el enriquecimiento de los patrones laburó en relación de dependencia muchísimos años)- es un poco la idea que también revolotea en el éter donde se mueve este Ángel. La película es un poco una provocación al que va a ver la biopic del asesino. Es por un lado una burla al pacato homofóbico -porque es una película homoerótica- y por otro un descanso al que se pone la camiseta de la empresa que sea. Claro que el tono de Ortega no es irreverente sino ridículamente dulce. Estamos ante una película de robos que es también una comedia con algo de melodrama marica y de musical adolescente. Ortega, con su película suave, también se pone en contra al buscador de cine músculo, de explotación. Cumple con los parámetros de los productores, del sistema industrial; se obvian las violaciones y la violencia extrema. Cumplir con el mandato le cae como anillo al dedo, porque su película, más bien su idea, es la de una feel-good movie, una película vitalista, paradójicamente, con un asesino serial como protagonista. Acá no hay biopic que valga. Los historiadores saldrán defraudados. El Puch de Ortega baila, incluso cuando parece no haber nada por lo que bailar. El Ángel es una película optimista. A diferencia de, por ejemplo, su hermana subnormal, El Clan (2015), donde las canciones quedan horribles mientras acá te hacen mover la patita. Al niño Ferro habría que dedicarle un párrafo, un capítulo. No hay espacio ni tiempo, pero lo que logra transmitir con su cara es sublime. Casi tanto como la hipnosis que genera el culo de Mercedes Morán con sus más de sesenta pirulos de contoneo. Basta de clanes y marginales craneados desde un bar en París, y más bailes así, como los de Toto Ferro, como los del huevo de Fanego, o el andar de Morán.
Azotes del estado y azotes de pico Estar estático es malo, le dice una vidente a Carlos Fuentes (Kiran Sharbis), protagonista de El Azote, y Campusano -que lo sabe y no para un minuto de filmar- le suma a sus historias de pueblo una cuota de esoterismo que esos lugares reclamaban. La lluvia de la escena inicial y las visiones que tiene la madre de Carlos también son elementos fantásticos que incluso podrían interpretarse como recursos de género. Pero esos elementos lúdicos que se desvían del relato usual de Campusano quedan sólo en amagues. Lo que sí persiste durante toda la película es la rigidez de su protagonista, entallado en su chaqueta de cuero negra que parece homenajear al Vikingo a la distancia. Como se puede ver en todas sus películas, lo que al director le interesa del realismo no tiene que ver con la fidelidad de la representación de la puesta en escena y el registro actoral que ella conlleva sino con su construcción, con su preproducción; con, por ejemplo, la elección de los (no) actores y las historias de los habitantes de sus locaciones, lugares casi siempre periféricos. En este caso, reconstruye las anécdotas de un asistente social de El Alto, una zona brava en las afueras de Bariloche donde los pibes pobres viven aislados del sur que se puede mostrar. El conflicto se desarrolla en un centro de menores judicializados donde Carlos personifica al asistente piola, al transformador que se enfrenta a un compañero del centro que quiere sacar rédito de la mala situación de los pibes. El bien y el mal en código Campusano. El registro del director nunca es realista ni naturalista. Tanto en El Azote como en sus películas anteriores, las actuaciones no aportan verosimilitud clásica, sino verdad. Esa verdad, generalmente se conjuga bien con la potencia del relato, con su idea clara de recrear una historia verdadera que ya se había vuelto leyenda en la transmisión oral y se momifica -en algún punto de su mutación- en el pase a la pantalla. Sin embargo, esta vez, y quizás como pasó en Placer y Martirio (2015), la verdad y la narrativa de Campusano no alcanzan la convicción y la potencia de sus primeras películas; sobre todo de las mejores en términos narrativos, Vil Romance (2008), Fango (2012) o El Perro Molina (2014). A diferencia de varias de sus películas pero sobre todo de El Perro Molina para acá, la técnica y el equipamiento involucrados en la puesta en escena parecen mínimos; casi copiando algunas de esas ya lejanas reglas del Dogma 95, donde la luz natural era ley y los travellings estaban baneados. Decisiones que seguramente también tengan que ver con la verdad de lo que intenta transmitirse pero que esta vez no consiguen la fuerza de esas trompadas de sentido y visceralidad que Campusano supo propinar en otras ocasiones donde la palabra no importaba tanto como acá.
Absurdo a conciencia Jeannette: La Infancia de Juana de Arco es un ejercicio audiovisual; una apuesta que le debe haber hecho Dumont a un amigo mientras hablaban sobre la importancia de Juana de Arco para Francia (y el mundo) y se bajaban un par de botellas de vino: “a que puedo hacer una película sobre Juana de Arco con música experimental, dos locaciones y una nena”. Dumont la hizo y seguramente sea su película más extraña. No por más moderna o antinarrativa (casi todas sus películas tienen elementos de modernidad y de cine no narrativo), sino por su conciencia de querer despegarse de su propio lenguaje. Lamentablemente se despega de su mejor cine, o al menos del que más entretenía a la vez que insinuaba sus caprichos artísticos; el de sus primeras películas e incluso el de una de sus últimas, Hors Satan (2011). Como también se aleja de su último cine de época (aunque siga viajando al pasado). En Jeannete no hay reglas, y en tal sentido, puede verse como una evolución de su cine. Dumont parece ya no querer shockear con alguna aislada imagen violenta sino con una puesta en escena absurda. En ese sentido, este cine shockeante por lo tonto y lo cómico (para algunos) está mejor visto por muchos que el que shockea con la carne. Dumont se salva del infierno para los críticos y el público que aborrecen la violencia en el cine (¿cómo confiar en ellos?). Y no sólo se aleja de la sordidez sino también del vacío de sus personajes y elige a una santa heroína que está llena (de todo) desde niña. La película comienza con un plano al aire libre, de la naturaleza, linda o fea, como tantos de Dumont (aunque a diferencia de otros planos suyos de esa índole se observa acá un mayor preciosismo). La enana Jeannette canta y da inicio a un musical sin las reglas clásicas del género y que se caga en DeMille, en Dreyer, en Ingrid Bergman, en Rossellini, en Fleming, en Bresson y en Besson. Y siempre es agradable que se aborde un mito desde otro lugar y, sobre todo, desde un lugar tan irresponsable como el que propone Dumont; el problema es que pareciera no haber casi nada más allá de los diálogos recitados de memoria de la adaptación del texto de Charles Peguy, y de las ridículas coreografías que acompañan a la música. Como si el vacío del enorme Pharaon de L’humanité (1999), esté ahora fuera de la pantalla y dirigiendo a un personaje lleno (de vida, de ideas, de fuerza). Surrealismo lindo para optimistas que piensan que Igorrr es heavy metal. Porque la música es de Igorrr; melodías eclécticas y pretenciosas que se nutren del blast beat del black metal pero que claramente no son metal, aunque lo inviten al Hellfest y en la película todos hagan headbanging. Igorrr utiliza los géneros pero los detesta (al menos como compartimentos cerrados y estancos), como Dumont; por eso su fusión no es extraña, uno escapa del formato clásico del cine y el otro del formato canción. Dos genios se juntan una vez más para demostrarnos su estatus; queda en nosotros recibirlo como un juego o darle una entidad que no tiene.
La industria jugando a ser clase B Lo lindo de Jurassic Park: Fallen Kingdom es que va directo a los bifes y evita los prólogos largos y tediosos con chistecitos pedorros aptos para todo público sobre la familia, aunque su target sea familiar y se trate, en parte, sobre la formación de una familia y la descomposición de otra. El director Bayona arma desde el inicio un relato anfetamínico que busca tensión, y que un poco ignora al target infantil de la saga ya desde la divertida y violenta primera escena. Si en Jurassic World (2015) había varios minutos dedicados a la presentación del parque -al igual que en la original- acá pasamos directamente a la etapa posterior de su destrucción. En ese sentido es más postapocalíptica que catástrofe, con un desarrollo cercano en espíritu al cine de aventuras clase B donde importan más los aspectos lúdicos de la acción que los elementos trágicos, y donde el verosímil importa incluso menos que en sus predecesoras de la saga porque, por suerte, ya no hacen falta explicaciones. En su oda al cine lúdico, hay lugar también para homenajear al cine nipón de monstruos (por ejemplo, en una gran escena donde pelean dos dinosaurios frente a un volcán en erupción) pero también hay espacio para una línea discursiva -ingenua, claro, pero no por ello poco certera- que, como en las anteriores, insiste en el poder destructor del capitalismo salvaje antes que en el salvajismo de las criaturas. La pareja protagónica está compuesta, nuevamente, por la muy linda Bryce Dallas Howard y por Chris Pratt. Esta vez vuelven al parque a buscar a Blue, una velociraptor con una inteligencia mayor a sus pares, en una expedición pagada por un magnate que, supuestamente, quiere salvar a los dinosaurios de un segundo destino trágico. Así como Jurassic World puede considerarse una reformulación de la primera, esta continuación evoca a The Lost World: Jurassic Park (1997), primera secuela de hace más de veinte años, donde los elementos bélicos tenían un peso importante. Sin embargo, la apuesta de Bayona es más desquiciada que cualquier otra de la saga. Los espacios siempre están al servicio de la historia y no tienen ningún asidero con la realidad: una mansión cuasi fantástica con un museo y calabozos gigantes situada en medio de un bosque que podría ser infinito; y el parque abandonado de los dinosaurios que revive una de las teorías de la extinción evocando un destino del que no se puede escapar. Dos espacios míticos donde el verosímil no tiene cabida ni importancia, y donde un grupo de héroes ridículos se disponen a salvar a los dinosaurios y a la humanidad, de unos villanos que podrían haber salido de un dibujo animado de los ochenta. Todo el derroche de acción y de situaciones absurdas, matizadas con ciertos elementos del cine de terror gótico que Bayona ya había utilizado en El Orfanato (2007), película en la que también supo generar buenos momentos de tensión, hacen de Jurassic Park: Fallen Kingdom un viaje algo bizarro y divertido que demuestra que los tanques ATP también se pueden hacer con elementos cojonudos de la clase B y con climas y efectismos bien utilizados del terror, y pueden devenir en un cine mucho más interesante que ese que se basa en chistecitos subnormales y chabones llenos de CGI peleando en calzones.
Un Sandoval travestido Martina se secó; en algún momento cuenta que se le pudrió la relación que tuvo con un flaco que amaba mucho y a raíz de ello se le secó la concha para siempre. De ahí el título, que además es un juego de palabras con el famoso cocktail y con lo que significa la palabra seco en el slang chileno. Los planos cerrados de Che Sandoval se centran en Martina (Antonella Costa) con obsesión. La película está apoyada en su actuación y ella lo sabe y se pone, muchas veces, la película al hombro. No es que el guion no tenga vida propia ni ninguna de esas gansadas; y muchas veces dijimos que los actores son muñequitos reemplazables, engranajes de un todo que los sobrepasa. Pero fieles a nuestras contradicciones, también sabemos que muchas veces los actores son casi todo. Es el caso de Dry Martina y no por impericia de Sandoval sino porque él mismo lo busca desde sus planos, desde su apuesta por adoptar la intensa mirada de Martina que lo absorbe todo. Sandoval se traviste, se calza los tacos para alejarse de sus criaturas masculinas (y, según los cancerberos de la moral social, machistas) para crear a la mujer monstruo-antiheroína de la seca Martina, una cantante que se caga en su representante y un poco en su carrera, y decide perseguir un amor chileno (César, interpretado por Pedro Campos) que le devuelve la humedad. César aparece en la vida de Martina porque su novia es fanática de ella (en algún momento de su carrera, Martina fue ídola de ignaros prepubescentes) y dice ser su hermana; un conflicto central que mucho no importa. Y así, sin un conflicto fuerte y con algunos elementos que a priori parecen de telenovela tediosa de prime time argentino, Sandoval, apoyado en sus criaturas, crea una película familiar sin familia; o con una que Martina arma en la película y donde no importan los lazos de sangre ni la construcción de las relaciones a través de largos períodos de tiempo. Con elementos de screwball comedy y a la vez de comedia negra, y moviéndose entre la seriedad y la ridiculez, la buena onda de las feel-good movies y la angustia de un drama sexual y un drama de identidad, Sandoval parece cómodo y seguro con su nuevo punto de vista femenino (que seguramente también tenga elementos machistas, pero a quién le importa). De todos modos, y más allá del buen resultado, a partir del título y de la propuesta podríamos esperar que la humedad de Martina llegue con más fluidos en pantalla. Porque aunque hay bastante sexo, todo es más de pico que fáctico y todo siempre está bastante seco. Sandoval, más allá de sus chascarrillos de niño-hombre, es acá un desfachatado contenido que pretende hacer un trabajo prolijo desde lo que narra, desde los diálogos y desde los aspectos formales (esa absurda relación entre la prolijidad formal y las oportunidades comerciales) y la prolijidad puede ser seca seca como concha decepcionada.
Horror doméstico no domesticado Hereditary comienza con un juego; con un plano que se cierra sobre una casa miniatura y que sin corte se convierte en el espacio real de la película. La ópera prima de Ari Aster deja en claro desde el prólogo su artificialidad, su juego de muñecas. Hereditary es, también, una reformulación, en ciertos aspectos aggiornada, de la obra maestra de Nicolas Roeg, Don’t Look Now (1973). Como en aquella, el conflicto central se desata a partir de la pérdida de la hija de un matrimonio. Y, también como en aquella, hay una vieja desconocida con el poder de comunicarse con los espíritus, que convence a la madre de que su hija está aún revoloteando en el plano terrenal. Si en Don’t Look Now, Roeg trabaja, entre varias cosas más, la destrucción metafórica de una pareja a partir de una desgracia insuperable (con la maestría suficiente como para no poner a la metáfora por sobre los procedimientos formales), acá, Aster se ocupa de representar una espiral de dolor y angustia que avanza hacia la transformación (y la desintegración) total de una familia, otorgándole al hijo del matrimonio un lugar central, algo que Roeg dejaba fuera de campo. Aster se ocupa además de la alienación de los hijos y se centra sobre todo en la relación madre-hijo, deconstruyendo al esperado comportamiento materno que se suele configurar desde los lugares comunes biologicistas. Ari Aster parece tan interesado por el cine de Roeg como por la simbología psicoanalítica. Vaciada de contenido fantástico, estamos ante un drama familiar de alienación y pérdida con el acento puesto en las consecuencias de una tragedia y el resentimiento y la culpa que ella conlleva. Drama familiar similar al que también podemos encontrar en otras dos óperas primas de los últimos años: The Witch (2015), primera película de Robert Eggers, y The Babadook (2014), primera obra de Jennifer Kent (así como también se pueden encontrar elementos de A Dark Song de 2016 también una primera película, sobre todo por la obsesión con el ocultismo, y de la festejada The Void (2016), si pensamos en el papel de parte de la comunidad retratada). Tanto acá, como en The Witch o The Babadook, el papel de una madre desbordada por sus hijos representa gran parte del conflicto y es clave para su resolución. El grupo familiar protagonista está conformado por la madre artista (que crea mundos miniatura con aspectos biográficos como método de catarsis ¿al igual que Aster?), un padre psiquiatra algo desconectado de los problemas, y dos hijos con fijaciones orales (una nena adicta a los caramelos y un adolescente adicto al faso), a los que se le suma una abuela recién fallecida con un pasado oscuro. A partir de esa composición, se generará la brutal descomposición mediante elementos fantásticos comunes del cine espiritista pero con mayor crudeza y un desarrollo ligado al horror paranoide del Polanski de la trilogía de los departamentos, cierta dinámica surrealista, en parte como la de Roeg en la mencionada Don’t Look Now (aunque con un conflicto ordenado cronológicamente y con premoniciones que provienen no sólo de los protagonistas sino también del punto de vista omnisciente) y un ritmo que se toma su tiempo tanto para desarrollar el drama como a los personajes, y que se diferencia de la cadencia del mainstream actual. Porque el terror por el que apuesta Aster dista bastante del modelo de horror comercial contemporáneo; un cine interesado también en la comunicación con el mundo de los muertos y el ocultismo pero dedicado casi exclusivamente a explotar la más recordada obra de Friedkin o los actuales productos de James Wan desde una perspectiva meramente efectista basada en los jump scares, y no en un cine de horror que podríamos considerar como total (no en un sentido meramente baziniano sino por el aprovechamiento al máximo de las posibilidades formales del cine de horror específicamente). El terror contemporáneo suele ser un cine incompleto, que no utiliza todas las herramientas del género sino que solo vampiriza ciertos aspectos. Y no por ser un cine banal que no se ocupa de lo importante –festejamos lo lúdico, lo mínimo y también lo anti intelectual-, sino por subestimar al género del que se nutre y reducirlo a un golpe de efecto (quizás con un espíritu arcaico y fiel al primer cine de feria, tal vez su mayor virtud). Pero Hereditary es otra cosa; la cinefilia de Ari Aster y seguramente el bagaje de los directores mencionados -a los que podríamos sumar a David Robert Mitchell (It Follows. 2014) y a Jordan Peele, director de Get Out (2017), película que también desnuda la paranoia bebiendo de Polanski- sumado a cierta rebeldía para con el statu quo del terror contemporáneo, le dan a este grupo de películas una mayor dimensión y más capas de sentido a un género que desde el mainstream (por ejemplo las últimas películas de James Wan y sus salieris) en lugar de complejizarlo, lo infantilizan. Enhorabuena, Aster.
Un Han Solo blandito Al igual que Star Wars (1977), Han Solo: Una Historia de Star Wars se nutre -sobre todo en su primer acto- de cine bélico. La gorra intergaláctica secuestra a la novia del joven Han (Alden Ehrenreich) durante el escape de su pueblo/ averno, y su deseo deja de ser el de solamente convertirse en un gran piloto para devenir en uno más solidario: volver para rescatarla. La solidaridad, la lucha de los oprimidos, las traiciones, y la voluntad de ser el mejor en lo que se hace son temas que vuelven, ecos de la original. Y así como vuelven temas, vuelve, sobre todo, su reformulación del western; incluso de forma más pronunciada –y en realidad menos reformulada- que en Star Wars. Después de la presentación del gran Woody Harrelson, seguramente una de las mejores caras de Hollywood, como infiltrado en las milicias del imperio, y luego de un escape de Han de una prisión clandestina militar en la que conoce a Chewbacca y donde se refuerza la idea de exprimir al máximo todo cabo suelto de la historia del personaje (metodología que arranca un par de escenas antes cuando descubrimos por qué Han Solo se llama así), la película muta del cine bélico al western. Y no para reutilizar ciertos elementos del género como se había visto en Episodio IV, sino para explotar muchos de sus lugares comunes; a saber: cantinas con juegos de cartas (en escenas que pierden muchísima fuerza, incluso una fundamental sobre el final, porque se trata de un juego sin sentido para el espectador), el asalto a un tren en movimiento, y un duelo esencial cerca del final, son sólo algunos de esos lugares comunes que se suceden, generalmente con éxito, durante casi toda la película. Por desgracia, y más allá de lo bien que se utiliza la estructura del western, las acciones se perciben con poca vida propia, demasiado calculadas, y con un personaje central que parece no tener mucho que ver con el original. Alden Ehrenreich nunca demuestra esa actitud mala onda inherente al personaje que sí sabía representar Harrison Ford. Y no es sólo una cuestión de actuación, el Han Solo que supimos conocer es un mercenario con algo de antihéroe, un cínico nihilista individualista que se mueve por la mosca que haya en juego. Por el contrario, este joven Han es un romántico con cara de buenazo que parece caer mal por boludo y no por antipático, y que lo único que parece compartir con el viejo Han es cierto espíritu infantil. Ehrenreich o Disney o Howard o quién sea, vacían a su objeto principal de contenido y lo reconfiguran como un posible héroe marveliano, alejándolo del viejo universo mítico de Star Wars. Tal vez, los buenos resultados de Episodio VII y Rogue One (2016) se deban, en parte, a que no explotan personajes conocidos de la saga (o al menos lo hacen por poco tiempo) y crean nuevos universos que se retroalimentan con la mitología original; algo que acá sólo se percibe en la cuasi ciberpunk y distópica ciudad de Corellia. La idea de contar la historia no conocida de personajes fundamentales ya había resultado fallida en la segunda trilogía (sobre todo en la historia de Anakin). Y vuelve a fallar en esta entrega en la que comienza a percibirse el agotamiento de la idea madre, que de todos modos la corporación Disney seguramente exprimirá hasta su última gota.
Un país con buena gente Un riñón por una casa de setenta lucas verdes es el truque que le proponen a un gerente de un frigorífico que se pregunta, cínicamente,“¿si me gané la guita laburando, por qué no puedo comprar lo que quiera?”. Y lo que quiere es un riñón porque los suyos ya no filtran más nada. El tipo se llama Antonio (Guillermo Francella) y nos lo quieren vender como un padre de familia exento de vicios, que, en el universo de la película, se reservan para el lumpenaje y son representados en Elías (Federico Salles), el otro protagonista -dueño de una risita con mucha esquina- y al que le ofrecen el trueque. Elías es la figura antagónica de Antonio; por clase, por elección y por ideología. Antonio es, como aquel personaje de 50/50 de Jonathan Levine interpretado por Gordon-Levitt, el que respeta todas las reglas sociales y hace la vida modelo con la que los dictadores de la vida sana prometen eternidad pero que al final de cuentas no le rinde un carajo; un equilibrista de las emociones que anota la cantidad de días que lleva sin fumar y que pretende ser lo más normal y sano posible. Sin embargo, desde el tremendo plano secuencia inicial, se nota que Antonio esconde algo; y no su problema de salud, conflicto inicial que se devela al final de ese plano, sino su faceta oscura. Y, como nos vendieron la película con un póster con Francella poniendo cara de desquiciado, seguramente esa mueca spoiler sea adrede. En el desarrollo del conflicto, Bo se nutre de ciertos lugares comunes del discurso reaccionario argentino; discurso de parte de una derecha repleta de exponentes que muchas veces no se asumen como de derecha ni liberal ni nacionalista. Uno de esos lugares comunes (que a veces asoman como crítica, otras como norte y otras ambiguamente) se expone con las acciones de Elías, un vago que pide monedas y que además de borracho es garca, porque usa una silla de ruedas para dar inválido. Bo, con ese procedimiento, le da letra (quiera o no) al mediocre antisolidario que no le da un peso a nadie porque son todos lacras y garcas y quieren la guita para el chupi (¡como si eso fuera algo malo!). Y claro que en nuestras veredas reales hay falsos rengos y falsos ciegos y falsos totales y explotadores de guachos, y a esos elige representar Bo porque su película, así como parece pegarle al de clase acomodada que quiere comprar lo que sea, también le pega al débil. Todos somos unos hijos de puta independientemente de las relaciones de poder; y Bo, con ojo de exiliado por gusto, tiene munición para todos y todas. Animal es antitodo como lo fue Relatos Salvajes (aunque aquella escondida bajo una cáscara progre, que, por suerte, ésta no tiene) película del prolijito Szifrón que anticipaba esa postura post-que-se-vayan-todos análoga a la postura del votante -no convencido ideológicamente- de la actual derecha liberal. De todos modos, Animal no es solamente un pastiche de lugares comunes conservadores y Elías es más que un mendigo estereotipado desde el nihilismo meritocrático. Bo para complejizarlo lo filma con un libro de Bukowski en las manos (aunque un poco fuera de foco) como para que se entienda que no es un pobre que aspira a ser rico sino un militante de la vagancia y el escabio. Y Antonio le cae como anillo al dedo porque le ofrece guita rápida (no así fácil). A diferencia de El Último Elvis, ópera prima de Bo como director en la que había cierto espíritu de cine indie y donde la técnica no predominaba (más allá de que acá trabaja parte de aquel equipo, como, por ejemplo, el DF), en Animal se perciben las formas de sus guiones hollywoodenses; Bo entra con Animal a la era de la técnica, donde lo esperan sus compatriotas Szifrón y Muschietti, y, por desgracia, se planta lejos del cine pulenta de explotación de su abuelo. Sin embargo, sin la desfachatez familiar ni la sensibilidad que asomaba en el dramón y a la vez circo freak de El Último Elvis, Bo consigue desarrollar el conflicto con una potencia narrativa que el amante del suspense agradece.
Triunfo ¿y caída? de la monotonía virtual Los artesanos Russo se mandaron una película monstruo que rinde todos los honores posibles al método del anti cine material. A diferencia de, por nombrar otro tanque contemporáneo, el digno episodio 7 de Star Wars, donde su director apostaba por un punto medio entre el CGI y el sudor salado, acá, quiénes sean los que estén detrás de este blockbuster, decidieron apostar por los más puros efectos visuales generados por computadora, por la nueva rotoscopia y la animación. Esta apuesta al CGI total, al trabajo minucioso de la imagen virtual, no le juega tan en contra a una película que también quiere ser un comic danzante; lo inmaterial y lo artificial convierten a algunas partes de la película en la más fiel representación cinematográfica de un comic que recuerde. No por la similitud con la historieta de Jim Starlin (el relato se apoya en The Infinity Gauntlet y no en The Infinity War), sino por las texturas de una puesta en escena irreal y casi dibujada. La cantidad de gente que trabaja en los efectos de Los Vengadores: Infinity War (Avengers: Infinity War, 2018) es incontable; los diez minutos de créditos finales dan muestra del pueblo Avengers; filas de laburantes como en las viejas villas que se armaban alrededor de una obra colosal. Película monstruo por ello y porque es seguramente la más ambiciosa del universo cinematográfico de Marvel. Los legos en materia comiqueril sólo podemos esperar por el suspense que pueda ofrecer el relato, aunque sabemos que no es lo que el MCU prioriza en sus producciones estalladas de músculo virtual. Por ello, lo que se puede rescatar de este rejunte que Marvel estuvo preparando por años meticulosamente (la seguidilla de presentaciones individuales de los héroes iba a desembocar en el más ambicioso crossover) son tres puntos fuertes de las dos horas y media que quedan largas a pesar de la idea madre anfetamínica de ir por todo y a toda velocidad; a saber: el villano Thanos, interpretado serkisianamente por Josh Brolin, ciertos momentos brindados por los Guardianes de la Galaxia (que son los únicos que logran encastrar con gran timing la comedia y la acción), y una resolución del conflicto que, aunque deja en claro que habrá una continuación y por ello puede tomarse la libertad de desentonar a través de cierta oscuridad, movilizará a más de uno del excitado fandom marveliano. La historia principal es simple y puede resumirse en la búsqueda de Thanos de las piedras del infinito. Una extraña pero a la vez directa trama de película de robos en la que unos treinta personajes de Marvel, donde el Tony Stark de Downey Jr. y el Dr. Strange de Cumberbacth parecieran ser, por poco, más protagonistas que el resto, se prestan la cámara entre todos armando un relato coral que seguramente enganchará al comiquero hardcore y al fanático de este nuevo cine de acción por las autoreferencias y las sobredosis de peleas pixel a pixel matizadas con humor infantil, pero no al espectador caza historias, al amante de la construcción del suspense. Avengers: Infinity War festeja diez años de producciones de Marvel como se esperaba, con una película picada con esteroides y asteroides, dejando una sensación de sobredosis, de testamento, de final de una era del cine popular americano.
Los negros siguen de moda Los negros están de moda, decía el suegro del personaje interpretado por Daniel kaluuya en la muy buena sátira fantástica Get Out (2017), haciendo gala de un Estados Unidos post-racial que nunca llegó realmente y que se fue por la letrina con Trump. Al alejarse ese paraíso de supuesta superación volvió la culpa blanca y volvieron los premios y los protagónicos para los negros (los muchachos de Moonlight y Get Out con espíritu independiente, y John Boyega y Chadwick Boseman representando al cine popular adolescente, por nombrar algunos). Como en las viejas blaxploitation, Pantera Negra es la primera película de superhéroes con un reparto casi enteramente negro. Y, siguiendo la tradición de la corrección culposa y haciendo casi una inversión del cine de explotación y de las panteras negras con las que comparte nombre, la película de Ryan Coogler no hace lugar ni a la violencia institucional ni tampoco a la revolucionaria. El héroe negro, llamativamente, luchará acá contra un hermano que quiere la liberación de su gente. De todos modos, los grandes problemas de Pantera Negra son los que comparte con otras de su universo Marvel y con muchas de las actuales adaptaciones de comics en general, y que no tienen que ver con lo discursivo que suele ser más patético que corrosivo. La pérdida del cine material, la técnica y la dirección de arte por sobre el suspense, generan lo mismo que generaron tantas otras tanto del MCU como de DC y que ni hace falta nombrarlas: la gastada dinámica repetitiva modorrera, que sólo unas pocas películas de superhéroes pudieron reformular. La larga espera a que terminen las peleítas y que ganen los buenazos. La repetición de la fórmula hasta dejarla seca; y, en este caso, la formulita se lleva puesta una puesta que prometía. La presentación de los personajes y del pueblo del héroe (la ficticia Wakanda, una retrofuturista ciudad oculta con reservas del súper-mineral Vibranium) más allá de los clichés en la representación de las tribus, aporta vitalidad con un laburo de arte fenomenal; material o virtual, quién sabe. Esa película enana de treinta minutos dentro de las más de dos horas de Pantera Negra y con un punto de giro que es también su propio climax, es lo mejor de lo que propone Coogler -director también de Creed (2015), uno de los mejores estrenos de nuestro 2016- así como también son bienvenidas las caras del mencionado Kaluuya y de Andy Serkis, como algunas peleas cuerpo a cuerpo y una persecución en Busan, esta vez, por desgracia, no de zombies en trenes. Todos elementos aislados que no terminan de cohesionar y que se pierden en la ñoñez de la resolución. Pero no vayamos a hablar mal de una película repleta de negros, compañeros. Las reseñas de Rotten Tomatoes son todas a favor. ¿La corrección se impone en la crítica del norte? Es que allá entran en juego más cuestiones que acá con el tema de los negros (dos siglos de esclavitud, por ejemplo). Y la incorrección es muchas veces confundida con el discurso reaccionario de la derecha rancia, que deriva en el conservadurismo que propone la era Trump. Quién sabe, tal vez bancar cierta corrección como manera de despegarse del discurso redneck ahora poderoso, puede ser una buena estrategia política; por desgracia, no artística, si es que pueden separarse.