"El Consejo de Familia tomó la decisión de confiarles un hijo en adopción”, le dice una mujer a una pareja que hace años espera la llegada de un hijo. Así arranca En buenas manos, que a lo largo de casi dos horas registra tanto el complejo, extenso y muchas veces burocrático proceso de adopción como las consecuencias emocionales en los distintos implicados. La película está narrada a través de largos flashback que muestran el rol de cada uno de uno de los engranajes del sistema durante los últimos ocho años: las complicaciones del asistente familiar Jean (Gilles Lellouche), que alberga temporariamente a chicos mientras esperan un hogar definitivo; o la asistenta social Mathilde (Clotilde Mollet), cuya misión es contener y explicar las implicancias de la adopción a la madre biológica en los momentos posteriores al parto de Théo, el bebé que ella no siente capacitada para criar. También está Karine (Sandrine Kiberlain), la funcionaria encargada de buscarle un lugar temporario a Théo hasta que se concrete la adaptación. El relato coral se completa con los miembros de la Dirección de la Infancia, cuya tarea es encontrar padres que cumplan con el perfil, y una mujer soltera que, a sus 41 años, está dispuesta a todo con tal de ser madre. En buenas manos es una película cuyas buenas intenciones son indudables. La acción podría dividirse en dos. Por un lado, el registro de la dinámica institucional de la Dirección de la Infancia, con sus reuniones, debates y charlas entre sus integrantes y con padres. La aproximación respetuosa a esos momentos en los que se mezclan la burocracia y los siempre delicados sentimientos de quienes esperan es uno de los méritos principales del film. Distinto es el caso de la subtrama que sigue la vida personal de algunos de esos protagonistas, en especial la de Karine y Jean, a quienes el realizador les depara un vínculo que trasciende lo profesional. En buenas manos es, entonces, un film emotivo y genuino, aunque disperso y con algunas situaciones forzadas que resienten el resultado final.
"Huérfanos de Brooklyn": negro que te quiero negro Con la colaboración de Bruce Willis y Willem Dafoe, el actor y director cuenta una historia de detectives privados y corrupción política en los años '50. Edward Norton no se anda con chiquitas. A casi veinte años de su debut en la realización de largometrajes con la comedia romántica Divinas tentaciones, el actor de La verdad desnuda, El club de la pelea y La hora 25 vuelve a sentarse en la silla plegable para timonear los destinos de esta ambiciosa, por momentos confusa, siempre desmesurada adaptación de la reputada novela noir homónima escrita por Jonathan Lethem y publicada en los Estados Unidos en 1999. Con indudables ecos de Barrio chino, la obra de Martin Scorsese en general y el universo sórdido y descastado del escritor Dennis Lehane, Huérfanos de Brooklyn nunca esconde su pertenencia al largo linaje de policiales de gánsteres de Hollywood. No por nada Norton traslada la acción de fines del milenio pasado –cuando transcurría la novela– a la década de 1950, periodo de esplendor de ese cine. Como en buena parte de esas películas, se trata de un mundo habitado por funcionarios públicos que operan al borde de la ley, cuando no directamente del otro lado, contra los que luchará un solitario y bastante conflictuado protagonista, todo a raíz de una causa personal que rápidamente se convertirá en otra cosa. Así como el Guasón de Joaquin Phoenix exteriorizaba su anomalía mental con ataques de risa en los momentos menos oportunos, el Lionel de Norton manifiesta el Síndrome de Tourette con una andanada de tics físicos y una lengua descontrolada, capaz de decir cualquier cosa en cualquier lugar y ante cualquiera. Cosas en mucho casos graciosas, lo que rompe con el tono seriote y circunspecto de la película. Pero Huérfanos…. no utiliza esa enfermedad como disparador de un fresco social, ni tampoco apunta sus dardos venenosos contra el sistema. El Síndrome de Tourette funciona como elemento fundante de su marginalidad, de las miradas de reojo del entorno y, sobre todo, de la protección de Frank Minna (Bruce Willis), el alma mater de una agencia de detectives para la que Lionel presta servicio. Porque aunque todos lo traten de freak o loco, el muchacho tiene una memoria fotográfica que lo vuelve una pieza clave para el negocio. Durante un operativo del que ni Lionel ni sus compañeros saben demasiado, su jefe termina herido de muerte luego de un tiroteo con un grupo de matones que responden a….bueno, eso es lo que deberá averiguar Lionel. Una tarea nada sencilla en un contexto donde las demoliciones de barrios pobres para construir puentes y autopistas abren un abanico de negociados de todo tipo y color para el poderoso funcionario Moses Randolph (Alec Baldwin), cuyos tentáculos de poder llegan bien cerca de Lionel. La muerte, entonces, como la punta de un largo ovillo de corrupción, aprietes y chanchullos del que Norton (director y personaje) tirará durante las casi dos horas y media de metraje, coqueteando por momentos con el cine de denuncia y abriendo en el medio diversas subtramas que no siempre llegan a buen puerto. Como aquélla historia de amor con una activista afroamericana, puntapié para una excursión del film por la escena jazzística neoyorquina que el director se permite más por placer musical que por necesidades dramáticas.
El hombre del futuro suena a título de película de superhéroes. Pero nada más alejado del universo de los encapotados que esta pequeña, noble, por momentos hipnótica y solapadamente emotiva ópera prima del chileno Felipe Ríos, que tras su paso por la sección Nuevos Autores del Festival de Mar del Plata -¿no se quedaron “cortos” programándola ahí?- llegará a la Sala Lugones del Teatro San Martín y un puñado de salas del resto del país. La primera escena de esta coproducción chileno-argentina, coguionada por Alejandro Fadel, es extraordinaria, probablemente una de los mejores del año. Allí se ve a Michelsen (José Soza) alistando la cabina de su camión para su próximo viaje rumbo al sur de Chile. Un llanto silencioso –todo aquí es silencioso- pone en evidencia que algo no anda muy bien en la vida de ese conductor de mirada triste y piel curtida por los años de trabajo en la ruta. Apenas antes de salir, su jefe le anuncia la peor de las noticias: ese será su último viaje antes del retiro (in)voluntario que le ofrece la empresa. Un viaje que funcionará como excusa para saldar viejas cuentas con el pasado, en especial con su hija Elena (Antonia Giesen), a la que -más por vergüenza que por desamor- hace años no ve. Ella, por su parte, intenta dar sus primeros pasos como boxeadora viajando también hasta los confines del sur para una pelea, antes de probar suerte en la Argentina. El problema es que, ante la imposibilidad de su entrenador de acompañarla, deberá emprender el largo viaje en soledad. Así se plantean las cosas en esta road movie andina que durante gran parte de su metraje muestra en paralelo el recorrido del padre y la hija. Un recorrido espejado, en tanto Michelsen levantará en la ruta a una chica (la argentina María Alché) que le devolverá una imagen de sí mismo, abriéndole las compuertas de sus sentimientos, mientras que Elena viajará junto a un compañero –y viejo conocido de su padre– que, más allá de algunos trazos gruesos en su construcción, fungirá como contraparte ideal para esa mujer emocionalmente quebrada. El hombre del futuro está filmada mediante largas secuencias cuyo tempo las hace respirar con un ritmo propio. Se trata de una de esas películas donde los silencios y las miradas comunican mucho más que las palabras, una entrañable reflexión sobre los vínculos, el paso del tiempo, la soledad y los efectos de la distancia. Triste y melancólica como todo viaje que puede ser definitivo, la ópera prima de Ríos es una fábula expiatoria que no necesita levantar el dedo para enunciarse como tal. El punto de máxima emotividad llegará en una secuencia cerca del final cuyo contenido no conviene adelantar. Es allí donde las palabras definitivamente se atoran, dejando lugar para la contemplación de dos personas destinadas a quererse más allá de cualquier límite fronterizo.
Nina (Cristiana Capotondi) es una madre que deja Milán para mudarse junto a su hija a un pequeño pueblo de Lombardía, donde, gracias a la recomendación de un cura, ingresará como enfermera a una prestigiosa clínica para ancianos. Pero allí las cosas no serán fáciles para esa mujer. Apenas unos días después de haber empezado en su nuevo puesto, un llamado del director del hospital para que vaya a su oficina durante la noche marcará el comienzo de una nueva etapa en su vida. El valor de una mujer aborda un tema de enorme actualidad como los acosos y abusos sexuales en los ámbitos laborales. Un ámbito donde, en el caso de la película de Mateo Tullio Giordana, las propias mujeres operan como encubridoras de su jefe, ya sea a través de la naturalización de esos hechos o los silencios cómplices y las agresiones a Nina. Ni siquiera la falta de sororidad en ese lugar hará que ella detenga la lucha por hacer valer sus derechos y proteger su integridad. Pero en esta película, a excepción de Nina, el resto de los personajes carecen de espesor dramático (el novio de ella, las compañeras que operan como coro antes que como mujeres autónomas) o una carnadura que los haga salir del trazo grueso. Con un guión algo torpe para llegar al hueso del relato lo más rápido que se pueda, El valor de una mujer es una propuesta más interesante en los papeles que en su desarrollo, la crónica de la guerra de una sola mujer contra un sistema dominado por hombres.
"Contra lo imposible": los opuestos destinados a juntarse Del melodrama familiar a la fábula de superación, el director James Mangold maneja a la perfección los resortes de la película deportiva. Es muy probable que quienes lleven más de medio de siglo en este bendito planeta recuerden Le Mans, aquella película de 1971 en la que Steve McQueen se ponía el buzo antiflama para subirse a uno de los autos que intentaban ganar las 24 horas de Le Mans, una de las carreras de autos más prestigiosas e importantes del mundo motor. Con casi cien años de historia, ese circuito francés acumula varias anécdotas que, de adaptarse a la pantalla grande, se convertirían en clásicos de ese subgénero infalible que es el deportivo. Porque así como no es posible manejar durante un día a 300 kilómetros sin épica ni espíritu de equipo, tampoco hay buenas películas sobre boxeo, automovilismo, básquet o fútbol americano sin esos componentes. Contra lo imposible -título de stock para el auténtico aunque algo más de nicho Ford vs. Ferrari- aborda una de esas historias con un amor por la narración arrollador, casi demodé y definitivamente inocentón en tiempos de guiños y metadiscursividad. Usa como refugio cada una de los postas habituales de este tipo de relatos con un tono que va de la comedia física al melodrama familiar y de allí a la fábula de superación deportiva. Si a eso se suma que Ford es uno de los faros culturales y económicos de los Estados Unidos, el principio y modelo indiscutido de su poderosa industria automotriz, el resultado será una película auténticamente enraizada en la tradición americana. Pero la acción no arranca en este continente sino en Europa, más precisamente durante la edición de 1959 de esa carrera, en vísperas de la consagración de Carroll Shelby como el primer estadounidense en subirse al lugar más alto del podio. La gloria, sin embargo, no alcanza para evitarle un retiro tempranero debido a un problema médico. En esos años a Ken Miles le va bien arriba de los autos pero no abajo. Impulsivo, contestatario, algo bruto pero de enorme sintonía con el lenguaje de los fierros, el piloto inglés (Christian Bale, en otra de sus actuaciones perfomáticas y exageradas con olor a nominación de Oscar) está tapado de deudas y a duras penas puede sostener el taller mecánico donde trabaja. Años después, el buenazo de Carroll (Matt Damon, que junto a Mark Wahlberg es el arquetipo de laburante yanqui) está desarrollando sus propios autos, al tiempo que Miles sigue juntando monedas para despuntar el vicio de correr. Los hombres son opuestos destinados a juntarse, dos criaturas perfectamente construidas por un guión que se toma todo el tiempo necesario para definirlas, dotándolas no solo de un enorme carisma sino de motivaciones concretas para actuar como actúan. Incluso los estilos actorales de Damon y Bale están en las antípodas. El factor aglutinante es una caída en las ventas que lleva a los ejecutivos de Ford –liderados por Henry Ford III, que obviamente vive a la sombra de los logros de su abuelo– a pensar estrategias para atraer a ese público joven que asocia los autos tamaño lancha de los ’50 con una idea de familia con la que no comulga. La solución, entonces, es vender velocidad. Y vender velocidad es ganar Le Mans. Pero enfrente está Ferrari, ese monstruo rojo imbatible en las tierras de Napoleón. Y ahora, ¿quién podrá ayudarlos? Pues Shelby, contratado como jefe del equipo deportivo de Ford con la flamante misión de triunfar allí donde un auto norteamericano nunca pudo. Para eso, afirma, necesita a Miles, pedido que no cae bien en la cúpula de la empresa, en especial en ese encargado de marketing que hará lo imposible con tal de que el inglés no se suba al auto. Ese pulgar abajo será el primero de varios escollos que la dupla protagónica deberá sortear durante las dos horas y media de metraje. Ciento cincuenta que no se sienten porque el director James Mangold (El tren de las 3:10 a Yuma, la extraordinaria Logan) maneja a la perfección los resortes de las películas deportivas, abrazando sin prurito alguno un arco dramático atravesado por las caídas, pasiones, redenciones y reinvenciones, todo emanando un olor suave y pregnante a grasa de motor. Un mérito nada menor para una película de pura estirpe fierrera.
"Cartero": un relato de iniciación "Anotá esto, pibe, es muy importante", le avisa el veterano Sánchez a Sosa durante su primer día como repartidor postal en el Correo Nacional. Luego recita: "Un cartero es un laburante que patea la calle siempre. No importa si llueve, nieva o truena, el correo se entrega igual, por eso la gente nos quiere". En ese ambiente de sabiduría callejera, donde la práctica se impone por sobre la teoría, debe manejarse este chico durante el que probablemente sea su primer contacto directo con el mundo del trabajo. No le será nada fácil relacionarse con esos compañeros que tienen mil mañas encima y, para colmo, interpretan su contratación como una amenaza. ¿Qué puede tener de amenazante alguien recién salido del secundario y con pinta de ser más bueno que el pan? En principio, nada. Pero en Cartero, a diferencia de una porción importante del cine nacional, el contexto es un factor condicionante de las acciones. Promedian los años '90 y, con las privatizaciones de empresas estatales avanzando a paso redoblado, Hernán Sosa (un Tomás Raimondi que con su caminar desgarbado y ojos redondos de sorpresa constante da perfecto con el physique du rôle) tranquilamente podría ser un buchón de ese nuevo gerente que, para sorpresa de todos, mecha un anglicismo cada cinco o seis palabras. Pero él sabe que está ahí de paso, que se trata de un trabajo ganapanes para hacer mientras estudia en la facultad, que lo laboral puede ser muchas cosas pero no un escenario estanco ni algo para quedarse "toda la vida". Primera diferencia imposible de saldar con sus colegas, todos ellos con décadas encima recorriendo los pasillos lúgubres y húmedos del correo y estableciendo varios "kiosquitos" paralelos al reparto de sobres. Los clientes preferenciales, los paquetes con contenido dudoso y los favores diarios son negocios con los que más vale que Sosa no se meta, tal como le advierte Sánchez (Germán de Silva). La otra gran diferencia es la distancia para con ese contexto apremiante, de puestos laborales al filo del abismo. Sosa parece siempre ajeno a todo, incluso a los telegramas de despido que debe entregar, y prefiere dedicarse a disfrutar los pequeños placeres cotidianos del oficio, desde algunas propinas hasta cine y comida gratis. También a seguir solapadamente a esa conocida de su pueblo natal con la que se cruza durante uno de sus recorridos y que evidentemente le gusta, marcando así el carácter definitivo de relato de iniciación de la trama. Basada en las experiencias personales del director Emiliano Serra, cuyo primer trabajo fue como pasante repartiendo correspondencia de una AFJP, Cartero puede leerse como un complemento de Así habló el cambista, que seguía a un comprador y vendedor de divisas extranjeras durante los '70. Más allá de los diferentes tonos, formas y estilos, ambas proponen un viaje por un submundo en cuyos puntos oscuros radica buena parte de las explicaciones de la realidad económica y laboral de las últimas décadas. Pero si en la película del uruguayo Federico Veiroj la búsqueda del lucro a como dé lugar ponía en aprietos al cambista del título, ubicando al espectador en un lugar incómodo y ambivalente, aquí se aborda la compleja relación entre lo público y lo privado de manera más tangencial, en tanto el punto de vista corresponde al de alguien que mira todo lo que hay a su alrededor con la fascinación de una primera vez. Hasta fichar o probarse el uniforme se vuelve una experiencia trascendental para él. El resultado es una rareza: una película luminosa e inocente, por momentos feliz -la escena de las puteadas a los sobres de concursos televisivos es un ejemplo- sobre un país al borde del estallido.
Marilina Giménez fue una de las integrantes de Yilet, banda de rock integrada por mujeres que marcó una bisagra en el ámbito musical argentino. Luego de haber dejado la agrupación en 2013, Giménez empuñó la cámara para filmar este documental centrado en la no siempre armónica relación entre la escena artística under, el rock y las mujeres. Visto en el Festival de Mar del Plata del año pasado, Una banda de chicas reúne a varias referentes importantes de la escena local (las integrantes de Las Taradas, Kumbia Queers, Miss Bolivia, Chocolate Remix y She Devils, entre otras), quienes frente a cámara recorren sus historias personales y artísticas. Historias atravesadas por la discriminación generalizada de una industria que históricamente miró de reojo a las mujeres. Esas entrevistas se intercalan con una buena cantidad de material de archivo que muestra a las distintas bandas en acción, dando cuenta de sus estilos diversos pero siempre contestatarios. Ahí radica el núcleo más interesante de este documental un poco esquemático en su estructura, pero de enormes resonancias sociales. Porque Una banda de chicas no es solo una experiencia plácida para melómanxs: se trata también de un fresco social, político y cultural de indudable actualidad.
La comedia romántica es un género con fórmulas determinadas a fuerza de reiteración: todos sabemos que, en el 99 por ciento de los casos, cuando una chica conoce a un chico (o al revés), terminarán juntos más allá de todos los imponderables previos. El problema con Amor de películano es la replicación de los tópicos habituales, sino el aire cansino con que los recorre. La primera escena de la película de Sebastián Mega Díaz muestra el primer encuentro de Martín (Nicolás Furtado, en un registro radicalmente opuesto al de su Diosito en El marginal) y Vera (Natalie Pérez) en un bar. Mejor dicho, lo muestra y lo narra con una voz en off que explícita el uso de los códigos del género. Siete años más tarde, Vera es una cantante y actriz exitosa, mientras Martín sigue siendo un director que persigue sus sueños de grandeza. Lo hace aun cuando implique descuidar su relación. Harta de los desplantes constantes, ella propone tomarse un tiempo para evaluar su situación sentimental, todo ante la presencia de un director de teatro (Guillermo Pfening) que intentará sacar su tajada de la separación. Más allá de algunas secuencias humorísticas logradas, Amor de película no llega a construir un relato verosímil, así como tampoco una química entre una dupla protagónica que se mueve en registros actorales distintos. El resultado, entonces, es una película amena aunque fallida, disfrutable solo por momentos.
"Crímenes imposibles": un detective en apuros Una producción de suspenso y terror por momentos absurda, por otros inverosímil, siempre solemne como misa católica. El arquetipo de los detectives en el cine marca que deben ser, casi sin excepción, hombres serios y adustos, con mil y un demonios internos, solitarios, adictos (preferentemente al alcohol, pero cualquier sustancia natural o química es válida) y una larga cadena de malas experiencias a cuestas. Lorenzo Brandoni no encaja en ese molde no porque no cumpla con esos requisitos; más bien por lo contrario: los excede por amplio, amplísimo margen, haciendo de la suya una de las vidas más desgraciadas y tortuosas que se recuerden en el cine argentino contemporáneo. A falta de una, de arranque el protagonista de Crímenes imposibles sufre dos hechos traumáticos. El primero está relacionado con su joven hermana, quien muere de cáncer en la primera secuencia. Apenas después, con el cuerpo de ella todavía caliente, una escapada vacacional junto a la familia termina con su mujer e hijo muertos en un accidente automovilístico filmado en una cámara lenta digna de una publicidad de Luchemos por la vida. Si todo esto ocurre en los diez minutos iniciales, es evidente que lo que sigue para él será peor. Dirigida por Hernán Findling, Crímenes imposibles es un thriller psicológico con elementos de suspenso y terror por momentos absurdo, por otros inverosímil, siempre solemne como misa católica. La referencia al credo de la cruz no es casual, en tanto la película lo abraza -con perdón de la obviedad- con fe ciega, utilizando toda su iconografía para metáforas obvias y adhiriendo férreamente a sus mandatos, sobre todo en una última parte en la que alguna página de la Biblia parece haberse traspapelado en el guion. Pero para eso falta bastante. Antes, a Lorenzo (Federico Bal) le llega un caso que su fiel ladero no puede resolver: un hombre atado en la cama de un hospital termina muerto a cuchillazos, pero las cámaras de seguridad no detectaron ni la entrada ni la salida de su potencial victimario. Las cosas continúan enrareciéndose cuando aparece el cadáver de una mujer adentro de un ropero. Lo particular es que murió ahogada y allí no hay vestigio de agua ni de que alguien haya dejado el cuerpo. La cereza del postre es el llamado de una monjita que dice haber tenido sueños muy vívidos que podrían aportar datos clave para la investigación. Descreído, como todo buen detective noir, de todo aquello que no pueda probarse, Lorenzo no la toma muy en serio, hasta que las coincidencias entre lo que ella afirma y las evidencias lo obligarán a revertir su posición aun cuando esto implique aceptar eventos de toda índole. Habrá algunos sobrenaturales, con posesiones, exorcismos y el mismísimo Satán a la cabeza. Y otros regidos por el azar de un guion de plomo, más preocupado por acumular situaciones que por enhebrarlas con coherencia. El que es coherente es Federico Bal, cuyo rostro se mantiene imperturbable suceda lo que suceda ante sus ojos: como actor, queda claro, es un gran bailarín de Showmatch.
"Estafadoras de Wall Street": cuidado con las curvas Nuevo exponente de un cine de “empoderamiento” en Hollywood, la comedia de Lorene Scafaria no necesita levantar el dedo para hacer cine político. La última escena de Estafadoras de Wall Street tiene a cuatro mujeres bailando sobre el escenario de un club de stripers neoyorquino. Que ese grupo esté integrado por una latina, una asiática, una negra y una caucásica enciende las luces de alerta: otra vez Hollywood izando la bandera de la corrección política, haciendo un llamado a la conciliación tan obvio como reiterativo. Pero en la película de Lorene Scafaria (responsable deBuscando un amigo para el fin del mundo y del guion de Nick and Norah's Infinite Playlist) esa corrección es menos una conclusión que un punto de partida, algo a problematizar antes que a abrazar de manera incondicional. El cuarteto se fue conformando en ese club que vio pasar a la crème de la crème de Wall Street, es decir, a tipos que en cada día llevaban a sus cuentas miles de dólares de trabajadores incrédulos que habían confiado en ellos para salvaguardar sus ahorros. Billetes que estos hombres gastan en chicas que se frotan en sus regazos. Mientras más dure ese frote, mientras más caliente terminen los brokers, mejor. “Hay que sacarle el jugo al tiempo, no a los pitos”, dice Ramona (una Jennifer Lopez inesperadamente perfecta, firme candidata para la temporada de premios). Pero todo esto ocurre antes de septiembre de 2008, cuando la explosión de la burbuja inmobiliaria dejó al borde del colapso al sistema financiero mundial y a los habitués del club, más preocupados por evitar la cárcel que por entregarse al goce de las carnes ajenas. En medio de esa crisis –económica, pero también social– transcurre este inesperado éxito comercial de la cartelera otoñal norteamericana (costó 20 millones de dólares y lleva recaudados más de 140). ¿De dónde proviene ese éxito? La razón más evidente es que se trata de un nuevo exponente de un cine de “empoderamiento” (Jefa por accidente, también con JLo, es otro eslabón de esa cadena) centrado en mujeres fuertes que libran una batalla contra un sistema dominado por hombres. Pero también puede atribuirse a que ese tema aparece enmarcado en un ámbito laboral no marginal pero sí de enorme precariedad. Uno donde el sometimiento físico –el trabajo es, básicamente, hacer lo que sea para complacer al cliente– y psicológico es la regla, y donde el ninguneo y la objetivación del cuerpo están a la orden del día. De allí, entonces, que aquí nadie aspire a un sillón ejecutivo o una oficina en un piso alto, apenas a un bienestar económico para sustentarse sin problemas. Inspirado en un artículo de Jessica Pressler publicado en New York Magazine en 2015, la película arranca con los preparativos y el primer número de baile de Destiny (Constance Wu, vista el año pasado en otro hitazo comercial que fue la comedia romántica Locamente millonarios) filmados en un plano secuencia tan elegante como pertinente. Ella es quien presta sus ojos para el punto de vista del relato y, por lo tanto, todo es asombro y ajenidad ante una dinámica con sus reglas y códigos propios. Difícil que sin experiencia Destiny pueda recaudar lo mismo que quienes patean escenarios hace años y tienen clientes fijos. Un puchito en la terraza con Ramona será el principio de una relación en principio comercial –el combo latina pulposa + asiática toqueteándose es de los preferidos de los brokers-, luego amistosa, más tarde maternal y finalmente delictiva. Con Showgirls, Magic Mike y La gran apuesta como referencias lejanas, Estafadoras… es una película política que no necesita levantar el dedo para decir lo que quiere decir, sino que lo entronca a una amable fábula proletaria no exenta de momentos de alta comicidad. Como aquél en el que las chicas se dan cuenta que si los clientes no vienen a ellas, ellas tienen que ir a los clientes. Allí se arma el grupo encabezado por Ramona cuya operatoria consiste en seducir a ricos en un bar, drogarlos lo suficiente como para que entreguen la tarjeta pero no al punto que no puedan firmar, y reventarle el plástico. Vendrán los consabidos altibajos en el grupo, las idas y vueltas de una Destiny que, a diferencia de Ramona, siente que todo tiene un límite. Un límite impuesto no por la película, que jamás levanta el dedo acusador, sino por ella misma. Porque, como le dice a esa periodista interpretada por Julia Stiles que años después intenta reconstruir la historia, lo importante es comprender los hechos en su contexto. Una máxima perfectamente aplicable a la vida por fuera de la pantalla.