"Rumbo al mar": en el nombre del padre La película dirigida por Nacho Garassino parece concebida como plataforma de despegue para la carrera actoral de Bal hijo, a quien sin embargo le sienta mejor la pista de baile de "Showmatch" que los sets de filmación. Hasta su muerte en diciembre del año pasado, Santiago Bal había participado como director, autor o actor en casi medio centenar de obras de teatro, más de 40 películas y otros tantos programas de televisión. En la segunda década de los 2000 encontró un nuevo aire gracias a los escandaletes mediáticos con su ex mujer, Carmen Barbieri, y la irrupción en el ámbito de los rumores y chimentos del hijo de ambos, Federico. Este contexto es importante para entender por qué hoy por hoy es posible que se filme algo como Rumbo al mar. Con Bal padre e hijo haciendo justamente de padre e hijo, se trata de una película deudora en partes iguales de la televisión actual y de aquel cine argentino de la última parte del siglo pasado. Un cine en el que todo tenía que subrayarse y se intentaba llegar a la emoción mediante un tono declamatorio generalizado y el abuso de primeros planos de los rostros de los actores. El único elemento que ubica a esta película en 2020 es la presencia de los drones, en tanto debe haber no menos de 20 planos aéreos de distintas rutas del país filmados durante el atardecer, cuestión de que se vea todo muy lindo. Concebida como plataforma de despegue para la carrera actoral de Federico, a quien sin embargo le sienta mejor la pista de baile de Showmatchque los sets de filmación, Rumbo al mar no es una publicidad de vialidad nacional (aunque lo parezca) sino una road movie cuya acción es disparada por el diagnóstico de un cáncer fulminante en los pulmones de Julio (Bal Sr.). El médico –que se llevó Tacto I a marzo– no da muchas vueltas para decirle que ya fue todo, que no se puede hacer nada, que vaya preparándose porque en alrededor de un mes se lo lleva la parca. Entonces Julio decide que su última voluntad es conocer el mar. Aunque en realidad no queda muy claro si lo conoce o no, porque ni bien lo anuncia Marcos (Bal Jr., que actúa con las manos en los bolsillos) rememora una anécdota familiar de la infancia en las arenas argentinas. Sea como sea, papá e hijo partirán en la moto del segundo desde Tucumán (allí viven los personajes) hasta Mar del Plata, todo ante el desconcierto de la hija mayor (Anita Martínez), que como no podía ser de otra forma en una película donde la sutileza brilla por su ausencia, es un opuesto perfecto del descarriado Marcos. Y allí irán, a bordo de un vehículo al que a Julio le cuesta horrores subir y bajar. No se sabe si el regodeo en esa dificultad para moverse es una cuestión de morbo o una forma de mostrar al hijo como un hombre dispuesto a ayudarlo, iniciando así la recomposición de un vínculo que nunca fue del todo fluido. Lo que sí funciona como cuerda para enlazarlos son las distintas situaciones que atravesarán en la ruta y que parecen sacadas del cajón de recursos básicos de una comedia de enredos, como por ejemplo una pelea con un policía que los lleva durante unas horas al calabozo o un episodio “gracioso” con el playero de una estación de servicio. Habrá lugar también para saldar viejas deudas románticas gracias al reencuentro de Julio con una ex novia (Zulma Faiad) y a varias “charlas profundas” de los hombres sobre el amor y la vida. Charlas más fáciles de escribir que de decir.
"1917": la favorita Con diez candidaturas al Oscar y la medalla de "proeza técnica" colgada en el pecho, la película bélica del director de "Belleza americana" parece capaz de alcanzar el consenso de los votantes de la Academia de Hollywood. Difícilmente algún ejecutivo del estudio Universal Pictures pensara, allá por fines de noviembre, que 1917 arrasaría con cuanta estatuilla de la temporada de premios de Hollywood le pusieran delante, incluyendo el Globo de Oro y varias de los distintos sindicatos. La cereza del postre sería una coronación en la ceremonia del Oscar del domingo 9 de febrero, a la que llegará con diez nominaciones –entre ellas mejor película y director– y el rótulo de favorita. Pero, ¿qué tiene el último trabajo de Sam Mendes (Belleza americana, Camino a la perdición, 007: Operación Skyfall) para enamorar a votantes tan distintos como los periodistas de la Asociación de Prensa Extranjera de Hollywood que otorgan los Globo de Oro y a los productores que votan el PGA? En principio, se trata de la película más clásica y tradicional de todas las ternadas, una producción cuya principal decisión formal –presentarse como un largo plano secuencia, aunque con visibles manipulaciones en la sala de edición– le da el plus de “proeza técnica” que un sector importante de los votantes suele valorar. Pero también porque difícilmente su triunfo resulte ofensivo para alguien: 1917, entonces, como la película que todxs podrían votar sin sentirse escandalizados. La Primera Guerra Mundial ya era una carnicería a cielo abierto en abril de 1917. Por aquella época Alemania declaraba la reanudación de su política de ataques submarinos sin restricciones, empujando a Estados Unidos a abandonar la neutralidad para sumarse oficialmente al bando aliado. El film de Mendes transcurre en ese contexto pero no le interesa la Historia ni la guerra como acto vívido –cosa que sí ocurría con Peter Jackson en Jamás llegarán a viejos, el extraordinario documental hecho íntegramente de imágenes y sonidos de archivo–, sino una historia. Una pequeña, mínima, puramente cinética: con las líneas de comunicación interrumpidas, dos jóvenes soldados británicos reciben una orden de un superior (Colin Firth, en el primero de varios cameos de rostros ingleses conocidos) por la cual deben adentrarse en territorio enemigo y avisar a un comandante que cancele una ofensiva pautada para el día siguiente, debido a que el sector de Inteligencia asegura que la retirada de los alemanes es en realidad una emboscada. A todas luces se trata de una misión suicida, pero Blake (Dean-Charles Chapman) y Schofield (George MacKay) aceptan porque el hermano de uno ellos integra el batallón que marcha rumbo a la muerte segura. La figura ausente es una maniobra argumental que opera a la vez como propulsor moral de los soldados y declaración de principios de la película: si a Mendes no le interesa la Historia ni la guerra como experiencia, tampoco el patriotismo o los personajes como encarnación de valores. Blake y Schofield hacen lo que hacen por ese hermano antes que por la patria, Dios o la Reina. Son hombres sin gramaje emocional –lo que distancia a 1917 de la mayor parte del cine bélico– de los que el espectador sabrá poco y nada, ni qué sienten ni mucho menos cómo eran sus vidas antes de hundirse en el barro de las trincheras. En sus caminatas se habla pura y exclusivamente de lo ocurrido dentro de los límites del campo de batalla, como si fueran piezas igual de funcionales para el dispositivo que los micrófonos y las cámaras. La idea de un par de soldados llevando adelante una misión directa y simple (al menos en su enunciación), sumado a la apelación al plano secuencia, remite a la lógica narrativa y visual de un videojuego de acción en primera persona. Mendes subraya la filiación enfrentándolos a una serie de obstáculos cada cual más difícil que el anterior, desde aguas contaminadas hasta ratas del tamaño de un gato y aviones que podrían ser rezagos de la huida o evidencia de que se avecina una trampa, y cruzándolos con soldados superiores que podrán allanar (o no) el camino rumbo al objetivo final. Como ocurre con videojuegos, la experiencia es tan tensa e inquietante como fría y distante, una aventura de supervivencia hecha con indudable oficio en la que el reloj es un enemigo tanto o más peligroso que los alemanes, pero cuyo efecto embriagador se extiende no mucho más allá del inicio de los créditos.
"Lo mejor está por venir": una historia para endulzar al espectador El film francés navega las aguas de la comedia dramática hasta llegar a un punto en que se redimen todos los personajes. El diccionario de Cambridge define como crowd-pleaser a “algo o alguien que el público disfruta viendo o escuchando”, lo que, aplicado al universo audiovisual, englobaría a aquellas películas y series pensadas con el fin máximo de agradar a la platea haciéndola sentir bien consigo misma, demostrándole que la vida es –puede ser– una experiencia hermosa aun ante la peor de las adversidades. Un tipo de cine que el ala más comercial de la industria francesa maneja a la perfección. Sin ir más lejos, allí se concibió, en 2011, Intouchables, que con una recaudación mundial de 426 millones de dólares –y remakes en la Argentina, Estados Unidos e India– es la producción del país del gallo con mejor performance en taquilla mundial. Siguiendo esa línea llega ahora Lo mejor está por venir, que ya desde su título adelanta el contenido de una historia que navega las aguas de la comedia dramática hasta atracar con firmeza en el puerto de la redención. Y vaya si se redimen todos, absolutamente todos los personajes. Manipuladora como político en campaña, la película dirigida a cuatro manos por Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte (los mismos de Le prénom, que supo tener su adaptación teatral en la Argentina) presenta la historia de dos amigos desde la más tierna infancia que, a sus cincuenta y pico, encaran la vida de manera radicalmente opuesta. Así, mientras Arthur (Fabrice Luchini) es un tímido pero reputado investigador y docente universitario divorciado y con una hija adolescente con quien le cuesta comunicarse, César (Patrick Bruel) es un solterón empedernido cuya solvencia económica está siempre al filo del abismo. Más aun después de perder gran parte de sus cosas a raíz de una deuda. Durante la tarde que le llevan todo de su casa, César cae por el balcón y se lastima la espalda. Será, como siempre, Arthur quien lo auxilie llevándolo al hospital y prestándole sus documentos para que lo atiendan. Todo indica que se trata una de las tantas anécdotas compartidas, hasta que al otro día Arthur recibe una llamada del hospital en la que le informan que tiene un cáncer de pulmón terminal. No él, en realidad, porque los estudios se los hizo César. ¿Qué harían 999 de cada 1000 humanos en ese contexto? Sentarlo y batirle la posta. Arthur lo intenta pero no puede, desatando así una confusión por la que el enfermo piensa que en realidad el moribundo es su amigo. La película sostiene ese malentendido hasta el infinito y más allá, como demuestra un viaje a India donde el guión considera que con un cáncer no alcanza. La certidumbre de la muerte lleva a la dupla a empezar a saldar cuentas con el pasado, abrazando algunas situaciones cómicas que, a excepción de una muy buena que involucra a un elefante, apenas orillan la eficacia módica. Y otras volcadas hacia lo dramático en las que abundarán los diálogos altisonantes y pases de facturas silenciados por años. Que la escena final opere a la vez como punto de inicio de una etapa es la frutilla de un postre que disfrutarán solo aquellos paladares adictos a la sacarina.
Tenía razón Ricky Gervais cuando, en su monólogo de apertura de la reciente entrega de los premios Globos de Oro, dijo que Cats era “lo peor que le había pasado a los gatos desde que nacieron los perros”. La flamante adaptación cinematográfica del musical de Broadway compuesto por Andrew Lloyd Weber es una de las películas más involuntariamente risibles de los últimos tiempos, a la vez que el fracaso comercial y de crítica más justificado del año que se fue. La película del sobrevalorado Tom Hopper parte de un error insalvable: apostar por el realismo para una historia de felinos cantantes, cubiertos aquí de pieles creadas mediante la captura digital de los movimientos de baile de los actores. Imposible entrar en la lógica de un relato musical concebido desde el artificio más puro (¡gatos cantando!) en ese contexto, más aun si están interpretados por rostros conocidos como Jennifer Hudson, Taylor Swift, James Corden, Rebel Wilson, Idris Elba y los veteranos Ian McKellen y Judi Dench. La cuestión es aún peor si se tiene que los efectos especiales, en esa denodada búsqueda de realismo, convierten a su elenco en un grupo de criaturas entre aterradoras y ridículas, cuando no las dos. No por nada Universal mandó una “segunda versión” a las salas norteamericanas con efectos mejorados. El resultado, sin embargo, no cambia demasiado. Frente a todo este panorama, la dirección de Tom Hopper es un pecado menor. El responsable de El discurso del rey, La chica danesa y Los miserables hace lo puede con una materia prima imposible, que incluye escenas de cucarachas con facciones humanas bailando y cantando. Los momentos bochornos son innumerables, pero aquí se destacan dos: la presentación del personaje de Ian McKellen tomando agua de un plato con la lengüita y las apariciones de Dench recostada sobre un canasto y cubierta con un tapado de piel (su trabajo también merecía la sorna de Gervais en los Globos de Oro). A favor de Cats solo puede decirse que su repertorio musical es infalible (imposible no salir silbando Memory) aun cuando los subtítulos cambien referencias y sentido de las letras para hacerlas rimar. Y también, lo mejor de lo mejor, que dura menos de dos horas. Siempre puede ser peor.
Con casi 950 millones de dólares recaudados en todo el mundo, Jumanji: En la selva (2017) era no tanto una continuación de la película de 1995 protagonizada por Robin Williams como un reboot desde un nuevo punto de vista. Allí se cambiaba el juego de mesa por un videojuego que metía a los jugadores en él, misma lógica que aplica ahora su secuela. Dirigida nuevamente por Jake Kasdan (Walk Hard: The Dewey Cox Story, Malas enseñanzas), Jumanji: El siguiente nivelvuelve a reunir al grupo de adolescentes “chupados” en la primera entrega, a quienes se suman ahora el abuelo de uno de ellos (Danny De Vito) y su ex socio (Danny Glover). Todos ellos volverán a entrar para rescatar a uno de ellos, aunque lo harán con los avatares intercambiados. Pero no es lo único que deberán hacer, ya que también deb ensalvar al reino de Jumanji de un villano que robó una joya fundamental para mantener el equilibrio ambiental. Para eso contarán con tres vidas que, en caso de acabarse, los condenarán a permanecer dentro del juego. La película cruza el ideario de Indiana Jones–aunque obviamente Kasdan no es Steven Spielberg- con la lógica gamer de escenarios cada vez más complejos, peligrosos y difíciles (hay desde un ataque de un grupo de ñandúes en un desierto a un grand finale dentro de una cueva). Entre medio, varias escenas volcadas a la comedia que se sostienen por el enorme carisma de Dwayne Johnson –que a estas alturas es el rostro más representativo del cine familiar de los 2010 en adelante– y el talento de Kevin Hart y Jack Black, dos comediantes habituados al exceso, pero que funcionan bien cuando están controlados. Con una batería de efectos especiales siempre funcionales a la historia, el resultado es un film tan eficaz como carente de sorpresa, un entretenimiento vacacional tan noble como en definitiva genuino.
"Frozen 2": una película congelada La nueva producción del estudio del Tío Walt es una fábula hecha con los materiales más básicos de la comedia, el drama familiar y los musicales con canciones de esas que pintan un mundo hermoso. Enésima incursión de Disney en un mundo edulcorado habitado por princesas, castillos imperiales y seres mágicos parlantes, Frozen 2 hace honor a su título presentándose como una película congelada. Esto dicho no por la heroína de turno, quien por su capacidad de embadurnar de hielo lo que toque con sus manos podría ser una Avenger en la Fase 153 del Universo Cinematográfico de Marvel, sino porque las novedades (mujeres empoderadas, ecologismo progre) son apenas cosméticas. Nadie espera trasgresión ni mucho menos incorrección política en una película de estas características, pero sí al menos que sus resortes estén engrasados en lugar de recubiertos de óxido: si sigue dedicándole energía a fagocitarse a Netlix y expandirse comprando estudios antes que a repensar su ideario simbólico, Disney pasará muy pronto de lo clásico a demodé, de lo tradicional a lo obsoleto, de la emoción genuina a una sátira involuntaria de aquello que supo ser. Lejos de las vueltas de tuerca de Encantada, Enredados o Valiente, en las que la modernidad convivía con los tópicos tradicionales del estudio, la continuación de la película de 2013 –que a su vez se basaba muy libremente en el cuento "La reina de la nieve", de Hans Christian Andersen– retrocede varios casilleros al presentar una fábula hecha con los materiales más básicos de la comedia, el cine de aventuras, el drama familiar y los musicales con canciones inspiracionales, de esas que dan ganas de vivir y pintan un mundo hermoso. Dirigida por la misma dupla que la primera entrega, Chris Buck y Jennifer Lee –ella fue la primera mujer en haber dirigido una película en toda la historia del estudio–, Frozen 2 propone una historia tirada de los pelos, forzada por la obligación de explotar títulos exitosos y ya instalados. Huérfanas, como casi todos los personajes de Disney, desde una tempranísima edad a raíz de un accidente de sus padres, las hermanitas Elsa y Anna ya achicaron la distancia que las separaba durante la primera película, y ahora andan por la vida felices y contentas, cantando a cada rato y hechas la una para la otra, con la primera convertida en la bondadosa reina de Arandelle y Anna acompañándola en sus tareas diarias. A ellas las secundan Kristoff, el novio tonto y grandote pero de buen corazón de Anna, su reno Sven y el muñeco de nieve Olaf, a quien le cabe el rol de "comic relief" en una película no precisamente abundante en humor. Todo marcha de maravillas para el grupete, hasta que Elsa empieza a escuchar voces. ¿Esquizofrenia? Sería una de las vueltas de guion más sorprendentes de la historia del cine, pero no: esas voces provienen desde un lejano bosque encantado. A la manera de los héroes griegos, el grupo partirá siguiendo esos sonidos que al principio no saben qué son ni qué significan, pero luego quedará claro que se trata de manifestaciones de los cuatro elementos de ese bosque (Tierra, Agua, Aire y Fuego) a raíz del peligro que corre por el avance de la tecnología del hombre que amenaza con romper el equilibrio ecológico. Desde ya que el quinteto hará lo imposible por que retorne la armonía, excusa para una serie de situaciones que apelan a la aventura aunque sin demasiado riesgo, todo con una denuncia eco-friendly como norte innegociable.
Un grupo de policías llega a una vinería para detener un asalto, pero las cosas no salen según lo esperado: siete uniformados terminan muertos luego de una intensa balacera con los ladrones. El encargado de atraparlos será el detective Andre Davis (Chadwick Boseman), quien -como marca el género- carga con un oscuro pasado sobre sus espaldas. Durante la investigación descubrirá que no todo es lo que parece. La premisa central de Nueva York sin salidapodría reducirse al derrotero nocturno de Davis mientras la ciudad, por primera vez en su historia, está virtualmente aislada debido al cierre de los 21 puentes que la conectan. Con el reloj corriendo (tiene hasta la madrugada para resolver los crímenes), empezará a tirar de la punta de ovillo donde la corrupción, los negociados y el narcotráfico están a la orden del día. Con buenas actuaciones de Boseman, Siena Miller (la compañera de Davis) y J.K. Simmons (el superior de ambos), Nueva York sin salida apela a un ideario urbano sucio y violento para redondear un policial que no depara muchas sorpresas durante sus ajustados 99 minutos, pero que administra con buen pulso la tensión y el suspenso. Se trata, entonces, de una película correcta aunque predecible, hecha por el director Brian Kirk (un veterano de decenas de series como The Tudors, Dexter, Luther, El imperio del contrabando, Game of Thrones y Penny Dreadful) con el oficio técnico y narrativo habitual de Hollywood.
Nosotros tres requiere una suspensión de la incredulidad digna de Avengers. Película de enredos en la que los personajes giran –literalmente– sobre su propio eje sin encontrarse, esta vetusta comedia romántica dirigida por José Alcala opera como recordatorio al público en edad jubilatoria que siempre es posible seguir adelante para darse un último gusto. Gilbert -un Daniel Auteuil al que le sienta mejor la introspección de los dramas sobre burgueses intelectuales que las comedias gritonas y gesticulantes- vive junto a su mujer Simone (Catherine Frot) en una apacible zona rural francesa. Envueltos en una crisis económica devenida en emocional desde hace años, ella nunca ha logrado concretar su negocio propio, y sostiene un amorío con su vecino Étienne (Bernard Le Coq), que a su vez es uno de los mejores amigos de Gilbert. El problema es que Simone está harta no solo de su marido sino también de su vida en general, lo que incluye también a su amante. Como consecuencia de esa insatisfacción inicia un escape que pondrá a ambos hombres tras su búsqueda. La de Alcala es una de esas películas donde lo sutil brilla por su ausencia, desde sus personajes sin matices pasando por situaciones cómicas vistas varias veces antes. Todo es apenas una excusa para redondear una fábula bastante obvia sobre la vejez, el deseo y la búsqueda de cumplir esos sueños pendientes.
El título internacional de Los amores de Charlotte es Slut in a Good Way, cuya traducción al español sería algo así como Puta en un buen sentido. Se trata de una elección cuanto menos violenta para una película que, si hay algo que no es, precisamente es eso. Por el contrario, la realizadora canadiense Sophie Lorain (Les grandes chaleurs) propone una amable, interesante y respetuosa reflexión sobre la adolescencia y la libertad de los cuerpos femeninos. Las protagonistas son tres jóvenes a punto de cumplir 20 años con personalidades bien distintas, condición germinal para toda buena comedia. El relato arranca cuando Charlotte (Marguerite Bouchard), quien se define como “emocionalmente dependiente de sus parejas”, es dejada por su novio luego de confesarle que es homosexual. Frente a ese escenario, junto a sus amigas, la libertaria Mégane (Romane Denis) y la algo más tímida Aube (Rose Adam), deciden que lo mejor para dejar atrás el fracaso amoroso es un duelo activo. Pero nada de ir a boliches, bares ni esas cosas. Las chicas solicitan trabajo en una juguetería cuyo staff tiene chicos jóvenes para todos los gustos. Arrancará entonces un juego exploratorio de seducción, chismes, sexo y amores entrecruzados en el que se irán filtrando las diversas inquietudes -sexuales, pero también las vinculadas con el mundo adulto- del terceto. Filmada en un blanco y negro tan prístino como no demasiado justificado, Los amores de Charlotte construye con un ritmo frenético –el mismo de las hormonas de todos los personajes- una mirada vaciada de prejuicios sobre el amor y la sexualidad, todo salpimentado con toques de comedia que, en su mayoría, funcionan muy bien. En especial aquellos que tienen como protagonista a Mégane, que propone una revolución proletaria al enterarse de que su sueldo es similar al dinero que podría darle su abuela. Con ecos de Adventureland: Un verano memorable (2009), aunque sin su tono melancólico, Los amores de Charlotte es una película fresca, libre e inteligente que mira a sus criaturas de frente, procurando siempre la comprensión. Porque con sus errores y virtudes, con sus fortalezas e inseguridades, las chicas no hacen otra cosa que buscar su propio camino.
Lejos de Pekín cierra una trilogía que se había iniciado con La soledad (2006) y La guayaba (2009), y centrada en las problemáticas sociales de las mujeres en la provincia de Misiones. Esta nueva película recurre a la historia de una pareja que, luego de ocho de matrimonio y varios intentos de ser padres, está a punto de concretar una adopción. Pero las cosas no serán nada fáciles para María (Elena Roger) y Daniel (Javier Drolas): apenas toman contacto con el niño, la madre biológica entra en duda sobre si dar a su hijo en adopción, obligándolos a quedarse durante una jornada con la promesa de que todo se resolverá al otro día. Cobijados en un hotel que los protege de una lluvia constante, la estadía marcará una de la noches más largas de sus vidas. Con unas correctas actuaciones tanto de Roger como de Drolas, Lejos de Pekínevade la marginalidad para centrarse en la dinámica de ese matrimonio a punto de enfrentarse a una encrucijada cuya resolución asoma incierta. En medio de esa tensión interna, las charlas entre ambos estarán atravesadas por el dolor, los roces, los miedos y los recuerdos. Con esa materia prima el director Maximiliano González construye un relato intimista que aprehende el carácter cansino del tiempo nocturno, cuando el mundo parece detenerse, abordando de forma tangencial la problemática de la adopción en la Argentina.