El buen amigo gigante Una buena historia de aventuras para toda la familia con sello japonés. Si conseguir un lugar en la cartelera comercial es complicado para cualquier producción no destinada a un público infantil o sin el respaldo de una major detrás, qué decir de una película japonesa de animación. En ese contexto, el estreno de El niño y la bestia es prácticamente un milagro en medio de un panorama cada día más concentrado en las propuestas de Hollywood. Lejos del cine elegíaco de Hayao Miyazaki pero también de las explotaciones de franquicias de amplia trayectoria televisiva (Dragon Ball, Los Caballeros del Zodíaco), El niño y la bestia toma varios de los temas predilectos del mundo del animé (la soledad, el miedo, el desamparo familiar, la fantasía inmersa en el mundo real) para construir un luminoso y a la vez trágico relato de iniciación. El protagonista es Ren, un niño de 9 años en pleno duelo por la pérdida reciente de su madre, que descubre un portal para ingresar a un mundo paralelo poblado por animales antromorfizados y seres sobrenaturales, donde entablará una particular relación con un oso gigante y de bíceps tamaño Dwayne “The Rock” Johnson llamado Kumatetsu. El realizador Mamoru Hosoda muestra cómo el vínculo entre ambos va de la desconfianza al apego, de la suficiencia a la inspiración, siempre atendiendo a la vertiente más trágica de un relato poblado por seres solitarios, marginados de su entorno. Algo obstinada en su búsqueda por dejar un mensaje, El niño y la bestia, se dijo, no alcanzará los picos dramáticos ni de genuina emoción de Miyazaki, pero es una digna historia de aventuras para toda la familia.
Carne de diván Más allá de su estructura clásica, este documental sobre la figura de Enrique Pichon-Rivière se sigue siempre con interés. Si la Argentina es, como aseguran los expertos, uno de los países con más psicoanalistas per cápita del mundo, se debe en gran parte a Enrique Pichon-Rivière. Nacido en Suiza en 1907, se radicó junto a su familia en la zona de la Mesopotamia, primero en Chaco y luego en Corrientes. La observación de la dinámica de ese entorno natural y boscoso sería fundamental para convertirlo en quien finalmente fue: el “padre” de la psicología social. El francesito- Un documental (im)posible sobre Enrique Pichon-Rivière explora las aristas familiares, laborales y sentimentales de quien para muchos es la segunda personalidad más importante del psicoanálisis detrás ni más ni menos que de Sigmund Freud. El realizador Miguel Luis Kohan (Salinas grandes, Café de los maestros) se convierte en una suerte de detective del psicoanálisis para rastrear la huella de Pichon-Rivière e intentar aprehender los pormenores detrás de su trabajo, siempre llevando él mismo la voz del relato. El film es clásico en su forma (cabezas parlantes, imágenes y audios de archivos), pero se sigue con interés gracias a la complejidad de su protagonista. La dimensión arltiana de su figura y la de varios de sus discípulos, todos con líneas de pensamientos opuestas a la del mundo académico, completan el panorama de un documental para ver no desde una butaca, sino desde el diván.
Regreso a las fuentes Pocos personajes han tenidos tanta recurrencia en el cine y la televisión como el creado en 1912 por Edgar Rice Burroughs. Y el Hollywood actual -ávido de reciclar una y otra vez personajes del imaginario popular- recurre nuevamente al hombre criado en plena selva por los primates, ahora en el cuerpo de Alexander Skarsgård. El resultado de este regreso de la mano del director de las últimas cuatro entregas de Harry Potter es bastante atractivo en su tono épico con pátina ecologista. La leyenda de Tarzán se sitúa varios años después del arribo de John Clayton III (Alexander Skarsgård) a la vida urbana. Ese presente es diametralmente opuesto al pasado selvático, y lo encuentra con dinero y en pareja con Jane (la australiana Margot Robbie). Los planes del capitán Leon Rom (Christoph Waltz, atrapado otra vez en un rol de malvado) para quedarse con los diamantes de la zona del Congo Belga que sirvió de hogar a Tarzán durante gran parte de su vida lo obligarán a iniciar una marcha a través del continente africano. El viaje implicará un sinfín de obstáculos que Tarzán/Clayton irá sorteando con la ayuda de su compañero (Samuel L. Jackson) y los indígenas de su ex comunidad. Obstáculos que son muchos y variados, como buen film de aventuras. Así, lo mejor que puede decirse del largometraje de David Yates (el mismo de las última cuatro películas de la saga de Harry Potter) es que prioriza el sentido de la aventura y el movimiento por sobre el espectáculo, construyendo así un relato correcto, terso y que entretiene con honestidad y sin grandilocuencia. Claro que esta ausencia no implica necesariamente sobriedad. Algunos momentos recargados en sus aspiraciones épicas y otros con una pátina ecologista muestran que el film se balancea no entre lianas, pero sí entre el clasicismo y la modernidad pirotécnica y bienpensante.
Comedia que patina con los ectoplasmas. Acosado por la mirada de los fanáticos, el film consigue un buen primer pasaje; las cosas se complican cuando todo deriva al heroísmo. Al final, tanto escándalo para casi nada. Repudiado por fans tan acérrimos como misóginos, a quienes la sola idea de revivir a los cuatro cazadores de seres sobrenaturales en clave femenina viene generándoles arcadas desde el mismísimo anuncio de su realización, y dueño de uno de los trailers más criticados de los últimos años, el reinicio de Los Cazafantasmas no es el desastre que los agoreros se empecinaban en pronosticar. Tampoco una genialidad, claro. Es, en todo caso, una de esas películas prolijísimas en la que todo parece estar regulado y cuyos potenciales espacios de libertad e incorrección son apaciguados por la pulcritud con la que Hollywood baña casi todas las superproducciones salidas de su línea de montaje. La particularidad del film de Paul Feig –uno de los estandartes de la Nueva Comedia Americana, guionista de Freaks and Geeks y director de Damas en guerra– es la frontalidad a la hora de evidenciar esos mecanismos de control. No hay ni habrá dato ni confirmación oficial, pero da la sensación que la película que Feig quiso hacer dura hasta el minuto cuarenta o cincuenta. Habituado a inmiscuirse en dinámicas grupales femeninas (la mencionada Damas en guerra, Armadas y peligrosas, Spy: una espía despistada), el también coguionista arranca como para despacharse con una comedia sobre cuatro mujeres bien disímiles pero que, como es habitual en los personajes de gran parte de la Nueva Comedia Americana, están hermanadas por el desajuste y el descaste. Desajustada y descastada está una científica, la misma que años ha supo escribir un libro sobre espíritus que refutaría los pilares teóricos de su inminente cátedra facultativa propia (Kristen Wiig). También su compañera de páginas y ex amiga (Melissa McCarthy), la asistente de esta última (Kate McKinnon), la boletera de subte buena onda y supinamente ignorada por todos los pasajeros (Leslie Jones), y sobre todo Kevin (Chris Hemsworth), un metro noventa de pura facha pero con un grado de idiotez tan grande que toma café una y otra vez para escupirlo y recordar que no le gusta. La presentación de todos ellos, sus situaciones personales y la construcción de una retorcida dinámica interna en paralelo al desarrollo del emprendimiento espiritista conforman una invitación al humor de situación, ese que se resuelve en el marco de una secuencia. Invitación que Cazafantasmas (así, sin el “Los” de las originales) acepta y ejercita con destreza, bien en línea con cuatro protagonistas y un director formados en la escuela de Saturday Night Live (el diálogo con el decano y la entrevista “laboral” a Kevin, por citar dos de los momentos más cómicamente logrados, podrían ser sketch de ese programa). Hasta aquí, entonces, todo más que bien. El problema es que los mecanismos de película empiezan a tironearse entre esa apuesta humorística y el desarrollo de un relato más clásico y convencional, como si llegando a la mitad del metraje recordara que una buena porción de su potencial público será aquel que recuerde con cariño el díptico a cargo de Ivan Reitman. Así, a la andanada de cameos y guiños se le sumará el creciente protagonismo de una historia centrada en el despertar simultáneo de todos los fantasmas de Nueva York. El consecuente caos implica el enésimo cataclismo urbano en la última década, con esos planos aéreos tan espectaculares como digitales y la caída de cuanto rascacielos exista, obligando a las chicas a correrse de la hoja de ruta cómica para volverse las salvadoras del mundo. Igual que Los Vengadores, pero con disparadores de protones en lugar de martillos, escudos y/o trajes metálicos.
Salud rural François Cluzet y Marianne Denicourt son lo mejor de este drama francés que elude los golpes bajos. Jean-Pierre (François Cluzet, cada película más parecido a Dustin Hoffman) es bastante más que un médico ruralista: también es amigo, psicólogo y ocasional consejero de varios de los habitantes de los pueblos de la campiña francesa que recorre semana tras semana. Podría pensarse, entonces, que En un lugar de Francia es un drama de tintes sociales de la escuela de los hermanos Dardenne, pero la afirmación no sería del todo cierta. Al fin y al cabo, el centro narrativo y temático del film pasa por otro lado: la aparición de un cáncer que obliga a Jean-Pierre a delegar parte de sus esfuerzos en Nathalie (Marianne Denicourt), una ex enfermera de hospital dispuesta a pegar el gran salto de su carrera. Dirigida por el también médico Thomas Lilti (el mismo de Hipócrates, nominada a siete premios César) y basada muy libremente, según el mismo lo ha reconocido, en sus experiencias laborales, En un lugar de Francia es, entonces, un drama con toques humorísticos que muestra la progresiva construcción del vínculo entre ellos –que va de la desconfianza a la empatía, del rechazo a la incipiencia de una atracción mutua– y la de ellos con el entorno. Sin subrayados, pero algo obvio en su desarrollo, y con la idea de la superación personal como meta, En un lugar de Francia no ofrece nada demasiado novedoso, pero su criterio a la hora de evitar los golpes bajos (el combo pobreza + cáncer podía ser letal) y la química entre los actores son los pilares sobre los que descansan los méritos de un film por demás atendible.
Con la espada, con la pluma y la palabra. Casi todos los exiliados coinciden en que lo peor, lo más doloroso e irremediable, es el destierro. La obligación de dejar atrás a los suyos y despegarse de los rituales y hábitos que fundan una identidad se siente como la caída a un vacío sin fondo. Pero para un grupo de periodistas e intelectuales argentinos forzados a emigrar a Europa en los comienzos de la última dictadura militar significó una oportunidad única para trascender las particularidades de su tiempo. Estrenada en una de secciones no competitivas del Festival de Mar del Plata de 2014 y dirigida a cuatro manos S.C. Recortes de prensa desglosa los pormenores de la preparación y la puesta en marcha de Sin censura, publicación elaborada desde París y Washington y que en sus seis números contó con los servicios de las plumas de Gabriel García Márquez, Osvaldo Bayer, Osvaldo Soriano y Eduardo Galeano, entre otras. Los primeros minutos de S.C. Recortes de prensa son confusos debido a una deriva que impide dilucidar con claridad cuál es su objeto de estudio. Hasta que el propio devenir narrativo hila esos retazos sueltos, y el film, ya ordenado, avanza a paso firme hasta arribar a la publicación y su entorno. Los realizadores, que saben que no hay emprendimiento surgido por generación espontánea, dedican una buena porción del relato a poner en contexto el universo del periodismo en las vísperas y la primera etapa de la dictadura. Lo hacen recuperando fragmentos audiovisuales –la inauguración de Papel Prensa (“El papel ahora es argentino”, dice la extasiada cronista), la amable sugerencia de Videla a los periodistas acreditados en la Casa Rosada para que “cumplan con su misión”–, reproduciendo artículos de diarios y revistas pródigos en cuantificar las bajas de “extremistas”, “subversivos” y “terroristas” e incluso sobrevolando las operaciones mediáticas pergeñadas desde la ESMA. Un menú a base de entrevistas y un cuantioso material de archivo no es novedoso en una cinematografía pródiga en documentales expositivos con cabezas parlantes como la argentina. Lo que diferencia a éste, y que brilla por su ausencia en ocho de cada diez films de este tipo, es una bienvenida distancia emocional sobre los acontecimientos. Castro y Martínez Zemborain buscan menos la validación de una hipótesis que la puesta en perspectiva de una aventura mediática y política, bien en línea con el tono y la oratoria segura y analítica de los oradores. Conscientes del carácter testimonial del film, los periodistas e intelectuales recuerdan aquellos años con orgullo y pasión, precisan nombres de los principales promotores –entre ellos, Julio Cortázar–, describen con detalle la enrevesada logística que permitió que un periódico confeccionado en París se imprimiera en Washington y desde ahí se distribuyera clandestinamente alrededor de cinco mil ejemplares en varios países del Cono Sur, teorizan sobre los efectos de la distancia y recuerdan a sus caídos, todo sin que la puesta en marcha de la memoria implique equiparar vocación y valentía con heroísmo.
Zablazos, trompadas y hechizos. Ver Warcraft: El primer encuentro de dos mundos en una avant premiere rodeado de fanáticos del juego que sirvió de materia prima al film puede ser muy ilustrativo. Juego que es, vale aclarar, uno de los más populares y clásicos –su primera versión data de 1994– del género de estrategia en tiempo real y un auténtico ícono entre los gamers que hoy rondan los 30 años. Lo que se escuchó al inicio de los créditos finales fue una tibia ola de esos aplausos que se conceden más por cortesía que por reconocimiento, como si ellos, los fanáticos, se hubieran conformado con la módica satisfacción de haber visto y reconocido en la pantalla grande una porción de la iconografía que viene acompañándolos desde la adolescencia. A riesgo de tomarse la parte por el todo, podría decirse que si la adaptación a cargo de Duncan Jones no interpeló de forma directa a quienes debía hacerlo, menos lo hará con aquellos espectadores neófitos en este universo fantástico de orcos y humanos, de magos y hechiceros, de energías negativas y positivas, de mundos paralelos tendientes a confluir en la enésima batalla de la guerra eterna entre el Bien y el Mal que Hollywood viene tematizando una y otra vez desde sus mismísimos inicios. Menudo padre le tocó al pobre Duncan Jones: un tal David Bowie. Pero el muchachito superó con creces el rótulo de “hijo de” gracias a dos muy buenas películas de ciencia ficción como Moon (2009) –editada aquí en DVD con el título En la Luna– y Ocho minutos antes de morir. En ambas se percibía quizá no una voz autoral, pero sí una con intereses, temas y una visión del mundo claros y definidos. Todo eso aquí brilla por su ausencia debido a la tendencia de las grandes producciones a esmerilar cualquier atisbo de huella de sus responsables en pos de la espectacularidad y la grandilocuencia. En ese sentido, un pequeño punto a favor de El primer encuentro de dos mundos es que esas ínfulas son funcionales al relato y no al revés. Incluso el guión de Jones y Charles Leavitt apuesta por desarrollar sus personajes, en línea con la idea de sacarles todo el jugo en una secuela que, dados los pésimos resultados de taquilla y crítica en Estados Unidos, posiblemente nunca vea la luz. Que ellos tengan nulo gramaje emocional y capacidad de empatía se debe, primero, a la pluma autómata detrás de los diálogos, pero también a un elenco compuesto por intérpretes de madera, cada cual más musculoso que el anterior pero hermanados en la desgracia de un carisma tendiente a cero. La mitología del juego es enorme y compleja, acorde al sinfín de expansiones y nuevas versiones editadas desde 1994 hasta la actualidad. La condensación en dos horas de metraje obliga al recorte, limitando el arco dramático al avance de los orcos sobre el mundo humano, al cual llegan gracias a un portal abierto a fuerza de energía verde “mala”. A ella, claro, se le opone una azul y “buena” administrada por un mago pelilargo, con barbita y de habla parabólica sacado de una adaptación bíblica de Franco Zeffirelli. Jones replica de Game of Thrones el campeo narrativo entre las internas de la cocina del poder de ambos bandos y los esperados enfrentamientos entre ellos, siempre a puro sablazos, trompadas y algún que otro hechizo sacado de la galera cuando no hay resolución narrativa coherente a la vista.
Cine catástrofe… que se disfruta En las antípodas de la reciente Día de la Independencia: Contraataque, esta película noruega genera empatía hacia los personajes y convence con su factura si se quiere casi artesanal . La última ola llega a la cartelera apenas una semana después de Día de la Independencia: Contraataque, punto más bajo de la filmografía de un director abonado a la destrucción masiva de ciudades y cuanto vestigio de civilización exista como el alemán Roland Emmerich. El film de Roar Uthaug no procede de Estados Unidos –aun cuando la versión doblada al inglés con subtítulos al español que se verá aquí invite a pensar lo contrario- ni mucho menos tiene a su disposición una batería de efectos audiovisuales, pero -sin embargo- es un exponente mucho más digno, artesanal, coherente y efectivo del siempre vigente cine catástrofe que el último film del realizador de 2012. La última ola se sitúa en un pequeño pueblito enclavado en la base de la montaña de Åkneset, una de las zonas turísticas más importantes de Noruega. Allí vive un geólogo a punto de dejar su trabajo para pasarse al negocio petrolero con su mujer y dos hijos. Las coordenadas simbólicas son las habituales, y lo que sucederá sobre la mitad del metraje, también: un movimiento abrupto de las capas geológicas genera un inminente tsumani que amenaza la totalidad de la población, desatando así la habitual estampida de vehículos tierra arriba. Uthaug dedica los primeros 45 minutos a mostrar la dinámica familiar y laboral del protagonista. La extensión es tan llamativa –sobre todo para el ojo acostumbrado a la vorágine de Hollywood- como funcional a la construcción de la empatía, elemento que Emmerich pareció haber olvidado y que aquí muestra lo indispensable que es a la hora de que el espectador se preocupe por la suerte de la familia. Pasadas las explicaciones científicas de rigor, la segunda parte del film estará dedicada al reencuentro después de la catástrofe. Uthaug frena parte de la potencia del relato estirando el previsible desenlace un poco más de la cuenta, pero mantiene una tensión constante a fuerza de un manejo tan clásico como efectivo de las variantes narrativas, al tiempo que la ausencia de grandes efectos especiales lo obliga a hacer una película rabiosamente analógica que hace de la destrucción una posibilidad cercana y palpable. Tan palpable como el barro que tiñe de marrón todo elemento captado por la cámara, detalle si se quiere pequeño, pero que ilustra a la perfección que el cine catástrofe podrá no dar sorpresas, pero sí una buena dosis de entretenimiento.
Una pátina suburbana realista. La elección de la localidad de Berisso como locación, con sus calles tranquilas y casas bajas y ajadas por el paso de los años, circunscribe al film del documentalista del grupo Boedo a un ámbito popular que bien podría ser el de cualquier barrio de clase trabajadora. No está del todo clara la ilusión de Noemí. Hija de un obrero de un astillero (Sergio Boris) y de una madre a la que no conoció, y sobrina de una tía fanática de la Difunta Correa dispuesta a llevársela a vivir a San Juan, la chica patea los primeros pasos del sendero de la pubertad junto a Sergio, un compañerito de colegio al que las cosas tampoco parecen salirle del todo bien: el flamante trabajo de su madre como empleada de limpieza de un hospital está muy lejos de saciar el apetito de la economía familiar y al padre le importa menos él que su auto. El refugio de los chicos (los debutantes Martina Horak y Joaquín Remedi) empieza a construirse después de una visita al Museo de Ciencias Naturales de La Plata, donde un enorme dinosaurio carnívoro genera una curiosidad encauzada días más tarde en la excavación del patio trasero de la casa de ella. En el pequeño cofre que ambos encuentren podría cifrarse la ilusión del título, a no ser porque el debut en la ficción del realizador Claudio Remedi es una de esas películas que está menos preocupadas por entregar respuestas que en acompañar a sus personajes en la aparente deriva natural de sus rutinas. La ilusión de Noemí no tiene picos dramáticos ni conflictos enrevesados, pero tampoco se arroja a los brazos de la inocencia del punto de vista de sus pequeñas criaturas. Por el contrario, parece transcurrir siempre in media res, repartiendo su atención en partes iguales entre el mundo de los chicos y el de los adultos. Al primero pertenecen las pequeñas aventuras empujadas por la imaginación, la carpa del jardín y la puesta en común de gustos e intereses. Al segundo, las vicisitudes del mundo laboral y vincular de los padres de ambos –el papá de Noemí organiza la proyección de un documental que muestra que “con organización, la lucha es posible” y le tira onda a la mamá de Sergio– y sobre todo una pátina suburbana realista, aspecto nada casual si se tiene en cuenta el origen en el género documental del realizador. La elección de la localidad de Berisso como locación, con sus calles tranquilas y casas bajas y ajadas por el paso de los años, circunscribe al film a un ámbito popular que bien podría ser el de cualquier barrio de clase trabajadora. Remedi observa con distancia y hace de su cámara el ojo de una tercera persona que muestra sin enjuiciar ni tomar partido, dando como resultado un relato circunspecto. Tanto que por momentos se aleja emocionalmente de sus personajes. Ambas vertientes del relato mantienen un tono acorde a sus circunstancias –lúdico uno; más oscuro y melancólico el segundo–, haciéndolas confluir en un desenlace que deja abiertas las puertas de esa incertidumbre absoluta llamada futuro.
Un delirio que ni siquiera es autoconsciente. Día de la Independencia no era buena en su momento ni tampoco ahora, veinte años y cientos de miles de gigabytes de cine computarizado después. Envejecido como esos libros de periodismo político coyunturales que a los meses ya se liquidan en las librerías de saldo de la calle Corrientes, el film era un exponente tardío del militarismo de la era Reagan y a la vez preludio de la destrucción masiva de ciudades que las franquicias de superhéroes volverían norma desde comienzos de milenio, todo en medio de una invasión alienígena repelida, cuándo no, por Estados Unidos. Tan estrafalario era el asunto –un intento de “copiar” la tecnología extraterrestre conseguida en Roswell, el Área 51 como centro de refugiados, el presidente piloteando un caza con destreza de Top Gun– que se volvía inevitable pensarlo como una sátira de los tópicos argumentales y temáticos del cine catástrofe. Estrenada dos décadas después de su predecesora, Día de la Independencia: contraataque redobla casi todas esas apuestas, convirtiéndose en algo así como la sátira de una sátira. La única que no sólo no redobla sino que esfuma es la del humor. Y ahí la película, como el enemigo, explota desde sus entrañas. El maximalismo del realizador Roland Emmerich supera los límites imaginables: la nave madre invasora mide, según se dice por ahí, cinco mil kilómetros de diámetro, algo así como la distancia entre Ushuaia y La Quiaca. El detalle refuerza la apuesta por la grandilocuencia que atraviesa de punta a punta los 120 minutos de un metraje que se siente larguísimo sobre todo en su primer tercio, cuando se disponen las piezas construidas por el alemán y otros ¡cuatro! guionistas. Alguno(s) de ellos debe(n) haberse llevado unos cuantos dólares sin trabajar, ya que el planteo está calcado del film de 1996. Esto es, básica y únicamente, una invasión el 4 de Julio. La diferencia es que los hechos se sitúan ya no en una geografía real y analógica –como sí lo hacía la primera, generando al menos una sensación de cercanía destructiva e identificable–, sino en una futurista habitada por hombres y mujeres que, igual que los argentinos en la era Macri, están felices y unidos gracias a la ausencia de guerras y a que la tecnología humana pegó un salto de calidad enorme después de la primera batalla. Contraataque es también una suerte de actualización adaptada a los tiempos que corren: Estados Unidos tiene ahora una mujer en la Casa Blanca –a la que matan rapidito para que, claro, asuma un militar–, los chinos tiene poder de decisión en la arena geopolítica y las peleítas espaciales son dignas de las Star Trek de J.J. Abrams pero filmadas con la tosquedad de un Michael Bay. Por ahí también andan el soldado joven, fachero y rebelde que pelea como los dioses, el ahora ex presidente otra vez dispuesto a sacrificarse por la patria y un científico que arranca en África, pasa por la Luna y termina huyendo por el desierto de Nevada en un micro escolar cargado de adolescentes. Si lo anterior suena a delirio es porque lo es. El problema es que Emmerich no se hace cargo de eso, mutando su habitual autoconciencia, irresponsabilidad y tendencia al disparate (ver si no 2012 y El ataque, sus dos mejores películas hasta la fecha) por solemnidad mastodóntica.