El cine no es una cuestión de necesidades: imposible pensar en una película como “necesaria” o algún adjetivo similar. Lo que sí es necesario es que haya una voluntad artística detrás, ideas y ganas de contar una historia o de experimentar con imágenes y sonidos. Todo eso que precisamente no tiene esta versión animada de Los locos Addams. Que aquellos que quieran ir al cine a reencontrarse con los personajes históricos, que mejor se queden en sus casas. Lejos del espíritu perturbador original, la película de Conrad Vernon y Greg Tiernan retrata a una familia blanca y bondadosa, simpática y bonachona. Una familia que subraya a cada paso su excentricidad, como para que al espectador bien claro de qué va el asunto. Todo es color donde debería ser oscuridad. E incluso la oscuridad aparece alivianada por una animación estilizada. La historia es sintomática del desgano generalizado. La familia vive en una mansión ubicada en lo alto de una colina, cerca de donde una empresaria inmobiliaria planea el desarrollo de un nuevo barrio de lujo. Un emprendimiento que difícilmente pueda llevarse adelante con ese caserón lúgubre de fondo. Todo esto ocurre en vísperas de un rito de iniciación de Pericles que reunirá a toda la familia, al tiempo que Merlina da sus primeros pasos en el colegio (¿?). El resultado es un film hecho a puro piloto automático, con escasos momentos de gracia y una liviandad indigerible para quienes tienen frescas en su memoria la serie original de los años '60 y '70, y las dos películas de principios de la década de 1990 protagonizadas por Anjelica Huston, Christina Ricci y Raúl Juliá. Los locos Addams merecían un regreso mejor.
La primera escena de El rocío plantea su tema sin demasiadas sutilezas. Allí se ve a un par de hombres con trajes amarillos empuñando un rociador con el que fumigan varias plantaciones ubicadas muy cerca de la casa de Sara (Daiana Provenzano). Le sigue un plano a contraluz de las pequeñas partículas del líquido venenoso ingresando por la ventana, muy cerca de donde juega su hija. Los progresivos malestares de la pequeña encienden las luces de alerta de esa madre que, como se verá más adelante, estará dispuesta a todo con tal de salvarla. El problema con la película de Emiliano Grieco es que ese “todo” es lo suficientemente amplio para volver el relato inverosímil. A fin de cuentas, Sara atravesará un sinfín de peripecias durante su largo recorrido para saber la verdad. En medio de todo eso se cuela una evidente voluntad de denuncia ilustrada en el médico interpretado por Tomás Fonzi. Este personaje articula a los distintos vecinos con síntomas similares a los de esa pequeña, subrayando así el carácter bienintencionado de este drama ambientalista algo obvio aunque filmado con nervio y tensión.
Un documental (con algún pasaje de ficción) sobre la vida y la obra de tres standuperos surgidos de los barrios populares y que retratan precisamente las experiencias y conflictos de esas zonas marginalizadas. ¿Existe lugar para el humor ácido, negro y subversivo en un país con la vara de sensibilidad tan alta como la Argentina? ¿Cuál es el límite entre la trasgresión y la agresión? ¿Desde dónde se paran, a quiénes les hablan quienes intentan hacer reír al prójimo? Es muy probable que estas y otras preguntas hayan pasado por la cabeza de Damián Quilici, Sebastián Ruiz Tagle y Germán Matías a la hora de escribir los monólogos de sus shows de stand up, esa moda que consiste en, básicamente, someterse al escarnio público revelando las peores miserias personales a través del humor. La particularidad es que los tres nacieron, se criaron y viven en villas del conurbano bonaerense: la materia prima humorística de estos hombres que durante el día trabajan (en negro) en fábricas o haciendo muebles no son las citas que salen mal ni ninguno de esos “white people problems”. Aquí hablan -y se ríen- de las drogas, los planes sociales, la marginalidad y la precarización laboral, entre otros temas que harán respingar la nariz de los espíritus sensibles (hay un chiste sobre el aborto que es, por lejos, lo más incendiario que se haya escuchado en mucho tiempo). El documental de Jorge Croce propone un recorrido por las villas para mostrar el día a día de los protagonistas. Sus testimonios y los de sus familiares son una notable manera de desmontar gran parte de los prejuicios “clasemedieros” sobre la vida del otro lado de la General Paz. Pero no solo eso. Como buena parte de los shows de stand up de Netflix, se trata de una película sobre comediantes que entre risas trafican reflexiones acerca de las maneras de hacer comedia desde una perspectiva distinta a la mayoritaria. “El humor agresivo rompe, el humor trasgresor quiebra”, dice la reconocida standupera Nancy Gay. Y vaya si estos hombres –orgullosamente autodenominados “negros”- trasgreden. Porque lo suyo no es tanto la condescendencia sino la provocación y la incorrección, dos virtudes que suelen brillar por su ausencia en la comedia argentina contemporánea.
Desde sus comienzos en el ala más independiente del cine norteamericano a principios de la década de 1990, Richard Linklater ha construido una filmografía algo irregular, pero siempre interesante y ecléctica. En todas sus películas puede entreverse cómo han ido mutando sus inquietudes personales, en tanto se trata de uno de esos directores que maduran junto a su cine: no por nada pasó del vagabundeo adolescente de Slacker y Rebeldes y confundidos a indagar en el proceso de envejecer y hasta la muerte en la enorme El reencuentro. El director pega un giro de 180 grados en ¿Dónde estás, Bernadette? Primero, porque no es un cineasta habituado a indagar en universos femeninos y mucho menos en uno que incluya la maternidad. Sí, es cierto que en Boyhood: Momentos de una vida el rol de madre de Patricia Arquette resultaba fundamental, pero el punto de vista de la película no era el de ella sino de ese hijo que crecía frente a cámara. Además, otro signo de su predilección por los personajes masculinos era el trato amable, casi celebratorio que le dispensaba al padre interpretado por Ethan Hawke aun cuando se tratara de un hombre no muy presente en el proceso de crianza. Aquí, en cambio, la historia -basada, además, en la novela homónima de Maria Semple- es narrada desde la óptica de la mujer del título. Bernadette (Cate Blanchett, que duerme en formol) es una próspera arquitecta que, sin embargo, hace un buen tiempo no logra un trabajo a la altura de su prestigio. Apresada por el tedio de la rutina en Seattle, una ciudad que no le cae precisamente bien, de buenas a primeras se toma el buque –literalmente- sin avisarle a su hija ni a su marido, quienes iniciarán un largo viaje para reencontrarse con ella en el lugar menos esperado. Sostenida principalmente en el enorme trabajo de la actriz australiana, el vigésimo largometraje del director de la trilogía Antes del amanecer / del atardecer / de la medianoche es tan eficaz como despersonalizado. Todo funciona como tiene que funcionar, las vueltas del guión están perfectamente lubricadas y la protagonista está lejos de lo unidimensional. Pero, a su vez, luce demasiado frío, calculado, como si Linklater hubiera olvidado el naturalismo que ha caracterizado sus trabajos. El resultado es un relato atendible y disfrutable, pero menor dentro de una filmografía que ha sabido entregar varias películas fundamentales de las últimas décadas.
A 37 años de su debut en la pantalla grande, John Rambo sigue metiéndose en problemas que lo llevan a involucrarse en guerras personales, batallas de un solo hombre contra el grupo de malvados de turno. En esta ocasión, la quinta película (o carnicería) del veterano de Vietnam es desatada contra un cartel mexicano cuyos integrantes, como no podía ser de otra manera, encarnan lo peor de lo peor de la humanidad. Es muy fácil pegarle a esta saga por facha, por el carácter reaccionario de los actos de su protagonista, por la absoluta falta de sutileza a la hora de retratar a los enemigos, pero pocas películas han logrado conectar con el aire de su tiempo como las de la saga protagonizada por Sylvester Stallone: aunque arrugado y con los músculos algo oxidados, este hijo de la era Reagan mantiene su capacidad para devolver una reflejo perfecto del ideario del ala más conservadora de los Estados Unidos. Y lo que ven allí son, como siempre, amenazas en todos lados. Con el comunismo en franca retracción, el enemigo por excelencia de la última década, esa otredad contra la cual oponerse, es el mexicano. Así, en singular, en tanto aquí los matices importan poco y cualquier ser humano con pasaporte azteca es -salvo que demuestre lo contrario- narcotraficante. Más allá de que el director Adrian Grunberg -el mismo de Vacaciones explosivas / Get the Gringo, otra desquiciada batalla de un hombre blanco contra la peor calaña mexicana- presta más atención a las emociones de John Rambo, a quien intenta humanizar mostrándolo insertado en una dinámica familiar, el arco argumental de Rambo: Last Blood -que se anuncia como la despedida definitiva del veterano de guerra de las pantallas- es prácticamente igual a los anteriores. El ex soldado está tranquilo en su casa de campo, dedicado a los trabajos hogareños y rurales, hasta que secuestran a su sobrina, único miembro directo de su familia. Los responsables son unos traficantes de mujeres encabezados por los hermanos Martínez (Óscar Jaenada y Sergio Peris-Mencheta, ambos nacidos en... España) y cuyo centro de operaciones está en un pueblo limítrofe diseñado a imagen y semejanza de la imaginación de Donald Trump. Y hasta allí irá este hombre aquejado por el paso del tiempo, pero con el mismo apetito de violencia de siempre. Una capacidad que se muestra en su esplendor durante la última media hora, con hectolitros de sangre latina derramada por el suelo, concretando así otro triunfo de la civilización blanca contra la barbarie trigueña.
"The Unicorn", un caso extremo de familia disfuncional Aunque el film sigue al músico Peter Gudzien, su hermana y su padre cobran protagonismo mientras aumenta la oscuridad. The Unicorn empieza con un hombre de 60 y pocos años -una suerte de Nick Cave demacrado e histriónico- tirado en un sofá con una filmadora en mano mientras discute acaloradamente con un anciano que le achaca su incapacidad de decidir dónde vivir. Es lo único que conoce el espectador sobre ese hombre, hasta que las placas introductorias agregan más información. Entonces el aire a Cave deja de ser un mero parecido: quien refunfuña desde el sillón es Peter Gudzien, autor, en 1972, del disco con el título de la película, considerado el primero de música country con letras abiertamente gay. Imposible no pensar que lo que vendrá es un documental sobre la vida y obra de un músico caprichoso, anárquico, bohemio y vanguardista. Uno que recorre sus influencias, sus comienzos, la génesis del disco, el aire de aquella época. Todo eso está. Pero lo que encuentran los directores Isabelle Dupuis and Tim Geraghty cuando escarban más profundo es algo único y sorprendente. Y definitivamente mejor, al menos en términos cinematográficos. El espíritu de The Osbournessobrevuela los primeros minutos de la ganadora de Premio a Mejor Película de la Competencia Internacional del último Bafici, que tiene ahora un pequeño estreno comercial como parte de ese reconocimiento. Al igual que en el reality de MTV, la dinámica consiste en acompañar a su protagonista en su rutina, compartiendo con él la intimidad más absoluta de sus actos y, sobre todo, de sus pensamientos. Basta con verlo cantar en el escenario de un bar de mala muerte donde nadie le presta atención para darse cuenta que, a diferencia de la obra de Ozzy, aquel disco -el único de su carrera- no se tradujo en éxito ni en prosperidad. Lo que en The Osbournes era puro show colorido -y con algunos pases de factura dignos de Intrusos en el espectáculo- montado alrededor de la presencia de la cámara, aquí respira una autenticidad catártica notable. Luz de alerta: desde ya que todo podría tratarse de una gran pantomima perpetrada por Peter, dado que es imposible saber el grado de veracidad de todo aquello que se muestra o se cuenta. Pero en caso de que Gudzien estuviera "actuando", se trataría de uno de los mejores trabajos actorales en décadas. Y ni hablar de los aportes de la hermana y el padre. "No nos soportamos, tenemos muchos problemas distintos cada uno", dice Terry en su primera aparición, justo cuando Peter habla bondades de ella. Los problemas de Terry son evidentes y ella no hace demasiado por ocultarlos. Con un rostro visiblemente operado y más pintado que una puerta, una de las primeras cosas que cuenta, además de que no le gusta la música de su hermano, es que anda empastilladísima y con miedo a que la internen en un psiquiátrico... otra vez. De mamá se sabe y poco nada, apenas que es una figura ausente dentro de una dinámica que, con ella, probablemente operaría de forma diametralmente opuesta. Después llega papá, un exminero proveniente de un barrio duro y violento que crió a sus hijos con la misma dureza y violencia. De más está decir que Peter lo odia y, si fuera por él, no le hablaría. Algo similar ocurre con esa hermana que lentamente irá erigiéndose como coprotagonista, en tanto la dupla de directores no puede evitar el magnetismo de esa mujer quebrada. Frente a ese escenario, Dupuis y Geraghty -que durante años siguieron a Peter a sol y a sombra- hacen lo que haría cualquier documentalista que se precie de tal; esto es, dejarse llevar por lo inesperado reorientando el cauce del relato hacía esa faceta. Una faceta descubierta menos por indagar en los hechos biográficos que en lo que hay detrás de ellos. La referencia a The Osbournesqueda definitivamente diluida sobre Ecuador del metraje, cuando las características formales y temáticas remitan a Tarnation, que allá por 2003 marcó una bisagra en los documentales sobre familias disfuncionales. Con una desprolijidad y cierta deriva narrativa propia de las mentes conflictuadas de los Gudzien, The Unicorn aumenta su oscuridad hasta llegar a un desenlace desolador, marcando que aquí la música es secundaria y lo importante es ese núcleo familiar disuelto, con sus integrantes empujándose entre sí a las tinieblas de la locura.
El director Daniel de la Vega es el responsable de, entre otras, Ataúd blanco, La muerte sabe tu nombre, Hermanos de sangre y Necrofobia. Con esas películas se convirtió en uno de los estandartes del Cine Independiente Fantástico Argentino (CIFA), corriente artística que, luego de la muy recomendable Aterrados, de Demián Rugna, encuentra en Punto muerto uno los puntos más altos de los últimos años. De la Vega –coguionista también de la inminente Soy tóxico– dice en las notas de prensa que Punto muerto es “un viaje a un tipo de cine no tan reconocible para muchos jóvenes”. Se refiere al noir de los años '40 y '50, aquel en el que detectives generalmente torturados intentaban resolver un crimen con la ayuda de un asistente. Sobre esa base parte esta historia que gira alrededor de Luis Peñafiel, un escritor de policiales que, a principios del siglo XX, asiste a una convención junto a varios colegas. Peñafiel (Osmar Nuñez) acaba de finalizar una novela que plantea el crimen perfecto en una habitación cerrada, resolviendo así uno de los grandes enigmas del policial. En el viaje en tren rumbo a la convención se cruza con un crítico literario (gran trabajo de Luciano Cáceres) y conoce a un joven escritor/admirador (Rodrigo Guirao Díaz). El asunto se complica cuando esa misma noche ocurra un crimen muy parecido al imaginado por Peñafiel, lo que lo convierte en principal sospechoso. Lo que sigue es un juego de intrigas que se nutre del imaginario habitual de Edgar Allan Poe, Agatha Christie y Arthur Conan Doyle, en tanto ambos escritores intentarán dilucidar qué tan viable de aplicar es la resolución propuesta por Peñafiel en su libro, todo en un contexto donde De la Vega cruza lo policiaco con lo fantástico. Con una fotografía en blanco y negro expresionista y deliberadamente artificiosa, Punto muerto es también una inteligente reflexión sobre el arte y los mecanismos de los procesos creativos. De la vega, además, es consciente del largo linaje en el que se encuadra su película, y por eso incluye múltiples referencias a figuras del policial y el cine de género. Referencias que, lejos del capricho, son funcionales a la construcción de un relato tan atrapante como original en el cine nacional.
La presencia de Guillermo del Toro como productor es una inyección de marketing que los responsables de Historias de miedo para contar en la oscuridad no están dispuestos a desaprovechar. Pero su nombre en lo más alto de los carteles y afiches tiene otro sentido. Uno artístico, en tanto el mexicano parece ser el autor intelectual de gran parte del proyecto. Historias… cruza el ideario del director de La forma de agua con el de Stephen King para este relato que transcurre en 1968 –la guerra de Vietnam como fondo le da al film una pátina indudablemente política– y empieza con cuatro adolescentes haciendo lo que suelen los adolescentes en estos tipo de películas: husmear donde no deben. En este caso, en una mansión abandonada pero con mil y un leyendas macabras a su alrededor. Allí los chicos descubrirán un libro encuadernado con piel humana que contiene varias historias que, al leerlas, tiñen la realidad de una manera de catalogar como casual. Lentamente lo real y lo fantástico empezarán a ir de la mano hasta volverse indivisibles. La película de Øvredal-del Toro propone un atrapante recorrido por los límites de la cordura humana. Se trata de un relato de terror gótico realizado con oficio y conocimiento, con capacidad para asustar a través de las herramientas más nobles del cine. Los clásicos monstruos de Del Toro preludian un desenlace inexplicablemente concesivo, más cerca de Stranger Thingsque del fresco sociopolítico que había sido hasta minutos antes.
"Iniciales S.G.": luces y sombras de una comedia negra Lo más interesante de la película es el misterio que rodea los comportamientos del protagonista (interpretado por Diego Peretti), un hombre que no sabe muy bien qué le pasa y con una tendencia a lo autodestructivo que parece no tener límites. “Esta es la historia de un hombre que vivió su vida en segundo plano, pero que a pesar de eso nunca sería olvidado”, dice la voz en off antes de los títulos de Iniciales S.G. Ese hombre es Sergio Garcés y se dedica a la actuación. Intenta dedicarse, mejor dicho, dado que lo suyo nunca ha pasado de trabajos menores como extra, algún que otro bolo en cine y televisión y varias participaciones en películas porno, área laboral que da pie a una secuencia con un cameo de Víctor Maytland, amo y señor argento del género de los gemidos. Sí puede ufanarse de haber grabado un disco de covers de Serge Gainsbourg, con quien lo único que comparte son las iniciales. Por fuera de eso, su vida es tan gris como un cielo nublado, una suerte de errancia constante que lo lleva a cruzarse con distintos personajes secundarios que propulsarán las situaciones varias que propone el relato. A partir de esos cruces, Sergio develará las aristas de una personalidad conflictuada, los contornos de un hombre cuya oscuridad tiñe de negro la película entera. Estrenada recientemente en el Festival de Tribeca, la película del norteamericano Daniel García y la libanesa Rania Attieh es, se dijo, una comedia negra. Muy negra en sus mejores momentos, como aquéllos en los que Sergio (Diego Peretti) deja traslucir un mundo interno cargado de una violencia contenida que cada tanto explota de la peor manera posible. Trompeándose en la calle, por ejemplo, hecho por el que ahora debe hacer un tratamiento de manejo de ira. Su periplo tiene como escenario de fondo las semifinales del Mundial de Brasil de 2014, con aquel recordado 7 a 1 de Alemania sobre Brasil y el triunfo de la Argentina sobre Holanda por penales como indicios cabales del paralelismo entre la vida y el fútbol que irá trazando Sergio a medida que avance el metraje. Hay también un festival de cine (llamado, ejem, Bafenuci) y, con él, la presencia de una programadora estadounidense (Julianne Nicholson) que sirve tanto como partenaire de una relación ocasional como de cómplice para un hecho que marca una bisagra narrativa. No conviene adelantar este hecho, en tanto implicaría caer en el cada vez más lapidario terreno del spoiler. Sí puede plantearse la pertinencia de lo que ocurre, si ese hombre, más allá de todos sus quilombos, sería capaz de hacer lo que hace. Lo mismo que la fidelidad de esa programadora que tiene una agenda llamativamente libre de compromisos. Lo más interesante de Iniciales S.G. es el misterio que rodea los comportamientos de Sergio, un tipo que no sabe muy bien qué le pasa y con una tendencia a lo autodestructivo que parece no tener límites. El problema es que la voz en off a cargo de Daniel Fanego sí sabe qué le pasa, y cuanto más críptico, más inasible se vuelve Sergio, más explícitos son los conceptos de este narrador omnisciente que solo observa la acción a prudente distancia cuando le conviene y no cuando debe.
"Ad Astra": un relato espacial intimista Preocupada por las emociones genuinas de sus protagonistas, la película plantea las coordenadas habituales de las odiseas espaciales, pero rápidamente rumbea hacia nuevos horizontes. Ad Astra es una frase en latín que significa "hasta las estrellas". Si bien su origen puede rastrearse en los textos de Virgilio del último siglo antes de Cristo, fue Séneca quien le dio su uso más conocido con la variante "Ad astra per aspera" ("Hasta las estrellas mediante el sacrificio"), la misma que se lee en la placa conmemorativa del monumento a los tres astronautas fallecidos en la misión Apolo 1 y que desde entonces funciona como despedida a las personas vinculadas a la astronáutica. Ad Astra es también la frase elegida por James Gray para bautizar su séptimo largometraje como director, un título acorde con el que debe ser el relato espacial más intimista, menos rimbombante y más genuinamente preocupado por las emociones -lo que no implica emotivo- que se haya hecho en años. Más allá de su notable trayectoria iniciada hace 25 años, Gray sigue siendo un cineasta casi secreto, el dueño de una mirada difícil de encasillar y, por lo tanto, de comercializar. Sus películas parten de géneros tradicionales (el policial en Cuestión de sangre, La traición y Los dueños de la noche, el drama romántico en Dos amantes, el melodrama de época en la aquí inédita The Inmigrant) para luego darlos vueltas como una media mediante un depurado trabajo de guión y puesta en escena, aunque siempre con los vínculos familiares como tema central. ¿Qué es, entonces, Ad Astra? Una película que plantea las coordenadas habituales de las odiseas espaciales pero rápidamente rumbea hacia nuevos horizontes. Allí asoman la aventura lo-fi digna de un Julio Verne con ansiolíticos, los monólogos interiores al estilo del mejor Terrence Malick –el de la reflexión filosófica de La delgada línea roja, no el religioso que busca a Dios en Knight of Cups y To the Wonder– y, desde ya, una pátina metafísica en cuyo eco resuena con fuerza 2001: Odisea del espacio. Pero Gray es alguien menos interesado en la acción que en cómo ella interpela a sus personajes, en su mayoría hombres emocionalmente quebrados. Y vaya si el personaje central de Ad Astra lo está. El mayor Roy McBride (Brad Pitt en un registro minimalista opuesto a la explosividad de Había una vez...en Hollywood) trabaja en una base especial cercana a la Luna, que en el futuro cercano en el que transcurre el film -"una época de esperanza y conflicto", asegura una placa inicial- es mucho más que un símbolo de romanticismo. Como si sueño húmedo de Elon Musk se hiciera realidad, los viajes en cohete son cosa de todos los días para civiles: la inmensidad del espacio nunca estuvo más cerca. En la primera escena se lo ve trabajando en una torre de la base envuelto con los clásicos traje y escafandra, hasta que una onda energética altera el funcionamiento del lugar y deja a Roy a la deriva de los caprichos de la falta de gravedad. Es quizás el único momento de toda la película donde se impone espectacularidad y gigantismo, un comienzo que preludia la odisea que vendrá pero no su tono introspectivo, casi confesional, ni la escala humana del asunto, ni mucho menos la ausencia de cualquier conflicto que implique batallas intergalácticas o apariciones extraterrestres. El asunto aquí va por otro lado. McBride es hijo de un reputado astronauta que formó parte de una misión que partió a Neptuno varias décadas atrás. Nunca más se supo nada de él. O eso al menos afirmaron las autoridades. Frente a ellas, Roy recibe tres novedades, una buena y dos malas: la primera es que papá estaría vivo; las otras dos, que probablemente haya sido el responsable de generar la onda y que ahora él deberá ir a buscarlo. A partir de ahí, y al igual que The Lost City of Z, la película inmediatamente anterior de Gray, Ad Astra podría definirse como el relato de un viaje físico y espiritual al corazón de las tinieblas. De allí partió no solo la onda sino también el imaginario penitente de un McBride Jr. que, antes que a su padre, busca encontrar algo de paz en el infinito y más allá.