Que el espectador nunca se distraiga El nuevo film del realizador de Los Increíbles y Misión Imposible: Protocolo Fantasma vuelve sobre temas futuristas y con imágenes de alto impacto, pero adolece de un defecto que aqueja a films similares: dejar a un lado la acción para caer en un exceso de explicaciones. Primero fue Interestelar, un mejunje temático y referencial herido por la tendencia innegociable del británico Christopher Nolan a poner en palabras todos y cada uno de sus mecanismos argumentales. Después El destino de Júpiter, en la que los hermanos Wachowski reafirmaban la inventiva visual y temática de su obra previa, además de su conocimiento del clasicismo narrativo, aun cuando el resultado final sucumbiera ante la imposibilidad de mantener ocultas las costuras del guión. Y ahora llega Tomorrowland, el tercer exponente salido del ala más mainstream de Hollywood –presupuesto multimillonario, actor popular (en este caso George Clooney) a la cabeza del elenco y respaldo de un estudio poderoso como Disney– en los últimos seis meses, que intenta expandir el marco creativo de una industria cada día más cómoda en la confección de remakes, reboots, spin offs y adaptaciones. ¿Cómo lo hace? Apostando por delinear un mundo creado especialmente para la ocasión, con su lógica propia y personajes nuevos a desarrollarse durante un par de horas. Así, las tres películas comparten la virtud del riesgo, la ambición (en todas hay viajes en el tiempo, mundos paralelos) y la imaginación al servicio no sólo de las imágenes, sino sobre todo al de una narración sin resortes que amortigüen su potencial caída. Y también comparten una patología que podría denominarse el temor al espectador desatento.Ya El gigante de hierro (1999) mostraba que a Brad Bird, encumbrado gracias a su paso por Pixar (Los increíbles y Ratatouille), le interesan menos los procesos tecnológicos que sus usos y las formas con las que el hombre se relaciona con ellos. No por nada fue el hombre detrás de Protocolo fantasma, la última y más hi tech entrega de la saga Misión Imposible. Aquí subraya ese interés cargándole el peso del inicio de la narración a un chico inventor dispuesto a todo con tal de concluir su prototipo de propulsor aéreo, incluso de ir hasta la Feria de las Naciones de 1964 buscando financiamiento. Pero lo que finalmente encuentra es la puerta de entrada a un futuro situado en “algún lugar del tiempo y el espacio”, tal como lo ubica la sinopsis oficial, una suerte de universo de Blade Runner pero invertido, luminoso y feliz llamado Tomorrowland. Que Bird incluya menciones explícitas a 1984, Fahrenheit 451 y Un mundo feliz marca que la tensión y el límite entre utopía y distopía es otro de sus temas predilectos.El lugar es un paraíso para inventores y pequeños curiosos reclutados por una nenita que en realidad no es tal y que, cinco décadas y varios sucesos después, convocará a Casey (Britt Robertson, vista en la reciente El viaje más largo) con el objetivo de unir fuerzas con aquel niño genio devenido en científico loco (Clooney) y juntos reflotar aquella Babilonia del conocimiento, caída en desuso por circunstancias que aquí conviene no mencionar. El film se apropia de la imposibilidad inicial de Casey para comprender las particularidades del fenómeno, tiñendo a la hora inicial del espíritu aventurero-paranoide de la primera Hombres de Negro, con robots mimetizados en la rutina terrestre en lugar de marcianos, manteniéndose con firmeza el pulso narrativo en clave de comedia. Hasta que deja de hacerlo.Bird pierde la brújula del relato cuando incurre en la explicitación mediante largos parlamentos con la marca de agua del aquí coguionista Damon Lidelof, el mismo detrás de Lost. Tal como ocurría en la última temporada de aquella serie, Tomorrow- land pone el freno de mano borrando con el codo su carácter elusivo y enigmático, como si temiera delegarle al espectador la potestad de una libre interpretación que, Santa Taquilla no lo permita, lo empuje a catalogar al vacío informativo como síntoma de cabos sueltos. El languidecimiento se compone de distintas postas de monólogos graves, metafísicos, cargados de lecciones, atravesados por una conciencia ecologista de una corrección política digna de un documental de Al Gore. Todo esto para llegar a un desenlace peligrosamente parecido al comercial cosmopolita de Coca Cola que clausuró Mad Men, aunque sin la retorcida genialidad de Don Draper que lo justifique.
Un amor de telenovela La primera escena de Tokio presenta a Nina (Graciela Borges) mediante una sucesión de fundidos encadenados. No hay nada necesariamente negativo en el recurso, pero sí en las motivaciones detrás de esa elección: es, al fin y al cabo, la confusión de simpleza con pereza y la de claridad narrativa e informacional con el más liso y llano subrayado lo que lleva a Maximiliano Gutiérrez (El vagoneta en el mundo del cine) a aglutinar imágenes de aviones y audios con la voz rasposa de la actriz contextualizando su situación, hasta llegar al primer plano del ticket de un vuelo Roma-Buenos Aires. Solitaria y amante de los hoteles, Nina recala en un bar de jazz regenteado por un amigo que finalmente nunca llega. Pero rápidamente encontrará ocupación cuando el pianista del lugar (Luis Brandoni) se acerque para charlarle con el objetivo indisimulable de levantársela. A la resistencia de rigor le seguirá, claro está, una visita a la casa de él después de más que oportuno un corte de luz. El resto es historia fácilmente imaginable. Lo que habrá en el medio es una historia de amores en la tercera edad que remite a Elsa y Fred pero sin su levedad. Aquí, en cambio, la pareja comparte sus penurias a través de frases que oscilan entre el melodrama digno de culebrón vespertino y la cursilería más crasa. Gutiérrez aporta lo suyo incluyendo una serie de recursos inexplicables (el primer plano en cámara lenta de las manos de Brandoni haciendo café instantáneo se lleva el premio mayor) y, claro está, la clásica escena de alcoba filmada con luz tenue.
Clásico aggiornado Las sinopsis oficiales aseguran que el director Gil Kenan y el aquí productor Sam Raimi "reimaginan" el clásico de 1982, pero lo cierto es que de "reimaginación" hay poco y nada. O sí, pero sólo a la hora de sumar efectos especiales donde antes no había y mutar el carácter sugerente y aterrador de la original por impacto. Con media hora menos y más abocada al efectismo que a la construcción climática, Poltergeist, juegos diabólicos presenta una historia similar aunque aggiornada a estos tiempos: los Bowen se mudan a una casa baratísima producto de los remates hipotecarios post-2008 sin saber que en las profundidades de esa tierra subyace un viejo cementerio. Esto, que en la original se develada en el último tercio, aquí es puesto en palabras en la primera parte, esfumando así cualquier atisbo de intriga sobre las causas del fenómeno paranormal. El fenómeno paranormal es, claro, la abducción de la hija menor de la familia por parte de los espíritus que anidan en una suerte de limbo a la espera de encontrar un camino definitivo, y que se manifiestan a través del televisor. Del televisor y demás aparatos digitales, todos ellos planos y en su mayoría portátiles, caracterizas que anulan la potencia del tubo catódico como espacio dramático. Poltergeist, juegos diabólicos propondrá una estructura narrativa similar (abducción + presencia de espiritistas + intento de rescate), pero amplificada por las posibilidades digitales de ponerle imágenes al mundo de los espíritus, hasta llegar a un final ruidoso e ilustrativo en exceso, quitándole espacio a la imaginación del espectador y convirtiéndose en una película no necesariamente mala (Kenan tiene algunas ideas visuales interesantes), pero sí demasiado esforzada por encuadrarse en los cánones actuales del género.
La maldición del cine limpiador de conciencias Tres chicos vestidos con harapos saltan con alegría sobre una montaña de basura bañados por una luz dorada, ante la mirada de un Cristo Redentor que abre sus brazos en un lejano segundo plano. Pobreza, estilización visual, una óptica turística filtrada por el origen foráneo de sus hacedores y el Santísimo como vigía: de todo eso se nutre el diseño gráfico del afiche... y también la película. Con dos términos agregados al título original que ayudan a preludiar lo peor, Trash: Desechos y esperanza es otra muestra del progresismo bienpensante tan en boga en el núcleo duro del cine “importante” y “prestigioso” europeo, una suerte de limpiador de conciencias que señala con el dedo que la barbarie tercermundista sólo puede aplacarse gracias a la voluntad de un par de angloparlantes dispuestos a prestar su ayuda desinteresada aun a riesgo de exponer sus propios físicos. Y siempre ayudados por Dios, claro.Coproducción inglesa-brasileña dirigida por un tipo con pergaminos en equiparar al cine con un acto expositivo de trascendencia como Stephen Daldry (Billy Elliot, Las horas, El lector, Tan fuerte y tan cerca), Trash se hierve en partes iguales de tipificación for export estilo Ciudad de Dios, la corrección política impostada de un candidato en campaña, el regodeo miserabilista de Slumdog Millonaire pero sin la autoconciencia fabulesca de Danny Boyle y una pátina ultracatólica digna de Ned Flanders. Esto último ilustrado no sólo en el uso y abuso de una recurrencia de este tipo de films como la búsqueda generalizada de redención, sino también en a) la cordura encarnada en dos misioneros estadounidenses –uno de ellos cura, por si quedara alguna duda– incluidos en trama más por mandatos del financiamiento trasnacional que por funcionalidad narrativa, b) la invocación constante a la protección celestial y c) una Biblia funcionando como elemento clave en el desenlace.Los versículos del libro más vendido de la historia sirven para codificar la ubicación de una parva de plata sucia que un funcionario brasileño (Wagner Moura, de Tropa de elite) escondió antes de que lo molieran a palos. El tipo también tomó la precaución de tirar su cartera a un camión de residuos cuyo destino final es el basurero donde trabajan tres adolescentes de una favela que se muestra con la estilización propia de quien se fascina con el exotismo mugroso. El trío, pobre pero honrado, rechaza las recompensas policiales –el Estado tiene la inmundicia que no tiene el basurero– porque huele que hay gato encerrado. Para liberarlo contarán con la inestimable ayuda de una profesora de inglés que no caza una palabra de portugués (Rooney Mara) y un cura que no se saca la estola ni para bañarse (Martin Sheen) pero que tienen un grado de bondad supina e innegociable ante cualquier adversidad. Incluso ante la película misma.
Líos de la eterna juventud Por obra y gracia de un rayo que tiene mucho de capricho de guión, la protagonista de esta extraña cruza entre melodrama y fantasía aparenta 29 años en lugar de los 108 que cuenta el almanaque. Y las cuestiones del corazón se le complican. No está demasiado bien guardado el secreto de Adaline. Al menos no para los espectadores, ya que se evidencia justo ahí, en el título original, a la vista de quien quiera verlo. La cuestión es que la señorita del título tiene unos cuantos pirulos más que los que el cuerpazo de la actriz Blake Lively (Gossip Girl) haría suponer. Más precisamente, 108. Si todo esto suena absurdo se debe a que simplemente lo es: Adaline andaba por los 29 años a mediados de la década del ’30 del siglo pasado cuando un accidente la hizo ver la luz blanca de Víctor Sueiro. Y, tal como ocurrió con el periodista, volvió al mundo de los vivos, en este caso por obra y gracia de un rayo que de yapa alteró sus genes impidiéndole la posibilidad de envejecer. Así, atravesó los últimos ochenta años ocultándose de todos, cambiando de identidad, siempre joven y lozana, encontrándose esporádicamente con una hija que ahora, pleno siglo XXI, parece su abuela (Ellen Burstyn), con la única compañía de un perro y la firme convicción de no caer en las redes del amor, tal como ilustran todos y cada uno de los flashbacks puestos más por una norma tácita de este tipo de historias de largo aliento temporal que por pertinencia narrativa.Hasta que finalmente cae. El culpable es un matemático devenido filántropo después de pegarla con un algoritmo capaz de predecir comportamientos financieros. Los jueguitos de seducción dan sus resultados y la muchacha, que en realidad no lo es, se rinde a sus pies. Pero habrá algunas cuestiones pendientes que se materializarán cuando promedie el metraje y que para creerlas se debe suspender cualquier atisbo de incredulidad. Si es que no se hizo antes, claro. El secreto de Adaline es una suerte de derivado de El curioso caso de Benjamin Button, que encuentra un extraño mérito en la mesura y circunspección con que se aproxima a su disparatado argumento. Todo lo contrario a la gravedad impostada del punto negro en la filmografía de David Fincher. Con una idea central de amores fulgurantes pero imposibilitados por el contexto, el opus cuatro de Lee Toland Krieger es el opuesto de su película anterior: si el intento de amistad posseparación de los protagonistas de Celeste & Jesse Forever, editada aquí en DVD como Esposos, amantes y amigos, buscaba nutrirse de situaciones cotidianas y de empatía fácil, aquí, en cambio, se apuesta por la distancia sobrecargada de un melodrama clásico punteado con recurrencias del cine fantástico.El problema es que esa distancia se confunde con frialdad y fantasía con arbitrio, moviendo la lógica del guión según la conveniencia del relato y no al revés. Así, entonces, queda la sensación de que la protagonista es menos una criatura penitente y atravesada por una cualidad ajena a su control que una muñequita destinada a moverse en los límites predeterminados de un film cuyo objetivo máximo es trazar un paralelismo astronómico de calidad cuanto menos dudosa, convirtiendo a El secreto de Adaline en una de esas ideas con algunas líneas de potencial interés que, vaya uno a saber por qué, terminaron desechadas durante las reuniones de preproducción.
Una envejecida comedia geriátrica Las comedias geriátricas encuentran aquí y ahora su versión más inflada. Esto porque el “2” que lleva el título muestra que la moda de las secuelas alcanzó a un subgénero con parámetros de por sí comunes y estatificados. Pero también porque la música, los colores y la estilización visual y social de un país complejísimo como la India conforman la muestra más fiel del exotismo de postal turística tan habitual en este tipo de películas, porque el desarrollo narrativo tuerce su propio verosímil hasta lo inimaginable con fiestas y derroches que vaya uno a saber quién paga, porque los indios nunca fueron tan idiotas, porque el mensaje aleccionador sobre las bondades de vivir el presente es escupido con deliberación a través de una voz en off, cuestión de que incluso aquellos espectadores con un grado de desatención supina entiendan de qué va el asunto. Que algunos de los intérpretes conformen una auténtica selección inglesa de veteranos ameniza levemente la experiencia en la sala oscura.Dirigido otra vez por John Madden, cuya lapidación pública está pendiente desde el díptico integrado por Shakespeare apasionado y La mandolina del capitán Corelli, el film reencuentra a los viejitos piolas ahora viviendo la experiencia del corporativismo geronte en el hotel del título. Por su parte, el regente (Dev Patel, de Slumdog Millionaire) está felizmente comprometido con una de las empleadas e intentando expandir un negocio que no se sabe muy bien cómo subsiste, pero que aparentemente es próspero. La rutina cambia cuando entre en escena un supuesto empleado de una potencial compañía inversora (Richard Gere: 90 por ciento facha y 10 por ciento expresividad), generando una serie de enredos menores entre algunos de ellos. El film toma la sabia decisión de dejar a alguno de ellos por fuera de este conflicto, desmarcándolos –no demasiado– del cliché para insuflarle algo de aire al asunto. Allí están Judy Dench, Maggie Smith y Bill Nighy moviéndose, yendo y viniendo, dudando, sintiendo que la vida se les escapa, aceptando la irreversibilidad de la finitud, obligándose a poner el cuerpo en movimiento. La creencia de ellos tres en la humanidad de los personajes que les tocaron en suerte es lo único que hace de este compendio de colorinches, música –India = Bollywood asegura un numerito de baile– y frases de autoayuda algo parecido a una película.
El fin de la inocencia Primer film realizado en soledad por Juan Sasiaín (había codirigido junto a Federico Godfrid la notable La Tigra, Chaco, premio FIPRESCI en Mar del Plata 2009), Choele se apropia del punto de vista de su protagonista de 11 años para expandirlo a toda su narración, convirtiéndose así en un digno exponente de una tendencia del cine argentina de contar historias desde una mirada inocente. Y es justamente allí, en esa pátina infantil sin un ápice de condescendencia, donde radica el principal mérito de la película. Estrenada en el Festival de Mar del Plata de 2013, Choele sigue a Coco (notable Lautaro Murray), quien pasa los últimos días en su Choele Choel natal con su padre (Leonardo Sbaraglia) mientras espera que la madre venga a buscarlo para mudarse con ella. Sasiaín alterna entre un retrato de lo cotidiano (los juegos con un amigo, el vagabundeo vacacional) y las consecuencias de la presencia de una ocasional inquilina (Guadalupe Docampo), encarnando en su figura la ebullición hormonal del protagonista, la curiosidad del amor y la certeza de una adolescencia próxima propias de la pubertad. Y lo hace con la misma firmeza y sensibilidad de La Tigra, Chaco, aunque con algo más de cálculo y una cuota de preciosismo que terminan restándole puntos al resultado final.
Los niños primero Los estrenos casi conjuntos de Se levanta el viento y Trueno y la casa mágica amplían los horizontes artísticos de una cartelera comercial copada por productos infantiles de ínfulas multitarget. La de Hayao Miyazaki se gana su lugar porque es una oda a la animación a la vieja usanza que, por si fuera poco, tematiza cuestiones que difícilmente encuadren en la órbita infantil mainstream. La de los belgas Jeremy Degruson y Ben Stassen se destaca por ser su opuesto, es decir, una historia destinada pura y exclusivamente para los sub-10, sin guiños cancheros ni autorreferencias. Esta segmentación se percibe desde una premisa tan clásica como básica: un gatito abandonado encuentra refugio en una mansión lúgubre habitada por un mago, quien lo adoptará para sumarlo a su troupe de animales compuesta por un conejo malvado, una ratoncita y un par de palomas. También habrá algunos juguetes autómatas que remiten al universo de Toy Story y un sobrino dispuesto a todo con tal de vender el caserón como contrafigura. La internación del dueño obligará a los animales a unirse con tal de evitar la transacción. Híbrido entre el universo de la saga emblemática de Pixar y Babe, el chanchito valiente, Trueno y la casa mágica es un producto cuyo eje no está en los estándares de animación (es un Pixar del siglo del pasado, podríamos decir), sino en la coherencia a la hora de mantenerse en el terreno del cine de aventuras sin caer en la puerilidad. Sí, es cierto que hay momentos no del todo logrados y quizás para el público adulto pueda ser una experiencia tortuosa, pero el film sabe bien a quiénes les habla. Los más chiquitos, entonces, estarán de parabienes.
Aspiraciones de un buscavidas La primera ficción del documentalista Molnar es una comedia tan breve como oscura y cargada de veneno, en la que un ganapán se aliena con su trabajo al punto de llegar a creerse su propio eslogan: “La vida que soñaste ya no es un sueño”. Una nota publicada el último domingo en el suplemento económico del diario La Nación le puso números a una de las características principales de los argentinos como es el sentimiento de pertenencia a ese magma ideológicamente volátil, intempestivo y flemático que es la clase media, señalando que ocho de cada diez se sienten parte, aun cuando los ingresos de varios de ellos estén por arriba o por abajo del promedio. Uno de los que creen que está pero en realidad no llega podría ser el protagonista central de la brevísima (apenas una hora y cuarto de metraje) Showroom. Debut en la ficción del hasta ahora documentalista Fernando Molnar (codirector de Mundo Alas y Rerum Novarum) y con un primer tratamiento de guión coescrito por él junto a Sergio Bizzio y Lucía Puenzo, el film comienza mostrando a Diego en plena acción laboral; esto es, controlando, resolviendo, ejecutando. Y también perdiéndolo todo cuando su jefe lo expulse de la empresa de organización de eventos argumentando la necesidad de un hombre con más fuerza y dinámica. “La noche te está consumiendo”, explica ante la mirada atónita de un Diego Peretti perfecto en las arenas de la comicidad deadpan.Puertas afuera, el panorama tampoco es del todo alentador, con deudas de varios ceros asfixiando su economía y un grupo de amigos más dispuestos a vanagloriarse en sus éxitos que en atender a las necesidades de los suyos. La familia tampoco ayuda demasiado: su mujer está muy cómoda en los avatares domésticos y siempre lista para reprocharle la pérdida de los bienes adquiridos. Individualismo, exhibicionismo, enrostre como síntoma de status y la satisfacción personal en tanto exista otro que pueda verla: cuatro ejes cargados de veneno que Molnar delinea en apenas quince, veinte minutos mediante un ojo atento al detalle y al gesto mínimo propio de quien se fogueó en el terreno del documental. Quizás en ese origen también se entienda la elección de una cámara pegada a su protagonista, acentuando la opresión ejercida por el contexto.Sin red ante el vacío, la salida llega con una oferta de un tío sobrador, manipulador y con un caudal de billetes lo suficientemente grande como para forrar a todos, incluso a su propio sobrino. La propuesta es laboral y locataria, ya que al trabajo en un showroom de una torre en construcción en Palermo le suma el préstamo de una casa en el Delta, con las largas horas diarias en lancha que esa ubicación conlleva. Mujer e hija, claro, prodigan berrinches y puteadas, colocando a Diego en un punto de no retorno en el que los ámbitos sociales, familiares y laborales no ofrecen contención. Esto obliga a dejar de lado la presentación de un universo cuya pregnancia invita a quedarse a vivir como elogio. El de Showroom, por el contrario, repele al espectador a fuerza de desencanto y crueldad, volcándose definitivamente a la oscuridad cuando su protagonista convierta ese trabajo meramente ganapan en una obsesión, alienándose con el concepto de venta del complejo (“La vida que soñaste ya no es un sueño”) y, claro, con la idea de conseguir comisiones para invertirlas en una casa propia.Película de oposiciones y contrastes entre realidad y aspiración (ver la plasticidad manifiesta del showroom), sus apuntes sobre el mundillo laboral y la competencia con otro vendedor remiten a un absurdo digno de un Mike Judge menos explosivo, más sereno. La oscuridad, a su vez, a una comedia negra de Danny DeVito. Lástima que sobre el final Molnar acentúe la parábola de la historia planteando un juego de espejos evidente y predecible, dando la sensación de que Diego era menos un personaje que un vehículo para mostrar las penurias autoimpuestas de aquellos quieren ser y no son.
Una subversiva fascinación por lo deforme El sitio de compilación de críticas estadounidenses Metacritic.com arroja un promedio de 13 sobre 100 para Paul Blart: Mall Cop 2 (título original del genérico Héroe del centro comercial 2), con puntajes que van desde un rotundo cero hasta algún que otro cuatro teñido de benevolencia. La coincidencia generalizada invitaría a pensar que efectivamente se está ante una mala comedia, pero los colegas del norte hipotecaron su credibilidad cuando se divirtieron de lo lindo desmembrando a una de las películas mainstream más subversivas, divertidas, inteligentes y originales de los últimos años como Proyecto 43, recordando como al pasar la vigencia de la concepción de la comedia como el patito feo de los géneros, una suerte de hermano menor, hueco, tonto y pergeñado por hombres y mujeres atrapados en los confines de la adolescencia. Igual de despreocupada por la coherencia narrativa que aquel film colectivo, con una dosis menor de bilis, incorrección y zarpe pero la misma disposición para la sorpresa y el delirio, y con una fascinación por lo deforme pocas veces vista en la cartelera, la secuela de la aquí inédita Paul Blart: Mall Cop marcha derechito a convertirse en una de esas comedias que merecen más atención de la que tuvo y seguramente tendrá.Dirigida por Andy Fickman, Mall Cop 2 se plantea desde su misma escena inicial como un triunfo del absurdo y el gag cortito y al pie por sobre la construcción de una narración coherente o la psicología de sus personajes. Separado después de ¡seis! días de matrimonio y con un trabajo de seguridad en un centro comercial, Paul Blart (Kevin James, parte de la cofradía de Adam Sandler, aquí productor a través de su compañía Happy Gilmore) pierde a su madre cuando la arrolla un camión de leche. “Ni siquiera sabía que existían”, dice el protagonista en off. Sin un segundo dedicado al duelo ni mucho menos a la tristeza, el film salta rápidamente hasta una convención del rubro en Las Vegas, donde confluye una auténtica galería de freaks. Freaks que difícilmente encajen en los parámetros estéticos habituales del “buen gusto” (desde obesos hasta el hombre con la peor dentadura del mundo) a los que el film sin embargo les dispensa una mirada filtrada por la retina de la Nueva Comedia Americana –es decir, piadosa e infinitamente cariñosa–, utilizándolos así como medio y no como fin humorístico. La vieja pero nunca del todo aprehendida diferencia entre reírse “de” y reírse “con”.Fickman pone a todos ellos en medio de una endeble –quizá demasiado– trama policial, excusa para una sucesión de situaciones hiladas por la búsqueda de la evasión del lugar común y lo esperable. En ese sentido, Héroe de centro comercial 2 se despega de la media cuando transita un camino puramente willferrelliano, convirtiendo cualquier elemento a mano en potencial disparador de chistes visuales y también sonoros, con aquel chillido del deslizamiento de Blart sobre el mármol como emblema. ¿Se dijo Will Ferrell? James tiene a su cargo uno de los monólogos humorísticos más sorprendentemente impredecibles desde el del atún en The Other Guys y, antes, el del rezo a “Dear lord Baby Jesus”, de Talladega Nights: The Ballad of Ricky Bobby, ambos a cargo del hijo dilecto de Saturday Night Live.