"Las fiestas": lazos familiares complejos. Cecilia Roth, Dolores Fonzi, Daniel Hendler, Ezequiel Díaz y Margarita Israel Gurman protagonizan esta comedia drámática (o drama cómico). Las reuniones familiares con integrantes que tienen relaciones tirantes entre ellos configuran uno de los tópicos narrativos más recurrentes a lo largo y ancho del globo audiovisual. Si a eso se suma que la reunión es consecuencia de un reciente coqueteo con la muerte y transcurre en una casa de campo durante la Navidad, queda claro que hay materia prima de sobra para un relato que orbite alrededor de los vínculos, la disfuncionalidad, los errores del pasado y la posibilidad de un futuro un tanto más armónico puertas adentro del clan. Así ocurre con Las fiestas, el segundo largometraje en la silla plegable del también actor Ignacio Rogers después de El diablo blanco (2019). No podían ser más distintas ambas películas: del terror fantasmagórico y sobrenatural de aquella a esta amable comedia dramática –o drama con toques de comedia– que tuvo su primera exhibición pública en el marco de una de las secciones paralelas del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata del año pasado. Las familias son como galaxias que orbitan alrededor de una estrella. El problema, en todo caso, es qué pasa cuando esa estrella comienza a perder el brillo. Se necesita, entonces, una reconfiguración del sistema, tal como ocurrirá con la familia encabezada por María Paz (Cecilia Roth), una mujer que no tiene una relación fluida con sus tres hijos. No obstante, el terceto está firme al pie del cañón durante su internación a raíz de un infarto. Y eso que cada uno enfrenta sus propios problemas. Algunos quedan claros en los primeros minutos del metraje, como el de Mali (Ezequiel Díaz), que se gana la vida como camarera, pero no parece tener la paciencia suficiente para lidiar con clientes, y acaba de perder su techo. Luz (Dolores Fonzi), por su parte, tiene una hija fruto de un matrimonio trunco e intenta combinar su rol maternal con la posibilidad de satisfacer sus deseos femeninos. El último es Sergio (Daniel Hendler), dueño de una apatía que, en realidad, esconde una profunda insatisfacción con su vida emocional. Claro que María Paz no es una carmelita descalza. Manipuladora y en general distante de su prole, aprovecha su convalecencia para organizar una escapada a una estancia durante las fiestas del título. Y hasta allí irá el grupo, dispuesto a tratar a que los días pasen de la manera más tranquila posible. Difícil. No hay que ser un genio para imaginar que la convivencia irá de la frialdad a los pases de factura, y de allí a la revelación de los núcleos emocionales más íntimos de esos hermanos que, más allá todo, están dispuestos a quererse. Se agradece que el guion –coescrito entre Rogers, Ezequiel Díaz, Esteban Lamothe, Alberto Rojas Apel y Julieta Zylberberg– evite los subrayados para, a cambio, apostar por la fluidez y diálogos a priori intrascendentes que irán cobrando sentido a medida que cada quien muestra su rostro auténtico. Personajes auténticos que dicen cosas propias de seres humanos. Las fiestas, entonces, como una película algo amarga y frágil, pero que cree a pies juntillas en la honestidad y la transparencia.
"Avatar: el camino del agua": una nueva aventura sensorial. El director de "Titanic" eleva las búsquedas visuales al punto de que es imposible saber qué de todo lo que se ve es real y qué fue creado digitalmente. Titanic es una de las películas más importantes de la historia del cine. Por haber ganado once Oscars –la más premiada junto a Ben-Hur y El Señor de los Anillos: el retorno del Rey– y recaudado más de dos mil millones de dólares durante los largos meses que estuvo en cartel, pero sobre todo porque en ella podría cifrarse la clausura del cine de gran espectáculo que imperó durante el siglo pasado: una historia transparente y épica de larguísimo aliento recreada con enormes valores de producción, en la que convivían múltiples géneros y filmada mayormente de manera analógica (vale recordar que se armó una pileta gigante para recrear escenas del hundimiento), aunque abriéndole las puertas a una tecnología digital de punta. Doce años después, Cameron utilizó en Avatar (2009) la por entonces flamante tecnología 3D como nadie; esto es, para moldear un mundo propio y personal “hacia adentro” de la pantalla, llenándola de texturas, colores y criaturas de todo tipo, en lugar de limitarse a ir “hacia adelante” revoleándole cosas a la platea. Es cierto que el 3D, cuya hegemonía duró lo que un lirio, ha tenido un importante desarrollo en la última década. Tan cierto como que con Avatar: el camino del agua –primera secuela de otras que vendrán en 2024, 2026 y 2028– Cameron reinventa todo lo conocido para dar forma a algo distinto, único, probablemente irrepetible, que eleva las búsquedas visuales al punto de que es imposible saber qué de todo lo que se ve es real y qué creado digitalmente: el sueño húmedo del metaverso de Mark Zuckerberg materializado en una pantalla. Si todo indica que el cine, con su hegemonía perdida ante el streaming, debe reconvertirse en un evento que vaya más allá de la proyección de películas, Cameron ilumina un camino posible reuniendo lo mejor de los dos mundos para que las segundas puedan ser lo primero sin perder su esencia: someter al espectador a un vaivén de emociones, arrastrarlo de las narices hasta los sectores más recónditos de la imaginación, retrotraerlo hasta épocas donde las posibilidades del cine –y, con ello, del mundo– era un terreno listo para ser descubierto. Pero el responsable de Terminator es, se dijo, un director. O sea, no uno de los asalariados que suele timonear las grandes producciones actuales: lo suyo no es el regodeo técnico por el regodeo en sí mismo, sino poner la cámara donde nadie para construir un relato clásico y de una fluidez notable, al punto de que las tres horas de metraje pasan volando. Prodigio técnico es una frase que duele de tan común. Pero no hay otra manera de definir esta nueva aventura sensorial que retoma las acciones en el planeta Pandora diez años después de los hechos de la primera entrega, cuando el marine Jake Sully (Sam Worthington) desechaba su maltrecho cuerpo humano para traspasarse al de su avatar na'vi, convirtiéndose así en uno de esos humanoides azules altos y flacos que pueblan el planeta y conviven en armonía con su entorno. En la película de 2009 había mercenarios y soldados intentando apropiarse de una zona del planeta llena de un metal de altísimo valor económico. El problema era que allí estaba el espacio sagrado donde los humanoides se conectaban con Eywa, la fuerza guía y deidad de Pandora, la misma que escuchaba el pedido de ayuda de Jake y enviaba todas las especies a repeler el ataque. Una concepción holística barnizada con un mensajito eco-friendly que aquí resuena aún con más fuerza. Demasiada, por momentos, al punto que tranquilamente podría aparecer una leyenda antes del inicio de los créditos finales alertando sobre los efectos del calentamiento global y la contaminación en los océanos. ¿Océanos? ¿Acaso los na’vis no vivían en un bosque encantado? No todos, pues otra tribu lo hace a orillas del mar y, por ende, centra su cosmogonía en la relación con todo aquello que anida en las profundidades. A ella se sumarán Jake, su pareja Neytiri (Zoe Saldana) y los hijos que han tenido en los años que llevan juntos. Llegan hasta allí debido a que los militares, con el temible Quaritch (Stephen Lang) a la cabeza, volvieron ávidos de revancha y convertidos en avatares y, por ende. Mientras ellos buscan a Jake para saldar cuentas pendientes, él se integra a su nueva comunidad sin problemas. No ocurre lo mismo con sus hijos, a quienes el relato destina buena parte de su atención. Cameron, consciente de que la taquilla actual respira con el dinero insuflado por jóvenes, apunta directamente a ellos con esa subtrama infanto-juvenil. Un movimiento calculado que compensa con la creencia total en aquello que cuenta y en la potencia hipnótica que puede generar el cine cuando sus herramientas son usadas con el mismo virtuosismo con que Messi apiló croatas en la semifinal del Mundial.
"Juego perfecto": de perfección, poco y nada. La nueva película como director del protagonista de "Gladiador" mete en una olla un poco de todo lo que encuentra mano. Y el guiso le sale mal. Aunque conocido en casi todo el mundo por sus trabajos como actor, en especial desde que El informante (1999), Gladiador (2000) y Una mente brillante (2001) le significaron tres nominaciones consecutivas para el Oscar y una estatuilla por su Maximus en la película de Ridley Scott, el neozelandés Russell Crowe despunta cada tanto el vicio de la dirección. Así lo hizo en 2014 con Camino a Estambul, un melodrama orgullosamente demodé que seguía el viaje de un padre (el propio Crowe) desde Australia hasta Turquía para encontrar y enterrar los cadáveres de sus tres hijos caídos en acción durante la emblemática batalla de Gallipoli de la Primera Guerra Mundial. Y así lo hace ahora con Juego perfecto, que se presenta como la historia de un jugador profesional de póker que desarrolló uno de los primeros sitios online de apuestas y ahora, forradísimo en plata, se pasea por una vida majestuosa como un ánima tristona y una voz gutural susurrante. ¿Qué le pasa al bueno de Jack Foley? Se verá a medida que vaya cocinándose este guiso oceánico hecho con retazos de subtramas de mil películas ya vistas. Si en Camino a Estambul Crowe aparecía como un realizador con plena confianza en los mecanismos más trajinados de los dramas de época, aquí luce como alguien que nunca sabe para dónde ir. O, peor aún, como alguien que ambiciona narrar algo que ni él parece saber muy bien qué es. Todo arranca con una típica secuencia de un coming-of-age, esto es, con un par de chicos andando en bici durante una tórrida tarde de verano. A la vera de un acantilado se junta el grupete de amigos para jugar a las cartas –por guita, obvio-, hasta que viene un matoncito digno de una high-school movie para robarles el botín. Los pibes huyen tirándose al río, el malo los putea y promete encontrarlos: todos felices y contentos. Corte a un presente con Foley (Crowe) ajustando los últimos detalles para una noche de juego con aquellos amigos, no sin antes pegarse un alto viaje de ayahuasca o alguna sustancia similar, guiado por un gurú que habla con la sabiduría ancestral de un señor Miyagi oceánico. Pero no será, desde ya, una noche cualquiera, porque la idea es apostar fuerte con los chicos devenidos en adultos muy distintos entre sí: uno ahora es ministro, otro anda en modo hippie, el tercero lleva una vida apacible como padre de familia... Que las apuestas tengan varios ceros –cortesía del dinero que Foley repartió entre todos–- es el síntoma inequívoco de que Foley se trae algo entre manos y que, quizás, el póker sea una excusa. Y lo es, pues de allí en adelante Juego perfecto mete en una olla un poco de todo lo que encuentra mano: la voluntad algo perversa de Jack de empujar a los jugadores hasta más allá de sus límites éticos, las confesiones ventiladas cuando el alcohol empiece a correr –que uno se quiere suicidar, que al otro lo extorsionan con un video encamándose con una chica, y así-, algún intento por recurrir a la emotividad más crasa manoteando una enfermedad terminal, secuestros, robos, y una venganza que de tan imposible se vuelve irrisoria, como casi todo en este juego que de perfecto tiene poco y nada.
"Fue un error ofrecerle esta tienda. Antes no tenía nada, ahora quiere todo", le dice Blanche Mercier (Sara Giraudeau) a Joseph Haffmann (Daniel Auteuil) cuando cumple con la rutina, instalada hace meses, de llevarle una bandeja con comida al sótano que opera como refugio ante los nazis que, en plena ocupación parisina, buscan sacar a todos los judíos de la ciudad. La frase está a tono con un film que va desplegando capas cada vez más oscuras, hechas de ambición y sed de confort y reconocimiento, de François Mercier (Gilles Lellouche), el marido de Blanche y a quien Haffmann, cuando pensaba huir de la ciudad ante la persecución insostenible, le cedió el control de su joyería. Un empleado a priori fiel y leal, pero cuya fidelidad y lealtad el contexto pondrá a prueba. La idea del señor Haffmann era huir durante la noche, no sin antes entregarle –papeles mediante– el negocio y su casa a su empleado. El problema es que los controles en la estación son tan férreos que imposibilitan cualquier intento de viaje. Ante eso, el joyero vuelve a su ahora “ex” casa para refugiarse, al tiempo que François empieza a cumplir su sueño de presentar diseños propios, congraciándose además con las cúpulas invasoras. El guionista y realizador Fred Cavayé vuelve a la Segunda Guerra Mundial para un relato que construye sus tensiones mediante interacciones nunca forzadas, eludiendo además los lugares comunes de las películas basadas como esta en obras teatrales. Porque quizás el dilema no sea tanto el de Haffmann como el de Mercier, un hombre que lentamente empieza a mostrar una faceta irreconocible para su ex empleador. Los chantajes, los juegos verbales y las manipulaciones están a la orden del día en este film que muestra cómo la monstruosidad puede estar donde menos se la espera.
El director de La furia (1997) y Un día en el paraíso (2003) vuelve al cine después de más de diez años –su último trabajo hasta la fecha había sido Fontana, la frontera interior (2009)– con una película hecha a la vieja usanza, con todo lo bueno y lo malo que esto implica. Se trata de un policial que abreva en los códigos clásicos del género para narrar el tortuoso periplo de la ex pareja de un oficial caído en acción en circunstancias cuanto menos sospechosas. La mujer se llama Silvia y está interpretada con la habitual prestancia de Sofía Gala Castiglione. Apenas después del entierro, empieza a sentir el aliento de un Comisario Mayor de Asuntos Internos particularmente interesado en el tema. Primer indicio de que hay gato encerrado. El segundo es la aparición del misterioso El Griego (Diego Velázquez), a quien aquel comisario le asigna como misión seguir a sol y sombra a Silvia. Con esas piezas sobre el tablero, empezará a desarrollarse un juego de gato y ratón donde cada quien irá mostrando sus verdaderas motivaciones, muchas de las cuales pueden suponerse bastante antes de que ocurran, como el inevitable interés mutuo entre Silvia y El griego. Con una factura técnica prolijísima, Natalia Natalia –término utilizado en la jerga policial para aludir a los cadáveres no identificados- fluye con naturalidad, sin apremios. El problema es que por momentos esa cuestión hace que relato carezca de tensión. Si el resultado es positivo, se debe principalmente a Gala Castiglione y Velázquez, dos intérpretes capaces de darle verosimilitud y carnadura a cualquier personaje.
Manuel (Martín Miller) tiene 16 años y hace las cosas “normales” de un chico de esa edad: sale con sus amigos, tiene una banda de música con la que pasa largas horas ensayando, vaguea por las calles con la tranquilidad de quien tiene toda la vida por delante y vivencia sus primeras experiencias románticas. Una serie de experiencias a la que le sumará una nueva cuando empiece a sentir algo más que amistad para con Felipe (Teo Inama Chiabrando), ese amigo de toda la vida que es casi un hermano, como demuestra el video casero hogareño de un cumpleaños de cuando ellos eran chicos con que inicia la ópera prima de Mariano Biasin Estrenada en la sección Generation 14plus del Festival de Berlín, Sublime presenta un espíritu similar a Las buenas intenciones, una conexión que la presencia del actor Javier Drolas como padre comprensivo y melómano no hace más que reforzar. Como en la ópera prima de Ana García Blaya, Biasin hace de la música una manera de comunicación, poniéndole sonidos y palabras a aquellos sentimientos y sensaciones que los personajes no quieren o no pueden decir. O ni siquiera lo saben, en tanto Sublime es un coming of age donde el descubrimiento está a la orden del día. Biasin observa a sus protagonistas adolescentes con la misma frescura con que ellos enfrentan sus situaciones diarias. Si bien en algunos diálogos se notan las costuras de un guion de hierro, hay en los actores una fluidez en sus movimientos y gestos notables. Porque Manuel y Felipe tendrán sentimientos encontrados, complementarios a la vez que opuestos, pero en ningún momento asoma la sensación de prohibido. Si hay algo en común en ellos, es una sensación de miedo ante la potencial pérdida del vínculo con el otro y el rechazo ajeno. Sublime registra una adolescencia mayormente diurna y luminosa, apoyándose en los escenarios costeros donde transcurre la acción. El resultado es un film que hace de la comprensión una norma, que acompaña con lealtad a esos chicos para quienes la vida podría convertirse en algo distinto a lo que fue. Distinto y, muy probablemente, mejor.
Bardo", o el director en su laberinto. El realizador de "Babel" y "Biutiful" hizo una de sus habituales películas ambiciosas y cargadas de nihilismo, a lo que le suma escenas cuya carga metafórica cae ante el peso del ridículo. creciente es un monstruo querible y frágil, en línea con los que han atravesado la filmografía del ganador del Oscar por La forma del agua. ¿E Iñárritu? Bueno, el director de Babel y Biutiful hizo una de sus habituales películas ambiciosas y cargadas de nihilismo, a lo que le suma escenas cuya carga metafórica cae ante el peso del ridículo. Son dos horas y media largas, larguísimas, llenas de prodigios técnicos que conducen hacia la nada misma. Un vacío cuya pretensión se preanuncia desde la elección de un título como Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades. Porque Iñárritu no hace películas; Iñárritu cuenta verdades, en este caso, con la forma un viaje por sus obsesiones. O, mejor dicho, LA obsesión, que no es otra que él mismo. trenes que se inundan, tormentas de arena, recreaciones de batallas entre mexicanos y estadounidenses y varios intentos burdos por señalar que el mundo se está yendo a la mierda. Así lo piensa Iñárritu, como también su alter ego ficticio Silverio Gacho (Giménez Cacho), un periodista devenido en reputado documentalista que vuelve a México tan consagrado por la crítica como conflictuado por cuestiones nunca del todo claras. Pero tampoco importa demasiado, dado que lo importante es que esa conflictividad pueda operar como puntapié para largas peroratas con ínfulas de profundidad y encuentros con personajes de todo tipo, pero siempre cortados por la tijera de una maldad innegociable. Como ese colega que, durante una entrevista televisiva en vivo, fusila discursivamente a Silverio. Porque en Bardo no hay salvación posible, mucho menos algo parecido a la reconciliación.
Esta Navidad se van a cumplir 10 años de la muerte del oso polar del zoológico porteño a causa del calor y los cohetes. Ese hecho, sumado a un cambio mundial en la consciencia sobre el cuidado de los animales salvajes, marcó el punto final de la centenaria institución palermitana tal como funcionaba hasta ese momento. Tres años después, comenzó un largo proceso jurídico que culminó, en 2019, con la declaración de la orangutana Sandra como “persona no humana y ser sintiente”. Utilizando ambos casos como disparadores, los directores Pablo Chehebar y Nicolás Iacouzzi (los mismos de Castores: la invasión del fin del mundo y la muy recomendable El Crazy Che) proponen un documental que demuestra que la rigurosidad periodística puede ir de la mano de un humor cargado de absurdo, una suerte de costumbrismo retorcido que recuerda, en sus mejores momentos, al cine de Christopher Guest. Nutrida de un cuantioso material de archivo y de una diversidad de fuentes con posiciones muchas veces opuestas –una bienvenida excepción a la corriente mayoritaria de documentales didácticos-, Zoofobia viaja en el tiempo para indagar en la historia de los zoológicos y sus modificaciones estructurales a raíz de los cambios socioculturales. Viaja también por Europa, pues recorre instituciones paradigmáticas vinculadas con la exhibición de animales. Una exhibición que dio paso al conservacionismo y la protección. Y está, claro, el juicio por la orangutana, con testigos, funcionarios y especialistas dando sus diversos puntos de vista. Errores idiomáticos (hay un gag notable relacionado con la traducción en vivo del testimonio de un especialista extranjero), jueces amantes de animales y cuidadores y vecinos que tranquilamente podrían ser personajes de ficción completan el mosaico de voces de uno de los documentales argentinos más estimulantes del año.
No odiarás comienza con una escena de la infancia de Simone en la que está junto a su padre a la vera de un río. Ese hombre, sobreviviente del Holocausto, tiene una caja con gatitos bebés a los que, luego de que su hijo elija uno para quedárselo, ahogará en el agua, no sin antes decirle que a veces hay que hacer cosas que no nos gustan. Sabiendo que la trama incluirá al nazismo, suena a preludio de una de esas películas destinadas a señalar con el dedo el estado de decadencia social del mundo contemporáneo. Sin embargo, No odiarás es otra cosa: un film acerca de un hombre sometidos a un dilema de consecuencias impredecibles. Ese dilema se genera cuando presencie el accidente de un auto cuyo conductor tiene un símbolo nazi en su pecho, por lo que, en lugar de ayudarlo, se queda observando su lenta agonía, generando una culpa que se traducirá en una obsesión que lo lleva a contratar a la hija de la víctima como ama de casa, para bronca de su otro hijo, quien “heredó” de su padre un odio extremo hacia los judíos. Las luces de alerta se encienden ante una apretada nada amable de ese jovencito para que Simone (el impenetrable Alessandro Gassmann) deje en paz a su familia. Pero es entonces cuando el film se corre de la senda del alegato político más obvio para, en cambio, mostrar el entramado que empieza a construirse entre ellos. Aunque con algunos giros demasiado forzados en su guion, No odiarás logra indagar en los pliegues emocionales más contradictorios de hombre parco y taciturno, tan reputado como solitario, generados por su incipiente relación con esos chicos agobiados por deudas. Chicos cuya fragilidad tiñen al film de un aura tan triste como enigmática.
En Máxima velocidad (1994) había un ómnibus que, si bajaba de una determinada velocidad, explotaba. En Crank: Muerte anunciada (2006), un asesino a sueldo despertaba con la noticia de que había sido envenado y que, si no lograba mantener lo suficientemente alto su nivel de adrenalina, moría. Remake de la española El desconocido, de Dani de la Torre, Amenaza explosiva (título genérico si los hay…) asoma como una mezcla entre aquellas dos películas, aunque sin llegar a la altura de la acción trepidante de la primera ni al desquicio de la segunda. Es, apenas, un film sostenido por una premisa cuya sencillez es directamente proporcional a lo inverosímil de su guion. Todo comienza cuando el gerente de un banco sube a su auto junto a sus hijos para empezar un día en apariencia igual a tantos otros. Todo cambia cuando recibe una llamada anónima alertándolo de que se ha sentado sobre una bomba y que, si intenta dejar el vehículo o hace algún movimiento extraño, volará por los aires. ¿Qué debe hacer para evitarlo? Depositar una suma millonaria de dinero en una cuenta. A eso le sigue una hora y media durante la que el pobre gerente deberá sortear los mil y un obstáculos con tal de mantener viva a su familia. Obstáculos cada vez más imposibles hasta amarrar en un puerto donde impera la tranquilidad de un motivo concreto para la amenaza. Esas explicaciones conspiran contra la eficacia de una premisa que, llevada a su extremo y evitando ciertas justificaciones torpes, habría dado muchos mejores resultados.