"La luz del fin del mundo", apocalipsis sin mujeres Algo fallida, la película gira alrededor de un padre y su hija tratando de abrirse en un mundo devastado, en el que una pandemia arrasó con el género femenino. Actor secundario durante la última parte de los ’90 y la primera mitad de los ’00, Casey Affleck pegó un salto artístico en 2007 al protagonizar el western El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, de Andrew Dominik, y el policial Desapareció una noche, la sorprendente ópera prima de su hermano mayor Ben. En 2010 debutó como director con aquella gran tomada de pelo a la industria del cine y la música que fue el falso documental I’m Still Here. Casi una década tardó en volver a sentarse en la silla plegable para timonear los destinos de La luz del fin del mundo. La distancia entre ambas es enorme, no sólo en términos temporales: si en una atravesaba las siempre porosas fronteras entre realidad y ficción mostrando el supuesto retiro de Joaquin Phoenixde la actuación para dedicarse al rap, aquí abraza un relato post-apocalíptico intimista y de perfil bajo centrado en la relación entre un padre y su hija de once años. A Affleck Jr. le pasaron cosas entre las dos películas. Un Oscar como Mejor Actor por Manchester junto al mar fue una de ellas. La otra, ocurrida en vísperas al recibimiento de la estatuilla, fue la denuncia por abuso sexual de una integrante del equipo técnico de I’m Still Here. Consciente de la valía actoral que supone el reconocimiento de la Academia, Affleck construye una película pensada para su lucimiento, con presencia en prácticamente todas las escenas y largos monólogos susurrantes, filmados mayormente en tomas sin cortes, en la carpa que comparte con su hija Rag. Una idea de lucimiento muy relacionada a su presentación como padre protector y responsable, atento a las necesidades y requisitos de la nena, lo que podría interpretarse como un intento de expiar públicamente aquellas acusaciones. La acción orbita alrededor del vínculo entre los protagonistas, con especial hincapié en esas conversaciones nocturnas que, bajo la luz de la linterna, se pasean por temas varios, desde historias sobre los orígenes del mundo hasta explicaciones tímidas acerca de sexualidad femenina de cara al inminente inicio de la pubertad de Rag, pasando por los recuerdos –explicitados mediante flashback oportunamente intercalados– de cómo era la vida con mamá (Elizabeth Moss, de la serie The Handmaid's Tale) antes de que un pandemia arrasara con las mujeres de todo el mundo. Desde aquella pérdida papá (no hay nombre acreditado para ese personaje) y Rag quedaron solos. No se sabe qué ocurrió en el medio, pero la actualidad los encuentra recorriendo un bosque nevado, con un cielo siempre encapotado, al borde de un invierno que se presume impiadoso. A diferencia La carretera, de John Hillcoat, y Niños del hombre, de Alfonso Cuarón, dos películas con varios puntos de contacto con ésta, la marcha no tiene un norte definido sino que avanza o retrocede en función de la presencia de amenazas externas. Papá desarma campamento ni bien aparece algún hombre, más allá de que luzca peligroso: no suena muy seguro andar exhibiendo a quien presenta como “hijo” cuando en realidad es “hija”, sobre todo en un contexto donde las mujeres jóvenes escasean y los hombres están totalmente chiflados, liberados de toda norma de convivencia. En ese contexto de sálvese quien pueda, cambiarán carpas por casas cuando encuentren alguna desocupada. Aquellas experiencias diarias serán disparadores para las charlas nocturnas que van de lo enigmático a lo dulce, de lo fabulesco a lo biológico, de lo creativo a lo inseguro. Pero también de lo espontáneo a lo mecánico, en tanto no tarda en evidenciarse la lógica de “experiencias de día + conversaciones reflexivas de noche” que estructura un relato coronado por la inevitable explosión de la violencia contenida.
"Entre navajas y secretos", el placer de un buen enigma Con el punto de apoyo fundamental de un guón preciso y sin costurones, Rian Johnson dirige un típico film de "quién lo hizo" distinguido por un elenco formidable. El viejo y querido whodunit está más vivo que nunca. Inmortalizado por Agatha Christie en sus relatos articulados alrededor de la búsqueda del autor de un crimen con innumerables sospechosos, este subgénero policial vuelve a los primeros planos de la pantalla grande con Entre navajas y secretos, filmada por ese nuevo niño mimado de Hollywood -dirigió el Episodio VIII de Star Wars y ya está contratado para una nueva saga de tres spin off- llamado Rian Johnson. Y protagonizada por un grupo de reputados actores y actrices de todas las generaciones que podría disputarle el premio a elenco del año a El irlandés: la nómina incluye al veteranísimo Christopher Plummer (cumplirá noventa pirulos este viernes), Jamie Lee Curtis, Don Johnson, Toni Collette, Chris “Capitán América” Evans, el siempre retorcido Michael Shannon y un Daniel Craigdevorado por su porte jamesbondiano. Un casting de estas características es el primer gran acierto de la película, en tanto el whodunit se caracteriza por una multiplicidad de personajes con peso en el relato que, al tener caras familiares, favorece al seguimiento de las innumerables vueltas de tuerca de un guion pensado hasta el último detalle. Lo de “último detalle” no es hiperbólico. Al menos en una primera mirada -probablemente la percepción cambie ante el hilado fino de una segunda- no aparece fisura alguna en el entramado argumental, así como tampoco resoluciones hechas al voleo o sacadas de la galera. Lo que habla de Johnson como un guionista que evita la tentación de salir por arriba del laberinto de interés cruzados, saltos temporales y constantes cambios de puntos de vista entre esos hombres y mujeres que podrían o no estar mintiendo para salirse con la suya. Porque –regla básica del género– a medida que avance el metraje se descubrirá que todos los integrantes de la familia Thrombey (hijxs, nietos, yernos, nueras) tienen algún motivo para deshacerse del escritor Harlan (Plummer, que desde Todo el dinero del mundo es la encarnación perfecta del patriarca millonario), quien aparece con la garganta chorreando sangre en su habitación a la mañana siguiente de la fiesta de su cumpleaños 85. En juego hay unos cuantos millones de dólares, un caserón donde es más fácil perderse que encontrarse y los derechos intelectuales de su vastísima obra, entre otros elementos que sacarán a la luz las peores miserias familiares. A la manera de la serie Succession, esto abre las puertas a una observación no exenta de cinismo de las peores miserias de la clase alta cuando hay dinero de por medio. Sin embargo, por la disposición de la sangre y la ausencia de evidencia concreta, todo indica que se trató de un suicidio. Pero, ¿por qué se mataría alguien que no había dado indicio alguno de su decisión? Eso es lo que intentarán develar dos policías, uno de los cuales, fascinado con la obra de la víctima, operará como notable comic relief de una película que pisa con firmeza el terreno policial pero sin descuidar el de la comedia. Como guía fungirá Benoit Blanc (Craig actuando en modo parodia), un detective privado que huele desde el minuto uno que nada es lo que parece. Empezando por el hecho que lo contrataron de manera anónima, dejándole un sobre lleno de billetes en su casa. Nominada a tres Globos de Oro, entre ellos el de Mejor Película – Comedia o Musical, Entre navajas y secretos entraña una complejidad nodal a la hora de escribir sobre ella: es muy difícil hacerlo sin caer en el tan mentado spoiler. Solo se dirá que habrá innumerables interrogatorios a cargo de un Blanc atento al mínimo detalle, versiones coherentes aunque con retaceos informativos y una chica latina (la cubana Ana de Armas) que supo ser la cuidadora de Harlan y, si bien no asoma como sospechosa por la ausencia de intereses en esa muerte, da toda la sensación que no dice todo lo que sabe. A partir de esos elementos Johnson construye una película que combina la intriga con la sátira, lo detectivesco con lo lúdico, la mirada social con el placer de un cuento muy buen contado.
“Una comedia all'italiana donde el público saldrá con una sonrisa”, escribió -o al menos eso afirma el póster- un colega italiano sobre Ricchi di fantasia. Menuda sorpresa se llevarían Alberto Sordi, Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni y Ugo Tognazzi al ver con qué facilidad se aplica la etiqueta creada gracias a sus trabajos. La película de Francesco Miccichè sigue a Sergio (Sergio Castellitto), un maestro mayor de obra que tiene un affaire con la ex cantante Sabrina (Sabrina Ferilli). Ambos están enamorados, pero la situación económica no les permite abandonar la vida marital. La cuestión parece cambiar cuando ganan tres millones de euros en la lotería, desatando así una alegría que lleva a Sergio a iniciar un viaje con Sabrina y el resto de su familia en una playa paradisíaca del sur del país con forma de bota. El problema es que en realidad Sergio no ganó nada, sino que se trató de una broma de sus compañeros, hartos de sus chistes constantes… y muy malos. Lejos de recular en su idea de una nueva vida, el sigue adelante con un viaje en el que aflorarán los contrastes y las rispideces familiares. Así como en Ricchi di fantasia viajan los protagonistas, también viaja el espectador, aunque a un destino menos auspicioso: un tiempo donde la comedia consistía básicamente en personajes estereotipados y grotescos intentando comunicarse a los gritos. Un tiempo en el que los chistes desprendían olor a rancio, como si se tratara de la réplica de situaciones del cine argentino de los ’80. Porque, lejos de cualquier sutileza, Miccichè encadena todos los lugares comunes del peor costumbrismo para desembocar en una comedia decididamente fallida.
El nuevo largometraje del realizador ;de Palermo Hollywood (2004), Caño dorado(2009), Corralón (2017) y codirector de Natacha: La película (2017) comienza en medio de una fiesta electrónica donde tres amigas (Sofía Gala Castiglione, Analía Couceyro y Paloma Contreras) bailan con desenfreno y espíritu lúdico. Esa diversión mutará en algo radicalmente opuesto cuando decidan emprender un viaje hasta la estancia del título. Todo asoma perfecto en las primeras horas en La Sabiduría. A los chistes internos le seguirá un baile con los peones y los trabajadores de la estancia. Lo que ellas no saben es que el tiempo allí parece haberse detenido en el siglo XIX y, por lo tanto, los usos y costumbres del lugar son muy distintos a los de la ciudad. El baile, entonces, como inicio de una pesadilla campestre cuyo alcance es inimaginable para esas mujeres en principio indefensas. La Sabiduría se erige como un relato terrorífico diurno que registra un choque cultural atravesado por la discriminación de género y las tradiciones machistas: ni siquiera la policía está muy dispuesta a creer las acusaciones que recaen sobre los hombres. Ese comportamiento despectivo generalizado convertirá a esas chicas en víctimas de un extenso ritual macabro cargado de una violencia seca que Eduardo Pinto registra con pulso nervioso, construyendo mediante una tensión sin apremios ni golpes de efecto un relato duro y urgente.
"Last Christmas", el peor final No es solo la típica fábula navideña que suele llegar a las salas en diciembre: bajo el subtítulo de "Otra oportunidad para amar", el film británico esconde uno de esos desenlaces inexplicables. Desde su estreno en Estados Unidos, hace casi un mes, viene hablándose en las redes sociales acerca del desenlace de Last Christmas, que para su lanzamiento latinoamericano suma el subtítulo Otra oportunidad para amar. Y no precisamente en buenos términos: espectadores y periodistas fueron lapidarios con la vuelta de tuerca que corona esta historia romántica entre una chica a la que todo le sale mal y un misterioso hombre con el que se cruza cada dos por tres, al principio de casualidad -o todo lo casual que pueden ser los encuentros en este género- pero luego deliberadamente. Otra vez, entonces, el viejo dilema de si el pésimo final de una película es condición suficiente para denigrarla. Pero una cosa es una decisión discutible de los guionistas -entre las que figura de manera inexplicable Emma Thompson, quien tiene además un rol de reparto- y otra muy distinta forzar la lógica de un relato hasta más allá de lo posible sacando un conejo de la galera. Y vaya si es grande el conejo que saca Last Christmas. La cosa funcionaba relativamente bien hasta ese final, siempre y cuando se comprenda que se trata de la fábula navideña que todos los años llega a las salas argentinas unas semanas antes que Papá Noel. Como ocurre en diez de cada diez películas de este tipo, todo apunta a una celebración del espíritu de unión y conciliación, a salvaguardar la integridad de la familia y los afectos por sobre cualquier cosa. Una tarea nada fácil para Kate (Emilia Clarke, la Daenerys de Game of Thrones), una jovencita nacida en la ex Yugoslavia que desde la guerra vive en Londres junto a su familia. La relación con mamá (Thompson) y papá no atraviesa su mejor momento, y desde hace un tiempo ella anda de acá para allá con su valijita a cuestas, durmiendo de prestado en cuanto sillón de amigo o conocido encuentre mientras trabaja a desgano en una tienda navideña a cargo de Santa (Michelle Yeoh). Nunca dura más de una noche en ningún lugar, porque con ella llegan también los accidentes. Accidentes por demás ridículos, como prender fuego el barquito de fósforos de un amigo o electrocutar el pez de otro con un secador, en lo que son las dos escenas más graciosas de una película que, de haber continuado por esa línea, hubiera sido muy distinta. Y seguramente mejor: vale recordar que el director es alguien que sabe manejar los resortes de la comedia como Paul Feig, el mismo de Freaks and Geeks, Armadas y peligrosas y Damas en guerra. Pero Last Christmasempieza a cambiar el rumbo ante la aparición de Tom (Henry Golding), un pibe con más pinta de bueno que el pan que, charla va, charla viene, pega onda con Kate. Tanta onda pegan, que luego se verá que hay otra conexión entre ellos. No conviene adelantar mucho más acerca del desarrollo, en tanto se preservarán las sorpresas para los temerarios espectadores dispuestos a comprobar con sus propios ojos uno de los Deus ex machina más grandes de la década. Por ahí también se habla del Brexit y la discriminación a los extranjeros, referencias que no van a ninguna parte pero que quedan disminuidas ante las delicias del acto final.
"Las buenas intenciones", o la emoción genuina Lejos de la solemnidad, el costumbrismo y la exploración etnográfica que acechan en cada esquina del cine argentino, el film que ya pasó por Toronto, San Sebastián y Mar del Plata no parece una ficción sino el recorte del fragmento de una vida. La cámara muestra planos fijos de un casete de Los Abuelos de la Nada, una guitarra eléctrica, una botella de cerveza abierta y varios colchones en el piso donde duermen despatarrados tres hermanos. Ni bien se despierta, la mayor, Amanda, lava los platos y vasos acumulados en la cocina desde la noche anterior. Pero no se vislumbra enojo ni tristeza, más bien una alegre aceptación del rol que le toca en la dinámica dominguera de la casa paterna. De aceptar y aceptarse habla Las buenas intenciones, como así también de los vínculos filiales, de ese camino siempre pedregoso que es crecer (o madurar, debería decirse), de los legados y mandatos familiares y del peso de las decisiones tomadas aun contra la voluntad de los implicados. La ópera prima de Ana García Blaya, entonces, como una película que habla casi sin parar, que dice bastante más que lo que la simpleza de sus recursos haría suponer. Y que apuesta por algo que el 99 por ciento del cine argentino desprecia: la emoción genuina. Con pasos previos por los festivales de Toronto, San Sebastián y Mar del Plata, Las buenas intenciones es la película nacional más emotiva en mucho, muchísimo tiempo. Esas ganas de moverle el corazón -antes que el cerebro- al espectador hacen de ella una bienvenida excepciónen una cinematografía que suele abrazar la solemnidad, el costumbrismo, el rigor y la exploración etnográfica. Pero García Blaya rehúye a la fórmula del cine “emotivo”, aquel que apela a la música como elemento subrayado, a los primeros planos de rostros compungidos y a los diálogos altisonantes. La directora no arranca lágrimas; se las gana, las vuelve consecuencia inevitable de un relato que por su tersura, naturalidad y fluidez –en gran parte gracias a un manejo magistral de las elipsis– no parece una ficción sino el recorte del fragmento de una vida. Las buenas intenciones opera igual que el cine de Richard Linklater; esto es, encontrando lo extraordinario en lo cotidiano, lo universal en una experiencia íntima y personal, en este caso lo vivido en el núcleo familiar de la directora a principios de los '90. Aquellos años de incipiente crisis económica ponen a unos padres separados contra la espada y la pared. En especial a la madre (Jazmín Stuart), que decide que lo mejor para ella y sus tres hijos es mudarse a Asunción del Paraguay con su nueva pareja (Juan Minujín). Un escenario nada fácil para los chicos y Gustavo, ese padre y exmarido (Javier Drolas) medio adolescente, dueño de una disquería y amante de sus amigos, la música, River, el porro y el hacer nada, casi una versión argenta del personaje de Ethan Hawke en Boyhood, de -otra vez- Linklater. Desde ya que este hombre no se lleva muy bien con los horarios ni las obligaciones, pero es evidente que, a su extraña y sandleriana manera, quiere y cuida a sus hijos con devoción. En especial a la mayor y alter ego ficticio de la realizadora, Amanda (una Amanda Minujín extraordinaria, que actúa con los ojos), de 11 años pero con el aplomo, la madurez y la capacidad resolutiva de una adulta. La directora ha reconocido que los orígenes de su ópera prima se remontan a un taller que hizo con el guionista Pablo Solarz una década atrás, un par de años después de la muerte de su padre Javier. ¿Película de expiación familiar? Nada más alejado. García Blaya no hace de Las buenas intenciones una sesión de diván ni tampoco reparte culpas o responsabilidades. Pero el uso de grabaciones caseras en VHS (algunas originales, con la familia "real"; otras rodadas con los actores) intercaladas magistralmente en la ficción -hay una elipsis de unas vacaciones resuelta de esta manera- muestra que tampoco le interesa esconder los orígenes autobiográficos. De esa mixtura surge una mirada que explora con notable sensibilidad y empatía un vínculo entre Amanda y el padre que trasciende lo sanguíneo. Ambos comparten el amor por la pizza comprada –recordar que son los ’90, furor del delivery- y la música, lo que da pie a una banda sonora tan exquisita como pertinente que abarca desde Los Violadores y Flema hasta Charly García (Alta fidelidad, de Stephen Frears, es otro título que dialoga directamente con éste) y varios temas compuestos por la banda del papá de la directora. Coming of agemelómano y melancólico, Las buenas intenciones aumenta su emotividad a medida que se acerque el viaje. Un viaje que podrá ser muchas cosas, pero no una partida definitiva. Es muy probable que allí aflojen esas lágrimas que la película se ganó con las armas más nobles y genuinas del cine.
Desde el ala más independiente del cine argentino llega esta producción infantil que transcurre en un típico pueblo del interior, donde conviven tres amigos del colegio que en común tienen la voluntad de no dormir la siesta, algo que sus padres prohíben bajo la amenaza del temible Patalarga. Desde ya que los chicos descreen de su existencia, pero se llevarán una buena sorprenda cuando, tratando de encontrarlo, descubran que efectivamente es real. Lo que no es real es su maldad. Por el contrario, es una víctima del intendente del pueblo, un hombre corrupto y engreído –cualquier similitud con la realidad no es pura coincidencia- al que Favio Posca presta su voz. Lo que sigue es el intento de esos chicos de dar a conocer la verdadera historia del personaje, quitándole así su aura maldita frente a una comunidad que lo mira de reojo. Un intento que la directora Mercedes Moreira muestra con ritmo narrativo y solvencia técnica, creando un universo particular a través de la animación cut out. El resultado es un film de aventuras pequeño y genuino, que no subestima a su audiencia y entretiene con nobleza.
Ciegos es una película de viajes aun cuando su acción se desarrolle enteramente en una pequeña localidad alejada de la ciudad. Un viaje menos físico que espiritual, un viaje hacia un pasado con muchos puntos oscuros, un viaje hacia la consolidación de un vínculo filial, un viaje hasta las rispideces propias de un mundo adulto. Como casi todas las películas de este tipo, el debut en la ficción del realizador Fernando Zuber arranca sobre un vehículo, en este caso el micro que lleva a Juan (Benicio Mutti Spinetta, nieto de Luis) y su papá Marco (el siempre notable Marcelo Subiotto) hasta el caserón familiar. La madre acaba de morir y, en medio del interminable papeleo burocrático, Marco se encontrará con su hermano (Luis Ziembrowski) y el hijo de éste, unos años más grande que Juan. Juan hace las veces de lazarillo del su padre ciego. Habrá que esperar un buen rato para descubrir los motivos de esa ceguera, un tema de indudable incomodidad para ese núcleo familiar que, aun con sus diferencias, intentará mantenerse unido. Pero Juan tiene 13 años y, por lo tanto, varias inquietudes que trascienden la órbita paterna. Alrededor de esa tensión entre un padre no autosuficiente y la responsabilidad de su hijo a la hora de cuidarlo sin negociar su esencia está el núcleo duro de esta película que, como ocurre con una buena parte las producciones locales valiosas, tiene un estreno injustamente silencioso. La primera parte de Ciegos muestra el reencuentro de Marco con su hermano y con aquellos espacios que supieron compartir décadas atrás. Espacios que ahora, con la discapacidad de Marco, adquieren otro significado. Zuber registra este proceso ubicando la cámara bien cerca del rostro de los personajes para, a través de sus gestos, auscultar en esos mundos internos llenos de sentimientos encontrados. A medida que avance el metraje, Juan se sentirá más cercano a su primo mayor, con quien compartirá varias salidas al río con sus amigos y amigas, además de las primeras borracheras y experiencias sexuales. Como todos los excesos adolescentes, esa forma de beber es también una manera de encontrar un límite tanto propio como de la tolerancia de Marco para manejarlo. A este último no se lo ve muy ducho para lidiar con ese despertar, en tanto atraviesa un proceso donde volverán aquellos fantasmas que lo aquejan desde hace años. Intimista pero nunca subrayada, respetuosa de las oscuridades y los vaivenes emocionales de sus criaturas, Ciegos funciona como una historia de reconciliación a la vez que de iniciación. El resultado es una película-viaje cuyos protagonistas difícilmente vuelvan a ser quienes fueron.
"Midway: ataque en altamar": un pirómano anda suelto El director de "Día de la Independencia" y "Godzilla" vuelve a demostrar su pasión por la destrucción masiva, ahora inspirado en un hecho histórico. A Roland Emmerich, se sabe, le gusta que todo explote. Desde el tándem Día de la Independencia(1996) y Godzilla(1998), el cine de este director está íntimamente ligado al despliegue audiovisual pirotécnico, a las llamas mastodónticas (o hielos glaciares, como en El día después de mañana) devorando todo a su paso, al regocijo de la destrucción masiva de ciudades y hasta del mundo entero (la elefantíasica 2012) por el placer mismo de la destrucción. En el medio siempre hay personajes chatos, definidos a puro trazo grueso y con una humanidad tendiendo a cero, intentando sobrevivir. Pero el alemán sabe que la sumatoria de esas partes puede dar como resultado un espectáculo de esos que la crítica suele catalogar como “placeres culposos”; esto es, películas de alto contenido grasoso, con un espíritu berreta trasvestido de superproducción de Hollywood, que sin embargo entretienen a fuerza de asumirse como tal. De allí, entonces, que en una buena porción de su filmografía anide un núcleo deliberadamente humorístico. Un humor que en su último trabajo, Midway: ataque en altamar, aparece en dosis homeopáticas. La batalla de Midway sucedió a principios de junio de 1942 y fue clave para configurar el mapa de del Pacífico de cara al periodo más álgido de la Segunda Guerra Mundial. Pero el punto cero de película es el ataque a Pearl Harbor de diciembre de 1941, puntapié para la incursión bélica de los Estados Unidos. Una elección que permite, por un lado, dar una marco “emocional” a lo que vendrá, a la vez que demostrar que aun el Emmerich más “serio” es un pirómano no diagnosticado. Superado el bombardeo inicial, Ataque en altamar se entregará a registrar un periplo de más de siete meses a través de los ojos de tres protagonistas: el inevitable working class hero que encarna el Teniente Richard Best (Ed Skrein) y los Comandantes en Jefe de ambos bandos, el norteamericano Chester W. Nimitz (un Woody Harrelson con poca pimienta) y el japonés Isoroku Yamamoto (Etsushi Toyokawa), el mismo que luego de Pearl Harbor vislumbró que no habían hecho otra cosa que despertar a un gigante dormido. Como ocurre con casi todas películas del director de El ataque –otro delirio que imaginaba al mismísimo Presidente de los Estados Unidos coleando una limousine en los jardines de la Casa Blanca y reventándose a tiros con un grupo de terroristas–, el guion es torpe, atolondrado y no precisamente sugerente. Emmerich se siente visiblemente más cómodo filmando escenas de acción aéreas y navales espectaculares que moldeando las emociones de ese grupo de hombres movidos por el sentido del deber. Lo de “hombres” es literal, en tanto no asoma mujer dramáticamente relevante en las más de dos horas de metraje. Una decisión discutible en términos de representación de género, pero que tiene sentido si se piensa que, de haber estado allí, muy probablemente hubieran cumplido el rol de partenaires románticos de los soldados y, por lo tanto, endulzado una trama que si hay algo que no necesita es justamente azúcar. No hay demasiadas sorpresas en un recorrido narrativo que va desde los preparativos para el contraataque, tanto en el océano y el aire como en las oficinas desde donde Nimitz coordina el movimiento de tropas, hasta la coronación de Best -término que en inglés significa “el mejor”, como para confirmar por enésima el desprecio de Emmerich por la sutileza- como héroe de guerra. Debe agradecérsele al alemán la ausencia de ese patrioterismo de cotillón de la Escuela de Michael Bay, un director con quien comparte varios puntos de contacto, sobre todo su pulsión por el gigantismo, el ruido y las explosiones. Lo Midway es una gesta grupal antes que institucional. Lo único que falta a estas alturas del partido: que un director irreverente y desfachatado empiece a creer en el peso de las Instituciones.
Julia (Natalia D’Alena) vuelve a la casa de su infancia, en las afueras de un pequeño pueblo del interior, junto a su pareja Ana (Daryna Butryk). El objetivo es vender esa propiedad cargada de recuerdos lo antes posible, un trámite en principio sencillo pero que terminará demorándose debido a un retraso en la llegada de los compradores. Al lado de ese caserón vive el ex comisario José (Santiago Schefer) con su hija adolescente (Luciana Grasso). Todo marcha bien durante el encuentro entre los cuatro, hasta que varios cuadros de esa chica desnuda pintados por su padre encienden las luces de alerta en esas mujeres. ¿Quién ese hombre? ¿Qué hay detrás de esa aparente bonhomía? El secreto de Julia aborda la problemática del abuso sexual y la violencia de género mediante los códigos narrativos habituales del thriller. El relato es algo irregular, por momentos pantanoso, nunca sutil, siempre arbitrario, y funciona mejor en sus partes separadas que como un todo amalgamado. Lo mejor de la película del prolífico Ernesto Aguilar –que por estas horas estrena Tráfico de muerte en el Festival Buenos Aires Rojo Sangre– es el personaje de José, que hasta que desata su villanía suma pliegues de perversión a su misteriosa existencia.