Con el espíritu de Agatha Christie Con elementos metadiscursivos, el policial no descuida, más allá la cuota de suspenso inherente a la resolución de un enigma, ni el humor ni la consciencia de su largo linaje previo. El viejo y querido whodunit está más vivo que nunca. Proveniente de la novela policial, el término hace referencia a aquellos relatos centrados en crímenes, ocurridos generalmente en ámbitos cerrados como trenes, barcos o mansiones, que presentan un número finito de sospechosos y que el detective o investigador de turno, casi siempre excéntrico, deberá resolver a fuerza de lógica, paciencia e inteligencia. El cine ha recurrido a él en innumerables ocasiones, desde Alfred Hitchcock hasta las decenas de adaptaciones de clásicos –la última de ellas, Muerte en el Nilo, estrenada en la Argentina en febrero de este año– de la ama y señora del género, Agatha Christie. La escritora y dramaturga británica sobrevuela no solo en espíritu los poco más de noventa minutos de metraje de Mira cómo corren. También aparece como personaje y sospechosa del asesinato de un afamado director norteamericano, el mismo que ultimaba detalles para filmar la versión cinematográfica de una obra basada en un libro de…. Agatha Christie. Esa obra se llama La ratonera y ostenta el récord de mayor permanencia mundial en cartel, con presentaciones continuas en las tablas de la capital inglesa desde su debut, en 1952, hasta la llegada de la pandemia de Covid-19. “Una vez que viste un whodunit, viste todos”, dice la voz en off un tanto sobradora –igual que la película– de Leo Kopernick (Adrien Brody) poco antes de que la cámara ingrese al teatro londinense donde se llevan adelante las funciones. Esa frase puntea las intenciones metadiscursivas de un policial que, más allá la cuota de suspenso inherente a la resolución de un enigma, no descuida el humor ni la consciencia de su largo linaje previo, como si el realizador Tom George y el guionista Mark Chappell hubieran querido homenajear al género poniendo en marcha sus engranajes para observar muy de cerca cómo funcionan. Y decírselo en la cara al público a través del recurso de romper la cuarta pared. Así como Asesinato en el Expreso de Oriente (2017) y Muerte en el Nilo (2022), dirigidas y protagonizadas por Kenneth Branagh en la piel del detective Hércules Poirot, eran adaptaciones respetuosas de la obra de Christie y abrazaban un espíritu old-fashioned, casi demodé, Mira cómo corren emana un aire moderno, fresco y canchero tanto en su forma (la mencionada rotura de la cuarta pared, la puesta en escena recargada al borde de lo kitsch) como en la impronta desajustada, más propia de la comedia que del policial, de esos personajes que, como mandatan las normas, tienen un motivo más o menos directo para convertirse en sospechosos. A fin de cuentas, todo el elenco y el equipo técnico y ejecutivo estuvieron en el festejo por las cien primeras presentaciones de la obra. Mientras todos brindaban y celebraban, Kopernick se paseaba, botella de whisky en mano, seduciendo mujeres con la promesa de sumarlas a la futura plantilla actoral, hasta que entró a un cuarto de donde nunca más salió. O sí, pero arrastrado por un asesino de rostro cubierto que depositó su cuerpo en un sillón en medio del escenario, no sin antes cortarle la lengua. ¿Quién cometió semejante acto? ¿Acaso el director tenía enemigos del otro lado del Atlántico? ¿O hay algo más detrás del crimen? Esas y otras preguntas intentarán responder la joven y entusiasta policía Constable Stalker (Saoirse Ronan) y el detective Stoppard, a cargo de un Sam Rockwell de bigote grueso que, como suele ocurrir con sus criaturas, siempre parece esconder algo bajo la manga. Claro que nada será tan simple como aparenta. Que efectivamente Stoppard –solitario y misterioso como casi todos los detectives cinematográficos– esconda algo o no es una de las tantas incógnitas que George y Chappell irán despejando con sabiduría y esmero. Mira cómo corren es, entonces, la enésima validación de que pocas cosas resultan más atrapantes y envolventes que un policial hecho con inteligencia y la voluntad de que el espectador sea partícipe. O, mejor dicho, cómplice.
Las furias fue el título elegido para el cortometraje que Tamae Garateguy filmó junto a los actores Nicolás Goldschmidt y Guadalupe Docampo en 2015. Cuatro años después, el terceto se reunió para retomar aquella historia –ahora en formato largometraje– atravesada por el amor, la tra(d)ición y la búsqueda de venganza. La mayor duración le permite al guión de Diego A. Fleischer un mejor desarrollo de las motivaciones de los personajes y de sus contextos. Leónidas (Goldschmidt) es un joven perteneciente a la comunidad huarpe que tiene impreso en la piel el destino de ser líder de su gente y termina enamorado de Lourdes (Docampo), la hija de uno de los terratenientes del lugar (un maquiavélico Daniel Aráoz). Desde ya que la relación no cae para nada bien en el núcleo de esas familias que ven allí una traición a los mandatos, motivando una separación forzosa que la pareja está dispuesta a interrumpir para iniciar un sanguinario raid con la libertad como norte. La película de Garateguy trabaja temas coyunturales como la violencia de género y la situación de los pueblos originarios a través de ese deseo imposibilitado por un entorno poco favorable. Un romance con visos trágicos y toques de western que transcurre integrantemente en una zona desértica de Mendoza que el DF José María Gómez ilumina con tonos amarillos intensos, construyendo así una atmósfera opresiva y asfixiante. Garateguy ya había mostrado su desparpajo a la hora de filmar el sexo en Mujer lobo y Hasta que me desates, y aquí continua en esa línea adosándole explosiones de violencia crudas y explícitas. Si bien sobre el final recurre a algunas vueltas de tuerca de guion vinculadas con lo sobrenatural que no funcionan del todo bien, el balance de Las furias es una experiencia intensa y atrapante.
El 20 de enero de 1942 no fue un día cualquiera para la humanidad. Durante aquella gélida jornada, mientras las tropas alemanas sufrían los tormentos del invierno ruso, se reunieron varios jerarcas nazis, convocados por Reinhard Heydrich, en una casona frente al lago Wannsee. Tenían un objetivo tan claro como perverso: encontrar una solución a la “cuestión judía” en Europa. Un par de horas después de iniciada la reunión, había tomado forma la llamada “Solución Final”; es decir, la mecanización de un sistema para asesinar, de la manera más rápida y barata posible, a millones de judíos.; Al igual que en Conspiración (2001), con Kenneth Branagh y Stanley Tucci a cargo de los roles de Heydrich y Adolf Eichmann, La conferencia ecrea lo ocurrido durante aquella jornada. Lo hace utilizando como materia prima las actas grabadas por Eichmann, que tres años después servirían de prueba en el juicio de Núremberg, y eludiendo el lugar común de recurrir a videos de archivo. Una buena decisión: la sola oralización de los planes ya es lo suficientemente aterradora como para reforzarla con imágenes. Construida sobre la base de un guion ajustado, La conferencia es una película tan fría como el clima alrededor de la casona. Los jerarcas celebran que Estonia haya quedado “libre de judíos”, discuten la optimización de recursos como si se tratara de una fábrica de caramelos, cranean la logística del operativo –alguien se queja de las dificultades para movilizar tantos trenes, otro del costo del combustible– con una deshumanización robótica. El resultado es un film que no necesita subrayar el aura diabólico de sus personajes y el contexto para causar pavor. Una película-mazazo directo a la cabeza del espectador.
Un ejercicio en libertad La película consigue diluir fronteras estilísticas y de formatos, proponiendo una serie de cruces que concretan una mirada bien diferente a lo habitual. “La muerte me llamó un 18 de marzo de 1971. Me sacaron de casa envuelta en una sábana con los pies desnudos, y me velaron en Malabia 150. Se dijo entonces: 'Fanny Navarro era adolescente cuando empezó a recibir aplausos. Fanny Navarro tenía 34 años cuando perdió la gloria. Fanny Navarro tenía apenas 51 años cuando se dejó morir'”. La voz en off de Alejandra Radano realiza ese somero punteo biográfico sobre aquella actriz olvidada, castigada con la persecución de la Revolución Libertadora por su lealtad peronista, maldecida por su entrega total a los mandatos y deseos de Eva Perón, su íntima amiga y, además, ocasional cuñada gracias a su relación amorosa con Juan Duarte. Podría pensarse, entonces, que Fanny camina es una biopic al uso, de esas que recorren los principales hitos –positivos y negativos– de la vida de la homenajeada de tu turno. Pero nada más lejos: la primera película nacional del polifacético artista radicado en Francia Alfredo Arias –en codirección con el realizador Ignacio Masllorens– retrata a Navarro mediante un dispositivo dueño de una libertad absoluta, acorde a la imaginación de alguien que lleva largas décadas dedicado al teatro, la música y la danza. Estrenada en el marco de la Competencia Internacional del último Bafici, Fanny camina es una de esas películas cuya tonalidad es similar a la de su protagonista: si la vida de Navarro fue un melodrama trágico, la segunda colaboración de Arias –quien, como Navarro, pagó caro su adscripción a la cosmovisión peronista– con Masllorens luego del mediometraje Hello, Andy? (también con Radano en la piel de una actriz, en este caso Joan Crawford) se apropia de los códigos de ese género para construir una muestra cabal de la parábola ascenso-descenso-olvido de una actriz emblemática de su época. Una parábola difuminada, esquiva, inclasificable, pues se trata de una película regida por cruces de todo tipo. Cruce de disciplinas, pues conviven un registro actoral propio del teatro, con su artificio deliberado a la vista, con una puesta en escena deudora del cine. Cruce de formatos, con la frialdad de las imágenes digitales intercaladas con otras granuladas propias del fílmico de 16mm. Cruce de registros, dada la convivencia entre archivos audiovisuales de noticieros y escenas de ficción. Y cruce de temporalidades, con una Avenida Corrientes actual como testigo de los paseos en blanco y negro de una variopinta galería de personajes extrapolados del pasado. Es por eso que Fanny camina permite ser leída como una elegía a esa zona céntrica porteña que, más allá de su imperecedera aura noctámbula y bohemia, ha ido mutando hacia una impronta cosmopolita de postal turística for export. Fanny (Radano) camina de un lado a otro y se cruza con aquellos hombres y mujeres que signaron los destinos de su vida. Con su madre (Marta Lubos) y con la Primera Dama, quien la puso a cargo del Ateneo Cultural Eva Perón como una forma de reivindicar sus orígenes artísticos. También con el hermano de ella, el muy picaflor Juan Duarte; con el subsecretario de Prensa y Difusión Raúl Alejandro Apold y hasta con Juan Domingo Perón, el mismo que tras la muerte de su esposa le bajó el pulgar a la actriz, dándole el primer empujón hacia el olvido, la marginalidad y la persecución que no harían más incrementarle después del Golpe de Estado de 1955. Masllorens y Arias –que, como Navarro, pagó caro su filiación partidaria– construyen, en pequeña escala y con una amplia paleta de recursos visuales y narrativos, una metáfora sobre choque de fanatismos que bloquea cualquier atisbo de evolución ideológica. Porque, a fin de cuentas, la antinomia peronismo-antiperonismo, lejos de recular, se mantiene con un eje vertebral de la construcción política de la Argentina contemporánea.
"Más respeto que soy tu madre": costumbrismo kitsch El clan Bertotti no es tanto una sumatoria de arquetipos basados en los lugares comunes más rancios del género, sino una galería de "freaks" dignos de un psiquiátrico. Más respeto que soy tu madre arrancó como un juego de Hernán Casciari. El periodista y escritor, bajo la identidad de una ama de casa de 52 años de la localidad bonaerense de Mercedes llamada Mirta Bertotti, empezó a narrar en un blog relatos auto conclusivos acerca de sus dramas, sus problemas económicos y la relación con los tres hijos, el marido caído del sistema durante los ’90 y un suegro fumón de ascendencia italiana. El “experimento de ficción”, como lo definió el creador de la revista Orsai, se prolongó durante diez meses entre 2003 y 2004, luego se publicó en formato libro y finalmente fue una exitosísima obra teatral —cortó más de un millón de entradas durante cinco temporadas— con Antonio Gasalla a cargo de la adaptación y de interpretar a Mirta. Un papel que ahora, en su versión cinematográfica, recae en Florencia Peña, cuyo rostro y el de un Diego Peretti recargado de maquillaje ilustran uno de los posters más precarios de una producción con aspiraciones comerciales que se recuerden en mucho tiempo. Ese poster era la primera alerta de que todo podía salir mal. La segunda tenía que ver con la elección como director de Marcos Carnevale, que ha demostrado entender el costumbrismo de la misma manera que lo hicieron las ficciones televisivas en los ’90 y los primeros dos mil, incluyendo actuaciones ostentosas y toneladas de música para puntear las emociones que debería sentir el espectador. La tercera se vincula con el mencionado Peretti, un actor que necesita un buen director que lo marque y que aquí debía dejar de lado la gestualidad mínima, toda una huella de su impronta cómica deadpan, para abrazar la exageración y un trazo grueso cuyo artificio se percibe desde el mencionado póster. La cereza del postre era la inevitable comparación con Esperando la carroza, en tanto ambas películas se proponen indagar en algo que podría llamarse la “argentinidad medio pelo”. Sin embargo, contra viento y marea, y no son tropezones, Más respeto que soy tu madre se las arregla para salir adelante. ¿Cómo lo hace? Pasando de rosca el costumbrismo hasta más allá de lo imaginable, creyendo en el potencial cómico de la viejas y queridas puteadas, embadurnando de grasa un relato que asume el legado del clásico de Alejandro Doria mediante una exacerbación de lo decante. Una decadencia que coquetea con el patetismo sin que esto implique observar a sus criaturas desde un pedestal intelectual de quien se cree mejor, más pillo e inteligente. Y eso que nada es normal en el clan Bertotti, una familia que no es tanto una sumatoria de arquetipos basados en los lugares comunes más rancios del subgénero, sino una galería de freaks dignos de un psiquiátrico. Todos putean y dicen lo que piensan sin pensar lo que dicen. Empezando por el suegro de Mirta (Peretti), quien regentea la pizzería fundada poco después de que sus ancestros italianos se instalaran en Mercedes. Aunque lo de regentear es relativo, porque hace años que del horno no sale una pizza y como clientes están los parroquianos de siempre chupando todo el día, mientras él fuma un porro tras otro y, entre otras cosas, le invita una cerveza como desayuno a su nieto Caio (Agustín Battioni). El muchachito también tiene lo suyo: una capacidad intelectual y una torpeza dignas de un sub-8, por ejemplo, además de un corazón tan grande como para enamorarse de una mujer varias décadas mayor después de la primera cita. Por ahí anda papá Zacarías (Guillermo Arengo), que usa la remera de la fábrica en la que trabajó —y lo echaron— y hoy se gana el pan como delivery de una pizzería. Hasta los chicos del barrio lo toman para la chacota robándole la moto. Quedan los otros hijos: la menor, Sofía (Ángela Torres), está más caliente que una pava hirviendo y el mayor, Nacho (Bruno Giganti), es el único que aspira a salir de la medianía. Versión recargada de los Musicardi de Esperando la carroza, los Bertotti cruzan disfuncionalidad con lo hiperbólico, inestabilidad con desubicación. De allí, entonces que salgan a celebrar el aniversario de la muerte de su perro sacando a pasear en skate su cuerpo embalsado o que discutan a los gritos en una plaza acerca de quién, cuándo y dónde desvirgaron a Mirta, la misma que es testigo de un affaire en una carnicería que incluye al carnicero en bolas y delantal y las metáforas más gruesas sobre cortes de carne y el miembro viril. Porque más Más respeto que soy tu madre no es costumbrismo, es su elevación a la enésima potencia. Un costumbrismo kitsch.
"El Nacional": entre el progresismo y las tradiciones. La película toma una parte por el todo y hace de las cosmovisiones muchas veces contrapuestas de los alumnxs y profesores una caja de resonancia de las tensiones que atraviesan gran parte del país. “Era un colegio sombrío, de místicas bóvedas y obscuros corredores donde sentía el alumno cohibírsele el espíritu en medio de tanto silencio y disciplina. Fue allí, en las largas galerías y a la sobra de claustros y bóvedas, donde se formaron esos genios de temple y doctrina que, decididos en una misma suerte, crearon una patria”. La frase se lee en los intertítulos del fragmento en blanco y negro, filmado casi un siglo datrás, con que abre El Nacional, en el que el documentalista Alejandro Hartmann (AU3, Reset: Volver a empezar, El fotógrafo y el cartero: El crimen de Cabezas) se propone, a la manera de un Frederick Wiseman argento, registrar los múltiples engranajes de una institución. Y vaya que es una institución el Colegio Nacional Buenos Aires, cuna de líderes y referentes de todas las disciplinas, desde políticos –muchos de ellos presidentes– hasta artistas, pasando por intelectuales y científicos. Pero Hartmann es consciente de que no puede filmar todo, que las imágenes y los sonidos del registro observacional no alcanzan para dar cuenta de la dimensión física, política y social de esa mole fundada hace 150 años. Y entonces hace lo que todo buen documentalista: recorta, construye sentido, se deja sorprender por las particularidades de un lugar que, por su historia, su tamaño y su carácter legendario, asoma como monstruoso. Claro, para recortar, primero hay que saber qué rumbo darle a la tijera. El realizador da una pista con el discurso del entonces rector Gustavo Zorzoli durante la inauguración del ciclo lectivo de 2018, el mismo que registrará hasta el último día. Es un año clave, con las votaciones en el Centro de Estudiantes y la elección de un nuevo rector en el horizonte, al igual que el primer tratamiento legislativo de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. “Como todo colegio que se dice recontra progresista, tiene algunas cuestiones vinculadas al conservadurismo que mejor no decir”, enuncia Zorzoli ante los ingresantes de primer año y sus familias. De cómo conviven, de cómo cinchan la soga lo “recontra progresista” y el conservadurismo trata, entonces, este documental estrenado en la Competencia Argentina del último Bafici. Con un registro no intrusivo que procura camuflar el dispositivo cinematográfico en su paso por las aulas, pasillos, veredas y oficinas, El Nacional toma una parte por el todo, es decir, hace de las cosmovisiones muchas veces contrapuestas de los alumnxs y profesores una caja de resonancia de las tensiones que atraviesan gran parte del país. Y esa contraposición –como ya había mostrado La toma, otro muy buen documental colegial filmado en 2013 por Sandra Gugliotta– se resuelven a pura política, entendida ella como el arte de la negociación en pos de un común. La película funciona, entonces, como el retrato del despertar de la conciencia cívica de una nueva generación que muchas veces se estrola contra situaciones propias de otra época. Clases de un idioma fundamental para el mundo que viene como el latín, por ejemplo. O la importancia que Zarzoli concede al peso simbólico del Nacional, con sus paredes y claustros igual que hace décadas, en la rutina educativa. Dentro del aula, los alumnos discuten sobre Sartre con los profesores, aprenden funciones matemáticas y reciben a militantes de todas las organizaciones políticas en búsqueda de votos. En la vereda, arman asambleas abiertas ante la imposibilidad de realizar una toma y debaten con el ímpetu propio de quien tiene todo el futuro por delante sobre el aborto, la violencia de género y la ausencia de protocolos en el colegio. En los pasillos se rosquea y especula con el porvenir del Centro de Estudiantes. Los padres de la cooperativa debaten acerca de darle o no apoyo a 70 alumnas para que viajen al Encuentro Nacional de Mujeres. Nadie está muy convencido, pero menos convencidos están de poner la cara para decirles, en pleno apogeo de la ola verde, que no van a darles dinero. El aire del tiempo presente, entonces, como elemento capaz de definir la dicotomía entre el pasado y el futuro.
Las cosas no andan muy bien para Lucía (Constanza Cardillo). La joven tiene un embarazo que a duras penas le permite caminar y vive en una cabaña alejada en medio del bosque con su abuela (Marta Lubos), una anciana que hace del misterio una manera de habitar el mundo. Si bien no se lleva muy bien con ella, el asunto empeora cuando se instale en la casa del padre de su hijo, un despiadado líder de una banda de metal, apodado El Monje Negro, que además de música hace ritos satánicos. No hay que ser un genio para imaginar el peligro que corren Lucía y su embarazo. Si la premisa suena a cine de explotación, se debe a que Bienvenidos al infierno se encuadra orgullosamente dentro de ese cine de bajo presupuesto y más preocupado por asustar e inquietar que por construir una trama coherente. La realizadora Jimena Monteoliva (la misma de Matar al dragón y la muy buena Clementina) recurre a una estética setentosa –ver las letras de los títulos y las imágenes granuladas que las acompañan– para este violento e inquietante thriller claustrofóbico en cuyos pliegues se cuela un potente alegato sobre la empoderación femenina.
Un francés de mediana edad, burgués y bohemio, entra en una crisis existencial luego de que su novia se diera cuenta de algo que el espectador descubre en el segundo minuto de El brindis: Adrien, a sus 35 años, es un tipo insoportable, ególatra y superadito, que mira a su familia con desprecio aun cuando ni su madre, ni su padre, ni su hermana ni su cuñado hagan demasiado para merecerlo. O quizás sí lo merecen, porque la hermana no tiene mejor idea que pedirle que dé un discurso en la inminente boda con su novio. Y así arranca, entonces, el viaje mental de este hombre durante el que reflexiona sobre distintos aspectos de su vida –ninguna reflexión es asertiva, mucho menos interesante– y ensaya diversas variantes posibles sobre el mencionado discurso. Variantes cuyo artificio es evidenciado con el inédito recurso de romper la cuarta pared para hablarle directoramente al espectador. ¿Un treintañero en crisis, con un desprecio por casi todo, rompiendo la cuarta pared para agregar notas al pie? Suena conocido: Phoebe Waller-Bridge lo hizo en la serie Fleabag. Y lo hizo mejor: con más veneno, con más fineza observacional y, sobre todo, con una impronta de comedia negra notable. Nada de eso tiene El brindis, una comedia menor con un protagonista que repele cualquier intento de empatía y con pasos humorísticos que difícilmente causen gracia.
"Que todo se detenga": una película sobre la locura a la que le falta locura. En la primera escena de Que todo se detenga se ve a Germán en el living revuelto de su departamento aspirando una línea de cocaína, sustancia que alguna vez, en otra vida, se prometió no volver a consumir. Luego de uno de los tantos flashbacks que retrotraen la acción hacia distintas circunstancias que lo llevaron a la decadencia espiritual actual, el muchacho aparece sentado en el inodoro con la puerta del baño abierta… y sin papel higiénico para limpiarse. El director y guionista Juan Baldana necesita apenas dos escenas para ilustrar el estado de caos que impera la rutina de su desnorteado protagonista, un escritor que supo embocarla con un libro y ahora, a sus cuarenta años, se gana el mango haciendo notas para una revista de la embajada francesa mientras espera algo que ni él parece saber muy bien qué es. Más allá de la quietud física y el estatismo inherente a su trabajo, su cabeza no para, como si allí habitará un sinfín de pensamientos embrionarios que difícilmente adquieran el carácter de idea. Igual de astillada y fragmentada que el mundo interior de Germán es la adaptación cinematográfica de la novela homónima de Gonzalo Unamuno a cargo del responsable de Arrieros (2011), Los del suelo (2015), Sintientes (2020) y Desequilibrados (2021). Una adaptación que nunca logra despojarse de ese origen literario, como demuestra una voz en off omnipresente que permite enunciar en voz alta aquellos pensamientos sin rumbo a la vez que contextualizar las situaciones que se ven en pantalla y los personajes con los que se cruza durante su derrotero físico y emocional. Uno de ellos es el vecino (Luis Ziembrowski, notablemente desagradable y revulsivo) al que va a pedirle papel higiénico y termina instalado en el living de Germán (Gerardo Otero) con un whisky y pidiéndole, casi al borde la súplica, que por favor le deje practicarle sexo oral. Por ahí anda también su hermana (María Canale), con quien debe resolver cuestiones vinculadas con su madre internada al borde de la muerte, y un ex vecino (Alan Sabbagh) dedicado a la política, con el que cena menos por interés en su interlocutor que por no comer solo. Otro es un viejo conocido (Claudio Tocalchir) al que Germán, como a casi todos, detesta, quien le deja a cargo su celular para que le saque alguna foto a Charly García cuando visite el boliche en el que se encuentran. Germán nunca supo si el músico fue por la sencilla razón de que se esfumó para una noche de sexo casual con la hija de un acaudalado empresario hotelero. Que la escena de sexo esté filmada como en los ’80 (cámara lenta, estilización visual, actores con cara de goce supremo) ilustra el choque entre las presiones generadas por los mandatos del mundo moderno (la problematización de la idea de paternidad, motivo de separación de su novia; la sobre exigencia y precarización laboral, la soledad urbana) y su traspaso al lenguaje audiovisual deudor mayormente de formas extemporáneas, tensionando así una película sobre la locura a la que, paradójicamente, le falta locura.
La anteúltima película del director de Noticias de la familia Mars –presentó la última, La nuit du 12, en el Festival de Cannes de este año– tiene un comienzo desconcertante en el que se ve a un hombre con una cabra sobre su espalda entrando a un departamento. Recién sobre el final, cuando se complete el rompecabezas narrativo, quedará algo más claro quién ese hombre y qué hace con el animal. A ese inicio le sigue la presentación de la dinámica de una particular familia en una casa en las afueras de la ciudad. Allí está el patriarca transitado su vejez y controlando con puño de hierro las actividades dentro del lugar, su hija casada con un hombre con quien la une un desprecio mutuo y un empleado con serios problemas psiquiátricos con el que ella tiene un romance. La misteriosa desaparición de una mujer revelará un complejo entramado de relaciones cruzadas, identidades falsas y mentiras. Parca y grisácea como sus personajes, la porción inicial de Solo las bestias coquetea peligrosamente con el cine miserabilista, aquel poblado por criaturas despreciables sin un atisbo de bondad y que tanto suele agradar en los principales festivales de Europa. Sin embargo, a medida que avance el metraje, Dominik Moll se aleja de esa impronta sobradora y hace de su película un thriller. El resultado es un film desparejo, por momentos expulsivo, pero con aura de misterio que lo vuelve inquietante.