Los dinosaurios también se aggiornan El mundillo de Hollywood solía canalizar su envidia a ese Midas del cine moderno que es, fue y será Steven Spielberg asegurando que se le acabaría el hechizo cuando llegara al 13º trabajo de su trayectoria como realizador. Vaya que se equivocaron: el film hecho para cine (hubo tres previos para TV) con el que quebró esa barrera fue la adaptación de un libro de Michael Crichton que, ni lento ni perezoso, el estudio Universal había comprado antes de su publicación, llamado Jurassic Park. El resto es historia conocida: un superéxito trascendental en todo el mundo y, como si fuera poco, la primera superproducción en amalgamar seres humanos con criaturas digitales dotadas de un realismo espeluznante. Más de dos décadas después de aquel film, y con Spielberg metiendo mano aun desde su rol de productor ejecutivo, la cuarta parte de la saga vuelve a tener a los dinosaurios como protagonistas, ahora más excluyentes que nunca y aggiornados a los tiempos que corren. Esto es: más grandes, más ruidosos, más espectaculares.La sensación de Jurassic World como síntoma se vislumbra también en la reducción de los humanos a meros vehículos conectores de escenas de acción. En ese caso, son cuatro protagonistas convertidos en seres dotados de un par de rasgos básicos (dos nenes, la tía hermosa pero alienada que devendrá en heroína, el entrenador algo básico y bruto pero fachero y bonachón que está enamorado de la chica) siempre funcionales al desarrollo de aquello que, a falta de una palabra más adecuada, podría denominarse argumento. Definitivamente alejada de su vertiente más científica, la saga revisita la isla Nubar para encontrar el parque temático habitado por los reptiles vueltos de la extinción funcionando y convertido en lo más parecido a un safari africano pero con Velociraptors en lugar de leones. La necesidad de mantener bien alto el número de entradas cortadas obliga a los directivos a crear un flamante dinosaurio a través de una mutación genética de varias especies. El tema es que se les va la mano y el lagarto les sale recontraveloz, tamaño Godzilla y tanto o más pillo que ellos.¿Distopía construida sobre bases de una observación punzante del mundo real? ¿Dardo crítico a la mercantilización de la ciencia? Nada de eso: aquí, al igual que en nueve de cada diez tanques, importa menos qué decir que cómo decirlo. O, aún mejor, cómo mostrarlo. Consciente de esas condiciones, el realizador Colin Trevorrow, conocido en el ámbito indie gracias a Safety Not Guaranteed, apuesta todo a la faceta visual, construyendo y encadenando las imágenes con coherencia y sentido del espectáculo –el único que parece importar aquí–, al tiempo que clarifica cualquier atisbo de rugosidad argumental con el objetivo de amenizar una experiencia de por sí amena. Jura- ssic World es una de esas películas efímeras, con un espíritu aventurero tan creciente como vaciado de cualquier verosímil, y que apuesta a tomar al espectador por las narices y llevarlo durante dos horas a una montaña rusa. Más o menos lo mismo que propone el parque, pero de este lado de la pantalla.
Tiempo de despedidas En la Casa Michel-Sarrazin impera el dolor, la tristeza, la nostalgia, la certeza de la muerte. Se trata, al fin y al cabo, de un centro de cuidados paliativos quebequense para pacientes con cáncer terminal, cuya rutina es el eje narrativo de la coproducción argentino-canadiense Los adioses, que luego de su paso por varios festivales durante el año pasado, entre ellos el DocBsAs, finalmente tiene su estreno comercial en el Gaumont. La directora Carole Laganière se sumerge en el nosocomio para acompañar a distintos pacientes durante sus últimos días, mostrándolo en sus quehaceres cotidianos. El problema es que lo hace de una forma demasiado convencional, alienándose a ese formato tan en boga en el ámbito del documental moderno que desalienta la intromisión en favor de un supuesto naturalismo. Por si fuera poco, el agregado de música convierte en golpe bajo a una serie de imágenes lo suficientemente potentes para interpelar al espectador.
Esclavos modernos Difícil hablar de cálculo, pero lo cierto es que un mes y medio después de que el tema de los talleres textiles clandestinos se instalara en la agenda mediática a raíz del incendio de uno de ellos y la muerte de dos niños, llega a la cartelera comercial una película centrada en los avatares de un grupo de inmigrantes bolivianos que busca “hacerse la Argentina” pasando sus días y sus noches sentado frente a una máquina de coser. Filmada hace dos años, Bolishopping es, también, una de las últimas oportunidades de ver en pantalla grande a ese actorazo de inicio tardío y muerte prematura que fue Arturo Goetz. El protagonista de Derecho de familia, El asaltante y La sangre brota es aquí Marcos, un empresario solitario y de apariencia bondadosa que, sin embargo, esconde una faceta oscura, mercantilista y explotadora exhibida en su rutina diaria al mando de un taller textil ilegal. Esa dualidad inicial y la tendencia de Marcos a disfrazar de beneficio cosas que no son se construyen mediante gestos y actitudes, mostrando a Pablo Stigliani como un director de pulso firme, seguro en el manejo de la cámara en mano y de la dosificación de información. Hasta ese taller llega Luis, quien aspira a trabajar algunos meses con el objetivo de juntar dinero y después volver a su Bolivia natal. El asunto se complica cuando traiga a su mujer y, para sorpresa de Marcos, también a su hija. La relación entre empleador y empleado -o, mejor dicho, esclavista y esclavo- empieza a tensarse, hasta llegar a un punto de quiebre que aquí conviene no adelantar, pero que le terminará quitando potencia a un relato hasta entonces social, observacional y enigmático hasta convertirlo en un thriller tan convencional como efectivo. Su presencia fantasmal en las salas permite augurar un fracaso comercial a un film que, con una difusión un poco más cuidada por parte de sus hacedores, hubiera dejado bastante tela para cortar.
Agente del recontraespionaje El director y la protagonista de Damas en guerra vuelven a demostrar que la Nueva Comedia Americana no es territorio exclusivamente masculino, pero descansan demasiado en el potencial de la estrella y descuidan el trabajo en equipo. No es ninguna novedad que la Nueva Comedia Americana (NCA) hizo de la capacidad de reírse de absolutamente todo su estandarte, corriendo los límites de lo mostrable y audible en el cine mainstream hasta niveles inéditos. La única tara era su centralización en universos eminentemente masculinos, por lo que marginaba a las mujeres a roles secundarios, funcionales al lucimiento del comediante de turno. Hasta que en 2011 se estrenó Damas en guerra y el imperativo de género voló por los aires. Aquel film de Paul Feig ejecutó una subversión genérica poniendo a ellas en el centro de la escena y catapultando a la fama a Melissa McCarthy, un corchito de lengua viperina que no sólo se animaba a escupir guarradas en cantidades industriales con una naturalidad pasmosa sino que, de yapa, rompía los cánones estéticos a fuerza de su capacidad para reírse de su sobrepeso. Cuatro años después de esa experiencia, y con el antecedente próximo de la fallida Chicas armadas y peligrosas en 2013, Feig redobla su apuesta dándole a la actriz su primer protagónico absoluto en Spy. Y ella responde cabeceando todos los centros siempre al arco, convirtiéndose así en el principal mérito del film, pero también en su techo.Como la reciente Kingsman, Spy, una espía despistada –¡ay!, esa manía de las distribuidoras de agregar subtítulos– se propone amalgamar los universos cosmopolitas de 007 y Jason Bourne, viajes a lo largo y ancho de Europa incluidos, con el de la NCA mediante una operatoria paródica. Esto porque Jude Law encarna la faceta más glamorosa, elegante y pulcra de la criatura creada por Ian Fleming; Jason Statham se apropia de la rudeza, la praxis y la destreza física del personaje emblemático de Matt Damon, y McCarthy es una marginada social y laboral cargada de una bondad y capacidad de empatía infinitas. Ella interpreta a Susan Cooper, una oficinista que debe dejar los escritorios de la CIA después del asesinato de su jefe en manos de la hija de un traficante de armas (Rose Byrne). El film se apropia de su mesura y contención inicial como flamante espía para traspasarlas a una primera parte del metraje más bien reglamentaria, abocada a los delineamientos básicos de sus resortes narrativos antes que a la explosión cómica. Después Susan se asienta en su rol y, con ella, la película en su vertiente más desfachatada y salvaje, gracias a la extraordinaria capacidad de McCarthy a la hora de disparar las agresiones verbales más originales del Hollywood moderno.El problema es que la confianza en –y de– McCarthy termina generando un agobio similar al de un unipersonal del Paseo La Plaza. El director Feig es como uno de esos técnicos que apuestan menos al juego en equipo que al talento de su futbolista estrella, atando las posibilidades de una victoria a un arranque individual y limitando al resto de los jugadores a devolver paredes en lugar de allanarles el terreno para que exploten. Así, la autoconciencia de Statham o la subnormalidad manifiesta de la compañera de trabajo de Susan (Miranda Hart) son apenas esbozos que aportan poco a la comicidad de un film que, sin duda, es eficaz y definitivamente gracioso, pero que gana de taquito cuando tenía plantel para gustar y golear.
Del amor y otros demonios Es cierto que el cine no es una cuestión de intenciones sino de resultados concretos con forma de imágenes y sonidos plasmados en la pantalla, pero resulta imposible aproximarse a Abzurdah sin pensar que podría haber sido una película mucho mejor de lo que finalmente es. Basado en el libro homónimo de Cielo Latini y adaptado por Alberto Rojas Apel (actor y colaborador artístico habitual de Ezequiel Acuña), el opus dos de Daniella Goggi (Vísperas) está protagonizado por Cielo (Eugenia “La China” Suárez, sorprendentemente bien en un rol física y emocionalmente demandante), una chica platense de 17 años que, a fines de los ’90, conoce por chat a Alejo (Esteban Lamothe), un muchacho bastante mayor que ella con el que inicia un tórrido romance. El film mantiene un tono circunspecto y contenido, mostrando el devenir de la relación con naturalidad y una cuota de inocencia propia del carácter bautismal de la experiencia, al tiempo que la rutina de Alejo se mantiene en un ominoso fuera de campo. El idilio se rompe cuando él intente desplazarla de su vida negándose a verla primero e ignorándola después. A partir de ahí, ella empieza un proceso de obsesión que devendrá en la más lisa y llana locura y que culminará en una serie de trastornos alimenticios de los que, para colmo, ella parece sentirse orgullosa. Abzurdah muestra el progresivo deterioro de su protagonista sin jamás juzgarla, dejándola ser en la pantalla y limitándose a retratar su accionar degenerativo, al tiempo que Alejo es siempre una contrafigura cubierta por un manto de misterio que nunca se convierte en una visión negativa. Así, entonces, el punto más interesante del film es la forma en la que acompaña a una mujer cuyas motivaciones esgrime pero no justifica, empujando al espectador hasta el incómodo lugar de intentar entender lo inentendible. Sin embargo, sobre la última media hora, cierto atropello narrativo y algunas escenas dignas de telenovela mutan lo que hasta entonces era un relato de la obsesión enfermizo centrado en una chica al borde de la locura en otro radicalmente distinto, donde prima la divulgación antes que la historia. Así, el propio film se hice cargo de la parábola psicológica de Cielo, quien desde la adultez intenta evangelizar sobre los pesares de la bulimia. Las leyendas finales con estadísticas sobre los alcances del trastorno alimenticio dejan reverberando la sensación de engaño, de que todo lo bueno previamente construido en Abzurdah era apenas un vehículo, una introducción para una enseñanza con tono de autocrítica.
Los caminos de Melingo Después de esa comedia romántica adolescente que fue la injustamente soslayada Dulce de leche, Mariano Galperín pega un volantazo radical con esta mezcla entre rockumental, road movie, comedia slapstick y distintos elementos del cine silente. Su realidad está centrada en la figura del emblemático músico Daniel Melingo, a quien el realizador de Chicos ricos y 1000 boomerangs acompaña por sus viajes físicos y mentales, además de sus encuentros con distintos músicos, filmándolos en un riguroso blanco y negro. A diferencia de Dulce de leche, que se proponía como un pequeño relato de iniciación con todos los elementos artísticos puestos al servicio de la narración, Galperín aquí deja que Melingo sea el conductor de la película. Así, Su realidad no es más que una puesta en pantalla de los deseos del músico.
Mientras somos jóvenes Ultraindie y pequeñísima, Congreso abre con una recorrida por los distintos ambientes de un departamento antiguo ubicado frente al Palacio Legislativo. La escena sirve de presentación para los tres amigos que conviven bajo el mismo techo: un rocker ególatra, chamuyero y exitoso con las mujeres; un actor algo tímido e introvertido pero sensible; y un flamante soltero aún sumido en el duelo por la relación terminada. Durante su primera parte, el film -estrenado en una de las secciones paralelas del Festival de Mar del Plata 2013- se dedicará a mostrar la dinámica grupal y ciertos usos y costumbres de los veinteañeros actuales, todo en vísperas de una fiesta que se realizará esa noche, convirtiéndose así en una comedia eminentemente generacional en la línea de 20.000 besos, Abril en Nueva York y Voley, cuyo correcto funcionamiento dependerá de la capacidad de cada espectador para empatizar con alguno de los tres protagonistas. La fiesta es una cena con otras tres amigas. Pasados los juegos etílicos y charlas de rigor, llegará la hora de la división en parejas. A partir de aquí el guión de Tronconi y el propio Luis Fontal apuesta menos a la observación que a la exposición de las debilidades de cada un@ de l@s chic@s mediante algunos diálogos demasiado previsibles pero sinceros en tono confesional, quitándole al film parte de su frescura y agudeza observacional.
Zonda, folclore argentino es, antes que buena o mala, una película honesta, directa, consecuente con la idea de su máximo responsable, Carlos Saura, de llevar los ritmos autóctonos de la Argentina a “lugares donde todavía no fueron descubiertos”, tal como afirmó en una entrevista a Escribiendo Cine realizada durante el rodaje. Así se entiende que la concatenación de vidalas, chacareras, coplas y chamamés interpretados por figuras de renombre (de Jairo a Lito Vitale, pasando por Juan Falú, Soledad Pastorutti, Peteco Carabajal, el Chaqueño Palavecino y el Chango Spasiuk, entre otros) que componen la totalidad del metraje responda a una suerte de paseo para turistas y/o principiantes por las distintas postas que conforman la historia y el presente del folclore, casi un episodio extendido de Encuentro en el estudio pero sin Lalo Mir manejando los tiempos. Sin embargo, esto no implica necesariamente un reproche. Al contrario: es loable visibilizar una corriente artística que, salvo excepciones, no responde al mandato de las bateas. El problema, entonces, es la forma elegida para encarar ese viaje. Filmado en un galpón del barrio de La Boca y con la coordinación musical de Lito Vitale, el último film del director de Tango, Fados y Flamenco, flamenco se muestra demasiado cómodo en el mero retrato de músicos y cantantes desfilando con su arte frente a cámaras que, salvo contadísimas excepciones, jamás se desplazan del proscenio del virtual escenario, lo que las convierte en lo más parecido a un grupo de espectadores electrónicos de un Festival de Cosquín reducido, veloz, claustrofóbico y sin tiempos muertos ni cortes comerciales. Televisivas y dominadas por planos medios y cerrados, las elecciones formales no sólo son perezosas, sino en muchos casos también obvias, como aquella en la que para homenajear a Mercedes Sosa se recrea un aula con chicos vestidos con guardapolvo que observan y tararean un video de la tucumana entonando “Todo cambia”, marcando groseramente la consideración totémica que tiene Saura de la tucumana. Sobre el final llegará el número de malambo, uno de los pocos momentos que rompen con la norma preestablecida. Allí la cámara se eleva para tomar desde las alturas una coreografía sincronizada a la perfección, mostrando que, sin las ataduras autoimpuestas, Zonda tenía buena materia prima para ser más que lo que finalmente es.
Otra vez el cine catástrofe El mayor atractivo de este nuevo producto “rompan todo” digital es Dwayne “The Rock” Johnson, héroe exclusivo y todo terreno de una película que vuelve sobre tópicos bien conocidos y transitados, pero sin siquiera un atisbo de humor o autoconciencia. Antes del inicio de la proyección de prensa de Terremoto: La falla de San Andrés, un video de quince segundos trajo un mensaje de Dwayne Johnson para augurarles a periodistas y críticos el disfrute de la función especial. Esas palabras son un guiño canchero, pero también la oficialización de lo que en la previa era una sensación: el actor con bíceps tamaño IMAX es uno de los atractivos de un film que se ha hecho antes (desde los ‘70 hasta toda la filmografía de Roland Emmerich) y mejor. Claro que si Terremoto se hace cargo de la condición de estrella del ex luchador brindándole todas las herramientas posibles para su lucimiento, el segundo punto de interés se diluye debido al carácter bombástico de la parafernalia audiovisual que impera en la pantalla. Así, la pertenencia del film al paradigma audiovisual pos 11S, imperado por la vampirización de las imágenes de aquel día y el posterior quiebre de la iconografía del cine catástrofe mediante la irrupción de cuerpos empolvados huyendo por calles plenas de escombros, es un detalle inmerecidamente secundario, casi casual.Johnson encarna aquí a Ray, enésimo servidor público orgullosísimo de serlo en la historia de Hollywood, un tipo divorciado, solitario, devoto de su hija y siempre listo para someter su fuerza de Transformer a los operativos del equipo de rescate que preside. Y qué fuerza: la primera secuencia concluye con él solito arrancando la puerta de un auto encastrado en un risco justo antes de su caída al vacío. Corte a un profesor y especialista en terremotos (Paul Giamatti, genial como siempre) alertando a sus alumnos acerca del atraso en la reubicación de la placa tectónica sobre la que se erige California, escena que marca, a su vez, que ese personaje encarnará la voz científica y expositiva encargada de desentrañar la lógica de los sucesos a la platea. Un sismo en una zona inédita completa el combo que preludia el desastre y, claro está, la puesta en movimiento de Ray. Movimiento enteramente motorizado, ya que se trata de un auténtico grandmaster del volante que durante el metraje manejará helicópteros, autos, aviones y lanchas.Su vocación de servicio encuentra el límite cuando descubra que la nena (Alexandra Daddario, la amante de Woody Harrelson en True Detective) está en peligro. Así, como si no supiera qué es una cadena de mando ni mucho menos un acto de subordinación, el ex The Rock no duda en rumbear sus músculos hacia San Francisco no sin antes rescatar de un rascacielos de Los Angeles a su ex (Carla Cugino), excusa más que ideal para incluir con fórceps una vertiente humanista encarnada en una charla pendiente a raíz de la muerte de la hija menor. Los pases de factura del ex matrimonio, todos plagados de lugares comunes, puntean el tono de un relato poco dispuesto a asumir la vacuidad de su premisa. A diferencia del goce festivo de Roland Emmerich (El día después de mañana, 2012) o las grasadas irresponsables de Michael Bay (toda la saga Transformers), el director Brad Peyton (el mismo de la aceptable Viaje 2: La isla misteriosa) no concibe a la comedia ni mucho menos a la autoconciencia como potenciales medios para encauzar el desarrollo de una propuesta gastada, convirtiendo a su apocalipsis en dos horas de destrucción digital, pesadumbre y gravedad. Y contra eso no hay remedio: Dwayne Johnson tendrá carisma y porte, pero no hace magia. O al menos no todavía.
Un viaje que vale la pena acompañar Tal como ocurrió hace 25 años con Kevin Costner, otro actor de renombre habituado a personajes recios debuta detrás de las cámaras con un drama que apela menos a la rigurosidad histórica que a la búsqueda de la emoción del espectador. Y, al igual que Danza con lobos, la ópera prima del Russell Crowe está centrada en uno de los episodios fundamentales de la identidad cultural y social de su país de origen como fue la batalla de Galípoli. La historia es conocida, al menos para quienes hayan visto el film homónimo de Peter Weir: soldados neozelandeses y australianos batallaron junto a sus pares británicos y franceses contra el Imperio Otomano en una pequeña península de lo que hoy es Turquía. El resultado fue una de las batallas más cruentas de la Primera Guerra Mundial, con alrededor de 250.000 muertos por bando. Basada en la historia real del padre ya no de una sino de tres víctimas, Camino a Estambul contiene en el título local una imprecisión. Al fin y al cabo, el epopéyico viaje del héroe desde el desierto australiano natal hasta lo que en ese momento era Constantinopla, realizado cuatro años después de aquella batalla, es prácticamente un trámite que preludia el verdadero conflicto de su recorrido: la llegada hasta la península para encontrar los cadáveres de sus hijos y enterrarlos junto a su esposa recientemente suicidada. A partir de esa anécdota, el protagonista de Gladiador construye un film deliberada y orgullosamente antiguo, que se aleja del realismo no sólo desde su narración, sino también desde el retrato maravillado de la geografía costera y urbana y la presencia de personajes estereotipados. Sin embargo, y aun con sus baches y atropellos narrativos ilustrados sobre todo en un desenlace precipitado, Camino a Estambul se mueve con seguridad en el marco de sus ambiciones emotivas, emanando un aire de sinceridad y nobleza que ameniza su visión y mostrando que Crowe sabe qué quiere contar y cómo hacerlo.