"Black Adam": un semidiós en camiseta. tono descontracturado y liviano que suele caracterizar a sus trabajos. ¿Y el carisma de Johnson? Bien, gracias. Johnson tiene el rostro casi imperturbable durante las dos horitas de metraje de este enésimo intento de la factoría DC por inyectarle nuevos aires a un universo que, salvo contadas excepciones, ha estado atravesado por la gravedad, la oscuridad (la última Batman casi ni se ve) y los diálogos altisonantes. Ni siquiera con un director con probada experiencia en sostener el pulso narrativo como Jaume Collet-Serra (La huérfana, Una noche para morir, la simpatiquísima Jungle Cruise) alcanza para despojarse de esos lastres. Por el contrario, la sensación que deja Black Adam es la misma que otras tantas películas de DC con directores de renombre detrás: sea Collet-Serra o Juan de los Palotes, pareciera hay un mandato no escrito de usar y abusar de la cámara lenta y de exprimir hasta el último dólar invertido en servicios de efectos digitales. Cosas que pasan cuando se encumbra a tipos como Zack Snyder. Pero Black Adam no es la “catástrofe” que pronosticaban las críticas estadounidenses (si esto es catastrófico, ¿qué queda para Batman vs. Superman y la inolvidable escena de ellos amigándose cuando descubren que sus mamis se llaman igual?). Es, en todo caso, el típico relato iniciático obligado a sembrar mil tramas posibles para próximas películas centradas en el personaje en cuestión. Un personaje cuyos orígenes se remontan hasta el año 2800 A.C, cuando uno de esos reyes malévolos esclavizaba a toda la población de un país ficticio de Medio Oriente en busca de Etereum, un metal sin relación con la criptomoneda casi homónima, pero con la capacidad de otorgar poderes y esas cosas. Allí asoma un jovencito como líder de los oprimidos, quien termina bajo la espada de un verdugo sobre un escenario ante el pueblo. Justo antes de que ruede su cabeza, se produce el milagro: unos hechiceros deciden que es merecedor de tener poderes para equilibrar el mundo, y aquel lánguido adolescente empolvado, palabrita mágica mediante, se convierte en esa montaña de músculos que es Johnson. El muchachón, apodado el Campeón, se transforma en una suerte de semidiós para la población, alguien a quien tributan con una estatua del tamaño del Empire State incluso cuando desde ese momento no se supo nada más de él. Recién vuelve a saberse cuando, ya en el presente, una mujer siga la huella de aquel rey y encuentre su corona maldita, un botín que interesa a quienes ocupan el país hace décadas. Otra vez unas palabras mágicas, y Johnson se materializa para acabar con los malhechores. Por ahí aparece una Sociedad de la Justicia encabezada por el Doctor Fate (Pierce Brosnan) que, en principio, quiere detenerlo, pero al final no, porque hay un enemigo mayor. “La fuerza siempre es necesaria”, dice en un momento Adam. No hay que ser un genio para imaginar cómo sigue el asunto.
El director de Vénus et Fleur, Cambio de dirección, Enredos de amor, Romance a la francesa y Las cosas que decimos, las cosas que hacemos concibió una fluida y ligera comedia romántica que llega a los cines argentinos luego de su paso por el Festival de Cannes 2022. Estrenada en el Festival de Cannes de este año, Crónica de un Affair es una película igual de transparente que su título. No hay grandes giros narrativos ni picos dramáticos en esta leve y fresca comedia romántica centrada en el amorío que sostienen un hombre y una mujer durante varios meses y que el realizador Emmanuel Mouret muestra a través de una estructura similar a la de un diario, esto es, deteniéndose en un puñado de encuentros sostenidos a lo largo de varios meses. Ella se llama Charlotte (Sandrine Kiberlain), hace poco que está separada y ahora disfruta su soltería abrazando la idea de tener relaciones casuales sin hacerse demasiado problema. Simon (Vincent Macaigne), en cambio, está casado hace veinte años, jamás engañó a su esposa y todo lo vive con partes iguales de placer y culpa. Dos opuestos que, como suele ocurrir en el cine, están destinados atraerse. La película los encuentra durante la primera “cita”. Allí queda claro que se conocieron en un evento social y que los dos saben muy bien que el deseo y la afinidad son recíprocas. A partir de allí, Mouret mostrará varios encuentros en los que compartirán experiencias de todo tipo, desde algunas lujuriosas hasta otras puramente lúdicas, durante las que irán construyendo una intimidad cómplice basada en las coincidencias y las afinidades. No hay mucho más detrás de esta historia que asienta sus méritos en la indudable química entre sus protagonistas y una batería de diálogos construidos con naturalidad y fluidez. Película igual de luminosa que esos días al aire libre que comparten Charlotte y Simon, Crónica de un Affair vacía la aventura de toda interpretación moral, limitándose a acompañar a esos adultos que, en el fondo, solo quieren divertirse como niños.
La idea de narrar el reencuentro entre una hija adolescente y su padre recientemente discapacitado invita a pensar en una sucesión de golpes bajos. Nada de eso: 66 preguntas a la Luna estudia, analiza y deconstruye ese vínculo con sensibilidad y sin pegar por debajo del cinturón, convirtiéndose así en “una película sobre el amor, el movimiento, la fluidez (y la falta de ellos)”, tal como reza una placa en los créditos iniciales. La protagonista es Artemis (Sofia Kokkali), una jovencita obligada a regresar a Atenas por una situación que nadie desea: cuidar a su padre luego de que este fuera encontrado en un auto tras haber estado desaparecido, un intersticio de tiempo que dejó como secuela una esclerosis múltiple que hace que ese ex jugador de baloncesto apenas pueda caminar o controlar sus miembros. Suena dramático, y lo es. Pero la realizadora griega Jacqueline Lentzou matiza esa situación con escenas donde predomina el humor. En una, por ejemplo, Artemis, harta de cuidar a un padre al que apenas conoce y acompañarlo a sus largas sesiones con el fisioterapeuta, participa junto al resto de su familia de las entrevistas para encontrar una cuidadora. Que ninguna hable griego, generando los inevitables enredos lingüísticos, es la muestra más fiel del tono que le imprime Lentzou al relato. Mientras debe hacerse cargo de su padre (la madre es una figura ausente y el hombre no parece tener muchos amigos), Artemis está tironeada entre sus obligaciones y los impulsos y deseos propios de su edad, como demuestran las juntadas con amigos. Son momentos de pequeña felicidad que le depara la película a su heroína, una jovencita obligada a convertirse en adulta.
"Amsterdam", de la comedia policial al alegato político. El elenco multiestelar señala las intenciones de una película pensada para llevarse premios, tanto que deja sus costuras demasiado a la vista. En un contexto donde el álbum del Mundial es un asunto de estado, como demostró la reunión de hace un par de semanas entre parte del Gabinete nacional y representantes de la empresa Panini, llega la cartelera comercial Ámsterdam, una película a la que, si algo no le falta, son figuritas. Las tiene de todo tipo, desde los oscarizados Christian Bale, Margot Robbie y Rami Malek hasta otras afincadas en el ideario millennial como Anya Taylor-Joy y Taylor Swift, pasando por el legendario Robert De Niro, que sería la figu dorada. Es cierto que a lo largo de toda su obra el realizador David O. Russell (El ganador, El lado luminoso de la vida y Escándalo americano) siempre formó elencos de fuste. Tan cierto como que, durante el último lustro, las reuniones de estrellas de fuste se dan solo en películas que dicen algo sobre el mundo contemporáneo, como demostró el año pasado No miren arriba y su marquesina encabezada por, entre otros, Leo DiCaprio, Jennifer Lawrence, Meryl Streep, Cate Blanchett y Jonah Hill. Si la película de Adam McKay era una sátira política bastante obvia sobre la mediatización de la política partidaria en la que resonaban los ecos de la Administración Trump, lo que dice, lo que grita Ámsterdam es lo mismo que surge de ojear cualquier portal informativo: guarda con los poderosos, cuidadito con quienes, en nombre del republicanismo y con muy buenos modales y formas, se quieren llevar puesto el sistema democrático para establecer un “Nuevo Orden”. Desde ya que no tiene nada de malo que una película establezca un punto de vista sobre la coyuntura. El problema es cuando ese deseo de opinar no es consecuencia de un camino narrativo previo, sino un conejo que se saca de la galera para darse ínfulas de importancia, tal como ocurre con Ámsterdam. pasó a bordo de ese barco. Justo cuando esa mujer está a punto de contarles quiénes y por qué querrían asesinarlo, un hombre la empuja bajo las ruedas de un auto. ¿A quiénes señalan los testigos? Pues a Burt y Harold, al loco y al negro, quienes deberán, mientras rastrean las huellas de los crímenes, probar que son inocentes. Un flashback retrotrae la acción hasta la Primera Guerra, donde ellos compartieron trincheras, la habitación de un hospital holandés y, durante varios meses, una hermosa amistad –y amor, en el caso de Harold– con la enfermera Valerie (Robbie). Enfermera que un día, de buenas a primeras, se evaporó sin dejar rastros. Tres criaturas muy distintas que se eligen como familia: un tópico recurrente en la filmografía de un director que ha hecho de los lazos humanos –los sanguíneos, pero también los generados por afinidades comunes– una de sus recurrencias. Menuda sorpresa se llevan Burt y Harold cuando, siguiendo las pistas, llegan hasta un millonario (Malek) cuya hermana no es otra que Valerie. Ámsterdam se quiebra con el reencuentro: lo que hasta allí era una comedia policial de enredos sobre dos descastados intentando evitar la cárcel con la crisis de 1930 como marco, empieza a mutar hacia hacía el alegato político a raíz de una conspiración que involucra distintos sectores de lo que un ala del progresismo argento llamaría “poder real”. Los créditos, que comparan un discurso ficticio con el original, coronan una película pensada como alerta.
"El desarmadero", fantasmas en el laberinto. Entre el thriller psicológico y el terror, el realizador argentino sitúa a un paciente psiquiátrico en un ambiente por momentos claustrofóbico, pero sin perder de vista una realidad de ctrisis y marginalidad. “No estoy loco, estoy solo. Y no quiero estar más así”, responde Bruno cuando alguien lo acuse de andar por la vida con los patitos fuera de la fila. Lo cierto es que hay motivos para pensar que la locura anida en ese hombre que aún siente en carne viva el dolor por la pérdida de su mujer y su hija en un accidente de tránsito. Un dolor que intenta purgar a través de cuadros cuyos trazos dialogan de forma directa con su fragmentación mental. Esa fragmentación lo llevó a pasar un buen tiempo en un hospital psiquiátrico del recibe el alta por parte de su doctora (Malena Sánchez) en los minutos iniciales de El desarmadero, que llega a la cartelera comercial luego de su paso por una de las secciones paralelas de la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. cuidar los hierros retorcidos y rescatar de entre ellos todo lo que pueda revenderse. Sencillo, pero también lo suficientemente solitario para enfrentarlo con sus peores fantasmas. Lo de fantasmas es literal: noche a noche se despierta sudado y agitado a causa de las pesadillas que involucran a su mujer e hija, las mismas a las que ve –o creer ver– entre los autos que dominan la geografía de esa locación del conurbano bonaerense que la fotografía de Fernando Lugones, en asociación con la cámara flotante de Pinto, transforma en lúgubre y laberíntica, como si fuera una prolongación de la cosmovisión de Bruno. Pesadillas que de tan recurrentes empujan al relato hacia una circularidad de la que por momentos le cuesta salir. Quienes rompen con ese loop son los integrantes de un grupito de delincuentes que cada tanto se dan una vuelta por el desarmadero y a los que Bruno enfrenta con particular encono. Es, pues, una guerra entre descastados, entre un paciente psiquiátrico sin contención y esos jóvenes para los que el bienestar es una quimera. El desarmadero, entonces, como una película en la que resuenan los ecos de un presente permeado por la crisis y la marginalidad.
Se sabe que el aire disentido y relajado que se respira en los restaurantes más prestigiosos es directamente proporcional a la tensión y la presión que predominan en la cocina, un lugar donde todos los engranajes deben funcionar a la perfección para satisfacer a los clientes. Así ocurre en el coqueto local londinense a cargo del cocinero Andy Jones (Stephen Graham), quien junto a sus subordinados vivirá una de las peores noches de su vida, sino la peor. La vida de Jones –de la que solo sabremos por sus llamadas telefónicas– está cayendo en picada por un matrimonio arruinado que lo lleva a beber alcohol con preocupante regularidad. Por si fuera poco, en la que se presume será una de las noches más concurridas del año, recibe la visita de un auditor que encuentra varios errores en la cocina, bajándoles la puntuación que ostentaban. Es, pues, el principio de una jornada marcada por conflictos entre los empleados, entre ellos y ese jefe de cocina con malos modos, y entre todos con una dueña que no parece saber demasiado cómo regentear un negocio de esa envergadura. Mucho menos cómo lidiar con un grupo tan variado. Filmada casi en tiempo real mediante una serie de largos planos secuencia que transcurren casi en su totalidad dentro del restaurante, El chef construye su relato a fuerza de una acumulación de sinsabores (por momentos demasiados) ajena a la mayoría de los clientes que degustan sus platos refinados. Los problemas personales de los empleados, la inexperiencia de los más nuevos y la frustración de algunos veteranos hastiados de su trabajo se entremezclan en un cóctel letal para Andy. El abanico de clientes es amplio: un grupo de chicas norteamericanas de vacaciones, una familia cuyo padre de familia maltrata a las camareras, unos instagramers que quieren comer un plato que no está en la carta y hasta un novio que piensa proponerle matrimonio a su pareja. Todos motivos para aumentar esas rispideces que el espectador observa como un testigo invisible, sumergido por el dispositivo construido por el realizador Philip Barantini. El chef es una película tensa, atrapante e incómoda, una despiadada reflexión sobre los vínculos interpersonales bajo los mandatos de un régimen laboral que no da respiro. Un régimen capaz de sacar lo peor de los seres humanos.
¿Cómo abordar la vida de un compositor cuya obra atraviesa 60 años durante los que escribió las partituras de las bandas sonoras de más de 500 películas y series? ¿Y si entre ellas hay varias extraordinarias, de esas que conocen hasta quienes no ven películas? El mítico realizador Giuseppe Tornatore debió pensar estas y otras tantas pregunta ante el desafío que implicaba la realización de un documental biográfico sobre Ennio Morricone. Y su respuesta es ir a lo seguro, un palo y a la bolsa que, en este caso, significa recorrer, mediante el clásico formato de cabezas parlantes intercaladas con escenas de archivo, la obra del responsable de las partituras de la trilogía del dólar de Sergio Leone, Novecento, Cinema Paradiso y Los intocables, entre otras tantas, deteniéndose y profundizando en cada una de ellas a través del testimonio de los involucrados directos y de músicos de la talla de Bruce Springsteen. Dado que Morricone trabajó con casi todos los realizadores contemporáneos más importantes, las fuentes son impecables y construyen, además de la biografía del artista italiano, una radiografía de la historia grande del cine del último medio siglo. No por nada aparecen en escena, entre otros, Clint Eastwood, Quentin Tarantino, Oliver Stone, Hans Zimmer, Terrence Malick, John Williams, Wong Kar-wai, Dario Argento y Bernardo Bertolucci. Pero Ennio, el maestro va más allá de acumular testimonios y datos, pues complementa esa faceta enciclopédica (las imposiciones de su padre trompetista, la obligación de mantener a la familia luego de su muerte, su ingreso al universo musical) con la riqueza de ideas del romano, las mismas que lo llevaron, por ejemplo, a revolucionar el western introduciendo una faceta operística en las melodías. El resultado es un film de enorme valía tanto artística como testimonial. Una película que, tras la muerte de Morricone en julio de 2020, funciona como legado, como el testamento de un hombre cuya huella será imborrable.
"La mujer rey", alegatos en pantalla Con el contexto de una tribu de un estado africano del siglo XIX, el film parece más pensado para cubrir cuestiones de agenda política actual que para dedicarse a narrar una historia. En noviembre de 2020, la plataforma Flow estrenó Antebellum, una de esas películas hechas con la idea de puntear la mayor cantidad posible de temas preponderantes para la corrección política contemporánea. De allí que su relato fuera de la violencia racial al alegato antisegregacionista, para luego aterrizar en un incendiario llamado al empoderamiento femenino, no sin antes darse una vuelta por el suspenso. Pero los directores Gerard Bush y Christopher Renz tenían un mínimo interés por el lenguaje audiovisual, manifestado a través un registro visual estilizado al punto de hacer de cada imagen un cuadro impresionista. El resultado fue amores ciegos desde una tribuna y odios viscerales desde la de enfrente, una polarización que difícilmente ocurra con La mujer rey, otra película que incluye en su ADN la voluntad de reivindicar cuanta causa noble haya dando vueltas, con la diferencia de que aquí no hay atisbo alguno de riesgo, de ideas que vayan más allá del profesionalismo formal de la industria de Hollywood. andan muy bien. Adoradas por la comunidad y respetadas por un rey (John Boyega) al que más de una vez le sacaron las papas del fuego, las agojie entrenan en un lugar apartado al que cada tanto llegan jovencitas para unírseles. Una de ellas se llama Nawi (Lashana Lynch) y fue llevada por su padre luego de negarse a un matrimonio arreglado, un hecho que le hace sumar sus primeros porotos con Nanisca aunque, en el primer entrenamiento, no pueda hacer siquiera un nudo. Quince minutos después, con Nawi revoleando armas, aguantando el dolor y colgándose de las paredes con la sabiduría de una experta, habrá uno de esos giros de guion sacados de la galera con la única finalidad de a) tildar otro ítem de la agenda y b) reforzar el vínculo de Nanisca y su discípula. Un vínculo muy funcional para lo que viene, que no es otra que la ofensiva “oyista” y la inevitable revancha, pues la Ley de Talión no conoce de tiempos históricos ni fronteras culturales.
"La huérfana: el origen": el pasado de la maquiavélica Esther. Algo de carroña hay en esta segunda parte de la saga de terror iniciada 13 años atrás, pero también hay un bienvenido intento por dejar volar la imaginación a la hora crear ese pasado. La huérfana fue, trece años atrás, una sorpresa en una cartelera comercial ya entonces acostumbrada a adocenar películas de terror muy parecidas entre sí. Pero Jaume Collet-Serra – que luego se asociaría con el duro de Liam Neeson en Desconocido (2011), Non-Stop (2014), Una noche para sobrevivir (2015) y El pasajero (2018)– fue por un camino distinto, cediendo el tiempo habitual de los sustos efectistas (que los había) a la construcción de personajes creíbles y empáticos. Incluso la huérfana del título asomaba querible, hasta que empezaba a arrojar pistas de que lo suyo era, en realidad, llevar la idea del Mal más allá de lo imaginable. Imposible no pensar en la llegada de una nueva entrega como un intento de sacar algunas leñas más del árbol caído. Más aún cuando La huérfana no había dejado bordes narrativos con filo para habilitar esa posibilidad, lo que obligó a los guionistas a recurrir a la inédita idea de hurgar en el pasado de la maquiavélica Esther. 11 en 2009 y ahora, con más del doble, está igualita) pero, en realidad, tiene treinta y pico y un buen periodo de tiempo guardada en un psiquiátrico ruso del que escapó para adoptar el nombre de Esther. ¿Por qué? Porque, una vez fuera, descubrió que su fisonomía era muy parecida a la de una chica con ese nombre desaparecida en Estados Unidos años atrás. Menuda sorpresa se llevan papá Allen (Rossif Sutherland), mamá Tricia (Julia Stiles) y su hermano Gunnar (Matthew Finlan) ante el anuncio de que la nena está viva. Una sorpresa que se traduce en alegría y la certeza de un futuro con la familia unida para el primero; y en miradas torcidas y un sutil desdén para los segundos. En especial para Gunnar, que cuando deba quedarse en casa para cuidarla termina organizando una fiesta y humillando a su hermana frente a sus amigos. Porque, claro, no solo Esther esconde cosas, como bien sospecha el infaltable policía fisgón que en su momento investigó la desaparición y ahora huele el gato encerrado. Un gato que, por respeto al espectador, no se describirá. Sí puede decirse que el secretito genera un impensado enfrentamiento intrafamiliar no exento de momentos incómodos que convierten a gran parte del clan en una cofradía de despreciables. Sacando esa vuelta argumental, el resto es parecido a lo de siempre: algunas correteadas por la casa con cuchillo (o arco y flecha) en mano, muertes y, obvio, un final abierto, no sea cosa que alguien dentro de trece años quiera seguir sacándole rédito a una huerfanita que de adorable tiene poco y nada.
De Ernesto se sabrá poco y nada a lo largo de los algo más de 80 minutos de este cuarto largometraje de Guerrero. Apenas que estuvo casado con una profesora de Historia, que tiene una hija radicada en el exterior con la que mantiene esporádicos contactos por videollamada y que vive en el departamento de planta baja de un edificio de Córdoba. No vive solo, y ahí está el problema: sus compañeros son siete perros de todos los tamaños con los que mantiene una relación de dependencia total, al punto que pareciera que su vida está atada a la suerte de ellos. El departamento es una inmundicia, pues los dueños, aquellos que imponen la dinámica diaria, son los perros y no Ernesto (Luis Machín, que cuando está bien dirigido es un actorazo). A él sólo le queda saltar la caca del piso, acomodarse como puede en los lugares libres y tratar de callar la sinfonía de ladrillos que se escucha en todos los departamentos que tienen ventana a su patio. Hasta que una vecina se cansa e inicia una demanda judicial por la que Ernesto estará obligado a deshacerse de varias de sus mascotas. A partir de esa premisa, la película del cordobés Guerrero narra la espiral descendente de un hombre atravesado por la soledad y la depresión, además de una enfermedad que lo obliga a hacerse diálisis regularmente. Como únicos interlocutores tiene a un vecino, a la hija adolescente de otra vecina y a un chico recién llegado al edificio junto a su madre que se lleva bárbaro con uno de los perros. A ellos intentará dejarles sus mascotas “hasta que la situación se calme”, con la promesa de comprarles el alimento y hacerse cargo de todos los gastos. Machín se luce en todas y cada una de las escenas en las que aparece gracias a un personaje construido de adentro hacia afuera, desde un interior quebrado por un pasado que desconocemos hacia un aquí y ahora que lo tiene como un muerto viviente. La película no ahorra crudeza a la hora de registrar la caída libre de un Ernesto para el que la vida deja de tener sentido. El final, sin embargo, arroja un manto de esperanza acerca de un futuro posible.